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Con su estilo relamido, con una delicadeza que, de no haberla conocido tan bien, Lu podría haber tomado por hipocresía, la señora Kiu le dio a entender una mañana, cuando se la encontró en la puerta, que no correspondía prolongar la situación de dependencia láctea en que se hallaba respecto de ella. Al menos fue lo que él creyó deducir de sus repetidas invocaciones a una suerte de provisoriedad que se derivaría del hecho mismo de que ella no era la madre de la pequeña (había tenido tres hijos, por su parte: eso también formaba parte de los circunloquios del discurso). Se sintió tentado de preguntarle por qué. Estaba totalmente de acuerdo con la calificación, pero no veía que viniera al caso porque la niña también era algo provisorio: se suponía que tarde o temprano habría crecido y cesaría la molestia. Aunque ella le había repetido que no era una molestia, y había sido muy convincente, o de otro modo Lu no le habría hecho el encargo. En efecto, la señora Kiu traía la leche para sus hijos. Y que todas las criaturas estaban en el mismo trance, era el supuesto bajo el cual habían emprendido todo el arreglo. Más aún, la señora Kiu se apresuraba a indicar que seguía sin constituir la menor molestia. Sólo parecía deseosa de poner fin a lo «provisorio» del caso. En resumen: Lu había creído que lo provisorio se refería al estado de lactante de Hin. La vecina se había ofrecido con la mejor voluntad, y sólo así había aceptado. Por un instante muy volátil se le cruzó la sospecha de que quizás había surgido alguna idea sutilmente maligna en la señora Kiu. Se apresuró a expulsar el pensamiento, y al mismo tiempo a relevar a la vecina de su carga. No había la menor necesidad de que siguiera molestándose…

– Pero no, no, no es ninguna molestia-insistía ella.

– Claro.

Se quedaron en silencio un momento. Aun sin pensarlo, todo esto tenía algo melancólico, en su trivialidad. Y quizás la señora lo percibió, porque se la vio hundir ligeramente ese semblante siempre impasible. Lu pasó, algo aturdido, a la faz práctica, para sacarla de ese posible remordimiento.

– Y bien, entonces -dijo-, esc asunto de la leche…

– Oh, ya sabe -dijo la señora Kiu mirando a la distancia, la distancia que ella recorría personalmente todos los días hasta la granja donde compraba la provisión de leche para los niños-. Están las vacas.

– Claro -la interrumpió vagamente el señor Lu, y dejó caer el tema. Fijó la vista en las florcitas redondas, absurdamente chatas, que constelaban aquí y allá el musgo de su vecina, y eran como un retrato multiplicado de ella. Se despidió con cierta distracción: no quiso recalcar una supuesta amabilidad por temor a parecer ofendido; en realidad no lo estaba.

Porque a pesar de todo, la vida seguía, indiferente, inmutable, ligera, con alas de garza; eso constituía en sí mismo toda una lección para nuestro héroe, aun cuando no hubiera podido decirse que esperara otra cosa. Si había creído poder fijar el tiempo, y con el tiempo el deseo, mediante una acción secreta, que hiciera resistencia a las imposibilidades, se vio frustrado. Claro que de hecho, se decía, no había pretendido tanto, sino apenas darse un máximo de placer cuando llegara el momento.

Y además, el tiempo corría, porque nunca había estado más ocupado. Quizás debía decir sin más que nunca había estado ocupado. La niña colmaba el tiempo, y de eso precisamente se trataba. Su proyecto en ese sentido tomaba una coloración mucho menos absurda: a tantos padres había oído decir (ahora lo recordaba) que de pronto se veían con hijos crecidos… cuando les parecía que era ayer que los habían tenido en brazos… Que los nietos tomaban el lugar de los hijos en un abrir y cerrar de ojos… Sí, quizás lo suyo no era más que una parodia, a escala cósmica, del lugar común.

El tiempo tomaba un cariz doble: el que le dedicaba a la niña, que era todo, y el restante, que no era poco; sumando con cuidado, podía decir que era más el tiempo libre que el ocupado. A Hin la miraba con creciente distanciamiento. Pasado el primer desconcierto, Lu había llegado a la conclusión de que el desarrollo de las criaturas se llevaba a cabo con una inflexibilidad mecánica que nada podía afectar; y esto por mucho que contrastara con la aparente (y tan celebrada) delicadeza exquisita y blandura expuesta a todo influjo externo, en esos seres minúsculos. Estudioso de la naturaleza como era, no podía dejar de notar que esa contradicción en realidad era una necesidad causal. Los niños estaban en manos de puntualidades de bronce, y no se trataba tanto de una cohorte de dragones protectores como un dosel de exactitudes que se sucedían con absoluta independencia del mundo y la realidad. Era una secuencia que excluía a los padres, y el disfraz de dulzuras apenas alcanzaba a velar ese viaje astronómicamente perfecto.

