IV EL LIBRO DEL PONTÍFICE

1

—Un día extraño, mi señor, puesto que la Corona debe presentarse como un pordiosero ante el Rey de los Sueños —dijo Sleet, con una mano extendida sobre la cara para protegerse del tórrido viento que soplaba sin cesar procedente de Suvrael. Faltaban escasas horas para recalar en Tolaghai, el mayor puerto del continente meridional.

—No como pordiosero, Sleet —repuso Valentine sin inmutarse—. Como compañero de armas, en busca de ayuda contra un enemigo común.

Carabella se volvió para mirarle, sorprendida.

—¿Compañero de armas, Valentine? Nunca te había visto hablar de ti mismo de una forma tan guerrera.

—Estamos en guerra, ¿no es cierto?

—¿Y piensas combatir? ¿Matarás con tus propias manos?

Valentine la miró fijamente, preguntándose si ella pretendía incitarle. Pero no, el semblante de Carabella reflejaba la apacibilidad acostumbrada y su mirada era de afecto.

—Sabes que jamás derramaré sangre —repuso la Corona—. Pero hay otras formas de guerrear. Ya he participado en una guerra, contigo junto a mí. ¿Maté entonces?

—¿Pero quiénes eran los enemigos entonces? —preguntó Sleet en tono impaciente—. ¡Vuestros amigos más queridos, engañados por las supercherías de los cambiaspectos! Elidath, Tunigorn, Stasilaine, Mirigant, todos se pasaron al otro bando. ¡Por supuesto que fuisteis bondadoso con ellos! No teníais deseo alguno de matar a personas como Elidath y Mirigant: sólo pretendíais tenerlos de vuestro lado.

—Dominin Barjazid no era un amigo íntimo. También le perdoné la vida. Y creo que ahora podemos alegrarnos de ello.

—Un acto de gran compasión, cierto. Pero ahora tenemos otra clase de enemigo, el puerco cambiaspectos, una sabandija cruel…

—¡ Sleet!

—¡Eso son los metamorfos, mi señor! ¡Criaturas que han jurado destruir todo cuanto nosotros hemos construido en nuestro mundo!

—En el mundo de ellos, Sleet —replicó Valentine—. Recuérdalo: este planeta les pertenece.

—Les pertenecía, mi señor. Lo perdieron por su propio descuido. Unos cuantos millones de metamorfos, en un planeta tan grande que podrían…

—¿Vamos a tener otra vez esta discusión tan aburrida? —espetó Carabella, sin esforzarse en disimular su irritación—. ¿Por qué? ¿No nos basta con respirar el aire abrasante de Suvrael, tenemos además que agotar nuestros pulmones con charlas tan inútiles como ésta?

—Yo sólo pretendo decir, mi señora, que la guerra de restauración podía ganarse por medios pacíficos, con los brazos abiertos y dando abrazos cariñosos. Ahora tenemos un enemigo distinto. Este Faraataa está devorado por el odio. No descansará hasta que todos hayamos muerto. ¿Y vencerá con amor, lo creéis? ¿Lo creéis, mi señor?

Valentine desvió la mirada.

—Usaremos los medios más convenientes —dijo— para que Majipur recobre la unidad.

—Si lo que decís es sincero disponeos a aniquilar al enemigo —replicó tétricamente Sleet—. No simplemente encerrarlos en la jungla como hizo lord Stiamot, sino exterminarlos, borrarlos del mapa, acabar para siempre con la amenaza a nuestra civilización que ellos…

—¿Exterminarlos? ¿Borrarlos del mapa? —Valentine se echó a reír—. ¡Pareces un hombre prehistórico, Sleet!

—Él no habla literalmente, mi señor —dijo Carabella.

—¡Ah, te equivocas, te equivocas! ¿No es cierto, Sleet? El aludido se encogió de hombros antes de responder.

—Sabéis que de mi odio a los metamorfos no tengo toda la culpa, que me lo provocó un envío… un envío surgido de las tierras que tenemos ante nosotros. Pero aparte de eso creo que los metamorfos han perdido el derecho a vivir, sí, por el daño que ya han causado. No me excuso por pensar así.

—¿Y masacrarías a millones de personas por los crímenes cometidos por nuestros líderes? Sleet, Sleet, ¡tú eres más amenaza para nuestra civilización que diez mil metamorfos!

El color brotó de pronto en las mejillas pálidas y descarnadas de Sleet, pero éste no dijo nada.

—Mis palabras te han ofendido —prosiguió Valentine—. No pretendía hacer tal cosa.

—La Corona no tiene que implorar el perdón del bárbaro sediento de sangre que está a su servicio, mi señor —replicó Sleet en voz baja.

—No tengo deseos de burlarme de ti. Tan sólo de mostrar mi desacuerdo contigo.

—En ese caso sigamos mostrando nuestro desacuerdo —dijo Sleet—. Si yo fuera la Corona, los mataría a todos.

—Pero la Corona soy yo… por lo menos en algunas partes del mundo. Y puesto que lo soy, buscaré métodos para ganar la guerra que no recurran a exterminios o aniquilaciones. ¿Te parece aceptable, Sleet?

—Cualquier cosa que desee la Corona la juzgo aceptable y vos lo sabéis, mi señor. Sólo os he dicho lo que haría yo si fuera Corona.

—Que el Divino te libre de esa desgracia —replico Valentine con una suave sonrisa.

—Y a vos, mi señor, de la necesidad de hacer frente a la violencia con la violencia, puesto que sé que ello no forma parte de vuestra naturaleza —respondió Sleet con una sonrisa todavía más suave. Saludó formalmente—. Pronto llegaremos a Tolaghai y debo hacer muchísimos preparativos para nuestro alojamiento. ¿Puedo retirarme, mi señor?

Mientras Sleet se alejaba por cubierta, Valentine lo contempló unos momentos. Luego, tras protegerse los ojos del duro resplandor solar, observó el lugar de procedencia del viento, el continente meridional, que en aquellos momentos era una forma enorme y oscura extendida irregularmente en el horizonte.

¡Suvrael! ¡El simple nombre bastaba para provocar escalofríos!

Valentine nunca había imaginado que un día iría a Suvrael, el hermanastro de los continentes de Majipur, un lugar olvidado, desatendido, un territorio escasamente poblado constituido por impresionantes desiertos, desolado y árido casi en su totalidad, tan distinto al resto de Mapijur que parecía un fragmento de otro planeta. Aunque allí vivían millones de personas, apiñados en media docena de ciudades diseminadas por las regiones menos inhabitables del continente, Suvrael mantenía desde hacía siglos una relación superficialísima con los dos continentes principales. Los funcionarios del gobierno central enviados allí en misión oficial consideraban el hecho como una sentencia de muerte. Escasos monarcas habían visitado Suvrael. Valentine sabía que lord Tyeveras lo había hecho, en uno de sus diversos grandes desfiles, y al aparecer también lord Kinniken. Y por supuesto había que recordar la famosa hazaña de Dekkeret, que vagó por el desierto de los Sueños Perdidos en compañía del fundador de la dinastía Barjazid, pero la aventura aconteció mucho antes de que el viajero fuera nombrado Corona.

De Suvrael sólo surgían tres cosas capaces de ejercer influencias importantes en la vida de Majipur. La primera era el viento: durante todos los meses del año nacía en el continente un torrente de aire abrasador que azotaba brutalmente las costas meridionales de Alhanroel y Zimroel y las convertía en lugares casi tan desagradables como el mismo Suvrael. La segunda era la carne: en la zona occidental del continente desértico las brumas que brotaban del mar llegaban tierra adentro y nutrían inmensos pastos en los que se criaba ganado para su posterior transporte al resto del planeta. Y el tercer gran artículo de exportación de Suvrael eran los sueños. Desde hacía mil años los Barjazid ejercían su autoridad como Poderes del reino desde su fastuoso dominio de Tolaghai: con ayuda de dispositivos amplificadores del pensamiento, cuyo secreto guardaban celosamente, colmaban el mundo de envíos, rigurosas y molestas infiltraciones en el alma que buscaban y localizaban a cualquier persona que hubiera causado daño al prójimo o simplemente considerara la posibilidad de causarlo. De modo rudo y austero, los Barjazid constituían la conciencia del mundo y desde hacía mucho tiempo eran la vara y el látigo que permitía a la Corona, el Pontífice y la Dama de la Isla mantener su forma de gobierno más suave y apacible.

Los metamorfos, en su primera tentativa de insurrección poco después de que lord Valentine accediera al trono, comprendían a la perfección el poder del Rey de los Sueños. Y cuando el jefe del clan, el anciano Simonan, cayó enfermo substituyeron astutamente al moribundo por un cambiaspecto. Dicha maniobra desembocó en la usurpación del trono de lord Valentine por Dominin, el hijo menor de Simonan, aunque el efímero monarca jamás llegó a sospechar que la persona que le había incitado a tal aventura no era su padre sino un impostor piurivar.

Y de hecho, pensó Valentine, Sleet estaba en lo cierto: qué extraño que la Corona recurriera casi como un pordiosero a los Barjazid al comprobar que su trono se hallaba de nuevo en peligro.

La llegada a Suvrael era prácticamente una casualidad. En la retirada de Piurifayne, Valentine y su comitiva habían seguido una ruta directa hacia el mar, hacia el sureste, ya que era obviamente temerario ir en dirección norte hasta la rebelde Piliplok. Y la región central de la costa gihornesa carecía de ciudades y puertos de mar. Finalmente llegaron cerca de la punta sur de Zimroel oriental, a la aislada provincia de Bellatule , un territorio húmedo y tropical repleto de hierba alta y mellada, marismas de lodo picante y serpientes con plumas.

Los habitantes de Bellatule eran yorts principalmente: gente seria y melancólica con ojos saltones y bocas enormes llenas de hileras de cartílago gomoso, elástico. Casi todos ganaban el sustento gracias al comercio: recibían productos manufacturados de Majipur entero y los reenviaban a Suvrael a cambio de ganado. Dado que la crisis mundial había producido un fuerte descenso de la producción y la casi total interrupción del tráfico entre provincias, los comerciantes de Bellatule sufrían una baja notable en sus negocios. Pero al menos no padecían hambre, ya que la provincia era autosuficiente en general por lo que a productos alimenticios se refería; dependían en gran medida de la pesca, muy abundante, y su escasa producción agrícola no estaba afectada por las plagas que azotaban otras regiones. Bellatule parecía estar en calma y mantenía su lealtad al gobierno central.

Valentine esperaba embarcar allí con rumbo a la Isla, para discutir cuestiones estratégicas con su madre. Pero los patrones del puerto de Bellatule le aconsejaron insistentemente que no viajara a la Isla en aquellos momentos. «De aquí no sale un barco hacia el norte desde hace meses», le explicaron. «Por culpa de los dragones: se han vuelto locos, aplastan cualquier embarcación que navega costa arriba o se dirige al archipiélago. Viajar hacia el norte o hacia el este en estas condiciones sería simplemente un suicidio.» Opinaban que aún debían pasar otros seis u ocho meses para que los últimos grupos de dragones que bordeaban la punta sureste de Zimroel completaran su trayecto hacia aguas septentrionales y dejaran libres de nuevo las rutas marítimas.

La perspectiva de quedar atrapado en Bellatule, un lugar remoto y oscuro, consternó a Valentine. Volver a Piurifayne era absurdo. Y cualquier recorrido que bordeara la provincia metamorfa para entrar en el vasto centro del continente sería muy lento y arriesgado. Pero había otra opción. «Podemos llevaros a Suvrael, mi señor», dijeron los capitanes. «Los dragones no han entrado en aguas meridionales y la ruta continúa abierta.» ¿Suvrael? Al principio la idea le pareció grotesca. Pero finalmente Valentine pensó, ¿por qué no? La ayuda de los Barjazid podía ser valiosa y ciertamente no había que desdeñarla. Quizá hubiera alguna ruta marítima que llevara desde el continente meridional hasta la Isla, o hasta Alhanroel, una ruta que los alejara de la zona infestada de dragones revoltosos. Sí. Sí.

Y se decidió: Suvrael. El viaje fue rápido. Y la flotilla de mercaderes de Bellatule, tras deslizarse hacia el sur siempre con el viento abrasador en contra, hizo finalmente su entrada en el puerto de Tolaghai.

La ciudad se calcinaba con el calor del atardecer. Era un lugar deprimente, una masa confusa de edificios del color del barro con una o dos plantas que se extendían por toda la costa y retrocedía interminablemente hacia la franja de colinas que delimitaban la llanura costera y el brutal desierto del interior. Mientras la comitiva era escoltada hacia el puerto, Carabella miró a Valentine con aire de consternación. Él le contestó con una sonrisa de ánimo, aunque sin excesiva convicción. El Monte del Castillo parecía hallarse no a veinte mil sino a diez millones de kilómetros.

Pero en el patio de la aduana aguardaban cinco vehículos magníficos adornados con gallardetes dorados, purpúreos y amarillos, los colores del Rey de los Sueños. Guardias ataviados con uniformes de gala de idénticos colores se hallaban junto a los flotacoches. Y cuando Valentine y Carabella se acercaron, un hombre alto y vigoroso de espesa barba negra con motas grises salió de uno de los vehículos y se acercó lentamente hacia los monarcas, cojeando un poco.

Valentine recordaba perfectamente aquella cojera, ya que en tiempos le había pertenecido. Igual que el cuerpo del barbudo, ya que se trataba de Dominin Barjazid, el usurpador: las órdenes de éste habían introducido a lord Valentine en el cuerpo de un hombre rubio desconocido a fin de que el Barjazid, tras apoderarse del de la Corona, pudiera gobernar en el Monte del Castillo. Y la cojera se la había producido el mismo Valentine siendo joven, hacía mucho tiempo, al romperse la pierna en un accidente absurdo mientras cabalgaba con Elidath en el bosque pigmeo de Amblemorn.

—Mi señor, bienvenido —dijo Dominin Barjazid con gran cordialidad—. Nos hacéis un gran honor con esta visita, que tantos años hemos aguardado.

De forma sumamente obsequiosa hizo ante Valentine el gesto del estallido estelar, con manos temblorosas, como pudo ver la Corona. Valentine no se impresionó en absoluto. Era una experiencia extraña y desconcertante, ver de nuevo su primer cuerpo, poseído por otra persona. No se había molestado en correr el riesgo de recobrarlo, tras la derrota de Dominin, pero a pesar de todo el hecho de que el alma de otro contemplara el mundo a través de sus ojos le producía enorme confusión. Como también se la producía el ver al usurpador tan arrepentido y limpio de culpa y tan sincero en su hospitalidad.

En tiempos algunas personas expresaron su deseo de condenar a muerte a Dominin por su crimen. Pero Valentine jamás cedió a sus deseos. Quizá un rey bárbaro del mundo prehistórico hubiera hecho ejecutar a sus enemigos, pero ningún crimen, ni siquiera el intento de matar a un monarca, había merecido esa condena en Majipur. Además, el derrotado Dominin había caído en la locura: su cerebro quedó totalmente trastornado al saber que su padre, el supuesto Rey de los Sueños, era en realidad un impostor metamorfo.

Habría sido absurdo imponer castigo a un ser tan arruinado. Valentine, nada más recuperar el trono, perdonó a Dominin y lo entregó a los emisarios familiares a fin de que pudiera regresar a Suvrael. El usurpador fue mejorando con el paso del tiempo y varios años más tarde solicitó autorización para personarse en el Castillo a fin de implorar el perdón de la Corona. «Ya tenéis mi perdón», le replicó Valentine. Pero Dominin se presentó a pesar de todo, se arrodilló con suma humildad y sinceridad ante la Corona en el transcurso de una jornada de audiencia en el salón del trono de Confalume y libró su espíritu del peso de la traición.

Ahora, pensó Valentine, las circunstancias han variado en gran medida una vez más: me encuentro en los dominios de Dominin y aquí soy poco más que un fugitivo.

—Mi real hermano Minax me encarga, mi señor, que os conduzca al Palacio Barjazid, donde seréis nuestro huésped —dijo Dominin—. ¿Queréis acompañarme en el vehículo de cabeza?

El palacio se hallaba muy alejado de Tolaghai, en un valle atroz y lúgubre. Valentine lo había visto en sueños de vez en cuando: una estructura ominosa y amenazadora de piedra oscura rematada por un fantástico conjunto de afiladas torres y parapetos angulosos. Evidentemente la habían construido para tener un aspecto intimidatorio e inspirar miedo.

—¡Qué espantoso! —musitó Carabella mientras se acercaban.

—Espera —dijo Valentine—. ¡Espera y verás!

Pasaron bajo el enorme y tétrico rastrillo y entraron en un lugar cuyo interior no reflejaba tener parentesco alguno con su exterior impresionante y horrendo. Patios bien ventilados reverberaban con la suave música de las fuentes y brisas frescas y fragantes substituían al amargo calor del mundo externo. Al apearse del vehículo flotante con Carabella cogida de su brazo, Valentine vio varios sirvientes que les aguardaban con vino frío y sorbetes y oyó que diversos músicos tocaban instrumentos delicados. En el centro del lugar había dos personajes ataviados con vestiduras holgadas, uno de ellos pálido, de facciones suaves y panza prominente, y el otro delgado, de rostro aguileño, con la piel casi negra a causa del sol del desierto. En la cabeza del segundo reposaba la llamativa diadema del oro indicativa de su categoría de Poder de Majipur. Valentine no precisaba presentaciones, aquel hombre era Minax Barjazid, actual Rey de los Sueños tras el fallecimiento de su padre. El hombre de facciones más suaves debía ser Cristoph, hermano del anterior. Ambos hicieron el gesto del estallido estelar y Minax se aproximó para ofrecer a la Corona, con sus propias manos, un vaso de vino azulado muy frío.

