Sevilla aún era más grande y hermosa de lo que mis lejanos recuerdos decían. Ciudad imperial como ninguna en el mundo, dejó a Juanillo y a Damiana sin aliento, entretanto Rodrigo y yo, embelesados, hacíamos ver que, como españoles de origen, no nos sobrecogía su imponente presencia. «Quien no ha visto Sevilla, no ha visto maravilla», afirmaba el común proverbio y mucha verdad era, pues, cerrada enteramente por sus grandiosas murallas que bien podían alcanzar las nueve mil varas de largor, Sevilla elevaba al cielo las soberbias flechas de sus incontables campanarios y la majestuosa torre mora de su Iglesia Mayor [13] dejándose besar por las aguas del olivífero Betis [14]y las del arroyo Tagarete. [15]
Al cauce del Betis llegamos cuando aún no eran las diez del día, y, dejando a la siniestra el Castillo de Triana, en el cual se albergaban las cárceles y tribunales del Santo Oficio de la Inquisición (de aciago y aborrecible recuerdo para mí), cruzamos el río por el puente de barcas, embelesados por el grande número de galeras y navíos que allí mismo fondeaban junto a la que llaman Torre del Oro, cercana a la que llaman de la Plata. [16] Alcanzamos, pues, el Arenal, inmenso lugar entre el río y las murallas, donde gentes de todas las naciones se afanaban en sus muchos quehaceres y las voces y gritos que se escuchaban a la redonda nuestra hablaban en lenguas de todo lo descubierto de la Tierra. Sevilla, centro del imperio, puerta para todos llana, hervía en multitudes como el caldo de una olla al fuego. De allí, del Arenal, partían las flotas y las Armadas para el Nuevo Mundo y allí, al Arenal, volvían con las inmensas riquezas en metales, piedras y perlas.
– ¿Hacia dónde nos dirigimos ahora, hermano? -me preguntó Rodrigo, que montaba al lado mío en tanto Juanillo, pendiente del gentío, gobernaba el carro tras nosotros, y Damiana, con los arcones de mi tesoro, se ocultaba en su interior.
Todo lo tenía pensado, pues las noches en blanco pasadas en las ventas del camino me habían servido para ello.
– Yo iré a enterarme si la Armada de Tierra Firme arribó ya a Sevilla -dije, alzando la voz para hacerme oír- y, si así fue, dónde está mi padre y cómo puedo verlo. Vosotros averiguad dónde vive Clara Peralta, la hermana de madre, y, luego, volved a buscarme hacia el mediodía. No andaré muy lejos.
– Recuerda tu carga -dijo, señalando el carro con una inclinación leve de cabeza.
– La recuerdo -repuse-, y la dejo contigo a buen recaudo. Con tu mal talle y la fea traza del carro, nadie sospechará lo que llevas.
– Que así sea -dijo arqueando las cejas, no muy seguro. Dio un tirón a las riendas y se dirigió hacia Juanillo, que sofrenó el tiro, y, luego de hablar, se dirigieron hacia la puerta de Triana, que lucía columnas a los lados y enormes estatuas en la parte de arriba. Todo era grande y majestuoso en Sevilla, hasta sus puertas camineras.
Miré en derredor y avancé hacia la Torre del Oro, por ver que allí estaba congregada una caterva de muchachos de la esportilla que descargaba las mercaderías de una galera italiana, dejando en la arena toneles, pipas, botijas y barriles. Acaeció, pues, que habiéndome allegado, detuve mi montura y, sin bajarme, busqué entre ellos a quien pudiera mejor servirme. Un mozo de hasta unos veinte años de edad, agraciado, de cabellos rubios, piel tostada y, pese al frío que hacía, mal vestido con unos raídos calzones de paño pardo y un capotillo, al verme allí parada, contemplándolos, dejó su carga y, con gesto insolente, se quitó la montera y me hizo una reverencia:
– ¿En qué podemos servir a vuesa merced? -me preguntó, burlón.
En verdad debía de verme como un mozalbete perdido y fácil de timar, lo cual aún despertó más mi rabia. Si aquel truhán no hubiera sido tan apuesto y no hubiera tenido aquellos ojos claros tan hermosos, a fe que le habría dado una patada en los dientes con la punta de mi bota. Suspiré, lamentando que tanta lindura perteneciera a un bellaco de condición tan maliciosa y tan amigo de burlas.
