7

La respuesta a la carta se demoró justo un apo en llegar a destino; tardó un año menos un par de días en ser despachada, desde alguna oficina misteriosa de Beijin. La justeza del lapso se le antojó a Lu Hsin perfecta, aunque no lo fuera del todo, por ser un día de primavera (las cosas eran triviales, como lo había sido el otro, cuando recibió el anodino sobre oficial en papel barato, con los sellos personales del ministro de las Relaciones Exteriores. Lu, que no había esperado respuesta, pensó que sería un mero acuse de recibo, pero había algo más.

Justo o no, el lapso entre la partida de la carta y la llegada de la respuesta parecía no haber transcurrido en absoluto. Todo sería muy adecuado en ese caso. Salvo que el año había pasado, y aunque en general, como sucede siempre, la situación seguía igual, era como si se hubiera intensificado. Para convencerse de esto último habría bastado con observar a Hin. Había cumplido once años, y era todo lo que se había esperado que fuese: una típica belleza montañesa, de ojos grandes, cuerpo pequeño y fuerte, manos hermosas, y las dos trencitas anudadas atrás por las puntas: Lu le había enseñado a hacerse ese peinado desde muy pequeña, y ahora ella lo rehacía todas las mañanas con la mayor pericia. Nadie más que ella se peinaba así; algunas de sus amigas habían querido imitarlo, sin éxito. Y ella no lo había cambiado, aun cuando ahora podría haber impuesto su voluntad; Lu la contemplaba con cierta perplejidad, como se hace con lo que realiza un deseo que no estamos seguros de tener. Por otro lado, ese peinado ya era una reliquia, porque las mujeres montañesas habían desaparecido del horizonte de la Hosa. La raza montañesa, tal como lo había previsto Lu en su momento, se había dispersado, y no sólo geográficamente, por efecto de las modificaciones en el curso del Qu, que habían aportado riego a las laderas de las montañas Verdes (hoy eran cuidadosos vergeles cuadriculados). En menos de una década, esa gente se había extinguido, lo que daba que pensar. La niña misma era una reliquia, milagrosamente preservada por el gran truco del deseo de Lu Hsin. Sólo que era más hermosa de lo que había calculado. La desaparición del «fondo» étnico en razón del cual todo se había iniciado la volvía más preciosa y rara, y todo lo suyo intrigante para el que pensaba la pequeña historia.

Mirándola, Lu sentía como si se despertara de un sueño. Todo sucedía, la vida misma tenía lugar, ni lenta ni rápida, y sin embargo, por una magia peculiar, era como si nada hubiera sucedido y todo esperara, mirándolo con ojos que habían salido lentamente del agua. Él mismo, que había pasado por épocas de no ser nadie, se había vuelto importante. La Gaceta, de la que ahora se tiraban varios miles de ejemplares, y cuyos editoriales se estudiaban y comentaban en todo el país, lo había hecho notorio. Lo que había comenzado como uno de sus tantos pretextos de inacción ahora aparecía como una sólida empresa política, que se escudriñaba hasta en la puntuación. Lu Hsin había apoyado, y guiado, los esfuerzos hidráulicos de la provincia, y nadie dudaba de que era el cerebro detrás de los avalares energéticos del agua. Los que a su vez habían producido una completa modificación social, de la que él era responsable tanto como puede ser alguien responsable de sus sueños. Y ahora sentía el despertar, lo sentía como algo a la vez vago, esfumado, y urgente, con esa urgencia de decisión que había aprendido a reconocer en los libros de su amado maestro alemán.

Y mientras tanto, su entorno se volvía más y más un sueño. Toda la gente que conocía y a la que frecuentaba había ido instalándose poco a poco, muy poco a poco, en las costumbres blandamente fijas de un hábito onírico. Ellos se apartaban vertiginosamente del despertar, mientras creían vivir la realidad. Se preguntaba si no sucedería así con toda la nación. La China tenía una historia de prolongados sueños, siempre muy disimulados en el realismo que había sido la marca original de su pueblo. Quizás efectivamente estaban entrando en una nueva realidad; o, mejor, en un nuevo realismo. Al menos era lo que deducía de las posiciones de sus conocidos, del pequeño círculo del que seguía siendo el centro. Él en cambio, por acción del rodeo que había hecho por el sueño, en el que se había introducido, por así decirlo, con los ojos bien abiertos, ahora asomaba a una realidad intensamente vivida. Toda la infancia de Hin había sido ese sueño, un período durante el cual él se había mantenido apartado de sí mismo, llevando a cabo las infracciones habilísimas de un sonámbulo. De pronto, se sentía rejuvenecido, hasta lo que veía y oía le parecía más nítido, incomparablemente más claro, como si interpusiera una lupa prodigiosa.

