8

Si bien el efecto del editorial estaba destinado a ser profundo, nunca dejó de ser discreto. No adoptó, por ejemplo, la forma del aislamiento con que supuestamente se premian las bravatas antisociales. De hecho, la primera manifestación del efecto fue una visita, aunque no más que la tan cotidiana y ya casi invisible de la señora Kiu. Fue ni media hora después de que el periódico empezara a ser repartido. Lu Hsin salía en ese preciso instante (iba a comprarse un par de sandalias) y tropezó con ella en la puerta. Al otro lado de la cara impasible de la viuda, leyó su determinación de retirar su nombre de la lista de suscriptores, e incluso tal vez devolver su ejemplar, que traía enrollado en una mano.

– Su imprudencia, señor, está a la altura de las palabras con que la demuestra.

Muy oriental, él simuló buscar en los recodos de su imaginación:

– ¿La señora estará refiriéndose por casualidad a mi mediocre artículo?

– ¡Por casualidad! -bufó la Kiu.

– Me arriesgaría a asegurarle que ese minúsculo incidente escrito no tiene ninguna importancia, ni la tendrá en…

– ¡La tiene para mí!

– Me honra mi benévola vecina.

– Señor Lu: no es hora de ironías.

– No sabía que fuera marxista -comentó él, en un tono de generalización complaciente.

– Si es necesario…

– A veces…

– Pero…

– Por mi parte…

Por cortesía, dejaban todas las frases flotando. Hablaron un momento del clima.

– Una no puede ser esclava de la lluvia -decía la señora Kiu.

– Deberíamos pensar que la lluvia está a nuestro servicio.

– Habría que ser un venerable antepasado muerto para aceptarlo con tanta indiferencia.

– ¿La señora habrá pensado en honrarme renunciando a ejercer la crítica sobre mis necios escritos?

– Por el momento, prefiero declarar que sería más conveniente hacerlo que no hacerlo.

Lu se apuró a abrirle la puerta de la oficina, que estaba sin llave, y la invitó con un gesto a servirse por sí misma. Ella sabía dónde estaba el fichero. Por delicadeza, se quedó esperando. La vio ir directamente al mueble, encontrar su tarjeta en un abrir y cerrar de ojos y echársela al bolsillo de sus amplios pantalones azules. Podría haber apostado a que unas horas después la señora volvería a introducirse, subrepticiamente esta vez, en la oficina, y devolvería la ficha a su lugar.

Se marchó. En el camino, pensaba que su vecino del otro lado, el señor Chao, no tardaría en presentarse con alguna proposición curiosa. En efecto, cuando volvió con las sandalias lo vio sentado ostensiblemente en la parecita de su jardín, leyendo La Gaceta. De lejos, daba la impresión de no encontrar el sentido de las palabras.

Hin se disponía a ir a la escuela. Tomaba su tazón de leche bajo la mirada impaciente de la señora Whu. Lu Hsin puso agua para hacer té, y se sentó a su lado. Ese día la niña tenía una clase especial de geografía, y había dibujado varios mapas en grandes papeles delgados muchas veces doblados. Él los desplegó con profusión de crujidos, y los examinó en detalle. Se oponía por principio a los mapas hechos según una perspectiva vertical, perpendicular al terreno: favorecía una cierta oblicuidad, más adecuada, según su parecer, a la emergencia del arte que estaba al fin de la ciencia. Es cierto que así las cosas se hacían mucho más difíciles, pero eso era inevitable. Lamentablemente, el punto de vista oficial preconizaba una enseñanza a partir de lo más simple, y las complicaciones quedaban siempre para más adelante, para un futuro impreciso. No obstante, los mapas de Hin estaban bien hechos, e iluminados con bonitos colores. Había ganado medallas en ciencias, y en lo que iba de este año era la mejor alumna de su división.

