XVI

Llegamos al mismo valle al atardecer el 15 de diciembre de 1969. Mientras cruzábamos los matorrales, don Juan mencionó repetidas veces que las direcciones o puntos de orientación tenían importancia crucial en la empresa que yo iba a emprender.

– Debes determinar la dirección correcta apenas llegues a la punta de un cerro -dijo don Juan-. Nomás te veas en la punta, enfrenta esa dirección -señaló el sureste-. Esa es tu buena dirección y debes encararla siempre, sobre todo cuando andes en dificultades. Recuérdalo.

Nos detuvimos al pie de los cerros donde yo había percibido el hoyo. Señaló un sitio específico en el cual debía sentarme; tomó asiento junto a mí y con voz pausada me dio detalladas instrucciones. Dijo que tan pronto como llegara yo a la cima del cerro, debía extender el brazo derecho frente a mí, con la palma de la mano hacia abajo y los dedos desplegados en abanico, excepto el pulgar, que debía doblarse contra la palma. Luego tenía que volver la cabeza al norte y plegar el brazo contra el pecho, con la mano apuntando también al norte; después tenía que bailar, poniendo el pie izquierdo atrás del derecho, golpeando el suelo con la punta de los dedos izquierdos. Dijo que al sentir que un calor subía por mi pierna, empezara a girar el brazo lentamente de norte a sur, y luego otra vez hacia el norte.

– Donde sientas que se te entibia la palma de tu mano mientras mueves el brazo es el sitio en el que debes sentarte, y también la dirección en la que debes mirar -dijo-. Si el sitio queda hacia el este, o si está en esa dirección -señaló de nuevo el sureste-, los resultados serán excelentes. Si el sitio donde tu mano se calienta está para el norte, te darán una buena paliza, pero puedes volver la marea a tu favor. Si el sitio queda para el sur, tendrás una pelea dura.

"Al principio necesitarás pasar el brazo hasta cuatro veces, pero conforme te vayas familiarizando con el movimiento no necesitarás más que una sola pasada para saber si tu mano se va a calentar o no.

"Una vez que localices un sitio donde tu mano es caliente, siéntate allí; ése es tu primer punto. Si estás mirando al sur o al norte, tienes que decidir si te sientes lo bastante fuerte para quedarte. Si tienes dudas, levántate y vete. No hay necesidad de quedarte si no tienes confianza en ti mismo. Si decides seguir allí, limpia un lugar para hacer una hoguera como a metro y medio de tu primer punto. El fuego debe quedar en línea recta en la dirección que estás mirando. El espacio donde enciendes la hoguera es tu segundo punto. Luego recoge todas las ramas que puedas entre los dos puntos y prende la hoguera. Siéntate en tu primer punto y mira el fuego. Tarde o temprano llegará el espíritu y lo verás.

"Si no se te calienta la mano para nada después de cuatro movimientos, gira el brazo despacio de norte a sur, y luego da la vuelta y gíralo hacia el oeste. Si tu mano se calienta en cualquier sitio hacia el oeste, deja todo y echa a correr. Corre cuesta bajo hacia el terreno llano, y no voltees, oigas o sientas lo que sea detrás de ti. Tan pronto como llegues al terreno llano, por más asustado que estés, no sigas corriendo, tírate al suelo, quítate la chamarra, hazla bola contra tu ombligo y acurrúcate con las rodillas contra el estómago. También debes cubrirte los ojos con las manos, y los brazos tienen que estar apretados contra los muslos. Debes quedarte en esa posición hasta que amanezca. Si sigues estos pasos sencillos, no sufrirás el menor daño.

"En caso de que no puedas llegar a tiempo al terreno llano, tírate al suelo ahí donde estés. Te va a ir pero muy mal. Te van a acosar, pero si conservas la calma y no te mueves ni miras, saldrás sin un rasguño.

"Ahora, si tu mano no se calienta para nada cuando la muevas hacia el oeste, mira de nuevo al este y corre en esa dirección hasta que te quedes sin aliento. Párate allí y repite las mismas maniobras. Has de seguir corriendo hacia el este, repitiendo estos movimientos, hasta que se te caliente la mano."

Después de darme estas instrucciones me hizo repetirlas hasta que las memoricé. Luego estuvimos largo rato sentados en silencio. Un par de veces intenté revivir la conversación, pero él me obligó a callar con un gesto imperativo.

Oscurecía cuando don Juan se puso en pie y, sin una palabra, empezó a trepar el cerro. Fui tras él. En la cima, ejecuté todos los movimientos prescritos. Don Juan me observaba atentamente a corta distancia. Actué con mucho cuidado y con lentitud deliberada. Traté de sentir algún cambio perceptible de temperatura, pero no podía descubrir si la palma de mi mano se calentaba o no. Para entonces había oscurecido bastante, pero aún pude correr hacia el este sin tropezar en los arbustos. Dejé de correr al hallarme sin aliento, lo cual sucedió no demasiado lejos de mi punto de partida. Me encontraba cansado y tenso en extremo. Me dolían los antebrazos y las pantorrillas.