Uno de los que se habían vuelto sus familiares, al punto de haber sido en la práctica adoptado como hijo y discípulo, era Yin. Dotado de una inteligencia precoz, y un sólido buen sentido campesino, el joven había tenido la fortuna de estudiar hidráulica con el mejor de los maestros posibles. Dentro de dos años iría a cursar ingeniería en la Universidad de Shanghai, donde ya tenía asegurada una beca. Para cuando llegara ese momento, Lu Hsin se proponía interrumpir la publicación de La Gaceta, si es que no querían hacerse cargo de ella sus colaboradores, cosa que dudaba; el único que habría podido hacerlo era, justamente, Yin. Se le ocurría que, de habérselo propuesto así, La Gaceta en todos estos años habría sido la pantalla ideal para conservar a su lado al muchacho. No había sido ésa la idea, naturalmente, pero de haberlo sido… el secreto habría sido a su vez la pantalla de otro secreto, al que nadie podría llegar nunca. Ese tipo de ensoñaciones, en el punto en que se encontraba, parecía dotado de una tremenda urgencia.

Como era típico en él, traducía el pensamiento al trabajo. Su esfera de intereses visibles se había ido desplazando en los últimos años, y más recientemente el movimiento se había intensificado, por diversas circunstancias. Entre ellas, la instalación en la Hosa de un centro de investigaciones genéticas, el más importante del país. El hombre-orquesta Lu había tenido participación en el establecimiento del centro, y no sólo escribiendo artículos al respecto en su diario, sino en trabajos más prácticos, como la ingeniosa manera de organizar la cría de patos, que eran los sujetos predominantes en la experimentación. En lugar de limitarse a producirlos con eficiencia, Lu Hsin había partido de la creación de una subeconomía regional surgida de la crianza. No sólo era más eficiente a largo plazo: era más interesante asimismo.

En fin, que al tiempo que las obras hidráulicas en la zona habían dispersado a los montañeses, habían acumulado patos; y si parecía faltar simetría entre ambos sucesos, entre otras cosas porque las razones de lo primero habían sido económico-sociales, mientras que las de lo segundo habían sido puramente naturales, o menos aún, acuáticas, había un eje central, un núcleo de irradiación de lo que podía considerarse un cuento poliédrico, y ese punto no era otro que la casa de Lu Hsin, donde el motor de la fábula no se detenía; por el contrario, a cada momento cambiaba la frecuencia de sus ondas y renovaba la historia. La casita misma tenía algo de cuento: la mansión diminuta del dragón, la cabaña de cristales de los hijos del emperador campesino… Ahora la casa era uno de los centros de reunión más frecuentados por los científicos del Centro de Genética, el sitio al que había que ir cuando sentían curiosidad por lo que sería de ellos en el porvenir (cosa que los científicos siempre ignoran).

La carta la recibió una mañana, lo que no tenía en sí nada de extraño: el cartero hacía un viaje especial a su casa, con un grueso paquete de correspondencia para la Gaceta, todos los días a primera hora. Pero este sobre se lo entregó aparte a Lu, antes de entrar con los demás a la oficina, donde solía charlar un momento y tomar una taza de té. Lu Hsin lo rasgó y leyó con gesto distraído la hojita de papel, que dobló y se metió al bolsillo, tras lo cual entró a verificar el trabajo escolar de Hin, que desayunaba. Sentado a la mesa donde hojeaba los cuadernos de la niña, pudo ver que en la oficina habían hecho un círculo alrededor del cartero y hacían comentarios en voz baja. Calculó que en unas horas toda la aldea, y quizás más allá, estarían enterados del arribo de la misiva. Cuando Hin se fue a la escuela, Lu Hsin decidió salir a dar un paseo. Lo fatigaba la perspectiva de enfrentar la atmósfera intrigada entre sus colaboradores, y de todos modos no había gran cosa que hacer a esta altura del mes.

