II

Mi visita a don Juan inició un nuevo ciclo. No tuve dificultad alguna en recuperar mi viejo hábito de disfrutar su sentido del drama y su humor y su paciencia conmigo. Sentí claramente que tenía que visitarlo más a menudo. No ver a don Juan era en verdad una gran pérdida para mí; además, yo tenía algo de particular interés que deseaba discutir con él.

Después de terminar el libro sobre sus enseñanzas, empecé a reexaminar las notas de campo no utilizadas. Había descartado una gran cantidad de datos porque mi énfasis se hallaba en los estados de realidad no ordinaria. Repasando mis notas, había llegado a la conclusión de que un brujo hábil podía producir en su aprendiz la más especializada gama de percepción simplemente con "manipular indicaciones sociales". Todo mi argumento sobre la naturaleza de estos procedimientos manipulatorios descansaba en la asunción de que se necesitaba un guía para producir la gama de percepción requerida. Tomé como caso específico de prueba las reuniones de peyote de los brujos. Sostuve que, en los mitotes, los brujos llegaban a un acuerdo sobre la naturaleza de la realidad sin ningún intercambio abierto de palabras o señales, y mi conclusión fue que los participantes empleaban una clave muy refinada para alcanzar tal acuerdo. Había construido un complejo sistema para explicar el código y los procedimientos, de modo que regresé a ver a don Juan para pedirle su opinión personal y su consejo acerca de mi trabajo.


21 de mayo, 1968


No pasó nada fuera de lo común durante mi viaje para ver a don Juan. La temperatura en el desierto andaba por los cuarenta grados y era casi insoportable. El calor disminuyó al caer la tarde, y al anochecer, cuando llegué a casa de don Juan, había una brisa fresca. No me hallaba muy cansado, de manera que estuvimos conversando en su cuarto. Me sentía cómodo y reposado, y hablamos durante horas. No fue una conversación que me hubiera gustado registrar; yo no estaba en realidad tratando de dar mucho sentido a mis palabras ni de extraer mucho significado; hablamos del tiempo, de las cosechas, del nieto de don Juan, de los yaquis, del gobierno mexicano. Dije a don Juan cuánto disfrutaba la exquisita sensación de hablar en la oscuridad. Contestó que mi gusto estaba de acuerdo con mi naturaleza parlanchina; que me resultaba fácil disfrutar la charla en la oscuridad porque hablar era lo único que yo podía hacer en ese momento, allí sentado. Argumenté que era algo más que el simple hecho de hablar lo que me gustaba. Dije que saboreaba la tibieza calmante de la oscuridad en torno. El me preguntó qué hacía yo en mi casa cuando oscurecía. Respondí que invariablemente encendía las luces, o salía a la calle hasta la hora de dormir.

– ¡Ah! -dijo, incrédulo-. Creía que habías aprendido a usar la oscuridad.

– ¿Para qué puede usarse? -pregunté.

Dijo que la oscuridad -y la llamó "la oscuridad del día"- era la mejor hora para "ver". Recalcó la palabra "ver" con una inflexión peculiar. Quise saber a qué se refería, pero dijo que ya era tarde para ocuparnos de eso.


22 de mayo, 1968


Apenas desperté en la mañana, y sin ninguna clase de preliminares, dije a don Juan que había construido un sistema para explicar lo que ocurría en un mitote. Saqué mis notas y le leí lo que había hecho. Escuchó con paciencia mientras yo luchaba por aclarar mis esquemas.

Dije que, según creía, un guía encubierto era necesario para marcar la pauta a los participantes de modo que pudiera llegarse a algún acuerdo pertinente. Señalé que la gente asiste a un mitote en busca de la presencia de Mescalito y de sus lecciones sobre la forma correcta de vivir, y que tales personas jamás cruzan entre sí una sola palabra o señal, pero concuerdan acerca de la presencia de Mescalito y de su lección específica. Al menos, eso era lo que supuestamente habían hecho en los mitotes donde yo estuve: concordar en que Mescalito se les había aparecido individualmente para darles una lección. En mi experiencia personal, descubrí que la forma de la visita individual de Mescalito y su consiguiente lección eran notoriamente homogéneas, si bien su contenido variaba de persona a persona. No podía explicar esta homogeneidad sino como resultado de un sutil y complejo sistema de señas.

Me llevó casi dos horas leer y explicar a don Juan el sistema que había construido. Terminé con la súplica de que me dijese, en sus propias palabras, cuáles eran los procedimientos exactos para llegar a tal acuerdo.

Cuando hube acabado, don Juan frunció el entrecejo. Pensé que mi explicación le había resultado un reto; parecía hallarse sumido en honda deliberación.

Tras un silencio que consideré razonable le pregunté qué pensaba de mi idea.

La pregunta hizo que su ceño se transformara de pronto en sonrisa y luego en carcajadas. Traté de reír también y, nervioso, le pregunté qué cosa tenía tanta gracia.

– ¡Estás más loco que una cabra! -exclamó-. ¿Por qué iba alguien a molestarse en hacer señas en un momento tan importante como un mitote? ¿Crees que uno puede jugar con Mescalito?