—Mi señor —dijo—, habéis elegido tiempos muy austeros para visitarnos. Pero os recibimos con gran alegría, por muy sombríos que parezcan estos momentos. Estamos totalmente en deuda con vos, mi señor. Todo lo que tenemos es vuestro. Y todo lo que depende de nosotros está a vuestro servicio. —Sin duda alguna era un discurso cuidadosamente preparado y la resonancia y uniformidad del tono de voz sugerían que había sido ensayado de forma meticulosa. Pero en ese momento el Rey de los Sueños acercó la cabeza de tal modo que sus ojos penetrantes y luminosos quedaron a escasos centímetros de la Corona. Y en tono distinto, más grave, más íntimo, agregó—: Podéis refugiaros aquí tanto tiempo como os plazca.

—Estáis en un error, alteza —replicó calmadamente Valentine—. No he venido aquí para refugiarme, sino para pedir vuestra ayuda en la lucha que nos aguarda.

El Rey de los Sueños reflejó asombro al oír esas palabras.

—Toda la ayuda que puedo ofrecer es vuestra, desde luego. ¿Pero realmente pensáis que la lucha nos librará de la agitación que nos rodea? Porque debo comunicaros, mi señor, que he observado el mundo muy de cerca gracias a esto —tocó su diadema de poder— y no veo esperanza alguna, mi señor, ninguna esperanza, ninguna.

2

Una hora antes del anochecer el cántico se inició de nuevo en Ni-moya: miles o quizá cientos de miles de voces resonaron con tremenda fuerza, «¡Thallimon! ¡Thallimon! ¡Lord Thallimon! ¡Thallimon! ¡Thallimon! El sonido de las impetuosas exclamaciones de júbilo remontó las pendientes del barrio Gimbeluc , en las afueras, e inundó los tranquilos recintos del Parque de Animales Fabulosos igual que una ola incontenible.

Habían transcurrido tres días desde el principio de la algarabía en honor de la Corona más reciente y el estruendo de esa noche era el más alocado hasta el momento. Seguramente debía ir acompañado de desórdenes públicos, saqueos y destrucción generalizados. Pero Yarmuz Khitain apenas se inquietó. La jornada era ya una de las más terribles que había vivido durante su prolongado ejercicio del cargo de cuidador del parque, un asalto a todo lo que él consideraba correcto, racional y cuerdo: ¿por qué preocuparse por el insignificante ruido que algunos locos estaban haciendo en la ciudad?

Ese mismo día, al alba, Yarmuz Khitain había sido despertado por un ayudante muy joven.

—Ha vuelto Vingole Nayila, señor —dijo a Yarmuz—. Le espera en la entrada este.

—¿Ha vuelto con mucha carga?

—¡Oh, sí, señor! ¡Con tres flotacamiones llenos, señor!

—Voy inmediatamente —anunció Yarmuz.

Vingole Nayila, jefe de zoólogos del parque, había explorado durante cinco meses las zonas afectadas en la parte norte del centro de Zimroel. No era un hombre grato para Yarmuz Khitain, puesto que solía mostrarse engreído y muy pagado de sí mismo, y siempre que corría riesgos cuando perseguía a alguna bestia esquiva se aseguraba que todo el mundo supiera cuán terrible había sido el peligro. Pero profesionalmente era un hombre soberbio, un buscador extraordinario de animales salvajes, infatigable, intrépido. En cuanto llegaron las primeras noticias sobre criaturas desconocidas y grotescas que causaban estragos entre Khyntor y Dulorn, Nayila no perdió el tiempo y organizó una expedición.

Y había sido una expedición triunfal, evidentemente. Al llegar a la entrada este Yarmuz vio a Nayila yendo de un lado a otro por detrás del campo energético que protegía de los intrusos a los animales exóticos. Al otro lado de esa zona rosada y nebulosa Nayila supervisaba la descarga de buen número de cajas de madera de las que surgían distintas clases de silbidos, gruñidos, zumbidos, gritos y lamentos. Al ver a Khitain, el zoólogo prorrumpió en gritos.

—¡Khitain! ¡No va a creer lo que he traído!

—¿Podré creerlo? —inquirió Yarmuz.

Al parecer el proceso de ingreso se había iniciado ya: todos los empleados, los pocos que quedaban, habían salido para transportar las cajas que contenían los animales de Nayila al edificio receptor, lugar en el que los mantendrían en jaulas de seguridad hasta que los conocimientos que adquirieran sobre ellos fueran suficientes para poder dejarlos en libertad en alguno de los hábitats.

—¡Con cuidado! —gritó Nayila al ver que casi caía de lado un cajón enorme con el que se afanaban dos empleados—. ¡Si ese animal logra salir, todos lo lamentaremos y vosotros los primeros! —Volvió la cabeza hacia Yarmuz Khitain—. Es todo un espectáculo de horror. Animales de presa, en su totalidad, con dientes como navajas, garras como cuchillas… Ni siquiera sé cómo he vuelto vivo. Casi diez veces pensé que estaba perdido, y yo sin haber grabado nada en el Registro de Almas. ¡Qué desastre habría sido, qué desastre! Pero aquí estoy. ¡Vamos, debe ver estas bestias!

Un espectáculo horrendo, cierto. Durante la mañana entera y buena parte de la tarde Yarmuz fue testigo de un desfile de criaturas increíbles, espantosas y totalmente inaceptables: monstruos, rarezas, anomalías atroces.

—Éstos los encontré en las afueras de Mazadone —dijo Nayila, señalando un par de animalillos furiosos de penetrantes ojos rojos.

No dejaban de gruñir y tenían tres cuernos brutalmente afilados que sobresalían más de veinte centímetros de la cabeza. Yarmuz los reconoció por el grueso pelaje rojizo: eran haigus. Pero jamás había visto un haigus con cuernos, ni un ejemplar tan decididamente indómito.

—Son unos asesinos espantosos —comento Nayila—. Los vi caer sobre un pobre blave que se había vuelto loco. Lo mataron en cinco minutos, echándose encima y acuchillándole la panza con los cuernos. Los atrapé mientras comían y entonces se presentó este animalejo para comerse los restos del cadáver. —Señaló a un canavongo de alas oscuras dotado de siniestro pico negro y un solo ojo que fulguraba en el centro de su cabeza distendida: un carroñero inocente misteriosamente transformado en un ser de pesadilla—. ¿Alguna vez ha visto algo tan espantoso?

—No me gustaría ver algo más espantoso —dijo Yarmuz.

—Pues lo verá. Lo verá. Más espantoso, más perverso, más desagradable. Aguarde a ver lo que sale de estos embalajes.

Yarmuz no estaba seguro de querer verlo. Había pasado toda su vida con animales, estudiándolos, aprendiendo sus costumbres, preocupándose de ellos. Amándolos, en el sentido literal de la palabra. Pero éstos… éstos…

—Y fíjese en éste —continuó Nayila—. Un dhumkar en miniatura, tal vez diez veces más pequeño que el ejemplar característico y cincuenta veces más ágil. No se contenta con estar inmóvil en la arena y examinar los alrededores con su hocico en busca de comida. No, se trata de una criatura diabólica, rapidísima, que va detrás de ti, y que preferiría arrancarte un pie de un mordisco antes que respirar. O este otro: un manculaino, ¿no le parece un manculaino?

—Por supuesto. Pero no hay manculainos en Zimroel.

—Yo también pensaba eso, hasta que vi este bicho en Velathys, en los caminos de las montañas. Muy similar a los manculainos de Stoienzar, ¿no es cierto? Pero con una diferencia por lo menos.

Se arrodilló junto a la jaula ocupada por el animal, rechoncho y con numerosas patas, y emitió un ruido sordo en dirección a él. De inmediato el manculaino respondió con un gruñido similar y, de forma amenazadora, agitó las alargadas agujas, los estiletes que sobresalían en todo su cuerpo, como si pretendiera lanzarlos hacia el zoólogo a través de las rejas.

—No le basta con tener el cuerpo lleno de aguijones —dijo Nayila—. Los aguijones son venenosos. Un arañazo y tienes el brazo hinchado durante una semana. Lo sé. Lo que no sé es qué habría sucedido si el aguijón se hubiera introducido más, y no deseo averiguarlo. ¿Y usted?

Yarmuz se estremeció. Le hastiaba pensar que aquellas criaturas horrendas pasaran a residir en el Parque de Animales Fabulosos, fundado por él hacía mucho tiempo como refugio para las criaturas, en general mansas e inofensivas, que se hallaban al borde de la extinción debido al progreso de la civilización en Majipur. Naturalmente el parque disponía de numerosos predadores en su colección y Yarmuz jamás había creído preciso tener que presentar excusas por ello: eran obra del Divino, al fin y al cabo, y si tenían que matar para comer no lo hacían por una malevolencia innata. Pero éstos… éstos… Estos animales son diabólicos, pensó. Habría que aniquilarlos.

La idea le sorprendió. Nada parecido había cruzado por su mente hasta entonces. ¿Animales diabólicos? ¿Cómo podían ser diabólicos? Podía decir, creo que este animal es horrible, o creo que este animal es muy peligroso, ¿pero diabólico? No, no. Los animales no pueden ser diabólicos, ni siquiera éstos. El rasgo diabólico está en otra parte: en sus creadores. No, ni siquiera en sus creadores. También ellos tienen motivos para dejar estas bestias sueltas por el mundo y los motivos no se basan en simple maldad, a menos que yo esté muy equivocado. ¿Dónde, pues, está lo diabólico? Lo diabólico, meditó Yarmuz, está en todas partes, es un ser escurridizo que se desliza y escabulle entre los átomos del aire que respiramos. Es una corrupción universal en la que todos participamos. Excepto los animales. Excepto los animales.

—¿Cómo es posible —preguntó Yarmuz— que los metamorfos sean capaces de engendrar seres como éstos?

—Los metamorfos son capaces de muchas cosas que nosotros no nos hemos preocupado en conocer, o así lo parece. Han estado muchos años en silencio, criando estos animales, aumentando sus existencias. ¿Se imagina cómo debió ser el lugar donde los tenían encerrados? Un zoo de horrores, únicamente para monstruos. Y ahora han tenido la gran amabilidad de compartir sus animales con nosotros.

—¿Pero cómo podemos estar seguros de que los animales proceden de Piurifayne?

—He investigado meticulosamente los vectores de distribución. Las líneas surgen de la zona suroeste de Ilirivoyne. Esto es obra de los metamorfos, no hay duda de ello. Es simplemente imposible que dos o tres decenas de razas animales nuevas y repulsivas hagan su aparición en Zimroel en el mismo momento mediante mutación espontánea. Sabemos que estamos en guerra: esto son armas, Khitain.

El hombre de más edad asintió.

—Creo que está en lo cierto.

—He reservado lo peor para el final: observe estos animales.

En una jaula de espesa malla metálica, tan fina que se podía ver a través de las paredes, Yarmuz vio una agitada horda de criaturillas aladas que revoloteaban frenéticamente, se golpeaban con los laterales de la jaula, golpeaban ésta furiosamente con sus correosas alas negras, rebotaban, se alzaban de nuevo para continuar intentándolo… Eran animalillos peludos de veinte centímetros de longitud dotados de bocas desproporcionadamente grandes y ojos rojos redondos y chispeantes.

—Jimos —dijo Nayila—. Los capturé en un bosque de duikos cerca de Borgax.

—¿Jimos? —repuso en voz ronca Yarmuz.

—Jimos, sí. Los descubrí cuando devoraban a un par de hermanos del bosque, supongo que después de haberlos matado. Estaban tan atareados comiendo que no me vieron llegar. Los dejé atontados con aerosol para capturas y los recogí. Algunos despertaron antes de que los metiera en una caja. Tengo suerte de conservar los dedos, Yarmuz.

—Conozco a los jimos —repuso Khitain—. Miden cinco centímetros de largo, y poco más de un centímetro de grueso. Éstos son como ratas.

—Cierto. Ratas que vuelan. Ratas que comen carne. Jimos gigantes y carnívoros, ¿eh? Jimos que no sólo muerden, jimos capaces de dejar en los huesos a un hermano del bosque en diez minutos. ¿No le parecen encantadores? Imagine un enjambre en Ni-moya. Un millón, dos millones, una densa nube de mosquitos en el aire. Descienden en picado. Devoran todo lo que encuentran a su paso. Una nueva plaga de langosta… de langosta que se alimenta de carne…

Yarmuz notó que cada vez estaba más paralizado. Había visto demasiadas cosas ese día. Su cerebro estaba saturado de horror.

—Harían que la vida fuera muy difícil —replicó mansamente.

—Cierto. Muy difícil, ¿no? Tendríamos que vestirnos con armaduras. —Nayila se echó a reír—. Los jimos son la obra maestra de los metamorfos, Khitain. No hacen falta bombas si puedes lanzar roedores voladores y mortíferos contra tu enemigo. ¿Eh? ¿Eh?

Yarmuz no contestó. Contempló la jaula de los encolerizados jimos como si contemplara un pozo que llegaba hasta el núcleo del planeta.

Escuchó el griterío a lo lejos.

—¡Thallimon! ¡Thallimon! ¡Lord Thallimon! Nayila frunció el ceño. Aguzó el oído, hizo un esfuerzo para entender las palabras.

—¿Thallimon? ¿Es eso lo que están gritando?

—Lord Thallimon —dijo Khitain—. La nueva Corona. La más nueva de entre las nuevas. Apareció hace tres días y todas las noches se celebran grandes manifestaciones en su favor cerca de Vista Nissimorn.

—Aquí había trabajado un tal Thallimon. ¿Se trata de algún pariente de aquel hombre?

—Es el mismo hombre —dijo Khitain. Vingole Nayila quedó atónito.

—¿Qué? Hace seis meses limpiaba de estiércol las jaulas del zoo, ¿y ahora es la Corona? ¿Cómo es posible?

—Ahora cualquier persona puede ser Corona —replicó Yarmuz sin alterarse—. Pero sólo durante una o dos semanas, por lo que parece. Su turno podría llegar pronto, Vingole. —Contuvo la risa—. O el mío.

—¿Cómo ha sucedido esto, Yarmuz?

El cuidador se encogió de hombros. Con un amplio gesto de su mano señaló los animales recién capturados por Nayila, los haigus gruñones de tres cuernos, el canavongo de un solo ojo, el dhumkar enano, los jimos: todos eran grotescos y atemorizadores, todos estaban tensos a causa de su furia y sus oscuros deseos.

—¿Cómo ha sucedido todo esto? —inquirió—. Si rarezas como éstas andan sueltas por el mundo, ¿por qué no nombrar monarcas a los barrenderos? Primero malabaristas, luego barrenderos, después zoólogos, quién sabe. Bien, ¿por qué no? ¿Qué le parece? «¡Vingole! ¡Lord Vingole! ¡Viva lord Vingole!»

—Basta, Yarmuz.

—Usted ha estado en la selva con sus jimos y sus manculainos. Yo he tenido que presenciar lo que ocurría aquí. Estoy muy cansado, Vingole. He visto demasiadas cosas.

—¡Lord Thallimon! ¡Imagíneselo!

—Lord fulano, lord mengano, lord zutano… Una plaga de monarcas todos los meses, y además un par de pontífices. No duran mucho. Pero esperemos que Thallimon resista más. Por lo menos protegerá el parque.

—¿Contra qué?

—Contra un asalto de la chusma. Allí abajo hay gente hambrienta y aquí arriba seguimos dando de comer a los animales. Me aseguran que los agitadores de la ciudad están incitando a la gente a irrumpir en el parque y hacer una matanza para obtener carne.

—¿Habla en serio?

—Al parecer ellos hablan en serio.

—¡Pero estos animales no tienen precio, son insustituibles…!

—Explíquele eso a un hombre que se muere de hambre —dijo tranquilamente Khitain. Nayila lo miró fijamente.

—¿Y cree realmente que este lord Thallimon contendrá a la chusma, si deciden asaltar el parque?

—Trabajó aquí antes. Thallimon conoce la importancia de lo que tenemos en el parque. Debió llegar a tener cierto cariño por los animales, ¿no le parece?

—Ese hombre limpiaba las jaulas, Yarmuz.

—Aunque así fuera…

—También él podría estar hambriento, Yarmuz.

—La situación es mala, pero no tan desesperada. Todavía no. Y en cualquier caso, ¿qué ganarán comiéndose unos animales flacuchos como los sigimoines, los dimiliones y los zampidunos? ¿Una comida para cientos de personas, con un costo tan elevado para la ciencia?

—Las masas no son racionales —dijo Nayila—. Y usted sobrestima al monarca barrendero, me temo. Tal vez odia este lugar, tal vez odiaba su trabajo, a usted, a los animales. Además puede pensar que se anotará puntos políticos si conduce a sus simpatizantes colina arriba para invitarlos a cenar. Él sabe cómo cruzar estas puertas, ¿no?

—Bien… supongo que…

—Todo el personal lo sabe. Saben dónde están los interruptores, saben cómo neutralizar el campo para poder entrar…

—¡Thallimon no hará eso!

—Puede hacerlo, Yarmuz. Tome medidas. Arme a los empleados.

—¿Armar a los empleados? ¿Con qué? ¿Cree que tengo armas aquí?

—Este lugar es único. Si los animales mueren, jamás habrá sustitutos. Tiene usted una responsabilidad que cumplir, Yarmuz.

A lo lejos, aunque no tanto como antes, pensó Khutain, se oyó de nuevo el griterío:

—¡Thallimon! ¡Lord Thallimon!