Repetí allí todos los movimientos marcados y obtuve los mismos resultados negativos. Corrí en lo oscuro dos veces más, y entonces, al girar el brazo por tercera vez, mi mano se calentó sobre un punto hacia el este. El cambio de temperatura fue tan definido que me sorprendió. Me senté a esperar a don Juan. Le dije que había percibido un cambio de temperatura en mi mano. Me indicó que procediera, y recogí todas las ramas secas que pude hallar y encendí un fuego. Él se sentó a mi izquierda, a medio metro de distancia.

El fuego trazaba extrañas siluetas danzantes. A ratos las llamas se hacían iridiscentes; se volvían azulosas y luego blanco brillante. Expliqué ese insólito juego de colores asumiendo que lo producía alguna propiedad química específica de las varas y ramas secas que reuní. Otro aspecto muy poco usual del fuego eran las chispas: Las nuevas ramas que yo seguía añadiendo creaban chispas desmesuradas. Pensé que eran como pelotas de tenis que parecían estallar en el aire.

Miré el fuego fijamente, como creía que don Juan me había recomendado, y me maree. El me dio su guaje de agua y me hizo seña de beber. El agua me relajó y me produjo una deliciosa sensación de frescura.

Don Juan se inclinó para susurrarme al oído que no tenía que clavar la vista en las llamas, que sólo observara en la dirección del fuego. Tras casi una hora de observar, sentía yo un gran frío viscoso. En cierto momento en que estaba a punto de agacharme a recoger una vara, algo como un insecto o una mancha en mi retina pasó, cruzando de derecha a izquierda, entre mi persona y el fuego. Inmediatamente me retraje. Miré a don Juan y él me indicó, con un movimiento de barbilla, mirar de nuevo las llamas. Un momento después, la misma sombra cruzó en dirección opuesta.

Don Juan se puso en pie rápidamente y empezó a apilar tierra suelta encima de las ramas ardientes hasta apagar por entero las llamas. Ejecutó la maniobra con velocidad increíble. Cuando me moví para ayudarlo, ya él había acabado de extinguir el fuego. Pisoteó la tierra sobre los rescoldos y luego casi me arrastró cuesta abajo y hacia la salida del valle. Caminaba muy aprisa, sin volver la cabeza, y no me permitió hablar en absoluto.

Cuando llegamos a mi coche, horas después, le pregunté qué era la cosa que vi. Sacudió la cabeza imperativamente y viajamos en completo silencio.

Entró directamente en su casa cuando llegamos a ella en las primeras horas del día, y nuevamente me calló cuando hice por hablar.


Don Juan estaba sentado afuera, detrás de su casa. Parecía haber aguardado mi despertar, pues al salir yo se puso a hablar. Dijo que la sombra de la noche pasada era un espíritu, una fuerza que pertenecía al sitio particular donde yo la vi. Calificó de inútil a ese ser específico.

– Sólo existe allí -dijo-. No tiene secretos de poder; por eso no tenía caso quedarse. Sólo habrías visto una sombra rápida y pasajera yendo de un lado a otro toda la noche. Pero hay otras clases de seres que pueden darte secretos de poder, si tienes la suerte de encontrarlos.

Desayunamos entonces y estuvimos un buen rato sin hablar. Después de comer nos sentamos frente a la casa.

– Hay tres clases de seres -dijo él de pronto-: los que no dan nada porque no tienen nada que dar, los que sólo causan susto, y los que tienen regalos. El que viste anoche era de los silenciosos; no tiene nada que dar; es sólo una sombra. Pero casi siempre hay otro tipo de ser asociado con el silencioso: un espíritu malvado cuya única cualidad es causar miedo y que siempre ronda la morada de un silencioso. Por eso decidí que nos fuéramos cuanto antes. Ese espíritu fastidioso sigue a la gente hasta su casa y le hace la vida imposible. Conozco gente que a causa de ellos ha tenido que irse de su casa. Siempre hay quienes creen que pueden sacarle mucho a esa clase de ser, pero el simple hecho de que haya un espíritu por la casa no significa nada. Luego tratan de atraerlo, o lo siguen por la casa bajo la impresión de que puede revelarles secretos. Pero lo único que sacan es una experiencia espantosa. Conozco unas personas que se turnaban para vigilar a uno de esos seres malvados que los siguió hasta su casa. Meses enteros vigilaron al espíritu; al final, otra gente tuvo que entrar a sacarlos de la casa; se habían debilitado y estaban consumiéndose. Por esa razón lo único prudente que puede hacerse con esa clase de espíritus cargosos es olvidarlos y dejarlos en paz."

Le pregunté cómo atraía la gente a los espíritus. Dijo que primero se ponían a pensar dónde sería más probable que el espíritu apareciera y luego colocaban armas en su camino, con la esperanza de que las tocase, pues era sabido que a los espíritus les gustan los atavíos de guerra. Don Juan dijo que cualquier clase de armamento, cualquier objeto tocado por un espíritu se convertía por derecho en objeto de poder. Sin embargo, se sabía que el tipo avieso de ser nunca tocaba nada, sino sólo producía la ilusión auditiva de ruido.

Pregunté entonces a don Juan en qué forma tales espíritus causan miedo. Dijo que su manera más común de asustar a la gente era aparecer como una sombra oscura, con figura de hombre, que recorría la casa creando un estruendo temible o bien sonido de voces, o como una sombra oscura que de repente se abalanzaba desde un rincón oscuro.

