II EL LIBRO DE LOS REYES ACUÁTICOS

1

—Tu tarea consiste en llegar a Gran Ertsud —había dicho el instructor—. Tu ruta es ir campo a través al sur de la carretera de Pinitor. Tus armas serán estaca y daga. Tus obstáculos serán siete bestias rastreadoras: vourhain, malorn, zeil, kassai, min-mollitor, weyhant y zytoon. Son peligrosas y te herirán si dejas que te cojan por sorpresa.

Hissune se ocultó tras el grueso tronco de un árbol, un ghazano tan nudoso y retorcido que bien podía tener diez mil años de antigüedad, y atisbó con precaución el valle alargado y estrecho situado ante él. Todo estaba en calma. No localizó a ninguno de sus compañeros de instrucción, ni a ninguna de las bestias rastreadoras.

Era su tercer día en la senda y aún le quedaban veinte kilómetros por recorrer. Pero lo que había justo delante de él era deprimente: una pendiente desolada de granito suelto y resquebrajado que seguramente le haría resbalar en cuanto lo pisara y le haría estrellarse en las rocas del distante suelo del valle. Aunque sólo era una práctica de entrenamiento, Hissune sabía que podía matarse perfectamente si cometía un error grave.

Pero desandar el camino recorrido y probar otra ruta de descenso era todavía menos atrayente. Arriesgarse de nuevo a pasar por el estrecho borde de una senda que serpenteaba y formaba atroces zigzags en la ladera de la montaña, una caída de trescientos metros que cualquier paso en falso podía provocar, los espantosos salientes que le habían forzado a arrastrarse con la nariz pegada al suelo y apenas veinte centímetros de espacio libre por encima de la nuca… No. Mejor lanzarse a la extensión de grava que tenía delante que volver atrás. Además, por allí seguía merodeando aquella bestia, el vourhain, una de las siete rastreadoras. Tras haber pasado una vez cerca de aquellos colmillos que parecían hoces y aquellas garras enormes y curvadas, Hissune no tenía deseo alguno de repetir la experiencia.

Usando la estaca a modo de bastón, se acercó recelosamente al cascajal.

El sol era brillante e incisivo en la zona, situada en la región más baja del Monte del Castillo, muy por debajo de la capa perpetua de nubes que cubría la gran montaña en sus partes más altas. La refulgente luz solar se reflejaba en los fragmentos de mica incrustados en el resquebrajado granito de la ladera y alcanzaba los ojos del joven, deslumbrándolo.

Hissune adelantó un pie con sumo cuidado, se apoyó en la pierna avanzada y notó que la grava resistía su peso. Dio otro paso. Otro más. Varios fragmentos de roca se desprendieron y resbalaron cuesta abajo, centelleando igual que espejos diminutos mientras rodaban.

Aparentemente no había peligro todavía de que el declive entero cediera. Hissune siguió avanzando. Sus tobillos y sus rodillas, doloridos tras la difícil travesía de un desfiladero azotado por el viento el día anterior, se quejaron del pronunciado ángulo de la bajada. Las correas de la mochila empezaron a hender la carne del joven. Tenía sed y le dolía un poco la cabeza: el ambiente de aquella región del Monte del Castillo estaba enrarecido. En diversos momentos Hissune ansió estar de vuelta en el Castillo, estudiando los textos de leyes constitucionales e historia antigua a cuya lectura le habían condenado en los últimos seis meses. Tuvo que reírse al pensar en ello, al recordar que en las jornadas más aburridas de su aprendizaje había estado contando desesperadamente los días que faltaban para quedar libre de los libros y pasar a la excitación del examen de supervivencia. Ahora, sin embargo, los días pasados en la biblioteca del Castillo no le parecían tan pesados y la excursión era simplemente una experiencia penosa y agotadora.

Alzó la cabeza. Era como si el sol ocupara medio cielo. Se puso una mano sobre los ojos a modo de protección.

Había transcurrido casi un año desde que Hissune saliera del Laberinto, y el joven aún no se había acostumbrado a ver el feroz astro en el cielo, ni al contacto de los rayos solares sobre su piel. Algunas veces se recreaba con aquel calor tan poco familiar para él (hacía tiempo que había cambiado la palidez del Laberinto por un intenso bronceado) y pese a todo, otras veces ese mismo calor le suscitaba temor y deseaba alejarse del sol y enterrarse mil metros bajo tierra, en un lugar donde los rayos no pudieran alcanzarle.

Idiota. Imbécil. ¡El sol no es tu enemigo! Avanza. Avanza.

En el horizonte lejano vio las torres negras de Gran Ertsud, hacia el oeste. El remanso de sombras grisáceas, al otro lado, era la ciudad de Hoikmar, de la que Hissune había partido. El joven calculaba haber recorrido treinta kilómetros como mucho, soportando el calor y la sed, atravesando lagos de polvo y antiguos mares de ceniza, cruzando las espirales de humo de las fumarolas y extensiones de lava metálica y resonante. Había esquivado al kassai, el animal de inquietas antenas y ojos como platos que le había seguido durante medio día. Había engañado al vourhain con el conocido truco del doble olor: el animal había seguido el rastro falso de la túnica desechada por el joven mientras éste bajaba por una senda muy estrecha, tanto que era imposible que la bestia le siguiera. Quedaban cinco rastreadoras. Malorn, zeil, weyhant, min-mollitor y zytoon.

Nombre extraños. Animales extraños, originarios de ninguna parte. Quizá fueran sintéticos, creados igual que las monturas por las olvidadas ciencias ocultas del pasado. ¿Pero por qué crear monstruos? ¿Por qué dejarlos sueltos en el Monte del Castillo? ¿Tan sólo para poner a prueba y endurecer a la nobleza joven? Hissune se preguntó qué ocurriría si de pronto el weyhant o el zytoon surgían del montón de cascajos y se echaban sobre él inesperadamente. Te herirán si dejas que te cojan por sorpresa. Herir, sí. Pero ¿matar también? ¿Cuál era la finalidad de la prueba? ¿Mejorar la capacidad de supervivencia de los jóvenes caballeros iniciados o eliminar a los ineptos? Hissune sabía que en aquellos momentos más de treinta iniciados como él se encontraban diseminados por los cincuenta kilómetros de los terrenos de aprendizaje. ¿Cuántos vivirían para ver Gran Ertsud?

Él viviría, como mínimo. De eso estaba seguro.

Poco a poco, tanteando con la estaca para comprobar la estabilidad de las piedras, Hissune fue bajando por el tobogán de granito. A medio descenso se produjo el primer percance: una losa triangular, inmensa y aparentemente segura se mantenía de hecho en equilibrio muy precario y cedió en cuanto el joven la tocó suavemente con el pie izquierdo. Durante unos instantes Hissune se bamboleó de un modo frenético, hizo esfuerzos desesperados para mantener la estabilidad y finalmente cayó. La estaca salió despedida de sus manos y, en plena caída, mientras provocaba una pequeña avalancha de rocas, la pierna derecha de Hissune se hundió hasta la cadera entre dos grandes losas tan afiladas como la hoja de un cuchillo.

Se agarró donde pudo y quedó inmóvil. Pero las rocas que tenía debajo no se deslizaron. Empezó a experimentar sensaciones brutales en toda la largura de su pierna. ¿Una fractura? ¿Ligamentos rotos, músculos distendidos? Intentó soltarse poco a poco. Tenía roto el calzón desde el muslo a la pantorrilla y la sangre brotaba en abundancia de una herida profunda. Pero eso parecía ser lo peor, eso y las palpitaciones de sus ingles que seguramente iban a producirle una fastidiosa cojera antes de veinticuatro horas. Tras recoger la estaca, el joven prosiguió la marcha con grandes precauciones.

Al poco cambió la naturaleza de la pendiente: las grandes losas resquebrajadas fueron sustituidas por una grava muy fina, más traicionera todavía para el caminante. Hissune adoptó un paso muy lento, como si patinara, con los pies ladeados y empujando la superficie de la grava al ir descendiendo. El esfuerzo fue doloroso para su pierna lastimada pero le permitió tener cierto control de la situación. La parte final de la pendiente ya era visible.

Resbaló dos veces en los ripios. La primera vez el resbalón fue de menos de un metro, la segunda más de diez. Hissune logró no caer rodando simplemente hundiendo los pies en la grava varios centímetros mientras se agarraba frenéticamente con las manos.

Cuando consiguió levantarse, no pudo localizar la daga. Buscó en el suelo durante algunos minutos, sin éxito, y por fin hizo un gesto de resignación y siguió su camino. La daga no tendría utilidad alguna contra un weyhant o un min-mollitor, pensó el joven. Pero la echaría de menos en otros menesteres menos importantes como buscar alimento, cavar para encontrar raíces comestibles, pelar las frutas…

Al final de la pendiente el valle se ensanchaba formando una amplia meseta rocosa, seca, impresionante, salpicada de ghazanos de aspecto muy viejo, prácticamente sin hojas y con su típica forma retorcida, grotesca, tortuosa. Pero Hissune vio árboles de otra especie no muy lejos de allí, hacia el este, ejemplares delgados, altos y frondosos muy apiñados. Constituían un excelente indicio de agua, y el joven se dirigió hacia ellos.

Pero el manojo de verdor estaba bastante más lejos de lo que él había creído. Una hora de pesado caminar en dirección a la arboleda no pareció haberle acercado demasiado. La pierna herida de Hissune estaba cada vez más rígida. Su cantimplora estaba prácticamente vacía. Y al cruzar la cresta de un montículo vio al malorn aguardándole al otro lado.

Era una criatura sorprendentemente espantosa: un cuerpo abolsado, un óvalo dispuesto entre diez larguísimas patas que formaban una curva en V y mantenían el tórax a un metro del suelo. Ocho patas terminaban en una especie de almohadillas anchas y lisas. Las dos frontales estaban dotadas de pinzas y garras. Una hilera de relucientes ojos rojos ocupaba por completo el borde del cuerpo. En la cola, larga y curvada, abundaban las púas.

—¡Podría matarte con un espejo! —le gritó Hissune—. ¡Verías tu reflejo y te morirías del susto!

El malorn emitió un silbido tenue y avanzó lentamente hacia el joven, sin dejar de mover las mandíbulas y retorcer las pinzas. Hissune levantó la estaca y aguardó. No había nada que temer, pensó, si lograba mantener la calma: la esencia de la prueba no era matar a los aprendices sino tan sólo endurecerlos, y quizá observar su conducta en condiciones de tensión.

Dejó que el malorn se acercara a diez metros. Después cogió una roca y la arrojó a la cabeza del animal. El malorn la desvió con facilidad y siguió avanzando. Hissune, con extrema cautela, se movió un poco hacia la izquierda, hacia una depresión del cerro, con la idea de no abandonar su posición elevada y manteniendo el garrote cogido con ambas manos. El malorn no parecía ágil ni rápido, pero si intentaba acometer al joven tendría que hacerlo cuesta arriba.

—¿Hissune?

La voz había sonado detrás.

—¿Quién es? —gritó Hissune, sin volverse.

—Alsimir. —Era un caballero iniciado de Peritole, un año o dos mayor que Hissune.

—¿Estás bien? —preguntó el joven.

—Estoy herido. El malorn me ha mordido.

—¿Es grave la herida?

—Tengo un brazo hinchado. Veneno.

—Ahora mismo iré. Pero antes…

—Cuidado. Esa bestia salta.

Y de hecho el malorn parecía estar flexionando las patas para brincar. Hissune aguardó, sumamente atento y bamboleándose ligeramente. Nada ocurrió durante unos segundos infinitamente largos. Hasta el mismo tiempo pareció detenerse. E Hissune siguió mirando fija, pacientemente al malorn. Se hallaba totalmente sereno. En su mente no había lugar para el miedo, la incertidumbre, las especulaciones sobre lo que podía acontecer.

Pero por fin la extraña situación de estasis se interrumpió y de pronto el animal se elevó, se lanzó al aire con el impresionante empuje de todas sus patas y, en el mismo momento, Hissune corrió hacia adelante, se desplazó por el borde del montículo en dirección al malorn, con la intención de que el animal, tras su potente salto, quedara encima de él.

Mientras la bestia se desplazaba por el aire sobre la cabeza de Hissune, éste se echó al suelo para evitar los terribles latigazos de la cola y, aferrando con ambas manos la estaca, la levantó violentamente y la hundió con todas sus fuerzas en la panza del malorn. Hubo un ruido sibilante de aire expulsado y las piernas de la bestia se agitaron angustiosamente en todas direcciones. Sus garras estuvieron a punto de rozar a Hissune en el instante de la caída.

El malorn cayó patas arriba a poca distancia. Hissune se acercó y dio un salto entre las frenéticas patas para herir otras dos veces la panza del animal. Después retrocedió. La bestia continuó moviéndose débilmente. El joven buscó la piedra más grande que podría levantar, la sostuvo en alto junto al malorn y la dejó caer. Las patas dejaron de moverse. Hissune se alejó del monstruo, tembloroso y sudoroso, y se apoyó en la estaca. Tenía el estómago revuelto y en llamas. Al cabo de unos instantes recobró la calma.

Alsimir se hallaba a veinte metros del montículo, con la mano derecha aferrada al hombro del lado contrario, que se veía hinchado, doblemente voluminoso que el de un hombre sano. Tenía la cara enrojecida y los ojos vidriosos.

Hissune se arrodilló junto a él.

—Dame tu daga. He perdido la mía.

—Está por ahí.

Hissune se apresuró a cortar la manga y vio una herida en forma de estrella a la altura de los bíceps. Con la punta del arma hizo una cruz sobre la herida, apretó, sacó sangre, la succionó, escupió, volvió a succionar. Alsimir empezó a temblar, gimió, gritó varias veces. Al cabo de unos momentos Hissune limpió la herida y buscó en su mochila algo que sirviera de venda.

—Esto puede servir —dijo—. Con suerte estarás en Gran Ertsud mañana a esta hora y podrás recibir tratamiento adecuado.

Alsimir contempló horrorizado al malorn caído.

—Intenté rodear al animal, igual que tú… Pero de pronto se me echó encima y me mordió. Creo que aguardaba mi muerte para devorarme… Y has aparecido tú…

Hissune se estremeció.

—Una bestia espantosa. No parecía tan repelente en las ilustraciones del manual de instrucción.

—¿La has matado?

—Seguramente. Me pregunto si piensan que debemos matar a las rastreadoras. Tal vez les hagan falta para las pruebas del año que viene.

—Es problema de ellos —dijo Alsimir—. Si nos envían aquí para que nos enfrentemos a estas fieras, no debería preocuparles que matemos alguna de vez en cuando. ¡Ah, por la Dama, cómo duele!

—Vamos. Terminaremos juntos la caminata.

—No está bien que hagamos eso, Hissune.

—¿Y qué? ¿Piensas que voy a dejarte solo en estas condiciones? Vamos. Que nos suspendan si quieren hacerlo. He matado a su malorn, he rescatado a un herido… Muy bien, voy a suspender. Pero mañana estaré vivo. Igual que tú.

Hissune ayudó a Alsimir a ponerse en pie y ambos avanzaron con lentitud hacia el distante verdor de los árboles. Hissune notó que volvía a temblar, de repente, como si se tratara de una reacción tardía. En su cabeza flotaba la imagen de aquella criatura espantosa, el anillo de ojos rojizos y fijos, el sonido de las mandíbulas, la blanda panza expuestas… Pasaría mucho tiempo antes de que lograra olvidarlo.

La continuación de la caminata le hizo recuperar parte de la tranquilidad perdida.

Hissune intentó imaginar a lord Valentine enfrentado a malorns, zeils y zytoones en aquel valle solitario, o a Elidath, o a Divvis, o a Mirigant. Seguramente todos habrían pasado por las mismas pruebas en sus días de caballeros iniciados, y tal vez aquella fiera era la misma que había emitido silbidos y hecho resonar sus garras ante el joven Valentine hacía veinte años. Hissune pensó que todo ello era un poco oscuro: ¿qué relación tenía la capacidad para librarse de monstruos con el aprendizaje en el arte del gobierno? Seguramente averiguaré la relación tarde o temprano, pensó. Mientras tanto debía preocuparse de Alsimir, y también del zeil, el weyhant, el min-mollitor y el zytoon. Con un poco de suerte sólo tendría que pelear con un par de fieras rastreadoras: era improbable que se topara con las siete bestias durante la caminata. Pero aún quedaban quince kilómetros para llegar a Gran Ertsud y el camino que le aguardaba tenía un aspecto desierto y cruel. ¿Ésa era la vida gozosa del Monte del Castillo? ¿Ocho horas diarias estudiando los decretos de coronas y pontífices desde Dvorn hasta Tyeveras, interrumpidas por viajecitos a los pedregales para enfrentarse a malorns y zytoones? ¿Y las fiestas y los juegos? ¿Y las excursiones a parques y reservas forestales? El joven empezaba a creer que la gente de las tierras bajas tenía un punto de vista incorrectamente romántico sobre la vida de los nobles del Monte.

Hissune miró a Alsimir.

—¿Cómo te va?

—Me siento bastante débil. Pero la hinchazón ha bajado un poco.

—Lavaremos la herida en cuanto lleguemos a esos árboles. Por fuerza ha de haber agua.

—Habría muerto si no apareces en ese momento, Hissune. El joven restó importancia al asunto.

—Si no hubiera llegado yo, habría llegado otro. Es la ruta más lógica para cruzar ese valle.

Alsimir tardó unos instantes en responder.

—No entiendo por qué quieren hacerte pasar esta prueba.

—¿Qué quieres decir?

—Te hacen correr todos estos riesgos…

—¿Por qué no? Todos los iniciados han de correrlos.

—Lord Valentine tiene proyectos especiales para ti. Eso oí que decía Divvis a Stasilaine, la semana pasada.

—Estoy destinado a grandes proyectos, cierto. Maestro de los establos. Cuidador de los sabuesos.

—Hablo en serio. Divvis está celoso de ti, ¿sabes? Y te teme, puesto que eres el favorito de la Corona. Divvis quiere ser Corona… todo el mundo lo sabe. Y cree que tú eres un obstáculo.

—Yo creo que el veneno te está haciendo delirar.

—Créeme. Divvis te considera una amenaza, Hissune.

—No tiene motivos para ello. Tengo tantas probabilidades de ser Corona como… como Divvis. Elidath es el heredero presunto. Y lord Valentine, no me cabe duda, seguirá siendo Corona tanto como pueda.

—Te lo aseguro…

—No me asegures nada. Limítate a conservar las energías para la marcha. Quedan quince kilómetros para llegar a Gran Ertsud. Y otras cuatro fieras rastreadoras nos aguardan en el camino.

2

Éste es el sueño del piurivar Faraataa:


Es la Hora del Escorpión y pronto el sol se alzará sobre Velalisier. Al otro lado de las puertas de la ciudad, a lo largo de una senda otrora conocida como Ruta de la Partida pero que a partir de hoy será la Ruta del Retorno, se halla congregado un inmenso gentío que se prolonga hasta el horizonte. El Príncipe Venidero, envuelto en un aura esmeralda, se encuentra en cabeza del desfile. Detrás de él hay cuatro personas que lucen los disfraces de la Hembra Roja, el Gigante Ciego, el Desollado y el Último Rey. Luego marchan los cuatro prisioneros, atados con juncos poco prietos. Y después están las multitudes del pueblo piurivar: Los Que Regresan.

Faraataa flota sobre la ciudad, se desplaza grácilmente, se mueve a voluntad sobre la inmensidad de la urbe, la admira con una sola mirada. Es perfecta: todo es nuevo, la muralla está restaurada, los santuarios han revivido, las columnas abatidas tienen reemplazo. El acueducto conduce agua de nuevo, los jardines prosperan, la mala hierba y los arbustos que habían invadido hasta la última grieta han sido eliminados y la arena que el viento había ido acumulando ha sido barrida. Tan sólo el Séptimo Templo está igual que en la época de la Caída: un resto plano, un simple cimiento rodeado de piedras. Faraataa lo sobrevuela y, mentalmente, se desplaza hacia atrás por el oscuro océano del tiempo, hasta ver el Séptimo Templo tal como era antes de la destrucción, y tiene el honor de ver la Profanación.

¡Ah! ¡Mirad, mirad! Están preparando el sacrificio profano en las Mesas de los Dioses. En cada mesa yace un gran rey acuático, aún vivo, inmovilizado por su propio peso, con las aletas moviéndose débilmente, el cuello arqueado, los ojos despidiendo rabia o miedo. Menudos personajes se mueven alrededor de los enormes seres, se disponen a ejecutar los ritos prohibidos. Faraataa se estremece. Faraataa llora. Y sus lágrimas caen como globos de cristal hasta el distante suelo. Ve el centelleo de los largos cuchillos. Oye los rugidos y los resoplidos de los reyes acuáticos. Ve la carne arrancada poco a poco. Desea gritar a la gente, ¡No, no, esto es monstruoso, sufriremos un castigo terrible!, pero ¿con qué fin, con qué fin? Todo ello ha sucedido hace miles de años. Y Faraataa sigue flotando, y observa. Se diseminan por la ciudad como miles de hormigas, los pecadores, todos sosteniendo en alto su fragmento de un rey acuático, y llevan la carne del sacrificio al Séptimo Templo, la arrojan a la pira, entonan el Cántico de la Quema. ¿Qué hacéis?, chilla Faraataa sin que nadie le oiga. ¡Quemáis a nuestros hermanos! Y el humo asciende, negro y grasiento, y los ojos de Faraataa se irritan, y el piurivar es incapaz de seguir en el cielo y cae, cae y cae, y la Profanación ha concluido, la ciudad está condenada y el mundo entero está perdido.

