V EL LIBRO DE LA REUNIÓN

1

Cuando la fuerza expedicionaria real se hallaba a varias horas río abajo de Ni-moya, lord Hissune llamó a Alsimir.

—Averigua si aún existe la mansión denominada Vista de Nissimorn. En caso afirmativo la requisaré para usarla como cuartel general mientras esté en Ni-moya.

Hissune recordaba aquella casa —recordaba toda Ni-moya, sus torres blancas y sus galerías deslumbrantes— tan vivamente como si hubiera morado en ella la vida entera. Sin embargo jamás hasta ese viaje había pisado el continente de Zimroel. Había visto Ni-moya con los ojos de otra persona. Volvió con sus pensamientos a la época de su adolescencia en la que escudriñó en secreto las cápsulas de recuerdos de los archivos del Registro de Almas, en las profundidades del Laberinto. ¿Cómo se llamaba aquella tendera de Velathys que contrajo matrimonio con el hermano del duque y acabó heredando Vista de Nissimorn? Inyanna, pensó. Inyanna Forlana. Una ladrona del Gran Bazar hasta que el curso de su vida cambió sorprendentemente.

Todo había sucedido al final del reinado de lord Malibor, tan sólo hacía veinte o veinticinco años. Seguramente la protagonista debía vivir todavía, meditó Hissune. Debía seguir viviendo en su mansión maravillosa con vistas al río. Y yo iré a verla y le diré, «La conozco, Inyanna Forlana. La comprendo tan bien como a mí mismo. Somos de la misma raza, usted y yo: favoritos de la fortuna. Y ambos sabemos que los auténticos favoritos de la fortuna son los que saben hacer mejor uso de su buena suerte.»

Vista de Nissimorn continuaba existiendo, se alzaba espléndidamente sobre el promontorio rocoso por encima del puerto y sus balcones voladizos y pórticos flotaban de modo ensoñador en un ambiente de tenue brillo. Pero Inyanna Forlana ya no residía allí. La mansión estaba ocupada por una fanfarrona horda de intrusos, cinco o seis apiñados en cada habitación, que habían garabateado sus nombres en la pared de cristal del Salón de las Ventanas, encendido humeantes hogueras en los balcones que daban al jardín y dejado sus mugrientas huellas dactilares en los relucientes muros blancos. Casi todos huyeron como nieblas matinales en cuanto las fuerzas de la Corona cruzaron la entrada. Pero algunos permanecieron en el lugar y contemplaron hoscamente a Hissune, como si fuera un invasor de otro planeta.

—¿Echo fuera a la chusma que queda, mi señor? —preguntó Stimion.

Hissune asintió.

—Pero antes ofréceles algo de comer y beber y diles que la Corona lamenta tener que establecerse en su vivienda. Y pregúntales si saben algo de lady Inyanna, en tiempos propietaria de esta casa.

Con aire sombrío recorrió habitación tras habitación y comparó lo que contemplaba con la radiante visión que le había producido el registro de recuerdos de Inyanna Forlana. El cambio era desconsolador. No había un solo lugar de la mansión que no estuviera ensuciado, manchado, descolorido, desdorado o saqueado. Un ejército de artesanos tardaría años en devolverle su antiguo aspecto, pensó Hissune.

El estado de Vista de Nissimorn era idéntico al de Ni-moya entera. Hissune, mientras erraba desconsolado por el Salón de las Ventanas con sus panorámicas de todas las zonas de la ciudad, contempló una escena de terrorífica ruina. Se trataba de la ciudad de Zimroel que había sido más próspera y resplandeciente, igual que cualquiera de las urbes del Monte del Castillo. Las torres blancas que en tiempos habían albergado a treinta millones de personas estaban ennegrecidas a causa del fuego de decenas de hogueras. El Palacio Ducal era un muñón destrozado en lo alto de su magnífico pedestal. La Galería Telaraña, una extensión enorme de tejido suspendido donde habían estado ubicadas las tiendas elegantes de la ciudad, se encontraba separada de sus amarres por un lado y yacía abandonada como una capa inservible en la avenida inferior. Las cúpulas de cristal del Museo Universal estaban destrozadas e Hissune no quiso ni pensar qué habría ocurrido con los tesoros que contenían. Los reflectores giratorios del Bulevar de Cristal estaban apagados. Miró hacia los muelles y vio lo que debían haber sido los restaurantes flotantes, en los que era posible comer los platos más exquisitos de Narabal, Steel, Pidruid y otras ciudades lejanas: todos estaban al revés, con la base vuelta hacia arriba en el agua.

Se sintió embaucado. Tanto soñar con ver Ni-moya y verla por fin en ese estado, quizá sin reparación posible…

¿Cómo habrá ocurrido todo esto?, se preguntó. ¿Por qué la gente de Ni-moya, hambrienta, aterrorizada y loca, había atacado a su propia ciudad? ¿Y estaría igual el corazón de Zimroel, la belleza que había costado milenios crear echada a perder en el paroxismo de una destrucción irracional? Hemos pagado un precio elevado, concluyó Hissune, por los siglos de satisfacción vanidosa.

Stimion se presentó para informarle de las noticias que sobre lady Inyanna había sonsacado a uno de los ocupantes ilegales: había huido de Ni-moya hacía más de un año, explicó, cuando uno de los falsos monarcas le había exigido la mansión para utilizarla como palacio. Adonde había ido, si estaba viva o muerta… nadie sabía nada. El duque de Ni-moya y su familia habían huido igualmente, incluso antes que lady Inyanna, y gran parte de la nobleza.

—¿Y esa falsa Corona? —inquirió Hissune.

—Ha escapado también, mi señor. Todos ellos, ya que había más de uno, y al final eran diez o doce y se peleaban entre ellos. Pero echaron a correr como bilantunes asustados cuando el Pontífice Valentine llegó a la ciudad el mes pasado. Sólo hay una Corona actualmente en Ni-moya, mi señor, y su nombre es Hissune.

Hissune esbozó una sonrisa.

—Y éste debe ser mi gran desfile, ¿no? ¿Dónde están los músicos, dónde las manifestaciones? ¿Por qué tanta suciedad y destrucción? No se parece en nada a lo que pensé iba a ser mi primera visita a Ni-moya, Stimion.

—Regresaréis en tiempos más felices, mi señor, y todo será como antes.

—¿Eso crees? ¿Lo crees realmente? ¡Ah, ruego que tengas razón, amigo mío!

Llegó Alsimir.

—Mi señor, el alcalde del lugar envía sus respetos y solicita visitaros esta tarde.

—Dile que venga por la noche. En estos momentos hay tareas más urgentes que reunirse con los alcaldes locales.

—Así se lo comunicaré, mi señor. Creo que el alcalde se siente alarmado, mi señor, por el volumen del ejército que intentáis acuartelar aquí. Se ha referido a la dificultad de suministrar provisiones y hay algunos problemas sanitarios que…

—Suministrará las provisiones exigidas, Alsimir, o nos haremos con los servicios de un alcalde más capacitado —dijo Hissune—. Dile eso también. Y también podrías decirle que mi señor Divvis llegará pronto con un ejército casi tan numeroso como éste, o tal vez mayor, y que después vendrá mi señor Tunigorn y que por lo tanto puede considerar sus esfuerzos actuales como un ensayo de las responsabilidades reales que pronto tendrá que afrontar. Pero hazle saber igualmente que las exigencias alimenticias de Ni-moya disminuirán en parte cuando yo salga de aquí, ya que me llevaré varios millones de ciudadanos como parte del ejército de ocupación que irá a Piurifayne. Y pregúntale qué métodos sugiere para elegir voluntarios. Si se opone a alguna medida, Alsimir, comunícale que no hemos venido aquí para fastidiarlo sino para salvar su provincia del caos, aunque nos gustaría mucho más hacer deporte en el Monte del Castillo. Si piensas que su actitud es incorrecta después de decirle todo esto, encadénalo y averigua si algún concejal importante desea mostrarse más cooperativo. Si no hay ninguno, encuéntralo. —Hissune hizo una mueca—. Dejemos al alcalde de Ni-moya. ¿Hay alguna noticia de mi señor Divvis?

—Muchas, mi señor. Ha partido de Piliplok y nos sigue por el Zimr con la máxima rapidez posible, organizando su ejército al mismo tiempo. Tenemos mensajes suyos llegados de Puerto Saikforge, Stenwamp, Orgeliuse, Impemonde y Valle de Obliorn, y lo último que sabemos es que se aproxima a Larnimisculus.

—Que si no recuerdo mal se halla a varios miles de kilómetros al este de Ni-moya, ¿no es cierto? —dijo Hissune—. De modo que no es simplemente un rato lo que tendremos que esperarle. Bien, llegará cuando llegue y es imposible acelerar su marcha, y tampoco me parece sensato salir hacia Piurifayne hasta que nos reunamos. —Sonrió pesarosamente—. Nuestra tarea sería tres veces más fácil, creo, si este planeta fuera la mitad de grande que ahora. Alsimir, envía nuestras salutaciones cordiales para Divvis a Larnimisculus y tal vez a Belka, Clarischanz y alguna otra ciudad de la ruta y hazle saber mis deseos de volver a verlo pronto.

—¿Lo deseáis, mi señor? —preguntó Alsimir. Hissune lo miró con fijeza.

—Lo deseo —dijo—. ¡Con toda sinceridad, Alsimir!

Eligió como despacho el gran estudio de la tercera planta del edificio. Tiempo atrás, cuando la mansión era el hogar de Calain, hermano del duque de Ni-moya —Hissune lo sabía por los recuerdos sobre el lugar que había hecho suyos— la enorme sala había albergado la biblioteca de libros antiguos encuadernados con pieles de animales poco comunes. Pero los libros habían desaparecido. El estudio era un espacio vacío con un simple escritorio rayado en el centro. Extendió allí sus mapas y consideró la empresa que le aguardaba.

A Hissune no le gustó quedarse en la Isla del Sueño cuando Valentine partió hacia Piliplok. Su intención era encargarse él mismo de la pacificación de Piliplok, por la fuerza de las armas. Pero Valentine tenía ideas distintas y su criterio prevaleció. Hissune podía ser la Corona, sí, más en el momento de aquella decisión comprendió que su situación iba a ser anómala durante algún tiempo, puesto que tendría que enfrentarse a la existencia de un Pontífice vigoroso, activo y muy notorio que no tenía intención alguna de retirarse al Laberinto. Los estudios políticos de la joven Corona no incluían precedentes de esa situación. Incluso los monarcas más fuertes y ambiciosos, como lord Confalume, lord Prestimion, lord Dekkeret o lord Kinniken, habían renunciado a su cargo y marchado a su morada subterránea cuando les llegó la hora de abandonar el Castillo.

Pero no había precedentes, admitió Hissune, de nada de lo que estaba ocurriendo en esos momentos. Y no podía negar que el viaje de Valentine a Piliplok, que a él le había parecido la necedad más alocada posible, había sido en realidad una brillante maniobra estratégica.

Difícil imaginarlo: ¡la ciudad rebelde arrió sumisamente sus banderas y se sometió al Pontífice sin un solo lamento, precisamente tal como Valentine preveía! ¿Qué magia poseía, se preguntó Hissune, para poder asestar un golpe tan osado con tanta seguridad en sí mismo? Aunque Valentine había recobrado el trono tras la guerra de restauración usando tácticas muy similares, ¿o no era así? Su bondad y su amabilidad ocultaban un temperamento notablemente fuerte y resuelto. Y no obstante, pensó Hissune, no se trataba de una capa convenientemente colocada, esa gentileza de Valentine: era la naturaleza básica de su carácter, la parte más profunda y auténtica. Un ser extraordinario, un gran rey de curiosos métodos…

Y en ese momento el Pontífice avanzaba hacia el oeste por el Zimr acompañado por su reducido séquito, recorría todas las zonas afectadas y negociaba apaciblemente la vuelta a la cordura. De Piliplok había ido a Ni-moya, ciudad a la que llegó varias semanas antes que Hissune. Los falsos monarcas huyeron mientras se aproximaba, vándalos y bandidos pusieron fin a los saqueos. Y los asombrados y empobrecidos ciudadanos de la gran urbe salieron a millones, según los informes, deseosos de aclamar a su nuevo Pontífice como si éste, con un solo gesto de su mano, fuera capaz de llevar al mundo a su estado anterior. Detalle que facilitó las cosas a Hissune, al presentarse después que Valentine. En lugar de tener que perder tiempo y recursos en la pacificación de Ni-moya, al llegar a la ciudad la encontró tranquila y con deseos razonables de cooperar en las tareas precisas.

Hissune trazó una ruta en el mapa con un dedo. Valentine había ido después a Khyntor. Una responsabilidad de peso: se trataba de la fortaleza de Sempeturn, la falsa Corona, y su ejército particular, los Caballeros de Dekkeret. Hissune temió por el Pontífice. Sin embargo, no podía tomar medidas para protegerlo, Valentine ni le había hecho caso. «No conduciré ejércitos a las ciudades de Majipur», había manifestado la ex Corona cuando discutieron el tema de la Isla. E Hissune no tuvo más opción que someterse a su voluntad. La autoridad del Pontífice siempre era suprema.

Y después de Khyntor, ¿qué aguardaba a Valentine? Las ciudades de la Fractura, supuso Hissune. Y posteriormente se dirigiría a las poblaciones marítimas, Pidruid, Til-omon, Narabal… Nadie sabía qué estaba ocurriendo en aquellas costas distantes a las que habían acudido millones de refugiados del asolado corazón de Zimroel. Pero mentalmente Hissune vio a Valentine marchando incansablemente, convirtiendo el caos en orden simplemente con la fuerza luminosa de su espíritu. Realmente era un extraño gran desfile para el Pontífice. Pero se suponía, pensó Hissune muy nervioso, que el Pontífice no era el hombre indicado para participar en grandes desfiles.

Apartó sus pensamientos de Valentine y los concentró en sus responsabilidades. En primer lugar, aguardar la llegada de Divvis. Iba a ser un problema espinoso. Pero Hissune sabía que el éxito de su reinado dependía del tratamiento que ofreciera a aquel hombre astuto y envidioso. Le otorgaría autoridad, sí, dejaría bien claro que de los generales que participaban en aquella guerra Divvis sólo estaba subordinado a la misma Corona. Pero tenía que frenarlo, controlarlo al mismo tiempo. Si era posible lograrlo.