Don Juan dijo que la tercera clase de espíritus era un verdadero aliado, un dador de secretos; ese tipo especial existía en sitios solitarios y abandonados, sitios casi inaccesibles. Dijo que quien deseara hallar a uno de estos seres debía viajar lejos e ir solo. En un sitio distante y solitario, tenía que dar solo todos los pasos necesarios. Tenía que sentarse junto a su hoguera, e irse de inmediato si veía la sombra. Pero debía quedarse si encontraba otras condiciones, como un viento fuerte que matara su fuego y le impidiera encenderlo nuevamente durante cuatro intentos; o si en un árbol cercano se rompía una rama. La rama tenía que romperse en realidad, y había que cerciorarse de que no sólo era el ruido de una rama rota.

Otras condiciones que debían tenerse en cuenta eran piedras que rodaran, o guijarros arrojados al fuego, o cualquier ruido constante, y entonces había que caminar en la dirección en que ocurriera cualquiera de estos fenómenos, hasta que el espíritu se revelara.

Un ser de ésos tenía muchos modos de poner a prueba a un guerrero. Saltaba de pronto a su paso, bajo la apariencia más horrenda, o agarraba al hombre por la espalda y no lo soltaba y lo tenía sujeto en el suelo durante horas. También podía derribarle un árbol encima. Don Juan dijo que ésas eran fuerzas verdaderamente peligrosas, y aunque incapaces de matar a un hombre mano a mano, podían matarlo de susto, o dejarle caer objetos, o al aparecer de pronto para hacerlo tropezar, perder pie y rodar a un precipicio.

Me dijo que si alguna vez encontraba yo uno de esos seres bajo circunstancias inapropiadas, por ningún motivo debía tratar de luchar con él, porque me mataría. Me robaría el alma. De modo que debía tirarme al suelo y soportar hasta el amanecer.

– Cuando un hombre está frente al aliado, el dador de secretos, tiene que reunir todo su valor y agarrarlo antes de que el otro lo agarre a él, o perseguirlo antes de que lo persiga. La persecución ha de ser sin tregua, y luego viene la lucha. El hombre debe derribar por tierra al espíritu y tenerlo allí hasta que le dé poder.

Le pregunté si estas fuerzas tenían sustancia, si era posible tocarlas realmente. Dije que la sola idea de un "espíritu" me refería a algo etéreo.

– No los llames espíritus -respondió-. Llámalos aliados; llámalos fuerzas inexplicables.

Quedó un rato en silencio, luego se acostó de espaldas y reclinó la cabeza en los brazos cruzados. Insistí en saber si esos seres tenían sustancia.

– Claro que tienen sustancia -dijo tras otro momento de silencio-. Cuando luchas con ellos son sólidos, pero esa sensación no dura más que un momento. Esos seres confían en el miedo de uno; por eso, si el que lucha con alguno de ellos es un guerrero, el ser pierde su tensión muy aprisa, mientras el hombre cobra más vigor. Uno puede, en verdad, absorber la tensión del espíritu.

– ¿Qué clase de tensión es? -pregunté.

– Poder. Cuando uno los toca, vibran como si estuvieran listos a rasgarlo a uno en pedazos. Pero es sólo un alarde. La tensión termina cuando uno mantiene firme la mano.

– ¿Qué pasa cuando pierden su tensión? ¿Se vuelven como aire?

– No, sólo se vuelven fláccidos. Todavía siguen teniendo sustancia, pero no es como nada que uno haya tocado jamás.


Más tarde, al anochecer, le dije que tal vez lo que vi la noche anterior pudo ser sólo una polilla. Rió y explicó con mucha paciencia que las polillas vuelan de un lado a otro solamente en torno de los focos de luz eléctrica, porque un foco no puede quemarles las alas. Un fuego, en cambio, las quemaría la primera vez que se le acercaran. También señaló que la sombra cubría todo el fuego. Cuando mencionó eso, recordé que en verdad la sombra era extremadamente grande y que durante un momento obstruyó la vista de la hoguera. Sin embargo, aquello sucedió tan rápido que no lo enfaticé en mi primer recuento.

Luego don Juan señaló que las chispas eran muy grandes y volaban hacia mi izquierda. Yo mismo había advertido eso. Dije que probablemente el viento soplaba en esa dirección. Don Juan repuso que no había ningún viento. Eso era verdad. Al rememorar mi experiencia pude recordar que la noche estaba quieta.

Otra cosa que pasé por alto fue un resplandor verdoso en las llamas, que detecté cuando don Juan me hizo seña de seguir mirando el fuego, después de que la sombra cruzó por vez primera mi campo de visión. Don Juan me lo recordó. También objetó que dijera yo sombra. Dijo que era redonda y que más bien parecía una burbuja.


Dos días después, el 17 de diciembre de 1969, don Juan dijo en tono muy casual que yo conocía todos los detalles y las técnicas necesarias para ir solo a los cerros y obtener un objeto de poder, el cazador de espíritus. Me instó a proceder por mí mismo y afirmó que su compañía sólo me serviría de estorbo.

Estaba listo para irme cuando él pareció cambiar de idea.