Cuando se marchó, Lu se quedó tomando té, sin nada que hacer. La señora Whu se paseaba por el jardín, mirando la hierba. Posiblemente ya había dado los primeros pasos, y los segundos también, hacia su éxtasis cotidiano. La noche anterior le había comunicado que su padre estaba enfermo, muy grave, en una aldea localizada exactamente al otro lado de la Hosa. Lu había ignorado hasta ahora que ella tuviese padre, que debía de ser viejísimo, un prodigio de longevidad. No se decidía a volver a interrogarla, por temor de que ella se hubiera olvidado de lo que había dicho. Todo indicaba que debía de ser una alucinación, ya que nadie sabía que la señora hubiera recibido noticias de ninguna clase. Quizá su padre había muerto cincuenta años atrás, y ella se limitaba a revivir viejos sueños.

Salió al patio con una idea, y los gatos lo siguieron; volvió a entrar y fueron tras él. Supuso que lo que querían era comida, y les dio leche, pero no la bebieron. La señora Whu seguía todos estos movimientos sin despegar los labios. Salió en fin, por segunda vez, con la misma idea, que era ocuparse de las lagartijas. Porque las seguía teniendo, o mejor dicho disponía de la milagrosa progenie de las anteriores. Después de renunciar a su cría y regalárselas a los niños de la vecindad descubrió que habían quedado unas tiras de huevos (¡las irritantes tirillas!) en su jardín, y para su inmensa sorpresa, éstas sí prosperaron, y de la noche a la mañana nacieron las crías. ¿Ésa era la solución que había buscado con tanto empeño? ¿Un gesto? No sin perplejidad, había vuelto al trabajo abandonado, y no dejaba de reconocer que si podía volver, era gracias a que lo había abandonado.

Se entretuvo en eso hasta el mediodía, después comió unos mejillones y se acostó a dormir la siesta. Ni ese día ni el siguiente había trabajo en la Gaceta: era la pausa larga del mes. Se despertó tarde, embotado, y estuvo tomando té y fumando largo rato; tan largo que se hizo la hora del regreso de Hin de la escuela, y tomaron la merienda los dos. Le preguntó si había hecho planes con sus compañeras; si tenía mucha tarea; a ambas preguntas respondió negativamente. Le propuso salir a dar una caminata. Las ocasiones en que salían a pasear juntos por el bosque se habían ido haciendo más y más infrecuentes, por lo que ahora tenían el placer de la novedad. Hin se preparó con entusiasmo, pero le advirtió que debían estar de regreso a la hora en que volviera Yin, que le prestaría un rato la bicicleta. Lu Hsin a su vez le recordó que él le compraría una bicicleta, si aprobaba todas las materias. ¡Claro que Hin lo recordaba! Precisamente por eso no quería perder la oportunidad de practicar en la de su amigo, para estar ducha cuando tuviera la suya. (El razonamiento era razonable, y a la vez no lo era.)

Salieron. La tarde de primavera resplandecía. La niña iba con una blusa blanca y pantalones azules, y los pies desnudos en las sandalias. Entraron de inmediato en el bosque, Hin adelante, abriendo la marcha, Lu Hsin algo retrasado, y silencioso. A cada paso se encontraba más y más en ella, como si el movimiento y el tiempo lo fueran adentrando en la niña, no en el bosque. A sus espaldas se iban cerrando puertas blandas de follaje y de suave luz diurna, y se encapsulaba una y otra vez, más allá de lo posible, en un pensamiento general en forma de Hin. Dejaba de ver, de oír, de ocuparse del mundo. Y aun así, se decía cautelosamente, si realmente pudiera concentrarse en esta minúscula fantasía, si pudiera entrar con todos sus pensamientos en Hin, hasta salir de sí mismo… entonces la vería alejarse al máximo, volverse un puro brillo en el cielo, como la gema depositada en el extremo del tiempo y de la vida.