Hissune trazó rápidamente varias líneas en el mapa. Un ejército a las órdenes de Divvis, dirigiéndose hacia el oeste hasta Khyntor o Mazadone para asegurar que Valentine había restablecido el orden allí y al mismo tiempo reclutado nuevos soldados. Después ese ejército viraría hacia el sur hacia el este para tomar posiciones en las zonas septentrionales de la provincia metamorfa. El otro ejército principal, a las órdenes de Hissune, cruzaría el Steiche desde Ni-moya y seguiría la orilla del río para controlar la frontera oriental de Piurifayne. La táctica denominada movimiento de tenazas: entrar después por ambos lados hasta capturar a los rebeldes.

¿Y qué comerán estos soldados, se preguntó Hissune, en un mundo que muere de inanición? ¿Alimentar un ejército de millones de soldados con raíces, nueces y hierbas? Sacudió la cabeza. Comeremos raíces, nueces y hierbas si no hay otra cosa. Comeremos piedras y barro. Comeremos las criaturas diabólicas que los rebeldes lanzan contra nosotros. Comeremos la carne de nuestros muertos si es preciso. Y tendremos éxito y pondremos fin a esta locura.

Se levantó, se acercó a la ventana y contempló la destrozada Ni-moya, más hermosa en ese momento dado que el crepúsculo ocultaba las peores cicatrices. Observó su imagen en el vidrio. Le hizo una burlona reverencia. ¡Buenas noches, mi señor! ¡El Divino sea con vos, mi señor! Lord Hissune, qué extraño era eso. Sí, mi señor. No, mi señor. Lo haré al momento, mi señor. Todos le hacían el gesto del estallido estelar. Todos reculaban de espanto. Le trataban, todos, como si realmente fuera Corona. Quizá no tardara mucho en acostumbrarse. Al fin y al cabo, no podía afirmarse que el cambio hubiera llegado por sorpresa. Y sin embargo seguía pareciéndole irreal. Tal vez porque había pasado su reinado, hasta el momento, viajando por Zimroel de forma improvisada. Nada será real, decidió Hissune, hasta que vuelva al Monte del Castillo, ¡al Castillo de Lord Hissune!, e inicie la vida de firmar decretos, determinar nombramientos y presidir grandes ceremonias, las ocupaciones reales de una Corona en tiempo de paz. ¿Pero llegará ese día? Se encogió de hombros. Una duda estúpida, como casi todas las dudas. Ese día llegaría el día que tuviera que llegar. Mientras tanto había cosas que hacer. Hissune volvió al escritorio y durante otra hora siguió haciendo anotaciones en sus mapas.

Al cabo de un rato regresó Alsimir.

—He hablado con el alcalde, mi señor. Ahora promete colaborar totalmente. Aguarda abajo con la esperanza de que le permitáis expresar cuán cooperativo piensa ser.

Hissune sonrió.

—Que suba —dijo.

2

Cuando llegó por fin a Khyntor, Valentine ordenó a Asenhart que no recalara en la ciudad propiamente dicha, sino en la otra orilla, en el suburbio meridional de Khyntor Ardiente donde se hallaban las maravillas geotérmicas, los géiseres, fumarolas y lagos hirvientes. Quería entrar en la ciudad de forma despaciosa y comedida, a fin de que la supuesta «Corona» que la gobernaba tuviera noticia cierta de su llegada.

De hecho su llegada no podía causar sorpresa alguna al supuesto «lord» Sempeturn. Durante el viaje por el Zimr Valentine no había ocultado su identidad, ni su destino. Se había detenido numerosas veces en las mayores poblaciones ribereñas del camino, se había reunido con los dirigentes municipales que habían logrado sobrevivir en sus puestos y había obtenido compromisos de apoyo para el ejército que se estaba organizando para hacer frente a la amenaza metamorfa. Y en todo el río, incluso en lugares donde no se había detenido, el populacho salió a ver pasar la flota imperial que iba rumbo a Khyntor, y la gente saludó y gritó: «¡Valentine Pontífice! ¡Valentine Pontífice!» Además, el viaje había sido deprimente, porque incluso desde el río era obvio que aquellas poblaciones, en tiempos activas y prósperas, eran simples fantasmas de sí mismas: los almacenes de los muelles estaba vacíos y sin ventanas, los bazares, abandonados y las avenidas ribereñas atestadas de cizaña. En las ocasiones en que fue hasta la orilla, Valentine comprobó que las personas que permanecían allí, pese a sus gritos y saludos, estaban totalmente desesperadas: tenían los ojos apagados y hundidos, los hombros caídos, los semblantes afligidos.

Pero al desembarcar en el fantástico paraje de géiseres estruendosos, burbujeantes lagos termales e hirvientes nubes de gas color verde claro, el barrio denominado Khyntor Ardiente, Valentine observó otro rasgo en los rostros del gentío congregado en el desembarcadero: una mirada vigilante, ansiosa, de curiosidad, como si previeran algún acontecimiento deportivo.

Esperaban ver, no había duda, qué clase de recepción recibiría el Pontífice por parte de lord Sempeturn.

—¡Podremos salir dentro de un par de minutos, vuestra majestad! —gritó Shanamir—. ¡Los flotadores están bajando la rampa ahora mismo!

—Nada de flotadores —dijo Valentine—. Entraremos a pie en Khyntor.

Escuchó el acostumbrado jadeo de horror de Sleet y vio el acostumbrado aire de desesperación en el semblante de Sleet. Lisamon Hultin había enrojecido de irritación. Zalzan Kavol mostraba una expresión ceñuda, meditativa. También Carabella reflejaba alarma. Pero nadie osó protestar. Nadie protestaba desde hacía algún tiempo. No simplemente porque yo soy Pontífice, pensó Valentine: haber cambiado un título llamativo por otro igualmente llamativo era un hecho trivial. No, era como si todos pensaran que él iba adentrándose día tras día en un territorio vedado para ellos. Lo consideraban como un ser cada vez más incomprensible. En cuanto a él, creía haber superado cualquier clase de preocupación por su seguridad: se sentía invulnerable, invencible.

—¿Por qué puente pasaremos, vuestra majestad? —dijo Deliamber.

Había cuatro a la vista: uno de ladrillo, otro formado por arcos de piedra, un tercero fino, reluciente y transparente, como si estuviera hecho de cristal, y el último, el más próximo, una frágil estructura de cables delgados y oscilantes. Valentine los examinó uno tras otro y contempló también las torres de punta cuadrada de Khyntor, al otro lado del río. El puente de los arcos de piedra, observó, parecía estar roto en el centro. Otra tarea para el Pontífice, meditó, al recordar que su título había significado «constructor de puentes» en la antigüedad.

—Hace tiempo conocía los nombres de estos puentes, buen Deliamber —dijo—, pero los he olvidado. Dímelos.

—El de la derecha es el Puente de los Sueños, vuestra majestad. Cerca de nosotros está el Puente del Pontífice y el siguiente es el de Khyntor, al parecer destrozado e inservible. El que hay corriente arriba es el Puente de la Corona.

—¡Bien, pues, vayamos por el Puente del Pontífice! —dijo Valentine.

Zalzan Kavol y varios skandars más se pusieron en cabeza. Detrás marcharon Lisamon Hultin y Valentine, sin apresurar el paso, con Carabella junto a él. Deliamber, Sleet y Tisana se situaron detrás y el resto de la reducida comitiva ocupó la retaguardia. El gentío, más numeroso por momentos, los siguió pero a cierta distancia.

Cuando Valentine se acercaba a la entrada del puente, una mujer delgada y morena, vestida con una descolorida bata anaranjada, se separó de los curiosos y echó a correr hacia el Pontífice.

—¡Majestad! ¡Majestad!—gritó.

La desconocida logró llegar a pocos metros de Valentine antes de que Lisamon Hultin la detuviera, cogiéndola por un brazo y levantándola en alto como si fuera un muñeco.

—No… espere —murmuró la mujer, pensando que Lisamon quería lanzarla hacia la muchedumbre—. No quiero hacer nada malo… tengo un obsequio para el Pontífice…

—Déjala en el suelo, Lisamon —dijo tranquilamente Valentine.

Con semblante serio y suspicaz, Lisamon soltó a la mujer, aunque se situó junto al Pontífice, preparada para intervenir. La desconocida temblaba tanto que a duras penas podía mantenerse en pie. Abrió los labios, pero tardó unos instantes en hablar.

—¿Sois realmente lord Valentine?

—Fui lord Valentine, sí. Ahora soy el Pontífice Valentine.

—Claro, claro. Ya lo sé. Dijeron que habíais muerto, pero yo no lo creí nunca. ¡Nunca! —Inclinó la cabeza—. ¡Vuestra majestad!

Seguía temblando. Tenía un aspecto muy joven, aunque era difícil asegurarlo, ya que el hambre y las calamidades le habían dejado profundas huellas en la cara y su piel era más pálida incluso que la de Sleet. Extendió una mano.

—Me llamo Millilain —explicó—. Deseaba daros esto. En su palma se hallaba algo parecido a una daga de hueso, larga, fina y de punta afiladísima.

—¡Una asesina, ya ves! —rugió Lisamon, y se dispuso a saltar de nuevo sobre la mujer. Valentine alzó la mano.

—Espera —dijo—. ¿Qué tienes ahí, Millilain?

—Un diente… un diente sagrado… del rey acuático Maazmoorn…

—Ah.

—Os protegerá. Os guiará. Se trata del rey acuático más importante. Este diente es muy valioso, vuestra majestad. —Estaba muy agitada—. Al principio pensé que no estaba bien adorar a los reyes acuáticos, que era una blasfemia, un acto criminal. Pero luego volví, escuché, aprendí. ¡Los reyes acuáticos no son diabólicos, vuestra majestad! ¡Son los amos verdaderos! Nosotros les pertenecemos, nosotros y todos los que viven en Majipur. Y os entrego el diente de Maazmoorn, vuestra majestad, el rey más importante, el sumo Poder…

—Deberíamos continuar, Valentine —dijo en voz baja Carabella.

—Sí —repuso el Pontífice.

Extendió la mano y, suavemente, recogió el diente que le ofrecía la mujer. Debía medir veinticinco centímetros, tenía un tacto extraño, frígido, y relucía como si estuviera dotado de fuego interno. Al apretarlo en su mano Valentine creyó oír, sólo durante un momento, el sonido de unas campanas lejanas o algo similar, aunque jamás había escuchado unas campanas con esa melodía.

—Gracias, Millilain —dijo gravemente—. Lo guardaré como un tesoro.

—Vuestra Majestad… —musitó ella, y con pasos vacilantes volvió con el gentío.

Valentine siguió andando, muy despacio, por el puente que llevaba a Khyntor.

La travesía duró una hora o más. Mucho antes de que llegaran al extremo opuesto Valentine vio que la gente se había congregado allí para esperarle. Y no era un gentío normal, advirtió, ya que los hombres que ocupaban las primeras líneas iban vestidos de forma idéntica, con uniformes verde y oro, los colores de la Corona lord Sempeturn.

Zalzan Kavol volvió la cabeza, muy serio.

—¿Vuestra majestad? —dijo.

—Sigue andando —repuso Valentine—. Cuando llegues a la primera hilera de soldados, hazte a un lado y déjame pasar, y quédate conmigo.

Notó que la mano de Carabella apretaba su muñeca a causa del miedo.

—¿Recuerdas los principios de la guerra de restauración —dijo Valentine—, cuando entrábamos en Pendiwane y una milicia de diez mil guerreros nos aguardaba en el portal de la ciudad? Nosotros éramos menos de cien.

—Esto no es Pendiwane. Pendiwane no se había rebelado contra ti. Ningún monarca falso te aguardaba en el portal, sino tan sólo un alcalde provinciano, gordinflón y aterrorizado.

—Es igual —dijo Valentine.

Llegó al extremo del puente. El paso estaba obstaculizado por las tropas de uniformes verde y oro.

—¿Quién eres tú —gritó roncamente un oficial situado en primera línea cuyos ojos chispeaban de miedo—, que osas entrar en Khyntor sin autorización de lord Sempeturn?

—Soy el Pontífice Valentine y no necesito autorización de nadie para entrar en una ciudad de Majipur.

—¡La Corona, lord Sempeturn, no te permitirá pasar de este puente, desconocido! Valentine sonrió:

—¿Cómo es posible que la Corona, suponiendo que sea la Corona, prohíba el paso al Pontífice? ¡Vamos, amigo, apártate!

—No haré tal cosa. Porque tú eres tan Pontífice como yo.

—¿Niegas conocerme? Creo que tu Corona debe hacer lo mismo personalmente —respondió Valentine sin inmutarse.

Avanzó flanqueado por Zalzan Kavol y Lisamon Hultin. El oficial que le había desafiado lanzó miradas de incertidumbre a los soldados situados a izquierda y derecha en la vanguardia. Se irguió rígidamente, los demás lo imitaron y las manos de todos se dirigieron ostentosamente hacia las culatas de las armas que portaban. Valentine siguió avanzando. Los soldados retrocedieron medio paso, luego otro medio paso, sin dejar de mirar severamente a Valentine. Éste no se detuvo. La primera hilera se deshizo y los soldados fueron apartándose a uno u otro lado conforme el Pontífice los acometía rápidamente.

Finalmente se abrió una brecha en las filas de guerreros y apareció frente a Valentine un hombre bajito y corpulento de mejillas curtidas y sonrosadas. Iba ataviado con la vestidura blanca y el jubón verde de la Corona y lucía la corona del estallido estelar, o una copia bastante exacta, sobre su enmarañado cabello negro. Extendió ambas manos con las palmas hacia el puente.

—¡Ya basta! —chilló—. ¡No continúes, impostor!

—¿Y con qué autoridad das esas órdenes —preguntó en tono amistoso Valentine.

—¡Con la mía, porque soy la Corona, lord Sempeturn!

—¿Ah, sí, tú eres la Corona y yo un impostor? No lo tenía entendido así. ¿Y por voluntad de quién eres Corona, lord Sempeturn?

—¡Por voluntad del Divino, que ha decidido enviarme como monarca al Monte del Castillo en esta época de vacancia!