—Se acercan, ¿no le parece? —dijo Nayila.

—No se atreverá. Thallimon no se atreverá.

—¡Thallimon! ¡Lord Thallimon!

—Los gritos suenan más cerca —dijo Nayila.

Hubo un alboroto en el otro extremo de la sala. Uno de los empleados había entrado corriendo, sin aliento, con los ojos desorbitados y sin dejar de llamar a Khitain.

—¡Cientos de personas! —exclamó—. ¡Miles! ¡Avanzan hacia Gimbeluc!

Khitain sintió una oleada de pánico. Miró a sus ayudantes.

—Comprueben las entradas. Asegúrense de que todas están perfectamente bloqueadas. Después cierren las puertas interiores. Alejen hacia la parte norte del parque, tanto como sea posible, a todos los animales que estén afuera. Tendrán más posibilidades de ocultarse en los bosques que si permanecen aquí. Y…

—Así no logrará nada —dijo Vingole Nayila.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? No tengo armas, Vingole. ¡No tengo armas!

—Yo sí.

—¿A qué se refiere?

—He arriesgado la vida mil veces para capturar a los animales de este parque. En especial para capturar a los que he traído hoy. Mi intención es defenderlos. —Se separó de Yarmuz Khitain—. ¡Vamos! ¡Vamos! ¡Échenme una mano con esta jaula!

—¿Qué está haciendo, Vingole?

—No importa. Preocúpese de las entradas.

Sin esperar ayuda, el zoólogo empujó la jaula de jimos hacia la carretilla flotante en la que habían llegado al edificio. Khitain comprendió de pronto cuál era el arma que Nayila pretendía emplear. Reaccionó con rapidez y cogió por el brazo al hombre más joven. Éste se soltó con facilidad y, haciendo caso omiso de las broncas protestas del cuidador, condujo la carretilla fuera del edificio.

Los invasores urbanos, sin dejar de gritar el nombre de su líder, parecían cada vez más cerca. El parque quedará destruido, pensó Khitain, horrorizado. Y sin embargo… si Nayila pretende realmente…

No. No. Salió corriendo del local, escrutó las sombras del crepúsculo y por fin localizó a Vingole Nayila muy lejos, junto a la entrada este. El cántico sonaba mucho más fuerte.

—¡Thallimon! ¡Thallimon!

Yarmuz vio a la chusma. La gente iba ocupando la amplia plaza situada al otro lado de la entrada del parque, el lugar donde aguardaban los visitantes todas las mañanas hasta la hora de la apertura. Y aquel individuo fantástico vestido con extrañas prendas rojas de bordes blancos… ¿no era Thallimon? En lo alto de algo parecido a un palanquín, agitando frenéticamente los brazos, acelerando el avance de la muchedumbre… El campo de energía que rodeaba el parque era capaz de impedir el paso de algunas personas, o algunos animales, pero no estaba previsto para resistir el empuje de una multitud tan inmensa y enloquecida. En el parque no era normal tener que preocuparse por multitudes inmensas y enloquecidas. Pero en esos momentos…

—¡Retroceded! —gritó Nayila—. ¡No os acerquéis! ¡Os lo advierto!

—¡Thallimon! ¡Thallimon!

—¡Os lo advierto, no os acerquéis!

Nadie le prestaba atención. El gentío avanzó estruendosamente igual que una manada de bidladks enfurecidos, cargó sin preocuparse de lo que había delante. Mientras Yarmuz observaba la escena dominado por la desesperación, Nayila hizo una señal a uno de los porteros, que desactivó unos instantes la barrera energética, el tiempo suficiente para que el zoólogo empujara la jaula en dirección a la plaza, arrancara el pestillo que sujetaba la puerta y retrocediera hasta la seguridad del nebuloso fulgor rosado.

—No —murmuró Yarmuz—. Ni aunque sea para defender el parque… no… no…

Los jimos salieron de la jaula con tal rapidez que se confundían unos con otros: un río aéreo de piel dorada y alas que se agitaban frenéticamente.

Ascendieron diez o quince metros y acto seguido cambiaron de dirección y cayeron con terrible fuerza e implacable voracidad sobre la vanguardia de la muchedumbre, igual que si hubieran estado meses sin comer. Al principio los atacados no comprendieron qué estaba sucediendo. Trataron de deshacerse de los jimos con irritados manotazos, como alguien que intenta librarse de un insecto fastidioso. Pero librarse de aquellos animales no era tan fácil. Los jimos cayeron en picado, arrancaron tiras de carne, ascendieron para devorar la carne en el aire y descendieron otra vez. El flamante lord Thallimon, brotándole sangre de una decena de heridas, cayó del palanquín y quedó tendido en el suelo. Los atacantes se reagruparon y cargaron de nuevo contra los componentes de la primera línea que ya estaban heridos: les mordieron sin cesar, a conciencia, sacudieron sus bocas y desprendieron fragmentos de músculos y de los tejidos más blandos que ocultaban éstos.

—No —repetía Yarmuz—. No, no, no…

Los furiosos animalillos no tuvieron compasión. El gentío emprendió la huida sin dejar de chillar, corriendo en todas direcciones: un caos de cuerpos que topaban mientras buscaban el camino que bajaba hasta Ni-moya. Los caídos se hallaban en charcos de sangre y los jimos atacaban y seguían atacando. En algunos cadáveres se veían ya los huesos, o simples jirones y grumos de carne que también serían arrancados. Khitain oyó sollozos… y tardó unos momentos en comprender que eran suyos.

Por fin acabó todo. Un silencio extraño se adueñó de la plaza. La multitud había huido. Las víctimas tendidas en el pavimento habían dejado de gemir. Los jimos, saciados, sobrevolaron unos instantes el escenario de la matanza dejando oír el zumbido de sus alas. Después, uno tras otro, desaparecieron en la noche en dirección que sólo el Divino conocía.

Yarmuz Khitain, tembloroso e impresionado, se alejó muy despacio de la entrada. El parque estaba a salvo. El parque estaba a salvo. Volvió la cabeza para mirar a Vingole Nayila, que permanecía inmóvil como un ángel vengador con los brazos en jarras y los ojos llameantes.

—No debía haber hecho eso —dijo Khitain, en tono tan apagado a causa de la impresión y el asco que apenas logró pronunciar las palabras.

—Habrían destruido el parque.

—Sí, el parque está a salvo. Pero mire… mire… Nayila hizo un gesto de indiferencia.

—Los advertí. ¿Cómo iba a consentir que destruyeran todo lo que hemos construido aquí, simplemente por un poco de carne fresca?

—No debía haber hecho eso, a pesar de todo.

—¿Eso piensa? No lamento nada, Yarmuz. Nada. —Consideró un instante su respuesta—. Ah, hay una cosa que lamento. Ojalá hubiera tenido tiempo de guardar algunos jimos, para nuestra colección. Pero no había tiempo, los jimos ya están muy lejos y no tengo intención alguna de regresar a Borgax en busca de otros. No lamento otra cosa, Yarmuz. Y además mi única opción era dejarlos sueltos. Han salvado el parque. ¿Cómo iba a consentir que esos locos lo destruyeran? ¿Cómo, Yarmuz? ¿Cómo?

3

Aunque apenas había amanecido, un sol brillantísimo iluminaba las amplias y suaves curvas del valle del Glayge cuando Hissune, que se había levantado muy temprano, salió a la cubierta del barco fluvial que le llevaba de regreso al Monte del Castillo.

Hacia el oeste, en un paraje donde el río formaba un ancho recodo en una zona de cañones aterrazados, todo estaba nebuloso y oculto, como si esa mañana fuera la primera del tiempo. Pero al mirar en dirección opuesta Hissune vio las tejas rojizas de los edificios de la magna ciudad de Pendiwane que relucían con la primera luz del día. Más lejos, río arriba, empezaban a verse las sombras bajas y sinuosas de la zona portuaria de Makroposopos. Más allá estaban Apocrune, Stangard, Falls, Nimivan y el resto de las ciudades del valle, hogar de cincuenta millones o más de personas. Lugares felices donde la vida era fácil. Mas la sombra amenazadora de un caos inminente flotaba sobre esas urbes e Hissune sabía que en todas partes los habitantes del valle aguardaban, inquirían, temían.

Le habría gustado tender sus brazos a toda aquella gente desde la proa del barco fluvial, estrecharlos a todos con un cordial abrazo, gritarles: ¡No temáis nada! ¡El Divino está con nosotros! ¡Todo irá bien! Pero ¿era eso cierto?

Nadie conocía la voluntad del Divino, pensó Hissune. Pero a falta de ese conocimiento, debemos conformar nuestros destinos de acuerdo con nuestro criterio de lo correcto. Tallamos nuestras vidas igual que escultores en la piedra bruta del futuro, hora tras hora, hora tras hora, seguimos el proyecto que abrigamos en nuestros cerebros. Y si el proyecto es sólido y la talla está bien hecha, después del último golpe de cincel el resultado nos parecerá satisfactorio. Pero si el proyecto es chapucero y trabajamos con prisa, bien, las proporciones carecerán de elegancia y el logro será falso. Y si la obra es defectuosa, ¿podemos afirmar que la voluntad del Divino lo ha querido así? ¿O más bien hay que colegir que nuestro plan estaba pobremente concebido?

Mi plan, meditó Hissune, no ha de tener una concepción pobre. De ese modo todo irá bien y se dirá que el Divino estaba con nosotros.

Durante el rápido trayecto fluvial hacia el norte Hissune moldeó y retocó su idea y las ciudades se fueron sucediendo, Jerrik, Ghiseldorn, Sattinor, donde llegaban las aguas del Glayge tras haber descendido las estribaciones del Monte del Castillo. Cuando llegó a Amblemorn, la más meridional de las Cincuenta Ciudades del Monte, el proyecto de lo que debía hacerse estaba claro y firme en la mente del joven príncipe.

En esa ciudad era imposible seguir viajando por el río, ya que Amblemorn era el punto donde nacía el Glayge de la confluencia del sinfín de afluentes que bajaban caudalosamente el Monte, y ninguno de estos ríos tributarios era navegable. En consecuencia Hissune prosiguió en flotacoche el viaje monte arriba, cruzó el anillo de las Ciudades de la Ladera, el de las Ciudades Libres y el de las Ciudades Guardianas, pasó por Morvole, urbe natal de Elidath, Normork la de la gran muralla y la gran puerta, Huyn, donde todas las hojas de los árboles eran de color escarlata, púrpura, rubí o bermellón, Greel la de la empalizada de cristal, Sigla Alta la de los cinco lagos verticales… Posteriormente llegaron las Ciudades Interiores, Banglecode, Bombifale, Peritole y muchas más y el grupo de vehículos flotantes continuó a buen ritmo el ascenso de la enorme montaña.

—Esto supera mi imaginación —dijo Elsinome, que viajaba en compañía de su hijo.

La mujer jamás se había aventurado a salir del Laberinto e iniciar sus viajes por el mundo con el ascenso del Monte del Castillo no era precisamente una minucia. Tenía los ojos abiertos como si fuera una niña, observó con deleite Hissune, y algunos días quedaba tan saciado de maravillas que apenas podía pronunciar palabra.

—Espera —dijo Hissune—. No has visto nada todavía.

Después del paso de Peritole llegaron a la llanura de Bombifale, donde se libró en tiempos la batalla decisiva de la guerra de restauración, vieron las torres prodigiosas de la ciudad, y siempre ascendiendo, entraron en la zona de las Ciudades Altas. La carretera de la montaña, construida con relucientes losas rojas, iba de Bombifale a Morpin Alta, atravesaba campos llenos de flores deslumbrantes en el tramo denominado Gran Ruta de Calintane. Finalmente apareció el Castillo de Lord Valentine en la cima, extendiendo sus tentáculos de ladrillo y mampostería sobre picos y peñascos, en mil direcciones distintas.

Cuando el vehículo de cabeza entró en la plaza Dizimaule, cerca del ala sur, Hissune se sorprendió al ver que le aguardaba un comité de bienvenida. Stasilaine estaba en el grupo, con Mirigant, Elzandir y un séquito de ayudantes. Pero no estaba Divvis.

—¿Han salido a aclamarte como Corona? —inquirió Elsinome, y su hijo sonrió y sacudió la cabeza.

—Lo dudo mucho —dijo Hissune.

Mientras cruzaba el embaldosado de porcelana roja en dirección al comité, Hissune se preguntó qué cambios se habrían producido allí durante su ausencia. ¿Acaso Divvis se había proclamado Corona? ¿Acaso Stasilaine y el resto habían ido a recibirle para advertirle que huyera mientras pudiera hacerlo? No, no, todos estaban sonrientes y rodearon y abrazaron alegremente al joven príncipe.

—¿Qué novedades hay? —preguntó Hissune.

—¡Lord Valentine vive! —exclamó Stasilaine.

—¡Gracias al Divino! ¿Dónde está ahora?

—En Suvrael —dijo Mirigant—. Alojado en el Palacio Barjazid. Eso afirma el Rey de los Sueños, y hoy mismo hemos recibido confirmación de la Corona.

—¡Suvrael! —repitió Hissune, asombrado, como si acabaran de explicarle que Valentine había llegado a un continente desconocido en medio del Gran Océano, o a otro planeta—. ¿Por qué Suvrael? ¿Cómo llegó allí?

—Tras abandonar Piurifayne llegó al territorio de Bellatule —replicó Stasilaine— y la indocilidad de los dragones le impidió navegar hacia el norte. Además Piliplok, como supongo sabrás, se ha rebelado. Por tanto los de Bellatule le llevaron hacia el sur y allí ha hecho un pacto con los Barjazid, que harán uso de sus poderes para devolver la cordura al mundo.

—Osada maniobra.

—Cierto. Dentro de poco Valentine irá a la Isla para reunirse otra vez con la Dama.

—¿Y después? —inquirió Hissune.

—Eso no está decidido aún. —Stasilaine miró fijamente a Hissune—. No tenemos claras las perspectivas en los meses venideros.

—Creo que yo sí las tengo claras —dijo Hissune—. ¿Dónde está Divvis?

—Ha ido de cacería hoy —repuso Elzandir—. A los bosques de Frangior.

—¡Vaya, un lugar desgraciado para su familia! —dijo Hissune—. ¿No fue allí donde murió su padre, lord Voriax?

—Así es —contestó Stasilaine.

—Espero que Divvis tenga más cuidado —manifestó Hissune—. Le aguardan grandes tareas. Y me sorprende que no esté aquí, sabiendo que hoy regresaba yo del Laberinto. —Miró a Alsimir—.Ve a llamar a mi señor lord Divvis. Dile que debe celebrarse inmediatamente una reunión del consejo de regencia y que estoy aguardándole. —Se volvió hacia los otros y les dijo—: He cometido una grave falta de cortesía, caballeros, dada mi excitación por estar aquí. No he presentado a esta buena mujer, y eso no es correcto. Les presento a la señora Elsinome, mi madre, que por primera vez en su vida contempla el mundo externo al Laberinto.

—Mis señores —dijo ella, con el color afluyendo a sus mejillas pero por lo demás sin reflejar confusión o vergüenza.

—El caballero Stasilaine… el príncipe Mirigant… el duque Elzandir de Chorg…

Todos la fueron saludando con enorme respeto, casi como si fuera la misma Dama. Y Elsinome acogió los saludos con tal porte y presencia de ánimo que Hissune experimentó escalofríos de sumo placer.

—Que conduzcan a mi madre al pabellón de lady Thiin —dijo Hissune— y la acomoden en unos aposentos dignos de una gran jerarca de la Isla. Iré al salón del consejo dentro de una hora.

—Una hora no es tiempo suficiente para que lord Divvis regrese de su cacería —dijo mansamente Mirigant. Hissune asintió.

—Eso supongo. Pero no soy culpable de que lord Divvis haya elegido este día para ir al bosque. Y hay tantas cosas que decir y hacer que creo debemos empezar antes de que él llegue. Mi señor Stasilaine, ¿está de acuerdo conmigo?

—Desde luego.

—En tal caso, dos de los tres regentes están de acuerdo. Suficiente para autorizar la citación. Caballeros, en el salón del consejo dentro de una hora…

Todos se encontraban allí cuando Hissune, refrescado y con ropa limpia, entró en el salón cincuenta minutos más tarde. Tras tomar asiento ante la mesa de la presidencia junto a Stasilaine, el joven miró a los príncipes reunidos e inició su intervención.

—Hablé con Hornkast —dijo— y vi al Pontífice Tyeveras. Hubo agitación en la sala, la tensión creció.

—El Pontífice continúa vivo —agregó Hissune—. Pero no vivo tal como ustedes y yo lo entendemos. Ya no habla, ni siquiera profiere los gritos y alaridos que constituían su forma de hablar últimamente. Vive en otro reino, muy lejos, y creo que se trata del reino situado junto al Puente del Adiós.

—¿Y cuándo, entonces, se supone que morirá? —preguntó Nimian de Dundilmir.

—Oh, no será pronto, pese a todo —replicó Hissune—. Allí pueden mantenerlo con vida varios años más gracias a sus hechicerías, eso tengo entendido. Pero creo que no habría que demorar mucho más el óbito.

—Esa decisión debe tomarla lord Valentine —dijo el duque de Halanx.

Hissune movió afirmativamente la cabeza.