La primera luz del día fulgura por el este. Cruza la ciudad e ilumina la luna creciente que corona el elevado poste de los restos del Séptimo Templo. El Príncipe Venidero alza un brazo y da la señal. El desfile avanza. Mientras marchan, Los Que Regresan van cambiando constantemente de forma, de acuerdo con las enseñanzas del Libro de los Reyes Acuáticos. Van adoptando la apariencia de Llama, la Corriente, la Hoja Caída, el Aspa, las Arenas, el Viento. Al pasar junto al Lugar de la Invariabilidad vuelven a la genuina forma piurivar y continúan así a partir de ese momento.

El Príncipe Venidero abraza a los cuatro prisioneros. Luego los conducen a los altares de las Mesas de los Dioses. La Hembra Roja y el Desollado llevan al rey más joven y a la madre de éste a la mesa oriental, en la que el rey acuático Niznorn había perecido la noche de la blasfemia hacía largo tiempo. El Gigante Ciego y el Ultimo Rey acompañan a la mesa occidental al rey más viejo y al que llega por la noche en sueños, lugar donde el rey acuático Domsitor fue muerto por los Profanadores.

El Príncipe Venidero está de pie, solo, en lo alto del Séptimo Templo. Su aura tiene ahora un color escarlata. Faraataa desciende hacia él y se convierte en el Príncipe: los dos son una misma persona.

—En el principio fue la Profanación, una locura que se apoderó de nosotros y pecamos contra nuestros hermanos del mar —exclama—. Y cuando despertamos y contemplamos nuestra obra, ese pecado nos llevó a destruir nuestra espléndida ciudad y a diseminarnos por el mundo. Pero ni siquiera ese castigo bastaba, y enemigos venidos de muy lejos cayeron sobre nosotros, nos despojaron de todo cuanto teníamos y nos arrojaron a la selva, que era nuestra penitencia, porque habíamos pecado contra nuestros hermanos del mar. Y perdimos nuestras costumbres y nuestro sufrimiento fue enorme y el rostro del Altísimo dejó de mirarnos, hasta que llegó el fin de la penitencia y tuvimos fuerza para liberarnos de nuestros opresores y recuperar lo que habíamos perdido por culpa de nuestro antiguo pecado. Y así estaba profetizado: un príncipe vendrá a vosotros y os librará del exilio cuando acabe la penitencia.

—¡La penitencia ha acabado! —replica el pueblo—. ¡Es la época del Príncipe Venidero!

—¡El Príncipe Venidero ha llegado!

—¡Y tú eres el Príncipe Venidero!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero! —grita él—. Ahora todo está perdonado. Ahora todas las deudas están pagadas. Hemos cumplido la penitencia y estamos limpios. Los instrumentos de la penitencia han sido expulsados de nuestra tierra. Los reyes acuáticos han tenido su recompensa. Velalisier está reconstruida. Nuestra vida renace.

—¡Nuestra vida renace! ¡Es la época del Príncipe Venidero!

Faraataa alza su bastón, que centellea igual que fuego iluminado por la luz matutina, y hace la señal a los que aguardan junto a las Mesas de los Dioses. Empujan a los cuatro prisioneros. Fulguran los largos cuchillos. Los reyes caen muertos y sus coronas ruedan por el polvo. Las mesas se limpian con la sangre de los invasores. Ha tenido lugar el último acto. Faraataa levanta sus manos.

—¡Venid ahora mismo y reconstruid conmigo el Séptimo Templo!

El gentío piurivar reacciona de inmediato. Recogen los bloques caídos del templo y, dirigidos por Faraataa, los colocan en los lugares que antaño ocuparon.

Cuando la tarea está completada, Faraataa se sitúa en el punto más alto del templo y su vista recorre cientos de kilómetros en dirección al mar, donde se han congregado los reyes acuáticos. Los ve batir la superficie del agua con sus grandes aletas. Los ve alzar sus inmensas cabezas, los ve resoplar.

—¡Hermanos! ¡Hermanos! —les grita Faraataa.

—Te oímos, hermano terrestre.

—El enemigo está aniquilado. La ciudad vuelve a estar consagrada. El Séptimo Templo se yergue otra vez. ¿Hemos cumplido nuestra penitencia, oh hermanos?

—Sí —replican ellos—. El mundo está limpio y una nueva era comienza.

—¿Estamos perdonados?

—Estáis perdonados. Oh hermanos terrestres.

—¡Estamos perdonados! —exclama el Príncipe Venidero.

Y la muchedumbre extiende sus manos hacia él, y todos cambian de forma y se convierten en la Estrella, la Niebla, la Oscuridad, el Resplandor, la Caverna.

Y sólo queda una cosa, perdonar a los que cometieron el pecado original y que desde entonces han sido cautivos de las ruinas. El Príncipe Venidero extiende sus manos hacia ellos, les dice que la maldición que recaía sobre ellos ya no existe y que están libres.

Y las piedras de la ciudad caída liberan a sus muertos, y emergen los espíritus, pálidos y transparentes. Y todos recobran vida y color y danzan y cambian de aspecto y gritan de alegría.

Y esto es lo gritan:

—¡Aclamad todos al Príncipe Venidero, que es el Rey de Hoy!


Ése fue el sueño del piurivar Faraataa tendido en un lecho de hojas de burbujal bajo un gran duiko en la provincia de Piurifayne mientras caía una lluvia fina.

3

—Que venga Y-Uulisaan —dijo la Corona.

Mapas y planos de las zonas afectadas de Zimroel, con numerosas señales y anotaciones, se hallaban extendidos en el escritorio del camarote de lord Valentine a bordo de la nave insignia, la Lady Thiin. Era el tercer día del viaje. Habían salido de Alaisor con una flota de cinco navíos al mando del gran almirante Asenhart, con rumbo al puerto de Numinor en la costa noreste de la Isla del Sueño. La travesía iba a durar muchas semanas, incluso con vientos muy favorables, y en ese preciso instante el viento soplaba en contra.

Mientras aguardaba la llegada del experto en agricultura, Valentine examinó una vez más los documentos que le había preparado Y-Uulisaan y los que él había hecho recoger en los archivos históricos. Tal vez era la quincuagésima vez que los miraba desde la partida de Alaisor y la imagen que reflejaban no perdía melancolía pese a la repetición.

Plagas y pestilencias, como Valentine sabía perfectamente, eran tan antiguas como la agricultura misma. Ningún motivo existía para que Majipur, pese a ser un planeta afortunado, estuviera totalmente a salvo de esas enfermedades, y de hecho los archivos contenían amplios precedentes de los problemas actuales. Trastornos graves en los cultivos, a causa de enfermedades, sequías o plagas de insectos, se habían producido en más de una decena de reinados, y trastornos gravísimos en otros cinco como mínimo: durante los de Setiphon y lord Stanidor, Thraym y lord Vildivar, Struin y lord Guadeloom, Kanaba y lord Sirruth y también en los tiempos de Signor y lord Melikan, sumidos en los nebulosos recovecos del pasado.

Pero las desgracias actuales parecían mucho más amenazadoras que cualquiera de las anteriores, pensó Valentine, y no simplemente porque se trataba de una crisis en el presente y no un hecho bien enterrado en los archivos. La población de Majipur era inmensamente más numerosa que durante las plagas anteriores: veinte mil millones cuando en tiempos de, por ejemplo, Struin apenas llegaba a la sexta parte, y tan sólo un puñado de habitantes en la época de Signor. Una población tan inmensa podía verse abocada al hambre con facilidad si su base agrícola se veía trastornada. Incluso la misma estructura social de Majipur podía derrumbarse. Valentine sabía muy bien que la estabilidad de la vida del planeta durante tantísimos milenios, una experiencia totalmente contraria a la de casi todas las civilizaciones, se basaba en la naturaleza extraordinariamente benigna de la existencia en el gigantesco planeta. Puesto que nadie estaba realmente necesitado, nunca, existía conformidad casi universal con el estado de las cosas e incluso con las desigualdades del orden social. Pero si se eliminaba la certidumbre de tener el estómago lleno, todo lo demás podía derrumbarse de la noche a la mañana.

Y los sueños oscuros de Valentine, las visiones caóticas y los extraños augurios, las arañas eólicas que sobrevolaban Alhanroel y otros hechos similares, le infundían una sensación de peligro siniestro, de riesgo extraordinario.

—Mi señor, aquí está Y-Uulisaan —dijo Sleet.

Entró el experto agrícola, con aspecto vacilante y muy nervioso. Con enorme torpeza se dispuso a hacer el gesto del estallido estelar que el protocolo exigía. Valentine sacudió la cabeza con aire de impaciencia e indicó a Y-Uulisaan que tomara asiento. Señaló la zona marcada en rojo a lo largo de la Fractura de Dulorn.

—¿Hasta qué punto es importante la cosecha de lusavándula?

—Es esencial, mi señor —repuso Y-Uulisaan—. Constituye la base de asimilación de carbohidratos en el norte y el oeste de Zimroel.

—¿Y si se produce una escasez grave?

—Sería posible usar suplementos dietéticos con alimentos como la estacha.

—¡Pero si también la estacha está plagada!

—Ciertamente, mi señor. Y el milaile, que satisface necesidades nutritivas similares, está atacado por gusanos de las raíces, como ya os había dicho. En consecuencia podemos prever penurias generales dentro de seis o nueve meses como mucho en todo este sector de Zimroel…

Con la punta de un dedo, Y-Uulisaan trazó un amplio círculo en el mapa, delimitando un territorio que se extendía casi desde Ni-moya, por el este, hasta Pidruid en la costa occidental, y por el sur hasta Velathys. ¿Cuántos habitantes hay en este territorio, se preguntó Valentine? ¿Dos mil millones, tal vez? Trató de imaginar dos mil millones de personas hambrientas, toda la vida acostumbradas a la abundancia de comida, apiñadas en ciudades como Til-omon, Narabal, Pidruid…

—Los graneros imperiales —dijo Valentine— podrán satisfacer la demanda a corto plazo. Mientras tanto actuaremos para dominar esas plagas. La roya de la lusavándula causó problemas hace un siglo aproximadamente, eso tengo entendido, y fue vencida entonces.

—Con medidas extrañas, mi señor. Provincias enteras fueron puestas en cuarentena. Muchísimas granjas fueron incendiadas y posteriormente excavadas para dejarlas sin mantillo. El coste ascendió a muchos millones de reales.

—¿Qué importa el dinero si la gente se muere de hambre? Lo haremos otra vez. Si iniciamos un programa inmediato en las regiones que cultivan lusavándula, ¿cuánto tiempo calcula que costará recobrar la normalidad?

Y-Uulisaan guardó silencio unos instantes y, muy pensativo, se pasó los pulgares por las mejillas, unas mejillas extrañamente amplias y huesudas.

—Cinco años como mínimo —dijo por fin—. Diez, probablemente.

—¡Imposible!

—La roya se propaga con rapidez. Seguramente habrán quedado infectadas quinientas hectáreas en el tiempo que llevamos hablando esta tarde, mi señor. El problema será contener la plaga, antes de poder erradicarla.

—¿Y la enfermedad de los nikos? ¿Se extiende con tanta rapidez?

—Con más rapidez, mi señor. Y al parecer está relacionada con el agostamiento de las estachas, que normalmente crecen junto con los nikos.

Valentine miró la pared del camarote y sólo vio un vacío grisáceo.

—Cueste lo que cueste —dijo al cabo de unos segundos—, lo superaremos. Y-Uulisaan, quiero que elabore un plan para contrarrestar las distintas plagas, y una estimación de los gastos. ¿Podrá hacerlo?

—Sí, mi señor.

—Tendremos que coordinar nuestros esfuerzos con los del Pontificado —dijo Valentine a Sleet—. Di a Ermanar que se ponga en contacto inmediatamente con el ministro de asuntos agrícolas del Laberinto… que averigüe cuánto sabe, si es que sabe algo, sobre lo que está pasando en Zimroel, qué medidas proponen, etcétera.

—Mi señor —intervino Tunigorn—, acabo de hablar con Ermanar. Ya ha estado en contacto con el pontificado.

—¿Y?

—El ministerio de asuntos agrícolas no sabe nada. En realidad el cargo de ministro de asuntos agrícolas está vacante en la actualidad.

—¿Vacante? ¿Cómo es posible?

—Tengo entendido que, dada la incapacidad del Pontífice Tyeveras —repuso en voz baja Tunigorn—, muchos puestos de importancia han quedado desocupados en los últimos años, mi señor, y por lo tanto hay cierta lentitud en el funcionamiento del pontificado. Pero podéis hacer muchas más averiguaciones sobre este punto hablando con el mismo Ermanar, puesto que él es nuestro enlace principal con el Laberinto. ¿Le digo que venga?

—No por el momento —dijo con desánimo Valentine. Volvió a mirar los mapas de Y-Uulisaan y deslizó un dedo de una punta a otra de la Fractura de Dulorn—. Los dos problemas peores parecen concentrados en esta zona. Pero de acuerdo con los mapas, hay cultivos importantes de lusavándula en otras regiones, en las llanuras situadas entre Thagobar y la frontera norte de Piurifayne y desde aquí, al sur de Ni-moya, hasta las cercanías de Gihorna. ¿Estoy en lo cierto?

—Así es, mi señor —respondió Y-Uulisaan.

—En consecuencia nuestra primera acción prioritaria consiste en evitar que la roya de la lusavándula llegue a estas regiones. —Alzó los ojos sucesivamente hacia Sleet, Tunigorn y Deliamber—. Notificar de inmediato a los duques de las provincias afectadas que deben interrumpir sin demora el tráfico entre las zonas plagadas por la roya y los distritos que no tienen problemas con la lusavándula, que cierren por completo las fronteras. Si no les gusta la idea, que envíen una delegación al Monte y presenten sus quejas a Elidath. Ah, y además poned al corriente a Elidath. De momento los balances comerciales impagados pueden encauzarse por canales pontificios. Supongo que será mejor avisar a Hornkast de que esté preparado para afrontar muchos alborotos. Siguiente punto: los distritos cultivadores de estacha…

Durante cerca de una hora un torrente de instrucciones brotó de la Corona, hasta que todos los aspectos urgentes de la crisis parecieron estar atendidos. Valentine recurrió frecuentemente a Y-Uulisaan y el experto agrícola respondió siempre con alguna idea útil. Valentine había empezado a creer que aquel hombre era un poco desagradable, por su carácter distante, frío y excesivamente introvertido, pero estaba perfectamente versado en los detalles de la agricultura zimroeliana y era todo un golpe de buena suerte que hubiera hecho acto de presencia en Alaisor con el tiempo justo para embarcarse hacia Zimroel en la nave insignia.

Pese a todo, Valentine se quedó con una rara impresión de futilidad cuando la reunión concluyó. Había impartido decenas de órdenes, había enviado mensajeros por todas partes, había tomado medidas firmes y decisivas para frenar y erradicar las plagas. Y no obstante, no obstante… Él tan sólo era un ser mortal, se hallaba en un pequeño camarote de un barco minúsculo que navegaba en el corazón de un mar inmenso, que a su vez era un simple charco del gigantesco planeta, y en esos precisos momentos organismos invisibles estaban sembrando el mal y la muerte en miles de hectáreas de tierra fértil. ¿Qué podían conseguir sus vigorosas órdenes frente a la marcha inexorable de las fuerzas del mal? Y Valentine notaba de nuevo que estaba cayendo poco a poco en un estado de irremediable depresión, totalmente ajeno a su carácter normal. Tal vez yo mismo estoy padeciendo cierta pestilencia, pensó. Tal vez estoy contaminado por una plaga que me despoja de esperanza, alegría y vigor, y estoy condenado a terminar mis días en la desdicha más profunda…

Cerró los ojos. Una vez más apareció la imagen de su sueño en el Laberinto, una imagen que le acosaba de modo interminable: grandes grietas que se abrían en los sólidos cimientos del mundo, inmensas losas de terreno que brincaban bruscamente y se estrellaban unas contra otras, y él estaba en medio del caos, haciendo esfuerzos desesperados para impedir la desintegración del planeta. Y caía, caía, caía…

¿Estoy sometido a una maldición?, se preguntó. ¿Por qué he sido el elegido, entre los cientos de monarcas que ha tenido Majipur, para presidir la destrucción de nuestro planeta?

Escudriñó su alma y no encontró allí pecados oscuros posibles causantes de la venganza del Divino contra él y contra Majipur. No había codiciado el trono, no había tramado contra su hermano, no había hecho usos incorrectos del poder que jamás esperaba obtener, no había… Él no había… Él no había…

Valentine sacudió coléricamente la cabeza. Todo esto eran tonterías, estaba consumiendo inútilmente su ánimo. Estaban ocurriendo algunos problemas casuales en el campo y había tenido unas cuantas pesadillas. Era absurdo exagerar la situación y convertirla en una especie de calamidad cósmica. Todo se arreglaría con el tiempo. Acabarían con las pestilencias. Su reinado pasaría a la historia por esas dificultades desacostumbradas, sí, pero también por la armonía, el equilibrio y la felicidad obtenidas. Eres un buen rey, pensó Valentine. Eres un buen hombre. No tienes motivos para dudar de ti.

La Corona se levantó, salió del camarote, fue a cubierta. Estaba atardeciendo. El sol, bronceado e hinchado, se hallaba muy bajo al oeste y una de las lunas acababa de salir por el norte. El cielo estaba lleno de colores: castaño rojizo, azul turquesa, violeta, ámbar, oro… Una franja de nubes casi cubría el horizonte. Valentine permaneció solo junto a la barandilla durante unos minutos, aspiró profundamente el aire salino. Todo se arreglaría con el tiempo, pensó de nuevo. Pero de forma imperceptible se sentía cada vez más sumido en la intranquilidad y el desasosiego. Parecía imposible huir de esa sensación. Jamás se había hundido con tanta frecuencia en la tristeza y el desespero. No reconocía al Valentine en que se había transformado, ese hombre mórbido siempre al borde de la tristeza. Era un desconocido.

—¿Valentine?

Carabella. Valentine hizo un esfuerzo para olvidar sus presentimientos y sonrió mientras ofrecía una mano a su esposa.

—Qué puesta de sol tan hermosa —dijo ella.

—Espléndida. Una de las mejores de la historia. Aunque aseguran que hubo otra mejor en el reinado de lord Confalume, el decimocuarto día de…

—Ésta es la mejor, Valentine. Porque es la que tenemos esta tarde. —Carabella enlazó su brazo con el de él y guardó silencio.

En ese momento Valentine juzgó difícil comprender por qué hacía tan sólo unos segundos había estado de un talante tan melancólico. Todo se arreglaría. Todo se arreglaría.

—¿Qué es aquello, un dragón marino? —dijo Carabella al cabo de unos instantes.

—Los dragones marinos jamás se adentran en estas aguas, amor.

—Entonces debe ser una alucinación. Aunque muy convincente. ¿No ves nada?

—¿Hacia dónde debo mirar?

—Hacia allí. ¿No lo ves, una mancha de color reflejada en el océano, púrpura y oro? Ahora mira un poco más a la izquierda. Allí. Allí.

Valentine forzó la vista y observó atentamente el mar. Al principio no vio nada. Después pensó que podía ser un tronco inmenso sacudido por las olas. Y finalmente uno de los últimos rayos de sol que se filtraban por las nubes iluminó el mar y Valentine lo vio con claridad: un dragón marino, cierto, un dragón sin lugar a duda, un dragón que nadaba lentamente hacia el norte, solo.

Valentine tuvo un escalofrío y se apretó el pecho con los brazos.

Los dragones marinos, por lo que él sabía, siempre iban agrupados, y seguían rutas predecibles en los océanos, siempre en aguas meridionales, de oeste a este a lo largo del sur de Zimroel, por la costa de Gihorna hasta Piliplok, hacia el este antes de llegar a la Isla del Sueño y por la tórrida costa austral de Alhanroel hasta alcanzar la seguridad de las desconocidas aguas del Gran Océano. Sin embargo había un dragón allí, sin compañía, desplazándose hacia el norte. Y mientras Valentine lo contemplaba, la enorme criatura desplegó sus impresionantes alas, batió el mar con ellas de un modo lento y resuelto, slap-slap-slap-slap, como si pretendiera hacer lo imposible: levantarse sobre el mar y salir volando cual ave titánica hacia las zonas polares cubiertas de niebla.

—Qué extraño —murmuró Carabella—. ¿Alguna vez habías visto un dragón comportándose así?

—Nunca. Nunca. —Valentine se estremeció—. Augurios y más augurios, Carabella. ¿De qué pretenden avisarme?

—Vamos. Entremos y bebamos un buen vaso de vino.

—No. Todavía no.

Valentine permaneció en cubierta como si estuviera encadenado, forzando la vista para distinguir la oscura silueta recortada en la oscuridad del mar a la luz menguante del crepúsculo. Las enormes alas fustigaron sin descanso el agua hasta que el dragón las plegó, irguió su largo cuello, echó hacia atrás su cabeza tricorne y emitió un lamento retumbante que resonó igual que la bocina de un barco abriéndose paso en las tinieblas. Después el animal se deslizó por debajo de la superficie y fue totalmente imposible seguir observándolo.

4

Cuando llovía, y en esa época del año siempre llovía en el valle de Prestimion, el olor acerbo a vegetación socarrada se alzaba de los abrasados campos y lo impregnaba todo. Cuando Aximaan Threysz llegó arrastrando los pies al salón municipal de reuniones del centro de la población, con su hija Heynok sosteniéndola atentamente por el codo, la gayrog percibió ese olor incluso allí, a kilómetros de las plantaciones quemadas más próximas.