Por un instante pensé que trataba de evadirse; no estaba respondiendo realmente mi pregunta.

– ¿Por qué habría uno de hacer señas? -inquirió don Juan tercamente-. Tú has estado en mitotes. Deberías de saber que nadie te dijo cómo sentirte ni qué hacer; nadie sino el mismo Mescalito.

Insistí que tal explicación no era posible y le rogué de nuevo que me dijera cómo se llegaba al acuerdo.

– Sé por qué viniste -dijo don Juan en tono misterioso-. No puedo ayudarte en tu labor porque no hay sistema de señales.

– ¿Pero cómo pueden todas esas personas estar de acuerdo sobre la presencia de Mescalito?

– Están de acuerdo porque ven -dijo don Juan con dramatismo, y luego añadió en tono casual-: ¿Por qué no asistes a otro mitote y ves por ti mismo?

Sentí que me tendía una trampa. Sin decir nada, guardé mis notas. Don Juan no insistió.

Un rato después me pidió llevarlo a casa de un amigo. Pasamos allí la mayor parte del día. Durante el curso de una conversación, su amigo John me preguntó qué había sido de mi interés en el peyote. John había dado los botones de peyote para mi primera experiencia, casi ocho años antes. No supe qué decirle. Don Juan salió en mi ayuda y dijo a John que yo iba muy bien.

De regreso a casa de don Juan, me sentí obligado a comentar la pregunta de John y dije, entre otras cosas, que no tenía intenciones de aprender más sobre el peyote, porque eso requería un tipo de valor que yo no tenía, y que al declarar mi renuncia había hablado en serio. Don Juan sonrió y no dijo nada. Yo seguí hablando hasta que llegamos a su casa.

Nos sentamos en el espacio despejado frente a la puerta. Era un día cálido y sin nubes, pero en el atardecer había suficiente brisa para hacerlo agradable.

– ¿Para qué le das tan duro? -dijo de pronto don Juan-. ¿Cuántos años llevas diciendo que ya no quieres aprender?

– Tres.

– ¿Y por qué tanta vehemencia?

– Siente que lo estoy traicionando a usted, don Juan. Creo que ese es el motivo de que siempre hable de eso.

– No me estás traicionando.

– Le fallé. Me corrí. Me siento derrotado.

– Haces lo que puedes. Además, todavía no estás derrotado. Lo que tengo que enseñarte es muy difícil. A mí, por ejemplo, me resultó quizá más duro que a ti.

– Pero usted siguió adelante, don Juan. Mi caso es distinto. Yo dejé todo, y no he venido a verlo por deseos de aprender, sino a pedirle que me aclarara un punto en mi trabajo.

Don Juan me miró un momento y luego apartó los ojos.

– Deberías dejar que el humo te guiara otra vez -dijo con energía.

– No, don Juan. No puedo volver a usar su humo. Creo que ya me agoté.

– Ni siquiera has comenzado.

– Tengo demasiado miedo.

– Conque tienes miedo. No hay nada de nuevo en tener miedo. No pienses en tu miedo. ¡Piensa en las maravillas de ver!

– Quisiera sinceramente poder pensar en esas maravillas, pero no puedo. Cuando pienso en su humo siento que una especie de oscuridad me cae encima. Es como si ya no hubiera gente en el mundo, nadie con quien contar. Su humo me ha enseñado soledad sin fin, don Juan.

– Eso no es cierto. Aquí estoy yo, por ejemplo. El humo es mi aliado y yo no siento esa soledad.

– Pero usted es distinto; usted conquistó su miedo.

Don Juan me dio suaves palmadas en el hombro.

– Tú no tienes miedo -dijo con dulzura. En su voz había una extraña acusación.

– ¿Estoy mintiendo acerca de mi miedo, don Juan?

– No me interesan las mentiras -dijo, severo-. Me interesa otra cosa. La razón de que no quieras aprender no es que tengas miedo. Es otra cosa.

Lo insté con vehemencia a decirme qué cosa era. Se lo supliqué, pero él no dijo nada; sólo meneó la cabeza como negándose a creer que yo no lo supiera.

Le dije que tal vez la inercia era lo que me impedía aprender. Quiso saber el significado de la palabra "inercia". Leí en mi diccionario: "La tendencia de los cuerpos en reposo a permanecer en reposo, o de los cuerpos en movimiento a seguir moviéndose en la misma dirección, mientras no sean afectados por alguna fuerza exterior."

– "Mientras no sean afectados por alguna fuerza exterior" -repitió-. Esa es la mejor palabra que has hallado. Ya te lo he dicho, sólo a un chiflado se le ocurriría emprender por cuenta propia la tarea de hacerse hombre de conocimiento. A un cuerdo hay que hacerle una artimaña para que la emprenda.

– Estoy seguro de que habrá montones de gente que emprenderían con gusto la tarea -dije.

– Sí, pero ésos no cuentan. Casi siempre están rajados. Son como guajes que por fuera se ven buenos, pero gotean al momento que uno les pone presión, al momento que uno los llena de agua. Ya una vez tuve que hacerte una treta para que aprendieras, igual que mi benefactor me lo hizo a mi. De otro modo, no habrías aprendido tanto como aprendiste. A lo mejor es hora de ponerte otra trampa.