De modo que el «otro» tiempo lo empleaba en esto o aquello, o bien en lo general. Incluso había hecho una pequeña ampliación en la casa; no tan pequeña, considerando todo, por cuanto había cambiado lo que podría llamarse el «espíritu» del diminuto edificio; se trataba de una oficina, dedicada al papelerío de las obras hidráulicas, que al fin de cuentas habían quedado a su cargo en la faz organizativa. Había pasado más de dos años distanciado de la administración, e incluso mal mirado, aunque nadie se atrevió a reprocharle nada, por temor a recursos de los que él dispondría, tanto más graves cuanto más vagos e innombrables. Pero al fin, como sucedía siempre, las cosas habían vuelto a su curso inmemorial y perenne. Y a consecuencia de ello, se exaltaba con la idea de trocar de una vez para siempre lo más perenne, cual era el curso fluido y cambiante de los ríos. Dividió hábilmente las tareas antes de empezar, y se quedó con lo más abstracto del trabajo, con lo burocrático quintaesenciado, para sorpresa de quienes conocían la practicidad de sus tareas concretas con el agua. Tampoco de la necesidad de este paso le resultó difícil convencerlos.

Y según su costumbre, hizo innovaciones personales. Nunca antes había hecho ese tipo de trabajo oficinesco, y ahora inventó un sistema de archivos que llamaba la atención a todos los que lo examinaban; adaptó para ello, con poco trabajo, muebles que antaño se utilizaban para el almacenamiento de porcelanas, y el resultado incidental del esfuerzo por conseguir esos muebles fue que quedaron en su poder un par de centenares de piezas antiguas, perdidas hasta entonces en la provincia, y que en la mayoría de los casos se incluían, sin cargo o con uno despreciable, en las transacciones por sus muebles. Las donó al museo ex-Imperial de la Hosa meridional, y organizó el envío en una operación rápida y delicada a resultas de la cual no se perdió una sola porcelana.

Había en él una cierta sensualidad en el contacto con los papeles, su clasificación, el hecho de que se cubrieran, en jornadas que luego se confundían (aunque no se confundían los papeles) de signos; y la mera circunstancia de que estuvieran ahí, debidamente ordenados, le gustaba. Sin amor al papel, decía, no hay burocracia, y sin burocracia no hay política de verdad, y mucho menos civilización (porque la política, según su punto de vista, era una etapa preparatoria para la civilización). Como detestaba la mera idea de emplear papeles de distintos colores, como suele hacerse en oficinas, debió idear sistemas clasificatorios inusuales, que al fin de cuentas resultaron más prácticos. Estableció contactos con proveedores de papel incluso de regiones lejanas, del Yenh-He, donde se lo producía desde época inmemorial. Esos contactos le resultaron útiles más adelante, en sucesivos cambios de actividades.

Desde la oficina, en la que pasaba largos ratos, podía vigilar directamente a la niña, por un sistema de mamparas corredizas que puso entre su lugar de trabajo y la salita, y que después se extendió a toda la casa; que no hubiera mucho a qué extenderse, por la escasa amplitud del edificio, no hacía sino destacar el cambio radical de naturaleza que tenía lugar allí. La casa dejaba de parecer china, se volvía japonesa, coreana, se volvía un palacio en miniatura, un representante visible de lo lejano y extranjero; y vivir en una casa que representaba a otra casa se vuelve una experiencia notable. Su amigo Wen Tsi, que siguió el ritmo de las reformas con cierta aprensión al comienzo, y divertido después, le dijo que resultaba una casa no-marxista, por el mero hecho de que hiciera pensar en algo lejano; porque el marxismo para él era lo local por excelencia.

Si la arquitectura de la vivienda había cambiado por el trabajo burocrático-civilizador que se llevaba a cabo en una de sus dependencias, también había cambiado, pero secretamente, a causa del erotismo suspendido en el que su dueño se había embarcado. Y los dos cambios se superponían, creando esa tonalidad de extrañeza que ahora era la clave de su vida. ¿De modo que también su vida sería no-marxista? Eso ya era algo más difícil de determinar.