—Exacto. Volveré a hablar de ello dentro de poco. —Se levantó, se acercó a la bola del mundo y apoyó una mano en el corazón de Zimroel—. Durante mi viaje al Laberinto he recibido los despachos regulares. Conozco la declaración de guerra hecha contra nosotros por ese piurivar, Faraataa o quien sea. Y sé que los metamorfos no sólo han atacado Zimroel con plagas agrícolas, sino también con una horda de animales espantosos que causan enorme caos y pánico. Tengo conocimiento del hambre que existe en el distrito de Khyntor, la secesión de Piliplok, los desórdenes de Ni-moya. Desconozco qué está ocurriendo al oeste de Dulorn y no creo que nadie lo sepa en este lado de la Fractura. Sé además que Alhanroel occidental avanza con rapidez hacia las condiciones caóticas del otro continente y que los problemas se extienden con celeridad hacia el este, hasta las mismas estribaciones del Monte. A pesar de todo lo anterior son escasas las medidas concretas que hemos tomado hasta la fecha. Al parecer el gobierno central se ha esfumado, los duques provinciales se comportan como si fueran independientes y en el Monte del Castillo estamos muy por encima de las nubes.

—¿Y qué propones? —inquirió Mirigant.

—Varias cosas. En primer lugar, crear un ejército que ocupe la frontera de Piurifayne, a fin de cercar la provincia y penetrar en la jungla en busca de Faraataa y los simpatizantes de éste, cosa que les aseguro no será fácil.

—¿Y quién estará al mando de ese ejército? —dijo el duque de Halanx.

—Permítame volver a ese punto dentro de un momento —contestó Hissune—. Prosigo. Necesitamos un segundo ejército, a organizar también en Zimroel, para ocupar Piliplok, por medios pacíficos si es posible, por la fuerza en caso contrario, y lograr que vuelva a ser fiel al gobierno central. En tercer lugar debemos convocar un cónclave en el que todos los gobernantes provinciales discutan una distribución lógica de productos alimenticios. Las provincias no afectadas aún compartirán lo que tengan con las que padecen hambre. Por supuesto deberá quedar perfectamente claro que exigimos un sacrificio, pero no un sacrificio intolerable. Las provincias reacias a compartir los alimentos, si las hubiera, se arriesgarán a la ocupación militar.

—Muchísimos ejércitos —dijo Manganot— para una sociedad con tan escasa tradición militar.

—Cuando hemos precisado ejércitos —replicó Hissune—, siempre hemos podido organizarlos. Así fue en la época de lord Stiamot y durante la guerra de restauración de lord Valentine y así será ahora, puesto que no tenemos elección. Observo, no obstante, que ya existen varios ejércitos informales, bajo el mando de los diversos monarcas autoproclamados. Podemos aprovechar esos ejércitos y los de los nuevos monarcas.

—¿Hacer uso de traidores? —exclamó el duque de Halanx.

—De cualquier persona que pueda ser útil —contestó Hissune—. Los invitaremos a colaborar con nosotros. Les conferiremos un rango bastante elevado, aunque confío en que no sea el rango que ellos mismos se han conferido. Y expondremos claramente que, si no cooperan, los aniquilaremos.

—¿Aniquilar? —se extrañó Stasilaine.

—El término preciso que deseaba emplear.

—Hasta Dominin Barjazid fue perdonado y devuelto a sus hermanos. Quitar la vida, aunque se trate de la vida de un traidor…

—No es una frivolidad —dijo Hissune—. Pretendo hacer uso de estos hombres, no matarlos. Pero creo que deberemos matarlos si no se avienen a ser utilizados. En fin, les ruego que dejemos este punto para otro momento.

—¿Usted pretende hacer uso de estos hombres? —dijo el príncipe Nimian de Dundilmir—. ¡Habla casi como la Corona!

—No —contestó Hissune—. Hablo como una de las dos personas que, tal como convinieron anteriormente los aquí presentes, deben tomar la decisión. Y es posible que esté hablando además con demasiada energía, dada la lamentable ausencia de mi señor Divvis. Pero les aseguro una cosa: he meditado mucho este plan y no veo otra opción, sea quien sea el hombre al mando.

—El hombre al mando es lord Valentine —dijo el duque de Halanx.

—En calidad de Corona —convino Hissune—. Pero todos estaremos de acuerdo en que, dada la crisis actual, precisamos un Pontífice que nos guíe realmente, y no simplemente un Pontífice. Lord Valentine, por lo que sé, pretende llegar a la Isla para reunirse con su madre. Propongo que hagamos el mismo viaje, que hablemos con la Corona e intentemos convencerle de la importancia de que dirija el pontificado. Si considera sensatos mis argumentos, Valentine transmitirá sus deseos por lo que al sucesor respecta. La nueva Corona, en mi opinión, debe emprender la tarea de pacificar Piliplok y Ni-moya y obtener el apoyo de los falsos monarcas. Los demás, sugiero, estaremos al mando del ejército que invadirá el territorio metamorfo. Por mi parte me es indistinto quién llevará la corona, Divvis o yo, pero es esencial que iniciemos de inmediato la campaña para restaurar el orden, una tarea enormemente retrasada.

—¿Y deberemos lanzar al aire un real para decidirlo?

La voz sonó de improviso en la entrada del salón.

Divvis, sudoroso, desaseado y todavía con vestimenta de cazador permaneció inmóvil con la mirada fija en Hissune. Éste sonrió.

—Me alboroza volver a verle, caballero Divvis.

—Lamento llegar tan tarde a esta reunión. ¿Estamos formando ejércitos y eligiendo monarcas, príncipe Hissune?

—Lord Valentine debe elegir a la próxima Corona —replicó tranquilamente Hissune—. En usted o en mí, de hecho, recaerá la responsabilidad de formar los ejércitos y dirigirlos. Y pasará algún tiempo, creo, antes de que volvamos a tener ratos libres para divertirnos con pasatiempos como la caza, mi señor. —Señaló la silla desocupada situada ante la mesa de la presidencia—. ¿Tendrá la bondad de sentarse, caballero Divvis? He formulado varias propuestas a los aquí reunidos, propuestas que repetiré si usted me concede unos momentos. Y después podremos tomar decisiones. ¿Tendrá la bondad de sentarse y prestarme atención, mi señor? Por favor…

4

Hubo que echarse al mar otra vez: calinas y bochorno, el viento feroz de Suvrael a la espalda y una corriente del suroeste rápida e incesante que empujaba velozmente las naves hacia latitudes septentrionales. Valentine captó otras corrientes, más turbulentas, las corrientes que asolaban su espíritu. Las palabras del primer consejero, Hornkast, durante el banquete que le ofrecieron en el Laberinto seguían resonando como si las hubiera oído hacía veinticuatro horas y no los mil años que parecían.

La Corona es la personificación de Majipur. La Corona es Majipur personificado. Él es el mundo, el mundo es la Corona.

Sí. Sí.

Y mientras recorría sin cesar la faz del mundo, del Monte del Castillo al Laberinto, del Laberinto a la Isla, de la Isla a Piliplok, a Piurifayne, a Bellatule, de Bellatule a Suvrael y, por fin, de Suvrael a la Isla, el espíritu de Valentine iba haciéndose cada vez más permeable a la angustia de Majipur. Su mente era más sensible al dolor, la confusión, la locura y el horror que estaba desgarrando al hasta entonces más feliz y pacífico de los planetas. Día y noche se veía anegado por los flujos de veinte mil millones de almas atormentadas. Y acogía gustosamente todo ello, aceptaba y absorbía todo cuanto Majipur tenía que verter en su interior, buscaba de buena gana métodos para aliviar el dolor. Pero la tensión estaba fatigándole. Lo que le llegaba era inundante, no podía procesarlo e integrarlo todo y con frecuencia quedaba desconcertado y abrumado. Y era imposible huir, puesto que él era un Poder del reino y tenía responsabilidades que no podía rechazar.

Durante toda la tarde había permanecido solitario en cubierta, mirando al frente, y nadie osó acercarse a él, ni siquiera Carabella, tan enorme era la esfera de aislamiento en la que Valentine se había encerrado. Cuando por fin se aproximó Carabella, la mujer lo hizo con aire vacilante, con timidez, en silencio. Valentine sonrió, la atrajo hacia sí y quedaron cadera contra cadera y el hombro de Carabella bajo la axila de él. Pero la Corona siguió mudo, ya que momentáneamente se había trasladado a un mundo sin palabras en el que se sentía tranquilo, en el que las partes erosionadas de su espíritu podían empezar a sanar. Sabía que podía confiar en Carabella, que ella no se entrometería.

Al cabo de un rato Carabella miró hacia el oeste y contuvo el aliento bruscamente, sorprendida. Pero guardó silencio a pesar de todo.

—¿Qué has visto, amor mío? —preguntó Valentine como si estuviera muy lejos.

—Un bulto. Con forma de dragón, eso creo. Valentine no contestó.

—¿Es posible, Valentine? —dijo ella—. Nos aseguraron que no hay dragones en estas aguas en esta época del año. ¿Qué es lo que veo, si no es un dragón?

—Ves un dragón.

—Dijeron que no encontraríamos ninguno. Pero estoy segura. Es un bulto oscuro. Algo grande. Nada en la misma dirección que seguimos nosotros. Valentine, ¿cómo puede haber un dragón aquí?

—Hay dragones en todas partes, Carabella.

—¿Lo estaré imaginando? Puede que sólo sea una sombra en el agua… una masa de algas a la deriva, tal vez… Valentine meneó la cabeza.

—Ves un dragón. Un dragón rey, uno de los grandes.

—Lo dices sin mirar, Valentine.

—Sí, pero el dragón está allí.

—¿Lo presientes?

—Lo presiento, sí. Una presencia enorme y pesada. Capto la fuerza de su mente. Su gran inteligencia. Lo he notado antes de que hablaras.

—Estás captando demasiadas cosas últimamente —dijo la mujer.

—Demasiadas —contestó Valentine.

Siguió mirando hacia el norte. El alma inmensa del dragón era como un peso sobre la suya. Su sensibilidad se había desarrollado durante los meses de tensión. Era capaz de proyectar su mente prácticamente sin esfuerzo, le resultaba muy difícil no hacerlo. La distancia ya no constituía una barrera. Captaba todo, incluso los amargos pensamientos de los cambiaspectos y las emanaciones lentas y pulsantes de los dragones marinos.

—¿Qué pretende el dragón, Valentine? ¿Piensa atacarnos?

—Lo dudo.

—¿Tan seguro estás?

—No estoy seguro de nada, Carabella.

Se proyectó hacia la enorme bestia marina. Hizo esfuerzos para alcanzar la mente del dragón con la suya. Durante un instante hubo algo similar a un contacto… una sensación de abertura, de participación. Y después Valentine se vio apartado por un manotazo poderoso, pero sin desdén, sin desprecio. Fue como si el dragón le hubiera dicho. Ahora no, aquí no, todavía no.

—Tienes un aspecto muy extraño —dijo Carabella—. ¿Vas a atacar el dragón?

—No, no.

—Pareces asustado.

—No, asustado no. Sólo intento comprender. Pero no presiento peligro. Sólo gran atención… vigilancia… esa mente potente, nos vigila…

—¿Para enviar informes a los cambiaspectos, tal vez?

—Podría ser, sí.

—Si los dragones y los cambiaspectos están aliados contra nosotros…

—Eso sospecha Deliamber, basándose en las revelaciones de cierta persona a la que ya no podemos interrogar. Creo que puede ser más complejo que eso. Creo que nos costará mucho tiempo comprender qué es lo que une a cambiaspectos y dragones marinos. Pero te lo aseguro, no presiento peligro alguno.

Carabella guardó silencio unos instantes, mientras contemplaba a Valentine.

—¿De verdad eres capaz de leer los pensamientos del dragón?

—No, no. Noto la mente del dragón. Noto su presencia. No puedo leer nada. El dragón es un misterio para mí, Carabella. Cuanto más me esfuerzo en llegar hasta él, con tanta más facilidad me rechaza.

—Está dando la vuelta. Se aleja de nosotros.

—Sí. Noto que me cierra su mente… me hace retroceder, no me deja pasar…

—¿Qué pretendía el dragón, Valentine? ¿Qué ha averiguado?

—Ojalá lo supiera —contestó Valentine.

Se agarró con fuerza a la barandilla, agotado, tembloroso. Carabella le cogió la mano un momento, se la apretó y acto seguido la apartó y ambos quedaron de nuevo en silencio.

Valentine no lo comprendía. Sabía tan poco… Y era esencial que comprendiera. Era la persona por cuya mediación podía resolverse el caos mundial y restablecerse la unidad: de eso no tenía la menor duda. Él, sólo él, podía poner en armonía a las fuerzas contendientes. ¿Pero cómo? ¿Cómo?

Hacía años, cuando la muerte de su hermano le convirtió en rey de forma inesperada, Valentine aceptó la responsabilidad sin un murmullo, entregándose por completo a la tarea aunque a menudo su dignidad real le parecía un carro que le arrastraba despiadadamente. Pero como mínimo gozaba de la instrucción que debía tener un rey. Y ahora empezaba a creer que Majipur le exigía convertirse en un dios y a ese respecto no tenía instrucción alguna.

Captó al dragón en las cercanías, no muy lejos. Pero no logró establecer un contacto real y al cabo de unos minutos desistió. Permaneció en cubierta hasta el crepúsculo con la mirada fija en el norte como si esperara ver la Isla de la Dama reluciendo como un faro en la oscuridad.

Pero la Isla se hallaba aún a varias jornadas de distancia. Los barcos estaban cruzando las latitudes de la gran península denominada Stoienzar. La ruta marítima entre Tolaghai y la Isla atravesaba el Mar Interior hasta llegar casi a Alhanroel, prácticamente hasta la punta de Stoienzar y luego viraba hacia el lado oriental del archipiélago Rodamaunt para concluir en el puerto de Numinor. Esta ruta aprovechaba en gran medida el viento dominante del sur y la fuerte corriente de las Rodamaunt: era mucho más rápido ir de Suvrael a la Isla que de ésta a Suvrael.

Esa noche hubo muchos comentarios sobre el dragón. En invierno aquellas aguas rebosaban de esos animales, ya que los supervivientes de la temporada otoñal de caza solían pasar por la costa de Stoienzar en el trayecto hacia el este de regreso al Gran Océano. Pero no era invierno y, como ya habían tenido oportunidad de observar Valentine y sus acompañantes, los dragones habían seguido una ruta extraña ese año, hacia el norte por la costa occidental de la Isla en dirección a un misterioso punto de reunión situado en latitudes polares. En esa época, no obstante, había dragones en cualquier punto del mar, o así lo parecía, y ¿quién sabía el por qué? Yo no, pensó Valentine. Ciertamente no.

Estuvo sentado tranquilamente junto a sus amigos, sin apenas pronunciar palabra, mientras recobraba fuerzas y se sosegaba.

Por la noche, despierto y con Carabella junto a él, oyó las voces de Majipur. Escuchó gritos de hambre en Khyntor y gemidos de miedo en Pidruid, exclamaciones coléricas de las fuerzas de vigilancia que recorrían las adoquinadas calles de Velathys y los aullidos de los oradores callejeros en Alaisor. Oyó su nombre, cincuenta millones de veces. Oyó a los metamorfos, que en su húmeda jungla saboreaban el triunfo que por fuerza debía llegar y oyó a los dragones comunicándose con tonos solemnes en el lecho del mar.

También notó en su frente el toque frío de la mano de su madre. Y la Dama le dijo: «Pronto estarás conmigo, Valentine, y yo te consolaré.» Después apareció el Rey de los Sueños para aseverar: «Esta noche atravesaré el mundo en busca de vuestros enemigos, Corona amiga, y si me es posible obligarlos a hincarse de rodillas, bien, eso es precisamente lo que haré.» Todo ello significó cierto reposo para él, hasta que empezaron otra vez los gritos de consternación y pena, el canto de los dragones, los murmullos de los cambiaspectos… Y la noche se transformó en mañana y Valentine salió de la cama más cansado que cuando se acostó.

Pero en cuanto los barcos cruzaron la punta de Stoienzar y entraron en las aguas que separaban Alhanroel de la Isla, el malestar de Valentine cedió en parte. El bombardeo de angustias que llegaba de todas partes del planeta no cesó, mas el poder de la Dama era soberano en esa región e iba cobrando fuerza día tras día; Valentine veía mentalmente a su madre, ayudándole, guiándole, consolándole. En Suvrael, ante el pesimismo del Rey de los Sueños, la Corona había manifestado de forma elocuente su convicción respecto a que era posible componer el planeta.«No hay esperanza», dijo Minax Barjazid, a lo que Valentine replicó: «La hay, sólo tenemos que buscarla. Yo conozco el método.» Barjazid replicó: «No hay método para ello y todo está perdido.» Y Valentine le dijo: «Apoyadme, y yo os mostraré el camino.» Y finalmente consiguió arrancar a Minax de su debilidad y obtuvo el reacio apoyo del Rey de los Sueños. La migaja de esperanza encontrada en Suvrael se había deslizado en parte de su mano durante el viaje hacia el norte, pero volvía a ser sólida.

La Isla se encontraba muy cerca. Día tras día descollaba más en el horizonte y todas las mañanas, mientras el sol naciente iluminaba su parte oriental, los muros gredosos constituían un brillante espectáculo, color rosa pálido con la primera luz del día, después un tono escarlata deslumbrante que poco a poco se convertía en oro y finalmente cuando el astro se hallaba en lo alto, un blanco total y esplendoroso, una blancura que recorría las aguas como el resonar de unos platillos gigantescos y el sonido repentino de una gran melodía sostenida.

En el puerto de Numinor la Dama aguardaba a la Corona en el edificio denominado los Siete Muros. Una vez más la jerarca Talinot Esulde fue la encargada de conducir a Valentine a la Sala Esmeralda y una vez más Valentine encontró a su madre de pie entre los maceteros de los tanigales, risueña, con los brazos extendidos hacia él.