– No eres lo bastante fuerte -dijo-. Iré contigo hasta el pie de los cerros.


Cuando estuvimos en el vallecito donde vi al aliado, examinó desde cierta distancia la formación topográfica que yo había llamado un hoyo en los cerros, y dijo que teníamos que ir todavía más al sur, a las montañas distantes. La morada del aliado se hallaba en el punto más lejano que podíamos ver por el hoyo.

Miré la configuración y sólo pude discernir la masa anulosa de las montañas. Sin embargo, él me guió en una dirección hacia el sureste, y tras horas de camino llegamos a un punto que él consideró "bastante adentrado" en la morada del aliado.

Caía la tarde cuando nos detuvimos. Tomamos asiento en unas rocas. Yo estaba cansado y hambriento; en todo el día sólo había tomado agua y algunas tortillas. Don Juan se puso de pronto en pie, miró el cielo y me dijo en tono conminante que echara a andar en la dirección que era mejor para mí, cerciorándome de recordar el sitio donde estábamos en este momento, para volver allí cuando acabara. Dijo en tono tranquilizador que me esperaría así tardase yo toda la eternidad.

Pregunté con aprensión si creía que el asunto de obtener un cazador de espíritus tomaría mucho tiempo.

– Quién sabe -repuso, con una sonrisa misteriosa.

Me alejé hacia el sureste, volviéndome un par de veces para mirar a don Juan. El caminaba muy despacio en dirección opuesta. Trepé hasta la cima de un cerro grande y miré de nuevo a don Juan; se hallaba por lo menos a doscientos metros. No volteó a mirarme. Corrí cuesta abajo metiéndome en una pequeña depresión, como un cuenco entre los cerros, y de pronto me hallé solo. Me senté un momento y empecé a preguntarme que cosa hacía allí. Me sentí ridículo buscando un cazador de espíritus. Corrí de nuevo a la cumbre del cerro para tener una mejor visión de don Juan, pero no pude verlo en ninguna parte. Corrí cuesta abajo en la dirección en que lo vi por última vez. Quería suspender todo el asunto y regresar a casa. Me sentía enteramente estúpido y fatigado.

– ¡Don Juan! -grité una y otra vez.

No estaba en ningún sitio a la vista. Corriendo, escalé otro empinado cerro; tampoco desde allí pude verlo. Corrí un buen trecho buscándolo, pero había desaparecido. Desanduve mi camino y volví al lugar donde nos separamos. Tuve la absurda certeza de que iba a encontrarlo allí sentado, riendo de mis inconsistencias.

– ¿En qué demonios me he metido? -dije en voz alta.

Supe entonces que no había manera de parar lo que estaba haciendo allí, fuera lo que fuese. Realmente no sabía cómo regresar a mi coche. Don Juan había cambiado de dirección varias veces, y la orientación general de los cuatro puntos cardinales no era suficiente. Temí perderme en las montañas. Me senté, y por primera vez en mi vida tuve el extraño sentimiento de que en realidad nunca había manera de regresar a un punto original de partida. Don Juan decía que yo siempre insistía en empezar en un punto que llamaba el principio, cuando de hecho el principio no existía. Y allí entre esas montañas sentí comprender lo que quería decir. Era como si el punto de partida hubiese sido siempre yo mismo; como si don Juan nunca hubiera estado realmente allí; y cuando lo busqué se hizo lo que en verdad era: una imagen fugaz desvaneciéndose tras una colina.

Oí el suave crujir de las hojas y una fragancia extraña me envolvió. Sentía el viento como presión en los oídos, como un zumbido cauto. El sol estaba a punto de alcanzar unas nubes compactas sobre el horizonte, que parecían una banda naranja esmaltada, cuando desapareció tras una pesada cortina de nubes más bajas; apareció de nuevo un momento después, como una bola escarlata flotando en la niebla. Pareció luchar un rato por llegar a un trozo de cielo azul, pero era como si las nubes no le dieran tiempo al sol, y luego la banda naranja y la oscura silueta de las montañas parecieron devorarlo.

Me acosté sobre la espalda. El mundo en mi derredor era tan quieto, tan sereno y al mismo tiempo tan ajeno, que me sentí avasallado. No quería llorar, pero las lágrimas fluyeron sin impedimento.

Permanecí horas en esa postura. Levantarme era casi imposible. Las rocas bajo mi cuerpo eran duras, y allí donde me acosté apenas había vegetación, en contraste con los exuberantes arbustos verdes en todo el contorno. Desde donde me hallaba podía ver una orla de árboles altos en las colinas del este.

Finalmente oscureció bastante. Me sentí mejor; de hecho, casi experimentaba contento. Para mí, la semioscuridad era mucho más sustento y refugio que la dura luz del día.