—Comprendo —dijo Valentine—. Pero no hay tal vacancia. Existe una Corona, de nombre lord Hissune, que desempeña el cargo tras ser nombrado legítimamente.

—Un impostor no puede hacer nombramiento legítimo —replicó Sempeturn.

—Pero yo soy Valentine, el que fue Corona antes que él y el que actualmente es Pontífice… además por voluntad del Divino, como sabe todo el mundo.

Sempeturn sonrió tétricamente.

—¡Eras un impostor cuando afirmaste ser la Corona y eres un impostor ahora!

—¿Es posible? ¿Fui aclamado erróneamente por todos los príncipes y señores del Monte del Castillo, por el Pontífice Tyeveras, descanse en paz en la Fuente, y por mi madre la Dama?

—Afirmo que los embaucaste, y la maldición que ha caído sobre Majipur es la mejor prueba de ello. Porque el Valentine que fue nombrado Corona era un hombre moreno, y mira tu cabello… ¡Reluce como el oro!

Valentine se echó a reír:

—¡Eso es una fábula, amigo! ¡Por fuerza has de conocer el acto de brujería que me privó de mi cuerpo y me introdujo en éste!

—Eso lo dices tú.

—Y así lo creyeron los Poderes del reino.

—En ese caso, eres un maestro del engaño —dijo Sempeturn—. Pero no perderé más tiempo contigo, ya que tengo tareas urgentes. Vete, vuelve a Khyntor Ardiente, sube a bordo de tu barco y navega río abajo. Si mañana a esta hora te encuentran en esta provincia lo lamentarás sentidamente.

—Pronto partiré, lord Sempeturn. Pero antes debo rogarte un servicio. Estos soldados tuyos… ¿los Caballeros de Dekkeret, se llaman? Los necesitamos en el este, en la frontera de Piurifayne, donde la Corona, lord Hissune, está organizando un ejército. Ve a verle, lord Sempeturn. Ponte a sus órdenes. Haz cuanto él te diga. Somos conscientes del gran logro que fue reunir estas tropas y no pensamos privarte del mando sobre ellas: pero debes participar en el esfuerzo conjunto.

—Debes ser un demente —dijo Sempeturn.

—No opino lo mismo.

—¿Dejar la ciudad desprotegida? ¿Alejarme miles de kilómetros para renunciar a mi autoridad ante un usurpador?

—Es preciso, lord Sempeturn.

—¡En Khyntor soy yo el único que decide lo que es preciso!

—Eso debe cambiar —contestó Valentine.

Adoptó fácilmente el estado de concentración requerido y proyectó el zarcillo más fino de su mente hacia Sempeturn. Jugueteó con éste y causó arrugas de confusión en la frente del rubicundo «monarca». Introdujo en la mente de Sempeturn la imagen de Dominin Barjazid con el cuerpo que en tiempos le había pertenecido.

—¿Reconoces a ese hombre, lord Sempeturn?

—Es… es… ¡Es el antiguo lord Valentine!

—No —dijo el Pontífice, y lanzó un rayo de fuerza mental a la falsa Corona de Khyntor.

Sempeturn se tambaleó y estuvo a punto de caer. Se agarró a los soldados de uniforme verde y oro que le rodeaban y el color de sus mejillas aumentó hasta que pareció el tono purpúreo de las cerezas maduras.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Valentine.

—Es el hermano del Rey de los Sueños —musitó Sempeturn.

—¿Y por qué tiene las facciones del antiguo lord Valentine?

—Porque… porque…

—Explícamelo.

Sempeturn se inclinó hasta que se le doblaron las rodillas. Sus temblorosas manos quedaron casi rozando el suelo.

—Porque él hurtó el cuerpo de la Corona durante la época de usurpación y continúa con él… por la misericordia y el designio del hombre al que había destronado…

—Ah. ¿Y quién soy yo?

—Sois lord Valentine —repuso miserablemente Sempeturn.

—Falso. ¿Quién soy, Sempeturn?

—Valentine… Pontífice… Pontífice de Majipur…

—Exacto. Por fin. Y si yo soy Pontífice, ¿quién es Corona?

—El que… vos… digáis, vuestra majestad.

—Yo digo que es lord Hissune, que te aguarda en Ni-moya, Sempeturn. Actúa: reúne a tus caballeros, conduce tu ejército hacia el este, sirve a la Corona como él desea. ¡Actúa, Sempeturn! ¡Actúa!

Lanzó el último rayo de energía a Sempeturn, que se encogió y empezó a temblar y finalmente cayó de rodillas.

—Majestad… majestad… perdonadme…

—Pasaré una o dos noches en Khyntor —dijo Valentine—. Encárgate de que todo esté en orden. Y después creo que proseguiré viaje hacia el oeste, donde me aguardan nuevas tareas.

Se volvió y vio que Carabella le miraba como si le hubieran brotado alas o cuernos. Sonrió y le lanzó un beso. Este trabajo da sed, pensó. Ahora a por un buen vaso de vino, si es que hay vino en Khyntor, ¿no?

Bajó los ojos hacia el diente de dragón que sostenía en una mano, lo acarició y escuchó de nuevo tañidos de campanas. Creyó captar el movimiento de unas alas potentes en su alma. Con sumo cuidado envolvió el diente en un trozo de seda coloreada que cogió de Carabella y se lo entregó a ésta.

—Guárdalo bien, mi señora —le dijo—, hasta que te lo pida. Creo que me será de gran utilidad.

Contempló a la multitud y avistó a Millilain, la mujer que le había regalado el diente. Los ojos de la khyntoreña estaban fijos en el Pontífice y llameaban con aterradora intensidad, como si la extasiada Millilain estuviera observando a un ser divino.

3

Al parecer una discusión ruidosa estaba produciéndose al otro lado de la puerta de su habitación, advirtió Hissune. Se incorporó, frunció el entrecejo, parpadeó para desperezarse. Por el ventanal de la izquierda vio el fulgor rojo del sol matutino muy bajo en el horizonte oriental. Había estado en vela hasta altas horas de la noche, preparando la llegada de Divvis, y no le complació precisamente que le despertaran inmediatamente después del alba.

—¿Quién anda por ahí? —gruñó—. ¿A qué viene tanto alboroto, en nombre del Divino?

—¡Mi señor, tengo que veros ahora mismo! —Era la voz de Alsimir—. ¡Vuestros guardianes afirman que no debéis ser despertado bajo ninguna circunstancia, pero es absolutamente necesario que hable con vos!

Hissune suspiró.

—Creo que ya estoy despierto —dijo—. Entra si no hay más remedio.

Escuchó el ruido de los cerrojos de las puertas. Al cabo de un instante entró Alsimir, con aspecto de enorme agitación.

—Mi señor…

—¿Qué ocurre?

—¡Están atacando la ciudad, mi señor!

De repente Hissune se encontró completamente despierto.

—¿Un ataque? ¿Quién está atacando?

—Unas aves monstruosas —explicó Alsimir—. Con unas alas iguales que las de los dragones marinos, picos como guadañas y garras que chorrean veneno.

—No existen aves de esa especie.

—Deben ser otras criaturas diabólicas de los cambiaspectos. Empezaron a llegar a Ni-moya poco antes del amanecer, por el sur, una bandada numerosa y terrible, a cientos, tal vez miles. Ya han matado a cincuenta personas por lo menos y la situación empeorará conforme avance el día. —Alsimir se acercó a la ventana—. Fijaos, mi señor, ahora mismo algunas están sobrevolando el antiguo palacio ducal…

Hissune quedó atónito. Un enjambre de formas espantosas revoloteaba en el despejado cielo matutino: aves enormes, de mayor tamaño que las gihornas e incluso que las miluftas y mucho más horrendas. Sus alas no eran de ave, se parecían más a los apéndices negros y correosos de los dragones marinos, dispuestos sobre huesos prolongados con apariencia de dedos. Sus picos, perversamente afilados y curvados, eran de color rojo llameante y las garras, muy alargadas, de un brillantísimo tono verde. Descendían en picado ferozmente en busca de presa, arremetían, subían y volvían a atacar mientras abajo, en las calles, la gente corría desesperadamente en busca de refugio. Hissune vio que un incauto, un niño de diez o doce años que llevaba libros escolares bajo el brazo, salía de un edificio y se situaba en la ruta de una de las bestias: el monstruo bajó en picado hasta quedar tres metros sobre el suelo y sus garras atacaron con rapidez y potencia, rasgaron la túnica del infortunado y dejaron una huella de sangre en su espalda. Mientras el ave se apresuraba a ascender, el niño cayó al suelo y sus manos golpearon el pavimento con gestos frenéticos y convulsivos. De pronto quedó inmóvil y otras tres o cuatro aves se abatieron como piedras caídas del cielo, cayendo sobre él con la intención de devorarlo. Hissune maldijo en voz baja.

—Has hecho bien en despertarme. ¿Se ha tomado ya alguna medida?

—Unos quinientos arqueros se dirigen hacia los tejados, mi señor. Y estamos preparando los lanzaenergía de largo alcance con la máxima rapidez posible.

—No basta. Ni mucho menos. Lo que hemos de evitar es que cunda el pánico en la ciudad… veinte millones de civiles asustados corriendo y tropezando unos con otros camino de la muerte. Es vital demostrarles que dominamos la situación, inmediatamente. Sitúa cinco mil arqueros en los tejados. Diez mil, si los tenemos. Quiero que todo el que sepa manejar un arco tome parte en esto… en toda la ciudad, bien visibles, impartiendo confianza.

—Sí, mi señor.

—Y que se dé la orden general de que todos los ciudadanos deben permanecer bajo techo hasta nuevo aviso. Nadie debe salir a la calle, nadie, por muy urgentes que sean sus obligaciones, mientras esas aves nos sigan amenazando. Otra cosa. Que Stimion haga saber a Divvis que tenemos problemas y que se mantenga alerta si piensa entrar en Ni-moya esta mañana. Y quiero que mandes buscar al anciano encargado del parque de animales exóticos de las colinas, el que vimos la semana pasada… Ghitain, Khitain o algo parecido. Explícale cuál es la situación, si es que no se ha enterado, tráelo bien protegido y que alguien recoja varias aves muertas y las traiga aquí para que él las examine.

Hissune volvió la cabeza hacia la ventana otra vez, con gesto colérico. El cadáver del niño estaba totalmente tapado por las bestias, nueve o diez de ellas que se movían vorazmente junto al cuerpo. Los libros escolares estaban esparcidos patéticamente alrededor.

—¡Cambiaspectos! —exclamó con voz amarga—. ¡Envían monstruos para hacer la guerra a los niños! ¡Ah, pero les haremos pagar con creces por esto, Alsimir! Haremos que estas aves se coman a Faraataa, ¿qué te parece? Vete ahora mismo, hay mucho que hacer!

Llegaron más informes detallados en sucesión interminable mientras Hissune desayunaba apresuradamente. Más de cien muertos a causa del ataque aéreo y el número crecía con rapidez. Y como mínimo otras dos bandadas de monstruos habían llegado a la urbe, con un total aproximado de mil quinientas aves hasta el momento, por lo que se había podido calcular.

Pero el contraataque desde los tejados estaba dando fruto: las aves, debido a su gran tamaño, volaban de forma lenta y torpe y constituían blancos bien visibles para los arqueros… y no mostraban tener miedo alguno a éstos. En consecuencia era relativamente fácil alcanzarlas, y eliminarlas parecía simplemente cuestión de tiempo, aunque nuevas hordas salidas de Piurifayne estuvieran en camino. Las calles de la ciudad quedaron sin ciudadanos, ya que la noticia del ataque y la orden de la Corona de que nadie saliera acabó extendiéndose hasta los barrios más alejados. Finalmente las aves sobrevolaron hoscamente la silenciosa y desierta Ni-moya.

A media mañana se supo que Yarmuz, el cuidador del Parque de Animales Fabulosos, había sido llevado a Vista de Nissimorn y se hallaba muy atareado en el patio, diseccionando a una de las aves muertas. Hissune lo había conocido varios días antes, ya que Ni-moya estaba infestada de toda clase de criaturas, los animales raros y mortíferos creados por los rebeldes metamorfos, y el zoólogo podía ofrecer valiosos consejos para hacerles frente. Tras bajar las escaleras, Hissune encontró a Khitain, un hombre entrado en años, de ojos sombríos y pecho hundido, agachado sobre los restos de un ave tan enorme que la Corona, al principio, creyó estar contemplando varios animales extendidos en el cemento.

—¿Alguna vez había visto un animal como éste? —preguntó Hissune.

Khitain alzó la cabeza. Estaba pálido, tenso, tembloroso.

—Nunca, mi señor. Es una criatura de pesadilla.

—Una pesadilla metamorfa, ¿eso opina?

—Sin duda, mi señor. Evidentemente no se trata de un ave natural.

—¿Pretende decir que es una criatura sintética? Khitain sacudió la cabeza.

—No por completo, mi señor. Creo que han creado estos animales mediante manipulación genética de formas de vida ya existentes. La forma básica es la de la milufta, al menos eso está claro… ¿Sabéis algo de la milufta? Es el ave carroñera de mayor tamaño de Zimroel. Pero los metamorfos la han hecho mayor todavía y la han transformado en un ave de rapiña, han convertido en animal rapaz a un carroñero. Estas glándulas de veneno, en la base de las garras… Ningún animal de Majipur las tiene, aunque en Piurifayne existe un reptil llamado ammazoar que está armado de idéntico modo y al parecer ha servido de modelo para estas aves.

—¿Y las alas? —dijo Hissune—. Parecen apropiadas de los dragones marinos.

—Son de modelo similar. Es decir, no son típicas alas de ave sino más bien membranas digitales extendidas, las que tienen ciertos mamíferos: los jimos, por ejemplo, los murciélagos, los dragones marinos. Estos últimos, mi señor, son mamíferos, ¿sabéis?

—Sí, lo sé —repuso secamente Hissune—. Pero los dragones no usan las alas para volar. ¿Con qué propósito, diría usted, ponen alas de dragón a un ave?

Khitain se encogió de hombros.

—Con ningún propósito aerodinámico, por lo que deduzco. Pueden haberlo hecho simplemente para que los animales tengan una apariencia más aterrorizadora. Cuando se crea una forma de vida con la idea de emplearla como instrumento bélico…

—Sí. Sí. Por tanto usted opina sin asomo de duda que estas aves son otra arma más de los metamorfos.