La trampa a la que se refería fue uno de los puntos cruciales en mi aprendizaje. Había ocurrido años atrás, pero en mi mente se hallaba tan vívido como si acabara de suceder. A través de manipulaciones muy hábiles, don Juan me había forzado a una confrontación directa y aterradora con una mujer que tenía fama de bruja. El choque produjo una profunda animosidad por parte de ella. Don Juan explotó mi temor a la mujer como estímulo para continuar el aprendizaje, aduciendo que me era necesario saber más de brujería para protegerme contra ataques mágicos. Los resultados finales de su treta fueron tan convincentes que sentí sinceramente no tener más recurso que el de aprender todo lo posible, si deseaba seguir con vida.

– Si está usted planeando darme otro susto con esa mujer, simplemente no vuelvo más por aquí -dije.

La risa de don Juan fue muy alegre.

– No te apures -dijo, confortante-. Las tretas de miedo ya no sirven para ti. Ya no tienes miedo. Pero de ser necesario, se te puede hacer una artimaña dondequiera que estés; no tienes que andar por aquí.

Puso los brazos tras la cabeza y se acostó a dormir. Trabajé en mis notas hasta que despertó, un par de horas después; ya estaba casi oscuro. Al advertir que yo escribía, se irguió y, sonriendo, preguntó si me había escrito la solución de mi problema.


23 de mayo, 1968


Hablábamos de Oaxaca. Dije a don Juan que una vez yo había llegado a la ciudad en día de mercado, cuando veintenas de indios de toda la zona se congregan allí para vender comida y toda clase de chucherías. Mencioné que me había interesado particularmente un vendedor de plantas medicinales. Llevaba un estuche de madera y en él varios frasquitos con plantas secas deshebradas; se hallaba de pie a media calle con un frasco en la mano, gritando una cantinela muy peculiar.

– Aquí traigo -decía- para las pulgas, los mosquitos, los piojos, y las cucarachas.

"También para los puercos, los caballos, los chivos y las vacas.

"Aquí tengo para todas las enfermedades del hombre.

"Las paperas, las viruelas, el reumatismo y la gota.

"Aquí traigo para el corazón, el hígado, el estómago y el riñón.

"Acérquense, damas y caballeros.

"Aquí traigo para las pulgas, los mosquitos, los piojos, y las cucarachas".

Lo escuché largo rato. Su formato consistía en enumerar una larga lista de enfermedades humanas para las que afirmaba traer cura; el recurso que usaba para dar ritmo a su cantinela era hacer una pausa tras nombrar un grupo de cuatro.

Don Juan dijo que él también solía vender hierbas en el mercado de Oaxaca cuando era joven. Dijo que aún recordaba su pregón y me lo gritó. Dijo que él y su amigo Vicente solían preparar pociones.

– Esas pociones eran buenas de verdad -dijo don Juan-. Mi amigo Vicente hacía magníficos extractos de plantas.

Dije a don Juan que, durante uno de mis viajes a México, había conocido a su amigo Vicente. Don Juan pareció sorprenderse y quiso saber más al respecto.

Aquella vez, iba yo atravesando Durango y recordé que en cierta ocasión don Juan me había recomendado visitar a su amigo, que vivía allí. Lo busqué y lo encontré, y hablamos un rato. Al despedirnos, me dio un costal con algunas plantas y una serie de instrucciones para replantar una de ellas.

Me detuve de camino a la ciudad de Aguascalientes. Me cercioré de que no hubiera gente cerca. Durante unos diez minutos, al menos, había ido observando la carretera y las áreas circundantes. No se veía ninguna casa, ni ganado pastando a los lados del camino. Me detuve en lo alto de una loma; desde allí podía ver la pista frente a mí y a mis espaldas. Se hallaba desierta en ambas direcciones, en toda la distancia que yo alcanzaba a percibir. Dejé pasar unos minutos para orientarme y para recordar las instrucciones de don Vicente. Tomé una de las plantas, me adentré en un campo de cactos al lado este del camino, y la planté como don Vicente me había indicado. Llevaba conmigo una botella de agua mineral con la que planeaba rociar la planta, Traté de abrirla golpeando la tapa con la pequeña barra de hierro que había usado para cavar, pero la botella estalló y una esquirla de vidrio hirió mi labio superior y lo hizo sangrar.

Regresé a mi coche por otra botella de agua mineral. Cuando la sacaba de la cajuela, un hombre que conducía una camioneta VW se detuvo y preguntó si necesitaba ayuda. Le dije que todo estaba en orden y se alejó. Fui a regar la planta y luego eché a andar nuevamente hacia el auto. Unos treinta metros antes de llegar, oí voces. Descendí apresurado una cuesta, hasta la carretera, y hallé tres personas junto al coche: dos hombres y una mujer. Uno de los hombres había tomado asiento en el parachoques delantero. Tendría alrededor de treinta y cinco años; estatura mediana; cabello negro rizado. Cargaba un bulto a la espalda y vestía pantalones viejos y una camisa rosácea descosida. Sus zapatos estaban desatados y eran quizá demasiado grandes para sus pies; parecían flojos e incómodos. El hombre sudaba profusamente.

