– Es una fecha endemoniada ¿Quién cojones la ha elegido?
El jefe del Servicio de Seguridad de la Policía, SSP, se pasó la mano por sus mechones de pelo rojo.
– Lo sabes muy bien -respondió una mujer algo más joven que miraba con los ojos entornados una anticuada pantalla de televisión que se balanceaba sobre lo alto de un archivador en el rincón; los colores estaban empalidecidos y una raya negra vacilaba a través de la parte baja de la imagen-. Fue el propio primer ministro. Una buena ocasión, ya sabes Mostrar el viejo país de origen en toda la magnificencia del nacional-romanticismo.
– Borracheras, diabluras y basura por todas partes -bramó Peter Salhus-. No me parece muy romántico El Día Nacional [1] siempre es un infierno ¿Y cómo cojones -la voz pasó a falsete mientras miraba el televisor- tienen pensado que consigamos cuidar a la señora?
La Madame Président estaba a punto de poner los pies sobre tierra noruega. Delante de ella iban tres hombres vestidos con abrigos oscuros. Los característicos auriculares se veían perfectamente. A pesar de la capa de nubes bajas, todos ellos llevaban gafas de sol, como si estuvieran parodiándose a sí mismos. Detrás de la Presidenta, bajando por las escaleras del Air Force One, venían sus hermanos gemelos: igual de grandes, igual de oscuros e impasibles.
– Da la impresión de que ellos mismos se pueden encargar del trabajo -dijo Anna Birkeland con sequedad-. Por otra parte, espero que nadie más escuche tu… pesimismo, por decirlo así. La verdad es que estoy un pelín preocupada. Tú no sueles…
Se interrumpió a sí misma y Peter Salhus también calló, con los ojos fijos en la pantalla del televisor. El violento exabrupto no le pegaba. Al contrario; cuando dos años antes le nombraron jefe de vigilancia, fue precisamente la calma y el carácter amable del hombre los que posibilitaron que alguien con un pasado en el Ejército fuera aceptado como jefe de un servicio cuya historia estaba repleta de vergonzosas cicatrices. Las airadas protestas de la izquierda se calmaron un poco cuando Salhus pudo mostrar un pasado en las juventudes socialistas. Entró en el Ejército con diecinueve años para «desenmascarar el imperialismo norteamericano», como explicó sonriente en una entrevista que retransmitieron por la televisión. Cuando luego cambió de tercio y durante minuto y medio justificó su labor con gran seriedad y trazó una imagen amenazante que la mayoría podía reconocer, el asunto estuvo prácticamente resuelto. Peter Salhus cambió el uniforme por el traje y se mudó a los locales del SSP, si no por aclamación, al menos con apoyo político transversal. Caía bien a sus empleados y era respetado por sus colegas extranjeros. Con su corte de pelo militar de pocos milímetros y su barba canosa, despertaba una confianza masculina y antigua. Aunque resultara paradójico, Peter Salhus era un jefe de vigilancia bastante popular.
Y Anna Birkeland no le reconocía en absoluto.
La luz del techo se reflejaba sobre su calva sudorosa. El cuerpo se columpiaba hacia delante y atrás, al parecer sin que él mismo se percatara de ello. Cuando Anna Birkeland le miró las manos, vio que tenía los puños cerrados.
– ¿Qué pasa? -preguntó, como si en realidad no quisiera obtener una respuesta.
– Esto no es buena idea.
– ¿Por qué no has detenido todo el asunto? Si estás tan preocupado como pareces, deberías haber…
– Lo he intentado, lo sabes muy bien.
Anna Birkeland se levantó y se acercó a la ventana. La primavera no tenía demasiada presencia en la pálida luz de la tarde. Posó la palma de la mano contra el cristal y se formó un breve contorno de vaho que desapareció al instante.
– Tenías tus reservas, Peter. Bosquejaste posibilidades y aportaste objeciones. Eso no es lo mismo que intentar parar algo.
– Vivimos en una democracia -dijo. A Anna le pareció que la voz estaba exenta de ironía-. Son los políticos quienes deciden. En contextos como éstos, yo no soy más que un miserable consejero. Si hubiera podido decidir yo…
– ¿Le habríamos impedido la entrada a todo el mundo?
