III EL LIBRO DEL CIELO ROTO

1

Millilain siempre recordaría el día de la proclamación del primero de los nuevos monarcas, puesto que ese día pagó cinco coronas por un par de salchichas fritas.

Era mediodía y ella iba a reunirse con su marido en la tienda que tenían en la explanada del puente de Khyntor. Había comenzado el tercer mes de la Escasez. Así lo denominaban todos en Khyntor, la Escasez, aunque en su fuero interno Millilain tenía un nombre más real: el hambre. Nadie se moría de hambre, todavía no, pero nadie tenía suficientes alimentos y la situación parecía empeorar día tras día. Hacía dos noches, ella y Kristofon cenaron tan sólo una escasa ración de gachas con calimbotes secos y algunas raíces de ghumba. La cena de esta noche iba a ser budín de estacha. Y mañana… ¿quién lo sabía? Kristofon hablaba de ir a cazar animales pequeños, mintunos, droles, algo así, en el parque de Prestimion. ¿Filete de mintuno? ¿Pechuga de drole rustida? Millilain se estremeció. Después llegaría el potaje de sabandijas, probablemente. Con hojas hervidas de palmera como guarnición.

Recorrió la avenida de Ossier hasta el punto donde se desviaba hacia el camino del Zimr, que conducía a la explanada del puente. Y al pasar junto a las oficinas del protectorado llegó hasta ella el olor inconfundible e irresistible de las salchichas fritas.

Es una alucinación, pensó. O un sueño, tal vez.

En otros tiempos habían habido decenas de vendedores de salchichas en la explanada. Pero desde hacía semanas Millilain no veía a uno solo. En esa época era difícil que llegara carne: se hablaba de ganado muerto en los territorios rancheros del oeste por falta de piensos, y decían que los embarcos de reses de Suvrael, donde al parecer todo iba bien, se veían afectados por las manadas de dragones que recorrían las rutas marítimas.

Pero el olor a salchichas a la brasa era francamente auténtico. Millilain miró en todas direcciones en busca de la fuente del aroma.

¡Sí! ¡Allí!

No era una alucinación. No era un sueño. Increíble, asombroso: un vendedor de salchichas a la brasa había aparecido en la explanada, un lii menudo y encorvado con un viejo carro lleno de abolladuras en el que alargados embutidos rojos pendían en brochetas sobre el fuego de carbón. El vendedor estaba allí tan tranquilo, como si el mundo no hubiera sufrido cambio alguno. Como si no existiera Escasez. Como si los comercios no tuvieran horarios de tres horas (ése era el tiempo que tardaban en agotar todas sus existencias de comestibles).

Millilain echó a correr.

También otras personas estaban corriendo. Convergieron en las salchichas procedentes de todos los lados de la explanada como si el vendedor estuviera regalando monedas de diez reales. Pero de hecho lo que él ofrecía era más precioso que cualquier reluciente pieza de plata.

Millilain corrió como no había corrido nunca, moviendo frenéticamente los codos, levantando al máximo las rodillas, con el cabello flotando detrás. Un mínimo de cien personas corrían hacia el lii y el carro de éste. Imposible que tuviera mercancía para todos. Pero Millilain se hallaba más cerca que nadie: había visto antes al vendedor, era la que más corría. Una hembra yort de largas piernas le pisaba los talones, y un skandar vestido con un ridículo traje civil había salido por un lado y corría pesadamente sin dejar de gruñir. ¿Quién puede imaginar una época, pensó Millilain, en la que vas a la carrera para comprar salchichas a un vendedor ambulante?

La Escasez, el hambre, había empezado en algún lugar del oeste, en el territorio de la Fractura. Al principio Millilain pensó que era un hecho sin importancia, casi irreal, ya que ocurría muy lejos, en parajes realmente irreales para ella. Nunca había ido más allá de Thagobar. Cuando llegaron las primeras noticias, sintió una compasión abstracta por la gente que pasaba hambre en Mazadone, Dulorn y Falkynkip, pero era difícil creer en la realidad del rumor. Nadie pasaba hambre en Majipur, al fin y al cabo… Conforme fueron llegando más informes sobre la crisis del oeste, hablando de tumultos, grandes emigraciones o epidemias, Millilain llegó a pensar que esos hechos no sólo eran remotos en el espacio y en el tiempo, no sólo no estaban produciéndose en aquellos momentos sino que además debían haber surgido de algún libro de historia, eran incidentes de la época de lord Stiamot, por ejemplo, acontecidos hacía miles de años.

Pero posteriormente Millilain empezó a notar que las tiendas en las que compraba tenían escasas existencias de productos como nikas, hingamortes y gleinos. La culpa era de las cosechas malogradas en el oeste, decían los vendedores: del cinturón agrícola de la Fractura no llega casi nada y traer productos de otras es lento y costoso. Después productos básicos como la estacha y la roza fueron racionados, a pesar de que se cultivaban en la localidad y no había problemas agrícolas en la región de Khyntor. En esta ocasión la explicación fue que estaban enviando excedentes de alimentos a las zonas afectadas. «Todos debemos hacer sacrificios en estos momentos de extrema necesidad» y otras cosas por el estilo, afirmaba el decreto imperial. Luego llegó la noticia de que algunas enfermedades de las plantas habían aparecido también cerca de Khyntor, y en puntos orientales del río tan alejados como Ni-moya. Las cuotas de zuyol, roza y estacha se redujeron a la mitad, la lusavándula desapareció por entero del comercio, la carne empezó a escasear. Se habló de obtener suministros en Alhanroel y Suvrael, donde al parecer continuaba la normalidad. Pero eran simples habladurías, Millilain estaba convencida de ello. En el mundo entero no había suficientes barcos de carga para cambiar un poco la situación y, en el supuesto de que los hubiera, el coste habría sido prohibitivo. «Moriremos de hambre todos», comentó Millilain a Kristofon.

Finalmente la Escasez llegó a Khyntor.

La Escasez. El hambre.

Kristofon no creía que una sola persona fuera a morir de inanición. Siempre era un hombre optimista. Las cosas mejorarán de alguna manera, decía él. De alguna manera. Pero un centenar de personas corrían desesperadamente hacia un vendedor de salchichas.

La yort intentó sobrepasar a Millilain. Ésta le dio un fuerte empujón con el hombro y la derribó. Era la primera vez que golpeaba a otra persona. Notó una sensación extraña, como si estuviera mareada, y además algo apretaba su garganta. La Yort le lanzó maldiciones, pero Millilain siguió corriendo, con el corazón palpitando fuertemente y los ojos doloridos. Dio un empujón a otro de los que corrían y tras varios codazos se situó en la cola que se estaba formando. Delante, el lii entregaba salchichas comportándose en todo momento como todos los de su raza, impasible, ni mucho menos nervioso, eso parecía, por el gentío que se peleaba cerca de él.

Muy tensa, Millilain fue observando el avance de la cola. Tenía siete u ocho personas por delante. ¿Quedarían salchichas para ella? Era difícil saber qué estaba pasando en el carro: ¿habría más brochetas para substituir a las que iban vendiéndose? ¿Habría alguna para ella? Se sentía como una niña glotona en una fiesta, temerosa de que no hubiera suficientes golosinas para pasar el rato. Estoy portándome como una loca, pensó Millilain. ¿Por qué una salchicha ha de tener tanta importancia? Pero ella misma conocía la respuesta. No había comido carne en los últimos tres días, a menos que las cinco tiras de dragón salado que encontró el Día Estelar al buscar en su alacena tuvieran categoría de carne, cosa que ella dudaba mucho. El aroma de las salchichas que chisporroteaban al fuego era poderosamente atractivo. Poder comprarlas era de pronto lo más importante del mundo, quizá lo único importante. Llegó su turno.

—Dos —dijo.

—Una por cliente.

—¡Pues déme una!

El lii asintió. Sus tres ojos, relucientes y vivos, miraron a la mujer con mínimo interés.

—Cinco coronas —anunció el lii.

Millilain quedó boquiabierta. Cinco coronas era medio jornal para ella. Antes de la Escasez, lo recordaba perfectamente, una brocheta de salchichas costaba diez pesos. Pero eso había sido antes de la Escasez, claro.

—No hablará en serio —repuso Millilain—. No pueden valer cincuenta veces más que antes. Ni siquiera en estos tiempos.

—¡Pague o váyase, señora! —chilló alguien detrás de ella.

—Cinco coronas, hoy —dijo tranquilamente el lii—. La semana que viene, ocho coronas. Una semana más, un real. Una semana más, cinco reales. El mes próximo, no habrá salchichas a ningún precio. ¿Quiere salchichas? ¿Sí? ¿No?

—Sí —murmuró Millilain.

Le temblaban las manos cuando pagó las cinco coronas. Otra moneda le sirvió para comprar una cerveza, insípida y rancia. Con una sensación de agotamiento y perplejidad, Millilain se alejó de la cola.

¡Cinco coronas! Lo que podía esperarse por una comida completa en un buen restaurante, no hacía mucho. Pero casi todos los restaurantes habían cerrado, y los que quedaban, eso decían, reservaban mesas para varias semanas más tarde. Y sólo el Divino sabía qué precios estaban cobrando. Pero esto era una locura. ¡Una sola brocheta de salchichas, cinco coronas! Le asaltó una sensación de culpabilidad. ¿Qué iba a explicar a Kristofon? La verdad, decidió. No pude resistirlo, eso diré. Fue un impulso, un impulso estúpido. Percibí el olor mientras se asaban y no pude resistirlo.

¿Y si el lii hubiera exigido ocho coronas, o un real? ¿O cinco reales? Millilain no podía responder a eso. Pero sospechaba que habría pagado cualquier cantidad, tal había sido la intensidad de su obsesión.

Mordió las salchichas como si temiera que alguien pudiera quitárselas de un tirón. Estaban asombrosamente buenas: bien condimentadas. Se preguntó qué clase de carne había servido para hacerlas. Mejor no considerar ese detalle, pensó. Quizá Kristofon no fuera el único hombre que había tenido la idea de ir a cazar animalillos del parque.

Bebió un poco de cerveza y se dispuso a llevarse la brocheta a la boca por segunda vez.

—¿Millilain?

Alzó la cabeza, sorprendida.

—¡Kristofon!

—Esperaba encontrarte aquí. He cerrado la tienda para saber la causa de este alboroto.

—Un vendedor de salchichas se ha presentado de repente. Como si un mago lo hubiera conjurado.

—Ah. Ya, comprendo.

Estaba mirando la salchicha a medio comer que su esposa tenía en las manos.

Millilain sonrió forzadamente.

—Lo siento, Kris. ¿Quieres un mordisco?

—Sólo un poco —dijo él—. Supongo que será inútil volver a ponerse en la cola.

—Creo que todas estarán vendidas dentro de poco.

Le dio la brocheta, esforzándose mucho en ocultar su poca disposición, y observó muy tensa los tres o cuatro centímetros de salchicha que mordía Kristofon. Sintió intenso alivio, y bastante vergüenza, cuando su marido le devolvió el resto.

—¡Por la Dama, está deliciosa!

—Tiene que estarlo. Vale cinco coronas.

—Cinco…

—No pude evitarlo, Kris. El aroma flotaba en el aire… Me he portado como una bestia al ponerme en la cola. He dado empujones, codazos, puñetazos… Creo que habría dado casi cualquier cosa por una brocheta. ¡Oh, Kris, cuánto lo siento!

—No te disculpes. Además, ¿en qué otra cosa podemos gastar el dinero? Y las cosas cambiarán pronto. ¿Has oído las noticias esta mañana?

—¿Qué noticias?

—¡La nueva Corona! Llegará aquí dentro de poco. Vendrá aquí mismo, por el puente de Khyntor.

—Eso quiere decir que lord Valentine es el nuevo Pontífice —dijo atónita.

Kristofon sacudió la cabeza.

—Valentine es lo de menos. Dicen que ha desaparecido… que se lo llevaron los metamorfos o algo por el estilo. En fin, hace una hora han proclamado a Sempeturn como nueva Corona.

—¿Sempeturn? ¿El predicador?

—Ese mismo, sí. Llegó a Khyntor ayer por la noche. Cuenta con el apoyo del alcalde, y me han dicho que el duque ha huido a Ni-moya.

—¡Eso es imposible, Kris! ¡Un hombre no puede presentarse por las buenas diciendo que es la Corona! Deben elegirlo, deben nombrarlo. Ha de proceder del Monte del Castillo…

—Así lo creíamos antes. Pero estos tiempos son distintos. Sempeturn es un representante auténtico del pueblo. La clase de hombre que necesitamos ahora. Sabrá cómo recuperar el favor del Divino.

Millilain lo miró con incredulidad en el semblante. La salchicha pendía de su mano totalmente olvidada.

—No puede ser verdad. Es una locura. Lord Valentine es la Corona designada…

—Sempeturn afirma que Valentine es un fraude, que es absurda toda esa historia del intercambio de cuerpos, que por culpa de sus pecados recibimos el castigo de las plagas y el hambre. La única forma de redimirnos es deponer al monarca falso y entregar el trono a una persona capaz de devolvernos al camino de la razón.

—Y Sempeturn afirma que él es ese hombre y que por lo tanto debemos reverenciarlo, aceptarlo y…

—¡Ya llega! —gritó Kristofon.

Tenía el rostro encendido y la mirada muy rara. Millilain no recordaba visto a su marido en situación tan excitada. Era casi como si tuviera fiebre. Ella misma se sentía febril, confusa, aturdida. ¿Un monarca nuevo? ¿Sempeturn, aquel insignificante demagogo de las mejillas sonrosadas, sentado en el trono de Confalume? Imposible comprenderlo. Era como oír que el rojo es verde, o que a partir de ahora el agua correrá montaña arriba.

De pronto sonó música estridente. Una banda con uniforme verde oro que lucían el emblema del estallido estelar de la Corona cruzó airosamente el puente y llegó a la explanada. A continuación llegaron el alcalde y otros cargos municipales. Y finalmente, sobre un palanquín abierto, espléndido y con hermosos adornos, un hombre risueño y bajito, moreno, rubicundo de cabello abundante y revuelto, que recibía los aplausos de la muchedumbre que le seguía desde Khytor Ardiente, al otro lado del puente.

—¡Sempeturn! —bramaba el gentío—.¡Sempeturn! ¡Aclamemos todos a lord Sempeturn!

—¡Viva lord Sempeturn! —aulló Kristofon. Esto es un sueño, pensó Millilain. Es un envío espantoso que no logro comprender.

—¡Sempeturn! ¡Lord Sempeturn!

Todos los presentes en la explanada estaban gritando ya. Aquella especie de locura iba creciendo. Millilain cogió torpemente el último trozo de salchicha, lo tragó sin saborearlo y dejó que la brocheta cayera al suelo. El mundo parecía estar ondulando bajo sus pies.

—¡Sempeturn! ¡Lord Sempeturn! —seguía gritando Kristofon, en tono cada vez más ronco.

El palanquín pasó junto al matrimonio. Sólo veinte metros los separaban de la nueva Corona, si realmente era la nueva Corona. Sempeturn volvió la cabeza y miró directamente a Millilain. Y ésta, llena de asombro y presa de un pánico creciente, oyó que de sus labios salían las mismas palabras que pronunciaban los demás:

—¡Sempeturn! ¡Viva lord Sempeturn!

2

—¿Que se fue adónde? —dijo Elidath, atónito.

—A Ilirivoyne —repitió Tunigorn—. Partió hace tres días. Elidath meneó la cabeza.

—Oigo tus palabras, y me parecen absurdas. Mi cerebro se niega a aceptarlas.

—¡Por la Dama, igual que el mío! Pero ello no significa que la verdad sea menos cierta. Significa que se presentará ante la Danipiur y le suplicará el perdón de todos los pecados que hemos cometido contra su pueblo, o alguna locura semejante.

Sólo había transcurrido una hora desde que el barco de Elidath atracara en Piliplok. De inmediato el regente había corrido al gran ayuntamiento de la ciudad, latente la esperanza de encontrar allí a Valentine o, en el peor de los casos, recién salido hacia Ni-moya. Pero en el ayuntamiento no había miembro alguno del séquito real, a excepción de Tunigorn, al que encontró hojeando documentos en un despacho poco espacioso y lleno de polvo. Y el relato que le hizo Tunigorn… ¡El gran desfile interrumpido, la Corona iba a aventurarse en las junglas habitadas por los cambiaspectos! ¡No, no, era increíble, no tenía lógica alguna!

La fatiga y el desespero aplastaron el ánimo de Elidath como si fueran rocas enormes, y el regente notó que sucumbía a su aplastante peso.

—He ido en su busca por medio mundo —dijo con voz sorda— para evitar que sucediera esto. ¿Sabes cómo ha sido mi viaje, Tunigorn? Noche y día en flotacoche hasta la costa, sin detenernos un momento. Luego a toda vela en un mar repleto de dragones irritados. En tres ocasiones se acercaron tanto a nuestro crucero que pensé que iban a hundirnos. Y por fin llego a Piliplok medio muerto de agotamiento para enterarme de que he llegado tres días tarde, que se ha embarcado en esa aventura absurda y arriesgada, cuando es posible que si hubiera corrido un poco más, si hubiera partido unos días antes…

—No le habrías hecho cambiar de idea, Elidath. Nadie habría podido. Sleet fue incapaz, lo mismo que Deliamber, igual que Carabella…

—¿Ni siquiera Carabella?

—Ni siquiera Carabella —repuso Tunigorn. La desesperación de Elidath creció. La combatió ferozmente, se negó a dejarse dominar por el miedo y la vacilación.

—A pesar de todo —dijo al cabo de unos instantes—, Valentine tendrá que escucharme, y lograré que dude. De eso por lo menos estoy convencido.

—Creo que te engañas, viejo amigo —contestó tristemente Tunigorn.

—En ese caso, ¿para qué me hiciste venir, si consideras que la tarea es imposible?

—Cuando te llamé —dijo Tunigorn—, no tenía la menor idea sobre las intenciones de Valentine. Lo único que sabía era que él estaba muy agitado y que estaba considerando seguir un rumbo temerario y extraño. Pensé que si tú le acompañabas en el gran desfile podrías calmarlo y hacerle olvidar sus planes. Cuando nos hizo saber sus intenciones, y cuando nos hizo comprender que nada podía desviarle de ellas, tú ya habías partido hacia el oeste. Tu viaje es un fracaso, y lo único que puedo hacer es ofrecerte mis excusas.

—Iré en su busca, a pesar de todo.

—No conseguirás nada, me temo. Elidath hizo un gesto de indiferencia.

—Lo he seguido nada menos que hasta aquí: ¿cómo voy a abandonar la búsqueda ahora? Tal vez exista algún medio de hacerle recobrar la razón. ¿Dices que piensas salir tras él mañana?

—Al mediodía, sí. En cuanto me ocupe de los últimos despachos y decretos que tengo pendientes.

Elidath se inclinó hacia adelante con aire de ansiedad.

—Llévalos contigo. ¡Debemos salir esta misma noche!

—Eso no sería sensato. Acabas de explicarme que tu viaje te ha dejado exhausto y veo el cansancio en tu cara. Descansa en Piliplok esta noche, come bien, duerme bien, sueña bien y mañana…

—¡No! —exclamó Elidath—. ¡Esta noche, Tunigorn! Cada hora que perdemos aquí Valentine está más cerca de territorio cambiaspecto. ¿No te das cuenta del peligro? —Miró fríamente a Tunigorn—. Partiré sin ti, si es preciso.

—No toleraré eso. Elidath enarcó las cejas.

—¿Debo entender que mi partida está sujeta a tu autorización?

—Sabes a qué me refiero. No puedo consentir que vayas solo al quinto infierno.

—En ese caso, ¿me acompañarás esta noche?

—¿Por qué no esperar a mañana?

—¡No!

Tunigorn cerró los ojos un momento.

—De acuerdo —contestó por fin—. Así será. Esta noche. Elidath asintió.

—Alquilaremos una embarcación pequeña, rápida, y con suerte sorprenderemos a Valentine antes de que llegue a Ni-moya.

—Valentine no va camino de Ni-moya, Elidath —dijo Tunigorn en tono desolado.

—No lo entiendo. La única ruta que yo conozco para ir desde aquí a Ilirivoyne es el río hasta Verf pasando por Ni-moya, ¿no es cierto? Y desde Verf hacia el sur hasta la puerta de Piurifayne.

—Ojalá él hubiera ido por ahí.

—Bien, ¿qué otra ruta existe? —preguntó Elidath, sorprendido.

—Ninguna lógica. Pero Valentine ideó su propia ruta: por el sur hasta Gihorna, cruzar el Steiche y entrar en territorio metamorfo.

Elidath le miró fijamente.

—¿Cómo es posible? Gihorna es un desierto despoblado. El Steiche es un río infranqueable. Valentine lo sabe, y en caso contrario, su pequeño vroon lo sabe perfectamente.

—Deliamber hizo cuanto pudo para hacerle desistir. Valentine no le escuchó. Argumentó que, si iba por la ruta de Ni-moya y Verf, se vería obligado a hacer un alto en todas las ciudades del camino para asistir a las ceremonias del gran desfile, y él no quería retrasar tanto su peregrinación a tierras metamorfas.

Elidath sintió que le envolvían el desaliento y la alarma.

—Y pretende adentrarse en las tormentas de arena y las miserias de Gihorna, y buscar un paso del río en el que ya una vez estuvo al borde de ahogarse…

—Sí, y con todo eso podrá hacer una visita a la gente que logró destronarle hace diez años…

—¡Es una locura!

—Una locura, cierto —dijo Tunigorn.

—¿Estás de acuerdo? ¿Partimos esta noche?

—Esta noche, sí.

Tunigorn extendió una mano y Elidath la estrechó con fuerza. Permanecieron en silencio unos instantes.

—¿Podrías responderme una pregunta, por favor, Tunigorn? —dijo después Elidath.

—Has usado el término «locura» más de una vez, al hablar de esta aventura de Valentine, igual que yo. Y es cierto. Pero no veo a la Corona desde hace un año o más y tú has estado con él desde que salió del Monte. Dime una cosa: ¿crees que está loco realmente?

—¿Loco? No, creo que no.