No se hizo repetir la insinuación de la señora Kiu. Desde el día siguiente se ocupó de procurarse la leche sin su ayuda, como para probarle que todo lo «provisorio» había desaparecido felizmente. Había dos pequeños tambos en ese extremo de la aldea, y los dos al extremo de caminos sinuosos, que parecían haber sido trazados personalmente por las vacas.

Pero bastaron unos pocos días para que tomara la decisión de renunciar a esta ocupación. Le resultaba chocante encontrarse con la señora Kiu (incluso hacían el camino de vuelta juntos) dando una demostración demasiado palmaria de la duplicación innecesaria del trabajo que se tomaban. Le pareció mucho más adecuado emplear a alguien para hacer el recado. Se vio ante la alternativa de tomar a un muchacho para que le hiciera sólo esa tarea, o bien dar cabida en su sistema doméstico a una mujer para que se ocupara, en términos amplios, de la niña y de la casa en general.

En realidad, ya lo había pensado, en distintos momentos de su vida. La idea de tener un ama de llaves era absurda en sí misma, pero no en sus consecuencias. Recurrió, como tantas veces lo había hecho, a la señora Kiu: esta vez no quería caer en errores. Le pidió que le recomendara a alguna señora que pudiera serle de utilidad, y a través de ella dio al fin con una señora de nombre Ma Whu, que reunía todas las cualidades (las pocas de ellas) que se requerían para el puesto. Era extraordinariamente pobre, y vivía de caridad en casa de unos parientes que no le tenían demasiado afecto. Era viuda de algún modo, no muy claro, carecía de hijos, y su edad oscilaba en los cuarenta años. Y era notablemente fuerte; aunque pequeña, irradiaba una suerte de vigor que le resultó reconfortante a Lu. Ignoraba si era ordenada (después averiguó que no era ni ordenada ni desordenada) pero algún riesgo había que correr. Le daría casa y comida, y un sueldo bimestral, por hacerse cargo de los trabajos de la criatura. Le aseguraron que había criado satisfactoriamente a varios sobrinos.

La señora Whu cayó del cielo en medio de las ampliaciones de la casita de Lu. Se mostró encantada con el jardín, pero puso en claro desde el primer momento que no pondría los pies en él; ya bastante trabajo calculaba que tendría con lo que hubiera dentro de la casa. Lu le rogó que no tocara nada que no fuera estrictamente necesario, y que no se atreviese a trasponer jamás los carriles de las puertas corredizas de su oficina.

– Si por mí fuera -dijo la señora-, no tocaría nada en absoluto.

Él le mostró a Hin, que dormía en una cesta.

– Ah -dijo la señora Whu entrecerrando los ojos.

Tres días después la señora Kiu se encontraba con su vecino en la calle y le transmitía su desolación por cierta malevolencia de la gente (que después de todo era inevitable). Se corría el rumor, y había llegado hasta ella, de que Lu había adoptado a la niña como mera excusa para poder tomar una mujer, etcétera. ¡Ella podía negarlo terminantemente, y le informó que lo había hecho donde se había presentado la ocasión! Pero no ocultaba que lo hacía más que nada porque ella había sido, siquiera indirectamente, motivo de que él necesitara a la niñera.

Lu encontraba que estas murmuraciones eran una transformación natural de la benevolencia con que se había comentado antes su gesto de adoptar a una expósita montañesa. Era natural, mucho más natural de lo que lo encontraba la señora Kiu, que las murmuraciones pasaran de benévolas a malévolas sin cambiar de naturaleza. Se ponía en evidencia una vez más en este caso el aspecto plástico, eminentemente mudable, del consenso. ¡Qué lección para los políticos aficionados que ahora cubrían el país, sembrando un dogma! Si pudiera hacer pública su fábula personal, tendrían mucho que aprender de ella. No sólo la inversión de signo de todo lo sabido o ignorado, sino también esto otro, que era fundamental: el malentendido es de rigor.

Un día estaba de visita en la casa su amigo Hua, una tarde poco antes de la puesta del sol, y sobre una taza de té, en confidencia, le contó un nuevo giro que habían tomado las murmuraciones: ahora se decía que la niña era hija suya, y de Ma Whu, con quien habría mantenido una prolongada relación que ahora se normalizaba ante los ojos del público mediante esta mascarada. ¡Una explicación post facto muy limpia!, chillaba Hua entre risas. Y agregaba: ¿Hasta dónde se puede llegar, con la imaginación?