—Sin asomo de duda, mi señor. Como he explicado, no es una forma de vida natural de Majipur, no se parece a ninguna existente en estado salvaje. Una criatura tan voluminosa y peligrosa no ha podido pasar catorce mil años sin ser descubierta.

—En consecuencia se trata de otro crimen que debemos agregar a la lista. ¿Quién podía imaginar, Khitain, que los cambiaspectos eran científicos de tanto ingenio?

—Se trata de una raza muy antigua, mi señor. Pueden tener muchos secretos de esta índole.

—Esperemos —dijo Hissune mientras se estremecía— que no tengan preparadas cosas más desagradables contra nosotros.

Pero a primeras horas de la tarde el ataque había finalizado prácticamente. Cientos de aves habían sido abatidas: los cuerpos de todas las que podían recogerse fueron depositados en la plaza situada junto a la entrada principal del Gran Bazar, donde formaron un enorme montículo que despedía un hedor horrible. Y las supervivientes, tras comprender por fin que en Ni-moya no les aguardaba nada mejor que flechas, huyeron hacia las montañas del norte y tan sólo grupos dispersos permanecieron en la ciudad. Cinco arqueros perecieron en la defensa de Ni-moya, noticia que Hissune acogió con desánimo: todos habían sido atacados por detrás mientras escrutaban el cielo en busca de aves. Un coste elevado, pensó la Corona. Pero sabía que el sacrificio había sido preciso. No podía permitirse que la mayor urbe de Majipur fuera rehén de una bandada de bestias voladoras.

Durante una hora o quizá más Hissune recorrió la ciudad en flotador para asegurarse de que era prudente anular las restricciones que impedían salir a la calle. Después regresó a Vista de Nissimorn, a tiempo para enterarse por boca de Stimion que las fuerzas comandadas por Divvis estaban llegando a los muelles de Vista de la Ribera.

Durante los meses transcurridos desde que Valentine le entregara la corona en el Templo Interior, Hissune siempre había aguardado con recelo su primer encuentro en calidad de Corona con el hombre al que había derrotado en la pugna por ese título real. Si mostraba cualquier síntoma de debilidad, sin duda Divvis lo consideraría una invitación a deshacerse del joven monarca, en cuanto ganaran la guerra, y arrebatarle el trono que ansiaba. A pesar de que jamás había tenido indicios claros de que Divvis fuera a cometer ese delito de traición, Hissune no tenía motivos para depositar excesiva fe en la buena voluntad del otro hombre.

Sin embargo, mientras se preparaba para acudir a Vista de la Ribera para recibir al príncipe, Hissune se notó dominado por una extraña tranquilidad. Al fin y al cabo él era la Corona, el sucesor legal, la opción tomada libremente por el hombre que actualmente era Pontífice: le gustara o no, Divvis tenía que aceptarlo, y lo aceptaría.

Al llegar al barrio de Vista de la Ribera la Corona se asombró a causa de la inmensidad de la armada organizada por Divvis. Al parecer había requisado todas las embarcaciones fluviales que navegaban entre Piliplok y Ni-moya y el Zimr se hallaba atestado de barcos hasta los límites de la vista: una flota enorme se extendía hacia la distante confluencia, el colosal mar de agua dulce donde el río Steiche fluía en dirección sur apartándose del Zimr.

El único barco que había amarrado hasta el momento en el muelle, comunicó Stimion, era la nave capitana de Divvis. Y éste en persona aguardaba a bordo la llegada de la Corona.

—¿Debo decirle que desembarque y os salude aquí, mi señor? —inquirió Stimion. Hissune sonrió.

—Iré yo —dijo.

Tras apearse del flotador, la Corona caminó de forma solemne hacia la arcada que cerraba la terminal de pasajeros y entró en el muelle. Vestía las galas reales y también sus consejeros iban ataviados con suma formalidad, igual que los componentes de la guardia. Y una decena de arqueros le flanqueaban, por temor a que las aves mortíferas eligieran ese momento para reaparecer. Aunque había decidido ir al encuentro de Divvis, detalle que quizá iba contra el protocolo, Hissune sabía que proyectaba una imagen majestuosa, la de un rey que se digna a conceder un honor desacostumbrado a un súbdito leal.

Divvis se hallaba en la entrada del barco. También él se había preocupado de tener un aspecto majestuoso, ya que pese al calor del día iba ataviado con una magnífica vestidura negra hecha con finas pieles de haigus y un espléndido yelmo que casi parecía una corona. Cuando Hissune empezó a subir hacia cubierta, el recién llegado descollaba como un gigante.

Pero finalmente estuvieron cara a cara y, aunque Divvis era con mucho el hombre más robusto, Hissune lo miró con una frialdad y una fijeza que minimizaron en gran parte la diferencia de estatura. Ninguno de los dos habló durante un prolongado instante.

Después el príncipe, como Hissune sabía que debía hacer, o de lo contrario estaría desafiándole abiertamente, hizo el gesto del estallido estelar, hincó una rodilla y ofreció sus respetos a la nueva Corona.

—¡Hissune! ¡Lord Hissune! ¡Larga vida a lord Hissune!

—Y larga vida a usted, Divvis, puesto que vamos a necesitar su valor en la lucha que nos aguarda. Levántese, caballero. ¡Levántese!

Divvis obedeció. Sus ojos toparon vacilantemente con los de Hissune y en las facciones del príncipe apareció tal sucesión de emociones que la Corona tuvo dificultad para interpretarlas, aunque creyó ver envidia, ira, amargura… pero además cierto grado de respeto, hasta admiración reacia y algo similar a un tono de diversión, como si Divvis no pudiera menos que reírse de las extrañas permutaciones del destino que los habían reunido en ese lugar con distintos cargos.

—¿Os he traído suficientes tropas, mi señor? —dijo Divvis, mientras movía una mano hacia el río.

—Una fuerza inmensa, cierto. Un logro brillante, reclutar un ejército de esta magnitud. ¿Pero quién sabe qué será suficiente, Divvis, para combatir contra un ejército de fantasmas? Los cambiaspectos nos depararán sorpresas más desagradables todavía.

Divvis se rió brevemente.

—He tenido noticia, mi señor, de las aves que os han enviado esta mañana.

—No es motivo de risa, mi señor Divvis. Eran monstruos pavorosos, horripilantes. Cayeron sobre la gente en las calles y devoraron los cadáveres antes de que se enfriaran. Yo mismo vi como hacían eso con un niño, desde la ventana de mi habitación. Pero creo que las hemos matado a todas, o casi todas. Y a su debido tiempo acabaremos también con sus amos.

—Me sorprende veros tan vengativo, mi señor.

—¿Vengativo, yo? —repuso Hissune—. Bien, si usted lo dice, así debe ser. Vivir varias semanas en esta ciudad destrozada puede hacer vengativas a las personas. Ver sabandijas monstruosas lanzadas contra ciudadanos inocentes por nuestros enemigos hace que uno sea vengativo. Piurifayne es como un grano repugnante del que brotan toda clase de putrefacciones que anegan las zonas civilizadas. Mi intención es alancear ese grano y cauterizarlo por completo. Y se lo aseguro, Divvis: con su ayuda impondré una venganza terrible a los que han desencadenado esta guerra.

—Os parecéis muy poco a lord Valentine, mi señor, cuando habláis de venganza como ahora. Creo que él jamás ha usado ese término.

—¿Y existe algún motivo para que yo deba parecerme a lord Valentine, Divvis? Soy Hissune.

—Sois el sucesor elegido por él.

—Cierto, y Valentine dejó de ser Corona como resultado de esa misma elección. Tal vez mi método de hacer frente al enemigo no se parezca demasiado al de lord Valentine.

—En tal caso debéis explicarme cuál es vuestro método.

—Creo que ya lo sabe. Pretendo marchar hacia Piurifayne por el Steiche, mientras sus tropas lo hacen por el lado occidental. Entre los dos estrujaremos a los rebeldes, capturaremos a ese Faraataa y pondremos punto final a la suelta de monstruos y plagas contra nosotros. Posteriormente el Pontífice podrá citar a los rebeldes que sobrevivan y, con su método más bondadoso, negociar una solución para las quejas válidas que los cambiaspectos tengan contra nosotros. Pero antes debemos demostrar fuerza, eso opino. Y si es preciso derramar la sangre de los que derraman la nuestra, bien, así lo haremos. ¿Qué le parece, Divvis?

—Me parece que jamás he oído tanta sensatez en los labios de una Corona desde que mi padre ocupaba el trono. Pero el Pontífice, imagino, hubiera respondido de otra forma si os hubiera oído hablar con tanta beligerancia. ¿Conoce él vuestros planes?

—Todavía no los hemos discutido en detalle.

—¿Y los discutiréis?

—El Pontífice se halla actualmente en Khyntor, o al oeste de aquí —dijo Hissune—. Su tarea le mantendrá ocupado cierto tiempo. Y luego le costará mucho tiempo regresar desde tan lejos. Creo que por entonces ya estaremos bien dentro de Piurifayne y tendremos escasas oportunidades para consultas.

En los ojos de Divvis apareció un brillo de sagacidad.

—Ah, ya veo cómo resolvéis vuestro problema, mi señor.

—¿Y qué problema es ése?

—Ser la Corona mientras vuestro Pontífice va por ahí recorriendo el campo en lugar de ocultarse decentemente en el Laberinto. Creo que ello podría ser un gran estorbo para un monarca joven, y me gustaría muy poco encontrarme yo mismo en dicha situación. Pero si os cuidáis de poner buena distancia entre el Pontífice y vos, y si atribuís a la enorme distancia cualquier diferencia que surja entre vuestra política y la de él, bien, podréis actuar prácticamente como si tuvierais las manos totalmente libres, ¿no, mi señor?

—Creo que estamos pisando terreno peligroso, Divvis.

—Ah. ¿Lo creéis así?

—Ciertamente. Y usted sobrestima las diferencias entre los criterios de Valentine y los míos. Él no es hombre de guerra, como todos podemos apreciar. Pero tal vez sea por eso que se ha alejado del trono de Confalume en mi favor. Creo que nos entendemos, el Pontífice y yo, y no prolonguemos la discusión en esa dirección. Venga, Divvis. Creo que sería correcta una invitación a su camarote para compartir uno o dos vasos de vino. Después tendrá que acompañarme a Vista de Nissimorn para compartir otro vaso. Y luego tomaremos asiento y planearemos el rumbo de la guerra. ¿Qué dice a eso, mi señor Divvis? ¿Qué dice a eso?

4

La lluvia empezó a caer otra vez y borró las líneas del mapa que Faraataa había trazado en el húmedo barro de la orilla del río. Pero eso tenía poca importancia para él. Todo el día había estado dibujando y volviendo a dibujar el mismo mapa y de hecho no tenía necesidad de hacerlo, porque todos los detalles estaban grabados en los huecos y contornos de su cerebro. Ilirivoyne aquí, Avendroyne allí, Nueva Velalisier en tal sitio. Los ríos, las montañas. Las posiciones de los dos ejércitos invasores…

Las posiciones de los dos ejércitos invasores…

Faraataa no lo había previsto. Ése era el único y grave fallo de su plan: los Invariables habían invadido Piurifayne. Lord Valentine, aquel cobarde enclenque, jamás habrá hecho algo parecido. No, Valentine se habría presentado ante la Danipiur con la nariz pegada al barro y le habría suplicado humildemente la firma de un tratado de amistad. Pero Valentine ya no era el rey. Mejor dicho, ahora era el otro rey, el que tenía más rango pero menos poderes… ¿Cómo entender las normas dementes de los Invariables? Y había un nuevo rey, el joven, lord Hissune, que al parecer era un hombre muy distinto…

—¡Aarisiim! —gritó Faraataa—. ¿Qué noticias hay?

—Muy pocas, oh Rey Real. Esperamos informes del frente occidental, pero aún tardarán en llegar.

—¿Y la batalla del Steiche?

—Sé que los hermanos del bosque continúan mostrándose poco cooperadores, pero que finalmente hemos logrado obligarlos a que nos ayuden para tender las enredaderas cazapájaros.

—Perfecto. Perfecto. ¿Pero estará todo listo a tiempo de frenar el avance de lord Hissune?

—Es lo más probable, oh Rey Real.

—¿Y lo dices —preguntó Faraataa— porque es cierto o porque crees que es lo que me gusta oír?

Aarisiim quedó confuso y boquiabierto y, a causa del desconcierto, su aspecto empezó a variar: durante unos instantes se convirtió en una frágil estructura de lianas que flotaban con la brisa y en una maraña de tallos rígidos hinchados por ambos extremos. Y finalmente volvió a ser Aarisiim.

—¡Me haces una gran injusticia, oh Faraataa!

—Tal vez.

—No te cuento falsedades.

—Si eso es cierto, entonces todo lo demás es cierto y aceptaré que lo sea —respondió fríamente Faraataa. La lluvia se hizo más clamorosa, estaba batiendo contra la bóveda de la jungla—. Vete y vuelve cuando tengas noticias del oeste.

Aarissim desapareció entre la oscuridad de los árboles. Faraataa, muy serio e inquieto, empezó a trazar su mapa una vez más.

Había un ejército en el oeste, incalculables millones de Invariables conducidos por el caballero de la cara peluda que se llamaba Divvis, hijo de la ex Corona lord Voriax. Nosotros matamos a tu padre cuando estaba de caza en el bosque, ¿lo sabías, Divvis? El cazador que disparó el dardo mortal era un piurivar, aunque tenia la cara de un caballero del Castillo. ¡Ya ves, los despreciables cambiaspectos son capaces de matar a una Corona! También podemos acabar contigo, Divvis. Acabaremos también contigo si no tienes cuidado, como no lo tuvo tu padre.