– ¿Ha arribado a Sevilla la Armada de Tierra Firme al mando del general Jerónimo de Portugal?
– Arribó la pasada semana, señor.
¡Mis cuentas habían sido acertadas! ¡Mi padre estaba en Sevilla!
– ¿Conoces su cargamento?
El mozo arrufianado se extrañó de mi curiosidad.
– Adivino por vuestras ropas de viaje que sois recién llegado -dijo, creciéndose-. ¿A qué esas preguntas?
Busqué en mi faltriquera, bajo el gabán, y le lancé por el aire un ochavo [17] que él cogió graciosamente y de buena gana. Por su respingo, tuve para mí que hasta ese día no había contado más que en coronados. [18]
– ¿Y a qué vienen las tuyas, bribón? Responde a lo que te demandé, si es que quieres más monedas.
– Dicen que traía en sus arcones cuatro millones y medio de ducados en oro y plata, perlas y piedras, y dos en añil, cochinilla y otras mercaderías.
– ¿Cómo estás tan bien instruido? -me sorprendí.
– En Sevilla, señor, todo se conoce. Bien se aprecia que sois de fuera. Parecéis gitano, berberisco o, quizá, mestizo. ¿De qué tierra viene vuesa merced, señor gentilhombre?
Aquel esportillero malnacido era un curioso impertinente mas, si no respondía, podía formar una algarabía y llamar a los alguaciles de la puerta del Arenal, no muy distante.
– De Toledo. Acabo de llegar.
Se vio en sus ojos que me había comprendido. Me tomaba ahora por judío converso. Su gesto y su tono cambiaron al punto pues su nariz olisqueó caudales.
– ¿Necesitáis un criado, señor? -se ofreció ansiosamente-. Yo conozco Sevilla como nadie. Aquí nací y aquí he vivido siempre. Mi nombre es Alonso, Alonso Méndez. Puedo ayudaros en todo cuanto preciséis y aun en más.
No me vendría mal su ayuda, me dije, mas no me parecía un sujeto de fiar y no quise comprometerme.
– ¿Y el pasaje que vino con la Armada?
Alonso, con la montera en una mano y actitud servicial, se arregló los rubios cabellos echándoselos hacia atrás y se quedó en suspenso, pensativo.
– No venía más pasaje -dijo, al fin- que el que traía la capitana y eran unos condes, se dijo que los de Riaza, y un reo anciano que llevaron a la Cárcel Real.
Si hubiera visto una aparición o un fantasma no habría sido mayor mi sobresalto pues, a tal punto me turbé, que no pude hablar palabra por un buen espacio. ¿Los condes de Riaza? ¿Diego Curvo y su joven esposa en Sevilla? ¿Por qué? Sólo quedaba Arias en Tierra Firme para poner en ejecución los negocios sucios de la familia.
– ¿Os encontráis mal, señor? -me preguntó el mozo. Yo tenía la mirada perdida en el río y no me tomé la molestia de responderle.
¿Qué se me daba a mí de lo que hicieran los Curvos a los dos lados de la mar Océana? Habíamos sellado un tratado durante el juicio a su primo Melchor de Osuna por el cual ellos se comprometían a dejarnos en paz y nosotros a guardar silencio sobre sus fullerías comerciales. Lo único que me debía importar era que mi padre estaba en Sevilla y que yo tenía que rescatarlo.
– ¿Dónde está la Cárcel Real?
– ¿Conocéis donde se une la calle Sierpes con la plaza de San Francisco? -Me escudriñó el semblante, que yo tenía como de palo y, asintiendo confiadamente, echó a correr entre las gentes como asno con azogue en los oídos [19]-¡Yo puedo llevaros, señor! ¡Seguidme!
No me iba a resultar fácil deshacerme de tan pertinaz y solícito criado. Di espuelas a mi caballo y partí en pos de él, cruzando la puerta del Arenal y siguiendo por la bulliciosa y espaciosa calle de la Mar hasta llegar a la Iglesia Mayor, la más suntuosa y rica que contemplarse pueda, en cuyas Gradas cercadas de cadenas se reunían los mercaderes para realizar los grandes negocios del Nuevo Mundo. Mas si algo me estaba sorprendiendo desde que había entrado en Sevilla no era tanto la ostentosísima riqueza de sus edificios e iglesias como la trágica pobreza en la que vivían sus gentes. O yo tenía la memoria muy flaca o mis años en Tierra Firme me habían hecho olvidar la miseria de los habitantes de España. A pesar de ser súbditos del rey más poderoso del orbe y de vivir en el más grande imperio, los españoles pasaban hambre y frío, carecían de lo necesario y sufrían de ese embrutecimiento que produce el prolongado infortunio. No era de extrañar, pues, que los más listos y valientes emigraran al Nuevo Mundo buscando una oportunidad para mejorar su situación y una vida nueva para sus familias. España era un gigante con los pies de barro y los Austrias no hacían más que empeorar la situación.