Pero había sufrido cambios asombrosos y turbadores, observó Valentine, desde la última reunión en aquella misma sala no hacía un año todavía. Su cabello moreno estaba cruzado por franjas blancas. El cordial brillo de sus ojos se había apagado casi por completo y el tiempo había hecho incursiones incluso en su porte majestuoso, le había redondeado los hombros, le había hundido la cabeza en éstos y la había empujado hacia adelante. En tiempos la Dama le había parecido una diosa. En ese momento le pareció una diosa que gradualmente se transformaba en una anciana, un ser totalmente mortal.

Se abrazaron. La Dama tenía una apariencia tan liviana que cualquier ráfaga de viento podía arrastrarla. Bebieron vino dorado y frío y Valentine le comentó sus andanzas en Piurifayne, el viaje a Suvrael, el encuentro con Dominin Barjazid y el placer que le había causado ver al que fue su enemigo con la mente sana de nuevo y mostrándose fiel a quien correspondía.

—¿Y el Rey de los Sueños? —preguntó la Dama—. ¿Estuvo cordial?

—En grado sumo. Hubo gran cordialidad entre los dos, cosa que me sorprende.

—Los Barjazid no suelen ser adorables. Supongo que lo impide la naturaleza de la vida que llevan en esas tierras y sus terribles responsabilidades. Pero no son los monstruos que la gente ve. Ese Minax es un hombre brutal… lo percibo en su espíritu, cuando nuestras mentes se encuentran muy de vez en cuando. Pero también es fuerte y virtuoso.

—Tiene una visión desesperada del futuro, pero se ha comprometido a apoyarnos en todo cuanto debamos hacer. En estos momentos está fustigando al mundo con sus potentes envíos, con la esperanza de poner fin a la locura.

—Eso he notado —dijo la Dama—. Las últimas semanas he captado su fuerza saliendo a torrentes de Suvrael, como nunca antes. Ha emprendido un ataque vigoroso. Igual que yo, por medios más suaves. Pero no será suficiente. El mundo se ha vuelto loco, Valentine. La estrella de nuestros enemigos asciende y la nuestra se esfuma, y los que gobiernan el mundo no son el Pontífice y la Corona, sino el hambre y el miedo. Notas que la locura te comprime, te envuelve, amenaza con llevarse todo por delante.

—¿Vamos a fracasar, madre? ¿Es eso lo que estás diciendo? ¿Tú, la fuente de la esperanza, la que aporta consuelo?

El anterior temple de acero apareció en los ojos de la Dama.

—No he hablado de fracaso. Sólo he dicho que el Rey de los sueños y la Dama de la Isla no son capaces por sí solos de contener el torrente de insensateces.

—Hay un tercer Poder, madre. ¿O piensas que no estoy capacitado para librar esta batalla?

—Estás capacitado para cualquier cosa que desees lograr, Valentine. Pero ni siquiera tres poderes bastan. Un gobierno débil no puede hacer frente a una crisis como la que nos afecta.

—¿Débil?

—Se apoya en tres patas. Deberían ser cuatro. Es hora de que el viejo Tyeveras concilie el sueño.

—Madre…

—¿Cuánto tiempo vas a evadir tu responsabilidad?

—¡No evado nada, madre! Pero si me encierro en el Laberinto, ¿con qué finalidad será?

—¿Piensas que los pontífices son inútiles? Qué extraña opinión debes tener sobre nuestra sociedad, puesto que piensas así.

—Entiendo el valor que tiene el Pontífice.

—Pero tú has gobernado sin Pontífice durante todo tu reinado.

—No soy culpable de que Tyeveras fuera un hombre senil cuando accedí al trono. ¿Qué debía hacer, trasladarme al Laberinto inmediatamente después de la coronación? No he tenido Pontífice porque no había ninguno. Y no era el momento apropiado para ocupar el lugar de Tyeveras. Tenía tareas más visibles que hacer. Las sigo teniendo.

—Debes dar un Pontífice a Majipur, Valentine.

—Aún no. Aún no.

—¿Cuánto tiempo seguirás diciendo eso?

—Debo continuar siendo visible. Mi intención es ponerme en contacto con la Danipiur, como sea, madre, y convencerla para que nos aliemos contra ese Faraataa, nuestro enemigo, que destruirá el mundo entero con el pretexto de recuperarlo para su pueblo. Y si estoy en el Laberinto, ¿cómo quieres que…?

—¿Estás diciendo que irás por segunda vez a Piurifayne?

—Eso sería fracasar por segunda vez. En cualquier caso me parece básico negociar con los metamorfos. La Danipiur debe comprender que yo no soy como los reyes del pasado, que reconozco otras verdades. Que estoy convencido de que no podemos seguir escondiendo a los metamorfos, sino que debemos reconocer su existencia y admitirlos en nuestro ambiente, e incorporarlos a la vida común.

—¿Y sólo lo puedes hacer siendo Corona?

—Estoy seguro, madre.

—En ese caso, vuelve a examinar tus convicciones —dijo la Dama en tono inexorable—. Si realmente son convicciones y no simple aborrecimiento del Laberinto.

—Detesto el Laberinto y no es ningún secreto. Pero iré allí, obediente pero no gustosamente, cuando llegue el momento. Afirmo que el momento no ha llegado. Tal vez esté cerca, pero no ha llegado.

—Que no tarde en llegar. Que Tyeveras descanse por fin, Valentine. Y que sea pronto.

5

Un triunfo pequeño, pensó Faraataa, pero digno de saborearse: una invitación para reunirse con la Danipiur. Proscrito durante muchos años, yendo miserablemente de un lado a otro de la jungla, muchos años soportando burlas cuando no indiferencia y ahora la Danipiur le invitaba con la mayor cortesía y diplomacia a visitarla en la Casa de los Oficios de Ilirivoyne.

Al principio había tenido la tentación de variar la cita y comunicar altivamente a la Danipiur que viniera ella a Nueva Velalisier. Al fin y al cabo se trataba de una simple funcionaria tribal cuyo título no tenía antecedentes en la época anterior al Exilio mientras que él, por aclamación multitudinaria, era el Príncipe Venidero y el Rey Real, que a diario hablaba con los reyes acuáticos y contaba con apoyos mucho más intensos que los de la Danipiur. Pero luego consideró la efectividad de marchar hacia Ilirivoyne al frente de sus miles de seguidores a fin de que la Danipiur y todos sus lacayos comprobaran el poder que tenía él. Así se hará, pensó. Estaba de acuerdo en ir a Ilirivoyne.

La capital, en su ubicación más reciente, continuaba teniendo una apariencia tosca, imperfecta. Como de costumbre habían elegido un claro del bosque, con un amplio río en las proximidades. Pero las calles eran meras sendas nebulosas, las casas de juncos poseían escasa ornamentación y los techos parecían haber sido tramados con precipitación. Y la plaza situada ante la Casa de los Oficios sólo estaba desbrozada en parte, las enredaderas continuaban serpenteando y enmarañándolo todo. Tan sólo la Casa de los Oficios tenía cierto parecido con la antigua Ilirivoyne. Como era habitual los metamorfos habían aprovechado el edificio de la anterior ubicación de la capital y lo habían erigido de nuevo en el centro de la población, desde donde descollaba sobre el resto del lugar: con sus tres pisos de altura, construido con relucientes postes de bannikop y pulidas tablas de caoba de los pantanos en la fachada, la casa parecía un palacio comparado con las toscas chozas de los piurivares de Ilirivoyne. Pero cuando atravesemos el mar y restauremos Velalisier, pensó Faraataa, construiremos un palacio auténtico con mármol y pizarra, un palacio que será la última maravilla del mundo, y lo decoraremos con los objetos preciosos que traeremos como botín del Castillo de Lord Valentine. ¡Y ese día la Danipiur quedará humillada ante mí!

Pero de momento tenía que respetar el protocolo. Se presentó en la Casa de los Oficios y su cuerpo sufrió los cinco Cambios de Acatamiento; el Viento, las Arenas, la Hoja, el Flujo, la Llama. Se mantuvo en el Quinto Cambio hasta que llegó la Danipiur. Ésta reflejó asombro un brevísimo momento dada la cantidad de los que habían acompañado a la capital al caudillo metamorfo; la multitud atestaba la plaza y se extendía hasta más allá de los confines de la ciudad. Pero la Danipiur se recobró con rapidez y dio la bienvenida a Faraataa con los tres Cambios de Aceptación: la Estrella, la Luna, el Cometa. Con la última de las transformaciones, Faraataa recuperó su aspecto real y entró en el edificio detrás de la Danipiur. Jamás había estado allí.

La Danipiur se mostró fría, distante, correcta. Faraataa se sintió ligerísimamente admirado (al fin y al cabo aquella hembra había detentado el cargo durante toda su vida), pero reprimió con rapidez la sensación. Esa conducta gallarda, el aplomo total de la Danipiur, todo eso eran armas defensivas, Faraataa estaba convencido de ello.

La anfitriona le ofreció una comida compuesta de calimbotes y ghumba y, para beber, un vino de claro color lavándula que el metamorfo contempló con disgusto, ya que el vino no era una bebida usada por los piurivares en tiempos antiguos. No bebió y ni siquiera alzó la copa a modo de saludo, detalle que no pasó desapercibido.

Una vez concluidas las formalidades la Danipiur inició bruscamente la conversación:

—Quiero a los Invariables tanto como tú, Faraataa. Pero lo que pretendes es irrealizable.

—¿Y qué es lo que pretendo?

—Librar al mundo de ellos.

—¿Crees que eso es irrealizable? —dijo él, en tono de suave curiosidad—. ¿Por qué?

—Son veinte mil millones. ¿Adónde irán?

—¿Acaso no hay otros planetas en el universo? Vinieron de esos planetas, que vuelvan a ellos.

La Danipiur se llevó las puntas de los dedos a la barbilla: un gesto negativo que transmitía diversión y desprecio por las palabras del invitado. Faraataa se negó a dejarse llevar por la irritación.

—Cuando llegaron —dijo la Danipiur— eran muy pocos. Ahora son muchos y entre Majipur y otros planetas hay escasos viajes. ¿Comprendes cuánto tiempo sería preciso para transportar veinte mil millones de personas fuera de este planeta? Si cada hora saliera una nave cargada con diez mil humanos creo que jamás nos libraríamos de todos, porque ellos se reproducirían con rapidez superior al tiempo de carga de las naves.

—En ese caso que sigan aquí y continuaremos guerreando contra ellos. Se mataran ellos mismos por la comida, al cabo de cierto tiempo no habrá alimentos y los que queden morirán de inanición y sus ciudades se convertirán en lugares abandonados. Y nosotros habremos acabado con ellos para siempre.

De nuevo las puntas de los dedos tocaron la barbilla.

—¿Veinte mil millones de cuerpos muertos? ¡Faraataa, Faraataa, sé razonable! ¿No captas el significado de eso? Tan sólo en Ni-moya hay muchas más personas que en todo Piurifayne… ¿y cuántas ciudades existen aparte de ésa? ¡Piensa en el hedor de tantos cadáveres! ¡Piensa en las enfermedades de corrupción que crearía tanta carne putrefacta!

—Será carne muy magra, si todos mueren de hambre. No habrá tanta pudriéndose.

—Hablas con excesiva frivolidad, Faraataa.

—¿Sí? Bien, hablo con frivolidad. Con mi frivolidad he destrozado al opresor bajo cuyas botas nos hemos retorcido durante catorce mil años. Con mi frivolidad los he sumido en el caos. Con mi frivolidad…

—¡Faraataa!

—He logrado muchas cosas con mi frivolidad, Danipiur. No solo sin recibir tu ayuda, sino de hecho con tu franca oposición casi siempre. Y ahora…

—¡Escúchame, Faraataa! Has liberado fuerzas poderosas, sí, y has afectado a los Invariables de un modo que yo no creía posible. Pero ha llegado el momento de que hagas una pausa y medites un poco las consecuencias finales de tus actos.

—Lo he hecho —replicó él—. Recuperaremos nuestro planeta.

—Es posible. ¡Pero a qué costo! Has propagado plagas por las tierras de los humanos… ¿Podrás eliminarlas con la misma facilidad, eso piensas? Has creado animales monstruosos y terribles y los has dejado sueltos. Y ahora propones que el mundo quede atestado de cadáveres putrefactos, veinte mil millones de cadáveres. ¿Estás salvando nuestro mundo, Faraataa, o estás destruyéndolo?

—Las plagas se extinguirán cuando desaparezcan los cultivos básicos en la alimentación humana, cultivos que en su mayoría no nos son de gran utilidad. Los animales nuevos, son escasos y el mundo es grande, y los científicos me aseguran que no pueden reproducirse, por lo tanto nos desharemos de ellos en cuanto cumplamos nuestra tarea. Y yo tengo menos miedo que tú a esos cadáveres putrefactos. Las aves carroñeras se alimentarán como siempre se han alimentado y erigiremos templos sobre los montículos de huesos que queden. La victoria es nuestra, Danipiur. Hemos recobrado el mundo.

—Eres demasiado confiado. Ellos no han contraatacado todavía… ¿Pero y si lo hacen, Faraataa, y si lo hacen? Te ruego que recuerdes Faraataa, las hazañas de lord Stiamot a costa de nosotros.

—Lord Stiamot necesitó treinta años para completar su conquista.

—Cierto —dijo la Danipiur—, pero sus ejércitos eran poco numerosos. Ahora los Invariables nos superan enormemente en número.

—Y ahora conocemos el arte de enviar plagas y monstruos contra ellos, cosa que no conocíamos en tiempos de lord Stiamot. Su misma superioridad numérica les será desfavorable, en cuanto sus reservas alimenticias se agoten. ¿Cómo van a combatirnos durante treinta días, y mucho menos durante treinta años, cuando el hambre está desintegrando su civilización?

—Los soldados hambrientos pueden luchar con más fiereza que los soldados rollizos. Faraataa se echó a reír:

—¿Soldados? ¿Qué soldados? Estás diciendo estupideces, Danipiur. Esta gente es blanda.

—En la época de lord Stiamot…

—La época de lord Stiamot fue hace ocho milenios. La vida ha sido muy fácil para ellos desde entonces y se han convertido en una raza de simplones y cobardes. Y el mayor simplón de todos es ese lord Valentine de los humanos, ese loco santo con su piadosa aversión a la violencia. ¿Qué hemos de temer de un rey como ése, que no tiene estómago para la sangre?

—De acuerdo: no hemos de temer nada por parte de él. Pero podemos aprovecharnos de él, Faraataa. Y eso es lo que pretendo hacer.

—¿De qué forma?

—Ya sabes que el sueño de él es llegar a un acuerdo con nosotros.

—Yo sé —dijo Faraataa— que llegó a Piurifayne con la absurda esperanza de negociar contigo y que tú, muy sensatamente, evitaste verlo.

—Llegó en busca de amistad, sí. Y sí, evité verlo. Tenía que averiguar más detalles sobre tus intenciones antes de iniciar negociaciones con él.

—Ahora ya conoces mis intenciones.

—Cierto. Y te ruego que dejes de propagar esas plagas y me des tu apoyo cuando me reúna con la Corona. Tus actos constituyen una amenaza para mis objetivos.

—¿Cuáles son?

—Lord Valentine es distinto a los otros monarcas que he conocido. Como has dicho, es un loco santo: un hombre apacible sin estómago para la sangre. Su aversión a la guerra lo convierte en una persona dócil y manejable. Pretendo arrancarle concesiones que ninguna Corona anterior nos habría hecho. El derecho a establecernos de nuevo en Alhanroel, recuperar la propiedad de Velalisier, la ciudad santa, tener voz en el gobierno; igualdad política total, en resumen, en la estructura de la vida en Majipur.

—¡Mejor destruir por completo esa estructura y establecernos donde nos apetezca sin pedir permiso a nadie!

—Debes comprender que eso es imposible. No puedes desalojar de este planeta ni exterminar veinte mil millones de personas. Lo que podemos hacer es firmar la paz con ellos. Y en Valentine se basa nuestra oportunidad de paz, Faraataa.

—¡Paz! ¡Qué palabra tan sucia y tan falsa! ¡Paz! Oh, no, Danipiur. Yo no deseo la paz. Yo no estoy interesado en la paz sino en la victoria. Y la victoria será nuestra.

—La victoria que ansias será la condena para todos nosotros —replicó la Danipiur.

—Creo que no. Y creo que las negociaciones con la Corona no te llevarán a ninguna parte. Si él hace las concesiones que pretendes plantearle, sus mismos príncipes y duques lo derribarán y lo sustituirán por un hombre más despiadado. ¿Y adonde habremos ido a parar entonces? No, Danipiur, debo proseguir mi guerra hasta que los Invariables desaparezcan por completo de nuestro planeta. Cualquier otra medida significa prolongar nuestra esclavitud.

—Te lo prohíbo.

—¿Prohibir?

—¡Soy la Danipiur!

—Lo eres. ¿Pero qué importancia tiene eso? Yo soy el Rey Real, del que hablan las profecías. ¿Cómo puedes prohibirme algo? Los mismos Invariables tiemblan al pensar en mí. Los aniquilaré, Danipiur. Y si te opones, también te aniquilaré.

Se levantó y con brusco gesto de su mano volcó la copa de vino y derramó el contenido en la mesa. Se detuvo junto a la puerta, volvió la cabeza y por un instante dejó que su cuerpo tomara la forma denominada el Río, un gesto de desafío y desprecio. Después recobró su aspecto real.