Imposible eludirlo. Estaba aferrado a la tierra como el agua de una inundación. El tufo acre penetraba por cualquier puerta, por cualquier ventana. Llegaba hasta las bodegas donde estaba almacenado el vino y contaminaba los recipientes cerrados. La carne que comían apestaba. El hedor se pegaba a la ropa y era imposible eliminarlo. Se filtraba por los poros del cuerpo e infectaba la carne. Incluso entraba en el alma, empezaba a creer Aximaan. Cuando le llegara la hora de volver a la Fuente, si le permitían abandonar su interminable vida, ella estaba convencida de que los guardianes del puente la detendrían y la obligarían a retroceder, y le dirían con desprecio: «Aquí no queremos olores de viles cenizas, vieja. Recobra tu cuerpo y vete.»

—¿Quieres sentarte aquí, madre? —inquirió Heynok.

—Me da lo mismo. Cualquier sitio es bueno.

—Estos asientos son buenos. Podrás oír bien desde aquí.

Hubo una ligera conmoción en la hilera: las personas próximas se movieron para dejar sitio a Aximaan Threysz. Todo el mundo la trataba como una vieja chocha. Bien, ella era vieja, desde luego, monstruosamente vieja, una superviviente de los tiempos de Ossier, tan vieja que incluso recordaba los años juveniles de lord Tyeveras, pero su edad no era una novedad. Así pues, ¿por qué de pronto se mostraban todos tan paternales con ella? Aximaan no precisaba tratamiento especial. Aún podía andar, seguía viendo bastante bien, continuaba yendo al campo en la época de la cosecha, recogía las vainas… y recogía… e iba al campo… y… recogía…

Aximaan Threysz, algo vacilante, moviéndose con torpeza, ocupó su asiento. Oyó murmullos de saludo y correspondió de un modo distante, puesto que ya tenía dificultades para identificar nombres y caras. Cuando la gente del valle hablaba con ella en los últimos tiempos, siempre había condolencia en sus voces, como si hubiera muerto alguien en la familia de la anciana. En cierto sentido era cierto. Pero no era la muerte que ella ansiaba, la muerte que se le negaba, su propia muerte.

Quizá ese día no llegara nunca. A ella le parecía estar condenada a vivir para siempre en un mundo de ruina y desesperación, a percibir aquella peste pungente cada vez que respiraba.

Permaneció sentada en silencio, sin mirar a nadie en especial.

—Creo que es muy animoso —dijo Heynok.

—¿Quién?

—Sempeturn. El hombre que hablará esta noche. Intentaron detenerle en Mazadone, alegando que predica la traición. Pero él habló de todas formas y ahora está recorriendo las provincias agrícolas e intenta explicarnos por qué han quedado arruinadas las cosechas. Toda la gente del valle está reunida aquí esta noche. Es un acontecimiento muy importante.

—Un acontecimiento muy importante, sí —dijo Aximaan—. Sí, un acontecimiento muy importante.

Le producía cierto nerviosismo la presencia de tantas personas alrededor de ella. No había ido a la ciudad desde hacía meses. Raramente salía ya de su casa, pasaba casi todos los días sentada en su dormitorio de espaldas a la ventana, sin mirar nunca la plantación. Pero esa noche Heynok había insistido mucho. Un acontecimiento muy importante, repetía su hija.

—¡Mira! ¡Ahí está, madre!

Aximaan Threysz percibió vagamente que un humano se había situado en el estrado, un hombre bajito y sonrosado de cabello negro, espeso y desagradable, igual que la piel de un animal. Es extraño, pensó la anciana, en los últimos meses desprecio cada vez más a los humanos, sus cuerpos blandos y enclenques, su piel sudorosa y pálida, su cabello repugnante, sus ojos acuosos… El orador hizo un gesto con los brazos y empezó a hablar en tono molesto y áspero.

—Habitantes del valle de Prestimion: mi corazón corre hacia vosotros en este momento de dura prueba, en esta hora sombría, en esta penuria inesperada, en esta tragedia, en este dolor…

De modo que éste es el acontecimiento tan importante, pensó Aximaan. Este alboroto, este lamento. Sí, indudablemente importante. Casi al instante perdió el hilo del discurso, aunque éste era obviamente importante, ya que las palabras que salían del estrado y llegaban a ella tenían un sonido importante: «Condena… destino… castigo… pecado… inocencia… vergüenza… engaño…» Mas las palabras, por muy importantes que fueran, pasaron flotando junto a la anciana igual que criaturas aladas transparentes.

Para Aximaan Threysz el último hecho importante ya había ocurrido y no habría otros en su vida. Tras el hallazgo de la roya de la lusavándula, sus campos fueron los primeros en someterse al fuego. El delegado agrícola, Yerewain Noor, profundamente apenado, sin dejar de dar nerviosas excusas, colocó un anuncio en la ciudad a fin de pedir mano de obra, clavó el cartel en la puerta del mismo local municipal donde Aximaan estaba sentada en estos momentos y un Día Estelar por la mañana todos los trabajadores fuertes y sanos del valle de Prestimion se presentaron en la plantación de la anciana para ejecutar su obra incendiaria. Esparcieron el combustible por el contorno de la plantación, formaron con él grandes cruces en el centro de los campos, encendieron las teas…

Luego fueron las tierras de Mikhyain, las de Sobor Smithot, las de Palver, las de Nitikkimal…

Todo destruido, el valle entero, negro y chamuscado, la lusavándula y el arroz… No habría cosecha la próxima temporada. Los silos quedarían vacíos, los platos de las básculas se oxidarían, el sol estival derramaría su calor sobre un universo de cenizas. Era algo muy parecido a un envío del Rey de los Sueños, pensó Aximaan. Te preparas para los dos meses de reposo invernal y llegan a tu mente terribles visiones de la destrucción de todo lo que tanto trabajo te ha costado crear. Y mientras intentas descansar notas en tu alma el peso del espíritu del Rey, el peso que te aprieta, que te aplasta, el peso que te dice, Éste es tu castigo, porque has cometido una fechoría.

—¿Cómo podemos saber —estaba diciendo el orador— que la persona conocida como lord Valentine es realmente la Corona consagrada, bendita por el Divino ¿Cómo podemos estar seguro de esto?

Aximaan Threysz se irguió de pronto, muy interesada por lo que oía.

—Os ruego que consideréis los hechos. Conocimos a la anterior Corona, lord Voriax, y se trataba de un hombre de tez morena, ¿no es cierto? Ocho años nos gobernó, sabiamente, y le dimos nuestro afecto. ¿No es cierto? Y el Divino, por su voluntad infinitamente inescrutable, nos privó de lord Voriax muy pronto y del Monte llegó la noticia de que su hermano Valentine sería la nueva Corona, y también él era un hombre de tez morena. Es un hecho. Estuvo con nosotros durante el gran desfile… oh, no, no aquí, no en esta provincia, pero lo vieron en Piliplok, en Ni-moya, en Narabal, en Til-omon, en Pidruid, y era un hombre de tez morena, con ojos negros y brillantes y barba negra, y sin duda alguna era el hermano y nuestra Corona legítima.

»Pero más tarde nos enteramos de otra cosa. Aparece un hombre de pelo rubio y ojos azules y asegura a los habitantes de Alhanroel: yo soy la Corona auténtica, expulsada de mi cuerpo mediante brujería y el de la tez morena es un impostor. Y los alhanroelianos hicieron el signo del estallido estelar ante él, inclinaron la cabeza y lo aclamaron. Y cuando a nosotros, los zimroelianos, nos dijeron que el hombre que creíamos era la Corona no lo era en realidad, también aceptamos al otro hombre, aceptamos su versión del cambio mágico y durante ocho años él ha sido amo del Castillo y detentado el mando. ¿No es cierto que aceptamos al lord Valentine de pelo rubio en lugar de al lord Valentine de cabello moreno?

—¡Basta, esto es alta traición en toda regla! —gritó Nitikkimal, el plantador, sentado cerca de Aximaan Threysz—. ¡Su propia madre, la Dama, aceptó como verdadero a ese hombre!

El orador miró con ojos furiosos a los presentes.

—Sí, la Dama en persona lo aceptó, igual que el Pontífice y todos los grandes señores y príncipes del Monte del Castillo. No lo niego. ¿Quién soy yo para afirmar que están equivocados? Ellos se arrodillan ante el rey rubio. Lo consideran aceptable. Igual que vosotros. ¿Pero lo considera aceptable el Divino, amigos míos? ¡Os lo ruego, mirad el panorama que os rodea! Hoy he recorrido el valle de Prestimion. ¿Dónde están los cultivos? ¿Por qué los campos no tienen el color verde de la prosperidad? ¡He visto cenizas! ¡He visto muerte! Pensad, la plaga está en vuestras tierras y se extiende sin cesar por la Fractura, en menos tiempo del que tardáis para quemar vuestros campos y librar la tierra de las esporas mortíferas. No habrá próxima cosecha de lusavándula. En Zimroel habrá estómagos vacíos. ¿Quién puede recordar una época como ésta? Aquí hay una mujer cuya vida se ha prolongado durante muchos reinados, llena de la sabiduría que otorgan los años. ¿Ha presenciado ella tiempos como éstos? Hablo de usted, Aximaan Threysz, un nombre respetado en la provincia entera: sus campos fueron quemados, sus cultivos han quedado corrompidos, su vida se ha frustrado cuando estaba a punto de concluir…

—Madre, está hablando de ti —musitó bruscamente Heynok.

Aximaan sacudió la cabeza con aire de incomprensión. Se había perdido entre el torrente de palabras.

—¿Para qué hemos venido? ¿Qué está diciendo ese hombre?

—¿Qué dice usted, Aximaan Threysz? ¿Acaso el Divino ha dejado de bendecir el valle de Prestimion? ¡Usted sabe que sí! ¡Pero no por los pecados de usted, ni por los pecados de ninguno de los presentes! Yo os aseguro que se trata de la ira del Divino que cae imparcialmente sobre el mundo, que se lleva la lusavándula del valle de Prestimion, el milaile de Ni-moya, la estacha de Falkynkip y quién sabe qué cultivo será el siguiente, qué plaga nos tocará sufrir, y todo por culpa de un monarca falso…

—¡Traición! ¡Traición!

—Un monarca falso, lo afirmo, ha ocupado el Monte y gobierna falsamente, un usurpador rubio que…

—Ah, ¿han vuelto a usurpar el trono? —murmuró Aximaan—. Pero si hace cuatro días estábamos escuchando el rumor de que alguien había subido al trono maliciosamente…

—Yo digo: que él nos demuestre que es el elegido del Divino. ¡Que el gran desfile pase por aquí y que él deje que lo veamos y nos demuestre que es la Corona auténtica! Creo que él no hará tal cosa. Creo que él no puede hacer tal cosa. Y creo que, mientras tengamos que sufrir su ocupación del Castillo, la ira del Divino caerá sobre nosotros de formas más terribles todavía hasta que…

—¡Traición!

—¡Dejadle que hable!

Heynok tocó el brazo de Aximaan.

—Madre, ¿te encuentras bien?

—¿Por qué están todos tan enfadados? ¿Por qué chillan?

—Tal vez debería llevarte a casa, madre.

—¡Yo digo, abajo el usurpador!

—¡Y yo digo, llamad a los procuradores y que juzguen a este hombre por alta traición!

Aximaan Threysz miró alrededor, muy confusa. Al parecer todos los presentes se hallaban de pie y chillaban. ¡Qué alboroto! ¡Qué estruendo! Y aquel olor extraño… un olor a cosas húmedas quemadas, ¿de qué era? El hedor le producía picor en las narices. ¿Por qué la gente gritaba tanto?

—¿Madre?

—Mañana hay que plantar la nueva cosecha, ¿no? Deberíamos volver a casa ahora mismo. ¿Me equivoco, Heynok?

—Oh, madre, madre…

—La nueva cosecha…

—Sí —dijo Heynok—. Mañana haremos la siembra. Deberíamos salir inmediatamente.

—¡Abajo todos los usurpadores! ¡Larga vida a la Corona genuina!

—¡Larga vida a la Corona genuina! —exclamó de pronto Aximaan, al tiempo que se levantaba.

Tenía los ojos encendidos, su lengua se agitaba. Se sentía joven otra vez, repleta de vida y vigor. Iría al campo en cuanto amaneciera, sembraría las simientes y las taparía con todo su cariño, y ofrecería las plegarias y…

No. No. No.

La niebla abandonó su cerebro. En ese momento recordó todo. Los campos estaban socarrados. Debían estar en barbecho, había explicado el delegado agrícola, durante tres años, mientras eliminaban las esporas de la roya. De ahí el olor tan extraño: hojas y tallos quemados. Incendios que devoraban los campos día tras día. La lluvia empeoraba el hedor y lo hacía desplazarse por el aire. No habría cosecha ese año, ni el siguiente…

—Necios —dijo.

—¿De quién hablas, madre?

Aximaan Threysz movió una mano describiendo un amplio círculo.

—De todos. Renegar de la Corona. Creer que esto es la venganza del Divino. ¿Piensas que el Divino desea castigarnos tan duramente? Todos moriremos de hambre, Heynok, porque la roya ha matado los cultivos, y no tiene importancia quién es la Corona. No tiene ninguna importancia. Llévame a casa.

—¡Abajo el usurpador! —se oyó de nuevo, y el grito resonó en los oídos de la anciana igual que campanas funerarias mientras ella y su hija abandonaban el local.

5

Elidath observó atentamente a los príncipes y duques congregados en la sala de reuniones.

—Las órdenes están redactadas por Valentine y selladas con el sello de Valentine —dijo—, y son inconfundiblemente genuinas—. Hay que ascender al principado al muchacho en cuanto sea posible.

—¿Y crees que ya es posible? —preguntó con frialdad Divvis.

El primer consejero soportó tranquilamente la mirada colérica de Divvis.

—Sí.

—¿En qué te basas?

—Los instructores del muchacho me aseguran que domina ya la esencia de todas las materias.

—¡Sabe citar en orden correcto los monarcas que hubo desde Stiamot a Malibor! ¿Y eso qué prueba?

—La instrucción no sólo comprende listas de reyes, Divvis, espero que no lo hayas olvidado. Hissune ha recibido la instrucción completa y la ha asimilado. Sínodos y Decretales, Balances, el Código de las Provincias, etcétera, etcétera. Confío en que tú recuerdes todo eso. Ha sido examinado, y ha respondido impecablemente. Tiene mucha inteligencia y es juicioso. Y también ha demostrado valor. Durante el recorrido de la llanura de ghazanos mató al malorn. ¿Lo sabías, Divvis? No tan sólo lo esquivó: lo mató. Es un joven extraordinario.

—Creo que ése es el término correcto —dijo el duque Elzandir de Chorg—. He ido con él de cacería, en los bosques de Guiseldorn. Ese chico actúa con rapidez, y con gracia natural. Tiene el cerebro despierto. Es una persona ingeniosa. Sabe qué lagunas hay en su conocimiento y se esfuerza por llenarlas. Hay que ascenderlo inmediatamente.

—¡Esto es una locura! —exclamó Divvis. Golpeó varias veces la mesa de reuniones con la palma de la mano, violentamente—. ¡Una locura total!

—Calma, calma —intervino Mirigant—. Estos gritos son indecorosos, Divvis.

—¡Ese chico no tiene edad para ser príncipe!

—Y no olvidemos —agregó el duque de Halanx— que se trata de un plebeyo.

—¿Cuántos años tiene, Elidath? —preguntó en voz baja Stasilaine.

El primer consejero se alzó de hombros.

—Veinte. Tal vez veintiuno. Es joven, lo admito. Pero ni mucho menos un niño.

—Tú mismo le has llamado «muchacho» hace un momento —observó el duque de Halanx.

Elidath mostró las palmas de sus manos.

—Una figura retórica, y nada más. Tiene aspecto juvenil, es cierto. Pero simplemente porque es de constitución delgada y no muy alto. Juvenil, tal vez, pero no es un niño.

—Tampoco es un hombre todavía —intervino el príncipe Manganot de Banglecode.

—¿Bajo qué criterio? —preguntó Stasilaine.

—Mira alrededor de ti —dijo el príncipe Manganot—. En esta sala está la definición de hombre. Tú, Stasilaine, cualquiera puede ver tu fuerza. Camina como si fueras un desconocido por las calles de cualquier ciudad, Stee, Normork, Bibiroon, anda por las calles y la gente mostrará deferencia aun sin tener noción alguna de tu categoría y de tu nombre. Elidath. Divvis. Mirigant. Mi real hermano de Dundilmir. Nosotros somos hombres. Él, no.

—Somos príncipes —dijo Stasilaine— y lo somos desde hace muchos años. El tiempo nos confiere cierto porte, por la prolongada conciencia de nuestra posición. Pero ¿éramos así hace veinte años?

—Yo opino que sí —repuso Manganot. Mirigant se echó a reír.

—Recuerdo a alguno de los presentes a la edad de Hissune. Chillones y jactanciosos, sí, y si eso es básico para ser hombre, ciertamente vosotros sois hombres. Pero por lo demás… ah, creo que es un círculo vicioso: el porte principesco procede de la sensación de saberse príncipe y lo lucimos como si fuera una capa. Tan refinados que somos, si nos visten con ropa de campesino y nos dejan en algún puerto de mar de Zimroel, ¿quién nos hará reverencias entonces? ¿Quién nos mostrará deferencia?

—Hissune no es principesco ahora y jamás lo será —afirmó malhumoradamente Divvis—. Es un harapiento nacido en el Laberinto y simplemente eso.

—Sigo opinando que no podemos ascender a nuestro rango a un mozalbete como ese —comentó el príncipe Manganot de Banglecode.

—Aseguran que Prestimion no era muy alto —observó el duque de Chorg—. No obstante creo que su reinado suele considerarse próspero.

El venerable Cantalis, sobrino de Tyeveras, alzó la cabeza de pronto tras una hora de silencio.

—¿Estás comparándolo con Prestimion, Elzandir? —inquirió asombrado—. ¿Qué estamos haciendo exactamente? ¿Creando un príncipe o eligiendo un monarca?

—Cualquier príncipe es un monarca en potencia —dijo Divvis—. No lo olvidemos.

—Y la elección de la próxima Corona ocurrirá seguramente dentro de poco, es indudable —aseguró el duque de Halanx—. Es el colmo del escándalo que Valentine haya dejado vivir tanto al anciano Pontífice, pero tarde o temprano…

—Esto está totalmente fuera de lugar —dijo bruscamente Elidath.

—Opino lo contrario —contestó Manganot—. Si nombramos príncipe a Hissune, nada impedirá que Valentine acabe concediéndole el mismo trono de Confalume.

—Estas especulaciones son absurdas —replicó Mirigant.

—¿Absurdas, Mirigant? ¿Qué absurdos no hemos presenciado ya por parte de Valentine? Tomar como esposa a una malabarista, nombrar ministro a un vroon… Y los demás vagabundos de su abigarrada pandilla le rodean como si fueran una corte dentro de la corte mientras nos empujan al exterior…

—Sé prudente, Manganot —dijo Stasilaine—. En esta sala hay personas que quieren a lord Valentine.

—Aquí no hay nadie que no le quiera —replicó el aludido—. Debes saber, y Mirigant podrá confirmarlo, que a la muerte de Voriax yo fui uno de los que con más ardor defendió la idea de coronar a Valentine. No doy preferencia a nadie en mi cariño hacia él. Pero no hay que quererlo sin criticarlo. Valentine es capaz de hacer tonterías, como todos nosotros. Y yo afirmo que es una tontería traer a un muchacho de veinte años de la callejuelas del Laberinto y convertirlo en príncipe del reino.

—¿Cuántos años tenías, Manganot —preguntó Stasilaine—, cuando te nombraron príncipe? ¿Dieciséis? ¿Dieciocho? ¿Y tú, Divvis? Diecisiete, creo recordar. ¿Y tú, Elidath?

—Nuestro caso es distinto —dijo Divvis—. Nacimos para ser príncipes. Yo soy hijo de un monarca. Manganot procede de la nobleza de Banglecode. Elidath…

—Sigue siendo un hecho —contestó Stasilaine— que nosotros éramos mucho más jóvenes que Hissune cuando accedimos a esta categoría. Igual que Valentine. El problema es de capacidad, no de edad. Y Elidath nos asegura que Hissune está capacitado.

—¿Cuándo hemos tenido un príncipe extraído del populacho? —inquirió el duque de Halanx—. Piénsalo bien, te lo ruego: ¿qué es este nuevo príncipe de Valentine? Un niño de las calles del Laberinto, un pordiosero, tal vez un ratero…

—No tienes pruebas de ello —dijo Stasilaine—. Estás ofreciéndonos meras calumnias, eso opino yo.

—¿No es cierto que Hissune era un mendigo del Laberinto cuando Valentine lo conoció?

—Entonces sólo era un niño —contestó Elzandir—. Y el hecho es que se ofreció como guía y prestó excelentes servicios a cambio del dinero, aunque sólo tenía diez años. Pero todo esto está fuera de lugar. No debemos preocuparnos por su pasado. Es su presente lo que debe preocuparnos, y su futuro. La Corona nos pide que lo nombremos en cuanto a juicio de Elidath sea posible. Elidath nos asegura que el momento ha llegado. Por lo tanto esta discusión carece de sentido.

—No —dijo Divvis—. Valentine no es terminante. Solicita nuestro consentimiento al respecto.

—Ah, ¿y serías capaz de pasar por alto la voluntad de la Corona? —inquirió el duque de Chorg. Divvis hizo una pausa para meditar.

—Si me lo dictara mi conciencia, lo haría, desde luego. Valentine no es infalible. Algunas veces estoy en total desacuerdo con él. Ésta es una de ellas.

—Desde el cambio de su cuerpo —dijo el príncipe Manganot de Banglecode—, he notado otro cambio en su personalidad, una inclinación a lo romántico, lo fantástico, tal vez un rasgo presente en él antes de la usurpación pero que jamás fue perceptible de modo significativo y que ahora se manifiesta en toda una…

—¡Ya basta! —exclamó Elidath, exasperado—. Se nos solicita debatir el nombramiento y lo hemos hecho, y en este mismo momento pongo punto final a la discusión. La Corona propone que el caballero iniciado Hissune, hijo de Elsinome, sea ascendido a príncipe con los privilegios plenos del título. Como primer consejero y regente planteo el nombramiento al consejo junto con mi voto favorable. Si no hay votos en contra, propongo quede registrado en acta que se vota el nombramiento por mayoría.