—Asciende a príncipe a Hissune, hace una peregrinación a tierras metamorfas…

Tunigorn meditó su respuesta.

—No son cosas que tú o yo habríamos hecho, Elidath. Pero opino que no se trata de síntomas de locura por parte de Valentine, sino manifestaciones de otro rasgo suyo, una bondad, una dulzura, algo así como una santidad que tú y yo somos incapaces de comprender. Siempre hemos sabido una cosa de Valentine: es diferente de nosotros en ciertos aspectos.

—Mejor santo que loco, diría yo —comentó Elidath con el ceño fruncido—. Pero esta bondad, esta santidad… ¿crees que son las cualidades de la Corona que más necesita Majipur, cuando está abriéndose una época de conflictos y perplejidad?

—No tengo respuesta a eso, viejo amigo.

—Yo tampoco. Pero sí tengo ciertos temores.

—Igual que yo —contestó Tunigorn—. Igual que yo.

3

Y-Uulisaan yacía alerta y en tensión a oscuras, escuchando el rugido del viento en los desiertos de Gihorna: un cortante viento del este que levantaba remolinos de arena húmeda y la arrojaba con insistencia contra los laterales de la tienda de campaña.

La caravana real con la que estaba viajando hasta el momento se hallaba acampada centenares de kilómetros al suroeste de Piliplok. El río Steiche estaba a pocos días de trayecto, y al otro lado aguardaba Piurifayne. Y-Uulisaan ansiaba desesperadamente cruzar por fin el río y respirar de nuevo el aire de su provincia natal, y cuanto más se aproximaba la caravana, tanto más agudo era su deseo. Estar otra vez entre los suyos, libre de la tensión de esta mascarada interminable…

Pronto… pronto…

Pero antes debía informar a Faraataa, por algún medio, de los planes de lord Valentine.

Habían pasado seis días desde el último contacto de Faraataa con Y-Uulisaan, y entonces éste no sabía que la Corona pretendía peregrinar a territorio piurivar. Indudablemente Faraataa debía conocer esa información. Pero Y-Uulisaan carecía de medios fiables para comunicar con Faraataa, tanto si recurría a los canales convencionales, que prácticamente no existían en aquellos parajes horribles y apenas habitados, como si se decidía por la comunicación con los reyes acuáticos. Eran precisas varias mentes para atraer la atención de un rey acuático y Y-Uulisaan no tenía compañeros en esta misión.

Era igual, lo intentaría. Igual que había hecho las tres últimas noches, concentró las energías de su cerebro, las proyectó y se puso tenso para iniciar un contacto más o menos aceptable con el líder de la rebelión, que se hallaba a casi dos mil kilómetros de distancia.

—¿Faraataa? ¿Faraataa?

Inútil. Sin la ayuda de un rey acuático a modo de intermediario, una transmisión de esas características era prácticamente imposible. Y-Uulisaan lo sabía. A pesar de todo continuó intentándolo. Quizá existiera, se obligó a creer, una mínima probabilidad de que un rey acuático captara por casualidad la transmisión y la amplificara. Una probabilidad mínima, una posibilidad despreciable, pero que él no podía desdeñar.

—¿Faraataa?

La figura de Y-Uulisaan fluctuó ligeramente a causa del esfuerzo. Sus piernas se alargaron, su nariz disminuyó de tamaño. Detuvo el cambio a desgana antes de que fuera perceptible para el resto de ocupantes de la tienda y recobró la forma humana. No se había atrevido a descuidar su aspecto ni siquiera un segundo desde que asumió la apariencia humana en Alhanroel, por temor a que alguien descubriera que era un espía piurivar. Hecho que le provocaba enorme tensión interna, hasta tal punto que apenas podía tolerarla. Pero se aferraba a la forma elegida.

Continuó proyectando en la noche la fuerza de su espíritu.

—¿Faraataa? ¿Faraataa?

Nada. Silencio. Soledad. Lo usual.

Al cabo de unos instantes desistió y trató de dormir. La mañana aún quedaba lejos. Se tendió y cerró sus doloridos ojos.

Pero el sueño no quería llegar. Raramente lo hacía en este viaje. En el mejor de los casos Y-Uulisaan debía conformarse con cabezadas irregulares. Había excesivas distracciones: el rigor del viento, el sonido de la arena arrojada contra la lona, los ásperos ronquidos de los miembros del séquito de la Corona que compartían la tienda con él. Y sobre todo el dolor omnipresente y aturdidor de estar aislado entre seres hostiles de otra raza. Tenso, muy nervioso, Y-Uulisaan aguardó la llegada del alba.

Más tarde, entre la Hora del Chacal y la Hora del Escorpión, el piurivar captó el sonido de una música monótona e insinuadora que rozaba con suavidad su mente. Tan tenso estaba que la repentina intromisión le despojó por un momento de su estabilidad formal: imitó a dos de los humanos que dormían cerca de él, adoptó torpemente el aspecto piurivar durante una fracción de segundo y recobró el dominio de sí mismo. Se incorporó con el corazón desbocado y respirando irregularmente y buscó el origen de aquella música.

Sí. Allí estaba. Un gemido monótono que se deslizaba extrañamente entre los intervalos de la escala. Lo reconoció como el canto mental de un rey acuático, inconfundible a causa de su naturaleza y su timbre, a pesar de que él no había escuchado antes el cántico de aquel rey en particular. Abrió su mente al contacto y un instante más tarde, con enorme alivio, oyó la voz mental de Faraataa.

—¿Y-Uulisaan?

—¡Al fin, Faraataa! ¡Cuánto tiempo he esperado esta llamada!

—Llega en el momento señalado, Y-Uulisaan.

—Sí, lo sé. Pero tengo noticias urgentes para ti. He llamado noche tras noche, intentando establecer contacto. ¿No oíste nada?

—Nada. Esta llamada es la regular.

—Ah.

—¿Dónde estás, Y-Uulisaan, y qué novedades hay?

—Estoy en algún lugar de Gihorna, muy al sur de Piliplok y muy alejado de la costa, casi en el Steiche. Continúo viajando con la comitiva de la Corona.

—¿Y es posible que el gran desfile le haya llevado a Gihorna?

—Ha interrumpido el gran desfile, Faraataa. Ahora se dirige a Ilirivoyne, para conferenciar con la Danipiur.

Como respuesta llegó silencio, un silencio tan preciso, tan duro, que crujía como la energía de los rayos y casi apagaba un silbido crepitante. Y-Uulisaan, al cabo de unos segundos, pensó que el contacto se había roto por completo. Pero finalmente Faraataa habló de nuevo:

—¿La Danipiur? ¿Qué quiere de ella la Corona?

—El perdón.

—¿El perdón de qué, Y-Uulisaan?

—De todos los crímenes cometidos por su pueblo contra nosotros.

—¿Debo entender que se ha vuelto loco?

—Algunos de sus acompañantes opinan así. Otros dicen que es la forma de hacer las cosas de Valentine, afrontar al odio con amor.

Hubo otro largo silencio.

—La Corona no debe hablar con ella, Y-Uulisaan.

—Pienso igual.

—No es momento para perdonar. Es el momento para contender, o no habrá victoria para nosotros. Evitaré que vea a la Danipiur. No debe reunirse con ella. Es posible que intente llegar a un arreglo con ella, ¡y no debe haber arreglo alguno!

—Lo entiendo.

—La victoria es casi nuestra. El gobierno está desmoronándose. El imperio del orden está descomponiéndose. ¿Sabes, Y-Uulisaan, que han surgido tres falsas coronas? El primero se proclamó en Khyntor, el segundo en Ni-moya y el tercero en Dulorn.

—¿Es cierto eso?

—Totalmente cierto. ¿No sabías nada?

—Nada. Y creo que Valentine tampoco. Estamos muy lejos de la civilización. ¡Tres monarcas falsos! ¡Es el principio del fin para ellos, Faraataa!

—Eso creo yo. Todo se desarrolla bien para nosotros. Las plagas siguen extendiéndose. Con tu ayuda, Y-Uulisaan, hemos podido contrarrestar las medidas del gobierno y empeorar mucho más la situación. Zimroel es un caos. En Alhanroel empiezan a surgir las primeras dificultades. ¡La victoria es nuestra!

—¡La victoria es nuestra, Faraataa!

—Pero debemos detener a la Corona antes de que llegue a Ilirivoyne. Dime vuestra localización exacta, si es posible.

—Llevamos tres días viajando en flotacoche, en dirección suroeste, desde Piliplok hasta el Steiche. Esta tarde he oído decir a alguien que el río está a dos jornadas de viaje, tal vez menos. Ayer la Corona y algunos miembros de su séquito se adelantaron al cuerpo principal de la caravana. Ya deben estar cerca del río.

—¿Y cómo piensan cruzarlo?

—No lo sé. Pero…

—¡Deprisa! ¡Cogedlo!

Con los gritos repentinos se perdió por completo el contacto con Faraataa. Dos siluetas enormes aparecieron en la oscuridad y cayeron sobre Y-Uulisaan. Éste, perplejo y desprevenido, quedó boquiabierto de sorpresa.

Vio que eran la corpulenta guerrillera Lisamon Hultin y el feroz skandar Zalzan Kavol los que le habían agarrado. El Vroon Deliamber permanecía a buena distancia, y sus tentáculos formaban complejas figuras al enroscarse.

—¿Qué están haciendo? —preguntó Y-Uulisaan—. ¡Esto es un ultraje!

—Ah, claro —replicó alegremente la amazona—. Desde luego que lo es.

—¡Suélteme ahora mismo!

—¡Eso es muy poco probable, espía! —bramó el skandar.

Y-Uulisaan hizo desesperados esfuerzos para librarse de la presa de sus atacantes, pero era tan sólo un muñeco en sus manos. El pánico le dominó y notó que el control de su apariencia empezaba a fallar. Nada podía hacer para reforzarlo, pese a que ello representaba la revelación de su verdadera personalidad. Lisamon y el skandar siguieron sujetándolo mientras se retorcía y se agitaba, y en el cuerpo metamorfo adoptó sucesivamente numerosas transformaciones: diversas criaturas, una masa de espinas y bultos, serpientes sinuosas de longitudes variables… Incapaz de soltarse, con las fuerzas tan agotadas después del contacto con Faraataa que le fue imposible recurrir a sus facultades defensivas, descargas eléctricas y demás, Y-Uulisaan prorrumpió en chillidos y rugidos de frustración hasta que, bruscamente, el vroon le rozó la frente con uno de sus tentáculos y le administró una descarga breve para atontarlo. Y-Uulisaan quedó fláccido y casi sin conocimiento.

—Llevadlo ante la Corona —dijo Deliamber—. Le interrogaremos en presencia de lord Valentine.

4

Ese día, mientras avanzaba hacia el oeste, hacia el Steiche, junto con la vanguardia de la caravana real, Valentine vio que el paisaje sufría cambios espectaculares hora tras hora. La monótona Gihorna dejaba paso a la misteriosa frondosidad de la selva tropical piurivar. Detrás quedaba todo un litoral de dunas y amontonamiento de tierra cubiertos de maleza, ásperos penachos de hierba de filo dentado y arbolillos enanos con hojas amarillentas y yertas. El suelo ya no era de arena, cada vez tenía un color más oscuro, más vivo, y servía de base a un alboroto de lozanía. El aire no transportaba ya el acre olor del mar, sino el aroma dulce y almizcleño de la jungla. Sin embargo Valentine sabía que aquel territorio era simplemente una transición. La jungla auténtica aguardaba delante, más allá del Steiche, una zona de niebla y rareza, verdor denso y oscuro, colinas y montañas barridas por las brumas: el reino de los cambiaspectos.

Llegaron al río una hora antes del crepúsculo. El vehículo de Valentine fue el primero; los otros dos tardaron un par de minutos más. La Corona indicó a los capitanes que dispusieran los flotacoches en formación paralela junto a la orilla. Después se apeó y se aproximó al borde del agua.

Valentine tenía motivos para recordar perfectamente el río. Había llegado al Steiche durante sus años de exilio, cuando él y sus compañeros los malabaristas huían de la ira de los metamorfos de Ilirivoyne. De pie junto a las rápidas aguas, la mente de Valentine retrocedió en el tiempo hasta revivir el frenético recorrido por una Piurifayne anegada por la lluvia, la sangrienta batalla con los metamorfos emboscados en las profundidades de la jungla, los menudos hermanos del bosque, parecidos a monos, que los condujeron al Steiche para salvarlos. Y Valentine recordó también el descenso terrible e infortunado del turbulento río, lleno de cantos rodados, remolinos y rápidos, con la esperanza de alcanzar la seguridad de Ni-moya…

Pero aquí no habían rápidos, ni rocas puntiagudas hendiendo los remolinos de la superficie, ni elevados muros rocosos flanqueando el cauce. El río tenía un curso rápido, pero era ancho, liso y tratable.

—¿Es éste el Steiche? —preguntó Carabella—. No parece el mismo río que nos causó tantos problemas. Valentine asintió.

—Eso está más al norte. Este tramo del río parece más cortés.

—Tampoco es muy amable. ¿Podemos cruzarlo?

—Debemos —repuso Valentine mientras contemplaba la distante orilla occidental y, más allá, Piurifayne.

El crepúsculo había empezado ya y, con la oscuridad creciente, la provincia metamorfa tenía un aspecto impenetrable, insondable, hermético. El humor de la Corona se ensombreció una vez más. ¿Era una tontería, se preguntó, hacer esa alocada expedición a la jungla? ¿Era una empresa absurda, ingenua, condenada al fracaso? Quizá sí. Tal vez el único resultado de su apresurada búsqueda del perdón de la reina metamorfa fuera la burla y la vergüenza. Y en ese caso quizás haría mejor renunciando a la corona que jamás había ambicionado y poniendo el mando en manos de un hombre más brutal y decidido.

Quizá. Quizá.

Notó que una criatura extraña e indolente había salido del agua en la otra orilla y daba vueltas, muy despacio, junto al borde del río: era un animal alargado, de cuerpo abultado, con pelaje azul claro y un solitario ojazo triste en lo alto de su cabeza bulbosa. Mientras lo observaba, divertido por la fealdad y torpeza del animal, éste hincó la cabeza en al fango del suelo de la ribera y la movió de uno a otro lado como si intentara excavar un pozo.

Sleet se aproximó. Valentine, absorto en la observación de la rara bestia de la otra orilla, le hizo aguardar en silencio unos momentos antes de volver la cabeza hacia él.

Valentine pensó que la expresión de su consejero era meditabunda, incluso preocupada.

—Acamparemos aquí esta noche, ¿os parece bien, excelencia? —dijo Sleet—. Esperaremos la mañana para comprobar si los flotacoches pueden moverse sobre aguas tan rápidas como éstas…

—Ésa es mi intención, sí.

—Con todos los respetos, mi señor, deberías considerar la posibilidad de atravesar el río esta noche, si es posible.

Valentine frunció el ceño. Se sintió curiosamente alejado: las palabras de Steel parecían llegar desde muy lejos.

—Si no recuerdo mal, nuestro plan era pasar la mañana experimentando con los vehículos, pero aguardar a este lado del río hasta que el resto de la caravana nos alcanzara y adentrarnos después en Piurifayne. ¿Me equivoco?

—No, mi señor, pero…

Valentine no le dejó seguir:

—En ese caso hay que ordenar que monten las tiendas antes de que se haga oscuro, ¿eh, Sleet? —La Corona olvidó el tema y volvió a contemplar el río—. ¿Ves ese animal tan extraño en la otra orilla?

—¿Os referís al gromwark?

—¿Así se llama? ¿Qué crees que está haciendo, hundiendo la cabeza en la tierra de esa forma?

—Una madriguera, creo. Para acurrucarse cuando empiece la tormenta. Viven en el agua, ¿sabéis?, pero debe creer que el río no tardará en estar muy agitado y…

—¿Una tormenta? —inquirió Valentine.

—Sí, mi señor. Intentaba avisaros, mi señor. ¡Mirad el cielo, mi señor!

—El cielo se oscurece. La noche se acerca.

—Pretendía decir que mirarais hacia el este —corrigió Sleet.

Valentine dio media vuelta y miró hacia Gihorna. El sol debía estar casi oculto en esa dirección. Valentine esperaba ver un cielo grisáceo, incluso negro, a esa hora del día. Pero en el este, en lugar de eso, acontecía una insólita puesta de sol, algo milagroso: un brillo color pastel llenaba de franjas el cielo, de un tono rosado teñido de amarillo, y verde claro en el horizonte. Los colores poseían una extraña intensidad vibrante, como si el cielo latiera. El mundo tenía una apariencia de extraordinaria inmovilidad: Valentine oía el susurro del río pero ningún otro sonido, ni siquiera el canto del anochecer de los pájaros o las siniestras notas agudas de las menudas ranas arbóreas escarlatas que moraban allí a millares. Y el ambiente tenía la extraña sequedad del desierto, un rasgo combustible.

—Una tormenta de arena, mi señor —dijo en voz baja Sleet.

—¿Estás seguro?

—Debe estar produciéndose ahora mismo en la costa. El viento ha soplado del este toda la jornada y de esa dirección vienen las tormentas de Gihorna, del océano. Vientos secos del océano, majestad, ¿podéis imaginarlo? Yo, no.

—Odio los vientos secos —murmuró Carabella—. Como el viento que los dragoneros llaman «el envío». Me pone los nervios de punta.

—¿Habéis oído hablar de estas tormentas, mi señor? —preguntó Sleet.

Valentine asintió, muy tenso. La educación de un monarca es rica en detalles geográficos. Las impresionantes tormentas de arena de Gihorna acontecían con poca frecuencia pero eran muy famosas: vientos feroces que despellejaban las dunas como cuchillos, levantaban toneladas de arena y arrastraban ésta con irresistible violencia hacia las regiones del interior. Se producían dos o tres veces por generación, pero eran recordadas durante mucho tiempo.

—¿Qué les pasará a los nuestros, a los rezagados? —inquirió Valentine.

—La tormenta ha de pasar justo por encima de ellos. Tal vez ya los haya sorprendido, y en caso contrario no tardará mucho. Las tormentas de Gihorna son veloces. ¡Escuchad, majestad, escuchad!

Se estaba levantando viento.

Valentine lo escuchó, todavía muy lejano, un silbido suave que había empezado a entrometerse en el sobrenatural silencio. Era igual que el primer susurro de un gigante al despertarse y montar en cólera, un susurro que sin duda alguna no tardaría en transformarse en un rugido espantoso.

—¿Y nosotros? —dijo Carabella—. ¿Llegará la tormenta hasta aquí, Sleet?

—Eso cree el Gromwark, mi señora. Pretende aguardar los acontecimientos bajo tierra. —Miró a Valentine y le dijo—: ¿Puedo aconsejaros, mi señor?

—Por favor.

—Deberíamos cruzar el río ahora mismo, mientras es posible hacerlo. Si la tormenta nos sorprende, podría destruir los vehículos, o averiarlos tanto que fueran inútiles para moverse sobre agua.

—¡Más de la mitad de mi séquito continúa en Gihorna!

—Suponiendo que estén vivos…

—¡Deliamber… Tisana… Shanamir…!

—Lo sé, mi señor. Pero ahora no podemos hacer nada por ellos. Si hemos de proseguir la expedición, debemos cruzar el río, y más tarde podría ser imposible. En la otra orilla podemos cobijarnos en la jungla y acampar allí hasta que vengan los demás, si es que vienen. Pero si permanecemos aquí nos exponemos a quedar inmovilizados para siempre, incapaces de avanzar, incapaces de retroceder.

Tétrica perspectiva, pensó Valentine. Y probable. Sin embargo abrigaba dudas, se mostraba reacio a adentrarse en Piurifayne cuando tantos de sus allegados y seres más queridos se enfrentaban a un destino incierto bajo los latigazos de la arena arrastrada por el viento de Gihorna. Por un instante experimentó el alocado impulso de ordenar que los flotacoches retrocedieran hacia el este, a fin de localizar al resto de la partida real. Un momento de reflexión le hizo comprender que eso era una estupidez. Nada podía conseguir si retrocedía excepto poner en peligro más vidas. Tal vez la tormenta no llegara a un punto tan occidental, y en tal caso sería preferible aguardar a que se consumiera su ira, y volver después a Gihorna para recoger a los supervivientes.

Permaneció quieto y en el silencio, mirando con tristeza hacia el este, hacia la zona oscura extrañamente iluminada por el horrendo fulgor de la energía destructiva de la tormenta.

El viento continuaba cobrando fuerza. La tormenta llegará hasta aquí, comprendió Valentine. Pasará arrolladoramente por aquí y quizá se lance también hacia las junglas piurivares antes de que su potencia se disipe.

En ese momento entrecerró los ojos, parpadeó de sorpresa y apuntó hacia el este:

—¿No veis unas luces que se acercan? ¿Faros de flotacoches?

—¡Por la Dama! —murmuró roncamente Sleet.

—¿Son ellos? —preguntó Carabella—. ¿Crees que han logrado escapar de la tormenta?

—Un solo vehículo, mi señor —dijo en voz baja Sleet—. Y no pertenece a la caravana real, eso creo.

Valentine había llegado a la misma conclusión en el mismo instante. Los flotacoches reales eran vehículos enormes, con capacidad para numerosos pasajeros y gran cantidad de equipaje. Lo que se acercaba hacia ellos procedente de Gihorna se parecía más a un vehículo privado de pequeño tamaño, un modelo para dos o cuatro pasajeros: sólo tenía dos faros delante, que despedían rayos poco potentes, mientras que los flotacoches grandes tenían tres luces de intenso brillo.

El vehículo se detuvo a menos de cien metros de la Corona. La guardia de lord Valentine corrió inmediatamente a rodearlo, con los lanzaenergías dispuestos. Las puertas del flotacoche se abrieron y dos hombres macilentos y agotados salieron tambaleantes.

Valentine quedó boquiabierto de asombro.

—¿Tunigorn? ¿Elidath?

Era imposible: un sueño, una fantasía. Tunigorn debía estar en esos momentos en Piliplok, ocupado en tareas administrativas rutinarias. ¿Y Elidath? ¿Cómo podía estar allí? Elidath tenía que estar a miles de kilómetros, en lo alto del Monte del Castillo. Valentine podía esperar encontrarlo allí en un bosque oscuro de la frontera piurivar, tanto como a su madre la Dama.