Él se volvió bruscamente.
– A todo el mundo -repitió ella, ahora más alto-. ¿A todo el mundo que amenace este idílico pueblo que lleva el nombre de Noruega?
– Sí -dijo él-, tal vez.
Su sonrisa resultaba difícil de interpretar. En la pantalla del televisor, la Presidenta era conducida desde el colosal avión hasta una suerte de escenario improvisado. Un hombre vestido de oscuro manipulaba el micrófono.
– Cuando estuvo aquí Bill Clinton salió todo muy bien -dijo ella mordisqueándose una uña-. Se paseó por la ciudad, se tomó unas cervezas y saludó a diestro y siniestro. Incluso fue a una pastelería. Y no tenía ni cita ni plan.
– Pero eso era antes.
– ¿Antes?
– Antes del 11 de Septiembre.
Anna se volvió a sentar. Con las manos abiertas se levantó la melena por la nuca. Luego agachó la mirada y tomó aire para decir algo, aunque lo que salió fue un sonoro suspiro. Del pasillo llegaban risas que se alejaban hacia el ascensor con pasos rápidos. La Presidenta ya había finalizado su breve discurso desde el mudo televisor.
– Ahora el responsable de su seguridad es el Distrito Policial de Oslo -dijo finalmente-. Así que, en sentido estricto, la visita presidencial no es problema tuyo. Nuestro, quiero decir. Además… -hizo un movimiento de manos señalando el archivador bajo el televisor- no hemos encontrado nada. Ningún movimiento, nada de actividad. Ni entre los grupos que ya conocemos aquí en el país ni en las zonas limítrofes. Nada de lo que hemos recibido desde fuera indica que esto vaya a ser más que una visita muy agradable… -la voz adquirió la entonación de una presentadora de los telediarios- de una Presidenta que quiere honrar a su país de origen, Noruega, que además es un buen aliado de Estados Unidos. Nada indica que alguien tenga otros planes al respecto.
– Lo cual resulta bastante llamativo, ¿no? Esto es…
Se interrumpió. La Madame Président entraba en una limusina negra. Una mujer de manos rapidísimas la ayudaba con el abrigo, que se había quedado colgando fuera del coche y estaba a punto de quedarse enganchado con la puerta. El primer ministro noruego sonreía y saludaba a las cámaras, con cierto exceso de entusiasmo infantil ante la magnífica visita.
– Es el objeto de odio número uno de todo el mundo -dijo él señalando la pantalla con la cabeza-. Sabemos que no pasa un solo día sin que se tracen planes para quitarle la vida a esa señora. Ni un puto día. En Estados Unidos, en Europa, en Oriente Medio, en todas partes.
Anna Birkeland se sorbió los mocos y se restregó la nariz con el dedo índice.
– Eso lleva haciéndose mucho tiempo, Peter. Se hace con mucha gente más, aparte de con ella. Nuestros colegas por todo el mundo descubren constantemente cosas así, cuando denuncian ilegalidades para que no se conviertan en realidades. Ellos tienen el mejor servicio de seguridad de todo el mundo y…
– Sobre eso litigan los letrados -la interrumpió él.
– … y la organización policial más efectiva del mundo -continuó ella sin inmutarse-. Creo que no deberías perder el sueño preocupándote por la Presidenta de Estados Unidos, la verdad.
Peter Salhus se levantó y presionó con su enorme dedo el botón de apagar en el momento en que la cámara hacía un zoom para sacar un primer plano de la pequeña bandera de Estados Unidos que iba enganchada a un lado del capó del coche. El coche aceleró y la bandera ondeó en rojo, blanco y azul.
La pantalla quedó en negro.
– No es por ella por quien me preocupo -aclaró Peter Salhus-. En realidad no.
– La verdad es que no sé adónde quieres ir a parar -dijo Anna, con ostensible impaciencia-. Yo me largo. Ya sabes dónde encontrarme si necesitas algo.