Al salir encontró en la puerta de su casa a la señora Kiu mirando melancólicamente sus musgos. Se detuvo a saludarla y conversaron un momento sobre el clima.

– Todo se ha trastornado -decía la señora, con un gesto fatalista. Su marido había muerto el año anterior. Se comentaba que volvería a casarse pronto, aunque andaba por los cincuenta años. De hecho, Lu Hsin podía calcular bien su edad porque eran contemporáneos. Creía poder recordarla de niña, medio siglo atrás. Asintió a sus declaraciones y la dejó donde estaba. Tomó, como tantas veces (como siempre), el camino del bosque.

Se introdujo en los senderos húmedos, y el bosque entero parecía una cebolla de cristales verdes que se separaban, con un chasquido delicado, unos de otros. ¿Cuántas veces había paseado por estas regiones hermosas? Toda la vida, pero su vida no era del todo numerable. Había sido fiel a la naturaleza, pero, como sabía bien, eso no tenía ninguna importancia. Siguió el rumbo de las crestas altas, donde no iba con frecuencia; encontraba más bien vulgar apreciar los paisajes desde las alturas: ya había hecho mucho de eso en su juventud. Y ahora, al asomarse al gran panorama de riegos y cultivos, no miró hacia abajo sino hacia arriba: al cielo. Bien pensado, el cielo era uno de los motivos de estudio que más había descuidado en su vida. Creía recordar que en otras épocas lo había «puesto en reserva», para cuando otros asuntos que le parecían más urgentes, aunque más triviales, se agotaran. Y ahora el tema del cielo había quedado atrás: cuando uno se ocupa de objetos triviales, siempre termina habiéndose ocupado de los más importantes… Y no queda nada que hacer. Pero el cielo, de todos modos… quizás había hecho una elección adecuada, porque el cielo seguía vacío.

El día transcurre en el cielo, no entre los hombres. La tierra, espejo de la luz celestial, es la morada de los niños. Es preciso aprender la lengua infantil para estudiar con fundamento las ópticas sublimes. Esa noche recibió la visita de un matrimonio de científicos, dos genetistas jóvenes, muy brillantes -de ella se decía que estaba a punto de conceptualizar una novedosa teoría sobre la alternancia de los cromosomas-. Contribuyeron a la cena con una botella de vino y Lu Hsin hirvió pescado y preparó una salsa. Tiempo atrás, con la defección definitiva de la señora Whu de los trabajos de la cocina, había quitado el biombo que separaba a ésta de la sala, y cocinaba conversando con los invitados.

– La genética -decía- debería ser la ciencia preferida del marxismo. Lo tiene todo para agradar al dogma, y contiene el delicioso riesgo de desmentirlo.

– Nada desmiente a un dogma epistemológicamente hablando -dijo el joven científico, con la sonrisa prudente que adoptaba siempre para hablar con Lu Hsin.

– ¿Y que son sino una desmentida, todos los resultados a los que parecen acercarse ustedes mismos? Genes voladores, trucados, alternantes, cromosomas «traspapelados», funámbulos…

– Oh, es un modo poético de hablar.

Lu Hsin sonrió:

– Siempre hay modos poéticos de hablar. -Se quedó callado un instante, y le vino a la memoria, o a la imaginación, un dato interesante que transmitirles a estos jóvenes ignorantes en Historia-. ¿Sabían que en nuestro país, en épocas remotas, incluso algo legendarias (aunque no tanto como para salirse de los cuidadosos márgenes de la cronología de nuestras más recientes innovaciones en la técnica de evaluar la improcedencia del pasado) hubo un arte análogo, en su esfera, a estos «casos» de la genética de los que ustedes se ocupan? -Les dirigió una mirada interrogativa-. ¿No oyeron hablar de la vajilla «de tercera generación»? ¿No? No me extraña. Los expertos en detalles históricos no han dejado obras realmente legibles. Esas porcelanas representaban un trabajo que esperaba el momento de los resultados, no los quería inmediatos. Incluso económicamente: eran la deuda anticipada de los nietos. En ese sentido, debían de ser una especie de exorcismo contra las hambrunas. Lo mismo en cuanto a la legitimación social general: si pensamos que las generaciones se contaban según la descendencia imperial, por un lado, y por otro que los modales en la mesa se transmiten no a los hijos sino por intermedio de ellos, a otros, desconocidos.

