XV

Inicié el ejercicio de escuchar los "sonidos del mundo" y lo prolongué dos meses, como don Juan había especificado. Al principio resultaba torturante escuchar y no mirar, pero todavía peor era el no hablar conmigo mismo. Al finalizar los dos meses, yo era capaz de suspender mi diálogo interno durante periodos cortos, y también de prestar atención a los sonidos.

Llegué a casa de don Juan a las 9 a.m. del lo de noviembre de 1969.

– Hay que emprender ese viaje ahora mismo -dijo él a mi llegada.

Descansé una hora y luego viajamos hacia las bajas laderas de las montañas al este. Dejamos mi coche al cuidado de un amigo suyo que vivía en esa zona, mientras nos adentrábamos a pie en las montañas. Don Juan había puesto en una mochila galletas y panes de dulce para mí. Había suficientes provisiones para un día o dos. Pregunté a don Juan si necesitaríamos más. Sacudió la cabeza negativamente.

Caminamos toda la mañana. Era un día algo cálido. Yo llevaba una cantimplora llena, y bebí la mayor parte del agua. Don Juan sólo bebió dos veces. Cuando ya no hubo agua, me aseguró que podía beber de los arroyos que encontrábamos en el camino. Se rió de mi renuncia. Tras un rato corto, la sed me hizo superar los temores.

Poco después del mediodía nos detuvimos en un vallecito al pie de unas exuberantes colinas verdes. Detrás de las colinas, hacia el este, las altas montañas se recortaban contra un cielo nublado.

– Puedes quedarte callado pensando, o puedes escribir lo que digamos o lo que percibas, pero nada acerca de dónde estamos -dijo don Juan.

Descansamos un rato y luego sacó un bulto debajo su camisa. Lo desató y me mostró su pipa. Llenó el cuenco con mezcla para fumar, encendió un fósforo y con él una ramita seca, puso la rama ardiente dentro del cuenco y me dijo que fumara. Sin un trozo de carbón dentro del cuenco era difícil encender la pipa; tuvimos que seguir prendiendo ramas hasta que la mezcla empezó a arder.

Cuando terminé de fumar, don Juan me dijo que estábamos allí para que yo descubriera qué clase de presa me correspondía cazar. Repitió con cuidado, tres o cuatro veces, que el aspecto más importante de mi empresa era hallar unos agujeros. Recalcó la palabra "agujeros" y dijo que dentro de ellos un brujo podía encontrar todo tipo de mensajes e indicaciones.

Quise preguntar qué clase de agujeros eran; don Juan pareció haber adivinado mi pregunta y dijo que eran imposibles de describir y se hallaban en el terreno de "ver". Repitió en diversos momentos que yo debía enfocar toda mi atención en escuchar sonidos, y hacer lo posible por hallar los agujeros entre los sonidos. Dijo que él tocaría cuatro veces su cazador de espíritus. Se suponía que yo usara esos extraños clamores como guía para encontrar el aliado que me había dado la bienvenida; ese aliado me entregaría entonces el mensaje que yo buscaba. Don Juan me instó a permanecer muy alerta, pues ni él tenía idea de cómo se me manifestaría el aliado.

Escuché con atención. Estaba sentado con la espalda contra el costado rocoso del cerro. Experimentaba un entumecimiento leve. Don Juan me advirtió que no cerrara los ojos. Empecé a escuchar y pude discernir silbidos de pájaro, el viento agitando las hojas, zumbido de insectos. Al colocar mi atención unitaria en esos sonidos, pude distinguir cuatro tipos diferentes de silbidos. Podía diferenciar las velocidades del viento, en términos de lento o rápido; también oía el distinto crujir de tres tipos de hojas. Los zumbidos de los insectos eran asombrosos. Había tantos que no me era posible contarlos ni diferenciarlos correctamente.

Me hallaba sumergido en un extraño mundo sonoro, como nunca en mi vida. Empecé a deslizarme hacia la derecha. Don Juan hizo un movimiento para detenerme, pero me frené antes de que él lo hiciera. Me enderecé y volví a sentarme erecto. Don Juan movió mi cuerpo hasta apoyarme en una grieta en la pared de roca. Despejó de piedras el espacio bajo mis piernas y puso mi nuca contra la roca.