Me puse en pie, trepé a la cima de un cerro pequeño y empecé a repetir los movimientos que don Juan me enseñó. Siete veces corrí hacia el este, y entonces noté un cambio de temperatura en la mano. Encendí el fuego e inicié una guardia cuidadosa, como don Juan había recomendado, observando cada detalle. Horas pasaron y comencé a sentir mucho frío y cansancio. Había juntado una buena pila de ramas secas; alimenté el fuego y me acerqué más a él. La vigilia era tan ardua e intensa que me agotó; empecé a cabecear. En dos ocasiones me quedé dormido y desperté sólo cuando mi cabeza cayó hacia un lado. Tenía tanto sueño que ya no podía vigilar el fuego. Bebí un poco de agua y rocié otro poco en mi cara para mantenerme despierto. Sólo por breves momentos lograba combatir la somnolencia. Sin saber cómo, me había desanimado e irritado; me sentía un perfecto estúpido por estar allí y eso me daba una sensación irracional de frustración y desaliento. Estaba fatigado, hambriento, con sueño, y absurdamente molesto conmigo mismo. Terminé por abandonar la lucha por mantenerme despierto. Añadí un montón de ramas secas a la hoguera y me acosté a dormir. La búsqueda de un aliado y un cazador de espíritus era en ese momento una empresa de lo más ridículo y extravagante. Tenía tanto sueño que ni siquiera podía pensar ni hablar solo. Me quedé dormido.

Un fuerte crujido me despertó de pronto. Al parecer el ruido, fuera lo que fuera, había sido justamente encima de mi oído izquierdo, pues yo estaba echado sobre el costado derecho. Me senté, completamente despierto. Mi oído izquierdo zumbaba, ensordecido por la proximidad y la fuerza del sonido.

Debo haber dormido sólo un corto rato, a juzgar por la cantidad de ramas secas que aún ardían en el fuego. No oí más sonidos, pero permanecí alerta y seguí alimentando las llamas.

Por mi mente cruzó la idea de que tal vez me había despertado un disparo; tal vez alguien andaba cerca observándome, disparando contra mí. La idea se hizo muy angustiosa y creó una avalancha de miedos racionales. Tuve la seguridad de que alguien era dueño de esa tierra, y siendo así podían tomarme por un ladrón y matarme, o podrían matarme para robarme, ignorando que yo no tenía nada encima. Experimenté un instante de terrible preocupación por mi seguridad. Sentía la tensión en los hombros y en el cuello. Moví la cabeza hacia arriba y hacia abajo; los huesos del cuello crujieron. Seguía mirando el fuego, pero no advertía en él nada fuera de lo común, ni oía más ruidos.

Tras un rato me sosegué bastante y se me ocurrió que acaso don Juan estaba en el fondo de todo esto. Rápidamente me convencí de que así era. La idea me hizo reír. Tuve otra avalancha de conclusiones racionales, felices esta vez. Pensé que don Juan sospechó que yo iba a cambiar de parecer con respecto a quedarme en las montañas, o me vio correr tras él y se escondió en una cueva oculta o detrás de un arbusto. Luego me siguió y, al verme dormido, me despertó rompiendo una rama cerca de mi oído. Añadí más ramas al fuego y empecé a mirar en torno, en forma casual y encubierta, para ver si podía localizarlo, aun sabiendo que si andaba escondido por ahí no me sería posible descubrirlo.

Todo era completamente plácido: los grillos, el viento que azotaba los árboles en las laderas de los cerros a mi alrededor, el suave sonido crujiente de las varas al encenderse. Volaban chispas, pero eran chispas ordinarias.

De pronto oí el fuerte ruido de una rama al partirse en dos. El sonido procedía de mi izquierda. Contuve el aliento y escuché con la máxima concentración. Un instante después oí que otra rama se quebraba a mi derecha.

Luego percibí el leve sonido lejano de más ramas rotas, Era como si alguien las pisara haciéndolas crujir. Los sonidos eran ricos y plenos, con un matiz de lozanía. Además, parecían irse acercando a mí. Tuve una reacción muy lenta; no sabía si escuchar o levantarme. Deliberaba qué hacer cuando repentinamente el sonido de ramas rotas ocurrió en todo mi derredor. Me envolvió tan rápido que apenas tuve tiempo de saltar a mis pies y pisotear el fuego.

Eché a correr cuesta abajo en la oscuridad. Mientras cruzaba los arbustos me vino la idea de que no había tierra llana. Iba a la mitad del cerro cuando sentí algo detrás, casi tocándome. No era una rama; era algo que, sentí intuitivamente, me estaba dando alcance. Al darme cuenta de esto me helé. Me quité la chaqueta, la enrollé contra mi estómago, me acuclillé sobre las piernas y me cubrí los ojos con las manos, como don Juan había indicado. Mantuve esa posición un corto rato antes de advertir que todo en torno mío estaba en completo silencio. No había sonidos de ninguna clase. Me entró una alarma extraordinaria. Los músculos de mi estómago se contraían y temblaban espasmódicamente. Entonces oí otro crujido. Parecía venir de lejos, pero era en extremo claro y distinto. Se oyó de nuevo, más cerca. Hubo un intervalo de quietud y luego algo estalló por encima de mi cabeza. La brusquedad del ruido me hizo saltar involuntariamente, y casi rodé sobre el costado. Era definitivamente el sonido de una rama quebrada en dos. El sonido fue tan cercano que oí el rumor de las hojas cuando la rama era partida.