Después tomaron té, y en eso estaban cuando alguien tocó el timbre. Se apresuró a atender Lu, para evitar el oprobio de que lo hiciera la recentísima casera, y resultó ser un desconocido, con una valija en la mano. Cuando habló, sorprendía por lo amanerado. Creyó entender que venía a ofrecerle objetos de arte. No pudo evitar el reflejo algo indiscreto de examinar al visitante de pies a cabeza mientras hablaba. Parecía un hombre del sur, con los rasgos separados y la tez oscura, y algo de hindú en la mirada. Si había algún acento peculiar en su habla, lo disimulaba el afeminamiento. Lo hizo pasar. Creía entender de qué se trataba, porque no era la primera vez que sucedía algo así; desde el episodio de los armarios de porcelanas, y la donación que había ingresado con su nombre en el museo, le había quedado una cierta fama de coleccionista -cosa que no era, en ningún sentido-. De ahí que lo visitaran, de tanto en tanto, gente que ofrecía ventas clandestinas de antigüedades. Casi nunca compraba nada, y no tanto por prudencia como por genuino desinterés.

Una vez adentro, el hombre pareció menos tímido. Abrió la valija con naturalidad y desplegó sobre la mesa sus cosas, algunas bastante apreciables. Tenía todo el aire de un profesional. Lu Hsin se preguntó si realmente habría un mercado secreto para estas bellezas de antaño.

Había unos dijes de bronce, con los que podría hacerle un sonajero a la niña. Lu no era tan ingenuo como para ignorar que había un mundo muy amplio fuera de este en el que vivían. Esos dijes tenían varios miles de años de antigüedad, y lucían un maravilloso trabajo de orfebrería (representaban, en miniaturizados formatos primitivos, los perros sagrados); cualquier museo europeo se avendría a pagar cuantiosas sumas por ellos. Quizá, después de todo, sí debía pensar en el futuro. Quizá le convenía hacer un sonajero, y guardarlo.

Entre los objetos había una primorosa cajita antigua, de la época Han. La abrió, y estaba llena de minúsculas semillas. El vendedor se apresuraba con una explicación, que después de todo resultaba obvia para alguien de mediana cultura: eran semillas de violetas bu, que se utilizaban para que las abejas produjeran un determinado «tono» de miel; efectivamente, la ilustración laqueada en la tapa representaba una violeta. Hua soltó una exclamación admirativa y tendió la mano para examinarla; eso puso de malhumor a Lu. Dijo no ver el motivo de la admiración: debería ofrecerles el juego completo, con todas las cajitas de las demás flores: sólo así la oferta podría tener algún interés para un coleccionista. Por otro lado (esta objeción se le ocurrió sobre la marcha), un anticuario dedicado a la cultura apícola de los Han tendría un inmenso campo de acción: además de las cajitas y las semillas estarían los potes para miel, los soportes de los panales, las caretas, y mil cosas más; y la miel; para no hablar de las abejas, y de su trabajo.

El vendedor afeminado miraba a la ventana, sin la menor intención de responder. Hua en cambio se encendía como una señora: a él la cajita le parecía exquisita…

Lu Hsin lo interrumpió: ¿quién le aseguraba que esas semillas conservarían su poder germinativo, al cabo de unos veinte siglos? Y en caso de que lo conservaran, ¿qué atractivo tendría para un anticuario todo el dispositivo? ¿No era más lógico ofrecérselo a un apicultor?

Hua P'i p'ei resopló, impaciente:

– No he conocido hombre más intratable en el fondo. ¿Qué es lo que quiere, por todos los dragones del cielo y la tierra? -exclamó aparatosamente.

– No quiero nada -dijo Lu sin faltar a la verdad profunda.

De todos modos, compró la cajita junto con los dijes, aunque más no fuera para que no la comprara Hua, cuya vulgaridad lo deprimía. Había notado que miraba con interés al desconocido sodomita. El descubrimiento de esa clase de interés siempre está latente. Con el pretexto de que el humo de los cigarrillos podía hacerle mal a Hin mandó salir a la señora Whu, que la tenía en brazos y que había entrado de la cocina, interesada en el mercado de pulgas improvisado sobre la mesa. Le dijo que le preparara el baño, aunque era temprano; acostumbraban bañarla exactamente cuando se ponía el sol. Creyó captar una mirada de la pequeña, y sintió que irradiaba una pureza totalmente heterogénea a toda idea de perversión. No importaba que ella misma fuera una prueba tangible de perversión, más bien por el contrario: el hecho de que fuera real y tangible, y no un artefacto de miradas ambiguas e intenciones a medio camino de lo imaginario, la ponía decididamente en otro plano. La supuesta, imaginaria pederastía de Hua, nunca tendría un cetro en la vida. La mirada absolutamente límpida de la niña entretenía a Lu a veces: cuando había empezado a buscarle los ojos (y eso había sucedido muy temprano, al mes de vida, poco después de que la trajera a la casa), todo saber se había simplificado hasta tomar una consistencia sólida y opaca. Sus amistades habían empezado a volverse seres vagos, desdibujados. Como si la mirada de la niña creara por contraste con su claridad excesiva una bruma alrededor. Y la vida de Lu empezaba a tomar caracteres precisos no aquí, entre ellos, sino en otro lado, en otra dirección.