No obstante aquel hombre de elevada estatura, el de las cejas espesas y el mentón claramente hendido, debía ser Tunigorn. Y el otro, más alto incluso, el de los ojos penetrantes y las facciones marcadas y con los pómulos bien visibles debía ser Elidath. A menos que… a menos que…

El viento se hizo más fuerte. Valentine pensó que finas flámulas de arena flotaban en él.

—¿Sois reales? —preguntó a Elidath y Tunigorn—. ¿O simplemente un par de perfectas imitaciones metamorfas?

—¡Reales, Valentine, totalmente reales! —exclamó Elidath, y extendió los brazos hacia la Corona.

—Por el Divino, es la verdad —dijo Tunigorn—. No somos falsificaciones y hemos viajado día y noche, mi señor, hasta encontraros en este lugar.

—Sí —contestó Valentine—. Creo que sois reales.

Quiso acercarse hacia los brazos abiertos de Elidath, pero sus soldados, vacilantes, se interponían, Valentine les indicó que se apartaran y abrazó con fuerza al regente. Luego, tras soltarlo, retrocedió para contemplar a su amigo más antiguo e íntimo. Había pasado más de un año desde la última vez que se vieron. Pero Elidath parecía haber envejecido dos lustros. Tenía un aspecto desgastado, deteriorado, roído. ¿Acaso las preocupaciones de la regencia le habían consumido de aquella forma?, se preguntó Valentine. ¿O era la fatiga del largo viaje por Zimroel? En tiempos Valentine lo había considerado como un hermano, ya que eran de la misma edad y tenían espíritus prácticamente del mismo temple. Y de pronto Elidath se había transformado en un anciano agotado.

—Mi señor, la tormenta… —empezó a decir Sleet.

—Un momento —respondió Valentine, y con gesto brusco le indicó que se fuera—. Hay muchas cosas que debo saber. —Miró a Elidath—. ¿Cómo es posible que estés aquí?

—He venido, mi señor, para rogaros que no sigáis corriendo riesgos.

—¿Qué te hace pensar que he corrido riesgos, o que voy a seguirlos corriendo?

—Me enteré de que planeabais ir a Piurifayne y hablar con los metamorfos —dijo Elidath.

—Esa decisión la tomé hace poco. Debiste salir del Monte semanas o incluso meses antes que la idea cruzara por mi mente. —Con cierta irritación, Valentine añadió—: ¿Así es como me sirves, Elidath? ¿Abandonando tu puesto en el Castillo, recorriendo medio planeta por voluntad propia a fin de obstaculizar mis planes?

—Mi puesto está junto a vos, Valentine. Valentine le miró ceñudamente.

—Por el cariño que te tengo te doy mis saludos y te ofrezco mi abrazo. Pero ojalá no estuvieras aquí.

—Lo mismo digo yo —contestó Elidath.

—Mi señor —insistió Sleet—: ¡La tormenta está aquí mismo! Os ruego que…

—Sí, la tormenta —dijo Tunigorn—. Una tormenta de arena típica de Gihorna, es terrible presenciarla. La oímos bramar en la costa cuando partimos en vuestra busca y nos ha seguido todo el camino. Una hora, media, tal vez menos, y estará aquí, mi señor.

Valentine notó que una prieta faja de tensión comprimía su pecho. ¡La tormenta, la tormenta, la tormenta! Sí, Sleet tenía razón: había que hacer algo. Pero él tenía muchas preguntas pendientes… había muchas cosas que averiguar…

—Al venir debéis haber pasado por el otro campamento —dijo a Tunigorn—. ¿Lisamon, Deliamber, Tisana, están todos bien?

—Harán todo cuanto puedan para protegerse. Y nosotros debemos hacer lo mismo. Marchar hacia el oeste, tratar de encontrar abrigo en las profundidades de la jungla antes de que nos alcance la furia de la tormenta…

—Mi consejo es idéntico —dijo Sleet.

—Perfectamente —repuso Valentine. Miró a Sleet y le ordenó—: Que los vehículos se preparen para atravesar el río.

—Inmediatamente, mi señor. —Sleet se alejó corriendo.

—Puesto que tú estás aquí —dijo Valentine a Elidath—, ¿quién manda en el Castillo?

—Elegí tres príncipes para formar el consejo de regencia: Stasilaine, Divvis e Hissune.

—¿Hissune?

Las mejillas del regente se llenaron de color.

—Tenía entendido que deseabais que avanzara pronto en las tareas de gobierno.

—Así es. Obraste bien, Elidath. Pero sospecho que alguien no quedaría complacido, ni mucho menos, con la elección.

—Ciertamente. El príncipe de Banglecode, el duque de Halanx…

—Los nombres no importan. Yo sé quiénes son —dijo Valentine—. Cambiarán de opinión a su debido tiempo, eso creo.

—Opino igual. Ese muchacho es sorprendente, Valentine. Nada escapa a su atención. Aprende con asombrosa rapidez. Actúa con seguridad. Y si comete un error sabe extraer conocimientos del mismo. En cierto sentido me recuerda a ti, cuando tenías su edad.

Valentine sacudió la cabeza.

—No, Elidath. Es totalmente distinto a mí. Ése es el rasgo de Hissune que más valoro. Vemos las mismas cosas, pero las vemos con ojos diferentes. —Sonrió, cogió del brazo a Elidath y permaneció así unos momentos, mientras agregaba en voz baja—: ¿Conoces mis planes para él?

—Creo que sí.

—¿Y te preocupan? Elidath mantuvo su mirada.

—Tú sabes que no, Valentine.

—Cierto. Lo sé —dijo la Corona.

Hundió los dedos en el brazo del regente, después lo soltó y se marchó antes de que Elidath pudiera ver el repentino centelleo de sus ojos.

El viento, cargado de arena, bramaba fantasmagóricamente. Hendía el bosquecillo de árboles de fino tallo que había hacia el este y reducía a jirones las anchas hojas igual que una legión de cuchillos invisibles. Valentine, al ver que las suaves rociadas de arena golpeaban su cara con punzante efecto, se apartó del viento y se subió la capa para protegerse. Los demás hicieron lo mismo. Al borde del río, donde Sleet supervisaba la conversión de los mecanismos de efecto terrestre de los flotacoches a fin de poderlos usar sobre agua, la actividad era bulliciosa.

—Hay muchas novedades extrañas, Valentine —dijo Tunigorn.

—¡Pues coméntalas!

—El experto agrícola que viaja con nosotros desde Alaisor…

—¿Y-Uulisaan? ¿Qué me dices de él? ¿Le ha pasado algo?

—Es un cambiaspectos, mi señor.

Las palabras fueron como golpes para Valentine.

—¿Qué?

—Deliamber lo captó por la noche. El Vroon notó algo raro en las cercanías e investigó hasta descubrir que Y-Uulisaan estaba sosteniendo una charla mental con alguien situado muy lejos. Ordenó al skandar y la amazona que lo detuvieran. Cuando lo hicieron, Y-Uulisaan empezó a cambiar de forma igual que un demonio atrapado.

La furia invadió a Valentine.

—¡Esto es increíble! ¡Todas estas semanas hemos tenido un espía entre nosotros, le hemos confiado nuestros planes para superar las epidemias y las desgracias de las provincias agrícolas! ¡No, no! ¿Qué habéis hecho con él?

—Debían traerlo a vuestra presencia esta noche para someterlo a interrogatorio —dijo Tunigorn—. Pero llegó la tormenta y Deliamber juzgó más sensato permanecer en el campamento hasta que terminara.

—¡Mi señor! —gritó Sleet desde la orilla—. ¡Estamos preparados para intentarlo!

—Hay más —dijo Tunigorn.

—Vamos. Cuéntamelo mientras cruzamos el río.

Se apresuraron a llegar a los flotacoches. El viento era ya inmisericorde y los árboles se inclinaban casi hasta tocar tierra. Carabella, que corría junto a Valentine, tropezó y habría caído si éste no la hubiera agarrado. Valentine le rodeó la cintura con un brazo: era tan liviana, tan etérea que cualquier ráfaga podía arrastrarla.

—La noticia de una nueva calamidad llegó a Piliplok en el momento de mi partida. En Khyntor un hombre llamado Sempeturn, predicador ambulante, se ha proclamado Corona y parte del pueblo le apoya.

—Ah —dijo en voz apagada Valentine, como si le hubieran propinado un golpe en el abdomen.

—Eso no es todo. Otro monarca ha aparecido en Dulorn, eso dicen: un gayrog llamado Ristimaar. Y tenemos noticia de otro en Ni-moya, aunque no me han informado de su nombre. Y también se rumorea que al menos un pontífice falso ha surgido en Velathys, o tal vez en Narabal. No estamos seguros, mi señor, ya que los canales de comunicación están enormemente entorpecidos.

—Tal como yo pensaba —repuso Valentine en tono mortalmente quedo—. El Divino se ha vuelto contra nosotros, no hay duda. La comunidad está totalmente descompuesta. El cielo mismo se ha roto y va a caernos encima.

—¡Al flotacoches, mi señor! —gritó Sleet.

—Demasiado tarde —murmuró Valentine—. Ahora no habrá perdón para nosotros.

Mientras subían apresuradamente a los vehículos, la tormenta cobró su máxima furia. Primero hubo un extraño momento de silencio, como si la misma atmósfera huyera de aquel paraje aterrorizada por las arremetidas del viento, llevándose con ella la facultad de transmitir el sonido. Pero un segundo después se oyó algo similar a un tronido, apagado y sin resonancia, como un ruido sordo y breve que no levanta ecos. Y acto seguido llegó la tormenta con sus bramidos y gruñidos. El aire se hizo opaco a causa de los agitados remolinos de arena.

Valentine se hallaba ya en su vehículo, con Carabella apretada a él y Elidath no muy lejos. El flotacoche osciló de forma torpe, salió pesadamente de la duna donde reposaba, igual que un enorme amorfibote despertado a la fuerza, flotó en dirección al río y se adentró en el agua.

Ya había caído la noche y en la oscuridad había un núcleo reluciente de luz verde púrpura aparentemente encendida por la fuerza del aire al fluir sobre sí mismo. El río había cobrado un tono totalmente negro y su superficie ondulaba y se hinchaba de forma alarmante: los cambios bruscos y calamitosos de la presión por encima del agua iban tirando de ésta y comprimiéndola sucesivamente. La arena caía en violentas rociadas ciclónicas y grababa cráteres minúsculos en las inquietas aguas.

Carabella sintió náuseas, se mareó. Valentine pugnó por superar la abrumadora sensación de mareo. El vehículo brincó y se encabritó como un caballo furioso e indócil. La parte delantera se alzó, fustigó el agua y volvió a subir y a bajar, chass, chass, chass… La arena que caía en cascadas trazó figuras de curioso encanto en las ventanillas, aunque al poco tiempo fue prácticamente imposible ver algo a través de los cristales. No obstante Valentine tuvo la nebulosa impresión de que el flotacoche que se hallaba a la izquierda del suyo quedaba apoyado sobre la parte trasera, inmóvil, equilibrado en una posición imposible durante un momento antes de empezar a deslizarse por el río. A partir de ese momento todo lo que había fuera del vehículo se hizo invisible y los únicos ruidos audibles fueron el zumbido del viento y el tamborileo machacón y abrasivo de la arena lanzada contra el casco del flotacoche.

Un aturdimiento raro y tranquilizador se adueñó de la Corona. Le pareció que el vehículo giraba rítmicamente sobre su eje longitudinal, que saltaba de uno a otro lado con sacudidas más abruptas, dando guiñadas. Seguramente, comprendió Valentine, los rotores de efecto terrestre estaban perdiendo su ya escasa capacidad para aferrarse a la superficie enormemente inestable del río y no sería de extrañar una vuelta de campana inmediata.

—Este río está maldito —dijo Carabella. Sí, pensó Valentine. Así lo parece. El río se hallaba sometido a un encantamiento tétrico, o bien el Steiche era un espíritu malévolo que buscaba la desdicha de Valentine. Todos nos ahogaremos, pensó. Sin embargo estaba curiosamente calmado. El río, que una vez estuvo a punto de quedarse conmigo y no obstante me arrastró hacia lugar seguro, pensó, ha estado aguardando su segunda oportunidad durante todo este tiempo. Y ahora ha llegado esa oportunidad.

No tenía importancia. En último término nada tenía importancia realmente. Vida, muerte, paz, guerra, alegría, tristeza: todo era una y la misma cosa, palabras carentes de significado, simples sonidos, pellejos vacíos. Valentine no tenía remordimientos. Le habían pedido que prestara sus servicios y así lo había hecho. Sin duda alguna se había esforzado al máximo. No había rehuido sus deberes, no había traicionado la confianza de nadie, no había faltado a ningún juramento. Iba a regresar a la fuente, porque los vientos habían enloquecido al río y éste los devoraría a todos, y bien hecho estaba: no tenía importancia. No tenía importancia.

—¡Valentine!

Un rostro, a centímetros del suyo. Unos ojos escrutando los suyos. Una voz pronunciaba un nombre que él creía conocer, y lo repetía.

—¡Valentine! ¡Valentine!

Una mano aferraba su brazo. Le sacudía, le empujaba. ¿De quién era esa cara? ¿Y esos ojos? ¿Y esa voz? ¿Y esa mano?

—Parece estar en trance, Elidath.

Otra voz. Más suave, más clara, muy cerca de él. ¿Carabella? Sí. Carabella. ¿Quién era Carabella?

—Aquí dentro no hay oxígeno suficiente. Los respiradores están obstruidos por la arena… ¡Moriremos asfixiados si es que no nos ahogamos!

—¿No podemos salir?

—Por la salida de emergencia. Pero tenemos que sacarle de este trance como sea. ¡Valentine!

—¿Quién es?

—Elidath. ¿Qué te pasa?

—Nada. Nada en absoluto.

—Pareces medio dormido. Vamos, déjame desabrochar ese cinturón de seguridad. ¡Levántate, Valentine! ¡Arriba! El flotacoche se hundirá antes de cinco minutos.

—Ah.

—¡Valentine, por favor, hazle caso! —Era la otra voz, la más suave, la de Carabella—. Estamos dando vueltas y más vueltas. Debemos salir de aquí y nadar hasta la orilla. Es la única esperanza que nos queda. Un vehículo ya se ha hundido, no podemos ver al otro y… ¡Oh, Valentine, por favor! ¡Levántate! ¡Respira profundamente! Así. Otra vez. Otra vez más. Vamos, dame la mano… Cógele por la otra, Elidath. Lo llevaremos hasta la compuerta… Vamos… vamos… Muévete, Valentine…

Sí. Había que moverse. Valentine notó ligerísimas corrientes de aire que fluían junto a su cara. Oyó la tenue salpicadura de la arena que caía arriba. Sí. Sí. Apóyate ahí, cuidado con esto, pon un pie aquí, el otro aquí… un paso… un paso… agárrate a esto… muévete… muévete…

Subió como un autómata, sin comprender lo que estaba ocurriendo, hasta que llegó a la parte superior de la escalerilla de urgencia y metió la cabeza en la compuerta.

Una ráfaga repentina de aire, caliente, seco y cargado de arena, abofeteó brutalmente su cara. Abrió la boca, respiró tierra, tragó tierra, sintió náuseas, escupió. Pero había despertado. Aferrado al reborde de la compuerta, escudriñó la noche rasgada por la tormenta. La oscuridad era intensa. El extraño fulgor había disminuido mucho. Salpicaduras de arena continuaban asestando sus latigazos en el aire, sin descanso, torbellino tras torbellino, bramido tras bramido. La tierra le machacó los ojos, la nariz, los labios.

Ver era casi imposible. Se encontraban aproximadamente en el centro del río pero ni la orilla oriental ni la occidental eran visibles. El vehículo estaba inclinado casi derecho, de modo irregular y precario, con la mitad de su armazón fuera del salvaje caos del río. No había señales de los otros flotacoches. Valentine creyó ver varias cabezas agitándose en el agua, aunque resultaba difícil estar seguro: la arena velaba todo y el simple hecho de mantener los ojos abiertos era una agonía.

—¡Aquí! ¡Salta, Valentine! —Era la voz de Elidath.

—¡Espera! —gritó.

Volvió la cabeza. Carabella se hallaba en la escalerilla, más abajo, pálida, asustada, casi atontada. Le tendió una mano y ella sonrió al ver que Valentine se había recobrado. La ayudó a ponerse junto a él. Carabella ascendió con un rápido brinco y se agarró al borde de la compuerta, ágil como una acróbata, tan natural y vigorosa como en sus tiempos de malabarista.

La arena que atestaba el aire era insoportable. Ambos entrecruzaron sus brazos y saltaron.

La caída en el agua fue como chocar con una superficie sólida. Valentine siguió agarrado a Carabella un momento, pero al empezar a hundirse quedó bruscamente separado de ella. Notó que se sumergía en el río hasta quedar prácticamente envuelto por agua. Flexionó las rodillas para subir, se retorció y salió a la superficie. Llamó a gritos a Carabella, Elidath y Sleet pero no distinguió a ninguno de ellos. Incluso en el agua no había lugar donde ocultarse de la arena, que caía como lluvia pesada y espesaba el río hasta hacerlo diabólicamente turbio.

Casi podría llegar a la orilla andando sobre esto, pensó Valentine.

Distinguió vagamente la forma enorme del flotacoche, a la izquierda. Estaba hundiéndose poco a poco: todavía contenía aire suficiente para flotar, y además la consistencia pastosa que tenía el río saciado de arena ofrecía cierta resistencia a la inmersión. Pero era evidente que el vehículo estaba hundiéndose y Valentine comprendió que, en cuanto quedara anegado por completo habría un peligroso oleaje en los lugares cercanos. Pugnó por alejarse, sin dejar de buscar a sus compañeros con la mirada.

El flotacoche desapareció. Se formó una gran ola que alcanzó a Valentine.

Fue empujado bajo el agua, salió un momento, otra ola le alcanzó y le sumergió y un remolino succionó sus piernas. Notó que el agua le arrastraba río abajo. Tenía los pulmones encendidos: ¿llenos de agua, llenos de tierra? La apatía que le había abrumado dentro del infortunado flotacoche se había disipado por entero. Valentine movió las piernas con fuerza, se revolvió, hizo desesperados esfuerzos para mantenerse a flote. Chocó con alguien en la oscuridad, se aferró al cuerpo, perdió el contacto y se hundió de nuevo. En esta ocasión el mareo fue abrumador y Valentine pensó que jamás volvería a salir. Pero notó que unos brazos fuertes le agarraban y tiraban de él, y decidió relajar sus músculos, creyendo que su frenética resistencia al río era un error. Respiró con más facilidad y quedó flotando en la superficie. La persona que le había rescatado le soltó y desapareció en la noche, pero Valentine se percató de que estaba cerca de una orilla y, atontado y fatigado, se dirigió hacia ella hasta notar que sus botas empapadas de agua tocaban fondo. Despacio, como si recorriera un río de almíbar, avanzó trabajosamente hacia la ribera, caminó por el lodo y cayó de bruces. Sintió el deseo de enterrarse en la húmeda tierra y ocultarse hasta que pasara la tormenta, igual que había hecho el gromwark.

Al rato, recobrado ya el aliento, se incorporó y miró alrededor. El aire continuaba teniendo un rasgo arenisco, pero ya no era preciso protegerse la cara, y el viento parecía haber cedido. A pocos metros río abajo se veía uno de los flotacoches, encallado en la orilla. No vio rastro de los otros dos. Tres o cuatro cuerpos flácidos yacían en posturas irregulares a lo lejos. Valentine fue incapaz de averiguar en qué lado del río se encontraba, si en el de Piurifayne o en el de Gihorna, aunque sospechaba que era el primero, ya que creyó ver un muro de follaje impenetrable que se alzaba a su espalda. Se puso en pie.

—¡Majestad! ¡Majestad!

—¿Sleet? ¡Aquí!

La figura menuda y ágil de Sleet surgió de la oscuridad. Le acompañaba Carabella, y Tunigorn iba no muy lejos de ellos. Valentine los abrazó solemnemente uno por uno. Su esposa temblaba sin poder dominarse, pese a que la noche era templada y había aumentado la humedad una vez pasados los secos vientos. Valentine la apretó contra él y trató de limpiarle los grumos de arena mojada que se adherían a la ropa formando una corteza gruesa y constrictiva.

—Mi señor —dijo Sleet—, hemos perdido dos vehículos y creo que muchos pasajeros con ellos. Valentine asintió melancólicamente.

—Eso temo. Pero no todos!

—Hay supervivientes, sí. Mientras venía hacia aquí he oído sus voces. Dispersos por ambas orillas, no tengo idea de cuántos. Pero debéis estar preparado para confirmar que hay bajas. Tunigorn y yo hemos visto varios cadáveres en la ribera y seguramente habrá más que fueron arrastrados por la corriente y se ahogaron lejos de aquí. Cuando llegue la mañana tendremos más noticias.

—Ciertamente —dijo Valentine, y guardó silencio unos instantes.

Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, más como sastre que como rey y, todavía en silencio, su mano recorrió sin rumbo la arena que yacía en montones, igual que nieve insólita, de varios centímetros de altura. Había una pregunta que no se atrevía a formular. Pero finalmente le fue imposible resistir la tensión. Alzó la mirada hacia Sleet y Tunigorn.

—¿Qué se sabe de Elidath?

—Nada, mi señor —repuso con dulzura Sleet.

—¿Nada? ¿Nada en absoluto? ¿Nadie le ha visto, nadie le ha oído?

—Estaba en el agua detrás de nosotros, Valentine —dijo Carabella—, antes de que se hundiera nuestro flotacoche.

—Cierto. Lo recuerdo. ¿Pero desde entonces…?

—Nada —dijo Tunigorn. Valentine le miró, escéptico.

—¿Habéis encontrado su cadáver y no queréis decírmelo?

—¡Por la Dama, Valentine, sabéis tanto como yo sobre la suerte de Elidath! —espetó Tunigorn.

—Sí, sí. Te creo. Me asusta no saber qué le ha pasado. Tú sabes que Elidath significa mucho para mí, Tunigorn.

—¿Creéis preciso informarme de eso? Valentine esbozó una sonrisa triste.