Podía pensar (y casi casi debía pensar) que Hin era una formación mental suya. Que estuviera afuera de él era efecto de una operación de índole casi literaria, teatral, como cuando aparecía en escena junto al personaje real un demonio, con su mascarón bestial, y sólo los espectadores lo veían. La belleza paradójica de Hin, tan distinta del monstruo verde de ojos protuberantes, resultaba de un manejo análogo: era todo lo que él podía ver, y era lo que la convención del mundo (no sólo las buenas costumbres, sino lo que mantenía visible al mundo) le impedía ver en la realidad.

Las condiciones atmosféricas acentuaban la impresión, lo mismo que el peculiar estado de ánimo de Lu, derivado de su gesto reciente de «quemar las naves». Y no debía descartarse la posibilidad de que ambas cosas fueran una: las naves se incendiaban sobre el fondo de una fulgurante claridad, no a la noche.

La miraba en el silencio; las palabras habían sido para él, toda la vida, ocasión de desviar la mirada; era el ser más hermoso de cuantos tenía posibilidad de ver alguna vez. ¿No era redundante? Era hermosa, y se suponía que era suya. ¿No invalidaba ese pleonasmo todo el razonamiento de su visión? Y si era así… Sentía el goce inexplicable de las vísperas del deseo. Se volvía eterno, para su uso personal. Contra lo que solía decirse, el amor era voluntario después de todo. Salvo que la voluntad no siempre era voluntaria, al menos todo lo voluntaria que debería ser.

Se fijaba en el peinado, la trenza anudada en forma de estribo que se bamboleaba graciosamente sobre la nuca. Si sus compañeros de escuela antaño lo habían encontrado muy a propósito para darle tirones bromistas, ahora Lu Hsin lo encontraba igualmente propicio para atraparla y llevarla consigo a la morada de los dragones, al cielo invisible de la primavera. No todas las mujeres (ninguna de las que había conocido, si lo pensaba un poco) traían consigo ese implemento para asirlas. Era más propio del sueño que de la realidad.

Se detuvieron y se sentaron en un talud desde donde se veían las montañas, de un gris rosado a esta hora. Lu fumó un cigarrillo mientras Hin le contaba volublemente anécdotas de la escuela. Pensando sólo en sus historias, los ojos de la niña se perdían en las alturas lejanas. Él los vio salir al aire, y girar como astros sobre ese paisaje inmóvil en el que sus propios ojos se habían extraviado tanto. Cuando se puso de pie le sonaron los huesos. La tierra estaba húmeda.

De regreso, Hin cortó del suelo unas hojuelas muy verdes con gruesas nervaduras blancas, en forma de abanico. Le preguntó cómo se llamaba la hierba.

– En realidad no es una hierba -le explicó él-. Son pequeños árboles siempre en embrión.

– ¿Por qué tiene las líneas blancas?

– Bueno… no podría ser toda verde.

– ¿Por qué tiene la forma de abanico?

– Es la más lógica para su cometido, que es atrapar el sol, como una pelota de ping-pong.

– Eso ya lo sé: las plantas se alimentan de sol.

– Y alcanza para todas.

– El sol es misterioso -opinó Hin.

– Ya no tanto. Es una especie de bomba atómica al revés.

Hin abrió mucho los ojos. En aquel entonces se hablaba todo el tiempo de la bomba atómica (porque estábamos a punto de fabricar una, decían). Pero la idea que se había hecho la niña de ese dispositivo, por lo visto, no encajaba con su idea del sol, ni siquiera al modo inverso. Lu Hsin le explicó que las que se usaban en la guerra promovían la fisión del átomo, es decir, la separación violenta (o delicada: era un modo de hablar y entenderse) de sus componentes; el sol, al revés, actuaba por fusión. Los efectos eran exactamente los mismos.

– Salvo que nosotros no hemos aprendido todavía a usar la energía por fusión, por falta de recipientes donde meterla. Ni siquiera la porcelana sirve.

– ¿Y cuál es el recipiente del sol?

– La gravedad.