El otro hombre estaba de pie a unos cinco metros del auto. Era de huesos pequeños, más bajo que el primero; tenía el pelo lacio, peinado hacia atrás. Portaba un bulto más pequeño y era mayor, acaso cincuentón. Su ropa se encontraba en mejores condiciones. Vestía una chaqueta azul oscuro, pantalones azul claro y zapatos negros. No sudaba en absoluto y parecía ajeno, desinteresado.

La mujer representaba también unos cuarenta y tantos años. Era gorda y muy morena. Vestía capris negros, suéter blanco y zapatos negros puntiagudos. No llevaba ningún bulto, pero sostenía un radio portátil de transistores. Se veía muy cansada; perlas de sudor cubrían su rostro.

Cuando me acerqué, la mujer y el hombre más joven me acosaron. Querían ir conmigo en el auto. Les dije que no tenía espacio. Les mostré que el asiento de atrás iba lleno de carga y que en realidad no quedaba lugar. El hombre sugirió que, si manejaba yo despacio, ellos podían ir trepados en el parachoques trasero, o acostados en el guardafango delantero. La idea me pareció ridícula. Pero había tal urgencia en la súplica que me sentí muy triste e incómodo. Les di algo de dinero para su pasaje de autobús.

El hombre más joven tomó los billetes y me dio las gracias, pero el mayor volvió desdeñoso la espalda.

– Quiero transporte -dijo-. No me interesa el dinero.

Luego se volvió hacia mí.

– ¿No puede darnos algo de comida o de agua? -preguntó.

Yo en verdad no tenía nada que darles. Se quedaron allí de pie un momento, mirándome, y luego empezaron a alejarse.

Subí en el coche y traté de encender el motor. El calor era muy intenso y al parecer el motor estaba ahogado. Al oír fallar el arranque, el hombre menor se detuvo y regresó y se paró atrás del auto, listo para empujarlo. Sentí una aprensión tremenda. De hecho, jadeaba con desesperación. Por fin, el motor encendió y me fui a toda marcha.

Cuando hube terminado de relatar esto, don Juan permaneció ensimismado un largo rato.

– ¿Por qué no me habías contado esto antes? -dijo sin mirarme.

No supe qué decir. Alcé los hombros y le dije que jamás lo consideré importante.

– ¡Es bastante importante! -dijo-. Vicente es un brujo de primera. Te dio algo que plantar porque tenía sus razones, y si después de plantarlo te encontraste con tres gentes como salidas de la nada, también para eso había razón, pero sólo un tonto como tú echaría la cosa al olvido creyéndola sin importancia.

Quiso saber con exactitud qué había ocurrido cuando visité a don Vicente.

Le dije que iba yo atravesando la ciudad y pasé por el mercado; entonces se me ocurrió la idea de buscar a don Vicente. Entré en el mercado y fui a la sección de hierbas medicinales. Había tres puestos en fila, pero los atendían tres mujeres gordas. Caminé hasta el fin del pasadizo y hallé otro puesto a la vuelta de la esquina. En él vi a un hombre delgado, de huesos pequeños y cabello blanco. En esos momentos se hallaba vendiendo una jaula de pájaros a una mujer.

Esperé hasta que estuvo solo y luego le pregunté si conocía a don Vicente Medrano. Me miró sin responder.

– ¿Qué se trae usted con ese Vicente Medrano? -dijo al fin.

Respondí que había venido a visitarlo de parte de su amigo, y di el nombre de don Juan. El viejo me miró un instante y luego dijo que él era Vicente Medrano, para servirme. Me invitó a tomar asiento. Parecía complacido, muy reposado, y genuinamente amistoso. Sentí un lazo inmediato de simpatía entre nosotros. Me contó que conocía a don Juan desde que ambos tenían veintitantos años. Don Vicente no tenía sino palabras de alabanza para don Juan.

– Juan es un verdadero hombre de conocimiento -dijo en tono vibrante hacia el final de nuestra conversación-. Yo sólo me he ocupado a la ligera de los poderes de las plantas. Siempre me interesaron sus propiedades curativas; hasta coleccioné libros de botánica, que vendí apenas hace poco.

Permaneció silencioso un momento; se frotó la barbilla un par de veces. Parecía buscar una palabra adecuada.

– Podemos decir que yo soy sólo un hombre de conocimiento lírico -dijo-. No soy como Juan, mi hermano indio.

Don Vicente quedó otro instante en silencio. Sus ojos, empañados, estaban fijos en el suelo a mi izquierda. Luego se volvió hacia mí y dijo casi en un susurro:

– ¡Ah, qué alto vuela mi hermano indio!

Don Vicente se puso en pie. Al parecer, nuestra conversación había terminado.

Si cualquiera otro hubiese hecho una frase sobre un hermano indio, yo la habría considerado un estereotipo vulgar. Pero el tono de don Vicente era tan sincero, y sus ojos tan claros, que me embelesó con la imagen de su hermano indio en tan altos vuelos. Y creí que hablaba su sentir.