—Me opongo —dijo Divvis.

—Me opongo —dijo el príncipe Manganot de Banglecode.

—Me opongo —dijo el duque de Halanx.

—¿Algún otro de los presentes —prosiguió Elidath, hablando muy despacio—, desea hacer constar su oposición a la voluntad de la Corona?

—Esas palabras implican una amenaza a la que objeto, Elidath —expuso el príncipe Nimian de Dundilmir, que no había intervenido hasta ese momento.

—Tu objeción queda anotada como corresponde, aunque no hay amenaza alguna en mis palabras. ¿Cuál es tu voto, Nimian?

—En contra.

—Así sea. Cuatro votos en contra, muy por debajo de la mayoría. Stasilaine, ¿quieres rogar al príncipe Hissune que entre en la sala del consejo? —Y tras mirar a todos los presentes, Elidath añadió—: Si alguno de los que han votado en contra desea modificar el voto, que lo haga inmediatamente.

—Mi voto es firme —respondió de inmediato el duque de Halanx.

—Y el mío —dijo el príncipe de Banglecode al mismo tiempo que le imitaba Nimian de Dundilmir.

—¿Y qué dice el hijo de lord Voriax? —preguntó Elidath. Divvis sonrió.

—Modifico mi voto. La decisión está tomada: contad también con mi apoyo.

Al oír estas palabras Manganot casi se levantó de su silla, boquiabierto y asombrado, con el rostro enrojecido. Quiso decir algo pero Divvis se lo impidió alzando una mano y lanzándole una repentina mirada de cólera. Con el ceño fruncido y sin dejar de sacudir la cabeza en gesto de perplejidad, Manganot renunció a protestar. El duque de Halanx musitó unas palabras al príncipe Nimian, que se encogió de hombros y no replicó.

Stasilaine volvió con Hissune detrás de él. El joven iba vestido con una sencilla prenda que tenía un manchón dorado en la hombrera izquierda. Sus mejillas estaban ligeramente sonrojadas, sus ojos tenían un brillo anormal, pero por lo demás se mostraba tranquilo y sosegado.

—Por nombramiento de la Corona lord Valentine y con el voto mayoritario de estos nobles, te promovemos miembro del principado de Majipur, con todos los derechos y privilegios que confiere el título.

Hissune hizo una inclinación de cabeza.

—Estoy tan impresionado que no sé qué decir, caballeros. Apenas puedo expresarles mi gratitud por concederme este honor inimaginable.

Dicho esto alzó la cabeza y su mirada recorrió la sala y se fue deteniendo brevemente en Nimian, Manganot, el duque de Halanx y, durante largos instantes, en Divvis, que respondió con frialdad y con una sonrisa tenue.

6

Aquel dragón marino solitario, que de forma tan extraña batía el agua con las alas durante el crepúsculo, fue el heraldo de otros hechos más extraños. Durante la tercera semana de la travesía de Alaisor a la Isla del Sueño, toda una manada de las inmensas criaturas apareció a estribor de la Lady Thiin.

Pandelume, la timonel, una skandar de pelaje azul oscuro que en tiempos había cazado dragones para ganarse la vida, fue la primera en verlos poco antes del alba, mientras efectuaba medidas desde el puesto de observación. Comunicó la noticia al gran almirante Asenhart y éste conferenció con Autifon Deliamber, que se encargó de despertar a la Corona.

Valentine fue rápidamente a cubierta. El sol se había alzado ya sobre Alhanroel e iluminaba las aguas con largas sombras. La timonel le cedió su catalejo, Valentine se dispuso a mirar y la skandar apuntó el instrumento hacia las siluetas que recorrían el mar a gran distancia.

Valentine trató de ver algo. Al principio poco vio aparte de las suaves prominencias del mar; después desvió ligeramente la mirada hacia el norte y, tras enfocar mejor, los dragones marinos se hicieron visibles: cuerpos oscuros y abultados se movían en tropel en las aguas, muy juntos, y nadaban con extraña resolución. De vez en cuando un cuello alargado se alzaba sobre la superficie, o unas alas inmensas se abrían como un abanico, se agitaban y extendían en pleno mar.

—¡Debe haber más de cien! —exclamó, perplejo.

—Y más, mi señor —dijo Pandelume—. Yo, cuando cazaba dragones, jamás vi una manada tan numerosa. ¿Veis a los reyes? Son cinco, como mínimo. Y otra media docena casi del mismo tamaño. Decenas de hembras y de crías, es imposible contarlas…

—Ya los veo —afirmó Valentine. En el centro del grupo había una pequeña falange de animales de tamaño monstruoso, prácticamente sumergidos, con los bordes de sus espinazos surcando las aguas—. Seis grandes, diría yo. Monstruos… Son mayores que el dragón que nos hizo zozobrar a bordo de la Brangalyn. Y no deberían estar en estas aguas. ¿Qué están haciendo aquí? Asenhart, ¿sabe si alguna vez las manadas de dragones marinos llegan a este lado de la Isla?

—Jamás he oído tal cosa, mi señor —repuso el yort con aspecto sombrío—. Durante treinta años he navegado entre Numinor y Alaisor y jamás he visto un dragón. ¡Ni una sola vez! Y ahora es una manada entera…

—Gracias a la Dama que se alejan de nosotros —dijo Sleet.

—¿Pero qué están haciendo aquí? —preguntó Valentine.

Nadie tenía respuestas que ofrecer. Era ilógico que el desplazamiento de los dragones marinos por las partes habitadas de Majipur sufriera de pronto un cambio tan drástico, teniendo en cuenta que durante milenios las manadas marinas habían seguido rutas muy conocidas con extraordinaria fidelidad. Todas las manadas seguían plácidamente la misma ruta en sus largas migraciones alrededor del mundo, para desgracia de los dragones, ya que los cazadores de Piliplok, que sabían dónde encontrarlos, los atacaban todos los años en la estación conveniente y hacían con ellos una verdadera carnicería, a fin de vender carne, grasa, leche, huesos y otros productos extraídos del dragón marino en los mercados del planeta entero y obtener pingües beneficios. A pesar de todo los animales seguían recorriendo las mismas zonas. Los caprichos del viento, las corrientes y la temperatura les impulsaban a veces a desviarse varios cientos de kilómetros al norte o al sur de sus rutas acostumbradas, seguramente por el movimiento de las criaturas marinas que les servían de alimento. Pero jamás se había visto un desplazamiento como el presente: una manada entera de dragones estaba bordeando la parte oriental de la Isla del Sueño y, al parecer, se dirigía hacia las regiones polares, en lugar de pasar por el sur de la Isla y la costa de Alhanroel para entrar en aguas del Gran Océano.

Tampoco fue ésta la única manada avistada. Cinco días más tarde vieron otra: un grupo no tan numeroso, treinta ejemplares a lo sumo, sin dragones gigantes, que pasó a dos kilómetros de la flota. Inquietantemente cerca, opinó el almirante Asenhart, puesto que las naves que conducían a la Corona y su séquito a la Isla no llevaban armamento de importancia y los dragones eran criaturas de carácter incierto y fuerza formidable, muy dadas a destrozar los navíos desventurados que aparecieran en su camino en el momento más inoportuno.

Quedaban seis semanas de viaje. En mares llenos de dragones, seis semanas representaban muchísimo tiempo.

—Tal vez deberíamos regresar y hacer esta travesía en otra estación —sugirió Tunigorn, que era la primera vez que navegaba y que además, incluso antes de la aparición de los dragones, no consideraba la experiencia muy de su agrado.

También Sleet reflejaba enorme intranquilidad por el viaje. Asenhart estaba preocupado y Carabella pasaba largos ratos escudriñando el mar con aire taciturno, como si esperara que un dragón tratase de salir a la superficie justo por debajo del casco de la Lady Thiin. Pero Valentine, que conocía por experiencia personal la furia de los dragones marinos, y que de hecho no solamente había sido arrojado al mar por uno de ellos sino que además se había visto arrastrado a las entrañas del animal en la aventura más extravagante de sus años de exilio, hizo caso omiso de todo ello. Era esencial proseguir, insistió. Debía conversar con la Dama, debía inspeccionar el continente de Zimroel, azotado por las plagas. Regresar a Alhanroel, en su opinión, era renunciar a todas sus responsabilidades. ¿Y qué razón existía, en cualquier caso, para creer que aquellos dragones descarriados pretendían causar algún mal a la flota? Parecían concentrados en su ruta misteriosa, se movían con rapidez y determinación y no prestaban atención a los barcos cercanos.

Pero apareció un tercer grupo de dragones, una semana más tarde que el segundo. Eran cincuenta aproximadamente, tres gigantes incluidos.

—Se diría que todas las migraciones del año son hacia el norte —comentó Pandelume.

La timonel explicó que existía una decena de colonias de dragones, y todas recorrían el mundo a intervalos muy separados. Nadie sabía con exactitud cuánto tiempo tardaba una manada en completar la circunnavegación, pero ésta podía precisar décadas. Las colonias se dividían en manadas más pequeñas durante el recorrido, si bien todas se desplazaban en la dirección general. Y era evidente que aquellos dragones se habían desviado por la nueva ruta septentrional.

Tras llevarse aparte a Deliamber, Valentine preguntó al vroon si sus percepciones le ayudaban a comprender los movimientos de los dragones marinos. Los numerosos tentáculos del minúsculo ser se enroscaron formando una maraña, un gesto que Valentine interpretaba desde hacía tiempo como síntoma de inquietud.

—Capto su fuerza —fue todo lo que dijo el vroon—, y es ciertamente grande. Ya sabéis que no se trata de animales estúpidos.

—Tengo entendido que un cuerpo de ese tamaño podría contener un cerebro de dimensiones proporcionales.

—Tal es el caso. Me proyecto y percibo su presencia, y capto gran determinación, mucha disciplina. En cuanto a qué curso siguen, mi señor, no os lo sé decir hoy mismo.

Valentine trató de no tomar en serio el peligro.

—Cántame la balada de lord Malibor —dijo a Carabella una noche cuando ambos estaban sentados a la mesa. Ella le miró de un modo extraño, pero Valentine insistió y, finalmente, Carabella sacó su arpa portátil y empezó a tocar la vieja tonada:

Lord Malibor era gallardo y osado,

y amaba el encrespado mar.

Lord Malibor salió del Monte,

un día, pues quería ir a cazar.

Lord Malibor dispuso su barco,

un navío de imponente perfil,

con grandes velas de oro batido

y elevados mástiles de marfil.

Y Valentine recordó los versos y acompañó a Carabella

Lord Malibor al timón se puso

y al inquieto oleaje se enfrentó,

y en busca del dragón feroz y bravo

con viento abierto navegó

Lord Malibor pronunció un reto

con voz de sonidos atronadores.

«¡Quiero conocer, quiero combatir»,

gritó,«al dragón rey de los mares!»

Tunigorn cambió nerviosamente de postura y estuvo a punto de derramar el vino de su vaso.

—Esta canción, mi señor, creo que es poco afortunada —murmuró.

—No tengas miedo —dijo Valentine—. ¡Ven, siéntate con nosotros!

«¡Te oigo mi señor!», bramó el dragón,

y surcando el mar se acercó al bajel.

Veinte kilómetros de largo,

cinco de ancho y tres de alto, así era él.

Lord Malibor se situó en cubierta,

luchó con denuedo y valentía.

Terribles golpes se intercambiaron

y mucha sangre brotó aquel día.

La timonel, Pandelume, entró en el comedor en ese momento y se acercó a la mesa de la Corona. Se detuvo con algún desconcierto en su velludo semblante al oír la canción. Valentine le indicó que cantara también, pero la expresión de la skandar se hizo más sombría y Pandelume permaneció aparte, con aire de preocupación.

Pérfido y astuto es un dragón rey,

raramente cae derrotado.

Pese a toda su fuerza,

Malibor acabó por la bestia devorado.

¡Que los intrépidos dragoneros

a esta triste historia presten atención!

Aunque tengáis gran suerte y destreza,

podéis ser comida de dragón.

—¿Qué ocurre, Pandelume? —preguntó Valentine, en cuanto se apagó el sonido de los estridentes versos.

—Se aproximan dragones por el sur, mi señor.

—¿Muchos?

—Muchísimos, mi señor.

—¿Lo veis? —estalló Tunigorn—. ¡Los hemos llamado con esta canción estúpida!

—En ese caso les alegraremos el camino —dijo Valentine— cantando otra vez la canción. Y empezó de nuevo:

Lord Malibor era gallardo y osado,

y amaba el encrespado mar…

La nueva manada constaba de cientos de dragones, formaba un conjunto inmenso, era un enjambre inimaginable con nueve grandes reyes en el centro. Valentine, que conservaba su aspecto calmado, experimentó una fuerte sensación de amenaza y peligro, una impresión tan viva que casi era tangible y emanaba de los animales. Pero los dragones marinos siguieron su camino, ninguno se acercó a menos de tres millas de la flota, y la manada no tardó en desaparecer por el norte: todos sus miembros nadaban con una resolución extrañísima.

En plena noche, cuando Valentine yacía dormido con la mente abierta como siempre a la llegada del consejo que sólo los sueños pueden proporcionar, una visión rara se adueñó de su alma. En el centro de una amplia pradera tachonada de rocas angulosas y extrañas plantas sin hojas, de ramas rígidas y llenas de marcas, un gentío inmenso avanza con paso ligero, como flotando, hacia un mar distante. Valentine está entre la muchedumbre, vestido como todos con una túnica suelta de tejido blanco y diáfano que, pese a no soplar brisa alguna, se agita igual que si tuviera vida. Ningún rostro de los que le rodean es familiar y sin embargo Valentine no piensa hallarse entre desconocidos: sabe que está muy unido a esa gente, que han sido sus compañeros de peregrinación durante cierto viaje que ha durado muchos meses, tal vez años. Y la caminata ha llegado a su fin.

Allí está el mar, multicolor, chispeante, con la superficie variable como si la enturbiaran los movimientos de unas criaturas titánicas de su fondo, o quizá como respuesta al tirón de la luna ambarina e hinchada que reposa pesadamente en el cielo. En la costa, olas potentes se alzan igual que brillantes garras cristalinas y caen con tremendo silencio, fustigan las brillantes playas pero no tienen peso, más que olas parecen espíritus de olas. Y más lejos, detrás de la turbulencia, una silueta pesada y oscura asoma en el agua.

Es un dragón marino, el animal llamado dragón de lord Kinniken, que según se dice es el mayor de su raza, es el rey de los dragones jamás tocado por los arpones de los dragoneros. De su inmenso lomo, encorvado y con salientes óseos, brota un brillo irresistible, un misterioso fulgor de amatista que inunda el cielo y tiñe de violeta oscuro las aguas. Y se oye tañido de campanas, fuertes y profundo, un repiqueteo constante y solemne, un retumbo oscuro que amenaza con partir en dos el núcleo del planeta.

El dragón nada inexorablemente hacia la costa y su boca descomunal se abre como la entrada de una caverna.

—Mi hora ha llegado por fin —dice el rey de los dragones—, y vosotros me pertenecéis.

Los peregrinos, atrapados, atraídos, hipnotizados por la espléndida luz vibrante que fluye del dragón, caminan como si flotaran hacia el borde del mar, hacia la boca abierta.

—Sí. Sí. Venid a mí ¡Yo soy el rey acuático Maazmoorn y vosotros me pertenecéis!

El dragón rey ha llegado a la orilla y las olas se separan para dejarle paso, y él avanza cómodamente hacia la playa. El estrépito de las campanas aumenta más todavía: ese sonido terrible se adueña de la atmósfera y la comprime, de tal modo que los tañidos van enrareciendo el aire cada vez más, lo inmovilizan, lo calientan. El dragón rey ha desplegado el par de aletas colosales, similares a alas, que brotan de gruesas bases carnosas detrás de su cabeza, y las alas le impulsan hacia la húmeda arena. Mientras comprime su pesada forma para tocar tierra, los primeros peregrinos llegan al lugar y, sin vacilación, entran flotando en las titánicas fauces y desaparecen. Y tras éstos llegan otros, un interminable desfile de sacrificios voluntarios, personas que corren al encuentro del dragón rey mientras éste corre tierra adentro para engullirlos.

Y los peregrinos entran en la inmensa boca, quedan rodeados por ella, y Valentine está allí, y baja hacia la entrada del estómago del dragón. Penetra en una sala abovedada de tamaño infinito y descubre que el lugar está ocupado por la legión de los devorados, millones, miles de millones de criaturas: humanos, skandars, vroones, yorts, liis, susúheris y gayrogs, todas las razas de Majipur están atrapadas sin distinción en las entrañas del dragón rey.

Y a pesar de ello Maazmoorn sigue avanzando, se adentra en tierra firme y continúa alimentándose. Devora al mundo, engulle, engulle y prosigue engullendo con más voracidad, traga ciudades y montañas, continentes y mares, se lleva la totalidad de Majipur, hasta que al final no queda nada y se enrosca en el planeta igual que una serpiente que acaba de ingerir una criatura globular de enorme tamaño.

Las campanas tocan un himno triunfal:

—¡Por fin ha empezado mi reinado!

Después del sueño Valentine no despertó por completo, permaneció flotando en la semiconsciencia, el lugar de la receptividad sensible y así continuó, tranquilo, mudo, mientras revivía el sueño, entraba por segunda vez en la boca que lo devoraba todo, analizaba y trataba de interpretar.

Más tarde le iluminó la primera luz del día y Valentine despertó. Carabella se hallaba en la cama junto a él, despierta, observándole. Él le puso una mano en el hombro y dejó que su mano se deslizara cariñosa, juguetonamente, hacia el pecho de su compañera.

—¿Un envío? —preguntó Carabella.

—No, no he percibido la presencia de la Dama, ni la del Rey. —Sonrió—. Siempre sabes cuándo estoy soñando, ¿no es cierto?

—Noté que te llegaba el sueño. Tus ojos se movían bajo los párpados, te temblaba el labio, tu nariz se agitaba como la de un animal que va de caza.

—¿Te he parecido preocupado?

—No, en absoluto. Creo que arrugaste la frente al principio, pero después sonreíste mientras soñabas y quedaste enormemente tranquilo, como si fueras hacia un destino predeterminado y lo aceptaras plenamente. Valentine se echó a reír.

—¡Ah, en ese caso un dragón marino volverá a devorarme!

—¿Eso has soñado

—Más o menos. Pero no sucedía así, en realidad. El dragón de Kinniken se acerca a la costa y yo entro en su garganta. Como todos los habitantes del planeta, creo. Y luego el dragón engulle también el planeta.

—¿Puedes interpretar tu sueño? —preguntó Carabella.

—Sólo algunas partes, fragmentos —dijo él—. La totalidad está fuera de mi alcance.

Era demasiado sencillo, no había duda, decir que el sueño era tan sólo la rememoración de un hecho de su pasado, como si tras poner en funcionamiento un cubo mágico hubiera visto la repetición de aquel extraño suceso de sus años de exilio, cuando un dragón marino le engulló después de zozobrar cerca del archipiélago Rodamaunt y Lisamon Hultin, atrapada también por la misma gorgotada, abrió una brecha en las paredes de grasa del monstruo y ambos quedaron libres. Incluso un niño tenía inteligencia suficiente para considerar un sueño en su sentido más literal, más autobiográfico.

Pero tampoco aparecía nada en los niveles más profundos, aparte de una interpretación que, siendo tan obvia, era trivial: los movimientos de dragones observados últimamente eran otro aviso de que el mundo estaba en peligro, que una fuerza muy potente amenazaba la estabilidad de la sociedad. Pero, ¿por qué dragones marinos? ¿Qué metáfora bullía en su mente? ¿Qué había transformado a los descomunales animales marinos en la amenaza de devorar el planeta?

—Tal vez estés pensando demasiado —dijo Carabella—. Olvídalo, y el significado surgirá cuando tu cerebro esté concentrado en otras cosas. ¿Qué me dices? ¿Vamos a cubierta?


No vieron más manadas de dragones durante los días siguientes, tan sólo algunos ejemplares rezagados, y finalmente ningún animal, y los sueños de Valentine no volvieron a verse invadidos por imágenes amenazantes. El mar estaba en calma, el cielo brillaba y el viento del este era muy persistente. Valentine pasaba gran parte del día en cubierta, contemplando el mar. Y por fin llegó el día anhelado: del vacío surgieron de pronto, como un reluciente escudo blanco en el oscuro horizonte, los deslumbrantes riscos gredosos de la Isla del Sueño, el lugar más sagrado y pacífico de Majipur, el santuario de la misericordiosa Dama.

7

La hacienda estaba prácticamente desierta. Todos los jornaleros de Etowan Elacca se habían marchado, como casi todo el personal doméstico. Nadie se molestó en despedirse formalmente, ni siquiera para cobrar los jornales que Etowan les debía: se marcharon a escondidas, como si temieran quedarse una hora más en la zona plagada y que el dueño encontrara la forma de obligarlos a quedarse si averiguaba que deseaban irse.