Hubo a continuación un diluvio de explosiones crujientes; en todo el derredor se quebraban ramas con gran fuerza. Lo incongruente, en ese punto, era mi reacción a todo el fenómeno; en vez de hallarme aterrado, reía. Pensaba sinceramente haber dado con la causa de cuanto ocurría. Estaba convencido de que don Juan me engañaba de nuevo. Una serie de conclusiones lógicas cimentaron mi confianza; me sentí jubiloso. Sin duda podría atrapar a ese viejo zorro de don Juan en otra de sus tretas. Andaba cerca de mí rompiendo ramas y, sabiendo que yo no osaría alzar la vista, estaba a salvo y en libertad de hacer lo que quisiera. Calculé que debía estar solo en las montañas, pues yo había andado constantemente con él durante días. No había tenido tiempo ni oportunidad de enrolar colaboradores. Si se hallaba oculto, como yo creía, sólo él se ocultaba, y lógicamente no podría producir más que un número limitado de ruidos. Como estaba solo, los ruidos tenían que ocurrir en una secuencia lineal de tiempo; es decir, uno por uno, o cuando mucho dos o tres por vez. Además, la variedad de sonidos debía también estar limitada a la mecánica de un solo individuo. Agazapado e inmóvil, me sentí absolutamente seguro de que toda la experiencia era un juego y de que la única manera de permanecer por encima de él era desalojar de ese nivel mis emociones. Positivamente lo disfrutaba. Me sorprendí riendo por lo bajo ante la idea de poder anticipar la siguiente tirada de mi oponente. Traté de imaginar qué haría yo en ese momento si fuera don Juan.

El sonido de algo que sorbía me hizo salir, con una sacudida, de mi ejercicio mental. Escuché con atención; el sonido se repitió. No pude determinar qué era. Sonaba como si un animal sorbiera agua. Se oyó de nuevo, muy cerca. Era un sonido irritante que me recordó el chasquido producido por un adolescente de gran quijada al mascar chicle. Me preguntaba cómo podía don Juan producir tal ruido cuando el sonido ocurrió de nuevo, a mi derecha. Primero fue un solo sonido y luego oí una serie de chapoteos y ruidos de succión, como si alguien caminara en el lodo. Era un sonido exasperante, casi sensual, de pies que chapoteaban en fango profundo. Los ruidos cesaron un momento y recomenzaron a mi izquierda, muy cerca, quizás a sólo tres metros. Sonaban como si una persona corpulenta trotara en el lodo con botas de hule. Me maravilló la riqueza del sonido. No me era posible imaginar ningún aparato primitivo que yo mismo pudiera usar para producirlo. Oí otra serie de pasos y chapoteos atrás de mí, y luego se oyeron simultáneamente por todos lados. Alguien parecía caminar, correr, trotar sobre lodo por todo mi derredor.

Se me ocurrió una duda lógica. Para hacer todo eso, don Juan habría tenido que correr en círculos a una velocidad inverosímil. La rapidez de los sonidos clausuraba esa alternativa. Pensé entonces que don Juan, después de toda, debía de tener confederados. Quise ocuparme en especulaciones sobre quiénes serían sus cómplices, pero la intensidad de los ruidos me quitaba toda concentración. En verdad no podía pensar con lucidez, pero no tenía miedo, quizá me hallaba solamente atontado por la extraña calidad de los sonidos. Los chapoteos vibraban, literalmente. De hecho, sus peculiares vibraciones parecían dirigidas a mi estómago, o acaso percibía yo la vibración con la parte baja del abdomen.

Al darme cuenta de eso, perdí instantáneamente mi sentido de objetividad y despego. ¡Los sonidos atacaban mi estómago! Me vino la pregunta: "¿Qué tal si no era don Juan?" Me llené de pánico. Tensé los músculos abdominales y apreté con fuerza los muslos contra el bulto de mi chaqueta.

Los ruidos crecieron en número y velocidad, como si supieran que yo había perdido mi confianza; las vibraciones eran tan intensas que me producían náusea. Luché contra la sensación. Aspiré hondo y empecé a cantar mis canciones de peyote. Vomité y los ruidos cesaron en el acto; se sobrelaparon los sonidos de grillos y viento y los distantes ladridos en staccato de los coyotes. La abrupta cesación me permitió un respiro, y evalué mi circunstancia. Un corto rato antes me había hallado del mejor humor, confiado y sereno; obviamente, había fallado como un miserable al juzgar la situación. Aunque don Juan tuviera cómplices, sería mecánicamente imposible que produjeran sonidos que afectaran mi estómago. Para producir sonidos de tal intensidad, habrían necesitado aparatos más allá de sus medios y de su concepción. Al parecer, el fenómeno que yo experimentaba no era un juego, y la teoría "otra de las tretas de don Juan" era sólo mi propia explicación rudimentaria.

Tenía calambre y un deseo incontenible de dar la vuelta y estirar las piernas. Decidí moverme a la derecha para quitar la cara del sitio donde vomité. En el instante en que empecé a reptar oí un chirrido muy suave justamente sobre mi oído izquierdo. Me congelé en ese sitió. El chirrido se repitió al otro lado de mi cabeza. Era un sonido suelto. Pensé que parecía el chirrido de una puerta. Esperé, y al no oír nada más decidí moverme de nuevo. Apenas había empezado a hacer la cabeza a la derecha cuando casi me vi forzado a levantarme de un salto. Un torrente de chirridos me cubrió en el acto. Unas veces eran como chirriar de puertas; otras, como chillidos de ratas o cobayos. No eran fuertes ni intensos, sino muy suaves e insidiosos, y me producían torturantes espasmos de náusea. Cesaron como se habían iniciado, disminuyendo gradualmente hasta que sólo uno o dos se oían a la vez.