– ¡Qué conocimiento lírico ni qué la chingada! -exclamó don Juan cuando hube narrado el incidente completo-. Vicente es brujo. ¿Por qué fuiste a verlo?

Le recordé que él mismo me había pedido visitar a don Vicente.

– ¡Eso es absurdo! -exclamó con dramatismo-. Te dije: algún día, cuando sepas ver, has de visitar a mi amigo Vicente; eso fue lo que dije. Por lo visto no me escuchaste.

Repuse que no veía daño alguno en haber conocido a don Vicente; que sus modales y su amabilidad me encantaron.

Don Juan meneó la cabeza de lado a lado y, medio en broma, expresó su perplejidad ante lo que llamó mi "desconcertante buena suerte". Dijo que mi visita a don Vicente había sido como entrar en el cubil de un león armado con una ramita. Don Juan parecía agitado, pero no me era posible ver motivo alguno para su preocupación. Don Vicente era una bella persona. Se veía muy frágil; sus ojos extrañamente obsesionantes le daban un aspecto casi etéreo. Pregunté a don Juan cómo podía resultar peligrosa una persona así de bella.

– Eres un idiota -respondió, y durante un momento su rostro se hizo severo-. El por sí solo no te causaría ningún daño. Pero el conocimiento es poder, y una vez que un hombre emprende el camino del conocimiento ya no es responsable de lo que pueda pasarle a quienes entran en contacto con él. Deberías haberlo visitado cuando supieras lo bastante para defenderte; no de él, sino del poder que él ha enganchado, que, dicho sea de paso, no es suyo ni de nadie. Al oír que tú me conocías, Vicente supuso que sabías protegerte y te hizo un regalo. Por lo visto le caíste bien y te ha de haber hecho un gran regalo, y tú lo perdiste. ¡Qué lástima!


24 de mayo, 1968


Llevaba yo casi todo el día acosando a don Juan para que me hablase del regalo de don Vicente. Le había señalado, en distintas formas, que él debía tener en cuenta nuestras diferencias; lo que para él resultaba evidente podía ser enteramente incomprensible para mí.

– ¿Cuántas plantas te dio? -preguntó por fin.

Dije que cuatro, pero de hecho no recordaba. Luego don Juan quiso saber con exactitud qué había ocurrido entre que dejé a don Vicente y me detuve al lado del camino. Pero tampoco me acordaba de eso.

– El número de plantas es importante, y también el orden de los hechos -dijo-. ¿Cómo voy a decirte qué era el regalo si no recuerdas lo que pasó?

Luché, sin éxito, por visualizar la secuencia de eventos.

– Si recordaras todo lo que pasó -dijo don Juan-, yo podría al menos decirte cómo desperdiciaste tu regalo.

Don Juan parecía muy inquieto. Me instó con impaciencia a acordarme, pero mi memoria era un blanco casi total.

– ¿Qué cree usted que hice mal, don Juan? -dije, sólo para prolongar la conversación.

– Todo.

– Pero seguí las instrucciones de don Vicente al pie de la letra.

– ¿Y qué? ¿No entiendes que seguir sus instrucciones carecía de sentido?

– ¿Por qué?

– Porque esas instrucciones estaban hechas para alguien capaz de ver, y no para un idiota que por pura suerte salió con vida. Fuiste a ver a Vicente sin estar preparado.

“Le caíste bien y te hizo un regalo. Y ese regalo pudo fácilmente haberte costado la vida.

– ¿Pero por qué me dio algo tan serio? Si es brujo, debió haber sabido que yo no sé nada,

– No, no podía haber visto eso. Tú apareces como si supieras, pero en realidad no sabes gran cosa.

Declaré mi sincera convicción de no haber dado nunca, al menos a propósito, una imagen falsa de mí mismo.

– Yo no decía eso -repuso-. Si te hubieras dado aires, Vicente habría visto tu juego. Esto es algo peor que darse aires. Cuando yo te veo, te me apareces como si supieras mucho, y sin embargo yo sé que no sabes.

– ¿Qué es lo que parezco saber, don Juan?

– Secretos de poder, por supuesto; el conocimiento de un brujo. Así que cuando Vicente te vio te hizo un regalo, y tú hiciste con él lo que hace un perro con la comida cuando tiene la panza llena. Un perro se orina en la comida cuando ya no quiere comer más, para que no se la coman otros perros. Tú hiciste lo mismo con el regalo. Ahora nunca sabremos qué ocurrió en verdad. Has perdido muchísimo. ¡Qué desperdicio!

Estuvo callado un tiempo; luego alzó los hombros y sonrió.

– Es inútil quejarse -dijo-, pero es difícil no quejarse. Los regalos de poder ocurren muy rara vez en la vida; son únicos y preciosos. Mírame a mí, por ejemplo; nadie me ha hecho nunca un regalo de ésos. Que yo sepa, a muy poca gente le ha tocado tal cosa. Perder algo así de único es una vergüenza.

– Entiendo lo que quiere usted decir, don Juan -dije-. ¿Hay algo que yo pueda hacer ahora para salvar el regalo?

Rió y repitió varias veces: "Salvar el regalo."

– Eso suena bien -dijo-. Me gusta. Pero no hay nada que pueda hacerse para salvar tu regalo.