Simoost, el capataz gayrog, mantenía su lealtad, igual que Xhama, su esposa, la cocinera de Etowan. Quedaban dos o tres criados, y un par de jardineros. A Etowan Elacca no le importaba demasiado que los demás hubieran huido. De hecho, no había trabajo para tantas personas, y tampoco podía pagarles lo correcto, sin cosechas que llevar al mercado. Y tarde o temprano la alimentación habría sido un problema, si eran ciertos los rumores sobre la creciente escasez de alimentos en toda la provincia. No obstante, Etowan juzgó la huida de los otros como una repulsa. Él era su amo, el responsable de su bienestar, deseaba alimentarlos mientras duraran sus recursos. ¿Por qué se habían ido tan ansiosamente? ¿Qué esperanza tenían esas personas, jardineros y trabajadores del campo, de encontrar empleo en el centro ganadero de Falkynkip, lugar al que suponía habían acudido? Y era extraño ver el lugar tan silencioso, cuando antes toda la jornada era de bulliciosa actividad Etowan se sentía a menudo igual que un rey cuyos súbditos renuncian a su nacionalidad y marchan a otras tierras, dejándole vagar por un palacio vacío e impartiendo órdenes al indiferente aire.

En cualquier caso, Etowan se esforzó en vivir como siempre. Ciertos hábitos permanecen inalterados incluso después de la calamidad más horrenda.

En los días siguientes a la lluvia púrpura, Etowan Elacca se levantó todos los días bastante antes del alba, y al anochecer fue al jardín para hacer el recorrido de inspección. Siempre iba por el mismo camino: de los alabandinos a los tanigales, luego giraba a la izquierda, hacia el rincón sombrío donde se apiñaban los caramangos, y salía a las profusas cascadas de los thagimoles, de cuyos troncos cortos y rechonchos brotaban graciosas ramas siempre repletas de flores verdiazuladas, muy fragantes, que ascendían formando un arco de hasta dos metros o más de altura. Luego saludaba a las plantas boca, hacía una reverencia a los fulgurantes árboles globo, se detenía a escuchar el canto de los helechos cantores y, por fin, se acercaba a los brillantes mangahones amarillos que separaban el jardín y la granja, y su mirada ascendía la suave pendiente que llevaba a los cultivos de estacha, gleino, hingamorte y nika.

En la granja no quedaba nada de eso, y en el jardín había pocas cosas, pero Etowan Elacca seguía haciendo sus recorridos matutinos a pesar de todo y se detenía ante todas las plantas, muertas y ennegrecidas, como si aún medraran, crecieran y estuvieran a punto de florecer. Sabía que era absurdo y patético hacer tal cosa, que si alguien le veía seguramente comentaría, «Ah, conozco a un pobre viejo que se ha vuelto loco de pena». Que lo digan, pensaba Etowan. Nunca le habían preocupado demasiado los comentarios que la gente hacía sobre él y en estos momentos le preocupaban menos todavía. Quizás había enloquecido, aunque él no lo creía. Su intención era continuar con sus paseos matutinos a pesar de todo: ¿qué otra cosa podía hacer?

Durante las primeras semanas después de la lluvia letal los jardineros manifestaron su deseo de eliminar todas las plantas muertas, pero Etowan les ordenó que dejaran todo como estaba, ya que confiaba en que muchas plantas estuvieran simplemente dañadas, no muertas, y siguieran creciendo al cabo de cierto tiempo, cuando se libraran de los efectos de la substancia venenosa que contenía la lluvia púrpura. Después Etowan vio claramente que casi todas las plantas habían perecido, que la vida no volvería a brotar de las raíces. Pero por entonces empezaron las desapariciones de jardineros y a los pocos días sólo quedaba un puñado de ellos, apenas suficientes para ocuparse del mantenimiento de los sectores supervivientes del jardín e insuficientes para arrancar y llevar lejos de allí las plantas muertas. Al principio pensó que él mismo se ocuparía de esa melancólica tarea, poco a poco, cuando el tiempo se lo permitiera. Pero la magnitud del proyecto era tan abrumadora que al cabo de unos días Etowan Elacca decidió dejar todo tal como estaba; el arruinado jardín sería algo así como un monumento funerario a la belleza anterior del lugar.

Una mañana, al alba, mientras recorría lentamente el jardín bastantes meses después de la lluvia púrpura, Etowan vio un objeto extraño que sobresalía del suelo en el cuadro de pinninas: el lustroso diente de un animal bastante voluminoso. Tenía entre quince y veinte centímetros de longitud y estaba afilado como una daga. Etowan lo extrajo de la tierra, lo contempló desconcertado y se lo echó al bolsillo. Más tarde, entre las muornas, encontró otros dos dientes, del mismo tamaño, hundidos en el suelo y separados tres metros. Dirigió la mirada cuesta arriba, hacia los campos repletos de estachas muertas y vio otros tres, más separados. Más allá localizó un par más, y luego otro solitario, de tal modo que el conjunto de dientes formaba la figura de un diamante que abarcaba una parte importante de terreno.

Etowan regresó rápidamente a la casa, en la que Xhama estaba preparando el desayuno.

—¿Dónde está Simoost? —preguntó.

—Está en el huerto de nikos, señor —replicó la gayrog sin alzar la cabeza.

—Los nikos murieron hace tiempo, Xhama.

—Sí, señor. Pero él está allí. Ha pasado toda la noche allí, señor.

—Ve a buscarlo. Dile que quiero hablar con él.

—No vendrá, señor. Y si me voy, se quemará la comida.

Etowan Elacca, asombrado por la negativa de la cocinera, no supo qué decir al principio. Luego al pensar que en esa época de cambio podía estar a punto de acontecer una novedad más sorprendente todavía, hizo un saludo cortés, dio media vuelta sin decir palabra y salió.

Subió con la máxima rapidez posible el empinado terreno, cruzó los deprimentes campos de estacha, un mar de brotes arrugados y amarillentos, pasó junto a los gleinos rígidos y sin hojas y a los tocones resecos y descoloridos que eran los restos de los hingamortes y, a su debido tiempo, entró en el huerto de los nikos. Los árboles muertos eran tan livianos que el viento fuerte los desarraigaba con facilidad y casi todos habían sido derribados; los que se mantenían en pie estaban inclinados precariamente, como si un gigante juguetón les hubiera dado un manotazo. Al principio Etowan no vio a Simoost. Luego divisó al mayoral: caminaba de un modo peculiar, a la ventura, por el borde más alejado de la arboleda, pasaba entre los inclinados árboles, se detenía de vez en cuando para enderezar alguno. ¿Había pasado así la noche? Puesto que los gayrogs hacían todo el reposo de un año en una breve temporada de hibernación, Etowan no sentía sorpresa alguna por el hecho de que Simoost hubiera estado trabajando durante la noche, pero aquel comportamiento descuidado no era un rasgo característico de su mayoral.

—¿Simoost?

—Ah, señor. Buenos días, señor.

—Xhama me ha dicho que estabas aquí. ¿Te encuentras bien, Simoost?

—Sí, señor. Estoy perfectamente, señor.

—¿Estás seguro?

—Perfectamente, señor. Me encuentro francamente bien. —Pero el tono del mayoral carecía de convicción.

—Si haces el favor de bajar… Tengo que enseñarte algo.

El gayrog pareció considerar atentamente la petición. Después descendió muy despacio hasta llegar a la altura donde aguardaba Etowan Elacca. Los rizos serpentinos de su cabello, que nunca estaban quietos por completo, se encogían nerviosamente, a sacudidas, y de su fuerte cuerpo escamoso brotaba un olor cuyo significado era evidente para Etowan, familiarizado desde hacía tiempo con los diversos olores de los gayrogs: enorme inquietud y recelo. Simoost trabajaba para él desde hacía veinte años y Etowan jamás había detectado ese olor en su mayoral.

—¿Señor? —inquirió Simoost.

—¿Qué te preocupa, Simoost?

—Nada, señor. Estoy perfectamente, señor. ¿Deseaba enseñarme algo?

—Esto —dijo Etowan tras sacar de su bolsillo el diente largo y ahusado descubierto en el cuadro de pinninas. Lo mantuvo en alto y agregó—: Me he topado con esto mientras hacía el recorrido del jardín hace media hora. Me pregunto si tienes la menor idea de qué es.

Los ojos verdes y sin párpados del gayrog se agitaron en un gesto de nerviosismo.

—El diente de una cría de dragón marino, señor. Eso creo.

—¿Un diente de dragón?

—Estoy totalmente seguro, señor. ¿Había otros?

—Bastantes. Otros ocho, creo.

Simoost trazó en el aire la figura de un diamante.

—¿Dispuestos en esta forma?

—Sí —replicó Etowan, intrigado—. ¿Cómo lo sabes?

—Es la figura usual. ¡Ah, hay peligro, señor, mucho peligro!

—Quieres ser misterioso, ¿no es cierto? —dijo Etowan, exasperado—. ¿De qué figura usual me hablas? ¿Qué peligro? ¡Por la Dama, Simoost, cuéntame con palabras sencillas todo lo que sepas al respecto!

El olor del gayrog cobró más acritud: indicaba enorme consternación, miedo, perplejidad. Simoost pareció esforzarse en encontrar palabras adecuadas.

—Señor —dijo por fin—, ¿sabe adónde han ido todos los que anteriormente trabajaban para usted?

—A Falkynkip, supongo, a buscar trabajo en los ranchos. ¿Pero qué tiene que ver eso con…?

—No, no han ido a Falkynkip, señor. Más al oeste. Han ido a Pidruid. A esperar la llegada de los dragones.

—¿Qué?

—Es lo que explica la revelación, señor.

—¡Simoost!

—¿No sabe nada de la revelación?

Etowan Elacca experimentó una oleada de cólera que raramente había sentido en su vida tranquila y satisfactoria.

—No sé nada de la revelación, nada —replicó con furia apenas controlada.

—Yo se lo explicaré, señor. Se lo explicaré todo.

El gayrog guardó silencio un momento, como si ordenara precisamente sus pensamientos. Finalmente llenó de aire sus pulmones.

—Existe una vieja creencia, señor, según la cual en determinado momento habrá grandes problemas en el mundo y Majipur entero quedará sumido en la confusión. Y se dice que entonces los dragones marinos saldrán del mar, vendrán a tierra firme y proclamarán un nuevo reino, y obrarán una transformación inmensa en nuestro mundo. Y ese momento será conocido como la época de la revelación.

—¿Quién ha inventado esta fantasía?

—Sí, fantasía es una buena palabra, señor. O fábula o, si le gusta más, cuento de hadas. No es científico. Damos por sentado que los dragones marinos son incapaces de salir del agua. Pero la creencia está muy difundida entre ciertas personas que obtienen gran consuelo con ella.

—¿Qué personas son ésas?

—Los pobres, sobre todo. Principalmente los liis, pero otras razas también están de acuerdo, señor. He oído decir que esta creencia prevalece entre algunos yorts y ciertos skandars. En general no es conocida por los humanos, en especial por la gente bien nacida como usted, señor. Pero le aseguro que en la actualidad mucha gente afirma que ha llegado la época de la revelación, que las plagas de los campos y la escasez de alimentos constituyen la primera señal, que pronto quedarán eliminados el Pontífice y la Corona y empezará el reinado de los reyes acuáticos. Y los que creen en esto, señor, están dirigiéndose ahora a las ciudades costeras, Pidruid, Narabal y Til-omon, para contemplar la llegada a la playa de los reyes acuáticos y ser los primeros en adorarlos. Sé que ello es cierto, señor. Está sucediendo en toda la provincia y tengo entendido que en todos los lugares del mundo. Millones de personas han iniciado la marcha hacia el mar.

—Sorprendente —dijo Etowan—. ¡Qué ignorante soy, estoy en mi insignificante mundo dentro del mundo! —Pasó un dedo de arriba abajo del diente de dragón hasta llegar a la afilada punta y la apretó con fuerza, tanto que notó dolor—. ¿Y estos dientes? ¿Qué significan?

—Tengo entendido, señor, que los colocan en diversos lugares, como señales de la revelación y como indicadores que establecen la ruta hacia la costa. Varios exploradores van por delante de la gran multitud de peregrinos que se dirige al este y colocan los dientes, y poco después los demás van siguiendo el mismo camino.

—¿Cómo saben dónde están puestos los dientes?

—Lo saben, señor. No sé cómo lo saben. Es posible que el conocimiento les llegue en sueños. Tal vez los reyes acuáticos hacen envíos, como los de la Dama y el Rey de los Sueños.

—De modo que pronto nos invadirá una horda de vagabundos…

—Eso creo, señor.

Etowan Elacca dio unas palmaditas al diente que tenía en la otra mano.

—Simoost, ¿por qué has pasado la noche entre los nikos?

—Intenté darme valor para explicarle estas cosas, señor.

—¿Por qué te hacía falta valor?

—Porque pienso que debemos huir, señor, y sé que usted no querrá hacerlo y yo no deseo abandonarle, pero tampoco deseo morir. Y creo que moriremos si nos quedamos aquí.

—¿Ya habías visto los dientes del jardín?

—Vi como los colocaban, señor. Hablé con los exploradores.

—Ah. ¿Cuándo?

—A medianoche, señor. Eran tres, dos liis y un yort. Dijeron que cuatrocientas mil personas del territorio de la Fractura oriental vienen hacia aquí.

—¿Cuatrocientas mil personas recorrerán mis tierras?

—Eso creo, señor.

—No quedará nada después de su paso, ¿me equivoco? Pasarán como una plaga de langosta. Se llevarán todos los alimentos que tengamos e imagino que saquearán la casa y matarán a cualquiera que se ponga en su camino, eso me parece. No por malicia, sino simplemente a causa de la histeria general. ¿Lo ves así también, Simoost?

—Sí, señor.

—¿Y cuándo llegarán aquí?

—Dentro de dos días, tal vez tres, eso me dijeron.

—En ese caso tú y Xhama deberías iros esta mañana, ¿no crees? Todo el personal debe irse inmediatamente. Falkynkip, diría yo. Debéis llegar a Falkynkip antes de que la muchedumbre se presente, allí estaréis a salvo.

—¿No se marchará usted, señor?

—No.

—Señor, se lo ruego…

—No, Simoost.

—¡Seguramente morirá!

—Ya he muerto, Simoost. ¿Por qué huir a Falkynkip? ¿Qué haré allí? Ya he muerto, Simoost, ¿no lo ves? Soy un fantasma.

—Señor… señor…

—No perdamos más tiempo —dijo Etowan—. Tú y tu mujer debisteis iros a medianoche, en cuanto viste cómo ponían los dientes. Vete, vete. Ahora mismo.

Dio media vuelta y bajó por la pendiente, y al volver a pasar por el jardín dejó el diente de dragón donde lo había encontrado, en el cuadro de pinninas.

A media mañana el gayrog y su esposa fueron y le imploraron que les acompañara. Estuvieron tan cerca de prorrumpir en lágrimas como puede estarlo un gayrog, ya que los ojos de los miembros de esta raza no tienen conductos lacrimales. Pero Etowan se mantuvo firme y, finalmente, los dos se marcharon sin él. Luego llamó a los demás que le habían permanecido fieles y los despidió, no sin antes entregarles todo el dinero que tenía a mano y gran parte de las reservas de la despensa.

Esa noche hizo él mismo la cena por primera vez en su vida. Juzgó notable su habilidad, teniendo en cuenta que era un novato. Descorchó la última botella de vino de palmera flamígera y bebió más de lo que habría bebido normalmente. Lo que estaba ocurriendo en el mundo le parecía muy extraño, y era muy difícil aceptarlo, pero el vino hizo más fácil las cosas. ¡Cuántos milenios de paz habían tenido! ¡Qué mundo tan placentero, cuán sencilla la vida! Pontífice y Corona, Pontífice y Corona, una sucesión serena del Monte del Castillo al Laberinto que gobernaba siempre con el consentimiento de la mayoría y en provecho de todos. Naturalmente algunos obtenían más provecho que otros, pero nadie pasaba hambre, nadie vivía en la miseria. Y todo había terminado. Cae del cielo una lluvia venenosa, los huertos se agostan, los cultivos quedan destrozados, empieza el hambre, surgen nuevas religiones, multitudes enloquecidas y voraces corren en tropel hacia el mar. ¿Lo sabe la Corona? ¿Y la Dama de la Isla? ¿Y el Rey de los Sueños? ¿Qué se está haciendo para reparar el mal? ¿Qué puede hacerse? ¿Servirán los apacibles sueños de la Dama para llenar estómagos vacíos? ¿Contendrán al gentío los amenazadores sueños del Rey? ¿Saldrá del Laberinto el Pontífice, si en realidad existe uno, para hacer soberbias proclamas? ¿Viajará la Corona de provincia en provincia, instando a la paciencia? No. No. No. No. Todo ha terminado, pensó Etowan Elacca. Qué pena que el desastre no hubiera esperado otros veinte años, quizá treinta, de forma que él hubiera muerto tranquilamente en su jardín, con éste todavía floreciente.

Estuvo en vela la noche entera, y todo permaneció en silencio.

Por la mañana creyó escuchar el primer fragor de la horda que se aproximaba por el este. Recorrió la casa y abrió todas las puertas que estaban cerradas para que los peregrinos causaran el menor daño posible al edificio cuando lo saquearan en busca de comida y vino. Era una casa maravillosa y él la adoraba y esperaba que no sufriera mal alguno.

Luego salió al jardín, anduvo entre las plantas arrugadas y ennegrecidas. Muchas, por lo que vio, habían sobrevivido a la lluvia mortífera, bastantes más de las que él creía, ya que durante aquellos meses sólo había tenido ojos para la destrucción. Pero ciertamente las plantas boca seguían floreciendo, igual que las flores nocturnas y parte de las androdragmas, los duikos, los sihornishs e incluso los frágiles árboles globo. Caminó entre las plantas durante varias horas. Pensó en entregarse a una de las plantas carnívoras, pero su muerte habría sido desagradable, meditó, una muerte lenta, sangrienta y poco elegante, y Etowan Elacca deseaba que dijeran de él, aunque no hubiera nadie para decirlo, que había sido una persona elegante hasta el fin. En consecuencia se acercó a las vides sihornish, adornadas con frutos inmaduros, todavía de color amarillo. El sihornish maduro era uno de los bocados más exquisitos, pero el fruto de color amarillo rebosaba de alcaloides mortíferos. Durante largo rato Etowan permaneció junto a las vides, sin temor alguno, simplemente porque no estaba preparado aún. Más tarde se oyeron voces, en esta ocasión voces reales, voces broncas de gente de la ciudad, muchas voces, llevadas por el fragante viento del este. Etowan estaba preparado. Sabía que era más caballeroso aguardar la llegada de los peregrinos, darles la bienvenida a sus tierras y ofrecerles los mejores vinos y la mejor comida posible. Pero falto de personal no podía ofrecer excesiva hospitalidad, al fin y al cabo. Y además, la gente de la ciudad jamás le había gustado, en particular si se trataba de huéspedes inesperados. Miró por última vez los duikos, los árboles globo y el solitario alabandino enfermo que curiosamente había sobrevivido, encomendó su alma a la Dama y notó que estaba al borde del llanto. No le pareció correcto echarse a llorar. Y por ello Etowan Elacca se llevó el sihornish amarillo a los labios y mordió con fuerza la pulpa sólida e inmadura.

8

Aunque su intención tan sólo había sido cerrar los ojos un momento para descansar antes de preparar la cena, un sueño profundo e intenso se adueñó con rapidez de Elsinome y la arrastró a un nebuloso territorio de sombras amarillentas y colinas rosadas que parecían de goma. Y aunque difícilmente podía esperar la llegada de un envío durante una siestecilla ocasional, la mujer notó una suave presión en las puertas de su alma mientras se sumía en el sueño, y comprendió que se trataba de la presencia de la Dama.

En los últimos tiempos Elsinome siempre estaba cansada. Nunca había trabajado tanto como desde que llegaron al Laberinto las noticias de la crisis en Zimroel occidental. La cafetería estaba llena todos los días, repleta de tensos funcionarios del Pontificado que intercambiaban informaciones recientes mientras tomaban un buen vaso de vino de Muldemar o una copa de la variedad dorada dulornesa: cuando estaban preocupados querían simplemente lo mejor. Y en consecuencia Elsinome tenía que ir constantemente de un lado a otro, hacer milagros con sus existencias, pedir nuevos suministros a los mercaderes… Al principio la situación fue excitante, en cierto sentido: la mujer pensó estar participando en ese momento crítico de la historia. Pero después acabó pensando que la situación era simplemente agotadora.

Su último pensamiento antes de caer dormida fue para Hissune: el príncipe Hissune, y considerar así a su hijo seguía siendo difícil. Nada había sabido de él durante meses, nada desde la llegada de aquella carta sorprendente, igual que un sueño, notificándole que el muchacho iba a entrar en los círculos más ilustres del Castillo. Después de eso Hissune le fue pareciendo cada vez más irreal, distinto por completo del muchachito listo de ojos penetrantes que en tiempos la había alegrado, consolado y sustentado. Hissune era un extraño ataviado con prendas elegantes que pasaba los días en los debates de los grandes, pronunciando increíbles disertaciones sobre el destino del mundo. Vio una imagen de su hijo ante una mesa inmensa pulida igual que un espejo, sentado entre hombres de más edad cuyos rasgos aparecían mal delineados pero que irradiaban enorme presencia y autoridad, y todos miraban a Hissune, que estaba hablando. Después la escena desapareció y Elsinome vio nubes amarillas y colinas rosadas, y la Dama entró en su mente.

Fue un envío brevísimo. Elsinome se hallaba en la Isla (lo supo por los riscos blancos y las terrazas que ascendían de modo escarpado, aunque ella jamás había estado allí, de hecho nunca había salido del Laberinto) y flotando ensoñadoramente cruzaba un jardín al principio inmaculado y airoso que de forma imperceptible se convertía en un lugar oscuro lleno de cizaña. La Dama se encontraba junto a ella, una mujer morena vestida de blanco y con aspecto triste y fatigado, muy distinta a la persona fuerte, cordial y cariñosa que Elsinome había conocido en envíos anteriores: la Dama iba encorvada, tenía los ojos bajados, casi tapados, y sus movimientos eran inseguros.

—Dame tu fuerza —murmuró la Dama.