—Perdóname, viejo amigo. Esta noche ha desequilibrado un poco mi mente, eso creo. —Carabella le puso una mano fría y mojada sobre la suya y Valentine la tapó con su mano libre. En voz baja repitió—: Perdóname, Tunigorn. Y vosotros también, Sleet, Carabella…

—¿Perdonarte, mi señor? —contestó Carabella, asombrada—. ¿Por qué?

Valentine meneó la cabeza.

—Dejémoslo estar, amor mío.

—¿Te crees culpable de lo sucedido esta noche?

—Me creo culpable de muchas cosas —dijo Valentine—. Lo que ha sucedido esta noche es sólo una pequeña parte, aunque para mí representa una catástrofe enorme. Pusieron el mundo bajo mi dirección y lo he conducido al desastre.

—¡Valentine, no! —exclamó Carabella.

—¡Mi señor —dijo Sleet—, sois demasiado duro con vos mismo!

—¿De verdad? —Valentine se echó a reír—. Hambre en medio Zimroel, tres monarcas falsos que se proclaman, ¿o son cuatro?, los metamorfos se presentan a pasar cuentas… Y nosotros aquí tan tranquilos, en la frontera de Piurifayne con la garganta llena de arena, la mitad de los nuestros ahogados y quién sabe qué destino fatal ha sorprendido a la otra mitad… y… y… —Su voz se quebró. Hizo un esfuerzo para dominarla, y para dominarse, y agregó con más sosiego—: Ha sido una noche monstruosa, estoy muy cansado y me preocupa que Elidath no haya aparecido. Pero no lo encontraré hablando de esta forma, ¿no es cierto? ¿No es cierto? Vamos a descansar, aguardaremos la mañana y cuando amanezca repararemos todo cuanto admita reparación. ¿De acuerdo?

—Sí —dijo Carabella—. Eso me parece sensato, Valentine.

No había esperanza alguna de conciliar el sueño. Valentine, Carabella, Sleet y Tunigorn se tendieron muy juntos en la arena y la noche transcurrió en vela entre un tumulto de ruidos selváticos y el retumbo constante del río. Poco a poco el alba los fue envolviendo, el alba nacida en Gihorna, y con la primera luz grisácea Valentine pudo ver la horrenda destrucción provocada por la tormenta. En el lado del río que pertenecía a Gihorna, y también en Piurifayne a corta distancia, todos los árboles aparecían despojados de sus frondas como si el viento hubiera respirado fuego, y tan sólo quedaban troncos de aspecto lastimoso. En el suelo había numerosos montones de arena, dispersa en capas finas en algunos lugares y formando dunas en miniatura en otros. El vehículo utilizado por Tunigorn y Elidath continuaba en posición horizontal al otro lado del río, pero el caparazón metálico estaba como si lo hubieran lijado y agujereado hasta darle un aspecto mate. El único flotacoche sobreviviente de la caravana de Valentine yacía de costado igual que un dragón marino golpeado por las olas.

Un grupo de supervivientes, cuatro o cinco hombres, permanecían sentados en la orilla opuesta. Otros cinco, casi todos skandars de la guardia personal de la Corona, se hallaban acampados cuesta abajo a poca distancia de Valentine. Y algunos más iban andando a cien metros en dirección norte, evidentemente en busca de cadáveres. Diversos fallecidos yacían en hileras paralelas junto al flotacoche volcado. Valentine no vio a Elidath entre ellos. Pero tenía escasas esperanzas de que su viejo amigo estuviera vivo. Y no experimentó ninguna emoción, tan sólo una sensación de frío y aterimiento bajo el esternón, cuando poco después del alba llegó un skandar portando en sus cuatro brazos el fornido cuerpo del regente con la misma facilidad que si fuera un niño.

—¿Dónde estaba?—preguntó Valentine.

—Medio kilómetro río abajo, mi señor, tal vez un poco más lejos.

—Déjalo aquí y empezad a preocuparos de excavar tumbas. Enterraremos a todos los muertos esta mañana, en aquella elevación.

—Sí, mi señor.

Valentine bajó la mirada hacia Elidath. Su amigo tenía los ojos cerrados, y los labios, algo separados, parecían esbozar una sonrisa, aunque bien podía ser una mueca, pensó Valentine.

—Ayer por la noche me pareció envejecido —dijo a Carabella. Luego siguió hablando con Tunigorn—. ¿No piensas tú también que ha envejecido mucho durante el último año? Pero ahora vuelve a parecer joven. Las arrugas han desaparecido de su cara. Podría tener veinticuatro años, sólo eso. ¿No piensas igual?

—Yo soy el culpable de su muerte —dijo Tunigorn en voz inexpresiva.

—¿Por qué dices eso? —preguntó con brusquedad Valentine.

—Yo fui el que le obligó a salir del Monte del Castillo. Vamos, le dije, ven enseguida a Zimroel: Valentine está haciendo cosas raras, aunque no sé qué cosas, y sólo tú puedes disuadirlo. Elidath vino… y aquí está. Si se hubiera quedado en el Castillo…

—No, Tunigorn. Ya basta.

Pero el aludido siguió hablando con aire aturdido, como si soñara, como si no pudiera controlarse.

—Habría sido Corona cuando vos marcharais al Laberinto, habría vivido larga y felizmente en el Castillo, habría gobernado sabiamente y en vez de eso… en vez de eso…

—Elidath no habría sido Corona, Tunigorn —dijo suavemente Valentine—. Él lo sabía y estaba contento. Vamos, viejo amigo, con estas tonterías que dices estás consiguiendo que su muerte sea más dura para mí. Elidath está con la Fuente a partir de esta mañana, cosa que yo, de todo corazón, no le habría deseado durante otros setenta años, pero así ha sucedido y lo hecho, hecho está, por mucho que hablemos de ello y de cómo podía haber sido. Y los que hemos sobrevivido a esta noche tenemos muchas cosas que hacer. Empecemos, Tunigorn. ¿De acuerdo? ¿Eh? ¿Empezamos?

—¿Qué tareas son ésas, mi señor?

—En primer lugar, los entierros. Yo mismo cavaré la tumba de Elidath, con mis propias manos, y que nadie ose a negármelo. Cuando todo esté listo deberás cruzar el río como puedas, irás hacia el este en aquel vehículo pequeño y averiguarás qué ha sido de Tisana, Deliamber, Lisamon y el resto. Y si viven, los traerás aquí y seguiréis mis pasos.

—¿Y vos, Valentine? —dijo Tunigorn.

—Si logramos reparar el otro vehículo, me adentraré en Piurifayne, porque a pesar de todo debo ver a la Danipiur y decirle ciertas cosas que debieron decirse hace mucho tiempo. Me encontraréis en Ilirivoyne, tal como pensaba al principio.

—Mi señor…

—Te lo suplico. Basta de charla. ¡Vamos, todos vosotros! ¡Hay que cavar tumbas y enjugar las lágrimas! Y luego completaremos nuestro itinerario.

Miró una vez más a Elidath y pensó: No creo que esté muerto, pero no tardaré en creerlo. Y entonces precisaré perdón por otra cosa más.

5

A primeras horas de la tarde, antes de las habituales reuniones diarias del consejo, Hissune tenía la costumbre de pasear a solas por las zonas externas del Castillo, ansioso por explorar sus infinitas complejidades. Había vivido en la cima del Monte mucho tiempo, el suficiente para no sentirse intimidado por el lugar. De hecho empezaba a considerarlo como su verdadero hogar. Los años pasados en el Laberinto constituían un capítulo de su pasado claramente finalizado, archivado, guardado en los recovecos de su memoria. A pesar de todo estaba convencido de que aunque viviera en el Castillo cincuenta años, incluso quinientos, jamás llegaría a conocerlo por completo.

Nadie conocía por completo el Castillo. Nadie, sospechaba Hissune, lo había conocido enteramente en el pasado. Al parecer contaba con cuatro mil salas. ¿Era cierto? ¿Alguien había hecho el cálculo exacto? Todos los monarcas a partir de lord Stiamot habían vivido allí con la intención de dejar huella personal en el Castillo. Según la leyenda las salas aumentaban a un ritmo de cinco por año, y habían transcurrido ocho mil desde que lord Stiamot decidiera establecerse en el Monte. Por lo tanto podían haber cuarenta mil salas… o cincuenta mil, o noventa mil. ¿ Quién sabía la verdad? Un paseante podía contar cien diarias y un año no bastaría para contarlas todas. Y al terminar ese año habría algunas salas más, de modo que sería preciso buscarlas y agregarlas a la lista. Imposible. Imposible. Hissune consideraba el Castillo como el lugar más prodigioso del mundo. En los primeros tiempos de su estancia allí se había concentrado en conocer la zona más recóndita, en la que se hallaban el tribunal supremo y las oficinas reales, los edificios más famosos (el torreón de Stiamot, el archivo de lord Prestimion, la atalaya de lord Arioc, la capilla de lord Kinniken) y las espléndidas salas ceremoniales que rodeaban el suntuoso salón cuyo centro era el Trono de Confalume de la Corona. Al igual que cualquier turista de los bosques de Zimroel, Hissune había recorrido infinidad de veces esos lugares, entre ellos algunos que ningún turista bisoño podía contemplar. Y finalmente llegó a conocer hasta el último rincón, como los guías turísticos que llevaban décadas orientando a los visitantes.

Como mal menor las zonas centrales del Castillo no admitían cambios; nadie podía erigir allí algo importante sin tener que eliminar antes alguna estructura diseñada por monarcas antiguos, y hacer tal cosa era impensable. El salón de trofeos de lord Malibor era la construcción más moderna de la zona interior, por lo que Hissune había podido averiguar. En su breve reinado, lord Voriax se había limitado a construir pistas deportivas en la zona oriental del Castillo, y lord Valentine aún no había hecho contribuciones de importancia, aunque de vez en cuando había hablado de crear un gran jardín botánico que alojaría todas las plantas exóticas y maravillosas que él había visto durante sus viajes por Majipur… en cuanto la presión de sus obligaciones reales, decía la Corona, disminuyera y le permitiese pensar seriamente en el proyecto. A juzgar por los informes de caos que llegaban de Zimroel, lord Valentine había tardado demasiado tiempo para iniciar el proyecto, o al menos eso pensaba Hissune. Las plagas que asolaban aquel continente no solo destruían los cultivos sino que además, al parecer, exterminaban muchas plantas de las zonas agrestes.

Cuando para su satisfacción acabó conociendo perfectamente la zona interior, Hissune extendió sus exploraciones a los recovecos sorprendentes y prácticamente infinitos que había más allá. Visitó las bóvedas subterráneas que contenían las máquinas climatológicas (construidas en épocas antiguas, cuando los temas científicos eran mejor conocidos en Majipur). Estos aparatos eran responsables de la primavera eterna del Monte del Castillo, pese a que la cima se hallaba cincuenta kilómetros sobre el nivel del mar, ensartada en la fría oscuridad del espacio. Hissune vagó por la gran biblioteca que se extendía de uno a otro lado del Castillo formando bucles serpentinos y que contenía supuestamente todos los libros publicados en el universo civilizado. Visitó los establos donde se hallaban las monturas reales, animales sintéticos espléndidos y gallardos apenas similares a sus parientes de labor, las bestias de carga de todos los pueblos y granjas de Majipur, y los vio hacer cabriolas, bufar y patear el aire como si aguardaran la siguiente salida. Descubrió los túneles de lord Sangamor, una serie de recintos intercomunicados extendidos como una ristra de salchichas en torno a un chapitel sobresaliente del lado oeste del Monte; las paredes y el techo despedían un brillo espectral y los colores eran variadísimos: azul medianoche, bermellón intenso, agua-marino sutil, amarillo tostado y deslumbrante, castaño sobrio y vibrante… Nadie sabía por qué habían sido construidos los túneles ni cuál era la fuente de la luz que brotaba por sí sola de los fulgurantes bloques de piedra.

Hissune podía entrar en cualquier parte sin que le hicieran preguntas. Al fin y al cabo era uno de los tres regentes del reino: un monarca substituto, en cierto sentido, o al menos un monarca en significativa medida. Pero el aura del poder había empezado a brotar en él mucho antes de que Elidath le nombrara miembro del triunvirato. En todas partes captaba miradas fijas en él. Conocía el significado de esas miradas fijas. Ése es el favorito de lord Valentine. Salió de la nada y ya es príncipe, no habrá limitaciones a su ascenso. Respetadle. Obedecedle. Aduladle. Temedle. Al principio Hissune creyó que no cambiaría pese a tanta atención, pero fue imposible. Sigo siendo Hissune, el que engatusaba a los turistas del Laberinto, el que despreciaba el papeleo de la Casa de los Archivos, el que sufrió las burlas de sus amigos por darse aires. Sí, eso siempre sería cierto. Pero también era cierto que ya no tenía diez años, que había cambiado y había enriquecido mucho su experiencia después de curiosear en las vidas de gran número de hombres y mujeres tal como se conservaban en el Registro de Almas, y gracias a la instrucción recibida en el Monte del Castillo y a los honores y responsabilidades, sobre todo éstas, recaídos en él durante la regencia de Elidath. Su forma de andar era distinta: ya no era el muchacho engreído y cauteloso del Laberinto que siempre miraba en seis direcciones en busca de algún desconocido confuso al que explotar, ni el empleado de baja posición cargado de trabajo que cumplía con las obligaciones de su humilde puesto y al mismo tiempo se afanaba en conseguir el ascenso a una mesa de más categoría, ni el neófito siempre lleno de excusas introducido para su sorpresa entre los poderes del reino y que apenas se atrevía a dar un paso. No, ahora era un joven señor con futuro que recorría con gran aplomo y elegancia el Castillo, confiado, seguro, conocedor de sus fuerzas, de sus fines, de su destino. Esperaba no ser arrogante, dominante o vanidoso. Pero aceptaba con calma y sin humildad fingida lo que era y lo que iba a ser.

Ese día su ruta le condujo a una parte del Castillo que raramente había visitado, el ala norte, que descendía como una cascada por un saliente largo y redondeado de la cima del Monte y apuntaba hacia las distantes ciudades de Huine y Gossif. Los alojamientos de la guardia se encontraban allí, junto con una serie de dependencias en forma de colmena, construidas durante los reinados de lord Dizimaule y lord Arioc con fines totalmente olvidados, y unas estructuras bajas, deterioradas por la intemperie, sin techo, casi ruinosas, que nadie comprendía. En la última visita de Hissune a esta zona, hacía meses, un equipo de arqueólogos estaba realizando excavaciones, dos gayrogs y una vroon al frente de un puñado de trabajadores de raza skandar encargados de tamizar la tierra en busca de cerámica, y la vroon había explicado al joven príncipe que se trataba de los restos de una fortaleza de la época de lord Damlang, el sucesor de Stiamot. Hissune deseaba saber si los arqueólogos continuaban trabajando allí y si habían hecho alguna averiguación. Pero el lugar estaba desierto y las excavaciones habían sido rellenadas. Permaneció un rato en lo alto de un muro antiguo casi derrumbado y contempló el horizonte, increíblemente lejano, medio oculto por la enorme protuberancia del Monte.

¿Qué ciudades había en esa dirección? Gossif, veinticinco o treinta kilómetros más allá, y por debajo de ésta, Tentag y después, pensó Hissune, Minimool o Greel. Y luego, seguramente, Stee con sus treinta millones de habitantes, igualada en grandeza únicamente por Ni-moya. Él no había visto nunca esas ciudades y quizá no las viera jamás. El mismo Valentine observaba a menudo que había pasado toda su vida en el Monte del Castillo sin encontrar ocasión para visitar Stee. El mundo era tan grande que nadie podía explorarlo a fondo antes de morir, tan grande que hasta concebirlo era imposible.

Los treinta millones de almas de Stee, los otros treinta de Ni-moya, los once de Pidruid y muchos millones más en Laisor, Treymone, Piliplok, Mazadone, Velathys, Narabal… ¿Cómo estarán ahora?, se preguntó Hissune. Agobiados por el hambre, por el pánico, por los gritos de nuevos profetas, reyes y emperadores que se nombraban ellos mismos…La situación era crítica, no había duda. Zimroel se hallaba sumido en tal confusión que era prácticamente imposible averiguar qué acontecía allí, aunque seguramente nada bueno. Y hacía poco tiempo habían llegado noticias de gusanos dañinos, royas, tizones y sólo el Divino sabía qué más que empezaban a abrirse paso siniestramente por los cinturones agrícolas de Alhanroel occidental, de modo que dentro de poco idéntica locura azotaría el resto del continente: los relatos sobre adoración a los dragones marinos circulaban en Treymone y Stoein y misteriosas órdenes de caballería, los Caballeros de Dekkeret, la Hermandad del Monte y otras, habían surgido de pronto en ciudades como Amblemorn y Normork, en el mismo Monte del Castillo. Indicios ominosos y preocupantes de grandes cataclismos.

Había quienes pensaban que Majipur poseía inmunidad intrínseca a la inevitabilidad de los cambios universales, simplemente porque su sistema social no había sufrido evoluciones importantes desde que adoptara su forma actual hacía milenios. Pero Hissune había estudiado mucho la historia tanto de Majipur como del planeta natal, la Tierra, y sabía que incluso una población tan plácida como la de su mundo, estable y feliz durante miles de años, arrullada por la benevolencia del clima y una fertilidad agrícola capaz de alimentar una cantidad de bocas casi ilimitada, podía derrumbarse, caer en la anarquía y desintegrarse por completo si esos puntales tranquilizadores se venían abajo. El proceso había comenzado ya y tendía a empeorar.

¿Por qué habían surgido las plagas? Hissune no tenía la menor idea. ¿Qué se hacía para combatirlas? Sin duda alguna, no lo suficiente. ¿Qué se podía hacer? ¿Para que estaban los gobernantes, si no para mantener el bienestar de su pueblo? Y allí estaba él, gobernante impensado, al menos por el momento, en el gran aislamiento del Monte del Castillo, muy por encima de una civilización que se desmoronaba: mal informado, apartado, impotente. Naturalmente la mayor responsabilidad para enfrentarse a la crisis no era de él. ¿Dónde estaban pues los verdaderos gobernantes de Majipur? Hissune siempre había imaginado al Pontífice, enterrado en lo más hondo del Laberinto, como un topo ciego incapaz de saber qué ocurre en el mundo, aunque fuese un emperador que, al contrario que Tyeveras, gozara de vigor y salud aceptables. De hecho el Pontífice no precisaba conocer a fondo los acontecimientos: disponía de una Corona para esa tarea, así lo afirmaba la teoría. Pero Hissune acababa de ver que también la Corona estaba alejada de la realidad en los nebulosos parajes del Monte del Castillo, tan apartada como el Pontífice en su pozo. Al menos la Corona efectuaba el gran desfile de vez en cuando y volvía a establecer el contacto con sus súbditos. Sin embargo no era eso precisamente lo que lord Valentine hacía esos días y de todas formas, ¿cómo curar así la herida que iba abriéndose en el corazón del planeta? ¿Y dónde se hallaba Valentine? ¿Qué medidas había tomado, suponiendo que hubiera tomado alguna? ¿Qué miembro del gobierno había sabido algo de él en los últimos meses?

Y somos personas sensatas e ilustradas, pensó Hissune. Y con la mejor voluntad del mundo estamos logrando que todo vaya mal.

Casi era la hora de la reunión diaria del consejo de regencia. Hissune dio media vuelta y anduvo a buen paso hacia el interior del Castillo.

Al iniciar el ascenso de los Noventa y Nueve Escalones avistó a Alsimir, al que hacía poco había nombrado jefe de sus ayudantes: estaba haciéndole gestos frenéticos y diciéndole algo a gritos desde muy arriba. Subiendo los escalones de dos en dos y hasta de tres en tres, Hissune siguió subiendo mientras Alsimir bajaba con idéntica celeridad.

—¡Hemos estado buscándote por todas partes! —balbució Alsimir casi sin aliento en cuanto estuvo a menos de diez metros. Tenía un aspecto asombrosamente agitado.

—Bien, ya me has encontrado —espetó Hissune—. ¿Qué ocurre?

Alsimir hizo una pausa para recobrarse.

—Hay mucha excitación. Hace una hora ha llegado un mensaje muy largo de Tunigorn, desde Gihorna…

—¿Gihorna? —Hissune miró al otro fijamente—. ¿Qué está haciendo allí, en nombre del Divino?

—No puedo decírtelo. Lo único que sé es que envió el mensaje desde allí y…

—De acuerdo, de acuerdo. —Cogió por el brazo a Alsimir y le gritó—: ¡Explícame qué dice!

—¿Crees que lo sé? ¿Iban a tolerar que alguien como yo se inmiscuyera en importantes asuntos de estado?

—De modo que se trata de un asunto importante…

—Divvis y Stasilaine llevan tres cuartos de hora reunidos en el salón del consejo, han enviado mensajeros a todos los rincones del Castillo para tratar de localizarte, la mitad de los grandes señores del Castillo han acudido a la reunión y el resto llegará dentro de poco y…

Valentine debe haber muerto, pensó Hissune, desalentado.

—Acompáñame —dijo, y continuó subiendo furiosamente los escalones.

Junto a la entrada del salón de reuniones presenció una escena de manicomio: treinta o cuarenta caballeros y príncipes menores con sus ayudantes iban de un lado a otro confusamente, e iban llegando más sin interrupción. Al ver a Hissune se hicieron a un lado de inmediato, abriéndole un camino que el joven príncipe recorrió como un barco de vela que navega imperiosamente por un mar repleto de algas de dragón. Tras dejar en la puerta a Alsimir y ordenarle que recabara cualquier información que pudieran tener los presentes, entró en el salón.

Stasilaine y Divvis ocupaban la presidencia: el segundo desolado y triste, el primero sombrío, pálido y deprimido de modo poco habitual en él, con los hombros caídos y pasándose nerviosamente una mano por las tupidas greñas de su cabello.