Me dijo, imperativamente, que mirara las montañas hacia el sureste. Fijé la mirada en la distancia, pero él me corrigió y dijo que no me quedara viendo nada, sino que mirase, como recorriendo, los cerros frente a mí y la vegetación en ellos. Repitió una y otra vez que toda mi atención debía concentrarse en mi oído.

Los sonidos recobraron prominencia. No era tanto que yo quisiese oírlos; más bien, tenían un modo de forzarme a concentrarme en ellos. El viento sacudía las hojas. El viento llegaba por encima de los árboles y luego caía en el valle donde estábamos. Al caer, tocaba primero las hojas de los árboles altos; hacían un sonido peculiar que me pareció rico, rasposo, exuberante. Luego él viento daba contra los arbustos, cuyas hojas sonaban como una multitud de cosas pequeñas; era un sonido casi melodioso, muy absorbente e impositivo; parecía capaz de ahogar todo lo otro. Me resultó desagradable. Me sentí apenado porque se me ocurrió que yo era como el crujir de los arbustos, regañón y exigente. El sonido era tan semejante a mí que yo lo odiaba. Luego oí al viento rodar en el suelo. No era un crepitar sino más bien un silbido, casi un timbrar agudo o un zumbido llano. Escuchando los sonidos que hacía el viento, advertí que los tres ocurrían al mismo tiempo. Estaba pensando cómo fui capaz de aislarlos, cuando de nuevo me di cuenta del silbar de pájaros y el zumbar de insectos. En cierto instante, sin embargo, sólo había los sonidos del viento, pero al siguiente, otros sonidos brotaron en gigantesco fluir a mi campo de atención. Lógicamente, todos los sonidos existentes deben haberse emitido de continuo durante el tiempo en que yo sólo oía el viento.

No podía contar todos los silbidos de pájaros o zumbidos de insectos, pero me hallaba convencido de que estaba escuchando cada sonido individual en el momento en que se producía. Juntos creaban un orden de lo más extraordinario. No puedo llamarlo otra cosa que "orden". Era un orden de sonidos que tenía un diseño; es decir, cada sonido ocurría en secuencia.

Entonces oí un peculiar lamento prolongado. Me hizo temblar. Todos los otros ruidos cesaron un instante, y hubo completo silencio mientras la reverberación del gemido alcanzaba los límites extremos del valle; después recomenzaron los ruidos. De inmediato capté su diseño. Tras escuchar con atención un momento, creí entender la recomendación que don Juan me hizo de buscar agujeros entre los sonidos. ¡El diseño de los ruidos contenía espacios entre un sonido y otro! Por ejemplo, los cantos de ciertos pájaros tenían su tiempo y sus pausas, y de igual manera todos los demás sonidos que yo percibía. El crujir de las hojas era la goma que los unificaba en un zumbido homogéneo. El hecho era que el tiempo de cada sonido formaba una unidad en la pauta sonora general. Así, los espacios o pausas entre sonidos eran, si uno se fijaba, hoyos en una estructura.

Oí nuevamente el penetrante lamento del cazador de espíritus. No me sacudió, pero los sonidos volvieron a cesar un instante y percibí tal cesación como un agujero, un hoyo muy grande. En ese preciso momento mi atención se trasladó del oído a la vista. Me hallaba mirando un conglomerado de cerros con lujuriante vegetación verde. La silueta de los cerros estaba dispuesta de tal manera que desde mi posición se veía un agujero en una de las laderas. Era un espacio entre dos cerros, y a través de él me era visible el tinte profundo, gris oscuro, de las montañas distantes. Por un momento no supe qué cosa era. Fue como si el agujero que miraba fuese el "hoyo" en el sonido. Luego volvieron los ruidos, pero persistió la imagen visual del enorme agujero. Un momento después, cobré una conciencia todavía más aguda de la pauta sonora, de su orden y la disposición de sus pausas. Mi mente era capaz de discernir y discriminar un número enorme de sonidos individuales. Me era posible seguir todos los sonidos; así, cada pausa era un hoyo definido. En un momento dado las pausas cristalizaron en mi mente y formaron una especie de malla sólida, una estructura. Yo no la veía ni la oía. La sentía con alguna parte desconocida de mí mismo.