Desde la Iglesia Mayor, torciendo a la siniestra, el mozo rubio y yo marchamos recto hasta la plaza de San Francisco, de grande elegancia por sus pórticos y su señorial suelo empedrado, lugar en el que se hallaban la Audiencia, el Ayuntamiento de la ciudad y, por más, se realizaban las ejecuciones públicas y las fiestas de toros y cañas. Decenas de mendigos harapientos y ateridos pedían limosna por el amor de Dios bajo los soportales y a la redonda de una graciosa fuente culminada por una figura de bronce que dominaba la plaza desde un costado.
El mozo se detuvo al fin frente a un enorme edificio que lucía varios escudos de armas y, en lo alto, una grande estatua de la Justicia con una espada en ristre en una mano y un peso enfilado en la otra. Mucho me admiró la cuantiosa e incesante afluencia de gentes que entraban y salían por su puerta principal.
Detuve mi cabalgadura y desmonté, pensando en dejarla al cuidado de Alonso, mas éste tomó las riendas de mi mano y se alejó unos pasos para entregarlas a unos mozos malcarados que parecían tener por oficio el cuidado de las monturas, especialmente las de aquellos que visitaban la cárcel. Al punto lo tuve junto a mí, dispuesto a seguirme, y descubrí que me sacaba más de una cabeza y que era bien formado y robusto, aunque atufaba ásperamente a ajos crudos.
– ¿Queréis entrar, señor? -me preguntó, mirando el tráfago de gentes que abrumaban la puerta.
– Debo hacerlo.
– Entonces, dejad que os ayude. ¿Buscáis a un reo?
Asentí, encaminándome hacia el edificio. Alonso me alcanzó.
– Decidme su nombre.
– No tengo por qué -razoné secamente-. No te conozco de nada y no preciso de tus servicios. Tengo para mí que te pagué bien en el Arenal. No me sigas.
– ¡No sabéis lo que hacéis, señor! -me gritó-. La Cárcel Real es un infierno y no encontraréis a vuestro amigo si alguien como yo no os ayuda.
Me volví y le miré fijamente.
– ¿Acaso la conoces por haberla habitado, Alonso?
El bellaco enrojeció.
– ¿Qué mejor ayuda podríais desear? -repuso-. La Cárcel Real es un lugar de tan grande confusión que saldréis de ella robado, timado y tan desnudo como el día que vinisteis al mundo y, por más, sin haber encontrado al que buscáis.
El pensamiento de acabar desnuda en el interior de una cárcel de hombres fue lo que me decidió a consentir, aunque no sabía si un antiguo vecino de tan asqueroso lugar era la compañía que en verdad precisaba para hallar a mi padre.
– Decidme el nombre de vuestro amigo -insistió.
– No es un amigo. Es mi padre. Se llama Esteban Nevares, hidalgo de linaje, y llegó a Sevilla la pasada semana en la capitana de la Armada de Tierra Firme.
Casi pude oír el ruido que hacían las cavilaciones dentro de la testa rubia de Alonso. A pesar de ello, nada dijo. Se conformó con volver a examinarme el rostro buscando los restos de aquel judío de Toledo que ahora se asemejaba más, y mejor, a un joven mestizo de las Indias Occidentales.
– Sea -resopló-. Seguidme, señor. Encontraré a vuestro padre.
Si había algún lugar inmundo sobre la Tierra donde todos los crímenes, las miserias y las desgracias se reunieran bajo un mismo techo, ése era la Cárcel Real de Sevilla. Abriéndonos paso a codazos entre la muchedumbre, cruzamos la entrada y llegamos hasta una puerta junto a la que se hallaba, placenteramente sentado, un portero a quien parecían importarle un ardite las gentes que salían o entraban.