Alrededor de los anteriores se hallaba casi la totalidad de los grandes señores: Mirigant, Elzandir, Manganot, Cantalis, el duque de Halanx, Nimian de Dundilmir y cinco o seis más, entre ellos uno al que Hissune sólo había visto una vez, el anciano y arrugado príncipe Ghizmaile, nieto del Pontífice Ossier, predecesor de Tyeveras en el Laberinto. Todos los ojos se volvieron hacia Hissune cuando éste hizo su aparición, y el joven quedó traspasado por las miradas de aquellos hombres, de los cuales el más joven tenía diez o quince años más que él, que además habían pasado la vida entera en los recónditos pasillos del poder. Le miraron como si tan sólo él tuviera la respuesta que precisaban para resolver un problema terrible y desconcertante.

—Mis señores —dijo Hissune.

Divvis, muy serio, deslizó una larga hoja de papel por la mesa en dirección a Hissune.

—Lee esto —murmuró—. A no ser que ya lo sepas.

—Lo único que sé es que hay un mensaje de Tunigorn.

—Pues léelo.

Para irritación del joven, sus manos temblaron cuando las extendió hacia el mensaje. Tiró sus dedos con furia como si se hubieran rebelado contra él y los obligó a estabilizarse.

Grupos de palabras brincaron del papel hacia él.

…Valentine ha ido a Piurifayne para suplicar el perdón de la Danipiur…

…descubierto un espía metamorfo que viajaba con el séquito de la Corona…

…el interrogatorio del espía demuestra que los mismos metamorfos provocaron y propagaron las plagas que azotan los cultivos…

…una gran tormenta de arena… Elidath fallecido junto con muchos más… la Corona ha desaparecido en Piurifayne…

…Elidath fallecido… …la Corona ha desaparecido en Piurifayne…

…un espía en el séquito de la Corona…

…los mismos metamorfos provocaron las plagas…; …la Corona ha desaparecido… …Elidath fallecido… ? …la Corona ha desaparecido…

…la Corona ha desaparecido… …la Corona ha desaparecido… Hissune alzó los ojos, atónito.

—¿Qué seguridad hay de que el mensaje es auténtico?

—No puede haber duda —dijo Stasilaine—. Llegó por los canales secretos de transmisión. Los códigos eran correctos. La sintaxis es ciertamente la de Tunigorn, yo mismo lo garantizo. Puedes creerlo, Hissune: el mensaje es totalmente genuino.

—En ese caso no nos enfrentamos solamente a una catástrofe, son tres o cuatro —dijo Hissune.

—Eso parece —intervino Divvis—. ¿Qué piensas de esto, Hissune?

El aludido miró lenta y recelosamente al hijo de lord Voriax. No parecía haber tono de burla en la pregunta. Hissune creía que la envidia y el desprecio de Divvis habían menguado en parte durante los meses de trabajo conjunto en el consejo de regencia, que Divvis respetaba por fin sus aptitudes. Sin embargo ésta era la primera vez en la que Divvis llegaba tan lejos, mostrando lo que aparentaban ser deseos sinceros por conocer el punto de vista del joven… y además con otros grandes señores delante.

—El primer detalle a tener en cuenta es que no sufrimos meramente una calamidad natural de grandes proporciones, además hay una insurrección. Tunigorn explica que el metamorfo Y-Uulisaan confesó, sometido a interrogatorio por Deliamber y Tisana, que la responsabilidad de las plagas incumbe a los metamorfos. Creo que podemos confiar en los métodos de Deliamber y todos sabemos que Tisana es capaz de escudriñar el alma, incluso un alma metamorfa. De modo que la situación es precisamente la que oí expresar a Sleet ante la Corona, cuando se hallaban en el Laberinto al principio del gran desfile… y que la Corona se negó a aceptar: los cambiaspectos nos han declarado la guerra.

—Sin embargo —objetó Divvis—, Tunigorn nos dice también que la respuesta de la Corona ha sido arrastrarse hacia Piurifayne a fin de ofrecer sus reales excusas a la Danipiur por la dureza con que hemos tratado a los súbditos de ésta a lo largo de los tiempos. Todos somos perfectamente sabedores de que Valentine se considera hombre de paz: la amabilidad con la que trató a los que le destronaron hace tiempo nos lo demuestra. Es un rasgo noble. Pero acabo de exponer esta tarde, Hissune, que lo hecho ahora por Valentine sale del terreno del pacifismo y entra en el de la locura. Afirmo que la Corona, suponiendo que viva, ha enloquecido. Tenemos por tanto un Pontífice lunático y una Corona lunática y mientras tanto un enemigo implacable nos aferra la garganta. ¿Qué opinas tú, Hissune?

—Que eso es interpretar mal los hechos explicados por Tunigorn.

Hubo un centelleo de sorpresa y algo parecido a cólera en los ojos de Divvis. Pero su voz sonó rígidamente dominada cuando contestó.

—Ah, ¿eso crees?

Hissune dio unas palmaditas a la hoja de papel.

—Tunigorn dice que la Corona ha entrado en Piurifayne y que han descubierto y obligado a confesar a un espía. En ninguna parte veo que afirme que lord Valentine fue a Piurifayne después de escuchar la confesión del espía. Creo poder argumentar que la verdad es diametralmente opuesta: lord Valentine decidió emprender una misión conciliatoria, decisión cuya sensatez es obvio que podríamos debatir, pero que responde perfectamente al carácter de la Corona. Y mientras él iniciaba esa tarea surgió la otra información. Tal vez la tormenta imposibilitó que Tunigorn se comunicara con la Corona, aunque puede pensarse que Deliamber habría debido encontrar algún medio de hacerlo. —Tras dirigir la mirada a la enorme bola del mundo de la pared opuesta, Hissune agregó—: En cualquier caso, ¿qué información tenemos sobre el paradero actual de la Corona?

—Ninguna —murmuró Stasilaine. Los ojos de Hissune se desorbitaron. La brillante luz roja indicativa de los movimientos de lord Valentine se había apagado.

—La luz está apagada —dijo Hissune—. ¿Qué significa eso? ¿Que ha muerto?

—Es posible —repuso Stasilaine—. O simplemente que Valentine ha perdido o tiene averiado el transmisor que lleva encima para indicar su posición.

Asintió.

—Y hubo una tormenta fuerte, que causó numerosas bajas. Aunque no queda claro en el mensaje, es fácil creer que también lord Valentine fue sorprendido por la tormenta camino de Piurifayne, que seguramente entró allí procedente de Gihorna y dejó allí a Tunigorn y los demás…

—Y pereció en la tormenta o perdió el transmisor. Imposible saberlo —dijo Divvis.

—Confiemos en que el Divino haya protegido la vida del joven Valentine —declaró de improviso el envejecido príncipe Ghizmaile, en un tono tan marchito y reseco que difícilmente parecía provenir de un ser vivo—. Pero hay un problema que resolver tanto si vive como si ha muerto, y ese problema es la elección de otro monarca.

Hissune se sintió abrumado por la sorpresa tras las palabras pronunciadas por el más veterano señor del Castillo. Pasó la mirada por todo el salón.

—¿He oído bien? ¿Estamos debatiendo hoy el derrocamiento de un rey?

—Lo expresas con excesiva fuerza —respondió Divvis con aire congraciador—. Lo único que estamos debatiendo es la corrección de que Valentine siga siendo Corona, a tenor de lo que ahora sabemos sobre las intenciones hostiles de los cambiaspectos y a tenor de lo que siempre hemos sabido sobre los métodos de Valentine para resolver cualquier tipo de situaciones desagradables. Si estamos en guerra, y aquí no queda ya nadie que lo ponga en duda, es lógico objetar que Valentine no es el hombre apropiado para dirigirnos en estos momentos, si en realidad vive. Pero substituirle no es derrocarle. Existen medios constitucionales, legítimos, para apartar a Valentine del Trono de Confalume sin causar conflictos a Majipur y sin manifestar falta de cariño y respeto a la actual Corona.

—Es decir, permitiendo que muera el Pontífice Tyeveras.

—Exacto. ¿Qué dices a eso, Hissune?

Hissune no respondió de inmediato. Al igual que Divvis, Ghizmaile y seguramente casi todos los reunidos, él había llegado a la conclusión, intranquilo porque la misma le disgustaba, de que lord Valentine necesitaba ser reemplazado por alguien más firme, más agresivo, incluso más beligerante. No era hoy la primera vez que tenía esos pensamientos, aunque los había mantenido en secreto. Y evidentemente existía un método fácil para efectuar la transferencia de poderes: provocando el ascenso al Pontificado de Valentine, tanto con el acuerdo de éste como sin él.

Pero la lealtad de Hissune hacia lord Valentine era enorme y estaba muy enraizada, ya que se trataba de su guía, su mentor, el artífice de su carrera. Y él sabía, quizá mejor que cualquiera de los presentes, el horror que sentía Valentine por la idea de verse obligado a ir al Laberinto y que la Corona no lo juzgaba como un ascenso sino como un descenso a las honduras más negras. Y hacerle esa jugarreta a sus espaldas, mientras de modo tan valiente como erróneo trataba de restablecer la paz en el mundo sin recurrir a las armas… Bien, eso era una crueldad, de las más monstruosas posibles, ciertamente.

No obstante había razones de estado que lo exigían. ¿En qué época se había sancionado la crueldad por razones de estado? Hissune sabía cuál habría sido la respuesta de lord Valentine a esa pregunta. Pero no estaba seguro de su propia opinión. Finalmente decidió hablar.

—Es posible que Valentine no sea la Corona apropiada para esta ocasión: tengo dudas al respecto y preferiría contar con más datos antes de responder. Puedo asegurar que no me gustaría verle destituido por la fuerza… ¿Cuándo ha sucedido algo semejante en Majipur? Creo que nunca. Pero por fortuna no será preciso actuar de esa forma, cosa que todos reconocemos. Sin embargo creo que podemos dejar para otro momento el problema de la capacidad de Valentine, ya que nos hallamos en tiempo de crisis. Lo que deberíamos examinar, dejando de lado al resto de asuntos, es el tema de la sucesión.

Se produjo repentina agitación en el salón del consejo. Los ojos de Divvis buscaron los de Hissune como si intentaran introducirse en los secretos del alma del joven. El duque de Halanx se sonrojó. El príncipe de Banglecode quedó rígidamente erguido en su silla. El duque de Chorg se inclinó hacia adelante, alerta. Sólo los dos hombres más ancianos, Cantalis y Ghizmaile, permanecieron inmóviles, tal vez porque el problema de elegir a un individuo como Corona no fuera motivo de preocupación para personas con poca vida por delante.

—En esta discusión —prosiguió Hissune— hemos optado por hacer caso omiso de un aspecto impresionante del mensaje de Tunigorn: Elidath, considerado hasta ahora el heredero de lord Valentine, ha muerto.

—Elidath no deseaba ser Corona —intervino Stasilaine en voz tan baja que apenas se oyó.

—Es posible —replicó Hissune—. Ciertamente Elidath no dio muestras de codiciar el trono cuando conoció las tareas de la regencia. Pero la cuestión es que la trágica pérdida de Elidath elimina al hombre al que seguramente se habría ofrecido la corona si lord Valentine hubiera dejado de ocupar el trono. Desaparecido Elidath carecemos de un plan claro para la sucesión. Y mañana podríamos enterarnos de que lord Valentine ha muerto, o que Tyeveras ha muerto por fin, o que los hechos nos exigen preparar la destitución de Valentine de su cargo actual. Debemos estar preparados para cualquiera de estas posibilidades. Somos nosotros los que elegiremos a la próxima Corona: ¿sabemos quién será?

—¿Está pidiéndonos que aprobemos ahora mismo el decreto de sucesión? —inquirió el príncipe Manganot de Banglecode.

—Creo que ese punto ya es obvio —dijo Mirigant—. La Corona nombró un regente cuando fue al gran desfile y el regente nombró tres más, supongo que con la aprobación de lord Valentine, cuando partió del Castillo. Esos tres hombres nos han gobernado durante varios meses. Si hay que buscar un monarca nuevo, ¿no hemos de elegir entre esos tres hombres?

—Me asustas, Mirigant —contestó Stasilaine—. En tiempos pensaba que era espléndido llegar a ser Corona, como supongo pensaron la mayoría de los aquí presentes cuando eran niños. Yo he dejado de ser un niño y vi cuánto cambiaba Elidath, no para bien, cuando cayó sobre él todo el peso del poder. Seré el primero en rendir homenaje a la nueva Corona. ¡Pero que sea otro hombre y no Stasilaine!

—La Corona —opinó el duque de Chorg— nunca ha de ser un hombre que codicie enormemente el trono. Pero creo que tampoco puede ser un hombre al que le asuste el trono.

—Te lo agradezco, Elidath —dijo Stasilaine—. No soy candidato, ¿queda claro?

—¿Divvis? ¿Hissune? —inquirió Mirigant.

Hissune notó que un músculo brincaba en una de sus mejillas y que en brazos y piernas tenía un aterimiento extraño. Miró a Divvis. El candidato de más edad sonrió y se alzó de hombros, y no respondió. Hissune tenía un estruendo en los oídos, una palpitación fuerte en las sienes. ¿Debía hablar? ¿Qué iba a decir? Puesto que el hecho se había producido por fin, ¿podía erguirse ante los príncipes y anunciar despreocupadamente que él deseaba ser Corona? Presentía que Divvis estaba inmerso en una maniobra de difícil comprensión. Y por primera vez desde que entrara esa tarde en el salón del consejo, el joven no tenía la menor idea sobre la dirección a seguir.

El silencio parecía interminable.

Y por fin Hissune oyó su voz, sosegada, firme, comedida:

—Creo que no es preciso prolongar el procedimiento más allá de este punto. Han surgido dos candidatos: ahora parece adecuado considerar la idoneidad de ambos. No aquí. No hoy. De momento hemos hecho suficiente. ¿Qué opina, Divvis?

—Hablas con sensatez y clarividencia, Hissune. Como siempre.

—En tal caso solicito un aplazamiento para considerar estos problemas y guardar más noticias de la Corona —dijo Mirigant.

Hissune alzó una mano.

—Una cosa más, antes de acabar. Esperó a que le prestaran atención.

—Desde hace tiempo deseo viajar al Laberinto —dijo—, a fin de visitar a mi familia y ver a mis amistades. Creo que además sería beneficioso que uno de nosotros conferenciara con los altos cargos pontificios y obtuviera información directa sobre el estado de salud de Tyeveras, ya que podría darse el caso de que tengamos que elegir Pontífice y Corona en los meses venideros, y debemos estar preparados para ese hecho extraordinario si se produce. Propongo en consecuencia la designación de la embajada oficial del Monte del Castillo que irá al Laberinto, y yo mismo me ofrezco como embajador.

—Apoyo la propuesta —dijo Divvis al instante.

Se procedió a la tarea de discutir y votar. Hecho esto se votó el aplazamiento de la reunión y los presentes se disgregaron formando un remolino de grupitos. Hissune quedó solo, preguntándose cuándo despertaría de ese sueño. Al cabo de unos instantes notó que el rubio y alto Stasilaine se hallaba juntó a él, serio y sonriente al mismo tiempo.

—Tal vez sea un error salir del Castillo en estos momentos, Hissune —dijo en voz baja.

—Tal vez. Pero a mí me parece lo más conveniente. Me arriesgaré.

—¡En ese caso proclámate Corona antes de partir!

—¿Hablas en serio, Stasilaine? ¿Y si Valentine no ha muerto?

—Sí vive, ya sabes qué hacer para convertirlo en Pontífice. Si ha muerto, Hissune, debes ocupar su lugar ahora que aún puedes.

—No haré tal cosa.

—¡Es preciso! ¡De lo contrario encontrarás a Divvis en el trono cuando regreses!

Hissune sonrió maliciosamente.

—Eso tiene fácil arreglo. Si Valentine ha muerto y Divvis le substituye, me preocuparé de que Tyeveras pueda descansar por fin. Divvis será Pontífice inmediatamente y tendrá que ir al Laberinto, y seguiremos precisando otro monarca cuando sólo quedará un candidato.

—¡Por la Dama, eres sorprendente!

—¿En serio? A mí me parece muy obvio. —Hissune estrechó con fuerza la mano del otro hombre—. Le agradezco su apoyo, Stasilaine. Y le aseguro que todo terminará bien. Si he de ser Corona con Divvis como Pontífice, que así sea. Podemos trabajar juntos, él y yo, eso creo. Pero de momento roguemos por la seguridad y el éxito de lord Valentine y olvidemos estas especulaciones. ¿De acuerdo?

—Desde luego —dijo Stasilaine.

Se dieron un breve abrazo e Hissune salió del salón del consejo. En el vestíbulo todo continuaba en la misma confusión anterior, con la salvedad de que los señores menores allí reunidos debían ser cien o más. Las miradas que recibió Hissune por parte de los congregados fueron extraordinarias. Pero el joven no habló con ninguno de ellos, ni siquiera toleró que su mirada se cruzara con otra mientras pasaba entre el gentío. Encontró a Alsimir al borde del enjambre de nobles, contemplándole boquiabierto y con los ojos desorbitados, de un modo ridículo. Hissune le hizo una seña y le ordenó que se preparara para el viaje al Laberinto.

El joven caballero miró a Hissune con expresión de sumo respeto y admiración.

—Debo deciros, mi señor —expuso Alsimir—, que hace unos minutos ha corrido el rumor entre esta gente de que vos seréis la nueva Corona. ¿Podríais confirmarme si es cierto?

—Lord Valentine es nuestra Corona —respondió con brusquedad Hissune—. Ahora vete y prepárate para la marcha. Tengo la intención de partir hacia el Laberinto en cuanto amanezca.

6

Cuando aún se hallaba a diez manzanas del hogar, Millilain empezó a escuchar los rítmicos gritos que sonaban en las calles por delante de ella:

—¡Yah-tah, yah-tah, yah-tah, vum!

O algo parecido a eso, sonidos sin sentido, tonterías pronunciadas a plena voz una y otra vez por lo que parecían ser mil dementes. Se detuvo y se apretó temerosamente a una vieja pared de piedra casi desmoronada. Se sentía atrapada. Detrás de ella, en la plaza, un puñado de fronterizos borrachos iban de un lado a otro con aire bravucón, destrozaban ventanas y molestaban a los transeúntes. En algún lugar del este los Caballeros de Dekkeret habían convocado una manifestación en honor de lord Sempeturn. Y ahora otra locura nueva. ¡Yah-tah, yah-tah, yah-tah, vum! No había lugar por donde volverse. No había lugar donde ocultarse. Lo único que deseaba Millilain era llegar a casa sana y salva y atrancar la puerta. El mundo se había vuelto loco. ¡Yah-tah, yah-tah, yah-tah, vum!

Era igual que un envío del Rey de los Sueños, excepto que los gritos se prolongaban hora tras hora, día tras día, mes tras mes. Incluso el peor envío, aunque hiciera temblar hasta las raíces del alma, duraba únicamente un rato. Pero los gritos no acababan nunca. Y cada vez eran peores.

Tumultos y saqueos sin cesar. Nada para comer aparte de mendrugos y desperdicios o, muy de vez en cuando, un trocito de carne que se lograba comprar a los fronterizos. Éstos bajaban de sus montañas con los animales que habían matado y vendían la carne a precios ruinosos para el cliente, suponiendo que alguien tuviera algo para pagar, gastaban en bebida los beneficios y corrían irracionalmente por las calles antes de regresar a sus hogares. Y constantemente surgían complicaciones nuevas. Los dragones marinos, se decía, hundían cualquier barco que se aventuraba a hacerse a la mar y el comercio intercontinental se encontraba virtualmente paralizado. Corría el rumor de que lord Valentine había muerto. Y en Khyntor no había una sola Corona, sino dos: Sempeturn y un yort que se hacía llamar lord Stiamot. Además ambos contaban con pequeños ejércitos que iban por todas partes gritando consignas y causando dificultades: Sempeturn con los Caballeros de Dekkeret, el otro con la Orden de la Triple Espada o un nombre similar. Kristofon era miembro de la primera orden y Millilain no lo veía desde hacía dos semanas. Otro monarca en Ni-moya y por si fuera poco dos pontífices en otros lugares. Y ahora esto: yah-tah yah-tah yah-tah yah-tah vum.

Fuera lo que fuera, Millilain no deseaba aproximarse. Seguramente era otra Corona con otros simpatizantes histéricos. Millilain observó los alrededores, con la duda de arriesgarse a ir por la calle Dizimaule y cortar por un callejón hasta la avenida Malamola, que conducía a su calle algunas manzanas por debajo de la calzada elevada de Voriax. El problema era el callejón, ella había oído cosas extrañas sobre lo que ocurría allí últimamente…

Casi era de noche. La lluvia, poco más que niebla densa, empezó a caer. Millilain se sentía mareada y aturdida a causa del hambre, aunque cada vez estaba más acostumbrada a ello. Del sur, del barrio de Khyntor Ardiente donde se hallaba la totalidad de formaciones geométricas, llegó el repentino estruendo del Geiser de Confalume, puntual como siempre, señalando la hora. Millilain miró hacía allí instintivamente y vio la gran columna de vapor que se alzaba hacia el cielo, rodeada de un amplio manto sulfuroso de humo amarillo que parecía colmar medio firmamento. Durante toda su vida había contemplado los géiseres de Khyntor Ardiente, considerándolos como un fenómeno totalmente normal, pero esa noche la erupción la asustó por primera vez y Millilain hizo una y otra vez el signo de la Dama hasta que el susto pasó.

La Dama. ¿Estaría vigilando Majipur? ¿Qué había sido de sus envíos apacibles que tantos buenos consejos y consuelo proporcionaban? Y a ese respecto, ¿dónde estaba el Rey de los Sueños? Antes, en tiempos más tranquilos, esos dos poderes mantenían en equilibrio la vida de todos, aconsejaban, amonestaban, castigaban si era preciso. Quizá seguían reinando, pensó Millilain, pero la situación estaba tan descontrolada que ni el Rey ni la Dama debían poder hacerle frente, aunque se esforzaran de amanecer a amanecer para recobrar el control. Era un método ideado para dar excelentes resultados en un mundo donde la mayoría acataba gustosamente la ley de todas formas. Pero casi nadie acataba la ley ahora. No había ley.

Yah-tah yah-tah yah-tah vum.

Y en dirección contraria:

—¡Sempeturn! ¡Lord Sempeturn! ¡Viva, viva, viva, lord Sempeturn!