Pero Divvis no estaba siendo descuidado, pensó amargamente Faraataa, y seguramente no tenía la menor idea de cómo había muerto su padre (no había secreto mejor guardado entre los piurivares). La vivienda del humano estaba protegidísima por devotos caballeros y era imposible introducir un asesino a través de esa línea, por muy astutamente que fuera disfrazado. Con coléricos movimientos de su daga de madera hábilmente afilada, el metamorfo trazó con líneas cada vez más hundidas en el barro la ruta que seguía Divvis. Al sur de Khyntor y a lo largo del muro más próximo de las grandes montañas occidentales, el humano abría caminos por un terreno agreste que era intransitable desde el principio de los tiempos, arrasaba todo cuanto se le ponía por delante, estaba llenando Piurifayne con sus innumerables soldados, los había dejado incomunicados de la campiña, había corrompido las corrientes sagradas, había pisoteado las arboledas inviolables…

Para hacer frente a esa horda de guerreros, Faraataa se había visto obligado a usar su ejército de piligrigormos. Lamentaba haberlo hecho, porque prácticamente se trataba de su arma biológica más aviesa y la tenía reservada para Ni-moya o Khyntor en una fase más avanzada de la guerra. Eran crustáceos que moraban en tierra, del tamaño de la punta de un dedo, provistos de caparazones capaces de resistir martillazos y una miríada de patas de enorme movilidad que los artistas genéticos del metamorfo habían alterado para que fueran tan afiladas como sierras. El apetito de un piligrigormo era insaciable, a diario precisaba cincuenta veces su peso en carne. Y el método que empleaban para satisfacer dicho apetito consistía en abrir agujeros en cualquier animal de sangre caliente que se pusiera en su camino, para devorar la carne de dentro hacia afuera.

Cincuenta mil piligrigormos, pensó Faraataa en un principio, podían llevar al caos total en cinco días a una ciudad de la magnitud de Khyntor. Pero puesto que los Invariables habían decidido invadir Piurifayne, se había visto forzado a soltar los crustáceos no en una ciudad, sino en el mismo territorio de Piurifayne, con la esperanza de que provocaran la confusión y posterior retirada del inmenso ejército de Divvis. Todavía no habían llegado informes, empero, sobre el éxito de dicha táctica.

Al otro lado de la jungla, donde la Corona lord Hissune comandaba un segundo ejército hacia el sur, siguiendo otra ruta increíble a lo largo de la orilla oeste del Steiche, Faraataa planeaba tender una red infinitamente pegajosa e impenetrable con enredaderas cazapájaros, una red de cientos de kilómetros obstruyendo el paso del invasor, de modo que el enemigo se viera obligado a dar rodeos cada vez más amplios y finalmente quedara irremediablemente perdido. La única dificultad de tal estratagema era que nadie podía manejar eficazmente las enredaderas cazapájaros salvo los hermanos del bosque, aquellos monos irritantes que en su sudor segregaban una enzima que los hacía inmunes a la viscosidad de las plantas. Pero los hermanos del bosque tenían escasos motivos para querer a los piurivares, que los habían cazado durante siglos a causa del rico sabor de su carne: obtener su ayuda en esta maniobra no estaba siendo fácil, al parecer.

Faraataa notó que la rabia crecía y bullía en su interior.

Al principio todo fue bien. Crearon plagas y epidemias en las tierras de cultivo, produjeron el caos agrícola en una amplia región, ocasionaron hambre, pánico, migraciones masivas… Sí, todo iba de acuerdo con el plan. Y la suelta de animales especialmente engendrados también había dado buenos resultados, a menor escala: los temores del populacho se habían intensificado y la vida era más difícil para los moradores de las ciudades…

Pero el impacto no era tan fuerte como esperaba Faraataa. Suponía que las miluftas gigantes sedientas de sangre aterrorizarían Ni-moya entera, que anteriormente ya había pasado por una situación de caos… Mas no contaba con que el ejército de lord Hissune iba a estar en Ni-moya cuando los monstruos llegaran a la urbe, ni con que los arqueros pudieran eliminar a las miluftas con tanta facilidad. Y ahora no tenía más miluftas y serían precisos cinco años a fin de criar el número suficiente para causar un impacto mínimo…

Pero le quedaban los piligrigormos. Había gannigogs a millones en los contenedores, dispuestos para la suelta. Había quexes, vriigs, zambinaxes, malamolas. Disponía de otras plagas: una nube de polvo rojo que regaría una ciudad entera durante la noche y envenenaría el agua potable durante semanas, y una espora purpúrea de la que brotaba un gusano que atacaba a los animales de pasto, y cosas peores todavía. Faraataa no sabía si recurrir a estas armas, ya que sus científicos le decían que quizá no fuera tan simple controlarlas tras la derrota de los Invariables. Pero si la guerra empezaba a decantarse del lado de los invasores, si no quedaba más esperanza… bien, él no dudaría, recurriría a cualquier cosa que perjudicara al enemigo, a pesar de las consecuencias.

Regresó Aarisiim, con aspecto apocado.

—Hay noticias, oh Rey Real.

—¿De qué frente?

—De ambos, oh Rey. Faraataa lo miró fijamente.

—Bien, ¿tan mal van las cosas? Aarisiim titubeó:

—En el oeste están aniquilando a los piligrigormos. Tienen un fuego que lanzan con tubos metálicos, y funden los caparazones. Y el enemigo está atravesando con rapidez la zona en la que soltamos los piligrigormos.

—¿Y en el este? —dijo inflexiblemente el caudillo metamorfo.

—Han abierto brecha en el bosque y no hemos logrado tender a tiempo la red de enredaderas cazapájaros. Están buscando Ilirivoyne, eso informan los exploradores.

—Para localizar a la Danipiur. Para aliarse con ella en contra nuestra. —Los ojos de Faraataa llameaban—. ¡Malas noticias, Aarisiim, pero no estamos acabados, ni mucho menos! Que vengan Benuuiab, Siimii y algunos más. También nosotros iremos a Ilirivoyne y capturaremos a la Danipiur antes de que lo hagan ellos. Y la mataremos, si es preciso. ¿Quién podrá hacer un pacto contra nosotros en esas condiciones? Si buscan un piurivar con autoridad para gobernar, sólo habrá uno, Faraataa, y Faraataa no firmará tratados con los Invariables.

—¿Capturar a la Danipiur? —dijo Aarisiim con tono de duda—. ¿Matar a la Danipiur?

—Si he de hacerlo —repuso Faraataa—, ¡acabaré con el mundo entero antes que devolverlo a los humanos!

5

A primera hora de la tarde se detuvieron en un lugar de la Fractura oriental denominado Valle de Prestimion, que Valentine recordaba como un importante centro agrícola de la época anterior. El viaje por la atormentada Zimroel le había forzado a ver escenas de carácter inevitablemente tétrico: granjas abandonadas, ciudades despobladas, muestras de luchas terribles por la supervivencia… Pero seguramente el Valle de Prestimion era el paraje más descorazonador.

Los campos estaban chamuscados y ennegrecidos, la gente se mostraba muda, estoica, aturdida.

—Éramos cultivadores de lusavándula y arroz —explicó a Valentine su anfitrión, un cultivador llamado Nitikkimal que al parecer era el alcalde de distrito—. Luego llegó la roya de la lusavándula, todo murió y tuvimos que quemar los campos. Y pasarán otros dos años, como mínimo, antes de que sea seguro volver a sembrar. Pero nos hemos quedado. Ningún habitante del Valle de Prestimion ha huido, vuestra majestad. Tenemos poca cosa para comer… y los gayrogs nos conformamos con muy poco, ¿sabéis?, pero de todas formas no tenemos suficiente… No hay trabajo que hacer, cosa que nos pone nerviosos, y es triste ver la tierra repleta de cenizas. Pero es nuestra tierra y por eso seguimos aquí. ¿Podremos volver a sembrar algún día, vuestra majestad?

—Sé que podrán hacerlo —dijo Valentine. Y se preguntó si no estaría ofreciendo falso consuelo a aquella gente.

La vivienda de Nitikkimal era una magnífica casa solariega situada en un extremo del valle, construida con altas tablas negras de madera de ghannimor y con un techo de pizarra verde. Pero el interior era húmedo y expuesto a corrientes de aire, como si el dueño ya no tuviera ánimo para hacer las reparaciones exigidas por el clima lluvioso del Valle de Prestimion.

Esa tarde Valentine estuvo a solas un rato en la espléndida habitación de Nitikkimal, que éste le había cedido, antes de acudir a la sala de reuniones del ayuntamiento para hablar con los ciudadanos del distrito. Un grueso pliego de despachos llegados del este le había sorprendido allí. Hissune, por lo que leyó, se había adentrado mucho en territorio metamorfo y se hallaba en las proximidades del Steiche buscando Nueva Velalisier, nombre con el que era conocida la capital rebelde. Valentine se preguntó si la Corona tendría más suerte que él en su búsqueda de la ciudad errante, Ilirivoyne. Y Divvis había organizado otro ejército más numeroso todavía para invadir el territorio piurivar por el lado opuesto. A Valentine le preocupó saber que un hombre belicoso como Divvis se encontraba en aquellas junglas. Esto no es lo que pretendía, meditó. Mandar ejércitos invasores a Piurifayne, precisamente lo que él esperaba evitar. Pero naturalmente el hecho era inevitable, y él lo sabía. Y los tiempos exigían la presencia de hombres como Hissune y Divvis, no como él: ellos desempeñarían su papel, él el suyo y, si el Divino lo quería, las heridas del mundo empezarían a sanar algún día.

Ojeó los otros despachos. Noticias del Monte del Castillo: Stasilaine era regente en la actualidad, el hombre que debía afanarse con las tareas rutinarias del gobierno. Valentine lo compadeció. Stasilaine el espléndido, Stasilaine el ágil, sentado ante aquel escritorio, garabateando su nombre en hojas de papel… ¡El tiempo nos trastorna a todos!, pensó el Pontífice. Nosotros, que creíamos que la vida del Monte del Castillo se reducía a cacerías y jolgorios, sometidos ahora a responsabilidades, teniendo que sostener el dislocado planeta con nuestras espaldas. ¡Qué lejos parecía estar el Castillo, qué lejos el gozo de aquella época en la que el mundo parecía gobernarse por sí solo y todo el año era primavera!

También había despachos de Tunigorn. Estaba recorriendo Zimroel a escasa distancia de Valentine, dedicado a las tareas rutinarias que imponían las actividades de socorro: distribuir alimentos, conservar los pocos recursos que quedaban, enterrar a los muertos y otras medidas para combatir el hambre y las plagas. Tunigorn el arquero, Tunigorn el famoso cazador… Ahora estaba justificando, ahora estamos justificando todos, pensó Valentine, la tranquilidad y el bienestar de nuestra alegre juventud en el Monte.

Puso a un lado los despachos. Sacó el diente de dragón de la caja donde lo conservaba, el diente que aquella mujer, Millilain, le había puesto en la mano de forma tan extraña cuando entraba en Khyntor. Desde el primer contacto con aquel objeto, el Pontífice estaba convencido de que se trataba de algo más importante que una simple baratija, un amuleto para ciegos supersticiosos. Pero sólo con el paso de los días dedicando tiempo a comprender el significado y los usos del diente —en secreto, siempre en secreto, ni siquiera Carabella debía enterarse— acabó entendiendo qué clase de regalo le había hecho Millilain.

Acarició la brillante superficie. Tenía un aspecto delicado, era tan fino que casi parecía transparente. Pero tenía la dureza de la piedra más sólida posible y sus bordes ahusados eran tan cortantes como acero afiladísimo. Era frío al tacto, aunque Valentine pensaba que tenía un núcleo de fuego.

En su mente empezó a sonar música de campanas.

Un tañido solemne, lento, casi funerario al principio. Después fue una cascada de sonido, un ritmo acelerado que rápidamente se transformó en una mezcla pasmosa de melodías, tan apresuradas que se sobreponían a las últimas notas de la precedente. Y finalmente sonaron todas las melodías al unísono, una compleja sinfonía de cambios que deslumbraba la mente. Sí, él conocía ya esa música, comprendía su origen: era la música del rey acuático Maazmoorn, la criatura que los moradores de tierra firme denominaban el dragón de lord Kinniken, el habitante más poderoso del inmenso planeta.

Valentine tardó mucho tiempo en comprender que había oído la música de Maazmoorn mucho antes de que talismán pasara a ser de su propiedad. Dormido a bordo de la Lady Thiin, hacía muchos viajes, cuando hizo por primera vez el recorrido de Alhanroel a la Isla del Sueño, había visto en sueños una peregrinación: devotos ataviados de blanco se precipitaban hacia el mar, y él los acompañaba, y del mar brotaba el impresionante dragón llamado de lord Kinniken, con la boca muy abierta para poder engullir a los peregrinos que iba atrayendo. Y de aquel dragón, en cuanto se aproximó a la costa y salió pesadamente del mar, emanaba el tañido de unas campanas terribles, un sonido tan poderoso que aplastaba el mismo aire.

Del diente brotaba el mismo sonido de campanas. Y con ese diente como guía Valentine podía ponerse en contacto con el cerebro prodigioso del gran rey acuático Maazmoorn al que los ignorantes denominaban el dragón de lord Kinniken. Para ello tenía que concentrarse en el núcleo de su alma y proyectarse a través del mundo. Tal era el obsequio que le había hecho Millilain. ¿Cómo había sabido ella el uso qué él, y sólo él, podía dar al diente? ¿O acaso no sabía nada? Quizá se lo había regalado simplemente porque lo consideraba un objeto sagrado, quizá Millilain no tenía la menor idea de que él podía emplearlo de forma muy especial, como foco para concentrarse…

—Maazmoorn. Maazmoorn.

Tanteó. Buscó. Llamó. Día tras día fue aproximándose a la comunicación real con el rey acuático, a una conversación cierta, a un encuentro de identidades individuales. Casi lo había conseguido. Tal vez esa noche, tal vez mañana o pasado mañana…

—Respóndeme, Maazmorn. Te está llamando el Pontífice Valentine.

Había dejado de temer a aquel cerebro inmenso y terrible. Empezaba a comprender, en esos viajes secretos del alma, cuánto habían subestimado los habitantes terrestres a las enormes criaturas del mar. Los reyes acuáticos eran temibles, cierto. Pero no había que temerles.

—Maazmoorn. Maazmoorn. Casi he llegado, pensó.

—¿Valentine?

La voz de Carabella, al otro lado de la puerta. Sorprendido, la Corona abandonó su estado de trance con un sobresalto que casi le hizo caer de la silla. Tras recobrar el dominio de sí mismo, Valentine introdujo el diente en el estuche, se tranquilizó y fue en busca de su esposa.