– Pero si el sol es una explosión, ¿no debería haber terminado ya?

– Hay explosiones lentas. Y además, algún día terminará.

Hin quedó un rato silenciosa, pensando, y después dijo:

– El sol tiene algo de horrible.

A lo que Lu Hsin asintió, pues era lo que siempre había pensado. Hizo el siguiente comentario:

– Empezamos hablando de una hierba en abanico, que en realidad es un arbolito que nadie reconoce, y terminamos hablando de sol. ¿No es curioso?

Ella no lo encontraba curioso. Dijo que todas las conversaciones evolucionan hacia temas distintos y, por otro lado, en este caso el hilo de las razones había estado bien a la vista. Y seguía estándolo, agregó señalando las hojas innumerables de los árboles y la hierba, que reflejaban, opacas o brillantes, la luz de la tarde.

Esas palabras fueron para Lu Hsin un motivo más para objetivarla. Los niños tienen temas distintos para cada persona con la que hablan. Ese solo hecho bastaría para desmentir el tan mentado ensimismamiento infantil. Después, durante toda su vida, la elección del tema de conversación sigue siendo una de esas deliberaciones solemnes a la vez que fugaces, en las que toda persona se abisma cien veces al día. El tema de Hin con él seguía siendo, en su proteica abundancia, el de las variaciones de la naturaleza. Entraba dentro de su convención referirse a los árboles, a la bomba atómica, o a las conversaciones de una tarde de primavera.

En la calle, frente a la casa, los esperaba Yin, sosteniendo por el manubrio la bicicleta a la que de inmediato trepó la niña. Lu Hsin encontró adentro una visita que lo complacía: el viejo Ma Chiang, director del Centro de Genética. Lu, que era un hombre más bien serio, e incluso podía pasar por melancólico, tenía una gran reserva de risas que salía a relucir con ciertos interlocutores que, por algún motivo, se sintonizaban con su estilo hilarante. A esas personas, que habían sido bastante raras en su vida, y por ello tanto más preciosas, las cultivaba sobremanera. Este hombre, al que había conocido un año atrás, cuando el establecimiento del centro, era uno de ésos. Solía venir temprano, y nunca se quedaba a cenar porque entonces empezaba su jornada. Trabajaba de noche, solo. De día trabajaba también, con los científicos que estaban a sus órdenes. No dormía mucho, como sucede con los viejos (y él tenía cerca de ochenta años). Mientras Lu preparaba el té, comentaron el tema que por entonces estaba en boca de todos: se planeaba la construcción de un aeropuerto militar en la Hosa. El viejo, con buenos contactos en las fuerzas armadas, había recibido esa misma tarde la confirmación de que la obra era un hecho. Lu, con todo, se mostraba escéptico:

– No veo qué podríamos hacer con los aviones, como no sea volar…

El viejo se reía sobre su taza de té humeante, que le empañaba los anteojos.

– En Occidente -seguía Lu-, hubo una etapa deportiva de la aviación, que nosotros nos hemos salteado. No habrá apuesta. Será solamente «volar».

– De eso se trata.

– Será demasiado placer sin mezcla.

– Pero tendremos miedo.

– Nos sentiremos más chinos todavía, imitando al Señor Saint-Exupéry.

Risas.

– No será un placer, ni un miedo lo bastante compartido como para incidir en nuestra nacionalidad -dijo Ma Chiang-. La gente del común no hará como los pájaros. Es posible que yo no muera, después de todo, sin haber volado… o usted…

– ¿Prevé que me llevarán a algún sitio remoto a purgar mis excesos? -preguntó Lu Hsin sonriendo.

El viejo tardó un momento en comprender a qué se refería, hasta que recordó el artículo editorial de la Gaceta.

– ¿Lo leyó? -le preguntó el dueño de casa.

– Con el mayor interés.

– ¿Y le pareció…?

– Una obra maestra de… lo inofensivo sigiloso.