25 de mayo, 1968


Este día, don Juan empleó casi todo su tiempo en mostrarme cómo armar trampas sencillas para animales pequeños. Estuvimos cortando y limpiando ramas durante la mayor parte de la mañana. Yo tenía muchas preguntas en mente. Traté de hablarle mientras trabajábamos, pero él lo tomó en chiste y dijo que, de nosotros dos, sólo yo podía mover manos y boca al mismo tiempo. Finalmente nos sentamos a descansar y solté una pregunta.

– ¿Cómo es ver, don Juan?

– Para saber eso tienes que aprender a ver. Yo no puedo decírtelo.

– ¿Es un secreto que yo no debería saber?

– No. Es nada más que no puedo describirlo.

– ¿Por qué?

– No tendría sentido para ti.

– Haga usted la prueba, don Juan. Quizá lo tenga.

– No. Tienes que hacerlo tú solo. Una vez que aprendas, puedes ver cada cosa del mundo en forma diferente.

– Entonces, don Juan, usted ya no ve el mundo en la forma acostumbrada.

– Veo de los dos modos. Cuando quiero mirar el mundo lo veo como tú. Luego, cuando quiero verlo, lo miro como yo sé y lo percibo en forma distinta.

– ¿Se ven las cosas del mismo modo cada vez que usted las ve?

– Las cosas no cambian. Uno cambia la forma de verlas, eso es todo.

– Quiero decir, don Juan, que si usted, por ejemplo, ve el mismo árbol, ¿sigue siendo el mismo cada vez que usted lo ve?

– No. Cambia, y sin embargo es el mismo,

– Pero si el mismo árbol cambia cada vez que usted lo ve, el ver puede ser una simple ilusión.

Rió y estuvo un rato sin responder; parecía estar pensando. Por fin dijo:

– Cuando tú miras las cosas no las ves. Sólo las miras, yo creo que para cerciorarte de que algo está allí. Como no te preocupa ver, las cosas son bastante lo mismo cada vez que las miras. En cambio, cuando aprendes a ver, una cosa no es nunca la misma cada vez que la ves, y sin embargo es la misma. Te dije, por ejemplo, que un hombre es como un huevo. Cada vez que veo al mismo hombre veo un huevo, pero no es el mismo huevo.

– Pero no podrá usted reconocer nada, pues nada es lo mismo, así que ¿cuál es la ventaja de aprender a ver?

– Puedes distinguir una cosa de otra. Puedes verlas como realmente son.

– ¿No veo yo las cosas como realmente son?

– No. Tus ojos sólo han aprendido a mirar. Por ejemplo, esos tres que te encontraste. Me los describiste en detalle, y hasta me dijiste qué ropa llevaban. Y eso solamente me demostró que no los viste para nada. Si fueras capaz de ver habrías sabido en el acto que no eran gente.

– ¿No eran gente? ¿Qué eran?

– No eran gente, eso es todo.

– Pero eso es imposible. Eran exactamente como usted o como yo.

– No, no eran. Estoy seguro.

Le pregunté si eran fantasmas, espíritus, o almas de difuntos. Su respuesta fue que ignoraba lo que eran fantasmas, espíritus y almas.

Le traduje la definición que el New World Dictionary de Webster asigna a la palabra fantasma: "El supuesto espíritu desencarnado de una persona muerta que, según se concibe, aparece a los vivos como una aparición pálida, penumbrosa." Y luego la definición de espíritu: "Un ser sobrenatural, especialmente uno al que se considera… fantasma, o habitante de cierta región, poseedor de cierto carácter (bueno o malo)."

Dijo que tal vez podría llamárseles espíritus, aunque la definición del diccionario no era muy adecuada para describirlos.

– ¿Son alguna especie de guardianes? -pregunté.

– No. No guardan nada.

– ¿Son cuidadores? ¿Nos están vigilando?

– Son fuerzas, ni buenas ni malas; sólo fuerzas que un brujo aprende a ponerles rienda.

– ¿Son esos los aliados, don Juan?

– Sí, son los aliados de un hombre de conocimiento.

Esta era la primera vez, en los ocho años de nuestra relación, que don Juan se había acercado a una definición de "aliado". Debo habérselo pedido docenas de veces. Por lo general ignoraba mi pregunta, diciendo que yo sabía qué era un aliado y que resultaba estúpido definir lo que yo ya sabía. La declaración directa de don Juan sobre la naturaleza de los aliados era toda una novedad, y me vi compelido a aguijarlo.

– Usted me dijo que los aliados estaban en las plantas -dije-, en el toloache y en los hongos.

– Jamás te he dicho tal cosa -dijo con gran convicción-. Tú siempre sales con tus propias conclusiones.

– Pero lo escribí en mis notas, don Juan.

– Puedes escribir lo que se te dé la gana, pero no me salgas con que dije eso.

Le recordé que, en un principio, me había dicho que el aliado de su benefactor era el toloache y que el suyo propio era el humito, y que más tarde había aclarado diciendo que el aliado se hallaba contenido en cada planta.