Don Juan tocó su cuerda una vez más; los sonidos cesaron como antes, creando un enorme agujero en la estructura sonora. Esta vez, sin embargo, la gran pausa se confundió con el agujero en las colinas que yo estaba mirando; ambos se sobreimpusieron. El efecto de percibir los dos agujeros duró tanto tiempo que pude ver-oír cómo sus contornos encajaban mutuamente. Luego volvieron a empezar los otros sonidos y su estructura de pausas se convirtió en una percepción extraordinaria, casi visual. Empecé a ver cómo los sonidos creaban diseños y luego todos esos diseños se sobreimpusieron al medio ambiente de la misma manera en que percibí la superposición de los dos grandes agujeros. Yo no miraba ni oía como suelo hacerlo. Hacía algo que era enteramente distinto pero combinaba facetas de ambos procesos. Por algún motivo, mi atención se enfocaba en el gran hoyo en los cerros. Sentía estarlo oyendo y mirando al mismo tiempo. Algo había en él de reclamo. Dominaba mi campo de percepción, y cada pauta sonora aislada, correspondiente a un detalle del entorno, tenía su gozne en aquel agujero.

Oí de nuevo el gemido sobrenatural del cazador de espíritus; cesaron los demás sonidos; los dos grandes agujeros parecieron encenderse y de pronto me hallé mirando nuevamente el campo de labranza; el aliado estaba allí de pie, como lo había visto antes. La luz de la escena total se hizo muy clara. Pude verlo perfectamente, como si se hallara a cincuenta metros. No distinguía su cara; el sombrero la cubría. Entonces empezó a acercarse, alzando despacio la cabeza; estuve a punto de ver su rostro y me aterré. Supe que debía pararlo sin demora. Sentí un extraño empellón dentro de mi cuerpo; sentí que brotaba "poder". Quise mover la cabeza hacia un lado para detener la visión, pero no podía hacerlo. En ese instante crucial una idea acudió a mi mente. Supe a qué se refería don Juan cuando dijo que los elementos de un "camino con corazón" eran escudos. Había algo que yo deseaba realizar en mi vida, algo que me consumía e intrigaba, algo que me llenaba de paz y alegría. Supe que el aliado no podía avasallarme. Moví la cabeza sin ninguna dificultad, antes de ver todo su rostro.

Empecé a oír todos los demás sonidos; de pronto se hicieron muy fuertes y agudos, como si estuvieran airados conmigo. Perdieron sus pautas y se convirtieron en un conglomerado amorfo de chillidos punzantes, dolorosos. Mis oídos empezaron a zumbar bajo la presión. Sentía la cabeza a punto de estallar. Me puse de pie y cubrí mis oídos con la palma de las manos.

Don Juan me ayudó a caminar hasta un arroyo muy pequeño, me hizo quitarme la ropa y me rodó en el agua. Me hizo yacer en el lecho casi seco y luego reunió agua en su sombrero y me roció con ella.

La presión en mis oídos disminuyó con gran rapidez, y sólo se necesitaron unos minutos para "lavarme", Don Juan me miró, sacudió la cabeza en gesto aprobatorio y dijo que me había puesto "sólido" muy rápidamente.

Me vestí y me llevó de vuelta al sitio donde estuve sentado. Me encontraba extremadamente vigoroso, alegre y lúcido.

Quiso conocer todos los detalles de mi visión. Dijo que los brujos usaban los "agujeros" de los sonidos para averiguar cosas específicas. El aliado de un brujo revelaba asuntos complicados a través de tales agujeros. Rehusó especificar sobre ellos y se salió de mis preguntas diciendo que, al no tener yo un aliado, tal información sólo me haría daño.

– Todo tiene sentido para un brujo -dijo-. Los sonidos tienen agujeros, lo mismo que todo cuanto te rodea. Por lo general, un hombre no tiene velocidad para pescar los agujeros, y por eso recorre la vida sin protección. Los gusanos, los pájaros, los árboles: todos ellos nos pueden decir cosas increíbles, si llegamos a tener la velocidad necesaria para agarrar su mensaje. El humo puede darnos esa velocidad de agarre. Pero debemos estar en buenos términos con todas las cosas vivientes de este mundo. Por esta razón hay que hablarles a las plantas que vamos a matar y pedirles perdón por dañarlas; igual debe hacerse con los animales que vamos a cazar. Sólo debemos tomar lo suficiente para nuestras necesidades, de otro modo las plantas y los animales y los gusanos que matamos se pondrían en contra nuestra y nos causarían enfermedad y desventura. Un guerrero se da cuenta de esto y hace por aplacarlos; así, cuando mira por los agujeros, los árboles y los pájaros y los gusanos le dan mensajes veraces.