Esto es absurdo, pensó Elsinome. La Dama nos visita para ofrecernos fuerza, no para recibirla. Pero la Elsinome del sueño no vaciló. Era vigorosa y alta, una aureola de luz fluctuaba en su cabeza y sobre los hombros. Atrajo a la Dama hacia ella, le puso la cabeza en su pecho y la abrazó con fuerza, y la Dama suspiró y parte del dolor pareció abandonarla. Después las dos mujeres se separaron y la Dama, fulgurante como la propia Elsinome, se llevó los dedos a los labios, le echó un beso y se esfumó.

Eso fue todo. Elsinome despertó con asombrosa brusquedad y vio las paredes tan familiares como deprimentes de su vivienda del Atrio de Guadeloom. El resplandor característico de los envíos era innegable, pero los de otros años le habían dejado siempre con una viva sensación de tener nuevas metas, orientaciones alteradas, y éste sólo le había producido desconcierto. Imposible comprender el propósito de un envío como ése, aunque quizá el significado se hiciera aparente, pensó Elsinome, al cabo de uno o dos días.

Oyó ruido en la habitación de sus hijas.

—¿Ailimoor? ¿Maraune?

Ninguna de las dos respondió. Elsinome asomó la cabeza y las vio acurrucadas junto a un objeto pequeño que Maraune se puso prestamente a la espalda.

—¿Qué tienes ahí?

—Nada, madre. Una tontería.

—¿Qué clase de tontería?

—Una baratija. Algo parecido.

Algo raro en el tono de Maraune hizo recelar a Elsinome.

—Déjame verla.

—Pero si no tiene importancia…

—Déjame verla.

Maraune lanzó una mirada rápida a su hermana mayor. Ailimoor, inquieta y turbada, se limitó a encogerse de hombros.

—Es un secreto, madre. ¿Es que una chica no puede tener intimidad? —dijo Maraune.

Elsinome extendió la mano. Tras un suspiro, Maraune dejó ver y entregó a regañadientes un dientecito de dragón marino que tenía finos grabados en gran parte de su superficie, símbolos extraños e inquietantes, poco habituales, con ángulos muy marcados. Elsinome, envuelta todavía por la singular aura del envío, pensó que el pequeño amuleto era siniestro y amenazador.

—¿De dónde has sacado esto?

—Todo el mundo tiene uno, madre.

—Te he preguntado de dónde lo has sacado.

—Me lo dio Vanimoon. Mejor dicho, Shulaire, la hermana de Vanimoon. Pero ella lo consiguió gracias a su hermano. Por favor, ¿puedo quedármelo?

—¿Sabes el significado de esto —preguntó Elsinome.

—¿Significado?

—Eso he dicho. ¿Qué significa? Maraune hizo un gesto de indiferencia.

—No significa nada. Sólo es una baratija. Le haré un agujero y lo colgaré de una cadena.

—¿Esperas que crea eso? Maraune guardó silencio.

—Madre, yo… —empezó a decir Ailimoor.

—Continúa.

—Sólo es un capricho, madre. Todo el mundo los lleva. Algún lii loco tuvo la idea de que los dragones marinos son dioses, que se apoderan del mundo, que todo lo malo ocurrido últimamente es una señal de lo que vendrá. Y la gente dice que si llevamos los dientes de dragón nos salvaremos cuando los dioses lleguen a la costa.

—Eso no es ninguna novedad —dijo fríamente Elsinome—. Tonterías como ésta existen desde hace siglos. Pero siempre se dicen a escondidas, en voz baja, porque son locuras peligrosas y siniestras. Los dragones marinos son peces de gran tamaño y nada más. El único que nos contempla es el Divino, el que nos protege por mediación de la Corona, el Pontífice y la Dama. ¿Lo entendéis ¿Lo entendéis?

Partió en dos el ahusado diente con un gesto rápido y colérico y arrojó los fragmentos a Maraune. Ésta le lanzó una mirada furiosa que Elsinome nunca había visto en los ojos de sus hijas. Se fue apresuradamente, en dirección a la cocina. Le temblaban las manos y se sentía helada. Y aún suponiendo que la paz de la Dama se había introducido en ella durante el envío, durante ese envío que parecía haber tenido lugar hacía semanas, esa paz había abandonado por completo a Elsinome.

9

Entrar en el puerto de Numinor exigía tener la habilidad de los mejores timoneles, ya que el canal era estrecho y las corrientes muy rápidas, y los bancos de arena crecían de la noche a la mañana algunas veces en las volátiles aguas del fondo. Pero Pandelume se mostró tranquila y confiada cuando se puso al timón: hizo las señales con gestos claros y concluyentes y la nave insignia real entró con gallardía, cruzó el cauce del canal y llegó al amplio embarcadero, el muelle cordial y seguro, el único existente en el lado de Alhanroel de la Isla del Sueño, el único lugar donde había una brecha en el imponente muro gredoso del Primer Risco.

—Noto la presencia de mi madre incluso desde aquí —dijo Valentine mientras se disponían a desembarcar—. Llega a mí como la fragancia de las alabandinas con el viento.

—¿Vendrá la Dama aquí para recibirnos hoy? —preguntó Carabella.

—Lo dudo mucho —repuso Valentine—. La costumbre exige que el hijo vaya a ver a la madre, no al revés. La Dama permanecerá en el Templo Interior y enviará a sus jerarcas a recogernos, eso creo.

Un grupo de jerarcas aguardaba de hecho cuando el séquito real desembarcó. Entre aquellas mujeres, vestidas con túnicas doradas con adornos rojos, se hallaba una muy conocida por Valentine, la austera Lorivade del cabello cano que le había acompañado durante la guerra de restauración en el trayecto de la Isla al Monte del Castillo y le había inculcado las técnicas de trance y proyección que se practicaban en la Isla. Valentine creyó conocer a otra componente del grupo, pero no la reconoció hasta el instante en que ella pronunció su nombre. En ese mismo momento la recordó: era Talinot Esulde, la mujer esbelta y enigmática que años atrás había sido su guía en la peregrinación por la Isla. En aquel tiempo Talinot Esulde llevaba el pelo al rape, y Valentine tuvo dudas respecto a su sexo; pensó que la guía era varón dada su estatura, aunque también podía ser hembra a causa de la delicadeza de sus facciones y su constitución liviana. Pero después de entrar en la jerarquía interna, Talinot había dejado crecer su cabello y sus rizos sedosos y largos, tan rubios como los de Valentine pero más finos, hacían evidente que se trataba de una mujer.

—Somos portadores de mensajes para vos, mi señor —dijo la jerarca Lorivade—. Hay muchas novedades, y temo que ninguna es buena. Pero antes debemos conduciros al albergue real.

En el puerto de Numinor había una casa llamada los Siete Muros, un hombre que nadie comprendía ya que el edificio era antiquísimo y sus orígenes estaban olvidados. Se alzaba sobre el muro de la ciudad que daba al mar, con la fachada encarada hacia Alhanroel y la parte trasera a los tres empinados riscos de la isla, y estaba construida con enormes bloques de granito oscuro extraído en las canteras de la península de Stoienzar, unidos a la perfección, sin rastro alguno de argamasa. Su única función consistía en servir de lugar de reposo a los monarcas que acabaran de llegar a la Isla en viaje de visita, y en consecuencia permanecía desocupado durante muchos años. No obstante, un numeroso grupo de personas lo atendía escrupulosamente en previsión de que la Corona llegara sin previo aviso y precisara tener la casa en orden en el instante de su desembarco. El edificio era muy antiguo, tanto como el mismo Castillo y, de acuerdo con las estimaciones de los arqueólogos, más vetusto que cualquiera de los templos y terrazas sagradas que existían por toda la Isla. La leyenda afirmaba que lo había construido para recibir a lord Stiamot la madre de éste, la Mítica lady Thiin, con motivo de la visita de la Corona a la Isla del Sueño al concluir las guerras metamorfas de hacía ocho mil años. Se decía que la denominación Siete Muros se refería al entierro en los cimientos del edificio, durante su construcción, de los cadáveres de siete guerreros cambiaspectos muertos por la propia lady Thiin en el transcurso de la defensa de la Isla contra la invasión metamorfa. Pero dichos restos jamás habían aparecido en las reparaciones periódicas de la vieja mansión. Y gran parte de los historiadores modernos creían improbable que lady Thiin, por muy heroica que fuera, hubiera empuñado las armas durante la batalla de la Isla. Según otra tradición, una capilla heptagonal erigida por lord Stiamot en honor de su madre había estado en tiempos en el atrio central, dando su nombre al conjunto. Esa capilla, afirmaba la leyenda, fue desmantelada el día del fallecimiento de lord Stiamot y transportada por mar a Alaisor a fin de usarla como frontón en la tumba del monarca. Mas tampoco se trataba de hechos demostrados, puesto que en el patio era imposible detectar vestigios de una estructura heptagonal y era improbable que alguien excavara la tumba de lord Stiamot para hacer averiguaciones sobre los bloques de cemento. Valentine prefería otra versión del origen del nombre, según la cual los Siete Muros eran simplemente una deformación en idioma majipurí de antiguos términos metamorfos que significaban «el lugar donde se arrancan las escamas de los peces» y hacían referencia al uso prehistórico de la costa de la Isla por pescadores cambiaspectos salidos de Alhanroel. Pero era improbable que se supiera la verdad algún día.

Al llegar a los Siete Muros la Corona debía cumplir los ritos de arribada, acelerando su transición del mundo de la acción que constituía su esfera habitual al mundo del espíritu en el que la Dama gobernaba. Mientras practicaba estos ritos (el baño ceremonial, la cremación de hierbas aromáticas, meditación en una sala privada cuyas paredes eran etéreos damasquinados en mármol) Valentine dejó que Carabella se encargara de leer los despachos acumulados durante las semanas del viaje por mar. Y cuando regresó, limpio y sosegado, dedujo al instante de la severa expresión de los ojos de su esposa que había concluido los ritos demasiado pronto, que iba a volver con brusquedad al dominio de los hechos.

—¿Hasta qué punto son malas las noticias? —preguntó.

—Difícilmente podrían ser peores, mi señor.

Carabella le entregó el fajo de documentos, que había seleccionado de forma que las hojas superiores permitieran comprender la esencia de los documentos más importantes. Malogro de las cosechas en siete provincias… grave escasez de alimentos en muchas zonas de Zimroel… emigración en masa del corazón del continente hacia las ciudades costeras del oeste… auge repentino de un culto religioso oscuro y antiguo, de carácter apocalíptico y profético, centrado en la creencia de que los dragones marinos eran seres sobrenaturales y no tardarían en llegar a las costas para anunciar el nacimiento de una época nueva…

Valentine alzó los ojos, estupefacto…

—¿Todo esto en tan poco tiempo?

—Y se trata solamente de informes incompletos, Valentine. En realidad nadie sabe qué está pasando allí en estos momentos… La distancia es muy grande, los canales de comunicación funcionan mal…

La mano de Valentine buscó la de su esposa.

—Todo lo previsto en mis sueños y visiones está ocurriendo. La oscuridad se acerca, Carabella, y yo soy lo único que hay en su camino.

—Hay personas que te apoyan, amor mío.

—Lo sé. Y lo agradezco. Pero en el último momento quedaré solo, ¿y qué haré entonces? —Sonrió pesarosamente—. En cierta época, cuando actuamos en el Circo Perpetuo de Dulorn, ¿recuerdas?, el conocimiento de mi identidad verdadera tan sólo acababa de penetrar en mi conciencia. Y hablé con Deliamber y le dije que mi destronamiento tal vez era voluntad del Divino, que si el usurpador conservaba mi nombre y mi trono quizá fuera para bien de Majipur, porque yo no tenía deseos de ser rey y él podía demostrar que era un gobernante capacitado. Cosa que Deliamber negó rotundamente, me contestó que sólo podía existir un monarca legalmente consagrado y que ese monarca era yo y debía recuperar mi lugar. Me pides mucho, repuse. «La historia exige mucho», replicó él. «La historia ha exigido, en mil mundos y durante milenios, que los seres inteligentes elijan entre orden y anarquía, entre creación y destrucción, entre razón y sinrazón.» Y añadió: «Es muy importante, mi señor, enormemente importante, el hecho de quién es la Corona y quién no lo es.» Jamás he olvidado sus palabras y jamás las olvidaré.

—¿Y qué le contestaste?

—Contesté «sí» y luego agregué, «tal vez», y Deliamber me dijo, «Vagaréis del sí al tal vez durante mucho tiempo, pero el sí acabará dominando.» Le hice caso y en consecuencia recobré el trono… y sin embargo día tras día nos alejamos más del orden, la creación y la razón y nos acercamos más a la anarquía, la destrucción y la sinrazón. —Valentine la miró, angustiado—. ¿Acaso Deliamber se equivocó? ¿Importa realmente quién es la Corona y quién no lo es? Creo ser buena persona y a veces pienso incluso que soy un gobernador sensato. Y pese a ello el mundo está derrumbándose, Carabella, a pesar de todos mis esfuerzos o por culpa de ellos, no lo sé. Tal vez hubiera sido mejor para todos que yo siguiera siendo malabarista.

—Oh, Valentine ¡qué tonterías estás diciendo!

—¿Tonterías?

—¿Pretendes decir que si hubieras dejado el timón a Dominin Barjazid este año habría tenido una magnífica cosecha de lusavándula? ¿Cómo puedes culparte del fracaso de las cosechas en Zimroel? Son calamidades naturales, con causas naturales, y encontrarás una forma correcta de hacerles frente, porque la corrección es tu norma y eres el elegido del Divino.

—Soy el elegido de los príncipes del Monte del Castillo —dijo Valentine—. Son humanos y falibles.

—El Divino habla por mediación de ellos en el momento de elegir a la Corona. Y el Divino no pretendía que tú fueras el instrumento de la destrucción de Majipur. Estos informes son graves pero no terroríficos. Dentro de unos días hablarás con tu madre y ella te fortalecerá, puesto que el cansancio te debilita. Después continuaremos el viaje a Zimroel y tú resolverás los problemas.

—Eso espero, Carabella. Pero…

—¡Lo sabes perfectamente, Valentine! Te lo repito, mi señor, me resulta difícil reconocer en ti al hombre que conozco, cuando hablas de esa forma tan lúgubre. —Dio unos golpecitos al fajo de documentos—. No pretendo quitar importancia a estos hechos. Pero creo que podemos hacer para mucho eliminar la oscuridad, y lo haremos.

Valentine asintió muy despacio.

—Lo mismo opino, casi siempre. Pero algunas veces…

—Algunas veces es mejor no pensar. —Sonó un ruido en la puerta—. Bien, nos interrumpen y lo agradezco, porque estoy cansada de oírte decir cosas tristes, cariño.

Abrió la puerta a Talinot Esulde.

—Mi señor —dijo la jerarca—, vuestra madre la Dama ha llegado y desea veros en el salón esmeralda.

—¿Mi madre aquí? ¡Pero si esperaba verla mañana, en el Templo Interior!

—Ha venido a veros —dijo Talinot, sin inmutarse.

El salón esmeralda era un estudio en verde: paredes de serpentina verde, suelos de ónice verde, láminas translúcidas de jade en lugar de ventanas. La Dama se hallaba en el centro del salón, entre los dos inmensos tanigales dispuestos en macetas, cubiertos de fulgurantes flores color verde metálico, que eran prácticamente todo lo que había en la habitación. Valentine se acercó rápidamente. Ella le estrechó las manos y, con el roce de las puntas de los dedos, Valentine notó la vibración familiar, la corriente que brotaba de su madre, la fuerza sagrada que, como el agua de las fuentes que se filtra en los pozos, se había acumulado en ella durante los muchos años de contacto íntimo con los millones de almas de Majipur.

Valentine había hablado en sueños con ella muchas veces, pero no la había visto desde hacía años y no estaba preparado para ver los cambios que el tiempo había obrado en su madre. Era una mujer hermosa todavía: el paso de los años no había alterado ese rango. Mas la edad la había cubierto de un velo finísimo y el brillo había desaparecido del cabello negro, la simpatía de la mirada había menguado ligeramente y la piel era como si ya no pudiera asirse a la carne. Sin embargo la Dama se conservaba tan espléndida como siempre e iba, como siempre, soberbiamente vestida de blanco, con una flor en la oreja y la cinta plateada distintiva de su dignidad en la frente: un personaje elegante y majestuoso, fuerte, infinitamente compasivo.

—Madre. Por fin.

—¡Cuánto tiempo, Valentine! ¡Cuántos años! La Dama le tocó con suavidad la cara, los hombros, los brazos. El roce de sus labios fue tan suave como el de una pluma, pero produjo un persistente cosquilleo a Valentine, tan enorme era el poder latente en aquella mujer. Tuvo que recordar que su madre no era una diosa, tan sólo un ser de carne y hueso nacido de otro ser de carne y hueso, que en tiempos había contraído matrimonio con Damiandane, primer consejero, que había tenido dos hijos y que él era uno de ellos, que antaño él se había cobijado en su pecho y escuchado muy contento el suave cantar de la mujer, que ella le limpiaba la cara de barro cuando volvía al hogar después de jugar, que en las tempestades de la infancia él había llorado en aquellos brazos y obtenido consuelo y sabios consejos…Hacía mucho tiempo, todo ello, casi en otra vida. Cuando el cetro del Divino señaló a la familia del primer consejero Damiandane y elevó a Voriax al trono de Confalume, el mismo gesto transformó a la madre de Voriax en Dama de la Isla y ninguno de los dos siguió siendo un posible mortal, ni siquiera en el seno familiar. A partir de entonces, siempre, Valentine fue incapaz de juzgar a la Dama como su madre, puesto que lucía la cinta plateada y moraba majestuosamente en la Isla. El cariño y los consejos que anteriormente dispensaba a Valentine los compartía con el mundo entero, que en momentos de necesidad recurría respetuosamente a ella. Otro gesto del mismo cetro situó a Valentine en el lugar de Voriax, y también éste fue más allá del reino de lo ordinario y se transformó en un ser ultraterreno, en un ser mítico, pero incluso entonces Valentine mantuvo aquella admiración reverente por su madre, puesto que no sentía admiración reverente por él mismo, por más que fuera la Corona y con su visión interna no podía considerarse con el respeto que otros le consideraban, ni con el respeto que los demás expresaban a la Dama.

A pesar de todo madre e hijo hablaron de asuntos familiares antes de abordar temas más serios. Valentine explicó cuantos pormenores conocía sobre la vida de Galiara y Sait de Stee, hermanos de la Dama, así como sobre Divvis, Mirigant y las hijas de Voriax. La Dama le preguntó si visitaba con frecuencia las antiguas posesiones de la familia en Halanx, si el Castillo le parecía un lugar alegre, si él y Carabella seguían queriéndose tanto y estaban tan unidos… Las tensiones se aliviaron y Valentine casi creyó ser una persona normal, un señorito del Monte que visitaba amablemente a su progenitora, acomodada en otro clima pero todavía ávida de noticias del hogar. Sin embargo era imposible eludir la verdad de la situación durante mucho tiempo, y Valentine cambió de tono en cuanto la conversación empezó a ser forzada, poco natural.

—Debiste esperar mi visita como dictan las normas, madre. No está bien que la dama abandone el Templo Interior para ir a los Siete Muros.

—Esa formalidad es poco aconsejable en estos momentos. Los hechos nos están abrumando, hay que tomar medidas.

—¿Conoces, pues, las noticias que llegan de Zimroel?

—Naturalmente. —Tocó su cinta de plata—. Esto me trae noticias de todas partes, con la rapidez del pensamiento. ¡Oh, Valentine, qué momento más inconveniente para reunirnos! Imaginaba que llegarías aquí muy alegre durante el gran desfile, y ahora estás aquí y sólo capto dolor en ti, y dudas, y miedo al porvenir.

—¿Piensas que tengo medios para conocer el futuro?

—Ves el presente con gran claridad. Como acabas de decir, recibes noticias de todas partes.

—Lo que veo es oscuro y nebuloso. En el mundo hay una agitación que supera mi entendimiento. De nuevo está amenazado el orden de nuestra sociedad. Y la Corona es un hombre desesperado. Eso veo. ¿Por qué tanto desespero, Valentine? ¿Por qué tienes tanto miedo? Eres hijo de Damiandane y hermano de Voriax, y ellos no conocieron la desesperación, y la desesperación tampoco es innata en mí, ni en ti, o eso creía.

—Hay muchos problemas en el mundo, lo he sabido al llegar aquí, y los problemas aumentan.

—¿Y ello es motivo de desesperación? Esos problemas deberían aumentar tus deseos de encontrar una solución, como ya te sucedió en otra ocasión.

—A pesar de todo, veo Majipur asolado por la calamidad por segunda vez durante mi reinado. Lo que veo —prosiguió Valentine— es que mi reinado ha sido infortunado y lo será más todavía si estas plagas, el hambre y las emigraciones producto del pánico se agravan. Temo estar maldito.

Vio un breve fulgor de ira en los ojos de la Dama y recordó de nuevo la fuerza formidable, la disciplina férrea y la devoción al deber que ocultaba el aspecto cordial y apacible de su madre. Era a su manera una guerrera tan feroz como la famosa lady Thiin de hacía milenios, la mujer que fue a las barricadas para contener al invasor metamorfo. También la Dama del presente era capaz de mostrar tanto valor, si se presentaba la ocasión. Valentine sabía que ella no toleraba debilidades por parte de sus hijos, ni autocompasión, ni desaliento, porque desconocía tales defectos. Y al recordarlo, la Corona empezó a perder parte del abatimiento que le afligía.

—Te culpas sin tener motivo real —dijo tiernamente la Dama—. Si sobre este mundo pende una maldición, y creo que tal es el caso, no pende sobre la noble y virtuosa Corona, sino sobre todos nosotros. No tienes motivo para sentirse culpable: Tú menos que nadie, Valentine. No eres el portador de la maldición, más bien la persona más capacitada para librarnos a todos de ella. Mas para hacer eso debes actuar, y con rapidez.