– A esta primera puerta se la conoce como la Puerta de Oro -me explicó Alonso-, porque mucho oro ha de pagar el reo al alcalde y a los porteros si quiere alojarse en la casa pública, donde recibe un trato de privilegio y dispone de aposentos con todas las comodidades.
Subimos unas escaleras y, al cabo, llegamos hasta unas rejas de hierro tan abiertas como la Puerta de Oro y con otro portero en todo semejante al anterior. Siete u ocho presos pobres se apoyaban en ella, como esperando algo.
– A esta puerta se la conoce como la Puerta de Cobre -volvió a explicarme Alonso-, porque a los que entran por ella les basta con disponer de dineros de cobre y vellón.
Uno de los presos que descansaba en la reja miró a mi flamante criado y le reconoció:
– ¡Eh, Alonsillo! ¡Demonio de mozo! ¿Qué has hecho esta vez?
Alonso sonrió y los dos se fundieron en un abrazo de bravos, jactancioso y teatral.
– Estoy de visita, hermano, y he menester tu ayuda. Mi amo -y me señaló con el dedo- está buscando a uno de los reos nuevos, uno que llegó la pasada semana y que responde por Esteban Nevares.
– No digas más, muchacho -dijo el preso con el tono pomposo de un ministro de la corte. Luego, se volvió hacia el interior del corredor y gritó a voz en pecho-: ¡Hola! ¡A Esteban Nevares!
En lo que se tarda en dar un trago de vino, una voz tras otra empezaron a repetir el grito de llamada hasta escucharse como si llegara desde las entrañas de la Tierra. Al cabo, la Cárcel Real de pleno, en la mayor confusión y griterío del mundo, coreaba el nombre de mi padre hasta resultar imposible oír lo que Alonso intentaba decirme al oído:
– ¡Déle vuesa merced tres o cuatro coronados a mi hermano!
– ¿Qué dices?
– ¡Que le dé vuesa merced cuatro o cinco coronados a mi hermano Ramón de Vargas!
Asentí, saqué las monedas y las puse en la mano callosa y mugrienta del tal Ramón, que las miró con avarienta alegría.
La algarabía se acalló de a poco y del nuevo sosiego surgieron otras voces, cada una más cercana que la anterior:
– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!
– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola!
– ¡Galera Nueva y Crujía! ¡Hola! -gritó, por fin, el baladrero más cercano.
Ramón de Vargas, que había hecho desaparecer las monedas en una bolsilla que ocultó en su seno, sonrió satisfecho.
– Ya sabes dónde está -le dijo a Alonso y éste asintió-. Pasa, que sabes llegar tú solo.
Alonso, en vez de entrar por la Puerta de Cobre donde trabajaba su amigo, giró talones a la siniestra y se encaminó hacia otra reja abierta de par en par que daba también a unos corredores.
– Ésta es la Puerta de Plata, señor, y es así conocida porque los presos que aquí se afligen deben pagar mucha plata si es que quieren vivir sin grillos.
Entramos por el corredor. Allí todo era muy grande, conforme al tamaño del edificio que había visto desde fuera. Lo que propiamente resultaba ser la prisión no consistía tanto en celdas o calabozos como en ranchos, o lo que es lo mismo, lugares donde se hacinaban trescientos o cuatrocientos presos separados sólo por mantas viejas que colgaban de luengas cuerdas. Cada uno de esos ranchos, me explicó Alonso, tenía su propio nombre, que venía dado por los delitos y el jaez de los reos que en ellos se juntaban y, así, en aquella galería, estaba el rancho de los Bravos seguido por el llamado Tragedia y, al fondo, el que llamaban Venta, porque en él pagaban a escote los presos nuevos.
– En los entresuelos -me explicaba Alonso mientras seguíamos caminando entre la confusa multitud en la que resultaba imposible distinguir los que eran inquilinos de los que sólo estaban de visita- hay otros cuatro ranchos: Pestilencia, Miserable, Ginebra y Lima Sorda.
– ¡Pardiez! ¿Cuántos reos tiene esta prisión?
– De mil a mil ochocientos según el momento del año.
Y, ¿qué decir de la presencia de mujeres? No menos de trescientas o cuatrocientas mancebas de vida distraída zanganeaban por allí, llevando jarras de vino y asistiendo a las partidas de naipes como entretenidas de sus galanes. El lugar era sucio y lúgubre, y olía muy mal, a pozo de excrementos y a animales muertos, y, en alguna ocasión, se me revolvieron las tripas y me dieron bascas. Sentí temor de andar por allí, entre aquellas gentes de tan mala calidad, y me acobardaron los gritos, los golpes, las peleas, las voces malsonantes y amenazadoras, el barullo brutal. Sólo la necesidad de encontrar a mi padre, ya tan cercano, y de abrazarle y sacarle de allí me permitió seguir dando un paso después de otro.