– No. Eso no es correcto -dijo, frunciendo el entrecejo-. Mi aliado es el humito, pero eso no significa que mi aliado esté en la mezcla de fumar, o en los hongos, o en mi pipa. Todos tienen que juntarse para poder llevarme con el aliado, y a ese aliado le digo humito por razones propias.

Don Juan dijo que las tres personas que había encontrado, a quienes llamó "los que no son gente" eran en realidad los aliados de don Vicente.

Le recordé su premisa de que la diferencia entre un aliado y Mescalito era que un aliado no podía verse, mientras que resultaba fácil ver a Mescalito.

Entonces nos metimos en una larga discusión. El dijo haber establecido la idea de que un aliado no podía verse porque adoptaba cualquier forma. Cuando señalé que en una ocasión me había dicho que Mescalito también adoptaba cualquier forma, don Juan desistió de la conversación, diciendo que el "ver" al cual se refería no era el ordinario "mirar las cosas" y que mi confusión nacía de mi insistencia en hablar.


Horas más tarde, él mismo reinició el tema de los aliados. Sintiéndolo algo molesto por mis preguntas, yo no lo había presionado más. Estaba enseñándome cómo hacer una trampa para conejos; yo debía sostener una vara larga y doblarla lo más posible, para que él atara un cordel en torno a los extremos. La vara era bastante delgada, pero aún así se requería fuerza considerable para doblarla. La cabeza y los brazos me vibraban a causa del esfuerzo, y me hallaba casi agotado cuando él ató por fin el cordel.

Nos sentamos y empezó a hablar. Dijo que obviamente yo no podía comprender nada a menos que hablase de ello, y que mis preguntas no lo molestaban e iba a hablarme de los aliados.

– El aliado no está en el humo -dijo-. El humo te lleva adonde está el aliado, y cuando te haces uno con el aliado ya no tienes que volver a fumar. De allí en adelante puedes convocar a tu aliado cuantas veces quieras, y hacer que haga lo que se te antoje.

"Los aliados no son buenos ni malos; los brujos los usan para cualquier propósito que les convenga. A mi me gusta el humito como aliado porque no me exige gran cosa. Es constante y justo."

– ¿Qué aspecto tiene para usted un aliado, don Juan? Por ejemplo, esas tres personas que vi, que me parecieron gente común, ¿qué habrían parecido para usted?

– Habrían parecido gente común.

– ¿Entonces cómo los distingue usted de la gente de verdad?

– Los que son de verdad gente aparecen como huevos luminosos cuando uno los ve. Los que no son gente aparecen siempre como gente. A eso me refería cuando dije que no hay manera de ver a un aliado. Los aliados adoptan formas diversas. Parecen perros, coyotes, pájaros, hasta huizaches, o lo que sea. La única diferencia es que, cuando los ves, aparecen así como lo que están fingiendo ser. Todo tiene su modo de ser, cuando uno ve. Igual que los hombres se ven como huevos, las otras cosas se ven como algo más, pero los aliados nada más pueden verse en la forma que están tratando de ser. Esa forma es lo bastante buena para engañar a los ojos; digo, a nuestro ojos. A un perro jamás lo engañan, ni a un cuervo.

– ¿Por qué quieren engañarnos?

– Creo que los engañados somos nosotros. Nos hacemos tontos solos. Los aliados nada más adoptan la apariencia de lo que haya por ahí y entonces nosotros los tomamos por lo que no son. No es culpa suya que sólo hayamos enseñado a nuestros ojos a mirar las cosas.

– No tengo clara la función de los aliados, don Juan. ¿Qué hacen en el mundo?

– Eso es como si me preguntaras qué hacemos nosotros los hombres en el mundo. Palabra que no sé. Aquí estamos, eso es todo. Y los aliados están aquí como nosotros, y a lo mejor estuvieron antes de nosotros.

– ¿Cómo antes de nosotros, don Juan?

– Nosotros los hombres no siempre hemos estado aquí.

– ¿Quiere usted decir aquí en este país o aquí en el mundo?

En este punto nos metimos en otro largo debate. Don Juan dijo que para él sólo había el mundo, el sitio donde asentaba sus pies. Le pregunté cómo sabía que no siempre habíamos estado en el mundo.

– Muy sencillo -dijo-. Los hombres sabemos muy poco del mundo. Un coyote sabe mucho más que nosotros. A un coyote casi nunca lo engaña la apariencia del mundo.

– ¿Y entonces cómo podemos atraparlos y matarlos? -pregunté-. Si las apariencias no los engañan, ¿cómo es que mueren tan fácilmente?

Don Juan se me quedó mirando hasta incomodarme.

– Podemos atrapar o envenenar o balacear a un coyote -dijo-. En cualquier forma que lo hagamos, un coyote es presa fácil para nosotros porque no está al tanto de las maquinaciones del hombre. Pero si el coyote sobrevive, puedes tener la seguridad de que jamás volveremos a darle alcance. Un buen cazador sabe eso y nunca pone su trampa dos veces en el mismo sitio, porque si un coyote muere en una trampa todos los demás coyotes ven su muerte, que se queda allí, y evitan la trampa o hasta el rumbo donde la pusieron. Nosotros, en cambio, jamás vemos la muerte que se queda en el sitio donde uno de nuestros semejantes muere; tal vez lleguemos a sospecharla, pero nunca la vemos.