Los invitados lo miraban con el rostro en blanco.

– Pero ¿por qué esperar? -dijo él, al tiempo que ella exclamaba, con afectada frivolidad:

– Es melancólico, es… de antropófagos.

Lu Hsin le dio la razón:

– Los platos se rompen, siempre. Basta un mínimo descuido, y después no vale la pena lamentar lo que pasó.

Un rato después, Hin hablaba con el matrimonio, y les mostraba su caja de lápices de colores, gracias a los cuales, decía, había ganado un concurso de pintura unos días atrás. Lu se excusó un momento y salió a la galería externa, para asomarse a lo que había sido la despensa y ahora, transformado en un confortable y diminuto jardín de invierno, hacía las veces de departamento privado de la señora Whu. Allí se pasaba todo el día bebiendo y mirando las montañas. Le pidió una copa y se sentó a bebería en su compañía, sin hablar. El motivo de la visita había sido preguntarle si cenaría con ellos, pero no vio motivos para decir nada, después de todo.

Su ama de llaves había ido más allá del alcoholismo, en un salto elegante y muy preciso. Ya era un oráculo del silencio; en esta ocasión de renunciar a hacerle la más trivial de las preguntas, Lu Hsin veía la cifra de su misterio. Pero un momento después ella habló, con su voz honda y noble de vieja; y fue para hacer una observación muy pertinente sobre las lagartijas:

– Puede decirles a sus comensales que no funden sus esperanzas en ellas. No se reproducirán mecánicamente.

– Había empezado a sospecharlo -dijo Lu-. ¿Pero por qué está tan segura?

– Las tiras de huevos no asimilan el agua. No asimilarían el té, si se lo dieran.

Era muy sagaz de su parte. Aun puestas en el agua, esas tirillas se secaban. Reclamaban la humedad ultramundana del amor. La señora Whu debía de saber mucho de la asimilación de líquidos. El caso de las lagartijas era intrigante, pero su condena no parecía tener apelación. Lu suspiró, y confesó no saber qué hacer al respecto. La señora Whu se encogió de hombros, como si todo fuera muy fácil, una vez que se aceptaba la fatalidad del fracaso.

– Yo las dejaría en paz -dijo.

– Es lo que he tratado de hacer.

Pero nunca podría hacerlo lo suficiente. Después de todo, no sabía en qué podía consistir dejar en paz a esos animálculos inexpresivos.

Salía una hermosa luna detrás de las montañas. Desde su puesto, la mujer podía medir su ascenso sin moverse. Desde la sala venía el rumor de la conversación y, muy apagado, el aroma de la comida en el fuego. De pronto, y sin ninguna razón a la que pudiera darle nombre, Lu sacó el tema de Hin, cuya vocecita de cristal se destacaba en el silencio de la noche: por lo visto, hacía buenas migas con el matrimonio de científicos; ellos todavía no tenían hijos. La señora Whu no respondió. Las sombras parecieron condensarse en la distracción de Lu Hsin; sin saber siquiera que hablaba, fue decir algo más, cualquier frase sin importancia:

– Hin…

En ese punto se interrumpió. La luna era el objeto que hacía inimaginable el mareo. La oscuridad sedosa del cielo rozó los hombros de Lu. La palabra resonaba en el silencio previo al mundo, y en la memoria. La insistencia había producido un significado, y él supo que la señora Whu lo había oído. Le dirigió una mirada subrepticia, con una inquietud que no había sentido en años. Ella miraba con placidez un punto oscuro debajo de la luna. En la penumbra, su rostro muy avejentado semejaba el de un guerrero, o una momia… Al cabo, la vio levantar la copita y beber con el borde de los labios; miraba el reflejo de la luna en el círculo inclinado de su aguardiente. ¡Lo sabía! Debía de saberlo. Se sintió aterrorizado, sin querer reflexionar por qué. El espanto suele tener formas muy variadas, y Lu Hsin tuvo la oportunidad esa noche de enfrentar una muy vaga y difusa. Tenía la impresión de que se había abierto un abismo en algún sitio al que podían encaminarse sus pasos. En ese gran vacío, volvió a oír la voz de la señora Whu:

– El señor Hua no vino hoy.