La lluvia empezaba a caer con más fuerza. Muévete, pensó Millilain. Fronterizos en la plaza, sólo el Divino sabe qué locuras te esperan delante, los Caballeros de Dekkeret retozando detrás… Complicaciones, hagas lo que hagas. Y aunque Kristofon estuviera con los caballeros de su orden, ella no deseaba verlo así, con los ojos vidriosos de fervor, las manos alzadas para hacer el nuevo saludo del estallido estelar. Millilain echó a correr. Malibor, Dizimaule, por ésta hacia el callejón que salía a Malamola… ¿Se atrevería?

Yah-tah yah-tah yah-tah vum.

¡Una columna de manifestantes venía hacia ella por la calle Dizimaule, surgidos de la nada! Caminaban como máquinas sin alma, nueve o diez por hilera, moviendo rígidamente los brazos, izquierda, derecha, izquierda, derecha, y el cántico que brotaba de sus gargantas con un ritmo machacón, interminable, hiriente… Eran capaces de pasar por encima de ella sin darse cuenta. Millilain se metió rápidamente en el callejón… y topó con una horda de hombres y mujeres con brazaletes verdes y dorados que tapaban el otro extremo de la calleja y lanzaban gritos de alabanza al nuevo lord Stiamot.

¡Atrapada! ¡Todos los lunáticos se habían echado a la calle esa noche!

Tras examinar desesperadamente los alrededores, Millilain vio una puerta entreabierta a la izquierda del callejón y se metió rápidamente por el hueco. Se encontró en un pasillo oscuro. De una habitación que había al final brotaban suaves cánticos y fuerte olor a incienso o algo semejante. Una capilla.

Alguno de los cultos nuevos, quizá. Pero al menos era improbable que allí fueran a lastimarla. Podía quedarse hasta que las diversas chusmas locas del exterior se trasladaran a otra parte de la ciudad.

Avanzó cautelosamente por el pasillo y escudriñó la habitación del extremo. A oscuras. Fragante. Un estrado a un lado y algo parecido a dos pequeños dragones disecados en ambos extremos, dispuestos como mástiles de banderas. Un lii se hallaba entre los dragones, sombrío, silencioso, con sus ojos triples ardiendo igual que brasas. Millilain pensó que lo conocía: el vendedor callejero que una vez le vendió una brocheta de salchichas por cinco coronas. Pero quizá se equivocaba. Era difícil diferenciar a los liis, ciertamente.

Un personaje encapuchado que olía igual que un gayrog se acercó a Millilain.

—Has llegado a tiempo para la comunión, hermana —le musitó—. Bienvenida y que la paz de los reyes acuáticos sea contigo.

¿Los reyes acuáticos?

El gayrog la cogió suavemente por un codo y, con idéntica suavidad, la empujó hacia la habitación, a fin de que ocupara su lugar entre los fieles arrodillados y murmurantes. Nadie la miró, nadie miraba a nadie. Todos los ojos estaban fijos en el lii situado entre los dos dragones marinos disecados. También Millilain lo miró. No se atrevía a mirar a los que la rodeaban, por temor a encontrar amigos suyos.

—Tomad… bebed… participad… —ordenó el lii.

Estaban pasando tazas de vino por los pasillos. Por el rabillo del ojo Millilain vio que los fieles, cuando el cuenco llegaba hasta ellos, se lo llevaban a los labios y bebían ávidamente, de modo que los tazones debían llenarse constantemente mientras recorrían la sala. El más cercano en esos momentos se hallaba cuatro o cinco hileras por delante de Millilain.

—Bebemos —dijo el lii—. Participamos. Nos proyectamos y abrazamos al rey acuático.

Reyes acuáticos era la denominación dada por los lii a los dragones marinos, recordó Millilain. Adoraban a los dragones, eso se decía. Bien, meditó, tal vez tengan razón. Todo lo demás ha fracasado: encomendemos el mundo a los dragones. La taza de vino, por lo que vio, estaba a dos hileras por delante de ella, pero avanzaba con lentitud.

—Fuimos a buscar a los reyes acuáticos y los cazamos y los sacamos del mar —dijo el lii—. Comimos su carne y bebimos su leche. Y tal fue el gran obsequio que nos hicieron y su gran sacrificio voluntario, porque ellos son dioses y es justo y conveniente que los dioses ofrezcan su carne y su leche a los seres inferiores, para nutrirlos y convertirlos también en dioses. Y ahora ha llegado la época de los reyes acuáticos. Tomad. Bebed. Participad.

La taza estaba ya en la hilera de Millilain.

—Ellos son los grandes del mundo —recitó el lii—. Ellos son los maestros. Ellos son los monarcas. Ellos son los poderes auténticos y nosotros les pertenecemos. Nosotros y todos los que viven en Majipur. Tomad. Bebed. Participad.

La mujer situada a la izquierda de Millilain estaba bebiendo en ese momento. Una impaciencia salvaje se apoderó de Millilain. ¡Tenía tanta hambre, tanta sed! Y a duras penas logró contener el impulso de arrebatar la taza a la otra mujer, temerosa de que no quedara líquido para ella. Aguardó. Y por fin la taza estuvo en sus manos. Bajó los ojos hacia el contenido: vino oscuro, espeso, lustroso. Tenía un aspecto extraño. Sorbió el líquido, vacilantemente. Era dulce, picante y se aferraba al paladar. Al principio pensó que no se parecía en nada a los vinos conocidos por ella, pero luego creyó descubrir una característica familiar. Sorbió por segunda vez.

—Tomad. Bebed. Participad.

Vaya, era el vino empleado por las intérpretes de sueños cuando establecían la comunión con tu mente y explicaban el sueño que te preocupaba. Eso debía ser, sí, vino onírico. Aunque sólo había recurrido cinco o seis veces a las oráculos, y eso hacía años, Millilain reconoció el aroma inconfundible del líquido. ¿Pero cómo era posible? Sólo las intérpretes de sueños estaban autorizadas a usarlo, a poseerlo. Se trataba de una droga muy fuerte. Sólo podía utilizarse bajo la supervisión de una oráculo. Pero curiosamente en la capilla del callejón disponían de cubas y más cubas, y los fieles lo engullían como si fuera cerveza…

—Tomad. Bebed. Participad.

Millilain se dio cuenta de que había interrumpido la circulación de la taza. Volvió la cabeza hacia el hombre situado a la derecha, sonriendo tontamente a modo de disculpa, pero el individuo tenía los ojos fijos al frente y no le prestó atención. Tras encogerse de hombros, Millilain se llevó la taza a los labios y bebió sin contenerse, y siguió bebiendo y por fin pasó la taza.

Notó el efecto casi al instante. Se tambaleó, parpadeó, tuvo que hacer un esfuerzo para evitar que la cabeza le cayera sobre las rodillas. Es porque lo he bebido con el estómago vacío, pensó. Se agachó, se inclinó hacia adelante y cantó junto con la congregación: un murmullo bajo, carente de palabras, sin sentido, repetitivo, un u wah uah mah, u wah uah mah tan absurdo como los otros gritos de la calle pero algo más apacible, un tierno grito de anhelo, u wah uah mah, u wah uah mah. Y mientras cantaba creyó escuchar una música lejana, extraña, sobrenatural, el sonido de numerosas campanas muy distantes, tañidos que sufrían cambios sobrepuestos que era imposible seguir por mucho tiempo, ya que un fragmento de melodía se perdía con rapidez en su sucesor, y éste en el siguiente. U wah uah mah, canturreó Millilain, y de nuevo le llegó el sonido de las campanas. En ese momento presintió que algo inmenso estaba muy cerca, quizá en la misma habitación, algo colosal, dotado de alas, antiguo y enormemente inteligente, un ser cuyo intelecto era tan incomprensible para ella como el de ella para un pájaro. La enorme mole daba vueltas y más vueltas describiendo órbitas lentas, despacio. Siempre que iniciaba una vuelta desplegaba sus gigantescas alas y las extendía hasta los confines del mundo, y cuando las plegaba de nuevo rozaba con ellas las puertas del cerebro de Millilain, un simple cosquilleo, el contacto más suave imaginable, como un cepillo de plumas. Y a pesar de ello Millilain se notó transformada, extraída de su cuerpo, integrada en un organismo multimental, inconcebible, divino. Tomad. Bebed. Participad. El roce de aquellas alas la hacía participar más profundamente. U wah uah mah. U wah uah mah. Estaba perdida. Millilain había dejado de existir. Sólo existía el rey acuático cuyo sonido era el tañido de las campanas, y la mente multimental de la que formaba parte la ya inexistente Millilain. U. Wah. Uah. Mah.

Se asustó. Estaban arrastrándola hacia el fondo del mar y sus pulmones se llenaban de agua y el dolor era terrible. Se debatió. No permitiría que aquellas alas enormes la tocaran. Se echó hacia atrás, asestó puñetazos, se impulsó hacia arriba, hacia la superficie…

Abrió los ojos. Se incorporó, aturdida, aterrorizada. El cántico continuaba por todas partes. U, wah, uah, mah. Se estremeció. ¿Dónde estoy? ¿Qué he hecho? Tengo que salir de aquí, pensó. Se puso trabajosamente en pie, dominada por el pánico, y se tambaleó hacia el pasillo. Nadie la detuvo. El vino continuaba amordazando su cerebro y Millilain notó que se bamboleaba, que hacía eses y tenía que agarrarse a las paredes. Ya había salido de la habitación. Estaba tambaleándose en aquel pasillo oscuro y fragante. Las alas seguían batiendo alrededor de ella, la envolvían, se extendían hacia su mente. ¿Qué he hecho, qué he hecho?

Al callejón, la oscuridad, la lluvia. ¿Aún estarán marchando por aquí, los Caballeros de Dekkeret, la Orden de la Triple Espada y todos los demás? Poco le importaba. Que pasara lo que tuviera que pasar. Echó a correr sin saber qué dirección tomar. Muy lejos se oía un retumbo apagado que ella esperaba fuera el Geiser de Confalume. Otros sonidos repiqueteaban en su mente. Yah-tah yah-tah yah-tah vum. U, wah, uah, mah. Notó que las alas se plegaban sobre ella. Siguió corriendo, tropezó, cayó, se levantó y siguió corriendo…

7

Cuanto más se adentraban en la provincia metamorfa tanto más familiar iba siendo todo para Valentine. Y no obstante, al mismo tiempo, crecía en él la convicción de que estaba cometiendo un error espantoso y terrible.

Recordó el olor del lugar: intenso, almizcleño, complejo, el aroma dulce y fuerte de plantas que crecen y decaen con igual vigor bajo la constante lluvia cálida, una intrincada mezcla de olores que inundaba el olfato hasta el punto de aturdir cada vez que se respiraba. Recordó el ambiente cargado, pegajoso, húmedo, los chubascos que caían casi a cada hora, arrancando en la elevada bóveda del bosque para gotear después por las menudas hojas hasta que tan sólo un poco de agua tocaba el suelo. Recordó la fantástica profusión de vida vegetal, plantas que brotaban y se desarrollaban prácticamente mientras se las contemplaba y que a pesar de todo mantenían una curiosa disciplina. Todo ocupaba el lugar que le correspondía en capas perfectamente definidas. Los impresionantes árboles carecían de ramas en siete octavas partes de su altura; después se abrían formando grandes paraguas de hojas reunidas en espesas bóvedas mediante una maraña de enredaderas, trepadoras y epífitas. Por debajo de ese nivel había otro de árboles de menor altura, más redondeados, más completos, que toleraban mejor la sombra. Después un estrato de arbustos pegadizos y por fin el lecho del bosque, oscuro, misterioso, prácticamente yermo, una austera extensión de tierra húmeda y esponjosa que saltaba fácilmente bajo las botas. Valentine recordó los bruscos rayos de luz, de tonos oscuros y extraños, que atravesaban como lanzas la bóveda a intervalos y ofrecían breves momentos de claridad en la penumbra.

Pero el bosque tropical de Piurifayne ocupaba miles de kilómetros cuadrados del corazón de Zimroel y cualquiera de sus partes se asemejaba mucho a las demás. En algún lugar de la jungla se encontraba la capital metamorfa, Ilirivoyne, ¿mas qué razón tengo, se preguntó Valentine, para creer que estoy cerca de ella, simplemente porque los olores, sonidos y formas de esta selva son similares a los olores, sonidos y formas que recuerdo de hace años?

En la anterior ocasión, durante el viaje con los malabaristas itinerantes, cuando tuvieron la mala idea de que podían ganar algunos reales actuando en la fiesta piurivar de la cosecha, Deliamber había tenido que hacer algunos encantamientos vroonescos para descubrir la bifurcación del cambio que debían tomar, ayudado por la valiente Lisamon Hultin, también experta en los secretos de la jungla. Pero en esa segunda aventura en Piurifayne, Valentine estaba totalmente desamparado.

Deliamber y Lisamon, suponiendo que vivieran (y Valentine se mostraba pesimista al respecto, ya que pese a las semanas transcurridas no había tenido contacto con ellos ni siquiera en sueños) se hallaban rezagados a cientos de kilómetros de distancia, en la otra orilla del Steiche. Nada sabía tampoco de Tunigorn, al que había mandado en busca de los otros. Viajaba solamente con Carabella, Sleet y una escolta de skandars. Su esposa tenía denuedo y resistencia pero poseía pocas facultades como exploradora. Los skandars eran fuertes y bravos pero no muy brillantes y Sleet, pese a su astucia y serenidad, se hallaba en la región tremendamente entorpecido por el temor paralizante a los cambiaspectos que adquirió durante un sueño cuando era joven y que jamás había logrado superar por completo. Era absurdo que la Corona errara por las junglas de Piurifayne con un séquito tan escaso, pero lo absurdo parecía ser el distintivo de los últimos monarcas, pensó Valentine, considerando que sus dos predecesores, Malibor y Voriax, habían encontrado la muerte de forma violenta a edades tempranas mientras hacían cosas estúpidas. Esa imprudencia de los reyes parecía ya una moda.

Y Valentine tenía día tras día la impresión de que ni se aproximaba ni se alejaba de Ilirivoyne, que la capital estaba en todas partes y en ninguna en concreto de aquellas junglas, que quizá la ciudad entera había emprendido el vuelo y se hallaba encima de su cabeza, a distancia constante de él, una brecha que jamás podría saltar. De hecho la capital de los cambiaspectos, tal como la recordaba de la vez anterior, era un conjunto de construcciones de mimbre y había pocas viviendas más sólidas. En su otra visita le había parecido una ciudad fantasma temporal muy capaz de cambiar de ubicación al antojo de sus habitantes: una ciudad nómada, un sueño, un fuego fatuo en la jungla.

—Mira, allí —dijo Carabella—. ¿No es una senda, Valentine?

—Tal vez lo sea —contestó él.

—¿Y tal vez no?

—Tal vez no, cierto.

Habían visto cientos de caminos muy parecidos: tenues cicatrices en el suelo de la selva, marcas inescrutables de la presencia de alguien anteriormente, marcas hechas el mes pasado, quizá, o quizá en tiempos de lord Dekkeret, mil años antes. Un palo hincado en el suelo, con un trozo de pluma atado. Un fragmento de cinto. Una hilera de surcos, como si hubieran arrastrado algo por allí. Y a veces nada visible, tan sólo un rastro psíquico, la señal desconcertante del paso de seres inteligentes. Pero ninguna de estas pistas les conducía a parte alguna. Tarde o temprano las señales disminuían y acababan siendo imperceptibles y delante sólo quedaba la selva virgen.

—¿No deberíamos acampar, mi señor? —dijo Sleet. Ni él ni Carabella habían pronunciado una sola palabra en contra de la expedición, a pesar de que debía parecerles una temeridad. ¿Acaso comprendían, se preguntaba Valentine, cuán intenso era su anhelo de consumar la reunión con la reina de los cambiaspectos? ¿O era el miedo a la ira del rey y el esposo la causa de que mantuvieran un silencio tan complaciente durante las semanas de vagabundeo a la aventura, cuando seguramente debían pensar que él podía emplear mejor su tiempo en las provincias civilizadas, haciendo frente a cualquier crisis espantosa que tuviera lugar en ellas? O lo peor de todo: ¿estaban complaciéndole, dejándole ir a tientas y como un loco por las densas arboledas bañadas por la lluvia? No se atrevía a interrogarlos. Su única duda era cuánto tiempo prolongaría la búsqueda, pese a la convicción cada vez más fuerte de que jamás encontraría Ilirivoyne.

En cuanto estuvieron acomodados para pasar la noche, Valentine se puso el aro de plata de la Dama y se sumió una vez más en el estado de trance que le permitía proyectar su mente, a fin de que su espíritu vagara por la jungla en busca de Deliamber, en busca de Tisana.

Creía que encontrar sus mentes era más fácil que si se tratara de las mentes de otras personas, ya que esas dos personas eran muy sensibles a las brujerías de los sueños. Pero lo había intentado noche tras noche y ni una sola vez había conseguido siquiera el más fugaz de los contactos. ¿Sería la distancia el problema? Valentine nunca había ensayado contactos mentales de largo alcance si no era con la ayuda del vino onírico, y allí no disponía de él. O quizá los metamorfos conocían algún método de interceptar o alterar las transmisiones. O tal vez los mensajes no llegaban porque los enviaba a personas muertas. O…

Tisana… Tisana…

Deliamber…

Os llama Valentine… Valentine… Valentine… Valentine…

Tisana…

Valentine…

Nada.

Trató de llegar a Tunigorn. Tunigorn debía estar vivo, fuera cual fuese la calamidad que hubiera sorprendido a los demás. Y aunque tenía una mente firme y bien defendida, siempre existía la posibilidad de que la abriera con uno de los tanteos de Valentine. Lisamon, Zalzan Kavol, tenía que establecer contacto con cualquiera de ellos, necesitaba captar la respuesta familiar de un cerebro conocido…

Perseveró un rato. Más tarde, con tristeza, se quitó el aro y lo guardó en el estuche. Carabella le dirigió una mirada interrogadora. Valentine sacudió la cabeza e hizo un gesto de impotencia.

—Hay mucho silencio aquí —dijo.

—Si exceptuamos la lluvia.

—Cierto. Si exceptuamos la lluvia.

Las gotas tamborileaban delicadamente en la encumbrada bóveda del bosque, una vez más. Valentine contempló la jungla con aire sombrío, pero no vio nada: las luces del flotacoche estaban encendidas y así permanecerían toda la noche, pero más allá de la esfera dorada que creaban sólo había un muro de negrura. Mil metamorfos podían estar congregados en torno al campamento, por lo que él sabía. Ojalá fuera así, pensó. Cualquier cosa, incluso un ataque por sorpresa, era preferible a tantas semanas de estúpidos vagabundeos por un terreno agreste, desconocido e inconocible.

¿Cuánto tiempo, se preguntó, voy a prolongar esto?

¿Y cómo vamos a encontrar el camino de salida, una vez decida que esta búsqueda es absurda?

Escuchó con expresión melancólica los cambiantes ritmos de la lluvia hasta que por fin le dominó la somnolencia.

Casi al instante, sintió la embestida de un sueño.

De su intensidad, claridad y cordialidad dedujo que no era un sueño ordinario sino un envío de la Dama, el primero desde que dejó la costa de Gihorna. No obstante, mientras aguardaba un síntoma tangible de la presencia de su madre en su mente, le invadió la perplejidad, ya que la Dama no se había anunciado y de hecho los impulsos que penetraban en el alma de Valentine parecían provenir de una fuente totalmente distinta. ¿El Rey de los Sueños? También él poseía la facultad de introducirse en las mentes desde lejos, por supuesto. Pero ni siquiera en ocasiones tan raras como esa intentaría el Rey de los Sueños apuntar su instrumento hacia la Corona. ¿Quién, pues? Valentine, alerta a pesar de estar dormido, escudriñó las fronteras de su sueño, buscando en vano una respuesta.

El sueño carecía casi por completo de estructura narrativa: era un conjunto de formas deformes y sonidos silentes que creaba la sensación de realidad por medios puramente abstractos. Pero poco a poco el sueño fue ofreciendo una sucesión de imágenes en movimiento y escurridizos cambios de humor: una metáfora de algo muy concreto, los tentáculos inquietos y enmarañados de un vroon. ¿Deliamber? Aquí estoy, mi señor. ¿Dónde?

Aquí. Cerca de vos. Avanzando hacia vos. Todo ello no fue comunicado mediante algún tipo de conversación, ni mental ni de otra clase, sino gracias a una gramática especial compuesta de formas variables de luz y disposición anímica que transmitía significados inequívocos. Al cabo de unos instantes el sueño terminó y Valentine quedó inmóvil, ni despierto ni dormido, mientras reflexionaba sobre lo ocurrido. Y por primera vez desde hacía semanas experimentó una sensación de esperanza.

Por la mañana, mientras se disponían a levantar el campamento, Valentine habló con Sleet.

—No sigas. Mi intención es quedarme aquí algunos días. O tal vez más.

En el semblante de Sleet apareció un vestigio de duda y confusión, reprimido al instante pero obvio durante una fracción de segundo. No obstante Sleet se limitó a asentir y se dirigió hacia los skandars a fin de ordenarles que dejaran las tiendas tal como estaban.

—Esta noche te ha traído noticias, mi señor. Lo veo en tu cara.

—Deliamber vive. Él y los demás nos están siguiendo, tratan de encontrarnos. Pero hemos ido sin rumbo demasiado tiempo, y nos hemos movido con excesiva rapidez… No podían localizarnos. En cuanto tenían una pista, nosotros seguíamos otra dirección. Si nos quedamos quietos podrán encontrarnos.

—De modo que has hablado con el vroon…

—Con su imagen, con su sombra. Pero era la sombra real, la imagen auténtica. Pronto estará con nosotros.

Y Valentine no tenía la menor duda al respecto. Pero pasó un día, y otro, y otro más… Todas las noches se ponía el aro y proyectaba una señal, y no obtenía respuesta. Los guardianes skandars adoptaron el hábito de merodear por la jungla igual que animales intranquilos. Sleet estaba cada vez más tenso y agitado y pasaba horas seguidas a solas, pese al temor a los metamorfos que aseguraba tener. Carabella, al percatarse del ambiente de nerviosismo, sugirió que Sleet, Valentine y ella hicieran algunos ejercicios de malabarismo, a fin de recordar viejos tiempos y concentrarse en una diversión muy difícil que les hiciera olvidar otras preocupaciones. Pero Sleet dijo que no tenía ánimos y Valentine, cuando convino en que su esposa le urgiera a intentarlo, tenía los dedos tan torpes por falta de práctica que habría abandonado los ejercicios en los primeros cinco minutos si Carabella no hubiera insistido.