—Ya deberíamos estar en el ayuntamiento —dijo ella.

—Sí, claro, claro.

El tañido de aquellas campanas misteriosas seguía sonando en su espíritu.

Pero tenía otras responsabilidades. El diente de Maazmoorn podía esperar un poco más.

En el salón municipal de reuniones, una hora más tarde, Valentine tomó asiento en un estrado y los campesinos fueron desfilando lentamente ante él. Le ofrecieron sus respetos y le trajeron herramientas para que las bendijera: guadañas, azadas, objetos de similar sencillez. Como si el Pontífice, por el mero hecho de tocarlas con sus manos, pudiera restaurar la prosperidad conocida anteriormente por aquel valle arrasado por las plagas. Valentine consideró la posibilidad de que se tratara de una creencia antigua de aquella gente rural, gayrogs casi todos ellos. Seguramente no, decidió: ningún Pontífice ha visitado el Valle de Prestimion ni otras regiones de Zimroel hasta ahora y jamás han existido motivos para que alguno lo hiciera. Probablemente debía ser una tradición inventada por los campesinos impulsivamente, al enterarse de que el Pontífice iba a pasar por allí.

Pero eso no le preocupaba. Le presentaron sus útiles de trabajo y él tocó el mango de uno, el filo de otro, el asa de otro más… Sonrió con suma cordialidad y les ofreció palabras de sincera esperanza que animaron a los campesinos.

Al terminar la tarde hubo agitación en la sala y Valentine, al alzar la mirada, vio una extraña procesión que se acercaba hacia él. Una gayrog, que a juzgar por sus escamas casi descoloridas y las serpientes abatidas de su cabello debía ser enormemente anciana, venía lentamente por el pasillo entre dos hembras más jóvenes de su raza. Al parecer no veía y estaba muy débil, pero se mantenía resueltamente erguida y avanzaba paso a paso como si tuviera que abrirse camino por muros de roca.

—¡Es Aximaan Threysz! —musitó el hacendado Nitikkimal—. ¿Habéis oído hablar de ella, vuestra majestad?

—No, lo siento.

—Es la cultivadora de lusavándula más famosa, una fuente de conocimientos, una hembra de gran sabiduría. Está al borde de la muerte, eso dicen, pero ha insistido en veros esta noche.

—¡Lord Valentine! —gritó la gayrog en tono audiblemente resonante.

—He dejado de ser lord Valentine —replicó él—. Ahora soy Pontífice Valentine. Y usted me honra enormemente con su visita, Aximaan Threysz. Llega precedida por la fama.

—Valentine… Pontífice…

—Por favor, déme la mano —dijo Valentine.

Cogió entre sus manos las garras arrugadas y vetustas de Aximaan y las apretó con fuerza. Los ojos de la gayrog se centraron en los del Pontífice, los contemplaron fijamente, aunque Valentine dedujo que ella no veía nada, dada la claridad de sus pupilas.

—Dijeron que vos erais un usurpador —explicó Aximaan—. Llegó aquí un hombrecillo de cara sonrosada y nos dijo que vos no erais la Corona legítima. Pero yo no quise escucharlo y salí de esta habitación. No sabía si vos erais legítimo o ilegítimo, pero pensé que él no era quién para hablar de estas cosas, aquel hombre de la cara sonrosada.

—Sempeturn, sí. Lo conozco —dijo Valentine—. Ahora cree que yo fui la Corona legítima y que actualmente soy el Pontífice legítimo.

—¿Y devolveréis la unidad al mundo, Pontífice legítimo? —preguntó Aximaan en voz sorprendentemente vigorosa y clara.

—Entre todos devolveremos la unidad al mundo, Aximaan Threysz.

—No. Yo no, Pontífice Valentine. Yo moriré, la semana que viene, dentro de dos semanas, y no será demasiado pronto. Pero deseo que me prometáis que el mundo volverá a ser como antes: para mis hijos, para los hijos de mis hijos. Y si me lo prometéis me arrodillaré ante vos, ¡y si me lo prometéis falsamente que el Divino os atormente tanto como hemos sido atormentados nosotros, Pontífice Valentine!

—Le prometo, Aximaan Threysz, que el mundo volverá a ser como era, mucho mejor incluso, y le aseguro que no es una promesa falsa. Pero no permitiré que se arrodille ante mí.

—¡He dicho que lo haría y lo haré!

Y asombrosamente, tras apartar a las dos gayrogs más jóvenes como si fueran mosquitos, hincó las rodillas en gesto de profundo respeto, aunque su cuerpo tenía el aspecto rigidísimo de un trozo de cuero dejado cien años al sol. Valentine extendió los brazos para levantarla, pero una de las gayrogs, hija de la anciana sin duda, le cogió las manos y le obligó a alejarlas. Después la joven miró sus propias manos horrorizada por haber osado tocar a un Pontífice. Despacio, pero sin ayuda, Aximaan se levantó.

—¿Sabéis cuán vieja soy? —dijo—. Nací cuando Ossier era Pontífice. Creo que soy la persona más vieja del mundo. Y moriré cuando Valentine es Pontífice, y vos restauraréis el mundo.

Tal vez sea una profecía, pensó Valentine. Pero más bien parecía una orden.

—Así se hará, Aximaan Threysz —replicó—, y vos viviréis para verlo.

—No, no. La clarividencia nos llega cuando perdemos la vista normal. Mí vida está prácticamente concluida. Pero el curso de la vuestra se despliega con claridad ante mí. Nos salvaréis haciendo algo que consideráis imposible hacer. Después concluiréis vuestra hazaña haciendo lo que menos deseáis hacer. Y aunque hagáis lo imposible y después lo indeseable, sabréis que habéis obrado bien y os alegraréis de ello, Pontífice Valentine. Ahora iros, Pontífice, y curadnos. —Su lengua bífida se agitó con tremenda fuerza y energía—. ¡Curadnos, Pontífice Valentine! ¡Curadnos!

Dio media vuelta y recorrió lentamente el pasillo en dirección contraria, tras rechazar la ayuda de las dos gayrogs que la acompañaban.

Transcurrió otra hora antes de que Valentine lograra librarse del resto de habitantes del Valle de Prestimion. Todos se habían apiñado en torno a él de un modo patético, llenos de esperanza, como si la mera emanación pontificia fuera capaz de transformar sus vidas, devolverlos mágicamente a la situación de los años anteriores a la aparición de la plaga de la lusavándula. Pero finalmente Carabella, implorando que tuvieran en cuenta la fatiga del Pontífice, consiguió que los dos salieran de allí. La imagen de Aximaan Threysz siguió fulgurando en los pensamientos del Pontífice durante el trayecto de regreso a la casa solariega de Nitikkimal. El seco silbido de aquella voz continuó resonando en su mente. Nos salvaréis haciendo algo que consideráis imposible hacer. Después concluiréis vuestra hazaña haciendo lo que menos deseáis hacer. Idos, Pontífice, y curadnos. Sí. Sí. ¡Curadnos, Pontífice Valentine! ¡Curadnos!

Pero en su interior resonaba también la música del rey acuático Maazmoorn. Qué cerca había estado, la última vez, del logro definitivo, del contacto real con aquella criatura marina inconcebiblemente gigantesca. Esa misma noche…

Carabella permaneció despierta un rato para conversar. También la anciana gayrog la había hechizado. Se extendió de forma casi obsesiva en la fuerza de las palabras de Aximaan, la potencia sobrenatural de sus ojos cegados, los misterios de su profecía. Por fin besó suavemente a Valentine en los labios y se cobijó en la oscuridad de la cama enorme que compartían. Valentine aguardó durante unos minutos interminables. Después sacó el diente del dragón marino.

—¿ Maazmoorn ?

Sostenía el diente con tanta fuerza que los bordes se clavaron en la carne de su mano. Se apresuró a concentrar su fuerza mental en salvar el vacío de miles de kilómetros que separaba el Valle de Prestimion de las aguas de… ¿de dónde, del polo?… Bien, del lugar donde yacía oculto el rey acuático.

—¿ Maazmoorn ?

—Te escucho, hermano terrestre, hermano Valentine, hermano rey.

¡Por fin!

—¿Sabes quién soy?

—Lo sé. Conocí a tu padre. He conocido a muchos antes que a ti.

—¿Has hablado con otros?

—No. En eso eres el primero. Pero he conocido a otros. Ellos no me conocían, pero yo sí a ellos. He vivido muchas circunvalaciones del océano, hermano Valentine. Y he observado todo lo que ocurría en la tierra.

—¿Sabes qué está ocurriendo ahora?

—Lo sé.

—Nos están destruyendo. Y tú tienes parte en esa destrucción.

—No.

—Guías a los rebeldes piurivares en su guerra contra nosotros. Lo sabemos. Ellos os adoran como si fuerais dioses y vosotros los enseñáis a destruirnos.

—No, hermano Valentine.

—Sé que os adoran.

—Sí, eso sí, porque somos dioses. Pero no colaboramos en su rebelión. Sólo les ofrecemos lo que ofrecemos a cualquier persona que recurre a nosotros en busca de alimento, pero nuestro objetivo no es expulsar a los humanos de este planeta.

—¡Debéis odiamos!

—No, hermano Valentine.

—Os cazamos, os matamos. Comemos vuestra carne, bebemos vuestra sangre y hacemos baratijas con vuestros huesos.

—Sí, eso es cierto. ¿Pero por qué íbamos a odiaros, hermano Valentine? ¿Por qué?

Valentine no replicó de inmediato. Yacía frío y temblando de admiración junto a la dormida Carabella. Meditó en lo que acababa de oír, en la serena admisión por parte del rey acuático: los dragones eran dioses… ¿Qué podía significar eso? Negaba además su complicidad en la rebelión y finalmente, de forma asombrosa, insistía en que los dragones no guardaban rencor a los habitantes de Majipur por todo lo que les habían hecho. Demasiadas cosas al mismo tiempo, un turbulento torrente de conocimientos cuando hasta entonces sólo había habido repiques de campanas y la sensación de una presencia remota.

—¿Debo entender que sois incapaces de encolerizaros, Maazmoorn?

—Sabemos qué es cólera.

—¿Pero no la experimentáis?

—La cólera no viene al caso, hermano Valentine. Lo que nos hacen vuestros cazadores es un acto natural. Forma parte de la vida, es un aspecto de lo Real. Igual que yo, igual que tú. Honramos lo Real en todas sus manifestaciones. Nos matáis cuando pasamos frente a la costa de lo que vosotros llamáis Zimroel y nos usáis de distintas formas. A veces somos nosotros los que os matamos en vuestros barcos, si parece ser el acto correcto en ese momento, y os usamos de distintas formas. Y todo eso es Real. En tiempos el pueblo piurivar mató a varios de nosotros en la ciudad de piedra ahora muerta. Pensaron que habían cometido un crimen monstruoso y para purgarlo destruyeron su ciudad. Pero no lo comprendieron. Ninguno de los hijos de la tierra lo comprende. Todo es simplemente Real.

—¿Y si ahora ofrecemos resistencia, cuando el pueblo piurivar nos lanza al caos? ¿Obramos mal al resistimos? ¿Debemos aceptar tranquilamente nuestro destino, debido a que también eso es Real?

—Vuestra resistencia también es Real, hermano Valentine.

—En tal caso vuestra filosofía me parece absurda, Maazmoorn.

—No ha de ser así, hermano Valentine. Pero también eso es Real.

Valentine guardó silencio por segunda vez, durante más tiempo que antes. Pero por fin se decidió a proseguir.

—Quiero que finalice esta época de destrucción. Mi intención es conservar lo que nosotros, habitantes de Majipur, entendemos por Real.

—Desde luego.

—Quiero que me ayudes.

6

—Hemos capturado un cambiaspecto, mi señor —dijo Alsimir— que afirma traer un mensaje para vos y únicamente para vos.

Hissune frunció el entrecejo.

—¿Un espía, piensas?

—Muy probable, mi señor.

—O incluso un asesino.

—Esa posibilidad no hay que olvidarla nunca, naturalmente. Pero creo que no ha venido por eso. Sé que es un cambiaspecto, mi señor, y nuestros juicios son arriesgados, pero a pesar de todo yo estaba con los que le han interrogado. Parece sincero. Parece.

—¡Sinceridad metamorfa! —dijo Hissune, riéndose—. Introdujeron un espía en la comitiva de lord Valentine, ¿no es cierto?

—Eso me dijeron. ¿Qué debo hacer con él?

—Traerlo aquí, diría yo.

—¿Y si planea alguna artimaña metamorfa?

—En ese caso tendremos que actuar con más rapidez que él, Alsimir. Pero tráelo aquí.

Había riesgos e Hissune lo sabía. Pero no podía limitarse a expulsar a alguien que afirmaba ser mensajero del enemigo, ni matarlo alocadamente por simples sospechas de traición. Y en su interior admitió que sería una diversión interesante contemplar por fin a un metamorfo, después de tantas semanas de caminata por la húmeda jungla. En todo ese tiempo no habían encontrado un solo cambiaspecto: ni uno.

El campamento se hallaba en el borde de una arboleda de duikos gigantes, en la frontera este de Piurifayne y no muy lejos de la orilla del río Steiche. Los duikos eran francamente impresionantes: árboles asombrosos con troncos tan anchos como una casa, corteza de brillante tinte rojizo hendida por surcos inmensos y profundos, hojas tan amplias que una sola podía proteger de la lluvia a veinte hombres y frutos colosales de piel áspera, del tamaño de un vehículo flotante y con pulpa embriagadora. Pero las maravillas botánicas eran pequeña recompensa para el hastío de una marcha forzada e interminable por la selva tropical metamorfa. La lluvia era constante. El moho y la podredumbre eran dueños de todo, incluso del cerebro de los invasores, pensaba a veces Hissune. Y aunque el ejército estaba desplegado a lo largo de una línea de casi doscientos kilómetros de longitud y la ciudad de Avendroyne, segunda en importancia, se hallaba supuestamente cerca del punto central de dicha línea, nadie había visto ciudades, restos de antiguas ciudades, indicios de rutas de evacuación o metamorfos. Parecían ser seres mitológicos en una jungla deshabitada.