La aparición de Hin había provocado su impresión también en los otros, pero de muy distinta índole, como lo demostró el visitante al hacer un comentario: dijo que había viajado ampliamente por el país este último año, y había notado una tendencia muy marcada a recoger niñas para criar. Obviamente, creía que aquí Hin era la hija del dueño de casa, y Ma Whu su esposa, o no habría abierto la boca. Hua, sin pensarlo demasiado tampoco, le preguntó a qué podía obedecer un movimiento social tan descabellado.

– Al marxismo -dijo simplemente el extraño, agitando imperceptiblemente los dedos, muy cortos y delgados-: Se teme que dentro de unos años la juventud se apoderará de todas las mujeres.

Lu los invitó a salir a fumar un último cigarrillo al jardín; era un modo de despedirlos. El desconocido cerró la valija y los siguió. Fumaron mirando el crepúsculo, y oyeron adentro los chapoteos alegres de la niñita en el fuentón. Efectivamente, era demasiado temprano, pero no estaba mal hacerlo de todos modos. Unas abejitas vespertinas zumbaron sobre los setos, sin acercarse a las figuras que ya se oscurecían.

Y como suele suceder, la noche apareció súbitamente, como si no la hubieran estado esperando. Una ola de gris creció en un instante de la tierra, sustrayendo todos los colores. Y sin embargo, permanecía la luz del día, o algo así como su espectro, colgando de las montañas. El visitante habló vagamente de ir a la casa donde se alojaba en la Hosa… Hua se mostró interesado: quizás pudieran hacer juntos el camino, le agradaba caminar a esa hora, cuanto más tarde mejor. «Hay horas más tardías», dijo Lu, pero no lo oyeron. No, el extranjero se alojaba exactamente en la dirección opuesta a la de la casa de Hua, por lo que éste no insistió. De cualquier modo, le hizo prolongar unos momentos más la reunión, con uno de sus característicos arranques anoticiadores:

– ¡Deberíamos temerle al oso!

– ¿Qué oso? -preguntaron los otros dos.

Aparentó un escándalo, ¡cómo podía ser que no estuvieran enterados, bien enterados, mejor que él, que en realidad no sabía nada! Había un oso haciendo estragos en las aldeas más cercanas a la montaña (y ésta era la más cercana de todas), un oso grande, ferocísimo y grotesco. Había habido una alarma, dos semanas atrás, y hasta el momento seguían en la misma posición de incertidumbre.

– Es irrisorio -dijo Lu Hsin-. ¿Cómo no encontrar a una bestia de semejante tamaño? ¡En dos semanas!

El extranjero apoyaba a Hua:

– Pueden disimularse perfectamente en un montón de hojas.

– Señor -dijo Lu con cierta severidad-: no estamos hablando de un montón de hojas.

Recordó en ese momento que él había preparado un comentario, años atrás, para una obra antigua, escrita por un anónimo provincial en los albores de las Cinco Dinastías. Era un librito que se llamaba Los 52 modos de atrapar al oso. Lu había redactado un prólogo, algunas notas, y un apéndice ligeramente más científico que el texto, que era una fantasía no desprovista de buenas ideas., El mismo lo había hecho imprimir, un pequeño folleto, del que tenía todavía algunos ejemplares en la casa (y el librero Pía tenía todo el resto de la edición, si es que no la había botado). Ahora podrían desempolvarlos aprovechando la oportunidad… Pero qué lamentable, bien pensado, era que hubiese que esperar la aparición de un oso, de un oso de verdad, para vender una obra literaria.

Ya se oían ruidos en la cocina, y ahora sí los visitantes se marcharon.