—¿Y qué rumbo tomar?

La Dama se llevó una mano a la frente.

—Tienes un aro de plata que forma pareja con el mío. ¿Lo llevas contigo en este viaje?

—Me acompaña a todas partes.

—Pues ve a buscarlo.

Valentine salió del salón y habló con Sleet, que aguardaba junto a la puerta. Y poco después llegó un sirviente con el cofre que contenía el aro. La Dama se lo había regalado la primera vez que llegó a la Isla como peregrino, durante los años de exilio. Mediante esa joya, en contacto con la mente de su madre, Valentine había recibido la confirmación definitiva de que el sencillo malabarista de Pidruid y lord Valentine de Majipur eran la misma persona: con la ayuda del aro y de su madre los recuerdos perdidos habían vuelto. Posteriormente la jerarca Lorivade le había enseñado a entrar en trance, gracias al aro, de tal modo que podía acceder a los pensamientos de otras personas. Valentine había usado poco la joya desde que recobró el trono, puesto que ello era atributo de la Dama, no de la Corona, y era indigno que un Poder de Majipur invadiera los dominios de otro.

Valentine se colocó de nuevo la fina cinta metálica, mientras la Dama le servía un vaso de vino onírico, un líquido oscuro, dulce y picante que se utilizaba para poner en contacto las mentes, tal como ella había hecho hacía muchos años en la misma Isla.

Valentine bebió el vino de un solo trago, la Dama le imitó y ambos guardaron unos momentos a que el líquido obrara su efecto. La Corona se sumió en el estado de trance que ampliaba al máximo su receptividad. Luego su madre le cogió las manos, deslizó sus dedos por entre los de él para completar el contacto y Valentine percibió una oleada de imágenes, tan vivas que podrían haberle mareado y aturdido de no haber sabido que el impacto iba a ser así.

Y vivió las experiencias vividas por la Dama durante muchos años, a diario, cuando su espíritu y el de sus acólitos erraba por el mundo en busca de alguien precisado de ayuda.

No vio mentes aisladas: el mundo era demasiado inmenso y estaba demasiado atestado para permitir precisiones de ese orden, si no era con la concentración más agotadora posible. Lo que captó, mientras cabalgaba como una ráfaga de viento cálido por las olas termales del cielo, fue diversos conjuntos de sensaciones: aprensión, miedo, vergüenza, culpabilidad, una zona de locura repentina y punzante, un grisáceo manto de desesperación. Descendió y vio la textura de las almas, los bordes negros traspasados por franjas escarlatas, púas irregulares y melladas, calzadas turbulentas de espeso tejido cerdoso. Ascendió hacia el tranquilo territorio de la inexistencia. Se abalanzó sobre desiertos depresivos de los que emanaba una aterradora palpitación de aislamiento. Remolineó sobre los relucientes campos nevados del espíritu y sobre praderas en las que hasta la última brizna de hierba fulguraba con insoportable belleza. Vio las zonas plagadas, las zonas de hambre, las zonas donde el caos era amo y señor. Percibió los terrores que se alzaban como vientos resecos de las grandes ciudades. Captó una fuerza que batía los mares igual que el sonido retumbante de un tambor. Experimentó la viva sensación de una amenaza que iba concretándose, un desastre inminente. Un peso insufrible había caído sobre el mundo, eso vio Valentine, y ese peso estaba aplastando el planeta con breves incrementos de intensidad, como un puño que se cierra poco a poco.

Mientras duró todo ello su guía fue la bendita Dama, su madre, sin cuya ayuda él se habría chamuscado y socarrado en la pasión enorme que irradiaba el pozo de la mente mundial. Pero ella permaneció junto a Valentine, le alzó suavemente por encima de los lugares más oscuros y le llevó hacia el umbral del entendimiento, que apareció de forma impresionante ante él igual que se aparece y empequeñece a todos cuando se acercan a ella la Puerta de Dekkeret, en Normork, la puerta más grande del mundo que sólo se cierra de vez en cuando, cuando el mundo corre peligro. Pero al llegar al umbral Valentine estaba solo y lo atravesó sin ayuda.

Al otro lado sólo había música, música hecha visible, un tono trémulo que se propagaba por el abismo como un puente de estructura debilísima. Valentine se adentró en ese puente y vio las salpicaduras de brillante sonido que manchaban el flujo de sustancias por debajo de él, los chorros repentinos de pulsación rítmica en lo alto y la línea de color rojo y púrpura que se alejaba infinitamente y los arcos verdes que cantaban para él en el horizonte. Más tarde todo se convirtió en un solo sonido, formidable, de intensidad insoportable, un sonido negro y gigantesco que comprendía todos los tonos y se desplazaba sobre el universo y lo aplastaba sin piedad. Y Valentine comprendió.

Abrió los ojos. La Dama, su madre, se hallaba de pie, muy tranquila, entre las macetas de los tanigales; estaba mirando a Valentine, sonriéndole como si fuera un bebé dormido. Se quitó el aro de la frente y volvió a ponerlo en el joyero.

—¿Has visto? —preguntó.

—Es lo que pensaba antes —dijo Valentine—. Lo que ocurre en Zimroel no es un hecho fortuito. Hay una maldición, cierto, nos afecta a todos y existe desde hace miles de años. Mi mago vroon, Deliamber, me dijo en cierta ocasión que habíamos recorrido un largo trecho, en Majipur, sin pagar nada por el pecado original de los conquistadores. El importe, aseguró Deliamber, ha ido acumulando intereses. Y ahora nos presentan el total para que lo abonemos. Lo que ha empezado es nuestro castigo, nuestra humillación, el ajuste de cuentas.

—Es cierto —repuso la Dama.

—¿Eso que hemos visto… era el Divino, madre? Apretaba el mundo con mucha fuerza, y cada vez apretaba más. Y ese sonido que he escuchado, tan intenso… ¿también era el Divino?

—Las imágenes que has visto son imágenes tuyas, Valentine. Yo he visto otras cosas. Imposible reducir el Divino a algo tan concreto como una imagen. Pero creo que has visto lo básico, sí.

—He visto que la gracia del Divino ya no nos acompaña.

—Cierto. Pero no de forma irremediable.

—¿Estás segura de que no es demasiado tarde?

—Estoy segura, Valentine.

La Corona guardó silencio unos momentos.

—Que así sea —dijo por fin—. Sé qué hay que hacer, y lo haré. ¡Es maravilloso que haya alcanzado la comprensión de estas cosas dentro de los Siete Muros, que construyó lady Thiin en honor a su hijo después del aplastamiento de los metamorfos! ¡Ah, madre, madre! ¿Construirás un edificio como éste para mí, cuando logre reparar los actos de lord Stiamot?

10

—Otra vez —dijo Hissune. Dio la vuelta para quedar encarado a Alsimir y el otro caballero iniciado—. Atacadme los dos. Los dos al mismo tiempo esta vez.

—¿Los dos? —se extrañó Alsimir.

—Los dos. Y si veo que me tratáis con cariño, prometo que os pondré a barrer los establos durante un mes.

—¿Cómo es posible que puedas resistir a dos atacantes, Hissune?

—No sé si puedo. Eso es lo que quiero saber. Atacadme y ya veremos qué pasa.

Estaba empapado de sudor y el latido de su corazón parecía un martilleo, pero su cuerpo estaba distendido y en forma. Iba allí, al cavernoso gimnasio del ala este del Castillo, una hora como mínimo todos los días, por más urgentes que fueran sus otras responsabilidades.

Era esencial, pensaba Hissune, fortalecer y desarrollar su cuerpo, adquirir resistencia física, aumentar su ya considerable agilidad. De lo contrario, y parecía simplemente claro, tendría una desventaja de peso para satisfacer sus ambiciones. Los príncipes del Monte del Castillo solían ser atletas y el atletismo era un culto para ellos. Siempre estaban poniéndose a prueba: hípica, torneos, carreras, lucha, caza y todos los pasatiempos antiguos e ingenuos que Hissune, durante su vida en el Laberinto, jamás había podido practicar ni deseado conocer. Lord Valentine le había introducido entre aquellos hombres enérgicos y fornidos y él sabía que debía enfrentarse a ellos de igual a igual si deseaba obtener un lugar duradero en su compañía.

Naturalmente era imposible transformar su constitución delgada en un cuerpo capaz de compararse con la robusta musculatura de un Stasilaine, un Elidath, un Divvis. Se trataba de hombres recios y él jamás sería así. Pero podía superarlos en otras cosas. En el deporte de la vara, por ejemplo. Un año atrás Hissune ni siquiera había oído hablar del juego, pero después de muchas horas de práctica casi había llegado a dominarlo. La vara exigía tener vista y pies ágiles, no fuerza física impresionante, y por ello era algo así como una metáfora del criterio que el joven tenía cerca del problema de la vida.

—Listo —avisó.

Permaneció medio agachado, alerta, distendido, con los brazos un poco extendidos y la vara, un tallo ligero y fino de madera de flor nocturna con empuñadura de mimbre en forma de copa, apoyada en ellos. Sus dos rivales le superaban en estatura, Alsimir cinco centímetros y su amigo Stimion bastante más. Pero Hissune era más rápido. Ninguno de los dos había podido siquiera tocarle con la vara en toda la mañana. Aunque los dos al mismo tiempo… eso podía ser otra cosa…

—¡Posición de ataque! —gritó Alsimir—. ¡Preparados! ¡Ya!

Se acercaron a Hissune y, mientras avanzaban, levantaron las varas para adoptar la posición de ataque.

Hissune respiró con fuerza y se concentró en crear una zona esférica de defensa en torno a su cuerpo, una zona impermeable, impenetrable, una porción de espacio encerrada en una armadura. Era pura imaginación, pero eso carecía de importancia. Thani, su profesor de vara, le había inculcado ese concepto: considera tu zona defensiva como si fuera un muro de acero y nada podrá atravesarla; el secreto reside en la intensidad de tu concentración.

Alsimir le atacó una décima de segundo antes que Stimion, tal como él esperaba. La vara del otro se elevó, tanteó el cuadrante noroeste de la defensa de Hissune y descendió en busca de un punto de entrada más bajo. Al acercarse al contorno de la zona defendida, Hissune levantó la vara con un gesto brusco de su muñeca, como si fuera a dar un latigazo, paró por completo el golpe de Alsimir y, al mismo tiempo, puesto que ya lo había calculado, aunque no conscientemente, siguió girando hacia la derecha y frenó la embestida de Stimion, que había atacado por el noreste un poco más tarde.

Se oyó un chirrido producido por el roce de las varas: Hissune había deslizado la suya hasta el centro de la de Stimion. Luego varió de posición y Stimion salió despedido hacia adelante por su propio impulso. Todo fue rapidísimo. Stimion, con un gruñido de sorpresa, quedó indefenso en el lugar antes ocupado por Hissune, y éste le tocó la espalda suavemente con la vara y volvió a encararse con su segundo rival. La vara de Alsimir se alzó y avanzó. Hissune paró el golpe con facilidad y respondió con otros que su adversario detuvo bien, con tanta fuerza que un cosquilleo recorrió el brazo de Hissune desde la mano hasta el codo. Pero se recobró rápidamente, esquivó el siguiente golpe de Alsimir y brincó hacia un lado para evitar el contacto con la vara del otro.

Las posiciones habían variado: Stimion y Alsimir se hallaban a ambos lados de Hissune, no delante como al principio. Iban a ensayar el ataque simultáneo, pensó Hissune. Tenía que impedirlo.

Thani le había enseñado algo muy importante: El tiempo debe ser siempre tu siervo, nunca tu amo. Si no hay tiempo suficiente para hacer tu maniobra, divide los momentos en momentos más pequeños y de esta forma tendrás tiempo para hacer lo que quieras.

Sí. Nada es realmente simultáneo, recordó Hissune.

Adoptó el método de percepción que Thani le había inculcado, el fraccionamiento del tiempo, en el que llevaba muchos meses entrenándose: al considerar un segundo como la suma de diez décimas partes de sí mismo, el luchador podía ocupar sucesivamente las diez partes, del mismo modo que se pueden ocupar diez cuevas en otras noches durante la travesía de un desierto. La perspectiva de Hissune quedó totalmente alterada. Vio a Stimion moviéndose bruscamente, de modo espasmódico y discontinuo, haciendo penosos esfuerzos para alzar y apuntar la vara, igual que un autómata tosco. Hissune, de la forma más sencilla posible, aprovechó el intervalo entre dos particiones de un momento y dejó sin vara a Stimion. El ataque de Alsimir ya estaba iniciado, pero Hissune dispuso de tiempo más que suficiente para quedar fuera del alcance de su rival y cuando el brazo de éste alcanzó su máxima extensión, lo tocó suavemente con la vara, un poco por encima del codo.

Hissune volvió al método normal de percepción y se encaró con Stimion, que estaba volviéndose para atacar de nuevo. En lugar de disponerse a parar el golpe, avanzó y trastocó la posición de guardia del atónito Stimion. Desde el mismo sitio, levantó la vara y tocó de nuevo a su segundo adversario y acto seguido giró en redondo y alcanzó con la punta a Stimion, que había empezado a volverse tremendamente confundido.

—¡Tocado y doble tocado! —exclamó Hissune—. He ganado.

—¿Cómo lo has hecho? —preguntó Alsimir mientras se desprendía de la vara. Hissune se echó a reír.

—No tengo la menor idea. Pero ojalá Thani hubiera estado presente para verlo.

Se arrodilló y las gotas de sudor resbalaron por su frente y cayeron en la colchoneta. Evidentemente había sido toda una demostración de pericia. Jamás había luchado tan bien. ¿Casualidad, un momento de suerte? ¿O había ascendido realmente a otro nivel de rendimiento? Recordó que lord Valentine le había hablado de sus tiempos de malabarista, oficio que eligió por la mayor de las casualidades, simplemente para ganarse la vida, cuando erraba perdido y confuso por Zimroel. El malabarismo, opinaba la Corona, le había mostrado el camino para aprovechar correctamente sus facultades mentales. Lord Valentine creía incluso que tal vez no habría recobrado el trono de no haber sido por la disciplina espiritual que le había impuesto la necesidad de aprender el malabarismo. Hissune sabía que difícilmente podía dedicarse a los juegos malabares, sería como adular abiertamente a la Corona, un gesto claro de imitación, pero empezaba a creer que podía obtener grandes avances en la misma disciplina si continuaba esgrimiendo su vara. Su última experiencia le había transportado a extraordinarios dominios de percepción y rendimiento. ¿Sería capaz de repetirlo? Alzó la mirada.

—Bien, ¿otro enfrentamiento, dos contra uno? —dijo.

—¿Es que nunca te cansas? —inquirió Stimion.

—Claro que sí. ¿Pero por qué detenerse simplemente por cansancio?

Adoptó de nuevo la posición inicial, a la espera de sus rivales. Quince minutos más, pensó. Y después un chapuzón y al Atrio de Pinitor para trabajar un poco…

—¿Y bien? Atacadme —dijo. Alsimir sacudió la cabeza.

—Sería absurdo. Eres demasiado bueno para nosotros.

—Vamos —repitió Hissune—. ¡Preparados!

Con cierta desgana, Alsimir adoptó la posición de duelo e hizo un gesto a su amigo para que le imitara. Pero cuando los tres jóvenes se hallaban inmóviles, aportando a sus cerebros y a sus cuerpos el grado de equilibrio requerido por la prueba, un empleado del gimnasio se asomó a la galería superior y llamó a Hissune. Un mensaje para el príncipe, dijo, del regente Elidath: el príncipe Hissune debe ver ahora mismo al regente en el despacho de la Corona.

—Seguiremos otro día, ¿no? —dijo Hissune a sus rivales.

Se vistió rápidamente y recorrió las complejas espirales y marañas del Castillo. Cruzó patios y avenidas, pasó junto al parapeto de lord Ossier con su sorprendente panorama de la vasta ladera del monte, el observatorio Kinniken, el salón de conciertos de lord Prankipin, el invernadero de lord Confalume y la infinidad de estructuras y dependencias aferradas como lapas al núcleo del Castillo. Finalmente llegó al sector central, donde se hallaban las oficinas administrativas, y allí le dieron entrada al espacioso salón en el que trabajaba la Corona, ocupado por el primer consejero Elidath durante la prolongada ausencia de lord Valentine.

Encontró al regente yendo de un lado a otro como un oso intranquilo junto a la bola del mundo en relieve que se hallaba en la pared opuesta al escritorio de la Corona. Le acompañaba Stasilaine, que estaba sentado a la mesa del consejo. Tenía el semblante torvo y recibió al joven con un levísimo movimiento de cabeza. Elidath, con un gesto brusco y aire de preocupación, indicó a Hissune que tomara asiento junto a él. Momentos más tarde llegó Divvis, vestido formalmente con máscara de plumas y espejuelos, como si la convocatoria le hubiera interrumpido cuando se dirigía a alguna ceremonia oficial.

Hissune notó que aumentaba su nerviosismo, ¿qué motivos podía tener Elidath para convocar una reunión de improviso, de modo tan irregular? ¿Y por qué tan pocos convocados, habiendo tantos príncipes como había? Elidath, Stasilaine, Divvis… Debían ser los tres primeros candidatos a la sucesión de lord Valentine, lo más íntimo del círculo íntimo. Algo importante ha ocurrido, pensó Hissune. El viejo Pontífice ha muerto al fin, quizá sea eso. O tal vez la Corona…

Que sea Tyeveras, rogó Hissune. ¡Por favor, que sea Tyeveras!

—Muy bien —dijo Elidath—. Todos estáis aquí. Podemos empezar.

—¿De qué se trata, Elidath? —preguntó Divvis con agria sonrisa—. ¿Alguien ha visto un milufta de dos cabezas volando hacia el norte?

—Si pretendes decir que estamos en una época de malos augurios, entonces la respuesta es sí —repuso sombríamente Elidath.

—¿Qué ha ocurrido? —se interesó Stasilaine. Elidath dio unas palmaditas a los documentos que tenía en el escritorio.

—Dos novedades importantes. En primer lugar, han llegado informes recientes de Zimroel occidental y la situación es mucho más grave de lo que pensamos. Todo el sector de la Fractura está afectado, desde Mazadone o cercanías hasta un punto situado al oeste de Dulorn, y las dificultades se extienden. Los cultivos siguen agostándose a causa de plagas misteriosas, hay una escasez tremenda de productos alimenticios básicos y cientos de miles de personas, tal vez millones, están emigrando hacia la costa. Los responsables locales hacen todo lo que pueden para requisar suministros de urgencia en regiones todavía no afectadas. Al parecer aún no ha habido complicaciones en Til-omon ni Narabal, y Ni-moya y Khyntor están relativamente poco afectadas por los problemas agrícolas. Pero las distancias son enormes y los trastornos tan repentinos que hasta el momento pocos logros se han hecho. Además está la cuestión de un nuevo culto religioso, muy extraño, que ha surgido allí, relacionado con la adoración a los dragones marinos…

—¿Qué? —dijo Stasilaine, con el semblante enrojecido de sorpresa.

—Parece una locura, lo sé —contestó el regente—. Pero según el informe ha corrido el rumor de que los dragones son una especie de dioses y han decretado el fin del mundo o alguna idiotez por el estilo, y…

—No se trata de un culto nuevo —dijo en voz baja Hissune. Los otros tres hombres volvieron la cabeza para mirarle.

—¿Sabes algo de esto? —preguntó Divvis. Hissune asintió:

—Cuando vivía en el Laberinto escuchaba rumores algunas veces. Siempre ha sido una cosa misteriosa, muy rara, nadie se lo tomaba muy en serio por lo que sé. Y estrictamente limitado a las clases bajas, algo que había que susurrar sin que lo oyera la gente bien educada. Algunos amigos sabían algo, o tal vez bastante, pero nunca quise estar relacionado con ese culto. Recuerdo que una vez lo mencioné a mi madre, hace mucho tiempo, y ella me explicó que era una estupidez peligrosa y que no me complicara la vida, y así lo hice. Tengo entendido que la creencia nació entre los liis hace muchos siglos y se fue propagando poco a poco por las capas más bajas de la sociedad de un modo clandestino, y supongo que ha dejado de ser secreta debido a los problemas que hay.

—¿Y cuál es la base de la creencia? —inquirió Stasilaine.

—Más o menos lo que ha dicho Elidath: los dragones llegarán a la costa un día, se harán cargo del gobierno y pondrán fin a la miseria y al sufrimiento.

—¿Qué miseria y qué sufrimiento? —dijo Divvis—. No conozco grandes miserias y sufrimientos en ninguna parte del mundo, a menos que te refieras a los lamentos y refunfuños de los cambiaspectos, y…

—¿Piensas que todo el mundo vive como vivimos nosotros en el Monte del Castillo? —preguntó Hissune.

—Creo que nadie está necesitado, que todos tienen medios de subsistencia, que somos felices y prósperos…

—Todo eso es cierto, Divvis. Pero hay personas que viven en castillos y otras que barren los excrementos de las monturas en las carreteras. Hay hombres que tienen grandes posesiones y otros que piden limosna en las calles. Hay…

—No me des la lata. No me hacen falta disertaciones sobre la injusticia social.

—Perdón por la molestia —espetó Hissune—. Pensaba que deseabais saber por qué hay gente que aguarda la llegada de los reyes acuáticos para superar dificultades y penas.

—¿Reyes acuáticos? —dijo Elidath.

—Dragones marinos. Así los llaman sus devotos.

—Perfectamente —intervino Stasilaine—. Hay hambre en Zimroel y una secta fastidiosa que está desarrollándose entre las clases más bajas. Has dicho que había dos novedades importantes. ¿Son éstas?