Entonces oí algo como las alas de una gran ave que volara rasando la copa de los arbustos. Parecía describir círculos en torno de mi cabeza. Los suaves chirridos empezaron a aumentar de nuevo, y también el batir de alas. Sobre mi cabeza parecía haber una bandada de aves gigantescas moviendo sus alas suaves. Ambos ruidos se mezclaron, creando en torno mío una oleada envolvente. Me sentí flotar suspendido en un enorme escarceo ondulante. Los chillidos y aleteos eran tan fluidos que los sentía en todo el cuerpo. Las alas en movimiento de una bandada de aves parecían jalarme desde arriba, mientras los chillidos de un ejército de ratas me empujaban desde abajo y en torno de mi cuerpo.

No había duda en mi mente de que, a través de mi estúpida torpeza, me había echado encima algo terrible. Apreté los dientes y respiré hondo y canté canciones de peyote.

Los ruidos duraron mucho tiempo y me opuse a ellos con toda mi fuerza. Cuando amainaron, hubo nuevamente un "silencio" interrumpido, como suelo percibir el silencio; es decir, sólo podía percibir los sonidos naturales de insectos y viento. La hora del silencio me fue más perjudicial que la hora de los ruidos. Empecé a pensar y a evaluar mi posición, y mi deliberación me hundió en pánico. Supe que estaba perdido; carecía del conocimiento y el vigor necesarios para repeler aquello que me acosaba. Me hallaba enteramente inerme, doblado sobre mi propio vómito. Pensé que había llegado el fin de mi vida y me puse a llorar. Quise pensar en mi vida, pero no sabía por dónde empezar. Nada de lo que había hecho en mi vida ameritaba en realidad ese último énfasis definitivo, de modo que no tenía yo nada en qué pensar. Ese reconocimiento fue exquisito. Había cambiado desde la última ocasión en que experimenté un miedo similar. Esta vez me hallaba más vacío. Tenía menos sentimientos personales que llevar a cuestas.

Me pregunté qué haría un guerrero en esa situación, y llegué a diversas conclusiones. Había en mi región umbilical algo de suma importancia; había algo ultraterreno en los sonidos; éstos se dirigían a mi estómago; y la idea de que don Juan me estuviese embromando era insostenible por completo.

Los músculos de mi estómago estaban muy tensos, aunque ya no había retortijones. Seguí cantando y respirando profundamente y sentí una tristeza confortante inundar todo mi cuerpo. Se me había aclarado que para sobrevivir debía proceder en términos de las enseñanzas de don Juan. Repetí mentalmente sus instrucciones. Recordé el punto exacto donde el sol había desaparecido tras las montañas en relación con el cerro donde me hallaba y con el sitio en que me agazapé. Recuperé la orientación y, una vez convencido de que mi determinación de los puntos cardinales era correcta, empecé a cambiar de postura para que mi cabeza apuntara en una dirección nueva y "mejor", el sureste. Lentamente moví los pies hacia la izquierda, pulgada por pulgada, hasta torcerlos bajo las pantorrillas. Luego me dispuse a alinear mi cuerpo con los pies, pero no bien había empezado a reptar lateralmente sentí un toque peculiar; tuve la sensación física concreta de que algo tocaba la zona expuesta de mi nuca. Fue tan repentina que grité involuntariamente y volví a inmovilizarme. Apreté los músculos abdominales y me puse a respirar hondo y a cantar mis canciones de peyote. Un segundo después sentí de nuevo el mismo toque leve en el cuello. Me hice pequeño. Tenía la nuca descubierta y nada podía hacer para protegerme. Me tocaron de nuevo. Era un objeto muy suave, casi sedoso, el que tocaba mi nuca, como la pata peluda de un conejo gigante. Me tocó de nuevo y después empezó a cruzar mi nuca de un lado a otro hasta ponerme al borde del llanto. Sentía que un hato de canguros silenciosos, lisos, ingrávidos, pisaba mi cuello. Oía el suave golpeteo de sus patas mientras pasaban suavemente sobre mí. No era en absoluto una sensación dolorosa, y sin embargo resultaba enloquecedora. Supe que si no me ocupaba en hacer algo me volvería loco y saldría corriendo. Lentamente, recomencé las maniobras para cambiar la dirección de mi cuerpo. Mi intento de moverme pareció aumentar el golpeteo sobre mi nuca. Finalmente llegó a tal frenesí que jalé mi cuerpo y de inmediato lo alineé en la nueva dirección. No tenía la menor idea sobre las consecuencias de mi acto. Sólo tomaba acción para evitar volverme loco furioso y delirante.