Cenó solo, servido por la señora Whu y pensando vagamente en unas cosas y otras. Por momentos se olvidaba de la existencia de la niña, de su presencia en la casa, y la aparición de la señora Whu (porque era de esas personas que siempre aparecían) se la recordaba, nunca sin un toque de sorpresa.

Pues bien, la cena solitaria fue velocísima. Ultima-mente había empezado a maravillarse de la velocidad de sus cenas: pasaban en un abrir y cerrar de ojos, y no recordaba nada en absoluto de lo que comía o no comía en ellas. No podía explicarse tampoco muy bien a qué podía deberse ese fenómeno. De hecho, las cenas dejaban de ocupar un lapso en el tiempo: podía esperarlas, antes, o comprobar, después, que ya habían sucedido, pero nunca lograba «atraparlas» en el momento mismo en que tenían lugar. No eran más que «la hora de la cena», y ya no la cena en sí misma, que parecía desvanecerse como una entelequia pulsante. (Y, tal como funcionaba su mente, no pudo dejar de preguntarse si no sucedía lo mismo con todo en su vida.)

A la madrugada lo despertó un grito; ya dentro del sueño sabía que se trataba de la señora Whu, pese a que, por supuesto, nunca antes la había oído gritar. Sumamente desconcertado, se sentó en la cama un momento. Aunque todavía no había señales del alba, entraba al dormitorio un suave resplandor, de la niebla encendida.

La cualidad ambigua, entre interior y exterior, de la casa, se manifestaba como nunca antes, y Lu Hsin tuvo una oleada de placer estético que se confundió con todo lo demás que en esa hora y circunstancia hacía a su confusión general; su persona tardaba en rearmarse, y parecía poseída, por el contrario, de un movimiento centrífugo. Se puso de pie y corrió la mampara que lo separaba de la minúscula galería externa. No se oía nada más, y la noche estaba sobrenaturalmente callada. Salió, dio unos pasos descalzo en la tierra, y acertó a mirar por la ventana trasera de la salita; más allá del ambiente, por la otra ventana enfrentada, vio en el jardín lateral a la señora Whu en camisón, en la postura clásica del espanto. La niebla parecía complacerse en iluminarla a ella. Lu Hsin se preguntó si no sería sonámbula. Qué engorro, se dijo en un susurro, y se dispuso a dar la vuelta a la casa. Mientras lo hacía se le ocurrió que quizás había algo que espantaba a la buena señora, algo real, en cuyo caso no debería ir tan desprevenido. Se detuvo a pensar un instante. Pero era como si hubiera transcurrido el tiempo, y ahora la niebla estaba realmente imbuida de la claridad del día próximo. Estaba contra la ventana de la despensa, que ahora se continuaba en la cocina, y ésta, por una mampara, daba a la salita. Todo estaba abierto, de modo que tenía una perspectiva en diagonal de toda la casa, apenas menos clara que el aire libre. Pero desde aquí no veía a la mujer (aunque no dudaba que seguía petrificada como la había dejado). Decidió volver sobre sus pasos: en la otra diagonal, tendría una visión del dormitorio que Ma Whu compartía con la niña. Cuando pasaba ante la ventana de la sala echó una mirada, y aquella estatua blanqueada de pavor había desaparecido. Su perplejidad se renovó de pronto. ¿No habría sido todo un sueño de él? Siguió hasta donde podía ver el dormitorio. Había calculado mal: aunque las mamparas estaban abiertas, desde aquí sólo veía los árboles de su vecino Tiehn-Han, barrido de neblinas. Siguió rodeando la casa, y al dar la vuelta al frente vio en la calle a la señora Whu, tan espantada como antes. Ella lo vio y le hizo gestos urgentes, al tiempo que exclamaba algo; curiosamente, ahora lo hacía en voz demasiado baja, como si temiera alertar a alguien. No era un sueño, porque los dos estaban de pie. Claro que ella había huido. En un relámpago de alarma, Lu pensó en la niña. (Él mismo había tenido fantasías difícilmente explicables, como las tiene todo el mundo, respecto de la supervivencia de la criatura.) Debía ir ya mismo a verla. Se metió por la oficina rumbo a su cuarto; con esta casa, daba lo mismo ir por adentro o por afuera. Y al trasponer la sala, tuvo una visión tan extraña que no la olvidaría nunca: las nieblas parecían de algún modo haber entrado en la casa, y entre ellas, recortado oscuramente, un oso, un gran oso, se inclinaba con ingenua curiosidad sobre la cesta donde Hin seguía durmiendo plácidamente.

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