No era la primera vez que manifestaba, en los momentos más intempestivos, su interés por este amigo de su patrón. Lu creyó poder interpretar: lo ayudaría a obtener lo que deseaba, si él la ayudaba a obtener al señor Hua. Podían dar por terminado este entreacto. A modo de colofón, ella dijo con voz ahora arrastrada, como si la bebida hubiera hecho efecto de pronto:

– Me siento enferma.

Lu dejó la copa en la mesa (vacía) y salió. Estaba a punto de volver a entrar a la sala, pero quiso quedarse un minuto más a solas. Dio unos pasos en el jardín, y miró la escena por la ventana. Hin y los dos invitados conversaban sentados a la mesa. Era tarde, y la niña estaba algo pálida. La vio levantarse, ir al armario y sacar platos y cubiertos, tarea en la que la ayudó la joven científica. A veces, los seres humanos parecen autómatas. Se dijo que todo en la vida corría siempre hacia un punto de precipitación, y había que actuar en consecuencia: muy lento en ocasiones, o muy rápido.

Le dio la espalda a la ventana y miró las estrellas. El espejo del cielo pensaba por él, con la precipitación lentísima de las estrellas. Y en medio del cielo negro, la cara de la luna, con sus grises imperceptibles. Recordó algo que le había dicho Hin años atrás, cuando era chica: «La luna es un mapa». Entró a cenar.

Dos días después caía el cierre de la Gaceta, y Lu Hsin había hecho para entonces su buena cuota de reflexión. Seguía dándole vueltas a esa idea de la precipitación. En la vida de las personas, se decía, suceden cosas, y todo el mundo lo sabe: pero nadie sabe nunca cuándo suceden. Y las consecuencias no eran de ninguna utilidad como signos, porque en general sólo eran signos del remordimiento. Sólo escribiendo lograba captar algo de la insensatez del instante: lo demás le parecía excesivamente difícil. Les regaló las lagartijas que venía tratando de criar desde hacía meses a los niños del barrio, y suprimió a último momento el artículo de fondo que había escrito para la Gaceta, una cosa u otra sobre la hidroponia, la clase de tonterías que recortaban y guardaban en carpetas sus lectores. A minutos de iniciar la impresión, se sentó a componer uno nuevo.

Un cambio de última hora era algo tan inusual en él que sus colaboradores quedaron intrigados. Yin se encargó de interrogarlo, delicadamente. ¿Tenía que ver acaso con su correspondencia con el ministro Chu?

– ¿La correspondencia…? -preguntó Lu desconcertado. Tardó un momento en recordar. No lo había pensado (en realidad, se había olvidado completamente de esa carta), pero bien podía dejarles creer que así era. Lo negó, vagamente.

Escribió un editorial que se tituló: «La espera pueril», una sarcástica invectiva contra el marxismo, al que renunciaba públicamente y denunciaba como una enfermedad de idiotas. El periódico se imprimió, y uno solo de sus colaboradores presentó su renuncia ese mismo día (aunque ya había vuelto a trabajar para la salida del número siguiente). Los demás, Yin incluido, no dijeron nada. El sonreía pensando que, sin proponérselo, había creado una de esas situaciones en que a la vez es preciso hacer algo con suma urgencia, y se han dado las condiciones de una completa parálisis.

Del contenido de la carta de Chu En Lai nunca se supo nada. Lu Hsin terminó extraviando el papel. Una carta no leída (un papel perdido o destruido) era el pretexto ideal para dar un paso perfectamente planeado en la cadena de una prolongada maniobra personal, y disfrazarlo de espontáneo sin que nadie sospeche nada. Todo el episodio tenía algo de broma secreta.

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