—La guerra proseguirá —dijo—. Por el momento te permito que sigas desempeñando este cargo, pero te lo advierto: no entables negociaciones traicioneras con el enemigo. En cuanto al santo lord Valentine, su vida me pertenece. Su sangre servirá para limpiar las Mesas de los Dioses el día de la nueva consagración de Velalisier. Ten cuidado, Danipiur. O te usaré con el mismo fin.

6

—La Corona, lord Valentine, se encuentra con su madre la Dama en el Templo Interior —dijo la jerarca Talinot Esulde—. Le ruega, príncipe Hissune, que pase la noche en los aposentos reales de Numinor y que se ponga en marcha para reunirse con él mañana por la mañana.

—Como desee la Corona —respondió Hissune.

Dirigió la mirada más allá de la jerarca, hacia el inmenso muro blanco del Primer Risco que descollaba sobre Numinor. Era deslumbrante por su blancura, de un modo casi doloroso, prácticamente tan luminoso como el mismo sol. Durante el viaje desde Alhanroel, cuando la Isla apareció hacía algunos días, Hissune tuvo que protegerse los ojos a causa del potente resplandor blanco e incluso sintió deseos de desviar la mirada. Elsinome, que estaba junto a él, había vuelto la cabeza, aterrorizada. «¡Jamás había visto algo tan brillante!», había exclamado la madre del joven. Pero en esos momentos, vista de cerca, la piedra blanca era menos aterradora: su luz parecía pura, tranquilizadora, la luz de una luna más que de un sol.

Del mar llegaba una brisa suave y fría, la misma brisa que había transportado con tanta rapidez a Hissune —aunque no con la rapidez suficiente para calmar la impaciencia que día tras día aumentaba e inundaba al joven— desde Alaisor a la Isla. Esa impaciencia continuaba dominándole después de llegar a los dominios de la Dama. Sin embargo sabía que debía ser paciente y adaptarse al ritmo sosegado de la Isla y de su serena señora o de lo contrario jamás podría cumplir los objetivos que le habían llevado allí.

Y de hecho Hissune notó que el ritmo apacible iba dominándole mientras las jerarcas le acompañaban desde la tranquila población portuaria hasta la residencia real, denominada los Siete Muros. El encanto de la Isla, pensó, era irresistible: un lugar tan tranquilo, tan sereno, tan pacífico que en todos sus rasgos evidenciaba la presencia de la Dama. El desorden que arruinaba Majipur le pareció irreal hallándose allí.

Esa noche, empero, conciliar el sueño no le fue fácil ni mucho menos. Se hallaba en una sala espléndida decorada con magníficos tejidos oscuros de estilo antiguo en la que, por lo que sabía él, habían dormido el gran lord Confalume, Prestimion, el mismo Stiamot. Y le pareció que aquellos reyes del pasado continuaban allí, hablando entre ellos con inaudibles murmullos y burlándose de él: advenedizo, charlatán, fanfarrón… Sólo es el ruido de las olas que rompen en los acantilados, pensó irritado. Pero el sueño seguía sin llegar y cuanto más trataba de dormir más despierto estaba. Se levantó y recorrió habitación tras habitación, y salió al patio pensando despertar a algún sirviente para pedir vino. Pero no encontró a nadie en los alrededores y al cabo de un rato volvió a su habitación y cerró los ojos una vez más. En esta ocasión notó en su espíritu el suave toque de la Dama, casi al instante: no era un envío, nada parecido, simplemente un contacto tan delicado como un hálito que rozaba su alma, un tenue Hissune, Hissune, Hissune, que le tranquilizó, le proporcionó primero un sueño ligero y luego otro más profundo fuera del alcance de las fantasías.

Por la mañana la esbelta y majestuosa jerarca Talinot Esulde fue a buscar al príncipe y a Elsinome y los condujo a un paraje situado al pie del gran risco blanco, donde unos trineos flotantes les esperaban para transportarlos hasta las terrazas más elevadas de la Isla.

El ascenso de la fachada vertical del Primer Risco fue pavoroso: arriba, arriba, arriba, igual que en un sueño. Hissune no se atrevió a abrir los ojos hasta que el trineo se detuvo al final del trayecto. En ese momento volvió la cabeza y vio la zona marítima iluminada por el sol que se extendía hasta el lejano Alhanroel y los brazos gemelos del rompeolas de Numinor que apuntaban en la misma dirección por debajo de él. Un pequeño vehículo flotante condujo a los visitantes por la boscosa meseta hasta la base del segundo Risco, que ascendía de forma muy pronunciada, hasta tal punto que parecía tapar el cielo. Y allí pasaron la noche en una posada, en un lugar denominado Terraza de los Espejos en el que impresionantes losas de pulida roca negra se alzaban sobre el suelo como si fueran ídolos misteriosos y antiguos.

Posteriormente prosiguieron el ascenso en trineo hasta llegar al risco más elevado y apartado de la costa, a gran altura sobre el nivel del mar, el santuario de la Dama. El ambiente del Tercer Risco era asombrosamente puro, tanto que objetos situados a distancias enormes realzaban como si se los viera a través de lupas. Aves enormes de una raza totalmente desconocida por Hissune, con cuerpos rollizos de color rojo y enormes alas negras sobrevolaban el lugar describiendo lentas espirales. Hissune y Elsinome siguieron adentrándose en la llanura que coronaba la Isla, atravesaron diversas terrazas y finalmente se detuvieron en un paraje en el que diversos edificios de piedra blanqueada aparecían diseminados, aparentemente al azar, entre jardines de insuperable majestuosidad.

—Ésta es la Terraza de la Adoración —dijo Talinot Esulde—. La entrada del Templo Interior.

Esa noche durmieron en una posada tranquila y aislada, agradable y sencilla, dotada de un estanque reluciente y un jardín entrañable rodeado de plantas de tallos gruesos y antiguos entrelazados hasta formar un muro impenetrable. Al alba los sirvientes trajeron frutas frescas y pescado asado. Y poco después del desayuno se presentó Talinot Esulde. La acompañaba otra jerarca, una mujer impresionante de ojos penetrantes y cabello cano. La desconocida saludó a los visitantes de forma muy dispar. Ofreció a Hissune el saludo que convenía a un príncipe del Monte pero lo hizo de un modo curiosamente informal, casi rutinario. Después se volvió hacia Elsinome, le estrechó ambas manos entre las suyas y permaneció así varios segundos mientras miraba fija y cordialmente a la madre de Hissune.

—Os doy la bienvenida al Tercer Risco —dijo cuando por fin soltó las manos de Elsinome—. Me llamo Lorivade. La Dama y su hijo os aguardan.

La mañana era fría y brumosa, sólo un asomo de luz solar atravesaba las nubes bajas. En fila india, Lorivade delante y Talinot Esulde detrás, sin que nadie pronunciara una sola palabra, los cuatro atravesaron un jardín en el que todas las hojas estaban cubiertas de chispeante rocío. Pasaron por un puente de roca blanca, con un arco tan delicado que en apariencia podía quebrarse con la más suave de las pisadas y se adentraron en un amplio prado en cuyo extremo opuesto se hallaba el Templo Interior.

Hissune no había visto edificio más encantador. Estaba construido con la misma piedra blanca y traslúcida que el puente. En su centro había una rotonda de techo plano de la que brotaban ocho alas finas y alargadas, equidistantes, igual que rayos estelares. No había ornamentación alguna: todo era limpio, casto, sencillo, perfecto.

En el interior de la rotonda, una sala de ocho lados con un estanque octogonal en el centro, aguardaban lord Valentine y una mujer que seguramente debía ser su madre, la Dama.

Hissune se detuvo en el umbral, paralizado, dominado por la sorpresa. Miró a uno y otro de los Poderes, confuso, sin saber a quién debía saludar primero. La Dama, decidió, debía tener preferencia. ¿Pero de qué forma debía rendirle homenaje? Conocía el signo de la Dama, lógicamente, ¿pero había que hacerlo ante ella, como se hacía el signo del estallido estelar ante la Corona, o sería el colmo de la torpeza? Hissune no tenía la menor idea. En ningún momento de su educación le habían preparado para visitar a la Dama de la Isla.

A pesar de todo se acercó a la mujer. Era mucho más vieja que lo que él esperaba, tenía la cara muy arrugada, el cabello veteado de blanco, los ojos rodeados por una compleja retícula de líneas finas. Pero su sonrisa, viva, cordial y radiante como el sol del mediodía evidenciaba claramente el vigor y la fuerza que conservaba: Hissune notó que sus dudas y temores se fundían rápidamente en aquel fulgor asombroso.

Se habría arrodillado pero la Dama pareció adivinar sus intenciones antes de que pudiera hacer el gesto y le detuvo con un rápido movimiento de cabeza. La Dama extendió una mano hacia el príncipe. Hissune, que sin saber cómo entendió qué se esperaba de él, tocó suavemente las puntas de los dedos de la anciana, sólo durante un instante, y recibió un cosquilleante flujo de energía que le habría hecho brincar hacia atrás de no mantener un control tan tenso sobre sus emociones. Pero con la inesperada corriente notó que cobraba un torrente de seguridad en sí mismo, fuerza, compostura.

Acto seguido se volvió hacia la Corona.

—Mi señor —musitó.

Le sorprendió y consternó la alternación del aspecto de lord Valentine desde la última vez que lo había visto, en el Laberinto, hacía mucho tiempo, al principio del malaventurado gran desfile. Por aquel entonces el monarca estaba poseído por una fatiga terrible, pero aun así sus facciones reflejaban una luz interior, cierta alegría incontenible que ninguna clase de cansancio podía disipar por completo. La situación había cambiado. El sol cruel de Suvrael le había oscurecido la piel y blanqueado el cabello, confiriéndole una apariencia raramente feroz, casi bárbara. Tenía los ojos hundidos y macilentos, el semblante demacrado y arrugado, no quedaba rastro alguno de la jovialidad de espíritu que era el rasgo más visible de su carácter. Parecía un desconocido: sombrío, tenso, distante.

Hissune empezó a hacer el gesto del estallido estelar. Pero lord Valentine le interrumpió de modo impaciente y, tras extender los brazos, cogió la mano de Hissune y la estrechó con fuerza un momento. Otro detalle embarazoso. No era normal estrechar la mano de los monarcas. Y con el contacto de aquellas manos Hissune volvió a notar una corriente que fluía en su interior, aunque esta energía, a diferencia de la que había recibido de la Dama, le dejó inquieto, crispado, turbado.

En cuanto la Corona le soltó la mano Hissune retrocedió e hizo una señal a Elsinome, que se hallaba inmóvil en la entrada como si el hecho de ver a dos Poderes de Majipur en la misma habitación la hubiera convertido en piedra.

—Mi señor… gentil Dama… —dijo Hissune en voz apagada y ronca—. Os ruego deis la bienvenida a mi madre, la señora Elsinome.

—Una madre digna de un hijo tan digno —repuso la Dama: eran las primeras palabras que pronunciaba y el joven pensó que aquella voz era la más exquisita que había oído: rica, serena, musical—. Acércate, Elsinome.

Tras salir de su estado de trance, Elsinome dio unos pasos en el suelo de liso mármol y la Dama avanzó igualmente hacia ella, de tal forma que se encontraron en el centro de la sala octogonal. Allí la Dama abrazó a la visitante, con fuerza y enorme cordialidad. Y cuando por fin las mujeres se separaron, Hissune vio que su madre parecía una persona recluida en la oscuridad durante largo tiempo que un día contempla el sol en todo su esplendor. Tenía los ojos brillantes, la cara sonrojada, sin ninguna muestra de timidez o admiración.

Elsinome miró después a lord Valentine y se dispuso a hacer el gesto del estallido estelar, obteniendo de la Corona el mismo rechazo que su hijo, la palma de una mano extendida hacia ella.

—Eso no es preciso, buena Elsinome.

—¡Mi señor, es mi obligación! —replicó ella en voz firme.

—No. Ya no. —La Corona sonrió por primera vez aquella mañana—. Esos gestos y esas reverencias son lógicos en las apariciones en público. Aquí no hay necesidad de tanta pompa.

Contempló a Hissune.

—No te habría reconocido, creo, de no haber sabido que ibas a venir hoy. Hemos estado separados tanto tiempo que somos como desconocidos, o así me lo parece.

—Varios años, mi señor, y no han sido años fáciles —replicó Hissune—. El tiempo siempre produce cambios y años como éstos producen grandes cambios.

—Es cierto. —Lord Valentine se inclinó hacia adelante y examinó a Hissune con tal atención que el joven quedó desconcertado. Finalmente la Corona comentó—: En tiempos creí conocerte bien. Pero el Hissune que yo conocía era un muchacho que ocultaba su timidez con disimulo. El que está aquí ahora se ha hecho un hombre, un príncipe, incluso, y le queda algo de timidez pero no demasiada. Y la timidez, creo, se ha convertido en algo más profundo… astucia, tal vez. O quizás en habilidad de estadista, si los informes que tengo son ciertos, y me inclino a creer que lo son. Sin embargo creo que aún puedo ver al niño que conocí en tiempos, en alguna parte de tu ser. Pero reconocerlo es más que difícil.

—A mí me resulta difícil, mi señor, ver en vos al hombre que me pagó hace años para que fuera su guía en el Laberinto.

—¿Tanto he cambiado, Hissune?

—Sí, mi señor. Temo por vos.

—Teme por Majipur, si es que debes temer por algo. No desperdicies temores conmigo.

—Temo por Majipur, y mucho. ¿Pero cómo podéis pedirme que no tema por vos? Sois mi benefactor, mi señor. Todo os lo debo a vos. Y cuando os veo tan débil, tan sombrío…

—Son tiempos sombríos, Hissune. El estado del mundo se refleja en mi cara. Pero tal vez nos aguarda una primavera. Dime una cosa, ¿qué novedades traes del Monte del Castillo? Sé que príncipes y señores han hecho grandes planes.

—Ciertamente, mi señor.

—¡Pues habla!

—Como ya imaginaréis, mi señor, estos planes dependen de vuestra ratificación, el consejo de regencia no se atrevería a emprender…

—Eso supongo. Háblame de los propósitos del consejo. Hissune respiró profundamente.

—En primer lugar —dijo—, proponemos situar un ejército en torno a la frontera de Piurifayne, a fin de evitar que los metamorfos sigan exportando plagas y otros horrores.

—¿Has dicho cercar Piurifayne, o invadirlo? —preguntó lord Valentine.

—En principio cercarlo, mi señor.

—¿En principio?

—La idea, una vez afirmemos nuestro control en la frontera, consiste en adentrarse en la provincia en busca del rebelde Faraataa y sus partidarios.

—Ah. ¡Capturar a Faraataa y a sus partidarios! ¿Y qué se hará con ellos cuando sean capturados? Cosa que dudo mucho, considerando mis experiencias personales cuando vagué por aquella jungla.

—Los confinaremos.

—¿Nada más? ¿Ningún cabecilla ejecutado?

—¡Mi señor, no somos salvajes!

—Claro, claro. ¿Y el objetivo de esta invasión será exclusivamente capturar a Faraataa?

—Simplemente eso, mi señor.

—¿No se intentará derrocar a la Danipiur? ¿Ninguna campaña de exterminio de los metamorfos?

—Esas ideas jamás se han sugerido.

—Comprendo. —Valentine tenía una voz extrañamente controlada, casi de burla, muy distinta a la que Hissune estaba acostumbrado a escuchar—. ¿Y qué otros proyectos propone el consejo?

—Un ejército de pacificación que ocupe Piliplok, si es posible sin derramamiento de sangre, y controle cualquier otra ciudad o provincia que se haya separado del gobierno. Además proponemos la neutralización de los diversos ejércitos particulares creados por los diversos monarcas que actualmente abundan en muchas zonas, y, si es posible, poner esos ejércitos al servicio del gobierno. Por último, ocupar militarmente cualquier provincia que se niegue a participar en un nuevo programa para compartir las reservas alimenticias con las regiones afectadas.

—Un plan bastante amplio —dijo lord Valentine, con el mismo tono extraño e impersonal—. ¿Y quién dirigirá esos ejércitos?

—El consejo sugiere dividir el mando entre mi señor Divvis, mi señor Tunigorn y yo mismo —replicó Hissune.

—¿Y yo?

—Como es lógico vos tendréis el mando supremo de todas nuestras fuerzas, mi señor.

—Claro, claro.

La mirada de lord Valentine pareció dirigirse al interior de la misma Corona y durante unos prolongados instantes de silencio aparentó estar meditando en todo lo que había dicho Hissune. Este lo observó con atención. Había algo muy fastidioso en la forma austera y comedida con que le interrogaba la Corona: parecía obvio que lord Valentine sabía tanto como Hissune cuál iba a ser el final de la conversación e Hissune sintió pánico al pensar en ese momento. Pero la hora de la verdad, comprendió Hissune, había llegado ya. Los ojos de la Corona cobraron un brillo extraño cuando centró de nuevo su atención en el joven.

—¿Propuso alguna otra cosa el consejo de regencia, príncipe Hissune?

—Una cosa más, mi señor.

—¿Qué cosa?

—Que el comandante en jefe del ejército que ocupe Piliplok y otras ciudades rebeldes sea una persona que ostente el título de Corona.

—Acabas de decirme que la Corona será el comandante supremo.

—No, mi señor. El comandante supremo debe ser el Pontífice.

El silencio que siguió a esas palabras pareció durar mil años. Lord Valentine permaneció prácticamente paralizado: podía ser una estatua, excepto por el ligero temblor de sus párpados y de algún músculo de sus mejillas. Hissune aguardó en tensión, sin atreverse a intervenir. Hecho ya lo que tenía que hacer, le asombró su temeridad al presentar ese ultimátum a la Corona. Pero ya estaba hecho. Era imposible volverse atrás. Si lord Valentine, furioso, le degradaba y le obligaba a mendigar de nuevo en las calles del Laberinto, no tenía importancia: ya estaba hecho, era imposible volverse atrás.