Lo festejaron con carcajadas. Ya estaban en plena jocundidad. A Ma Chiang se le empañaban todo el tiempo los lentes, y de los dos lados: de afuera, por su costumbre de inclinarse sobre la tacita de té; de adentro, por las lágrimas de la risa. Eso le recordó a Lu Hsin una anécdota, que le relató a su amigo. Unos años atrás, un militar de alta graduación asignado en la Hosa había tenido problemas con unos binoculares de campaña que debía usar constantemente en las maniobras que comandaba, porque tenía un ojo con algo menos de visión que el otro. Como Lu tenía prestigio de óptico en la zona, y el caso presentaba cierta urgencia que hacía imposible mandar a rectificar el aparato a la capital, se lo llevaron a él. Le bastó un somero examen para ver cómo podía hacerse el ajuste, sencillísimo; el general mismo podía hacerlo, probándolo hasta que quedara a su gusto. Dárselo a él había sido absurdo, porque se trataba de un asunto mecánico, no óptico. Anotó en una hojita el modo de hacer el ajuste, y la dejó junto a los prismáticos, que no tocó, para devolverlo todo al día siguiente y se fue a dormir. Pero a la mañana al despertarse, tuvo la completa y luminosa convicción de que él también, por contagio, se había equivocado de método. Hacerlo como se había propuesto habría sido el más garrafal error que un particular podía cometer en relación con la política: indicar que no era en su condición de poseedor de un saber determinado que podía ser útil, sino meramente como hombre inteligente. De modo que arregló él mismo el anteojo, del modo difícil, usando las cifras de la diferencia de dioptrías entre los dos ojos del buen caballero. Fue un fino trabajo, de perito óptico. Lo mandó de vuelta sin una palabra.

– Lo curioso -terminó entre risas francamente alegres- es que no recuerdo cuál fue el razonamiento que hice antes y después. Sólo recuerdo que tuve una revelación, pero no pude reconstruirla… ni podré nunca, al menos si no se da la misma oportunidad, y el mismo peligro. Y no creo que vuelvan a darse.

– ¿A darse qué? ¿Que un general miope…?

– Ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja ja.

Cuando el visitante se marchó, al crepúsculo, entró Yin, que había estado rondando la casa en espera del momento de poder hablar a solas con Lu. Parecía preocupado, pero evitaba el tema de su preocupación. Aun así, a Lu Hsin no le costó descubrir de qué se trataba: temía que con el paso al estatus de opositor de su patrón, peligrase su beca para la universidad. Era conmovedoramente egoísta, como todos los jóvenes. Su maestro no se sintió ofendido en lo más mínimo.

– Irás a Shanghai, eso puedo asegurártelo. Pero aunque no pudieras, incluso aunque no quisieras, ¿crees que eso significaría algo? Hay otras universidades a tu disposición. La que elijas: Harvard, Oxford, la Sorbonne…

Yin lo miró con los ojos muy redondos. Nunca se le había ocurrido algo así. Eso también era típicamente juvenil, la falta de imaginación. Debía de creer que esos recursos estaban fuera de su alcance. Lu señaló la hilera de jarrones Song que tenía sobre el aparador.

– Bastaría con que vendiese uno solo de esos objetos -dijo-. Cualquiera de ellos haría ricas a varias generaciones de una familia, en Europa.

– ¿Pero no sería muy difícil venderlos? -murmuró Yin.

– Para nada. Podría hacerlo hoy mismo. Nuestro amigo Hua P'i p'ei mantiene buenas relaciones con Sotheby's de Londres. -Se inclinó sobre la mesa y habló mirando el pecho del joven-. No debes preocuparte por nada, mientras sigas bajo mi protección.