—¡Naturalmente que estás oxidado! —dijo ella—. ¿Crees que la habilidad permanece sin necesidad de pulirla? Pero es posible recuperarla, si te esfuerzas. Vamos, Valentine: ¡Coge! ¡Coge! ¡Coge!

Carabella tenía razón. Un poco de esfuerzo y Valentine experimentó de nuevo la antigua sensación de que la unión de tacto y vista podía trasladarle a un lugar donde el tiempo carecía de significado y el espacio se reducía a un solo punto infinito. Los skandars, aunque con seguridad debían saber que los juegos malabares habían sido la profesión de la Corona en otros tiempos, mostraron clara sorpresa al verle practicar y contemplaron la escena boquiabiertos y con franca curiosidad y admiración: Valentine y Carabella intercambiando de manos a gran velocidad una abigarrada galaxia de objetos.

—¡Hop! —gritaba Carabella—. ¡Hop! ¡Hop! —E iba dirigiendo a Valentine en la realización de hazañas más complejas todavía.

La actuación no era nada comparada con los trucos que ella había efectuado de forma rutinaria en los viejos tiempos, puesto que Carabella había tenido una gran habilidad, e incluso era trivial comparada con el nivel técnico poseído por Valentine, siempre muy inferior a su esposa, en el pasado. Pero no estaba mal, pensó Valentine, para una persona que no había practicado con seriedad el arte durante casi una década. Al cabo de una hora, pese a estar empapado de lluvia y sudor, Valentine se sintió como no se sentía hacía meses.

Sleet llegó en ese momento y, al observar a la pareja, se evadió en parte de su ansiedad y mal humor. Al cabo de unos instantes se acercó. Carabella le lanzó un cuchillo, una maza y un hacha y el recién llegado cogió los objetos con naturalidad y empezó a arrojarlos al aire formando una cascada alta y llamativa a la que Valentine añadió otros tres utensilios. En el rostro de Sleet permanecía un vestigio de tensión bien visible que tal vez no habría mostrado hacía una década, excepto cuando hacía su famoso número de malabarismo con los ojos tapados, pero por lo demás no reflejaba haber perdido un ápice de su habilidad portentosa.

—¡Hop! —gritó mientras enviaba hacia Valentine la maza y el hacha y, sin compasión alguna, nuevos objetos antes de que la Corona hubiera cogido los anteriores.

Acto seguido los tres se ejercitaron con gran seriedad, como si nuevamente fueran malabaristas itinerantes y estuvieran ensayando una actuación ante la corte real.

La exhibición de virtuosismo de Sleet inspiró a Carabella, que realizó intrincadas proezas. A su vez Sleet exigió maniobras todavía más difíciles y al poco tiempo Valentine quedó totalmente desfondado. En cualquier caso había intentado seguir el ritmo de los otros tanto tiempo como le fue posible y realmente no lo había hecho mal, sólo se le había caído un objeto… sólo uno hasta que se encontró bombardeado por ambos lados al mismo tiempo mientras Carabella se echaba a reír y Sleet continuaba frío y concentrado. Y de pronto la Corona creyó no tener dedos ni manos suficientes y los objetos se escaparon de su control.

—¡Ah, mi señor, muy mal hecho! —retumbó una voz ronca y maravillosamente familiar.

—¿Zalzan Kavol? —exclamó Valentine, sorprendido y gozoso.

El impresionante skandar se acercó a grandes saltos, hizo rápidamente el signo del estallido estelar y se apresuró a recoger los objetos perdidos por la Corona. Y con el deleite de un maníaco los lanzó hacia Carabella y Sleet con la furia característica de sus cuatro brazos, que exigía a cualquier malabarista humano, por muy experto que fuera, llegar al límite de su habilidad.

Valentine escudriñó la jungla y vio a los demás corriendo bajo la lluvia: Lisamon Hultin con el vroon colgado de sus hombros, Tunigorn, Tisana, Ermanar, Shanamir y muchos más surgieron uno tras otro de un vehículo destrozado y salpicado de barro que estaba aparcado a poca distancia. Todos estaban allí, se dio cuenta Valentine, todos los que él había dejado en Gihorna, el grupo entero reunido por fin.

—¡Sacad vino! —exclamó—. ¡Esto hay que celebrarlo!

Corrió hacia todos, repartió abrazos, extendió al máximo los brazos para echarlos al cuello de la giganta, asestó inofensivos puñetazos a Shanamir, estrechó solemnemente la mano del decoroso Ermanar y estrujó el cuerpo de Tunigorn con una fuerza que habría sofocado a un hombre más débil.

—¡Mi señor! —chilló Lisamon—. ¡Jamás volveréis a iros solo, mientras yo viva! Con todos los respetos, mi señor. ¡Nunca más! ¡Nunca!

—Si yo hubiera sabido, mi señor —comenzó Zalzan Kavol—, que después de anunciar que os adelantabais a nosotros para llegar al Steiche iba a producirse una tormenta tan violenta, y que no volveríamos a veros durante muchas semanas… ¡Ah, mi señor! ¿Qué clase de guardianes creéis que somos? ¡Dejarse escapar de esa forma! Cuando Tunigorn explicó que habíais sobrevivido a la tormenta y entrado en Piurifayne sin esperarnos… ¡Ah, mi señor, mi señor! ¡Si no fuerais mi señor habría cometido un delito de alta traición en cuanto os hubiera atrapado, creedme, mi señor!

—¿Y no me perdonarás esta travesura? —preguntó Valentine.

—¡Mi señor, mi señor!

—Debes saber que mi intención jamás fue separarme de vosotros tanto tiempo. Por eso hice regresar a Tunigorn, para que os localizara y siguierais mis pasos. Y todas las noches os he enviado mensajes… con mi aro, he recurrido a toda mi fuerza mental para ponerme en contacto con vosotros, contigo, con Deliamber, con Tisana…

—Esos mensajes llegaron a nosotros, mi señor —dijo Deliamber.

—¿Sí?

—Noche tras noche. Fue una gran alegría para nosotros, saber que estabais vivo.

—¿Y no me contestasteis? —inquirió Valentine.

—Ah, mi señor, contestamos siempre —dijo el vroon—. Pero sabíamos que las respuestas no llegarían a su destino, que mis facultades no son lo bastante potentes para superar distancias tan grandes. Ansiábamos deciros que no os movierais, que nos esperarais. Pero día tras día os ibais alejando en la jungla, era imposible impedirlo, no podíamos daros alcance y yo no llegaba a vuestra mente, mi señor. No lo conseguía.

—Pero finalmente lo conseguiste.

—Con la ayuda de vuestra madre, la Dama —repuso Deliamber—. Tisana recurrió a ella en sueños y obtuvo un envío de la Dama. Vuestra madre comprendió la situación y su mente actuó de correo para la mía, transportándome a un lugar al que yo no podía llegar. Y de este modo pudimos hablar con vos al fin. ¡Mi señor, hay tantas cosas que contar!

—Es cierto —intervino Tunigorn—. Quedaréis asombrado, Valentine. Os lo prometo.

—En ese caso, asómbrame —contestó Valentine.

—Creo que Tunigorn os informó de nuestro hallazgo —dijo Deliamber—, que Y-Uulisaan, el experto agrícola, era un espía metamorfo.

—Eso me explicó, sí. ¿Pero cómo lo descubristeis?

—El día que partisteis hacia el Steiche, mi señor, sorprendimos a Y-Uulisaan sumido en una comunión mental con cierta persona muy distante. Capté que su mente estaba proyectada, noté la fuerza de la unión. E inmediatamente ordené a Zalzan Kavol y a Lisamon que lo detuvieran.

Valentine pestañeó.

—¿Cómo es posible que Y-Uulisaan tuviera fuerza mental?

—Porque era un cambiaspectos, mi señor —explicó Tisana—, y los cambiaspectos conocen un método para unirse mentalmente usando a los dragones reyes como lugar de encuentro.

Igual que un hombre atacado por dos lados al mismo tiempo, Valentine miró a Tisana, a Deliamber y de nuevo a la anciana intérprete de sueños. Hizo un esfuerzo para captar el significado de las afirmaciones de los otros, pero tenían tantos rasgos extraños, tantos detalles totalmente sorprendentes que apenas entendió nada al principio.

—Me deja perplejo —dijo— saber que los metamorfos hablan entre ellos mediante dragones marinos. ¿Quién podía imaginar que los dragones tienen esa fuerza mental?

—Reyes acuáticos, mi señor, así los llaman ellos —observó Tisana—. Y tal parece que esos reyes acuáticos poseen cerebros muy potentes. Detalle que permitió al espía facilitar sus informes con enorme comodidad.

—¿Informes sobre qué? —preguntó Valentine, inquieto—. ¿Y para quién?

—Cuando descubrimos a Y-Uulisaan en aquella comunión —dijo Deliamber—, Lisamon y Zalzan Kavol lo agarraron y él cambió de forma inmediatamente. Lo habríamos llevado ante vos para someterlo a interrogatorio, pero vos ya habíais partido hacia el río. Después empezó la tormenta y no pudimos continuar. En consecuencia lo interrogamos nosotros mismos. Admitió que era un espía, mi señor, que os ayudaba a formular la respuesta gubernamental a las plagas y que inmediatamente informaba sobre cuál iba a ser dicha respuesta. Detalle de gran ayuda para los metamorfos enfrascados en provocar y extender las plagas.

Valentine quedó sin aliento.

—¿Los metamorfos… provocan las plagas… extienden las plagas…?

—Sí, mi señor. Eso nos confesó Y-Uulisaan. No fuimos… eh… no fuimos demasiado amables con él. Los metamorfos, en laboratorios secretos de Piurifayne, prepararon cultivos de todos los enemigos que han tenido nuestras plantas en el transcurso del tiempo. Y en cuanto estuvieron preparados pasaron a la acción disfrazados de mil formas. Algunos, mi señor, se presentaron a los campesinos haciéndose pasar por delegados agrícolas provinciales, supuestamente para ofrecer nuevos métodos de aumentar la producción del campo. Diseminaron en secreto sus venenos en la tierra mientras inspeccionaban ésta. Además ciertos organismos llegaron por el aire, transportados por aves soltadas por los metamorfos o por nubes creadas artificialmente…

Atónito, Valentine miró a Sleet.

—¡Estábamos en guerra y no lo sabíamos!

—Ahora lo sabemos, mi señor —dijo Tunigorn.

—Y yo recorriendo los territorios del enemigo, con la idea estúpida de que lo único preciso es pronunciar palabras dulces y ofrecer mis brazos amorosamente, porque de esta forma la Danipiur sonreirá y el Divino volverá a darnos su bendición. Pero de hecho la Danipiur y los suyos han estado atacándonos terriblemente mientras tanto y…

—No, mi señor —le interrumpió Deliamber—. No se trata de la Danipiur. No por lo que sabemos.

—¿Qué dices?

—El nombre de la persona para la que trabajaba Y-Uulisaan es Faraataa, un individuo consumido por el odio, un bárbaro que no logró el apoyo de la Danipiur para su proyecto y por ello reunió a sus simpatizantes para ejecutarlo. Existen dos facciones metamorfas, ¿comprendéis, mi señor? Este Faraataa dirige a los radicales, a los ávidos de guerra. Su plan consiste en llevarnos al caos mediante el hambre y obligarnos a salir de Majipur. Mientras que la Danipiur parece ser más moderada, o al menos no tan feroz.

—En tal caso debo proseguir la marcha hacia Ilirivoyne y hablar con ella.

—Jamás encontraréis Ilirivoyne, mi señor —dijo Deliamber.

—¿Por qué motivo?

—Han desmontado la ciudad y la llevan a la espalda por la jungla. Percibo su presencia cuando hago mis hechizos… pero se trata de una presencia móvil. La Danipiur huye de vos, mi señor. No desea reunirse con vos. Tal vez porque es un acto político arriesgado, tal vez porque ella es incapaz de seguir controlando a los suyos y teme que todos recurran a la facción de Faraataa si os presta cualquier clase de servicio. Sólo estoy haciendo suposiciones, mi señor. Pero os lo aseguro, jamás la encontraréis, aunque escudriñéis esta jungla durante mil años.

Valentine asintió.

—Es probable que tengas razón, Deliamber. Seguramente debe ser así. —Cerró los ojos e hizo desesperados esfuerzos para dominar el tumulto de su cerebro. ¡Qué mal había juzgado la situación!—. La comunicación mediante las mentes de los dragones marinos… ¿desde cuándo existe?

—Es posible que desde hace mucho tiempo, mi señor. Al parecer los dragones son más inteligentes de lo que pensábamos… y se diría que existe algo parecido a una alianza entre ellos y los metamorfos, o al menos con algunos metamorfos. Eso no está muy claro.

—¿Y Y-Uulisaan? ¿Dónde está? Deberíamos seguir interrogándole al respecto.

—Muerto, mi señor —dijo Lisamon Hultin.

—¿Cómo es eso?

—Cuando estalló la tormenta todo era confusión y él trató de escapar. Volvimos a capturarlo pero por poco tiempo, ya que el viento me impidió seguir sujetándolo y después fue imposible localizarlo. Encontramos su cadáver al día siguiente.

—Poco se ha perdido, mi señor —opinó Deliamber—. No le habríamos sonsacado mucho más.

—Me habría gustado tener la oportunidad de hablar con él, a pesar de todo —replicó Valentine—. Bien, eso es imposible. Y tampoco podré hablar con la Danipiur, me temo. Pero resulta difícil abandonar la idea. ¿No existe esperanza alguna de encontrar Ilirivoyne, Deliamber?

—Ninguna, eso creo, mi señor.

—Considero a la Danipiur como un aliado. ¿No te parece extraño? La reina metamorfa y la Corona aliados contra los que nos han declarado la guerra biológica. Una tontería, ¿eh, Tunigorn? Vamos, habla sin rodeos: ¿opinas que es una tontería?

Tunigorn se encogió de hombros.

—Puedo decir muy poco al respecto, Valentine. Lo único que sé es que creo que Deliamber tiene razón: la Danipiur no desea reunirse con la Corona y no permitirá que la encontremos. Y creo que dedicar más tiempo a encontrarla…

—Sería una tontería. Sí. Muy tonto cuando me aguardan tantas tareas en otros lugares.

Valentine guardó silencio. Distraídamente cogió un par de los objetos que sostenía Zalzan Kavol y empezó a pasárselos de una a otra mano. Plagas, hambre, monarcas falsos, pensó. Locura. Caos. Guerra biológica. La ira del Divino hecha manifiesta. ¿Y la Corona recorriendo interminablemente la jungla metamorfa en una misión estúpida? No. No.

—¿Tienes la menor idea sobre nuestra posición actual? —preguntó a Deliamber.

—Mi mejor estimación es que nos hallamos a unos tres mil kilómetros al suroeste de Piliplok, mi señor.

—¿Cuánto tiempo crees que nos costaría llegar allí?

—Yo no iría a Piliplok en estos momentos, Valentine —intervino Tunigorn.

—¿Por qué? —dijo Valentine con el entrecejo fruncido.

—Es arriesgado.

—¿Arriesgado? ¿Para la Corona? ¡Estuve allí solo hace uno o dos meses, Tunigorn, y no vi riesgo alguno!

—Las cosas han cambiado. Piliplok se ha proclamado república libre, ésas son las noticias que tenemos. Los ciudadanos de Piliplok, que todavía tenían amplias reservas alimenticias, temían que esos alimentos fueran requisados con destino a Khyntor y Ni-moya. Y de ese modo Piliplok se ha separado de la mancomunidad.

Valentine le contempló como si mirara un abismo infinito.

—¿Se han separado? ¿Una república libre? ¡Esas palabras no tienen sentido!

—A pesar de todo parecen tener sentido para los ciudadanos de Piliplok. Desconocemos qué clase de recepción brindarían a la Corona en estos tiempos. Creo que sería prudente ir a otro sitio hasta que la situación se aclare —dijo Tunigorn.

—¿Cómo puedo tener miedo a entrar en una de mis ciudades? —respondió muy enojado —. ¡Piliplok mantendrá su lealtad en cuanto yo llegue!

—¿Tan seguro estás de eso? —preguntó Carabella—. Ahí está Piliplok, rebosante de orgullo y egoísmo. Y aquí llega la Corona, en un vehículo destrozado, vestido con harapos enmohecidos. Y todos te aclamarán, ¿eso crees? Han cometido una traición y lo saben. Agravarán su traición antes que arriesgarse a ceder pacíficamente a tu autoridad. ¡Mejor no entrar en Piliplok si no es al frente de un ejército, eso pienso yo!

—Y yo —añadió Tunigorn.

Valentine miró consternado a Deliamber, a Sleet, a Ermanar. Todos sostuvieron su mirada en silencio, grave, triste, desoladamente.

—¿Debo entender que han vuelto a destronarme? —inquirió Valentine sin dirigirse a alguien en concreto—. Un vagabundo harapiento, otra vez, ¿eso soy yo? No debo entrar en Piliplok. ¿No debo? Y hay monarcas falsos en Khyntor y Ni-moya. Ellos tienen ejércitos, supongo, y yo no, y por lo tanto tampoco debo ir allí. ¿Qué debo hacer? ¿Ser malabarista por segunda vez? —Se echó a reír—. No, creo que no. Soy la Corona y seguiré siendo la Corona. Pensaba que ya había completado la tarea de reparar mi posición en el mundo, pero es obvio que no. Sácame de esta jungla, Deliamber. Encuentra un camino hasta la costa, a alguna ciudad portuaria que se mantenga fiel a mí. Posteriormente partiremos en busca de aliados y volveremos a arreglar las cosas, ¿eh?

—¿Y dónde vamos a encontrar esos aliados, mi señor? —preguntó Sleet.

—Donde podamos —respondió Valentine mientras se encogía de hombros.

8

En el transcurso del descenso del Monte del Castillo y la travesía del valle del Glayge hasta el Laberinto, Hissune había visto indicios en todas partes del torbellino que azotaba el país. Aunque en Alhanroel, región tranquila y fértil, la situación no se había complicado tanto como más al oeste y en Zimroel, existía empero una tensión visible y prácticamente tangible: puertas cerradas, ojos asustados, semblantes contraídos. Pero en el Laberinto, pensó Hissune, nada parecía haber sufrido cambios importantes, quizá porque siempre había sido un lugar de puertas cerradas, ojos asustados y semblantes contraídos.

El Laberinto tal vez no había cambiado, pero Hissune sí. Y el cambio fue patente desde el momento en que entró por la Boca de las Aguas, la entrada ritual majestuosa y opulenta usada de forma tradicional por los Poderes de Majipur cuando visitaban la ciudad del Pontífice. Detrás quedaba la tarde cálida y brumosa del valle del Glayge, las brisas fragantes, las montañas verdes, el fulgor vibrante y gozoso del crepúsculo. Y delante aguardaba la noche eterna de los recovecos herméticos del Laberinto, el lustre áspero de la iluminación artificial, la extraña falta de vida de un aire que jamás había conocido el contacto con la lluvia y el viento. Y en el momento de pasar de unos a otros dominios Hissune imaginó por un brevísimo instante que un portalón inmenso se cerraba detrás de él estruendosamente, que una barrera horrenda le separaba de todas las cosas bellas del mundo. Y tuvo un escalofrío de temor.

Le sorprendió que dos años escasos en el Monte del Castillo hubieran obrado tal transformación en él, que el Laberinto, al que dudaba haber amado alguna vez pero donde ciertamente se había sentido a gusto en otra época, le resultara tan repelente. Y pensó que hasta esos momentos no había entendido realmente el espanto que el lugar causaba a lord Valentine. Hissune acababa de percibir ese espanto, tan sólo una parte ínfima pero suficiente para permitirle comprender por primera vez qué clase de terror invadía el alma de la Corona cuando iniciaba el descenso del Laberinto.

Hissune había sufrido otro cambio. Cuando abandonó el Laberinto no era una persona importante… un caballero iniciado, cierto, pero eso era poca cosa, en especial para los moradores del Laberinto, que no se impresionaban fácilmente por cuestiones de pompa mundana. Y ahora volvía pocos años después y se presentaba como el príncipe Hissune, miembro del consejo de regencia. La pompa no impresionaba a los habitantes del Laberinto, pero sí el poder, en particular si lo había alcanzado uno de sus congéneres. Miles de personas ocupaban la ruta que iba de la Boca de las Hojas al anillo externo del Laberinto, codeándose y empujándose para ver mejor al hombre que había cruzado la gran entrada en un vehículo real que lucía los colores de la Corona acompañado por una comitiva como si fuera el mismo rey. Nadie le vitoreó, ni lanzó gritos, ni pronunció su nombre. La gente del Laberinto no era famosa por tales manifestaciones. Pero todos le miraron. En silencio, francamente impresionados, seguramente con envidia, contemplaron al recién llegado con hosca fascinación. Hissune creyó ver entre la multitud a Vanimoon, su antiguo compañero de juegos, a la guapa hermana de éste, a Guisnet, a Heulan y otros muchos de la vieja pandilla del Atrio de Guadeloom. Quizás era su mente traviesa la que los ponía allí. Comprendió que deseaba verlos allí, que lo contemplaran con sus vestiduras principescas y su magnífico vehículo, que vieran al pendenciero Hissune del Atrio de Guadeloom transformado en el príncipe regente Hissune, con el efluvio del Castillo en torno a su persona, igual que la luz de otro sol. Nada hay de malo en sentir un poco de orgullo de vez en cuando, ¿no?, se preguntó. Y él mismo se contestó: sí, sí, ¿por qué no? De vez en cuando puedes permitirte un poco de vanidad. Incluso los santos deben ceder a la presunción algunas veces, y a ti jamás te han acusado de ser santo. Pero acaba pronto, no te entretengas y sigue con tu tarea. Una dieta constante de alabanzas congestiona el espíritu.