Por lo que Hissune sabía, Divvis tenía idénticas dificultades en el extremo opuesto de Piurifayne. Los metamorfos no eran numerosos y sus ciudades parecían portátiles. Debían huir de claro en claro como insectos nocturnos de alas diáfanas. O se disfrazaban de árboles y arbustos y permanecían en silencio, conteniendo la risa cuando los ejércitos de la Corona pasaban junto a ellos. Estos duikos enormes, pensó Hissune, podrían ser exploradores metamorfos, por lo que sé. Hablemos con ese espía, o mensajero, o asesino, lo que sea: tal vez averigüemos algo, o al menos nos entretendremos.

Alsimir volvió al cabo de unos momentos con el prisionero, que iba severamente custodiado.

Al igual que los escasos piurivares vistos hasta entonces por Hissune, el recién llegado tenía una figura extrañamente turbadora; era muy alto, y delgado hasta el punto de parecer frágil. Iba completamente desnudo a excepción de una tira de cuero que rodeaba sus caderas. Su piel y las franjas finas y correosas de su cabello eran de un color verde claro muy raro y su semblante carecía prácticamente de rasgos salientes: los labios eran meras hendiduras, la nariz un simple bulto y los ojos tenían un sesgo notable y apenas eran visibles bajo los párpados. Reflejaba inquietud y no parecía peligroso. En cualquier caso Hissune deseó poseer el don de ver el interior de la mente, como Deliamber, Tisana o el mismo Valentine, para quienes los secretos del prójimo solían no ser tales secretos. Ese metamorfo podía tener reservada alguna sorpresa desagradable.

—¿Quién eres? —preguntó Hissune.

—Me llamo Aarisiim. Sirvo al Rey Real, el que vosotros conocéis como Faraataa.

—¿Te ha enviado él a verme?

—No, lord Hissune Él no sabe que estoy aquí.

El metamorfo empezó a temblar de pronto, se estremeció de modo convulsivo y durante un instante la forma de su cuerpo pareció cambiar y oscilar. Los guardianes de la Corona actuaron al instante, situándose entre el cambiaspecto e Hissune en previsión de que aquellos movimientos fueran el preludio de un ataque. Pero Aarisiim se recobró enseguida y recuperó su aspecto.

—He venido para traicionar a Faraataa —dijo en voz baja.

—¿Estás diciendo que nos llevarás al lugar donde se esconde? —inquirió el sorprendido Hissune.

—Lo haré, sí.

Demasiado estupendo para ser verdad, pensó Hissune, y fue pasando la mirada en torno al círculo formado por Alsimir, Stimion y sus otros consejeros de confianza. Evidentemente todos opinaban lo mismo: reflejaban escepticismo, hostilidad, recelo.

—¿Por qué deseas hacer tal cosa? —prosiguió la Corona.

—Él ha hecho algo contrario a la ley.

—¿Y ahora te das cuenta, cuando la rebelión ha durado ya…?

—Me refiero, mi señor, a un acto ilegal de acuerdo con nuestras normas, no con las vuestras.

—Ah. ¿Y de qué se trata?

—Fue a Ilirivoyne, apresó a la Danipiur y ahora pretende asesinarla. No es legal capturar a la Danipiur. No es legal privarla de la vida. Él no quiso escuchar ningún consejo. La ha apresado. Para mi vergüenza, fui uno de los que le acompañaban. Pensé que sólo quería retenerla, para que no firmara un pacto con vosotros en contra de los piurivares. Eso dijo él, que no la mataría a menos que creyera que la guerra estaba totalmente perdida.

—¿Y piensa lo mismo ahora? —preguntó Hissune.

—No, lord Hissune. Cree que la guerra no está perdida, ni mucho menos: está a punto de poner en libertad nuevos animales y propagar más enfermedades, y piensa que se encuentra en el umbral de la victoria.

—En ese caso, ¿por qué matar a la Danipiur?

—Para asegurarse la victoria.

—¡Vaya locura!

—Lo mismo opino, mi señor. —Los ojos de Aarisiim estaban muy abiertos y despedían un fulgor extraño muy llamativo—. Naturalmente Faraataa la considera un rival peligroso, más inclinada a la paz que a la guerra. Eliminada ella, queda eliminada la amenaza a su poder. Pero hay más que eso. Pretende sacrificarla en el altar, ofrecer su sangre a los reyes acuáticos para seguir contando con la ayuda de ellos. Ha construido un templo a semejanza del que estuvo en tiempos en Vieja Velalisier. Y él mismo la pondrá en la piedra y le arrebatará la vida con sus manos.

—¿Y cuándo se supone que ocurrirá tal cosa?

—Esta noche, mi señor. A la Hora del Haigus.

—¿Esta noche?

—Sí, mi señor. He venido tan rápido como me ha sido posible pero vuestro ejército es muy numeroso y temía morir si no encontraba a vuestros guardianes antes de que me localizaran los soldados… Habría venido ayer, o antes, pero fue imposible, no podía…

—¿Y cuántas jornadas de viaje hay de aquí a Nueva Velalisier?

—Cuatro, tal vez. Quizá tres, si vamos muy rápidos.

—¡Entonces la Danipiur está perdida! —exclamó el encolerizado Hissune.

—Si no la sacrifica esta noche…

—Has dicho que sería esta noche.

—Sí, las lunas son propicias esta noche, las estrellas son propicias esta noche… pero si no se decide, si en el último momento cambia de opinión…

—¿Y Faraataa cambia de opinión con frecuencia? —inquirió la Corona.

—Nunca, mi señor.

—En ese caso no hay forma de llegar allí a tiempo.

—No, mi señor —dijo tristemente Aarisiim.

Hissune dirigió la mirada hacia los duikos, muy serio. ¿La Danipiur muerta? Después de eso no quedaría esperanza de llegar a un acuerdo con los cambiaspectos: únicamente ella, así lo consideraba Hissune, podía mitigar la furia de los rebeldes y tolerar la firma de algún pacto. Sin ella iba a ser una batalla hasta el final.

—¿Dónde está hoy el Pontífice? —dijo a Alsimir.

—Al oeste de Khyntor, tal vez en Dulorn, en alguna parte de la Fractura.

—¿Y podemos hacerle llegar un mensaje?

—Los canales de comunicaciones que nos unen con esa región son muy inseguros, mi señor.

—Lo sé. Quiero que le llegue esta información como sea y antes de dos horas. Ensaya cualquier cosa que pueda dar resultado. Magos. Predicadores. Comunícate con la Dama y que ella lo intente con sus sueños. Todos los canales imaginables, Alsimir, ¿lo has entendido? Valentine debe saber que Faraataa planea asesinar a la Danipiur esta noche. Que le llegue esa información. Como sea. Como sea. Y comunícale que tan sólo él puede salvarla. Como sea.

7

Para lograrlo, pensó Valentine, necesitaré el aro de la Dama tanto como el diente de Maazmoorn. No debe haber fallos de transmisión, ninguna distorsión del mensaje: haré uso de todos los medios disponibles.

—Quédate muy cerca —dijo a Carabella. Y repitió las mismas palabras a Deliamber, Tisana y Sleet—. Rodeadme. Cuando extienda los brazos, cogedme de la mano. No digáis nada, simplemente cogedme.

El día era brillante y despejado, el ambiente matinal, vigorizador, fresco, dulce como el néctar de alabandina. Pero en Piurifayne, muy al este, la noche estaba cayendo ya.

Se puso el aro. Asió el diente del rey acuático. Llenó sus pulmones de aquel aire fresco y dulce hasta que prácticamente se mareó.

—¿Maazmoorn?

La llamada brotó de Valentine con tanta potencia que los que le rodeaban debieron captar la reacción: Sleet reculó, Carabella se llevó las manos a las orejas y los tentáculos de Deliamber se agitaron con bruscos movimientos.

—¿Maazmoorn? ¿Maazmoorn?

El tañido de campanas. Las vueltas lentas y pesadas de un cuerpo gigantesco que descansa en frías aguas septentrionales. La suave agitación de unas alas negras y enormes.

—Te escucho, hermano Valentine.

—Ayúdame, Maazmoorn.

—¿Ayudarte? ¿Cómo? ¿Ayudarte yo?

—Permíteme recorrer el mundo con tu espíritu.

—Ven a mí, hermano rey, hermano Valentine.

Fue asombrosamente fácil. Valentine notó que perdía peso, se deslizaba hacia arriba, flotaba, ascendía y volaba. Debajo estaba el gran arco del planeta, perdiéndose en la noche por el este. El rey acuático le transportaba sin esfuerzo, serenamente, como un gigante que lleva un gatito en la palma de su mano. Adelante, adelante, en un mundo que se abría por completo a él mientras lo sobrevolaba. Tuvo la sensación de que él y el planeta eran una sola cosa, que él personificaba a los veinte mil millones de habitantes de Majipur, humanos, skandars, yorts, metamorfos y demás. Todos avanzaban con él igual que los corpúsculos de su sangre. Estaba en todas partes al mismo tiempo, él era la pena del mundo, la alegría, los anhelos, las necesidades. Él era todo. Era un universo que bullía de contradicciones y conflictos. Percibió el calor del desierto, la lluvia cálida de los trópicos y el frío de las altas cumbres. Rió, lloró, murió, hizo el amor, comió, bebió, bailó, luchó, cabalgó frenéticamente por montañas desconocidas, trabajó duramente en los campos y se abrió paso por junglas enmarañadas de lianas. En los océanos de su alma inmensos dragones marinos salieron a la superficie, lanzaron monstruosos gruñidos y se zambulleron de nuevo, hasta las profundidades extremas. Miró hacia abajo y vio los parajes destrozados del mundo, los lugares heridos y arruinados donde la tierra se había alzado y chocado contra sí misma, y comprendió la forma de curarles las heridas, recomponerla y serenarla. Porque todo tendía de nuevo a la serenidad. Todo se agrupaba en torno a lo Real. Todo formaba parte de una armonía inmensa y sin fisuras.

Pero había una discordancia en aquella armonía.

Chilló, dio alaridos, aulló, bramó. Los gritos fustigaron la estructura del mundo igual que un cuchillo y dejaron un rastro de sangre. Se había desgarrado el conjunto.

Incluso aquella disonancia, comprendió Valentine, era un aspecto de lo Real. No obstante ese aspecto, al otro lado del mundo, turbio, agitado, rugiente y demente, era el único aspecto de lo Real que no aceptaba lo Real. Era una fuerza que pronunciaba un potente ¡no! a todas las demás. Se alzaba contra los que deseaban recobrar la armonía, reparar la estructura, hacer total la totalidad.

—¿Faraataa?

—¿Quién eres?

—Soy Valentine el Pontífice.

—Valentine el necio. Valentine el niño.

—No, Faraataa. Valentine el Pontífice.

—Eso no significa nada para mí. ¡Yo soy el Rey Real!

Valentine se echó a reír y su risa roció el planeta como una lluvia formada por gotas de dorada miel. Con las alas del gran rey de los dragones se alzó casi hasta el confín del cielo, desde donde pudo atravesar la oscuridad y ver la punta del Monte del Castillo que taladraba el firmamento en el otro extremo del mundo, y el Gran Océano más allá. Bajó la mirada hacia la jungla de Piurifayne y se echó a reír de nuevo, y contempló al furioso Faraataa, que se retorcía y debatía bajo el torrente de risa.

—¿Faraataa?

—¿Qué quieres?

—No puedes matarla, Faraataa.

—¿Quién eres tú para decirme que no puedo hacerlo?

—Soy Majipur.

—Eres el necio Valentine. ¡Yo soy el Rey Real!

—No, Faraataa.

—¿No?

—Veo el resplandor de la vieja leyenda en tu mente. El Príncipe Venidero, el Rey Real: ¿cómo puedes tener esas pretensiones? No eres ese príncipe. Jamás podrás ser ese rey.

—Estás obstruyendo mi mente con tus estupideces. Déjame en paz o te ahuyentaré por la fuerza.

Valentine captó el empujón, la arremetida. La esquivó.

—El Príncipe Venidero es un ser que carece por completo de odio. ¿Puedes negarlo, Faraataa? Forma parte de la leyenda de tu pueblo. Él no tiene ansia de venganza. No tiene deseos destructivos. Tú no eres más que odio, venganza y destrucción, Faraataa. Si te libraras de todo ello, serias un caparazón, un pellejo.

—Necio.

—Tu pretensión es falsa.

—Necio.

—Permíteme librarte de la cólera y el odio, Faraataa, si es que deseas ser el rey que afirmas ser.

—Hablas como un necio.

—Vamos, Faraataa. Suelta a la Danipiur. Entrégame tu alma para que pueda curarla.

—La Danipiur morirá antes de una hora.

—No.

—¡Fíjate!

Las entrelazadas bóvedas de los árboles de la selva se separaron y Valentine pudo contemplar Nueva Velalisier iluminada por el resplandor de las antorchas. Los templos de troncos entrecruzados, las banderas, el altar, la pira llameante ya. La metamorfa, silenciosa, digna, encadenada al bloque de piedra. Los rostros que la rodeaban, inexpresivos, extraños. La noche, los árboles, los sonidos, los olores. La música. Los cánticos.

—Suéltala, Faraataa. Y luego ven a verme, tú y ella, y hagamos lo que debemos hacer.

—Nunca. La entregaré a los dioses con mis propias manos. Y con su sacrificio expiaremos el crimen de la Profanación, cuando matamos a nuestros dioses y fuimos castigados con vuestra presencia.

—Incluso en eso estás equivocado, Faraataa.

—¿Qué?

—Los dioses se sacrificaron voluntariamente, aquel día en Velalisier. Fue su sacrificio, que tú interpretas mal. Habéis inventado el mito de la Profanación, un mito incorrecto. Faraataa, es un error, es un error total. El rey acuático Niznom y el rey acuático Domsitor se ofrecieron al sacrificio aquel día tan remoto, del mismo modo que los reyes acuáticos se ofrecen a nuestros cazadores cuando bordean la curva de Zimroel. Y tú no lo entiendes. No comprendes nada en absoluto.

—Estupideces. Tonterías.

—Déjala en libertad, Faraataa. Sacrifica tu odio como se sacrificaron los reyes acuáticos.

—La mataré ahora mismo con mis propias manos.

—No puedes hacerlo, Faraataa. Suéltala.

—NO.