"Pero nada de esto tiene importancia por ahora. Lo importante es que viste al aliado. ¡Esa es tu presa! Te dije que íbamos a cazar algo. Pensé que iba a ser un animal. Calculé que verías el animal que debíamos cazar. Yo en mi caso vi un jabalí; mi cazador de espíritus es jabalí.

– ¿Quiere usted decir que su cazador de espíritus está hecho de jabalí?

– ¡No! Nada en la vida de un brujo está hecho de ninguna otra cosa. Si algo es algo, lo que sea, es la cosa misma. Si conocieras jabalís te darías cuenta de que mi cazador de espíritus es eso.

– ¿Por qué vinimos aquí a cazar?

– El aliado sacó de su morral un cazador de espíritus y te lo enseñó. Necesitas tener uno si quieres llamarlo.

– ¿Qué es un cazador de espíritus?

– Es una fibra. Con ella puedo llamar a los aliados, o a mi propio aliado, o puedo llamar espíritus de ojos de agua, espíritus de ríos, espíritus de montañas. El mío es jabalí y grita como jabalí. Dos veces lo usé cerca de ti para llamar en tu ayuda al espíritu del ojo de agua. El espíritu vino a ti como el aliado vino hoy a ti. Pero no pudiste verlo, porque no tenías velocidad; así y todo, aquel día que te llevé a la cañada y te puse en una piedra, supiste que el espíritu estaba casi sobre ti, sin necesidad de verlo. Esos espíritus son ayudantes. Son demasiado duros de manejar y medio peligrosos. Se necesita una voluntad impecable para tenerlos a raya.

– ¿Qué aspecto tienen?

– Son distintos para cada quien, lo mismo que los aliados. Para ti, al parecer, un aliado tendría el aspecto de alguien que conociste o que siempre estarás a punto de conocer; ésa es la inclinación de tu naturaleza. Eres dado a misterios y secretos. Yo no soy como tú, y para mí un aliado es algo muy preciso.

"Los espíritus de ojos de agua son propios de determinados sitios. El que llamé en tu ayuda es uno que yo conozco. Me ha ayudado muchas veces. Habita en aquella cañada. Cuando lo llamé en tu ayuda, no eras fuerte y el espíritu te dio duro. No era ésa su intención -no tienen ninguna- pero te quedaste allí tirado, muy débil, más débil de lo que yo suponía. Más tarde, el espíritu casi te jaló a tu muerte; en el agua, en la zanja de riego, estabas fosforescente. El espíritu te tomó por sorpresa y casi sucumbes. Cuando un espíritu hace eso, vuelve siempre en busca de su presa. Estoy seguro de que volverá por ti. Desgraciadamente, necesitas el agua para hacerte sólido de nuevo cuando usas el humito; eso te coloca en una desventaja terrible. Si no usas el agua, probablemente mueras, pero si la usas, el espíritu te llevará.

– ¿Puedo usar el agua de otro sitio?

– No hay diferencia. El espíritu del ojo de agua de por mi casa puede seguirte a cualquier parte, a menos que tengas un cazador de espíritus. Por eso el aliado te lo enseñó. Te dijo que lo necesitas. Lo enredó en su mano izquierda y vino a ti después de señalar la cañada. Hoy quiso enseñarte de nuevo el cazador de espíritus, como la primera vez que lo encontraste. Fue muy sensato que te detuvieras; el aliado iba demasiado rápido para tu fuerza y una sacudida directa con él te sería muy dañina.

– ¿Cómo puedo ahora obtener un cazador de espíritus?

– Parece que el mismo aliado te lo va a dar.

– ¿Cómo?

– No sé. Tendrás que ir a él. Ya él te dijo dónde buscarlo.

– ¿Dónde?

– Allá arriba, en esos cerros donde viste el hoyo.

– ¿Debo ir a buscar al aliado mismo?

– No. Pero él ya te da la bienvenida. El humito te abrió el camino hacia él. Luego, más adelante, lo encontrarás cara a cara, pero eso pasará sólo cuando lo conozcas muy bien.

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