– ¿Puede un coyote ver a un aliado?

– Claro.

– ¿Qué parece un aliado para un coyote?

– Tendría yo que ser coyote para saber eso. Puedo decirte, sin embargo, que para un cuervo parece un sombrero puntiagudo. Redondo y ancho por abajo, terminado en una punta larga. Algunos brillan, pero la mayoría son opacos y parecen muy pesados, parecen un trozo de tela empapado de agua. Son formas imponentes.

– ¿Cómo qué aparecen cuando usted los ve, don Juan?

– Ya te dije: aparecen como lo que estén fingiendo ser. Toman el tamaño y la forma que les acomoda. Pueden ser piedritas o montañas.

– ¿Hablan, ríen, o hacen algún ruido?

– Entre hombres se portan como hombres. Entre animales se portan como animales. Los animales suelen tenerles miedo, pero si están acostumbrados a ver aliados, los dejan en paz. Nosotros mismos hacemos algo parecido. Tenemos montones de aliados entre nosotros, pero no los molestamos. Como nuestros ojos sólo pueden mirar las cosas, no los advertimos.

– ¿Quiere usted decir que algunas de las personas que veo en la calle no son en realidad gente? -pregunté, auténticamente desconcertado por su aseveración.

– Algunas no lo son -dijo con énfasis.

Su afirmación me parecía descabellada, pero no me era posible concebir seriamente que don Juan dijera una cosa así sólo por efectismo. Le dije que me sonaba a un cuento de ciencia ficción sobre seres de otro planeta. Dijo que no le importaba cómo sonara, pero que alguna gente en la calle no era gente.

– ¿Por qué debes pensar que cada persona en una multitud en movimiento es un ser humano? -preguntó con aire de seriedad extrema.

No me era posible, en verdad, explicar por qué; sólo que me hallaba habituado a creerlo como un acto de fe pura por mi parte.

Don Juan siguió diciendo cuánto le gustaba observar sitios ajetreados, con mucha gente, y cómo a veces veía una multitud de seres que parecían huevos, y entre la masa de criaturas oviformes localizaba una que tenía todas las apariencias de una persona.

– Se goza mucho haciendo eso -dijo, riendo-, o al menos yo lo disfruto. Me gusta sentarme en parques y en terminales y observar. A veces localizo en el acto a un aliado; otras veces sólo puedo ver gente de verdad. Una vez vi dos aliados sentados en un autobús, lado a lado. Esa es la única vez en mi vida que he visto dos juntos.

– ¿Tenía algún sentido especial que viera usted dos?

– Claro. Todo lo que hacen tiene sentido. De sus acciones un brujo puede, a veces, sacar su poder. Aunque un brujo no tenga aliado propio, mientras sepa ver puede manejar el poder observando las acciones de los aliados. Mi benefactor me enseñó a hacerlo, y durante años, antes de tener mi propio aliado, buscaba yo aliados entre las multitudes, y cada vez que veía uno eso me enseñaba algo. Tú hallaste tres juntos. Qué magnífica lección desperdiciaste.

No dijo nada más hasta que hubimos acabado de armar la trampa para conejos. Entonces se volvió hacia mí y dijo súbitamente, como si acabara de recordarlo, que otra cosa importante de los aliados era que, si uno hallaba dos juntos, siempre eran dos de la misma clase. Los dos aliados que él vio eran dos hombres, dijo, y como yo había visto dos hombres y una mujer, concluyó que mi experiencia era aún más insólita.

Le pregunté si los aliados podían fingirse niños; si los niños podían ser del mismo sexo o de diferentes; si los aliados fingían gente de diversas razas; si podían simular una familia compuesta de hombre, mujer e hijo, y por fin le pregunté sí había visto alguna vez a un aliado manejar un coche o un autobús.

Don Juan no respondió en absoluto. Sonrió y me dejó hablar. Al oír mi última pregunta se echó a reír y dijo que me estaba yo descuidando, que habría sido más propio preguntarle si había visto a un aliado manejar un vehículo de motor.

– No querrás olvidar las motocicletas, ¿verdad? -dijo con un brillo malicioso en la mirada.

Su burla de mis preguntas me pareció graciosa y ligera, y reí junto con él.

Luego explicó que los aliados no podían tomar la iniciativa ni actuar directamente sobre nada; podían, sin embargo, actuar sobre el hombre en forma indirecta. Don Juan dijo que entrar en contacto con un aliado era peligroso porque el aliado podía sacar lo peor de una persona. El aprendizaje era largo y arduo, dijo, porque había que reducir al mínimo todo lo superfluo en la vida de uno, con el fin de soportar el impacto de tal encuentro. Don Juan dijo que su benefactor, la primera vez que entró en contacto con un aliado, fue impelido a quemarse y quedó lleno de cicatrices como si un puma lo hubiera mascado. En su propio caso, dijo, un aliado lo empujó a una pila de leña ardiendo, y se quemó un poco la rodilla y la clavícula, pero las cicatrices desaparecieron a su tiempo, cuando don Juan se hizo uno con el aliado.

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