Cogió una gruesa carpeta de documentos del suelo, enderezó la espalda y se dirigió hacia la puerta. Con la mano sobre el pomo y la puerta entreabierta, se volvió hacia él y preguntó:
– Si no es por Bentley por quien estás preocupado, ¿por quién?
Peter Salhus ladeó la cabeza y frunció las cejas, como si no estuviera seguro de haber oído la pregunta.
– Por nosotros -dijo brusca y tajantemente-. Me preocupo por lo que nos pueda pasar a nosotros.
El pomo estaba frío contra la palma de su mano. Lo soltó La puerta se cerró despacio.
– No a nosotros dos -sonrió mirando hacia la ventana, sabía que ella se estaba sonrojando y no quería verlo-. Estoy preocupado por… -sus manazas dibujaron un gran círculo irregular en la nada-: Noruega -dijo, y por fin la miró a los ojos-. ¿Qué coño le va a pasar a Noruega como esto salga mal?
Anna no estaba segura de entender lo que quería decir.
Por fin Madame Président estaba sola.
El dolor se aferraba a la parte posterior de su cabeza, como hacía siempre tras un día como aquél. Se sentó con cuidado en un sillón de color crema. El dolor era un viejo conocido que se pasaba por ahí cada dos por tres. Los medicamentos no la ayudaban, quizá porque nunca le había confesado su defecto a ningún médico y por ello nunca había utilizado más que fármacos sin receta. El dolor de cabeza le venía por la noche, cuando ya había pasado todo y por fin habría podido quitarse los zapatos de dos patadas, colocar las piernas en alto y leer un libro, tal vez, o simplemente cerrar los ojos para no tener que pensar en nada en absoluto antes de que llegara el sueño. Pero no podía ser. Tenía que sentarse, un poco reclinada, con los brazos separados del cuerpo y los pies bien plantados en el suelo. Tenía los ojos medio cerrados, nunca del todo: la rojiza oscuridad tras los párpados incrementaba su dolor. Precisaba un poco de luz. Un poquitito de luz a través de las pestañas. Los brazos relajados con las manos abiertas. El tronco relajado. En la medida de lo posible, tenía que desviar la atención desde la cabeza hasta los pies, que presionaba contra la moqueta con toda la fuerza de que era capaz. Una y otra vez, al ritmo del pulso lento. No pensar. No cerrar los ojos del todo. Presionar los pies hacia abajo. Una vez más, y aún otra.
Al final, en un frágil equilibrio entre el sueño, el dolor y la vigilia, las garras iban soltando lentamente la parte posterior de su cabeza. Nunca sabía cuánto le había durado el ataque. Por lo general alrededor de un cuarto de hora. A veces miraba aterrorizada el reloj de pulsera y era incapaz de entender que marcara la hora bien. En raras ocasiones se trataba de apenas unos segundos.
Como esta vez, como podía ver en el reloj de la mesilla.
Con concienzuda delicadeza alzó el brazo derecho y se lo puso contra la nuca. Seguía sentada sin moverse. Los pies continuaban presionados contra el suelo, del talón a los dedos y de vuelta. La frialdad de la palma de la mano hizo que se le encogiera la piel de los hombros. El dolor había desaparecido, por completo. Respiraba con más facilidad y se levantó con la misma delicadeza con la que se había sentado.
Tal vez lo peor de los ataques no fuera el dolor, sino el estado de alterada vigilia que los seguía. En los últimos veinte años, Helen Lardahl Bentley se había acostumbrado a que el sueño era algo sin lo que, en determinados momentos, se tenía que apañar. Mientras que en ciertos periodos no había sentido dolor durante varios meses seguidos, durante el último año la sesión de sillón había llegado casi a convertirse en un ritual de medianoche. Y puesto que era una mujer que jamás se permitía malgastar nada, y menos el tiempo, siempre sorprendía a sus colaboradores al presentarse llamativamente preparada en las reuniones matutinas más tempranas.
Estados Unidos tenía, sin saberlo, una Presidenta que, por lo general, debía conformarse con cuatro horas de sueño por noche. Y en la medida en que dependiera de ella, el insomnio seguiría siendo un secreto que sólo compartía con un esposo que tras muchos años de convivencia había aprendido a dormir con la luz puesta.