La fuerza terrible de ese no fue inesperada: se levantó como el océano con inmensa cólera, ascendió hacia Valentine y golpeó a éste con asombrosa potencia, lo abofeteó, lo zarandeó, lo lanzó al caos durante un momento. Mientras pugnaba por recobrarse, Faraataa lanzó un segundo rayo, y un tercero, y un cuarto, y el Pontífice fue alcanzado con la misma fuerza arrolladora. Pero Valentine percibió el poder del rey acuático que le sustentaba, recobró el aliento y el equilibrio y por segunda vez hizo acopio de fuerzas.

Se proyectó hacia el caudillo rebelde. Recordó la situación aquella otra vez hacía años, en las últimas horas de la guerra de restauración, cuando entró a solas en la sala de audiencias del Castillo y encontró al usurpador, Dominin Barjazid, ardiendo de furia. Valentine le envió amor, amistad, tristeza por todo lo sucedido entre ellos. Le envió la esperanza de un ajuste amistoso de sus diferencias, de perdón por los pecados cometidos, de un salvoconducto para abandonar el Castillo. A lo que el Barjazid replicó con arrogancia, odio, cólera, desprecio, beligerancia, una declaración de guerra perpetua. Valentine no lo había olvidado. Y todo estaba repitiéndose ahora, el enemigo desesperado dominado por el odio, la feroz resistencia, la amarga negativa a apartarse de la senda de la muerte y la destrucción, el aborrecimiento y la abominación, la burla y el desprecio.

No esperaba más de Faraataa que de Dominin Barjazid. Pero él seguía siendo Valentine y continuaba creyendo en la posibilidad de que triunfara el amor.

—¿Faraataa?

—Eres un niño, Valentine.

—Entrégate en paz… Pon a un lado tu odio si deseas ser el que afirmas ser.

—Déjame en paz, Valentine.

—Voy hacia ti.

—No, no, no, no.

En esta ocasión Valentine estaba preparado para las andanadas de negativas que llegaron como rocas hacia él. Contuvo la fuerza brutal del odio de Faraataa, la desvió y ofreció a cambio amor, confianza, fe… y recibió más odio como respuesta, un odio implacable, invariable, inamovible.

—No me dejas otra opción, Faraataa.

Tras un gesto de desprecio Faraataa avanzó hacia el altar en el que yacía atada la reina metamorfa. Alzó su daga de madera pulida.

—¿Deliamber? —dijo Valentine—. ¿Carabella? ¿Tisana? ¿Sleet?

Asieron a Valentine, aferraron sus manos, sus brazos, sus hombros. El Pontífice captó la fuerza que se introducía en su ser. Pero ni siquiera esa fuerza bastaba. Hizo un llamamiento al otro lado del mundo y encontró a la Dama de la Isla, la nueva Dama, la madre de Hissune. Extrajo vigor de ella, y también de su madre, la ex Dama. Y ni siquiera así era suficiente. Pero en ese instante cambió de dirección.

—¡Tunigorn! ¡Stasilaine! ¡Ayudadme!

Y ellos le ayudaron. Localizó a Zalzan Kavol. A Asenhard. A Ermanar. A Lisamon. No bastaba. No bastaba. Un intento más.

—¿Hissune? Ven tú también Hissune. Dame tu fuerza. Dame tu arrojo.

—Aquí estoy, vuestra majestad.

Sí, sí. Ahora era posible. Oyó una vez más las palabras de la anciana Aximaan Threysz: Nos salvarás haciendo algo que consideras imposible hacer. Sí. Ahora sería posible.

¡Faraataa!

Una ráfaga como el sonido de una trompeta inmensa brotó de Valentine y cruzó el mundo hacia Piurifayne. Hizo su recorrido en la fracción más pequeña de un instante y localizó su blanco, que no era Faraataa sino el odio de éste, la pasión ciega, la ira incontenible, el deseo de venganza, destrucción, aniquilación, erradicación. Localizó su blanco y lo destruyó, lo extrajo de Faraataa con una acometida irresistible. Valentine absorbió el llameante enojo, lo despojó de fuerza y se desprendió de él. Y Faraataa quedó vacío.

Durante un instante el arma siguió suspendida por encima de la cabeza del metamorfo, que estaba tenso y erguido, apuntando al corazón de la Danipiur. Después, de los labios de Faraataa brotó el ruido de un chillido mudo, un sonido sin substancia, una vacuidad, un vacío. Se mantuvo erguido a pesar de todo, inmóvil, paralizado. Pero estaba vacío: era un caparazón, un pellejo. La daga cayó de sus dedos inertes.

—Vete —dijo Valentine—. En nombre del Divino, vete. ¡Vete!

Y Faraataa cayó de bruces y no volvió a moverse.

Todo quedó en silencio. El mundo quedó terriblemente mudo. Nos salvarás, había dicho Aximaan Threysz, haciendo algo que consideras imposible hacer. Y él no había dudado.

La voz del rey acuático Maazmoorn le llegó desde muy lejos.

—¿Has acabado el recorrido, hermano Valentine?

—Sí, ya he acabado el recorrido.

Valentine abrió los ojos. Dejó el diente, se quitó el aro de la frente. Miró alrededor y vio los semblantes pálidos, los ojos asustados: Sleet, Carabella, Deliamber, Tisana.

—Todo ha terminado —dijo en voz baja—. La Danipiur no morirá. Nadie lanzará más monstruos contra nosotros.

—Valentine… Miró a Carabella.

—¿Qué ocurre, cariño?

—¿Te encuentras bien?

—Sí —repuso él—. Me encuentro perfectamente.

Se encontraba muy cansado, muy extraño. Pero… sí, estaba perfectamente. Había hecho lo que tenía que hacer. No había tenido otra opción. Y todo había terminado.

—Aquí no nos queda nada que hacer —dijo a Sleet—. Despídete de Nitikkimal en mi nombre, y del resto de habitantes de este lugar, y comunícales que todo se arreglará, que lo prometo solemnemente. Después nos pondremos en camino.

—¿Hacia Dulorn? —preguntó Sleet. El Pontífice sonrió y sacudió la cabeza.

—No. Hacia el este. Primero a Piurifayne, para ver a la Danipiur y a lord Hissune y dar vida al nuevo orden que regirá el mundo, puesto que lo hemos librado de este odio. Y luego será el momento de ir al hogar, Sleet. ¡Será el momento de ir al hogar!

8

Celebraron la ceremonia de la coronación al aire libre, en el espléndido atrio herboso de Punta de Vildivar, desde donde podía verse el magnífico panorama de los Noventa y Nueve Escalones y las zonas más altas del Castillo. No era normal celebrar esa ceremonia en otro lugar que no fuera el salón del trono de Confalume, pero desde hacía tiempo nadie prestaba excesiva atención a lo habitual. El Pontífice Valentine había insistido en que la coronación tuviera lugar al aire libre. ¿Quién podía ignorar el deseo expreso de un Pontífice?

En consecuencia todos se habían congregado, por deseo expreso del Pontífice, bajo el dulce cielo primaveral del Monte del Castillo. El lugar estaba profusamente decorado con plantas en flor: los jardineros habían traído halatingos florecientes y los habían dispuesto milagrosamente en enormes maceteros sin dañar los brotes. A ambos lados del patio sus flores carmesíes y doradas despedían fulgores casi luminiscentes. Había tanigales y alabandinos, caramangos y sefitongales, eldirones, pinninas y decenas de otras especies, todas en plena época de floración. Valentine había ordenado que hubiera flores por todas partes y, por lo tanto, había flores en todas partes.

Era tradicional, en una ceremonia de coronación, situar a los Poderes del reino en los vértices de una figura con forma de rombo, suponiendo que los cuatro habían podido acudir: la nueva Corona ocupaba la posición de honor en el rombo, el Pontífice se situaba frente a él y la Dama de la Isla y el Rey de los Sueños quedaban a ambos lados. Pero esta coronación era distinta a todas las ceremonias acontecidas en Majipur, puesto que había cinco Poderes y se había hecho precisa otra configuración.

Pontífice y Corona se hallaban uno al lado del otro. A la derecha de la Corona lord Hissune se encontraba, a cierta distancia, su madre Elsinome, Dama de la Isla. A la izquierda del Pontífice Valentine, a igual distancia, Minax Barjazid, el Rey de los Sueños. Y delante del grupo, mirando a los otros cuatro, estaba la Danipiur de Piurifayne, el quinto y más reciente Poder de Majipur.

Y alrededor los hombres de confianza y consejeros: el primer consejero Sleet a un lado del Pontífice, lady Carabella al otro, Alsimir y Stimion flanqueando a la Corona y un pequeño grupo de jerarcas, Lorivade y Talinot Esulde entre ellas, cerca de la Dama. El Rey de los Sueños había venido acompañado de sus hermanos Cristoph y Dominin, y la Danipiur estaba circundada por una decena de piurivares ataviados con relucientes vestiduras de seda; todos los metamorfos permanecían muy juntos como si no acabaran de creer que eran huéspedes de honor en una ceremonia del Monte del Castillo.

Más alejados del grupo se hallaban príncipes y duques, Tunigorn, Stasilaine, Divvis, Mirigant, Elzandir y otros, y diversos delegados de ultramar, procedentes de Alaisor, Stoien, Piliplok, Ni-moya y Pidruid. Y había invitados especiales, Nitikkimal del Valle de Prestimion, Millilain de Khyntor y otros cuyas vidas se habían cruzado con la del Pontífice mientras éste recorría el mundo. Incluso se encontraba allí aquel hombrecillo rubicundo, Sempeturn, perdonado ya por su traición gracias al valor demostrado en la campaña de Piurifayne: el invitado miraba a todas partes, admirado y maravillado, y no cesaba de hacer el gesto del estallido estelar a lord Hissune y el del Pontífice a Valentine, actos de homenaje que al parecer tenían una frecuencia incontrolable. También había ciertas personas del Laberinto, amigos de la infancia de la nueva Corona: Vanimoon, casi un hermano para Hissune cuando ambos eran niños; Shulaire, la esbelta hermana de ojos almendrados del anterior; Heulan, los tres hermanos de Heulan, y muchos más que también permanecían rígidos, con los ojos tan abiertos como sus bocas.

Hubo la acostumbrada abundancia de vino. Hubo las acostumbradas plegarias. Hubo los acostumbrados himnos. Hubo los acostumbrados discursos. Pero la ceremonia no había llegado aún a su mitad cuando el Pontífice Valentine alzó una mano para indicar que deseaba hablar.

—Amigos… —empezó a decir.

De inmediato se produjeron murmullos de asombro. Un Pontífice se dirigía a otras personas, aunque fueran Poderes, aunque fueran príncipes, llamándolas «amigos»… Qué extraño… qué detalle tan típico de Valentine…

—Amigos —repitió—: Permitidme pronunciar unas breves palabras ahora, ya que más tarde creo raramente tendréis noticias mías, porque estamos en la época de lord Hissune, en el Castillo de lord Hissune, y aquí nadie me verá a partir de hoy. Sólo deseo daros las gracias por haber venido hoy…

Nuevos murmullos. ¿Acaso un Pontífice tenía que «dar las gracias»?

—…y pediros que sigáis gozosos no solo hoy, sino durante toda la época de conciliación que actualmente iniciamos. Porque hoy confirmamos en el cargo a una Corona que os gobernará con sabiduría y benevolencia durante muchos años mientras prosigue la era de la reconstrucción. Y saludamos también como nuevo Poder del reino a otro monarca que últimamente fue nuestro enemigo y que ahora no lo será nunca más, no lo quiera el Divino, ya que ella y su pueblo han sido acogidos en la corriente principal de la vida del planeta, con iguales derechos. Con buena voluntad por parte de todos, es posible reparar agravios antiguos y comenzar la expiación.

Hizo una pausa, cogió una copa repleta de vino reluciente y la sostuvo en alto.

—Casi he terminado. Lo único que queda es implorar la bendición del Divino para esta festividad. Rogar también la bendición de nuestros nobles hermanos del mar, con los que compartimos este mundo y por cuyo posible consentimiento ocupamos una pequeña parte de este inmenso planeta. Y con los que, por fin, después de mucho tiempo, nos hemos unido. Han sido nuestra salvación en esta era de pacificación y cauterización de heridas, y serán nuestros guías, confiemos en ello, en la era venidera.

»Y ahora, amigos, nos acercamos al momento de la ceremonia de la coronación en que la Corona recientemente consagrada se pone la corona del estallido estelar y asciende al Trono de Confalume. Pero naturalmente no estamos ahora en ese salón. A solicitud mía: por órdenes mías. Deseaba respirar esta tarde, por última vez, el espléndido aire del Monte del Castillo y notar el calor del sol en mi piel. Salgo de aquí esta noche, con mi esposa Carabella y los excelentes compañeros que han estado junto a mí a lo largo de numerosos años y en el transcurso de extrañas aventuras. Partimos hacia el Laberinto, donde es mi intención establecerme. Una anciana dotada de gran sabiduría, que ha muerto ya, me dijo cuando nos encontrábamos en un lugar muy alejado denominado Valle de Prestimion, que yo debería hacer algo que consideraba imposible hacer a fin de salvarnos. Y lo hice, porque era preciso hacerlo. Y me anunció que después debería hacer lo que menos deseaba. ¿Y qué es lo que menos deseo hacer? Bien, supongo que es el tener que abandonar este lugar e ir al Laberinto, el hogar que corresponde a un Pontífice. Pero lo haré. Y no con amargura, no con enojo. Lo haré y me alegraré de hacerlo: porque soy Pontífice, porque este Castillo ha dejado de pertenecerme. Seguiré avanzando de acuerdo con los designios del Divino.

El Pontífice sonrió, dirigió la copa de vino hacia la Corona, hacia la Dama, hacia el Rey de los Sueños y hacia la Danipiur. Bebió y pasó la copa a lady Carabella.

—Existen los Noventa y Nueve Escalones —dijo—. Conducen al santuario más recóndito del Castillo, lugar donde debemos completar el rito actual. Después disfrutaremos en el banquete y más tarde los míos y yo partiremos, ya que el viaje hasta el Laberinto es largo y estoy ansioso por llegar por fin a mi hogar. Lord Hissune, ¿tenéis la bondad de conducirnos al interior? ¿Tenéis la bondad, lord Hissune?

Загрузка...