Se reservaba los poderes de la eficacia. Yin se tranquilizó de inmediato, como por efecto de una magia. Pero a Lu se le había ocurrido otra cosa, que venía muy a punto. No podía desaprovechar la ocasión, que era ideal, para hacer algo más. No importaba que fuera gratuito: bastaba con que fuera verosímil. Eso siempre producía algún resultado. Además, era el método de su vida. Se dejó llevar por sus ensoñaciones. Durante toda la Guerra Fría había sido un ávido lector de ese vademécum de leyendas anticomunistas que es la revista Reader's Digest, y tenía presente, entre otras bellas ficciones, que la policía de los estados totalitarios utiliza los ficheros de suscriptores de ciertos periódicos para hacer listas de enemigos de la seguridad pública. Eso podía darle pie para basar un pretexto en otro: en esas series, que deberían ser frágiles y quebradizas y en realidad son sólidas como las torres de piedra, está la escala a los cielos. De modo que, con un mínimo despliegue de histrionismo, se manifestó preocupado por sus lectores, y le propuso al muchacho que lo ayudara a hacer algo al respecto. Yin había vuelto a su aquiescencia habitual, y se limitó a asentir con rostro neutro. Le dijo que viniera antes del amanecer.

Al día siguiente, Lu Hsin se despertó mucho antes de la hora de la cita. Se quedó acostado, pensando. Salvo que en realidad no pensaba. Algo en su cabeza se negaba a tomar el rumbo de los pensamientos, y hasta de los recuerdos. ¿Qué estaba haciendo ahí, quieto en la cama, en la oscuridad? No lo sabía. Era la pura vida, y nada se parecía más a la muerte. Como un sonámbulo, con movimientos breves y precisos, se vistió. Dio unos pasos hasta la puerta, la abrió y salió al jardín. La noche estaba templada y muy serena. No parecía una noche. Tenía razón la señora Kiu cuando decía que el clima de la provincia se había trastornado. Quizás lo que había sucedido era que se había desplazado: el diurno a la noche, el nocturno al día.

Había algo de imposible en todo, no sólo en que él no pudiera pensar. Lo había en la hora, en todas las horas. O en la niña, que dormía, inexorablemente presente, como el corazón de la casa. Dio la vuelta hasta la ventana de su dormitorio: sólo se veía lo negro del espacio. Todo era imposible, y el mero hecho de decírselo valía tanto como una huida del mundo. La casa misma no se veía, situación inimaginable. Se retiró unos pasos por el jardín, y la miró, hasta verla dibujarse, en negro sobre negro, por la pura fosforescencia de lo imposible e impensable. Extraía de la sombra misma un fulgor de lo oscuro, del que se envolvía como de diez mil aureolas.

Era una antigua caja de té, a la que le había sido impuesto otro uso, heterogéneo, casual. O el té sin la caja. Y cuando se volvió hacia las montañas, también invisibles, creyó verlas como los cubos de un sueño, masas pequeñísimas al alcance de la mano.

Una hora después, se insinuaba la primera claridad del día, y hacía calor. Llegó Yin, hinchado de sueño todavía. Se pusieron a trabajar de inmediato. Fueron a la oficina y sacaron el archivo de suscriptores (un mueble-cito circular, con varios miles de fichas) y lo cargaron entre los dos hasta el fondo del jardín. Lu había escogido para enterrarlo el sitio donde un año atrás habían muerto aquellos tristes patos. El se excusó de cavar, porque no necesitaba hacer ejercicio, y tenía una sola pala, y el hoyo que había que hacer no ameritaba que trabajaran dos. Además, a Yin no le molestaba hacerlo solo. Se quitó la camisa y puso manos a la obra, mientras Lu se sentaba en el zócalo de la medianera y lo miraba. En unos segundos el torso del joven estuvo cubierto de sudor, y la luz gris del Oriente nuboso lo hacía resplandecer.