Ahora estaba sola.
Ni Christopher ni su hija Billie la acompañaban en este viaje. A la Madame Président le había costado mucho impedirlo. Aún se encogía al pensar en cómo se le habían oscurecido a él los ojos, sorprendido y decepcionado, cuando ella tomó la decisión de viajar sin su familia. El viaje a Noruega era la primera visita al extranjero de la Presidenta después de su investidura, tenía un carácter meramente protocolario y, además, se trataba de un país que a su hija, de veintiún años, le habría podido resultar muy placentero y útil ver. Había mil buenas razones para viajar allí en familia, tal y como estaba planeado en un principio.
A pesar de ello, ambos tuvieron que quedarse en casa. Helen Bentley probó a dar unos pasos, como si no las tuviera todas consigo sobre si el suelo aguantaría. Se restregó la frente con el pulgar y el índice, y después echó un vistazo a la habitación. Hasta entonces, en realidad no se había dado cuenta de lo bonita que era la decoración de la suite. El estilo tenía una frialdad escandinava: madera clara, telas luminosas y, tal vez, una pizca de cristal y acero de más. Sobre todo captaron su atención las lámparas. Las tulipas eran de cristal labrado con chorro de arena y, aunque no tenían la misma forma, estaban engarzadas de tal modo que se compenetraban incomprensiblemente. Posó la mano sobre una de ellas y sintió el delicado calor de una bombilla de pocos vatios.
«Están por todas partes -pensó acariciando el cristal con los dedos-. Están por todas partes y me cuidan.»
Era imposible acostumbrarse a ello. Con independencia del sitio o la ocasión, de con quién estuviera, sin la menor consideración hacia la hora o la cortesía: siempre estaban allí. Naturalmente entendía que tenía que ser así, con la misma naturalidad con la que, al cabo de apenas un mes en el cargo, comprendió que nunca llegaría a intimar con sus guardianes más o menos invisibles. Una cosa eran los guardaespaldas que la acompañaban durante el día. No había tardado mucho en considerarlos parte de la vida cotidiana, aunque resultaba imposible distinguirlos. Tenían rostros, algunos de ellos tenían incluso nombres, que le estaba permitido utilizar, aunque no descartaba que fueran falsos.
Sin embargo, con los otros era peor. Eran incontables e invisibles, las sombras ocultas y armadas que siempre la rodeaban sin que nunca supiera exactamente dónde estaban. Le producían una sensación de incomodidad, de paranoia fuera de lugar. En realidad la estaban protegiendo y querían su bien, en la medida en que sintieran algo más allá del deber. Había pensado que estaba preparada para una existencia como objeto hasta que, pasadas unas semanas de su periodo presidencial, comprendió que era imposible prepararse para una vida como aquélla.
No por completo.
Había centrado toda su carrera política sobre dos ejes: las oportunidades y el poder; y había maniobrado con inteligencia y buen hacer para conseguirlo. Evidentemente se había topado con obstáculos por el camino. Una resistencia objetiva y política, pero también con grandes dosis de rechazo y acoso, envidias y malas intenciones. Había escogido la carrera política en un país con largas tradiciones de odio personificado, maledicencia organizada, inauditos abusos de poder e incluso atentados. El 22 de noviembre de 1963, siendo una adolescente, vio a su padre llorar por primera vez, y durante días creyó que el mundo estaba a punto de derrumbarse. Era aún una adolescente cuando, en esa misma década turbulenta, asesinaron a Bobby Kennedy y a Martin Luther King. A pesar de ello, nunca había pensado que hubiera nada personal en aquellos ataques. Para la joven Helen Lardahl, los asesinatos políticos eran intolerables ataques contra las ideas; contra valores y actitudes que ella asumía ávidamente; aún ahora, casi cuarenta años más tarde, discursos como el de «I have a dream» le ponían la piel de gallina.
Por eso, cuando en septiembre de 2001 los aviones secuestrados embistieron contra el World Trade Center, lo había interpretado de la misma manera, al igual que casi trescientos millones de compatriotas: el terror era un ataque contra la mismísima idea norteamericana. Las casi tres mil víctimas, los inconcebibles daños materiales y el skyline de Manhattan que se había transformado para siempre se disolvieron en un todo mayor: en «lo norteamericano».