Comenzamos a descender por una nueva escalera que daba a un patio cuadrado, de unos treinta pasos de anchura por otros treinta de largor, en el centro del cual había una fuente donde algunos se divertían echándose agua unos a otros. A la redonda del patio había unos catorce o quince calabozos, en uno de los cuales, me dijo Alonso, se daba el tormento. Había, asimismo, cuatro tabernas en las que se vendía vino, carne y bacalao, y algunas tiendas de fruta y aceite, todas ellas propiedad del alcalde y del sotoalcalde, que las arrendaban por catorce o quince reales al día.
Alonso se fue hacia la siniestra y entró en un corredor oscuro.
– Ésta es la Galera Nueva, señor. Aquí, en uno de sus ranchos, se encuentra vuestro padre.
¡Asqueroso albergue de aire apestado! ¡Allí, en aquella miseria hedionda en la que abundaban los peores facinerosos, bergantes, desalmados, blasfemos, perjuros, violadores y criminales habían encerrado a mi señor padre, al hombre más digno, honrado y bueno de todo lo conocido de la Tierra! Cuatro cirios allí y otros tantos allá y acullá iluminaban las tinieblas.
– ¿Quién va? -gritó alguien.
– ¡Alonso Méndez, a quien conoces! -respondió mi criado-. Voy a la Crujía, a ver a uno.
– Pasa, pues -gruñó la voz.
– Andad con tiento en este corredor, señor -murmuró mi criado-. Aquí, en la Galera Nueva, están los hombres que han cometido los delitos más grandes. Nosotros vamos al rancho llamado Crujía, donde están los galeotes, mas aquí se encuentran también los ranchos conocidos como Blasfemo, Compaña, Goz, Feria, Gula y Laberinto.
– ¿Y quiénes los habitan? -susurré.
– No queráis saberlo. La hez de la humanidad, señor, su escoria más corrompida. Poned la mano en vuestras armas bajo el gabán y no las soltéis.
¿Mi padre estaba allí? En mi alma pujaban la rabia y el odio. Sonaban dentro de mi cabeza las palabras que me dijo mi compadre Sando, allá en el lejano palenque: «Salva a tu padre, Martín. La justicia del rey no es buena. Es mala.» ¡Qué grande razón tenía! Y eso que él no había visto la Cárcel Real, donde se ponía en ejecución la susodicha justicia del rey.
– Aquí debe de hallarse vuestro padre, señor -me dijo Alonso, apartando la manta que cubría una entrada.
No se veía nada. Todo eran sombras, sombras y hedor a sangre seca y a inmundicias humanas. Los gemidos de las gentes que allí se encontraban eran lo único que delataba su presencia. Mi criado se alejó y me dejó sola, a oscuras, tan agarrotada que no podía ni abrir la boca para llamar a mi padre, mas regresó al punto con una vela encendida.
– Me ha costado el ochavo que me disteis en el puerto -declaró.
– Te lo pagaré de nuevo -dije, arrancándosela de las manos y allegándome al preso que tenía más cerca. El hombre, tumbado sobre el suelo, se quejó, soltó una blasfemia y se llevó los brazos a los ojos para protegerse de la luz. No le cabían más picaduras de pulgas y de chinches en el cuerpo. El segundo roncaba y no se apercibió de mi presencia. El tercero despellejaba ansiosamente una rata gorda y gris entretanto se la iba comiendo cruda y se enfadó mucho cuando la luz reveló lo que hacía. Empezó a gritar e intentó disimular la rata en sus espaldas, creyendo que yo venía en voluntad de quitársela.
El cuarto preso era mi padre. Estaba tirado en el suelo como un perro sarnoso y moribundo, con la misma ropa que debía de llevar el día que le apresaron en Santa Marta, tres meses atrás. Una gruesa cadena de hierro le iba desde el pie hasta la pared y llevaba dos argollas en el cuello: de una salía otra cadena que iba igualmente a la pared y de la otra bajaban dos hierros que le llegaban hasta la cintura y a los que se asían dos esposas cerradas con un grueso candado en las que tenía las manos.