La Corona se echó a reír.

Fue una risa que brotó de algún punto muy profundo de su ser y con la fuerza de un geiser pasó de su pecho a sus labios: una carcajada ululante y estruendosa, un sonido más propio de un gigante como Zalzan Kavol o Lisamon Hultin que del apacible lord Valentine. La risa siguió y siguió, hasta que Hissune empezó a temer que la Corona hubiera renunciado a la cordura. Pero en ese momento cesaron las risotadas, rápida y bruscamente, y de la extraña jovialidad de lord Valentine sólo quedó una sonrisa rara, rutilante.

—¡Bien hecho! —exclamó—. ¡Ah, bien hecho, Hissune, bien hecho!

—¿Mi señor?

—Y dime, ¿quién va a ser la nueva Corona?

—Mi señor, debéis entender que se trata únicamente de propuestas… en pro de una mayor eficacia del gobierno en esta época de crisis…

—Sí, claro. ¿Y quién, vuelvo a preguntarte, será propuesto en pro de una mayor eficacia?

—Mi señor, la elección del sucesor siempre incumbe a la anterior Corona.

—Así es. Pero los candidatos… ¿acaso no deben proponerlos los príncipes y sumos consejeros? Elidath era el heredero presunto… Pero Elidath, como supongo debes saber, murió. De modo que… ¿quién será, Hissune?

—Se discutió sobre varias personas —se apresuró a replicar Hissune. Apenas le era posible mirar a los ojos a lord Valentine—. Si esto os resulta ofensivo, mi señor…

—Varias personas, sí. ¿Quiénes?

—Mi señor Stasilaine, por ejemplo. Pero él anunció inmediatamente que no tenía deseo de ser Corona. Mi señor Divvis, el segundo…

—¡Divvis no debe ser Corona, nunca! —respondió bruscamente lord Valentine, al tiempo que miraba a la Dama—. Tiene todos los defectos de mi hermano Voriax y ninguna de sus virtudes. Excepto el valor, tal vez, y un temperamento bastante enérgico. Cualidades que son insuficientes.

—Hubo otra propuesta, mi señor.

—¿Tú, Hissune?

—Sí, mi señor —dijo Hissune, pero pronunció las palabras en un murmullo apagado—. Yo. Lord Valentine sonrió.

—¿Y aceptarías?

—Si me lo plantean, mi señor, sí. Sí.

Los ojos de la Corona se centraron intensamente en los de Hissune, que resistió sin inmutarse el brutal examen.

—Bien, de modo que no hay ningún problema, ¿eh? Mi madre quiere ascenderme. El consejo de regencia quiere ascenderme. Seguramente hasta el viejo Tyeveras querría ascenderme.

—Valentine… —intervino la Dama, muy seria.

—No, todo está bien, madre. Comprendo que debe ser así. No puedo seguir dudando, ¿no es cierto? Por lo tanto acepto mi destino. Haremos saber a Hornkast que Tyeveras podrá cruzar por fin el Puente del Adiós. Tú, madre, podrás librarte de tu carga, cosa que sé deseas hacer, y retirarte a la tranquilidad de la vida de una ex Dama. Y vos, Elsinome: vuestra tarea no ha hecho más que empezar. Igual que la tuya, Hissune. Bien, todo está decidido. Tal como se pretendía aunque quizá más pronto de lo que yo esperaba.

Hissune, que contemplaba atónito y perplejo a la Corona, vio el cambio que se operaba en aquel rostro: la brusquedad, aquella ferocidad tan anormal desapareció en el semblante de lord Valentine y en sus ojos asomó el sosiego, la cordialidad y la dulzura del Valentine anterior. Y la sonrisa fantasmagórica, rígida y chispeante, tan parecida a la de un demente, fue sustituida por la del anterior Valentine, amable, tierna, cariñosa.

—Está decidido —dijo tranquilamente Valentine. Alzó sus manos y, tras formar con ellas el gesto del estallido estelar, exclamó—: ¡Viva la Corona! ¡Viva lord Hissune!

7

Tres de los cinco grandes ministros del Pontificado se hallaban ya en la sala de reuniones cuando llegó Hornkast. En el centro, como siempre, ocupaba su asiento el gayrog Shinaam, ministro de asuntos exteriores; su lengua bífida fluctuaba nerviosamente, como si el gayrog creyera que la sentencia de muerte que estaban a punto de aprobar no afectaba a la anciana criatura a la que había servido durante tanto tiempo sino a él mismo. Junto a él se encontraba la silla desocupada del médico Sepulthrove y más a la derecha la de Dilifon, un hombrecillo arrugado y paralítico que ocupaba acurrucado su sillón de aspecto real, aferrado a los brazos del mismo para no caer; pero sus ojos ardían con un fuego que Hornkast no veía desde hacía años. Al otro lado de la sala estaba Narrameer, la intérprete de sueños, irradiando tétrica morbosidad y terror pese al disfraz de belleza brujesca, absurdamente voluptuosa, con la que vestía su cuerpo centenario. ¿Cuánto tiempo, se preguntó Hornkast, habrán aguardado este día los aquí presentes? ¿Y qué disposiciones habrán tomado en sus almas para la época que se aproxima?

—¿Dónde está Sepulthrove? —preguntó Hornkast.

—Con el Pontífice —dijo Dilifon—. Fue llamado al salón del trono hace una hora. El Pontífice ha vuelto a hablar, eso nos han informado.

—Qué extraño que yo no recibiera aviso —comentó Hornkast.

—Sabíamos que usted había recibido un mensaje de la Corona —dijo Shinaam—. Creímos preferible no molestarle.

—Ha llegado el día, ¿no es cierto? —preguntó Narrameer muy tensa con el cuerpo echado hacia adelante y sin dejar de pasarse los dedos por su espeso y lustroso cabello.

Hornkast asintió.

—Ha llegado el día.

—Cuesta creerlo —intervino Dilifon—. ¡La farsa duraba tanto que parecía no tener fin!

—Hoy finaliza —dijo Hornkast—. Aquí está el decreto. Con un redactado muy elegante, a decir verdad.

—Me gustaría saber —expuso Shinaam, tras reírse roncamente— qué clase de frases se usan para condenar a muerte a un Pontífice en funciones. Se trata de un documento que será muy analizado por generaciones futuras, así lo creo.

—El decreto no condena a muerte a nadie —dijo Hornkast—. No contiene órdenes. Es simplemente la expresión de pésame de la Corona, lord Valentine, por el fallecimiento de su padre y del padre de todos nosotros, el gran Pontífice Tyeveras.

—¡Ah, es más astuto de que lo que yo creía! —exclamó Dilifon—. ¡Sigue teniendo limpias las manos!

—Siempre las ha tenido limpias —afirmó Narrameer—. Dígame, Hornkast: ¿quién será la nueva Corona?

—Ha sido elegido Hissune, hijo de Elsinome.

—¿El joven príncipe nativo del Laberinto?

—El mismo.

—Y lógicamente habrá una nueva Dama…

—Elsinome —corroboró Hornkast.

—¡Esto es una revolución! —juró Shinaam—. ¡Valentine ha derribado el Monte del Castillo con un simple empujón! ¿Quién puede creerlo? ¿Quién puede creerlo? ¡Lord Hissune! ¿Es posible? ¿Cómo lo aceptarán los príncipes del Monte?

—Creo que no tenían elección —replicó Hornkast—. Pero no nos preocupemos por los príncipes del Monte. Tenemos tareas que cumplir, en el que es nuestro último día de gobierno.

—Y gracias al Divino porque así sea —comento Dilifon. El gayrog le lanzó una mirada de ira.

—¡Ésa es simplemente su opinión!

—Es posible. Pero hablo también en nombre del Pontífice Tyeveras.

—¿Quién es el que habla por él mismo hoy, eh? —dijo Hornkast. Escrutó el documento que sostenía—. Hay diversos problemas extraños que requieren la atención de todos ustedes. Por ejemplo, hasta el momento mis ayudantes han sido incapaces de encontrar alguna descripción del procedimiento correcto para anunciar la muerte de un Pontífice y la proclamación de otro, dado el tiempo transcurrido desde el último acontecimiento de esta índole.

—Seguramente ningún ser vivo tiene esa clase de experiencia —expuso Dilifon—. Excepto el mismo Pontífice.

—Dudo que él nos ayude a este respecto —prosiguió Hornskast—. En estos momentos estamos buscando en los archivos los detalles de la proclama de la muerte de Ossier y el nombramiento de Tyeveras, pero si no encontramos algo tendremos que inventar la ceremonia.

Narrameer, con los ojos cerrados, intervino en voz baja y distante:

—Olvidan ustedes algo. Existe una persona que estuvo presente el día de la proclamación de Tyeveras.

Hornkast la miró, perplejo. Era una mujer anciana, eso lo sabía todo el mundo. Pero nadie sabía su edad exacta, sólo se sabía que era la oráculo imperial desde los tiempos más antiguos que cualquier ser viviente pudiera recordar. Pero si realmente vivía ya durante el reinado de Tyeveras como Corona, la intérprete de sueños era más anciana de lo que imaginaba el primer consejero. Y éste notó que un escalofrío recorría su espalda, él que creía haber superado la edad en la que nada puede causar sorpresa.

—¿Debo entender que lo recuerda? —inquirió.

—Lo veo a través de las brumas. El anuncio se hace primero en la Mansión de las Columnas. Después en la Mansión de los Globos, y en el Paraje de las Máscaras. Y posteriormente se comunica en el Corredor de los Vientos y en la Mansión de las Pirámides. Y para concluir se anuncia por última vez en la Boca de las Hojas. Cuando el nuevo Pontífice llega al Laberinto ha de entrar por la Boca de las Hojas y descender a pie nivel tras nivel. Eso es lo que recuerdo: Tyeveras caminando con inmenso vigor entre gentíos colosales que pronuncian su nombre. Andaba tan rápidamente que nadie podía seguirle y no se detuvo hasta después de recorrer el Laberinto entero y llegar al nivel inferior. Me pregunto si el Pontífice Valentine desplegará tanta energía.

—Ése es el segundo asunto extraño —dijo Hornkast—. El Pontífice Valentine no tiene planes inmediatos para establecerse en el Laberinto.

—¿Qué? —balbuceó Dilifon.

—Actualmente se halla en la Isla, con la ex Dama, la nueva Corona y la nueva Dama. El Pontífice me informa que su intención es ir a Zimroel, a fin de restablecer el orden en las provincias rebeldes. Espera que este proceso será largo y me insta a posponer la celebración de su proclamación.

—¿Por cuánto tiempo? —preguntó Shinaam.

—Indefinidamente —contestó Hornkast—. ¿Quién sabe cuánto tiempo durará la crisis? Y mientras dure, Valentine permanecerá en el mundo superior.

—En tal caso —dijo Narrameer— podemos suponer que la crisis durará tanto como años viva Valentine.

Hornkast dirigió la mirada hacia ella y sonrió:

—Usted comprende muy bien a Valentine. Detesta el Laberinto y creo que encontrará todos los pretextos posibles para no tener que vivir aquí.

Dilifon meneó muy despacio la cabeza.

—¿Pero cómo es posible? ¡El Pontífice debe residir en el Laberinto! ¡Es la tradición! ¡En diez mil años ni un solo Pontífice ha vivido en el mundo superior!

—Del mismo modo que Valentine no ha sido Pontífice hasta ahora —replicó Hornkast—. Supongo que habrá muchos cambios durante su reinado, si el mundo sobrevive a esta guerra contra los metamorfos. Pero les aseguro que a mí me importa muy poco el hecho de que el Pontífice resida en el Laberinto, en Suvrael o en el Monte del Castillo. Mi misión ha terminado, igual que la de usted, mi buen Dilifon, la de usted, Shinaam y tal vez incluso la suya, mi señora Narrameer. Las transformaciones que puedan producirse tienen escaso interés para mí.

—¡Valentine debe residir! —repitió Dilifon—. ¿Cómo podrá reafirmar su mando la Corona si el Pontífice es también un Poder visible por los ciudadanos del mundo superior?

—Ésa podría ser la idea de Valentine —sugirió Shinaam—. Se nombra Pontífice porque no puede seguir evitándolo, pero al permanecer arriba continúa desempeñando el papel activo de un monarca, reduciendo a ese lord Hissune a una situación de subordinación. ¡Por la Dama, jamás le creí tan taimado!

—Ni yo —dijo Dilifon.

—No tenemos la menor idea sobre sus intenciones —comentó Hornkast tras encogerse de hombros— sólo sabemos que él, mientras prosiga la guerra, no vendrá aquí. Y su séquito le seguirá adondequiera que vaya, ya que nosotros quedaremos libres de responsabilidades en cuanto se produzca la sucesión. —Pasó la mirada lentamente por la sala—. Y les recuerdo que hemos estado refiriéndonos a Valentine como Pontífice, cuando de hecho la sucesión no se ha producido. Ésta es nuestra última responsabilidad.

—¿Nuestra? —se extrañó Shinaam.

—¿Piensa rehuirla? —inquirió Hornkast—. Bien, váyase, métase en la cama y nosotros cumpliremos con nuestra obligación sin su ayuda. Porque debemos trasladarnos ahora mismo al salón del trono y cumplir nuestro deber. ¿Dilifon? ¿Narrameer?

—Les acompaño —dijo Shinaan en tono agrio.

Hornkast se puso en cabeza: fue un desfile lento, una exhibición de antigüedades. En varias ocasiones fue preciso esperar a que Dilifon, apoyado en los brazos de dos fornidos asistentes, hiciera una pausa para recobrar el aliento. Pero por fin llegaron a la gran puerta del salón imperial. Una vez más Hornkast deslizó una mano en el interior de la esfera de identificación y accionó el mecanismo de apertura, una tarea que sabía no realizaría nunca más.

Sepulthrove se encontraba junto al complejo recipiente de sostén vital que contenía al Pontífice.

—Es muy raro —comentó el médico—. Tras un silencio prolongado, Tyeveras ha vuelto a hablar. Escuchen, se está moviendo.

Y del interior de la esfera de vidrio azul brotaron los sonidos sibilantes y burbujeantes que eran la voz de Tyeveras. Y todos oyeron con claridad, como en veces anteriores, lo que dijo.

—Vamos. Levántate. Anda.

—Las mismas palabras —dijo Sepulthrove.

—¡Vida! ¡Dolor! ¡Muerte!

—Creo que lo sabe —dijo Hornkast—. Creo que debe saberlo.

Sepulthrove frunció el ceño.

—¿Qué ha de saber? Hornkast mostró el decreto.

—Es el pésame de lord Valentine por la pérdida del gran emperador de Majipur.

—Comprendo —respondió el médico, y su semblante aguileño se oscureció a causa de la congestión sanguínea—. De modo que por fin ha llegado la hora.

—Así es.

—¿Ahora mismo? —preguntó Sepulthrove. Le temblaban las manos. Las tenía inmóviles sobre el tablero de mandos.

Del Pontífice brotó una última andanada de palabras:

—Vida. Majestad. Muerte. ¡Valentine Pontífice de Majipur!

Se produjo un silencio terrible.

—Ahora mismo —dijo Hornkast.

8

Los interminables viajes por mar. En ese momento navegaban una vez más hacia Zimroel tras abandonar la Isla: Valentine empezaba a pensar que en una de sus vidas anteriores debía haber sido el legendario capitán Sinnabor Lavon, el hombre que se hizo a la mar con la idea de efectuar la primera travesía del Gran Océano y renunció al proyecto al cabo de cinco años, y que tal vez por ese motivo había sido condenado a volver a nacer y seguir navegando sin rumbo, sin tan sólo una pausa para descansar. Pero Valentine no se sentía fatigado y no ansiaba renunciar a la vida errante que había iniciado. En cierto sentido, de forma extraña e impensada, continuaba efectuando su gran desfile.

La flota, empujada hacia el oeste por vientos favorables, estaba aproximándose a Piliplok. En esta ocasión ningún dragón marino había amenazado o retrasado el viaje y la travesía había sido rápida.

En los mástiles las banderas apuntaban directamente a Zimroel: no eran ya los colores verde y oro de la Corona, puesto que en ese momento lord Hissune los utilizaba en su viaje aparte a Zimroel. Los barcos de Valentine lucían los colores rojo y negro del Pontífice, con el símbolo del Laberinto sobrepuesto.

Valentine no se había habituado aún a esos colores, ni al símbolo, ni al resto de alteraciones que se habían producido. Nadie hacía ya el signo del estallido estelar ante él. Bien, poco importaba, siempre había pensado que tales saludos eran absurdos. Ahora no le llamaban «mi señor» cuando conversaban con él, ya que a un Pontífice había que hablarle como «vuestra majestad». Detalle que era indiferente a Valentine, con la salvedad de que desde hacía muchos años sus oídos se habían acostumbrado al reiterado «mi señor» a modo de signo de puntuación, para fijar el ritmo de una frase, y era extraño no escucharlo. No sin dificultades conseguía que alguien le hablara, puesto que todos sabían que la costumbre de tiempos antiguos era dirigirse al primer consejero del Pontífice, nunca al mismo emperador, si bien el Pontífice estaba delante mismo y podía escuchar perfectamente cuanto se decía. Y cuando el Pontífice replicaba lo hacía también indirectamente, por meditación de su consejero. Ése fue el primer hábito pontificio que Valentine rechazó, pero no era fácil lograr que otras personas respetaran el cambio. Había nombrado primer consejero a Sleet, un nombramiento totalmente lógico, pero el ex malabarista tenía prohibido complacerse en la vetusta mascarada de fingir ser las orejas del Pontífice.