La mirada de Lu Hsin, al cabo de varios días (¿o de muchos años?), había encontrado un objeto de veras fascinante. El pensamiento volvía, anunciándose muy despacio, con pasos aterciopelados. Se sentía una estatua, un ser de piedra. El movimiento constante de los músculos de Yin era el mar, en cuyos bordes enterraban, como en un cuento de piratas, un tesoro. Con el progreso de la luz, el cielo se cargaba, detrás del joven apolíneo y oscuro. El trabajo estuvo terminado de pronto, la tierra apisonada. Yin le preguntaba si podía darse una ducha con la manguera, y él mismo dirigió el chorro de agua fría contra su cuerpo. Hacía mucho calor, y la luz se había hecho dorada. En la ventana de la casa de al lado estaba la cara blanca de la señora Kiu. Al otro lado, en su ventana, la del señor Chao. Yin se vistió y se marchó.

Una vez solo, Lu volvió a sentarse, pensativo. Había experimentado, durante el alba, el deseo de pensar. El nacimiento del deseo exigía siempre un mecanismo fantásticamente novedoso, nunca visto, uno de esos extremos de ingenio a los que llega la humanidad de vez en cuando, y que quedan registrados en los libros. Y junto a uno de esos mecanismos, por la ley de proliferación que dominaba la mente, había otro, su sombra, al que había que ajustarse cuando el primero se desvanecía. El amor era una sombra, pero del amor nadie sabía nada, porque nada se sabe de las sombras. Lo que nace no arroja sombras, sino destellos. Pensar no es saber.

Como todo hombre de espíritu mandarín, Lu había acariciado la idea de la sodomía, pero sin tomarla nunca en serio. Le parecía que era una de esas pruebas a la vez triviales e insondables que suele plantear la realidad a la gente, como una madre exigente que quiere saber si sus hijos la merecen. Ahora, de pronto, advertía que bastaba proponérselo para hacerla real. Sería un toque de justicia poética: las montañas, que lo habían vigilado siempre con sus ojos verdes, lo castigaban condenando al más completo absurdo toda su vida anterior. No eran sólo los ingleses: la Naturaleza también amaba el nonsense. Era un vértigo, un verdadero entreacto: su niña se hacía irreal, el tiempo se volvía una trampa a posteriori, y él salía vivo, brillante y plateado, como un pez que salta de un torrente a otro impulsado por el mismo resorte sobrenatural del agua que había respirado toda su vida.

La imagen patente de la reducción al absurdo de la pequeña Hin fue tan abrupta y convincente que debió apoyarse en el muro para no caer. Acto seguido, se sentó, y encendió un cigarrillo, tratando de tomar distancia de sus emociones. Después de todo, se dijo, él siempre había sido un hombre cortés, y no podía transformar en nada, por un capricho (o un error de cálculo) a una niña tan dulce. No podía aprisionarla en sus pensamientos, ni en los nuevos ni en los viejos. ¿Pero qué hacer entonces? ¿Qué hacer? ¿Debía reconocer que se había equivocado, así no más, por pura precipitación, después de esperar una década? ¿Debería amar a un muchacho, después de todo? ¿Igual que los maricas?

Suspiró. Nunca en su vida se había sentido tan desconcertado. Pero era inútil reflexionar. Decidió volver a acostarse y dormir. El destino nunca abandonaba por completo a nadie. Entró a la casa en puntas de pie.

En los días que siguieron, quedó bien demostrado que los efectos prácticos de su artículo serían nulos. El periodismo al menos daba esa seguridad. Quedó como un acontecimiento íntimo, pero todo era íntimo en la vida de Lu Hsin. Aunque había sido bien leído, con más atención que sorpresa, y sí tuvo efectos, inmensos y atronadores, en la historia. El stalinismo tocaba a su fin en el país; tras él se anunciaba la aurora de la más fantástica confusión que hubiera reinado nunca sobre la faz de la tierra. Tuvo que ser Lu Hsin el que la trajera a la superficie, en el papel de tramoyista de sus malentendidos privados. Y lo que sucedió entonces fue, aunque no hayan sido otras cosas, una grandiosa comedia de enredos (no el texto: la puesta en escena). Se llamó «la Revolución Cultural».

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