Costaba mucho reconocerle. Todo él era una pura llaga, sangrante e infectada. Estaba lleno de úlceras y pústulas y no tenía uñas ni en las manos ni en los pies. De su boca colgaba un hilillo de baba negruzca. Con todo, aquel triste ser era mi padre, el hombre alto de cuerpo, de nariz afilada y de piel del color de los dátiles maduros que mareaba por las aguas tibias y luminosas del Caribe al gobierno de su nao mercante. Era mi padre, mi muy querido padre Esteban Nevares, el buen mercader de trato de Tierra Firme que me había salvado la vida y me había prohijado, que me había enseñado a leer y a escribir y me había obligado a estudiar, a aprender a montar a caballo, a gobernar una nao y a enfrentarme a los problemas hasta resolverlos. Me arrodillé junto a él, dejé la vela en el suelo y, pasando los brazos bajo su escuálido cuerpo, le alcé y le abracé con todas mis fuerzas.
– ¡Padre, padre! -exclamé en su oído, sollozando-. ¿Podéis oírme, padre?
No abrió los ojos ni emitió sonido alguno. Le busqué el pulso entre las argollas del cuello y se lo encontré. Su corazón aún latía, aunque muy débilmente.
– ¡Padre! -grité fuera de mí. Cientos y cientos de gritos respondieron al mío desde todas las partes de la Cárcel Real. No sé si sería por burla o que en verdad había tal número de locos allí dentro.
Le abracé durante mucho tiempo sin que él despertara. Con un pañuelo que llevaba le limpié el rostro. Luego, como dejaría una madre a su hijo en la cuna, le recliné de nuevo sobre el sucio suelo y me incorporé. El criado, quien, sin que yo me hubiera apercibido, se había puesto de hinojos a mi lado sujetando la luz, se levantó también.
– Alonso -le dije-, ¿puedes poner en ejecución en esta cárcel algunas prevenciones para mejorar la situación de mi padre?
– Con dineros, aquí todo es posible.
– Sea. Aquí tienes un real de plata. [20] -Sus ojos se agrandaron hasta quedar tan redondos como la misma moneda que le entregaba-. Trae de presto una sopa caliente con mucha carne de alguna de las tabernas del patio. Y vino; trae vino también. Y consigue mantas nuevas. Dos o tres. Y haz lo que sea menester, ofrécele al alcalde lo que pida, para que mi padre disponga cuanto antes del mejor de esos aposentos de la casa pública que hay en la Puerta de Oro.
– Con esta fortuna puedo, incluso, portaros al barbero de la enfermería para que examine a vuestro padre, señor -declaró.
Entonces me volvió Damiana a la memoria, la curandera negra que madre, con su agudo y acertado juicio de siempre, me había hecho traer desde Tierra Firme.
– No, al barbero ni lo mientes -rehusé-. Le mataría en el tiempo de rezar un paternóster con sus sangrías y lavativas. Acaba presto los recados y vuelve. Te pagaré bien tus servicios y he menester que ejecutes algunos más.
Volví a sentarme en el duro suelo, junto a mi padre, y volví a tomarle en mis brazos como si fuera un recién nacido, acunándole y acariciándole por ver si se despertaba, mas no lo hizo. Empecé a narrarle que ahora tenía dos barcos nuevos, un patache y una zabra, y le evoqué cuán hermoso era marear bajo el sol por nuestras aguas de color turquesa allá en el Nuevo Mundo. Le hablé de madre, de María Chacón, la mujer a la que él cantaba, con su vozarrón grave y a pleno pulmón, aquella coplilla que decía: «Soy contento y vos servida, ser penado de tal suerte que por vos quiero la muerte mas que no sin vos la vida.» Se la canté al oído, aunque de nada sirvió pues continuó sin despertar.
Empezaba a recelar que aquel ladrón de Alonso se había fugado con mi real de a ocho cuando oí fuertes pisadas en el corredor y, finalmente, vi entrar a un nutrido grupo de presos, con hachas encendidas, al frente del cual venía mi criado acompañado por un hombre cuya edad frisaría los treinta años y que lucía una barriga tan grande como un tonel.
– Señor -me dijo mi criado-, éste es el sotoalcalde de la Cárcel Real, don Pedro Mosquera. Señor don Pedro, éste es mi amo, el señor Nevares.