De hecho nadie comprendía la presencia de un Pontífice en un barco, expuesto a los vientos fuertes y al brillo y al ardor del sol. El Pontífice era un emperador envuelto en misterio. El Pontífice debía estar fuera del alcance de las miradas. El Pontífice, tal como sabía todo el mundo, debía estar en el Laberinto.

No iré, pensó Valentine.

He entregado mi corona y ahora otro tiene el privilegio de poner «lord» delante de su nombre, y el Castillo será el Castillo de Lord Hissune, suponiendo que él tenga oportunidad de regresar. Pero no pienso vivir bajo tierra, enterrado.

Carabella apareció en cubierta en ese momento.

—Asenhart me ruega te comunique, mi señor, que dentro de doce horas estaremos en aguas de Piliplok, si el viento continúa así.

—Nada de «mi señor» —dijo el Pontífice. Carabella hizo una mueca.

—Me es muy difícil recordarlo, vuestra majestad.

—Igual me pasa a mí. Pero el cambio ya está hecho.

—¿No puedo llamarte «mi señor» ni en casos como éste, cuando estamos a solas? Porque eso eres para mí, mi señor.

—¿Ah, sí? ¿Acaso estoy siempre dándote órdenes, acaso me sirves el vino y me traes las zapatillas como una criada?

—Sabes perfectamente que hablo de otra cosa, Valentine.

—En tal caso llámame Valentine y no «mi señor». Fui tu rey y ahora soy tu emperador, pero no soy tu amo. Eso siempre ha estado claro entre nosotros, o así lo pensaba.

—Creo que sí… vuestra majestad.

Carabella se echó a reír y él la imitó y la estrechó contra su cuerpo.

—Te he dicho muchas veces —comentó Valentine— que tengo ciertos remordimientos, incluso me siento culpable por haberte apartado de una vida de malabarista para ofrecerte las serias responsabilidades del Monte del Castillo. Y a menudo me has contestado, no, no, eso es absurdo, no hay nada que lamentar, yo misma decidí vivir junto a ti.

—Eso opino ciertamente, mi señor.

—Pero ahora soy Pontífice… ¡por la Dama, pronuncio estas palabras y me parece estar hablando en otro idioma…! Soy Pontífice, no hay duda, y ahora pienso una vez más que debo despojarte de las alegrías de la vida.

—¿Por qué, Valentine? ¿Debo entender que un Pontífice ha de renunciar a su esposa? ¡No había oído hablar de esa costumbre!

—Un Pontífice debe vivir en el Laberinto, Carabella.

—¡Otra vez el mismo tema!

—Nunca lo olvido. Y si he de vivir en el Laberinto, bien, también tú habrás de vivir allí y ¿cómo puedo pedirte eso?

—¿Me lo estás preguntando?

—Sabes que no tengo deseo alguno de separarme de ti.

—Ni yo de ti, mi señor. Pero ahora no estamos en el Laberinto y tenía entendido que no planeas ir allí.

—¿Y si tengo que hacerlo, Carabella?

—¿Quién va a obligar a un Pontífice? Valentine sacudió la cabeza.

—¿Pero y si tengo que hacerlo? Sabes tan bien como yo lo poco que me encanta ese lugar. Pero si debo ir, si por razones de estado debo ir, si se presenta la necesidad ineludible de hacerlo, cosa que ruego al Divino no suceda, si llega un momento en que la lógica gubernativa me obliga a enterrarme en ese dédalo…

—Bien, en tal caso te acompañaré, mi señor.

—¿Y renunciarás al viento, a los días soleados, al mar, al bosque y las montañas?

—Estoy segura de que encontrarás algún pretexto para salir de vez en cuando, incluso si crees necesario establecerte allí abajo.

—¿Y si me es imposible?

—Persigues los problemas más allá del horizonte, mi señor. El mundo está en peligro. Te aguardan tareas importantes y nadie va a empujarte hacia el Laberinto mientras esas tareas permanezcan inacabadas. Más tarde habrá tiempo para preocuparse de dónde viviremos y si el sitio nos gustará o no. ¿No es así, mi señor?

Valentine asintió.

—Sí. Multiplico mis pesares de una forma absurda.

—Pero te diré una cosa, y luego dejemos de hablar de esto: si encuentras algún medio de huir del Laberinto para siempre, me alegraré mucho, pero si tienes que ir allí te acompañaré y jamás me arrepentiré. Cuando siendo Corona me hiciste tu consorte, ¿piensas que no comprendí que lord Valentine acabaría siendo un día Valentine Pontífice? Al aceptarte a ti, acepté el Laberinto: igual que tú, mi señor, aceptaste el Laberinto al aceptar la corona que había llevado tu hermano. De modo que olvidemos estos problemas, mi señor.

—«Vuestra majestad» —dijo Valentine. Le pasó un brazo por los hombros y le rozó los labios con los suyos—. Te prometo no seguir cavilando sobre el Laberinto. Y tú has de prometer dirigirte a mí con el título que me corresponde.

—Sí, vuestra majestad. Sí, vuestra majestad. ¡Sí, vuestra majestad!

Y acto seguido Carabella hizo un prodigioso saludo: sus brazos describieron giros y más giros en una imitación excesivamente florida del símbolo del Laberinto.

Al cabo de un rato Carabella bajó a su camarote. Valentine permaneció en cubierta y examinó el horizonte con un catalejo.

¿Qué clase de recepción, se preguntó, me ofrecerán en la república independiente de Piliplok?

Prácticamente no quedaba una sola persona que no se hubiera opuesto a su decisión de ir a Piliplok. Sleet, Tunigorn, Carabella, Hissune… todos hablaban de riesgos e incertidumbre. Piliplok, con su locura, era capaz de cualquier cosa, incluso de apresar a Valentine y retenerlo como rehén a fin de garantizar su independencia. «El que entre en Piliplok», había opinado Carabella, lo mismo que había dicho meses atrás estando en Piurifayne, «deberá hacerlo al frente de un ejército y tú careces de ejército, mi señor.»

Hissune había expuesto idénticos argumentos. «En el Monte del Castillo se decidió», había comentado la joven Corona, «que en cuanto los nuevos ejércitos estén organizados deberá ser la Corona quien dirija las tropas que entren en Piliplok… en tanto que el Pontífice se encarga de la estrategia a distancia más segura.» Valentine le replicó que no sería necesario lanzar tropas contra Piliplok e Hissune mostró su extrañeza. «Adquirí enorme experiencia durante la guerra de restauración», explicó Valentine, «cuando apacigüé a súbditos rebeldes sin que hubiera derramamiento de sangre. Si tú, un monarca inexperto y desconocido, llegaras a Piliplok con soldados detrás, por fuerza provocarías la resistencia armada de la población. Pero si se presenta el Pontífice… ¿Quién recuerda alguna época en la que un Pontífice fuera visto en Piliplok…? Y todos quedarán asombrados, acobardados, no se atreverán a alzar la mano contra él aunque entre solo en la ciudad.»

Aunque Hissune había seguido exponiendo dudas de peso, finalmente Valentine impuso su tesis. Ningún otro resultado era posible, y Valentine lo sabía: el primer día de desempeño de su cargo pontificio, cuando acababa de traspasar el poder temporal de la Corona al joven príncipe, él no podía quedar relegado a esa posición de testaferro que se suponía lógica en los pontífices. Valentine estaba descubriendo que nadie renuncia al poder con facilidad, ni siquiera las personas que en tiempos creyeron estar poco dispuestas a asumirlo.

Pero el problema no era simplemente contender por el poder, pensó Valentine. El problema era evitar que corriera la sangre si tal cosa no era precisa. Evidentemente Hissune no creía posible reconquistar Piliplok por medios pacíficos. Y Valentine deseaba demostrarle que era posible. Digamos que formará parte de la educación de la nueva Corona en el arte del gobierno, meditó Valentine. Y si fracaso, concluyó, bien: en ese caso digamos que será parte de mi educación.

Por la mañana, cuando Piliplok apareció de pronto junto a la oscura desembocadura del gran río Zimr, Valentine dio orden de que la flota se dividiera en dos grupos, con la nave capitana, la Lady Thiin, en el vértice de la formación. Y ataviado con la vestimenta pontificia de vivos tonos escarlatas y negros que pidió le hicieran antes de salir de la Isla se situó en la proa de la nave, de forma que todo Piliplok pudiera verle con claridad al frente de la flota real.

—Otra vez nos mandan los barcos dragoneros —dijo Sleet. Era cierto. Igual que la vez anterior, cuando Valentine llegó a Piliplok siendo Corona con la intención de iniciar la gran procesión por Zimroel, la flota de dragoneros navegaba hacia la nave capitana. Pero la vez anterior lucían brillantes emblemas verde y oro en sus cordajes y habían recibido al monarca con gozosos sonidos de trompetas y tambores. En ese momento, vio Valentine, los dragoneros llevaban una bandera distinta, amarilla y atravesada por un gran tajo carmesí, sombría y siniestra como la forma espigada de las mismas embarcaciones. Debía ser la bandera de la república independiente que Piliplok afirmaba ser y la flotilla de dragoneros no iba a recibir al Pontífice de forma amistosa.

El gran almirante Asenhart miró inquietamente a Valentine. Señaló el megáfono que llevaba en la mano.

—¿Debo ordenarles que se rindan y nos escolten hasta el puerto, majestad?

Pero el Pontífice se limitó a sonreír e indicó al almirante que conservara la calma.

La embarcación más potente de Piliplok, un barco monstruoso provisto de un mascarón de proa con terribles colmillos y unos extraños mástiles de tres puntas, abandonó la formación y se situó cerca de la Lady Thiin. Valentine reconoció al momento el barco, el de su vieja conocida Guidrag, la veterana capitana de dragonero: y allí estaba la feroz skandar, en cubierta, gritando por un megáfono:

—¡En nombre de la república independiente de Piliplok, no avancéis más e identificaos!

—Déme ese artefacto —dijo Valentine a Asenhart. Se acercó el megáfono a los labios y gritó—: ¡Esta nave es la Lady Thiin y yo soy Valentine! ¡Suba a bordo y hable conmigo, Guidrag!

—¡Tal vez no lo haga, mi señor!

—¡No he dicho lord Valentine, sino Valentine! —respondió—. ¿Entiende lo que le digo? ¡Y si no quiere subir aquí, bien, bajaré yo! ¡Dispóngase a recibirme a bordo!

—¡Majestad! —dijo Sleet, horrorizado. Valentine miró a Asenhart.

—Prepare una cesta flotante para nosotros. Sleet, tú eres el primer consejero: me acompañarás. Y tú también, Deliamber.

—Mi señor, por favor… —dijo ansiosamente Carabella.

—Si quieren apresarnos —repuso Valentine—, lo harán igual a bordo de su nave que de la mía. Tienen veinte barcos por cada uno de los nuestros y además van bien armados. Vamos, Sleet… Deliamber…

—¡Majestad! —intervino con voz firme Lisamon Hultin—. ¡No podéis hacer eso si yo no os acompaño!

—¡Ah, magnífico! —-dijo Valentine, risueño—. ¡Das órdenes al Pontífice! Admiro tu espíritu: pero no, esta vez no llevaré guardaespaldas, ni armas, ni protección de ningún tipo aparte de esta vestimenta. ¿Está listo el flotador, Asenhart?

Ataron y suspendieron del palo de trinquete la cesta. Valentine subió e hizo una señal a Sleet, que tenía el semblante serio y desolado, y al vroon. Volvió la cabeza hacia los reunidos en la cubierta de la nave capitana: Carabella, Tunigorn, Asenhart, Zalzan Kavol, Lisamon y Shanamir, todos le miraban como si hubiera perdido por completo la cordura.

—Ya deberíais conocerme a fondo —dijo en voz baja y ordenó que arriaran la cesta.

La cesta quedó flotando en el agua, se deslizó suavemente sobre las olas y trepó por un lado del barco dragonero hasta quedar agarrada por el gancho que Guidrag había hecho bajar. Instantes después Valentine pisaba la cubierta de la embarcación, cuyos maderos estaban oscurecidos por manchas indelebles de sangre de dragón. Una decena de impresionantes skandars, el más débil dos veces más corpulento que Valentine, se situaron ante éste comandados por la anciana Guidrag. La capitana tenía la dentadura con más lagunas y el espeso pelaje más descolorido todavía que la vez anterior. Sus ojos amarillos despedían fuerza y autoridad, aunque Valentine captó igualmente cierta vacilación en sus facciones.

—¿Qué es esto, Guidrag? ¿Por qué me acogéis con tan poca amabilidad en esta visita? —inquirió Valentine.

—Mi señor, no teníamos la menor idea de que volvíais.

—Sin embargo parece que he vuelto una vez más. ¿Y no debería ser saludado con más alegría?

—Mi señor… aquí han cambiado las cosas —dijo la skandar, tartamudeando un poco.

—¿Cambios? ¿La república independiente? —Contempló la cubierta y miró a los otros barcos, colocados por todos los lados—. ¿Qué es una república independiente, Guidrag? No creo hacer oído ese término anteriormente. Contésteme: ¿qué significa?

—Sólo soy una capitana de dragonero, mi señor. Estos asuntos políticos… no soy quién para comentarlos…

—En tal caso, discúlpeme. Pero al menos acláreme esto: ¿con qué fin os mandaron salir al encuentro de mi flota, si no es para darnos la bienvenida y acompañarnos al puerto?

—No me ordenaron daros la bienvenida —dijo Guidrag—, sino echaros. Aunque os repito que no teníamos la menor idea de que erais vos, mi señor… sólo sabíamos que llegaba una flota de naves imperiales…

—¿Acaso las naves imperiales ya no son bien recibidas en Piliplok?

Hubo una larga pausa.

—No, mi señor —repuso vacilantemente la skandar—. No son bien recibidas, mi señor. Nos hemos… ¿cómo podría decirlo?… Nos hemos separado del imperio, mi señor. Eso es una república independiente. Un territorio que se administra por sí mismo y no es gobernado desde fuera.

Valentine enarcó las cejas afectadamente.

—Ah, ¿y por qué? ¿Tan opresivo es el gobierno imperial, lo cree así?

—Estáis jugando conmigo, mi señor. Estos asuntos superan mis conocimientos. Yo sólo sé que estamos en tiempos difíciles, que hay cambios, que Piliplok prefiere decidir ella misma su destino.

—¿Debido a que Piliplok aún tiene comida y otras ciudades no? ¿Tan pesada es para Piliplok la carga de tener que alimentar a los hambrientos? ¿Es eso, Guidrag?

—Mi señor…

—Deje de llamarme «mi señor» —dijo Valentine—. Ahora debe llamarme «vuestra majestad».

La capitana reflejó la mayor preocupación todavía.

—¿Es que ya no sois la Corona, mi señor… vuestra majestad…?

—Los cambios de Piliplok no son los únicos que se han producido —explicó Valentine—. Se lo demostraré, Guidrag. Después volveré a mi barco, usted me conducirá al puerto y conversaré con los expertos de esta república independiente vuestra, a fin de que puedan aclararme la situación. ¿De acuerdo, Guidrag? Permítame mostrarle quién soy.

Cogió una mano de Sleet y un tentáculo de Deliamber con su otra mano y se deslizó con naturalidad hacia el estado de sueño vigilante, la situación de trance que le permitía hablar telepáticamente como si de hacer envíos se tratara. De su alma, en dirección a la capitana, fluyó una corriente de tal vitalidad y fuerza que el aire empezó a brillar: no estaba usando simplemente la fuerza desarrollada en él durante la reciente época de vejaciones y caos, sino también la que le prestaban Sleet y el vroon, sus camaradas a bordo de la Lady Thiin, lord Hissune y la madre de éste, la Dama, su madre la ex Dama y todas las personas que amaban al Majipur anterior y deseaban que volviera a ser como antes. Proyectó su mente hacia Guidrag, hacia los cazadores de dragones situados junto a la capitana, hacia los tripulantes de las otras embarcaciones y hacia los ciudadanos de la república independiente de Piliplok que aguardaban al otro lado del mar. Y el mensaje que les envió fue muy sencillo: venía allí para perdonarles sus errores y recuperar su lealtad a la gran comunidad que era Majipur. Les comunicó también que Majipur era indivisible y que el fuerte debía ayudar al débil o ambos perecerían, puesto que el mundo se hallaba al borde del abismo y tan sólo un esfuerzo potente podía salvarlo. Y para finalizar les dijo que el principio del fin de la era de caos se acercaba, porque Pontífice, Corona, Dama y Rey de los Sueños luchaban conjuntamente para reparar el daño y volverían a estar unidos si los ciudadanos tenían fe en la justicia del Divino, en cuyo nombre él reinaba ahora como monarca supremo.

Abrió los ojos. Vio a la aturdida Guidrag que se bamboleaba e iba cayendo de rodillas sobre cubierta, muy despacio, y el resto de skandars la imitó. Luego la capitana puso ambas manos ante sus ojos como si quisiera protegerlos de una luz terrible.

—Mi señor… vuestra majestad… vuestra majestad —murmuró la skandar en tono de aturdimiento y admiración.

—¡Valentine! —exclamó alguien al otro extremo de cubierta—. ¡Valentine Pontífice!

Y el grito fue imitado por marinero tras marinero:

—¡Valentine Pontífice! ¡Valentine Pontífice!

Finalmente esa frase se propagó de barco en barco, surcó las aguas y llegó incluso a los muelles de la distante Piliplok.

—¡Valentine! ¡Valentine Pontífice! ¡Valentine Pontífice!

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