Delegados pontificios que lucían máscaras de etiqueta le aguardaban al borde del anillo exterior. Le saludaron con gran solicitud y le condujeron de inmediato al ascensor reservado a los poderes y a los emisarios de éstos, que le transportó rápidamente hacia los hondos niveles imperiales del Laberinto.

No tardó en verse instalado en unos aposentos casi tan ostentosos como los reservados perpetuamente para uso de la Corona. Alsimir, Stimion y el resto de ayudantes de Hissune fueron acomodados en elegantes habitaciones contiguas a la de su superior. Y por fin los representantes pontificios pusieron fin a su preocupación por la comodidad del príncipe.

—El primer consejero Hornkast — anunció el jefe del grupo—, tendrá el gran placer de cenar con usted esta noche, mi señor.

Inesperadamente Hissune sintió un estremecimiento de admiración. El gran placer. El Laberinto pervivía en él lo suficiente para considerar a Hornkast con una veneración que rayaba en el miedo: el verdadero señor del Laberinto, el titiritero que movía las cuerdas del Pontífice. El gran placer de cenar con usted esta noche, mi señor. ¿Era cierto? ¿Hornkast? Difícil imaginar que el viejo Hornkast experimentara placer por algo, pensó Hissune. Mi señor, nada menos. Bien, bien, bien…

Pero no podía permitir que Hornkast le causara respeto, ni una pizca, ni un ápice. Se las arregló para no estar preparado cuando los enviados del primer consejero llegaron en su busca y tardó diez minutos en salir. Al entrar en el comedor privado de Hornkast (un salón de magnificencia tan rutilante que hasta un emperador habría juzgado excesiva su grandeza), Hissune contuvo el impulso de ofrecer algún tipo de saludo o cortesía, aunque en su interior brotó con fuerza la necesidad de hacerlo. ¡Es Hornkast! pensó, y estuvo a punto de arrodillarse. ¡Pero tú eres Hissune! consideró airadamente, y permaneció erguido, con aire digno, ligeramente reservado. Hornkast, se obligó a pensar Hissune, es un simple funcionario, mientras que yo soy una persona importante, un príncipe del Monte, y además soy miembro del consejo de regencia.

No obstante era difícil no sentirse impresionado por el poder y la presencia formidable del primer consejero. Era un hombre viejo, y más que viejo, pero tenía un aspecto robusto, vigoroso y activo, como si alguna brujería le hubiera despojado de treinta o cuarenta de sus años. Tenía unos ojos maliciosos e implacables, su sonrisa era constantemente confusa y poseía una voz grave y fuerte. Con la mayor cortesía condujo a Hissune hasta la mesa y le ofreció un vino extraño, muy reluciente, de color escarlata oscuro, que Hissune, prudente, se limitó a paladear con sorbos muy espaciados. La conversación, amistosa y general al principio, más seria después, estuvo dominada siempre por el primer consejero e Hissune sufrió por ello. En primer lugar hablaron de los disturbios en Zimroel y Alhanroel occidental, e Hissune tuvo la impresión de que Hornkast, pese a la gravedad de su semblante mientras hablaba de esos temas, parecía tan preocupado por los hechos externos al Laberinto como por sucesos de otro planeta. Después Hornkast abordó abiertamente la muerte de Elidath y rogó al príncipe que transmitiera su sentido pésame cuando volviera al Monte. Y miró fijamente al joven como diciéndose: Sé que el fallecimiento de Elidath ha provocado grandes cambios en la sucesión, que tú has alcanzado rápidamente una posición de poder y que por lo tanto, Oh hijo de este Laberinto, te trato con suma precaución. Hissune esperaba que el anciano, tan al corriente de la situación de ultramar como para saber que Elidath había muerto, proseguiría la conversación interesándose por la seguridad de lord Valentine. Mas para su asombro el primer consejero decidió abordar temas totalmente distintos, relacionados con la escasez que se manifestaba en los graneros del Laberinto. Sin duda el problema debía preocupar mucho a Hornkast, pensó Hissune, pero él no había emprendido aquel viaje simplemente para discutir de esos asuntos. El primer consejero hizo una pausa y el joven la aprovechó para tomar la iniciativa.

—Tal vez sea el momento de considerar lo que en mi opinión es el hecho más crítico, es decir, la desaparición de lord Valentine.

La invencible serenidad de Hornkast pareció alterarse un instante, sus ventanas nasales se agitaron, sus labios temblaron rápidamente en un gesto de sorpresa.

—¿ Desaparición ?

—Perdimos el contacto con lord Valentine cuando viajaba por Piurifayne y no hemos podido restablecerlo.

—¿Puedo preguntar qué hacía la Corona en Piurifayne? Hissune alzó ligeramente los hombros.

—Una misión muy delicada, eso creo. Quedó separado de su comitiva durante la misma tormenta que se cobró la vida de Elidath. No tenemos noticias de él desde entonces.

—¿Y la Corona ha muerto, lo cree usted?

—No tengo la menor idea y las suposiciones carecen de valor. Puede estar seguro de que hacemos todos los esfuerzos posibles para restablecer el contacto con él. Pero creo que como mínimo hay que considerar la posibilidad de que lord Valentine haya muerto, sí. Hubo discusiones a ese respecto en el Castillo. Está germinando un plan de sucesión.

—Ah.

—Y naturalmente la salud del Pontífice es un detalle que debe ocupar lugar prominente en nuestra planificación —dijo Hissune.

—Ah, sí. Lo comprendo perfectamente.

—El Pontífice, eso tengo entendido, continúa como siempre…

Hornkast no replicó al momento, sino que miró a Hissune con una intensidad misteriosa y desagradable, como si estuviera absorto en el cálculo político más complejo posible.

—¿Le gustaría visitar a su majestad? —dijo por fin.

Fue la respuesta más inesperada que Hissune podía imaginar, o una de las más inesperadas. ¿Visitar al Pontífice? ¡Jamás había soñado hacer tal cosa! Tardó unos instantes en dominar su asombro y recobrarse.

—Sería un gran honor —dijo con toda la frialdad de que era capaz.

—En tal caso, salgamos.

—¿Ahora mismo?

—Ahora mismo —replicó el primer consejero. Hornkast hizo un gesto. Llegaron varios sirvientes y se llevaron los restos de la cena. Momentos más tarde Hissune se encontró a bordo de un vehículo flotante romo en su parte frontal, con Hornkast junto a él. Recorrieron un túnel muy estrecho hasta llegar a un lugar que obligaba a seguir a pie y en el que numerosas puertas de bronce cerraban herméticamente el pasadizo a intervalos de cincuenta pasos. Hornkast deslizó su mano en paneles ocultos para irlas abriendo y por fin la última puerta, con un símbolo del Laberinto grabado en oro y el monograma imperial sobre éste, cedió después de ser tocada por el primer consejero y los dos hombres entraron en el salón del trono pontificio.

El corazón de Hissune empezó a latir con fuerza aterradora. ¡El Pontífice! ¡Tyeveras, el viejo loco! A lo largo de toda su vida apenas había creído que existiera realmente esa persona. Como hijo del Laberinto que era, Hissune había considerado siempre al Pontífice como un ser sobrenatural, oculto en las distantes profundidades, el recluso amo del mundo. E incluso en esos momentos, pese a que desde hacía poco estaba familiarizado con príncipes, duques, familiares de la Corona y el mismo monarca, seguía considerando al Pontífice como un ser aparte que moraba en sus dominios particulares, invisible, inconocible, irreal, inconcebiblemente apartado del mundo de los seres ordinarios.

Pero allí estaba el Pontífice.

Exactamente igual que como afirmaba la leyenda. La esfera de vidrio azul, los tubos, los conductos, los cables y los empalmes, los burbujeantes fluidos de colores que entraban y salían del recipiente vitalizador. Y en el interior estaba el anciano, muy vetusto, sentado, increíblemente erguido en el trono de alto respaldo con sus tres escalones. Tenía los ojos abiertos. Pero ¿veía? ¿Vivía realmente?

—Ya no habla —dijo Hornkast—. Es el cambio más reciente. Pero el médico, Sepulthrove, afirma que el cerebro del Pontífice continúa activo, que su cuerpo conserva vitalidad. Adelántese un par de pasos. Podrá verle de cerca. ¿Lo ve? ¿Lo ve? Respira. Mueve los párpados. Está vivo. Está definitivamente vivo.

Hissune creyó estar en presencia de un ser de otra época, una criatura prehistórica conservada por medios milagrosos. ¡Tyeveras! Corona en tiempos del Pontífice Ossier hacía… ¿cuántas generaciones? Superviviente de la historia. Aquel hombre había visto a lord Kinniken con sus propios ojos. Ya era viejo cuando lord Malibor tomó posesión del Castillo. Y allí continuaba: vivo, sí, suponiendo que aquello fuera vida.

—Puede saludarle —dijo Hornkast.

Hissune conocía la costumbre: el visitante fingía no hablar directamente al Pontífice, dirigía sus palabras al primer consejero a fin de que éste las transmitiera al monarca, pero la costumbre no se respetaba en la práctica.

—Le ruego ofrezca a su majestad los saludos de su súbdito el príncipe Hissune, hijo de Elsinome, que expresa humildemente su admiración y acatamiento.

El Pontífice no contestó. No mostró signo alguno de haber oído las palabras.

—En tiempos —explicó Hornkast— emitía sonidos que aprendí a interpretar, como respuesta a lo que se le decía. Eso acabó. Lleva meses sin hablar. Pero nosotros continuamos hablándole, a pesar de todo.

—En tal caso comunique al Pontífice —dijo Hissune— que el mundo entero lo ama y que su nombre está constantemente en nuestras plegarias.

Silencio. El Pontífice estaba inmóvil.

—Comunique también al Pontífice —continuó Hissune— que el mundo sigue su curso, que las dificultades surgen y desaparecen, que la grandeza de Majipur persistirá.

Silencio. Ninguna clase de respuesta.

—¿Ha terminado? —inquirió Hornkast.

La mirada de Hissune atravesó la sala en dirección al enigmático personaje encerrado en la jaula de vidrio. Ansiaba que Tyeveras alzara la mano para bendecirle, ansiaba oírle pronunciar palabras proféticas. Pero eso era imposible e Hissune lo sabía.

—Sí —contestó—. He terminado.

—Vámonos.

El primer consejero condujo a Hissune fuera del salón del trono. Ya en el exterior, el príncipe advirtió que su elegante vestimenta estaba empapada de sudor, que le temblaban las rodillas. ¡Tyeveras! Aunque viva años tantos años como él, pensó Hissune, jamás olvidaré ese rostro, esos ojos, esa esfera de vidrio azul…

—Este silencio es una nueva fase —dijo Hornkast—. Sepulthrove afirma que el Pontífice conserva su fuerza, y tal vez sea cierto. Pero seguramente debe ser el principio del fin. Debe existir algún límite, pese a tanta maquinaria.

—¿Cree que falta poco?

—Ruego que así sea, pero no puedo afirmarlo. No hacemos nada para precipitar el fin. Esa decisión está en manos de lord Valentine… en manos de su sucesor, si Valentine ha muerto.

—Si lord Valentine ha muerto —dijo Hissune—, la nueva Corona podría ocupar directamente el Pontificado. A menos que decida prolongar la vida de Tyeveras.

—Cierto. Y si lord Valentine ha muerto, ¿quién, pues, opina usted será esa nueva Corona?

La mirada de Hornkast era abrumadora y despiadada. Hissune pensó que su cuerpo ardía con el fuego de aquella mirada, que la conducta astuta tan dificultosamente adoptada y la sensación de saber quién era él y qué pretendía conseguir se fundían y le dejaban vulnerable y turbado. De pronto, de forma vertiginosa, vio la imagen de sí mismo catapultado hacia la cima del poder, Corona una mañana, dando órdenes oportunas para desconectar los tubos y la maquinaria al mediodía, Pontífice al caer la noche. Pero naturalmente era una idea absurda, pensó aterrorizado. ¿Pontífice? ¿Yo? ¿Dentro de un mes? Una broma. Totalmente disparatada. Hizo un esfuerzo para dominarse y al cabo de unos instantes logró recordar la estrategia que en el Castillo le había parecido tan obvia: si lord Valentine ha muerto, Divvis será Corona y Tyeveras morirá por fin y Divvis se trasladará al Laberinto. Debe ser así. Debe ser así.

—Por supuesto es imposible votar un sucesor —dijo Hissune—, no hasta que confirmemos la muerte de la Corona, y diariamente ofrecemos plegarias por su bienestar. Pero si realmente lord Valentine ha encontrado un destino trágico, creo que para los príncipes del Castillo será un placer invitar al hijo de lord Voriax a que ocupe el trono.

—Ah.

—Y si tal cosa sucede, hay personas que opinamos que sería deseable dejar que el Pontífice vuelva por fin a la Fuente.

—Ah —repitió Hornkast—. Claro, claro. Habla usted con gran claridad, ¿no cree?

Sus ojos contemplaron los de Hissune una vez más: fríos, penetrantes, sin escapárseles nada. Después la mirada se suavizó como disimulada por un velo y de pronto el primer consejero fue un simple anciano exhausto que ha llegado al final de una jornada larga y fatigosa. Hornkast dio media vuelta y se acercó lentamente al vestíbulo flotante.

—Vámonos —dijo—. Se está haciendo tarde, príncipe Hissune.

Era tarde, ciertamente, pero a Hissune le resultó prácticamente imposible conciliar el sueño. He visto al Pontífice, pensó una y otra vez. He visto al Pontífice. Permaneció en vela y muy agitado durante toda la noche, mientras la imagen del anciano Tyeveras ardía en su mente. Y esa imagen no se obscureció tampoco cuando llegó el sueño, sino que se hizo más brillante: el Pontífice ocupando el trono en el interior de la esfera de vidrio. ¿Acaso lloraba el Pontífice?, se preguntó el príncipe. Y si tal era el caso, ¿por quién lloraba?

Al mediodía de la jornada siguiente, Hissune, acompañado por una escolta oficial, hizo el trayecto hasta el anillo externo del Laberinto y se desplazó al Atrio de Guadeloom, al piso pequeño y destartalado en el que había vivido tantos años.

Elsinome había insistido en que esa visita era incorrecta, que para un príncipe del Castillo la visita a un lugar tan ruin como Atrio de Guadeloom significaba faltar gravemente al protocolo, aunque fuera con el objetivo de ver a su madre. Pero Hissune no había hecho caso de las objeciones.

—Iré a verte —dijo—. No debes ser tú la que venga a verme, madre.

La mujer no parecía haber cambiado demasiado con los años transcurridos desde la última vez que se vieron. En todo caso su aspecto era más fuerte, más vigoroso. Pero tenía un rasgo de cansancio poco normal en ella, pensó Hissune. Extendió los brazos hacia ella y su madre reflejó vacilación, nerviosismo, casi como si no reconociera a su hijo.

—¿Madre? —dijo el príncipe—. Me reconoces, ¿verdad, madre?

—Quiero creer que sí.

—No he cambiado, madre.

—Tu forma de comportarte… tu mirada… la ropa que vistes…

—Sigo siendo Hissune.

—El príncipe regente Hissune. ¿Y dices que no has cambiado?

—Todo ha cambiado ahora, madre. Pero algunas cosas siguen igual.

Elsinome pareció tranquilizarse un poco al oír esas palabras, su tensión disminuyó como si aceptara al joven. Hissune se acercó y la abrazó. Después la mujer dio un paso atrás.

—¿Qué va a ser del mundo, Hissune? ¡Oímos muchas cosas terribles! Dicen que la gente se muere de hambre en provincias enteras. Que se han proclamado nuevos monarcas. Y lord Valentine… ¿Dónde está lord Valentine? Aquí abajo apenas sabemos qué pasa fuera. ¿Qué será del mundo, Hissune?

El joven meneó la cabeza.

—Todo está en manos del Divino, madre. Pero te aseguro una cosa: si existe un medio para salvar al mundo de este desastre, lo salvaremos.

—Noto que tiemblo, cuando te oigo decir lo salvaremos. A veces, en sueños, te veo en el Monte del Castillo rodeado de grandes señores y príncipes… Y veo que ellos te miran, los veo pidiéndote consejo. ¿Puede ser cierto? He podido comprender algunas cosas, porque la Dama me visita a menudo mientras duermo, ¿lo sabías?… Pero aun así, queda mucho por comprender, muchas cosas que asimilar…

—¿Dices que la Dama te visita a menudo?

—Hasta dos o tres veces por semana. Me siento muy privilegiada por eso. Aunque también me preocupa: verla tan cansada, notar el peso que oprime su alma… Ella se presenta para ayudarme, ¿sabes?, pero a veces pienso que debería ayudarla yo, que debería prestarle mi fuerza, dejarle que se apoye en mí…

—Así será, madre.

—¿Te he entendido bien, Hissune?

Hissune tardó un largo instante en contestar. Examinó la destartalada habitación, contempló los viejos recuerdos de su infancia, las cortinas raídas, los muebles deshechos y pensó en la elegante sala donde había pasado la noche y los aposentos del Monte del Castillo que le pertenecían.

—No seguirás aquí mucho tiempo, madre —dijo.

—¿Adónde voy a ir? Hissune titubeó de nuevo.

—Creo que me nombrarán Corona, madre —contestó en voz baja—. Y cuando lo hagan, irás a la Isla e iniciarás una tarea nueva y difícil. ¿Comprendes mis palabras?

—Cómo no.

—¿Y estás preparada madre?

—Haré lo que deba hacer —le aseguró su madre.

Elsinome sonrió y sacudió la cabeza con aire incrédulo. Pero con el mismo movimiento alejó la incredulidad. Extendió las manos y abrazó a Hissune.

9

—Y ahora que corra la voz —dijo Faraataa.

Era la Hora de la Llama, el mediodía, y el sol se alzaba sobre Piurifayne. Ese día no habría lluvia: la lluvia era intolerable pues ese día era el día en que iba a correr la voz, un hecho que debía acontecer bajo un cielo sin lluvia.

Faraataa se hallaba en lo alto de una impresionante plataforma de mimbre desde la que divisaba el enorme claro abierto en la jungla por sus simpatizantes. Miles de árboles talados, un tajo inmenso en el seno de la tierra. Y en ese vasto espacio abierto se encontraban los seguidores del piurivar, codo a codo, en toda la extensión que él podía observar. A ambos lados se erguían las pronunciadas formas piramidales de los nuevos troncos, casi tan elevados como la plataforma. Estaban construidos con troncos cruzados, entrelazados de acuerdo con el estilo antiguo, y de sus cúspides brotaban las dos banderas de la redención, la roja y la amarilla. Eso era Nueva Velalisier, en plena jungla. El año próximo, en las mismas fechas, decidió Faraataa, los ritos se celebrarían en la genuina Velalisier allende el mar, en cuanto estuviera consagrada de nuevo.

Faraataa efectuó los Cinco Cambios, con naturalidad, deslizándose serenamente de una forma a otra: la Mujer Roja, el Gigante Ciego, el Desollado, el Último Rey. Todos los cambios fueron saludados con sibilantes exclamaciones de los presentes, y cuando Faraataa realizó el último y adoptó la apariencia del Príncipe Venidero, el estruendo fue ensordecedor. Todos pronunciaron el nombre del caudillo en un crescendo incontenible:

—¡Faraataa! ¡Faraataa! ¡FARAATAA!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero y el Rey Real! —exclamó él, como tantas veces había gritado en sueños.

—¡Viva el Príncipe Venidero que es el Rey Real! —replicó el público.

—Unid vuestras manos, y vuestros espíritus, y llamemos a los reyes acuáticos —dijo Faraataa.

Todos unieron sus manos y espíritus y Faraataa notó que la fuerza del conjunto le inundaba, e hizo la llamada.

—¡Hermanos del mar!

Oyó la música de los reyes. Captó los enormes cuerpos que se agitaban en las profundidades. Todos los reyes respondieron: Maazmoorn, Girouz, Sheitoon, Diis, Narain y muchos más. Y participaron, y prestaron su fuerza, y se convirtieron en un megáfono para las palabras del líder.

Y las palabras de Faraataa corrieron por todos los territorios y llegaron a todos los seres capacitados para oírlas.

—¡Vosotros, nuestros enemigos, prestad atención! ¡Sabed que os hemos declarado la guerra y que ya estáis derrotados! ¡Ha llegado el momento de ajustar cuentas! ¡No podéis vencemos! ¡No podéis vencernos! ¡Habéis empezado a perecer y nada podrá salvaros!

—¡Faraataa! ¡Faraataa! ¡Faraataa!

Las aclamaciones cobraron más fuerza. La piel del caudillo empezó a brillar. Sus ojos emitían resplandores. Se había convertido en el Príncipe Venidero, en el Rey Real.

—Durante catorce mil años este mundo ha sido vuestro. Ahora lo hemos recuperado. ¡Abandonadlo todos vosotros, extranjeros! ¡Meteos en vuestras naves y marchaos a las estrellas de las que salisteis, porque ahora este planeta nos pertenece! ¡Fuera!

—¡Faraataa! ¡Faraataa!

—¡Marchaos, o sufriréis toda nuestra ira! ¡Marchaos o que el mar os trague! ¡Marchaos o no tendremos piedad de nadie!

—¡Faraataa!

Extendió los brazos. Abrió su ser al torrente de energía de las almas unidas ante él y de los reyes acuáticos que eran su solaz y sustento. La época de exilio y sufrimiento estaba acabando, no había duda. Estaban a punto de ganar la guerra santa. Iban a aplastar a los que habían hurtado y ocupado el planeta igual que un enjambre de insectos depredadores.

—¡Oídme, Oh enemigos! ¡Yo soy el Rey Real!

—¡Oídle, Oh enemigos! ¡Él es el Rey Real! —gritaron en tono ensordecedor las silentes voces.

—¡Ha llegado vuestra hora! ¡Ha concluido vuestro tiempo! ¡Vuestros crímenes serán castigados y nadie sobrevivirá! ¡Salid de nuestro planeta!

—¡Salid de nuestro planeta!

—¡Faraataa! —chillaron todos—. ¡Faraataa! ¡Faraataa!

—¡Yo soy el Príncipe Venidero! ¡Yo soy el Rey Real! Y todos los presentes respondieron:

—¡Viva el Príncipe Venidero, que es el Rey Real!

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