Apenas cambié de dirección, cesó el golpeteo en mi nuca. Tras una larga pausa angustiada oí un lejano crujir de ramas. Los ruidos ya no estaban cerca. Parecían haberse retirado a otra posición, distante de la mía, Tras un momento, el sonido de ramas quebradas se confundió con un estruendo de hojas agitadas, como si un fuerte viento azotara todo el cerro. Todos los arbustos en torno mío parecían sacudirse, pero no soplaba viento. El rumor y los crujidos me dieron la sensación de que el cerro estaba en llamas. Mi cuerpo estaba rígido como una roca. Sudaba copiosamente. Empecé a sentir más y más calor. Por un momento estuve enteramente convencido de que el cerro se quemaba. No eché a correr porque estaba tan tieso que me hallaba paralizado; de hecho, ni siquiera podía abrir los ojos. Todo lo que me importaba entonces era ponerme en pie y huir del fuego. Tenía calambres terribles que empezaron a cortarme el aire. Me concentré en tratar de respirar. Tras una larga pugna pude al fin aspirar hondo nuevamente, y asimismo notar que el rumor había amainado; sólo había un ocasional sonido crujiente. El sonido de ramas quebradas se hizo cada vez más distante y esporádico, hasta cesar por entero.

Pude abrir los ojos. Entre párpados entrecerrados miré el suelo debajo de mí. Ya había luz diurna. Esperé otro rato sin moverme y luego comencé a estirar mi cuerpo. Rodé boca arriba. El sol estaba encima de los cerros, al este.

Tardé horas en enderezar mis piernas y arrastrarme ladera abajo. Eché a andar rumbo al sitio donde don Juan me dejó, que se hallaba como a kilómetro y medio; al mediar la tarde, iba apenas a la orilla de un bosque, y faltaba aún la cuarta parte del recorrido.

No podía caminar más, por ningún motivo. Pensé en leones de montaña y traté de subir a un árbol, pero mis brazos no soportaron mi peso. Reclinado contra una roca, me resigné a morir allí. Me hallaba convencido de que sería pasto de pumas o de otros merodeadores. No tenía fuerza ni para lanzar una piedra. No tenía hambre ni sed. A eso del mediodía había hallado un arroyito y bebí en abundancia, pero el agua no ayudó a restaurar mi vigor. Sentado allí, en el colmo de la desesperanza, sentía más pesar que miedo. Estaba tan cansado que no me importaba mi destino, y me dormí.

Desperté cuando algo me sacudió. Don Juan se inclinaba sobre mí. Me ayudó a enderezarme y me dio agua y atole. Dijo, riendo, que me veía muy mal. Traté de narrarle lo ocurrido, pero me hizo callar y dijo que yo había fallado el tiro, que el sitio donde quedamos de encontrarnos estaba como a cien metros de distancia. Luego, medio llevándome a cuestas, me condujo cuesta abajo. Dijo que me llevaba a una corriente grande y que iba a lavarme allí. En el camino, me tapó las orejas con hojas que traía en su morral y luego me cubrió los ojos, poniendo una hoja sobre cada uno y asegurando ambas con un trozo de tela. Me hizo quitarme la ropa y me ordenó poner las manos sobre los ojos y oídos para asegurarme de que no podía ver ni oír nada.

Don Juan frotó todo mi cuerpo con hojas y luego me echó a un río. Sentí que era un río grande. Era profundo. Yo estaba de pie y no tocaba fondo. Don Juan me sostenía por el codo derecho. Al principio no sentí la frialdad del agua, pero poco a poco me fue calando y por fin se hizo intolerable. Don Juan me jaló a tierra y me secó con unas hojas de aroma peculiar. Me vestí y él me condujo; caminamos una buena distancia antes de que me quitara las hojas de los oídos y los ojos. Me preguntó si tenía fuerzas para caminar de regreso a mi coche. Lo extraño era que me sentía muy fuerte. Incluso ascendí corriendo una ladera empinada para demostrarlo.

En el camino a mi coche, fui muy cerca de don Juan. Tropecé veintenas de veces; él se reía. Noté que su risa era especialmente vigorizante, y se convirtió en el punto focal de mi recuperación; mientras más reía él, mejor me sentía yo.


Al día siguiente, narré a don Juan el curso de los eventos desde la hora en que me dejó. No dejó de reír durante todo mi recuento, especialmente cuando le dije que había creído que era otra de sus tretas.

– Siempre piensas que te están engañando -dijo-. Confías demasiado en ti mismo. Actúas como si conocieras todas las respuestas. No conoces nada, mi amiguito, nada.

Esta era la primera vez que don Juan me llamaba "mi amiguito". Me tomó por sorpresa. Lo advirtió y sonrió. Había en su voz un gran calor, y eso me puso muy triste. Le dije que era descuidado e incompetente porque tal era la inclinación inherente de mi personalidad; y que nunca me sería posible comprender su mundo. Me sentía hondamente conmovido. El me dio ánimos y aseveró que me había portado muy bien.

Le pregunté el significado de mi experiencia.

– No tiene significado -dijo-. Lo mismo podría pasarle a cualquiera, especialmente a alguien como tú que ya tiene la abertura ensanchada. Es muy común. Cualquier guerrero que haya salido en busca de aliados te puede hablar de lo que hacen. Lo que te hicieron a ti no fue nada. Pero tu abertura está de par en par y por eso andas tan nervioso. No se convierte uno en guerrero de la noche a la mañana. Ahora debes irte a tu casa, y no regreses hasta que sanes y estés cerrado.

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