De ese modo, todas y cada una de las víctimas -cada uno de los valerosos bomberos, cada padre que había perdido a su hijo y cada familia destrozada- se convirtieron en el símbolo de algo mucho mayor que ellos mismos. Y de ese modo se pudieron sobrellevar las pérdidas, tanto de la nación como de los supervivientes.
Ella lo sentía y lo pensaba de ese modo.
Hasta aquel momento, hasta que ella misma no se había convertido en el Object #1, no había empezado a intuir el engaño. Ahora era ella quien personificaba el símbolo. El problema es que no se veía a sí misma como un símbolo, al menos no sólo como eso. Era madre. Era esposa e hija, amiga y hermana. Durante dos décadas había trabajado con un único objetivo, el de convertirse en la Presidenta de Estados Unidos. Quería poder, deseaba aquello que tenía. Había triunfado.
Y el engaño cada vez le resultaba más evidente.
Durante las noches de insomnio la atormentaba.
Recordaba un entierro al que había acudido, del mismo modo que todos los demás -los senadores y los congresistas, los gobernadores y demás gente importante que querían participar del Gran Luto Norteamericano- habían acudido a diversos funerales y ceremonias de homenaje, bien visibles para los fotógrafos y los periodistas. La difunta era una mujer, una secretaria recién contratada de una compañía que tenía sus locales en la plata setenta y tres de la Torre Norte.
El viudo apenas rozaba los treinta años. Estaba ahí sentado, en el primer banco de la capilla, y movía levemente las rodillas. Junto a él había una chiquilla de unos seis o siete años que acariciaba una y otra vez la mano de su padre, de un modo casi maniático, como si ya entendiera que su papá estaba a punto de perder la razón y quisiera recordarle que ella seguía existiendo. Los fotógrafos se concentraban en los pequeños, en los gemelos de dos o tres años y en la hermosa niña, vestida de negro, como no se debe vestir a ningún niño. Helen Bentley, en cambio, miró al padre en el momento en que pasó por delante del ataúd. Y no fue pena lo que vio, no la pena tal y como ella la conocía. El rostro del viudo estaba contraído de desesperación y miedo; era puro pánico. Aquel hombre era incapaz de concebir cómo podría seguir avanzando el mundo. No tenía la menor idea de cómo iba a conseguir ocuparse de los niños, de cómo se las iba a apañar para reunir el dinero suficiente para el alquiler y el colegio, de cómo reunir fuerzas para educar a tres hijos completamente solo. Tuvo sus quince minutos de fama porque su mujer había estado en el lugar equivocado en el momento erróneo y, de modo absurdo, había sido elevada a heroína norteamericana.
«Los utilizamos», pensó Helen Bentley mirando el oscuro fiordo de Oslo a través de las ventanas panorámicas que daban hacia el sur. El cielo aún tenía una extraña luz azul pálido, como si no fuera capaz de atrapar a la noche. «Los utilizamos como símbolo para conseguir que la gente cerrara filas. Y lo logramos Pero ¿qué estará haciendo ahora? ¿Qué le pasó? ¿Por qué nunca me he atrevido a investigarlo?»
Los guardias estaban ahí fuera. En los pasillos, en las habitaciones que la rodeaban, en los tejados de las casas y en los coches aparcados; estaban por todas partes y cuidaban de ella.
No le quedaba más remedio que dormir; la cama la atraía, con sus grandes almohadas de plumas, como las que recordaba en su cuarto del desván, en casa de su abuela, en Minnesota, cuando era una niña y estaba bendecida con tan poco saber que podía librarse del mundo con sólo echarse un edredón de cuadros por encima de la cabeza.
Esta vez el pueblo no iba a cerrar filas. Por eso esta situación era peor. Infinitamente más amenazadora.
Lo último que hizo antes de dormirse fue poner la alarma de su propio teléfono móvil. Eran las dos y media, y ya estaba empezando a amanecer.