Elidath movió negativamente la cabeza.

—Ambas cosas forman parte del mismo problema. El otro asunto importante concierne a lord Valentine. He sabido por Tunigorn que la Corona está muy inquieta. Según Tunigorn, lord Valentine tuvo algo así como una revelación durante su estancia en la Isla para visitar a su madre, y manifiesta desde entonces notable exaltación, ciertamente una conducta muy rara, que hace casi imposible prever sus actos.

—¿Qué clase de revelación? —preguntó Stasilaine—. ¿Lo sabes?

—Mientras se hallaba en estado de trance, guiado por la Dama —contestó Elidath—, tuvo una visión demostrativa de que los problemas agrícolas de Zimroel indican el descontento del Divino.

—¿Y quién puede pensar lo contrario? —exclamó Stasilaine—. ¿Qué tiene que ver eso con…?

—Según explica Tunigorn, Valentine cree que las plagas y la escasez de alimentos, que por lo que sabemos ahora son más graves de lo que los primeros informes parecían indicar, tienen un origen claramente sobrenatural…

Divvis meneó lentamente la cabeza y lanzó un bufido de burla.

—…un origen claramente sobrenatural —prosiguió Elidath— y de hecho son un castigo impuesto por el Divino por nuestro mal trato a los metamorfos a lo largo de los siglos.

—Esto no es nuevo —dijo Stasilaine—. Valentine lleva años hablando de esa forma.

—Evidentemente se trata de una novedad —replicó Elidath—. Tunigorn comenta que lord Valentine, desde el día de esa revelación, apenas habla con nadie, sólo ve a la Dama y a Carabella y algunas veces a Deliamber y a Tisana, la intérprete de sueños. Pero Sleet y Tunigorn han tenido problemas para ver a la Corona y, cuando lo consiguen, casi siempre es para discutir. Tunigorn explica que es como si estuviera enardecido por una idea grandiosa, un proyecto francamente deslumbrante que la Corona no desea comentar con otras personas.

—Ése no parece ser el Valentine que yo conozco —observó Stasilaine con aire sombrío—. Puede ser cualquier cosa, pero no irracional. Se diría que está bajo los efectos de la fiebre.

—O que alguien ha vuelto a suplantarlo —dijo Divvis.

—¿Cuáles son los temores de Tunigorn? —inquirió Hissune. Elidath se alzó de hombros.

—No lo sabe. Cree que Valentine puede haber tenido alguna idea muy extraña, una idea a la que él y Sleet seguramente se opondrían. Pero la Corona no ha dado pistas. —Elidath se acercó a la bola del mundo y tocó la brillante esfera roja que indicaba el paradero de la Corona—. Valentine continúa en la Isla, pero pronto navegará hacia el continente. Desembarcará en Piliplok y está programado que vaya Zimr arriba hasta Ni-moya, desde donde partirá hacia las regiones occidentales azotadas por el hambre. Sin embargo Tunigorn sospecha que Valentine ha cambiado de opinión, que está obsesionado por la idea de que sufrimos la venganza del Divino y que tal vez planee algún acto espiritual, un ayuno, una peregrinación, una reestructuración social en dirección distinta de los valores meramente seculares…

—¿Y si está relacionado con ese culto al dragón marino? —planteó Stasilaine.

—No lo sé —respondió Elidath—. Podría ser cualquier cosa. Sólo os puedo asegurar que Tunigorn parece estar muy preocupado, y me insta a reunirme con la Corona en el transcurso del gran desfile con la máxima rapidez posible, con la esperanza de que yo pueda impedir que cometa alguna imprudencia. Creo que yo podría triunfar donde otros, el mismo Tunigorn, han fallado.

—¿Qué? —exclamó Divvis—. ¡Valentine está a miles de kilómetros de aquí! ¿Cómo vas a…?

—Parto dentro de dos horas —repuso Elidath—. Un relevo de autoflotantes rápidos me llevará hasta Treymone a través del valle del Glayge. Allí ya he requisado un crucero que me conducirá a Zimroel por la ruta meridional y el archipiélago Rodamaunt. Tunigorn, mientras tanto, tratará de retrasar la salida de Valentine de la Isla tanto como pueda, y si obtiene la colaboración del almirante Asenhart se preocupará de que la travesía hasta Piliplok sea muy lenta. Con algo de suerte, puedo llegar a Piliplok tan sólo unas dos semanas después de que lo haga Valentine y tal vez no sea demasiado tarde para que recobre la cordura.

—Imposible que llegues a tiempo —dijo Divvis—. Valentine estará camino de Ni-moya antes de que cruces el mar Interior.

—Debo intentarlo —respondió él—. No tengo elección. Si supierais cuán preocupado está Tunigorn, cuánto teme que Valentine esté a punto de emprender una acción alocada y temeraria…

—¿Y el gobierno? —dijo en voz baja Stasilaine—. ¿Qué opinas de eso? Eres el regente, Elidath. No tenemos Pontífice, nos explicas que la Corona es algo así como un demente visionario y ahora propones dejar el Castillo sin dirigente…

—En caso de que el regente deba abandonar el Castillo —dijo Elidath—, está en su poder el formar un consejo de regencia encargado de las tareas que entran dentro de su jurisdicción. Eso es lo que pretendo hacer.

—¿Y quiénes serán los miembros de ese consejo? —preguntó Divvis.

—Serán tres. Tú, Divvis. También tú, Stasilaine. Y tú, Hissune.

Hissune, perplejo, se levantó de un brinco.

—¿Yo? Elidath sonrió.

—Confieso que al principio no lograba entender por qué lord Valentine decidía llevar con tanta rapidez a un habitante del Laberinto, y además a un hombre muy joven, al centro del poder. Pero poco a poco la intención de la Corona ha quedado clara, conforme avanzaba la crisis. Aquí, en el Monte del Castillo, hemos perdido el contacto con las realidades de Majipur. Continuamos en la cima de nuestra montaña y los misterios brotan por todas partes sin que nos enteremos. Te he oído afirmar, Divvis, que todos los habitantes del mundo son felices excepto tal vez los metamorfos, y confieso que yo pensaba lo mismo. Sin embargo, tal parece que una religión de gran alcance ha enraizado entre los descontentos y no sabemos nada de ella, y un ejército de hambrientos marcha hacia Pidruid para adorar dioses extraños. —Miró a Hissune—. Tú sabes cosas, Hissune, que nos hace falta aprender. Durante los meses que dure mi ausencia ocuparás un lugar junto a Divvis y Stasilaine en la sala de juicios… y creo que ofrecerás orientaciones valiosas. ¿Qué opinas tú, Stasilaine?

—Creo que es una sabia decisión.

—¿Y tú, Divvis?

En el semblante del aludido había llamas de furia mal controlada.

—¿Qué puedo opinar? Tú mandas. Has hecho el nombramiento. Tengo que respetarlo, ¿no? —Se levantó, muy tenso, y extendió la mano hacia Hissune—. Mi enhorabuena, príncipe. Has subido mucho en muy poco tiempo.

Hissune resistió impasible la fría mirada de Divvis.

—Es un honor formar parte del consejo junto a vos, mi señor Divvis —repuso con gran formalidad—. Vuestra sabiduría será un ejemplo para mí.

Y estrechó la mano del otro hombre.

La réplica que deseaba hacer Divvis pareció ahogarse en su garganta. Poco a poco el malhumorado príncipe liberó su mano del apretón de Hissune, le lanzó una mirada furiosa y salió del salón a grandes zancadas.

11

El viento soplaba del sur y era caluroso y fuerte, el viento que los capitanes de dragonero denominaban «el envío» debido a que procedía del desértico continente de Suvrael en el que el Rey de los Sueños tenía su cubil. Era un viento que resecaba el alma y agotaba el corazón, pero Valentine le hacía caso omiso: su espíritu estaba en otro lugar, soñaba con las tareas que le aguardaban. En esos días permanecía durante horas seguidas en la cubierta real de la Lady Thiin, contemplaba el horizonte a la espera del primer vestigio de tierra firme y no se preocupaba por las ráfagas tórridas y cortantes que silbaban alrededor de él.

El viaje iniciado en la Isla con rumbo a Zimroel empezaba a parecer interminable. Asenhart había hablado de un mar perezoso y unos vientos contrarios, de la necesidad de arrizar las velas y seguir un rumbo más meridional y otros problemas similares. Valentine, no siendo marino, no podía disentir de estas decisiones, pero su impaciencia aumentaba conforme los días pasaban y el continente occidental seguía igualmente lejos. Más de una vez tuvieron que variar el rumbo para eludir las manadas de dragones marinos, ya que las aguas de ese lado de la Isla del Sueño estaban repletas de ellos. Algunos tripulantes de raza skandar afirmaban que se trataba de la mayor migración desde hacía cinco mil años. Cierto o no, los dragones eran abundantes y producían pánico. Valentine no había visto nada semejante al cruzar las mismas aguas hacía muchos años, durante una jornada fatídica en la que un dragón gigantesco desfondó la Brangalyn del capitán Gorzval.

En general los dragones avanzaban en grupos de treinta a cincuenta ejemplares, a varios días de distancia unos de otros. Pero de vez en cuando podía verse un dragón solitario de proporciones enormes, un rey que nadaba resueltamente a solas, sin prisas, como si se hallara sumido en graves meditaciones, hasta que por fin dejaron de avistarse dragones, ni grandes ni pequeños, la fuerza del viento aumentó y la flota aceleró su marcha hacia el puerto de Piliplok.

Y una mañana se oyeron gritos en cubierta.

—¡Piliplok a la vista! ¡Piliplok!

El impresionante puerto de mar apareció de pronto, deslumbrante y espléndido, ominoso en cierto sentido, en la punta elevada desde la que se contemplaba la orilla meridional de la desembocadura del Zimr. El río era enormemente ancho en ese punto y teñía de oscuro el mar en una zona de cientos de kilómetros a causa del limo arrastrado desde el corazón del continente. Y allí se alzaba una ciudad de once millones de habitantes, desplegada de forma rígida de acuerdo con un proyecto complejo y magistral, con arcos precisos intersectados por los radios de grandes avenidas que empezaban en los muelles. Era difícil, pensó Valentine, amar a esa ciudad, pese a la belleza de su acogedor puerto. Pero mientras la estaba contemplando se percató de la presencia de su amigo skandar, Zalzan Kavol, que era nativo de Piliplok y miraba la ciudad con una expresión de admiración y deleite en su rostro áspero y agrio.

—¡Vienen los dragoneros! —gritó alguien cuando la Lady Thiin se encontraba algo más cerca de la costa—. ¡Mirad, allí, debe ser toda la flota!

—¡Oh, Valentine, qué bonito! —dijo en voz baja Carabella, muy cerca de la Corona.

Ciertamente hermoso. Hasta ese momento Valentine jamás había pensado que pudieran ser hermosos los navíos en los que los marineros de Piliplok navegaban en busca de dragones. Eran artefactos siniestros, con el casco hinchado, adornados de modo grotesco con mascarones horribles, popas puntiagudas e hileras de chillones dientes blancos y ojos rojos y amarillos pintados en los costados. Y observados uno a uno tenían un aspecto simplemente bárbaro, repelente. Pero en una flotilla tan numerosa (parecía que todos los dragoneros de Piliplok regresaban del mar para saludar a la Corona) los navíos tenían una magnificencia extraña. Las velas, negras con franjas carmesíes, aparecían hinchadas por el viento como banderas festivas por toda la línea del horizonte.

Cuando estuvieron más cerca, los barcos dragoneros se diseminaron en torno a la flota real adoptando una formación seguramente bien planeada, izaron grandes estandartes verdes y dorados, la insignia de la Corona, y los tripulantes prorrumpieron en roncos gritos:

—¡Valentine! ¡Lord Valentine! ¡Viva lord Valentine!

La música de tambores, trompetas, sistirones y galistanes flotó sobre el agua, confusa y apagada y al mismo tiempo alegre y conmovedora.

Una recepción muy distinta, pensó irónicamente Valentine, a la que tuve en mi última visita a Piliplok, cuando yo, Zalzan Kavol y los demás malabaristas tuvimos que ir como pordioseros de un capitán de barco a otro intentando en vano que nos llevaran a la Isla del Sueño, hasta que por fin encontramos pasaje en la embarcación más pequeña y destartalada de todas. Pero desde entonces habían cambiado mucho las cosas.

El dragonero de mayor tamaño se aproximó a la Lady Thiin y echó al agua una barca ocupada por una skandar y dos humanos. En cuanto estuvo junto al casco, una cesta flotante descendió para recoger a los ocupantes, pero los humanos siguieron atendiendo los remos y tan sólo la skandar subió a bordo.

Era una hembra de edad, con el rostro áspero y curtido por la intemperie. Le faltaban dos de sus fuertes incisivos y tenía la piel de color grisáceo.

—Me llamo Guidrag —dijo.

Valentine la recordó casi al instante: la capitana de dragonero más vieja y admirada, y una más de las que se negó a aceptar como pasajeros a los malabaristas hacía años. Pero lo hizo de un modo amable y envió al grupo de Gorzval, el capitán de la Brangalyn. Valentine se preguntó si ella le recordaría: no, seguramente. Había descubierto hacía mucho tiempo que un hombre que lleva la vestimenta de la Corona tiene tendencia a ser invisible.

Guidrag pronunció un discurso de bienvenida tan tosco como elocuente en nombre de sus compañeros de barco y de todos los dragoneros y regaló a la Corona un collar hecho con tallas entrelazadas de huesos de dragón. Acto seguido Valentine agradeció el gran despliegue naval y le preguntó por qué la flota dragonera permanecía ociosa en Piliplok y no estaba de pesca en alta mar. A lo que la skandar replicó que la migración de ese año había llevado a los dragones cerca de la costa en número tan asombroso que todos los barcos habían cubierto sus cuotas legales en las primeras semanas de cacería. La temporada había terminado con la misma rapidez que empezó.

—Un año muy extraño —dijo Guidrag—. Y temo que nos aguardan más extrañezas, mi señor.

La escolta de dragoneros permaneció muy cerca durante todo el recorrido hasta el puerto. La comitiva real desembarcó en el muelle de Malibor, situado en el centro del puerto, donde aguardaba la comisión de bienvenida: el duque de la provincia con acompañamiento muy numeroso, el alcalde de la ciudad y un enjambre de funcionarios y una delegación de capitanes de los barcos dragoneros que habían acompañado hasta el puerto a la Corona. Valentine pasó por las ceremonias y saludos de ritual como alguien que sueña estar despierto: respondió con seriedad y cortesía en los momentos adecuados, se comportó con serenidad y gallardía y a pesar de todo pensó estar moviéndose entre un tropel de fantasmas.

La calle que iba del puerto al ayuntamiento, lugar de alojamiento de la Corona, se hallaba flanqueada por gruesos cordones rojos para contener a la muchedumbre y había guardias en todas partes. Valentine, a bordo de un vehículo flotante descubierto con Carabella junto a él, creyó no haber oído jamás aquel clamor, rugidos constantes e incomprensibles, una bienvenida tan jubilosa, tan atronadora que por unos instantes apartó sus pensamientos de la crisis. Pero el respiro duró muy poco, ya que la Corona, una vez acomodado en sus aposentos, pidió que le trajeran los últimos despachos y éstos contenían novedades invariablemente desconsoladoras.

Valentine supo que la plaga de lusavándula se había extendido sin que nadie supiera cómo a las provincias en situación de cuarentena no afectadas hasta entonces. La denominada plaga del ciempiés, supuestamente erradicada hacía largo tiempo, había surgido en regiones cultivadoras de zuyol, una planta forrajera importante: el hecho hacía peligrar los suministros cárnicos. Un hongo que atacaba la vid había hecho caer abundante fruta sin madurar en las tierras vinícolas de Khyntor y Ni-moya. Zimroel entero se encontraba afectado por un problema agrícola u otro, con la única excepción del remoto suroeste, los alrededores de la ciudad tropical de Narabal. Valentine mostró los informes a Y-Uulisaan.

—Ahora es imposible poner freno a esto —dijo el experto, muy serio—. Se trata de hechos ecológicamente relacionados: el aprovisionamiento de Zimroel quedará totalmente afectado, mi señor.

—¡Hay ocho mil millones de personas en Zimroel!

—Cierto. Y cuando las plagas se extiendan a Alhanroel… Valentine sintió un escalofrío.

—¿Piensa que pasará eso?

—¡Ah, mi señor, estoy convencido de ello! ¿Cuántos barcos van de un continente a otro semanalmente? ¿Cuántas aves, incluso insectos, hacen ese recorrido? El mar Interior no es demasiado amplio y la Isla y los archipiélagos constituyen excelentes posadas en mitad del camino. —Con una sonrisa extrañamente serena, el experto agrícola añadió—: Os lo aseguro, mi señor, esto no tiene remedio, es imposible hacerle frente. Habrá inanición. Habrá epidemias. Majipur va a ser devorada.

—No. No es cierto.

—Si pudiera ofreceros palabras de consuelo, lo haría. No tengo consuelo para vos, lord Valentine.

La Corona miró fijamente los extraños ojos de Y-Uulisaan.

—El Divino nos ha mandado esta catástrofe —dijo—. El Divino nos librará de ella.

—Es posible. Pero no antes de que haya daños enormes. Mi señor, solicito autorización para retirarme. ¿Podría examinar estos documentos durante una hora más o menos?

Cuando se marchó Y-Uulisaan, Valentine permaneció sentado un rato a fin de pensar una vez más en lo que se proponía hacer, algo que cada vez parecía más urgente dado el carácter calamitoso de los últimos partes. Más tarde hizo llamar a Sleet, Tunigorn y Deliamber.

—Es mi intención cambiar la ruta del gran desfile —dijo sin más preámbulo.

Los tres intercambiaron miradas de complicidad, como si llevaran semanas esperando una sorpresa desagradable de ese tipo.

—Ahora no iremos a Ni-moya. Anulad todos los preparativos a partir de Ni-moya. —Vio que los tres le miraban de modo tenso y sombrío y comprendió que no iba a conseguir apoyo sin luchar—. En la Isla del Sueño —prosiguió— tuve la certeza de que las plagas que asolan Zimroel, y que dentro de poco podrían afectar también a Alhanroel, son demostración directa del descontento del Divino. Tú, Deliamber, me planteaste ese tema hace tiempo, cuando estábamos en las ruinas de Velalisier y sugeriste que los problemas del reino, surgidos por causa de mi destronamiento, podían ser el principio del castigo por haber aplastado a los metamorfos. En Majipur hemos recorrido un largo trecho, dijiste, sin purgar el pecado original de los conquistadores, y ahora nos domina el caos porque el pasado nos pide cuentas finalmente, intereses incluidos.

—Lo recuerdo. Eso dije, prácticamente así mismo.

—Y yo contesté —continuó Valentine— que dedicaría mi reinado a reparar las injusticias que impusimos a los metamorfos. Pero no lo he hecho. Me he preocupado por otros problemas y tan sólo he hecho el gesto más superficial posible para llegar a un acuerdo con los cambiaspectos. Y mientras yo perdía el tiempo, el castigo se ha intensificado. Puesto que estoy en Zimroel, es mi intención ir a Piurifayne.

—¿A Piurifayne, mi señor? —dijeron Sleet y Tunigorn casi en el mismo instante.

—A Piurifayne, a la capital metamorfa, a Ilirivoyne. Me reuniré con la Danipiur. Escucharé sus demandas, tomaré conocimiento…

—Ningún monarca ha ido jamás a territorio metamorfo —le interrumpió Tunigorn.

—Hubo uno —repuso Valentine—. En mis años de malabarista estuve allí y actué, de hecho, ante un público formado por metamorfos y ante la misma Danipiur.

—Eso es distinto —dijo Sleet—. Podíais hacer cuanto queríais, cuando erais malabarista. Cuando estuvimos con los metamorfos, vos apenas creíais que erais la Corona. Pero ahora que lo sois sin duda alguna…

—Iré. Será una peregrinación de humildad, el principio de un acto de expiación.

—¡Mi señor! —farfulló Sleet. Valentine sonrió.

—Adelante. Ofréceme todos los argumentos en contra. Desde hace semanas espero tener un debate terrible y largo con vosotros tres y creo que ahora ha llegado el momento. Pero antes dejadme deciros una cosa: cuando termine la discusión, iré a Piurifayne.

—¿Y nada os hará dudar? —inquirió Tunigorn—. Si hablamos de los riesgos, la contravención del protocolo, las consecuencias políticas posiblemente adversas, el…

—No. No. No. Nada me hará dudar. Arrodillarse ante la Danipiur es la única forma de poner fin al desastre que se abate sobre Zimroel.

—¿Tan seguro estáis, mi señor —dijo Deliamber—, de que todo se reduce a eso?

—Hay que probarlo. De eso estoy convencido, y nunca podréis hacerme dudar de mi resolución.

—Mi señor —comentó Sleet—, fueron los cambiaspectos los que os despojaron del trono por medios mágicos, o eso recuerdo yo, y creo que vos también guardaréis algún recuerdo de ello. En estos momentos el mundo se halla al borde de la locura y vos proponéis poneros en manos de los metamorfos, en aquellas selvas sin caminos. ¿Os parece una idea…?

—¿Sensata? No. ¿Necesaria? Sí, Sleet. Que haya un monarca más o un monarca menos es algo sin importancia. Hay otros muchos hombres que pueden ocupar mi lugar y actuar igualmente bien, o mejor. Pero el destino de Majipur es muy importante. Debo ir a Ilirivoyne.

—Os lo ruego, mi señor…

—Yo soy el que ruega —contestó Valentine—. Hemos hablado suficiente. Mi decisión es firme.

—Iréis a Piurifayne —dijo Sleet con aire de incredulidad—. Os entregaréis a los cambiaspectos.

—Sí —replicó la Corona—. Me entregaré a los cambiaspectos.

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