Me incorporé trabajosamente y, sacudiéndome las manos en el gabán, le saludé con una inclinación y puse mi chambergo a sus pies con un movimiento elegante.
– Mi nombre, señor, es Martín Nevares, soy hijo de este reo que agoniza en tan lamentables condiciones, el hidalgo don Esteban Nevares. Acabo de llegar a Sevilla desde Toledo y dispongo de caudales suficientes para darle a mi padre todas las comodidades que su cárcel le pueda proporcionar.
– No os preocupéis más por vuestro padre, don Martín -repuso gentilmente el sotoalcalde, cuya voz suave y fina se reñía grotescamente con su maciza gordura-. He dispuesto que sea trasladado a nuestro mejor aposento para reos y ya le están preparando una buena comida y ropa limpia. Me ha dicho Alonsillo que no queréis que le visite el barbero.
– No, no quiero. Yo mismo traeré a alguien que cuidará de él.
– Se hará como deseáis, señor. Si sois tan amable de alejaros un poco, don Martín, podré quitarle a vuestro señor padre los grilletes y el guardamigo.
Poderoso caballero es don dinero. Mucho me hubiera gustado darle un buen puntapié a aquel hideputa que mantenía en semejante infierno a los reos sin recursos. Era un ladrón y un bellaconazo, y seguro que se las daba de grande cristiano y que no faltaba nunca a las misas de domingo.
Los fornidos reos que habían acompañado al sotoalcalde traían unas parihuelas en las que pusieron a mi padre con todo cuidado. Salimos de la Crujía en procesión y en procesión abandonamos la Galera Nueva y cruzamos el patio, levantando grande expectación y alboroto. Los dos bastoneros que protegían al sotoalcalde hacían su trabajo a conciencia cuando los presos fanfarrones se acercaban más de lo que debían. De tal guisa, y entre gritos, insultos y burlas, subimos las escaleras, desandamos los corredores y llegamos a las dependencias del alcalde, en la Puerta de Oro, donde se encontraba la casa pública con los aposentos para los presos acomodados.
Dieron a mi padre una amplia cámara, limpia y caldeada por las ascuas de un brasero, y en ella había un lecho grande con un buen colchón de lana y buenas sábanas, mantas y almohadas. Unas mujeres aparecieron entonces y, con agua caliente y paños limpios, fregaron el cuerpo y las heridas de mi padre, que tenía la espalda en carne viva y llena de gusanos. Luego, le pusieron un camisón y, mientras una de ellas, con piadoso cuidado, procuraba que entrara en su boca un poco de caldo de gallina, yo me volví hacia mi criado, que permanecía a mi lado como una sombra, y le dije:
– Alonso, debo marchar. Volveré antes de una hora. -Abrí de nuevo la faltriquera y saqué un cuartillo [21]-.Toma. Esto es para ti, por tus muchos y muy estimables servicios. A trueco sólo te pido que no abandones a mi padre hasta mi regreso, que procures por él como si fueras su propio hijo y que no permitas que se le haga ningún perjuicio.
Alonso, pasmado, tomó los dineros como quien toma maná del cielo. A tal punto, debía de considerar que yo era tan rico como un pirata berberisco.
– Id con Dios, don Martín -tartamudeó-. Cuidaré de don Esteban con mi propia vida.
No sabía si podía fiarme de él tanto como decía, mas no tenía otro remedio. Eché una última mirada al dulce anciano que agonizaba en el lecho y salí. ¡Si madre le viera!, me dije. Rechacé esos tristes pensamientos y apuré el paso. Era más de mediodía y en el Arenal me esperaba, largo tiempo ha, mi compadre Rodrigo con Juanillo y Damiana. Era menester que Damiana se pusiera al gobierno de lo que acaecía en aquel aposento carcelario para restaurar con premura la salud y la vida de mi padre si es que tal cosa aún era posible.
Acudí presto al Arenal y los hallé en el mismo lugar en el que los había dejado, aunque con algún disgusto por mi mucha tardanza. Al punto les relaté lo acontecido y Rodrigo se pelaba las barbas de rabia porque decía que era grandísima afrenta la que le habían hecho al maestre y que, por su vida, él iba a sacarlo de aquel agujero aunque tuviera que llevarse a muchos por delante. Juanillo y yo le detuvimos y le calmamos, siquiera porque no se lo llevaran por delante a él, que buena falta nos hacía, y así, por entretenerle del disgusto, le pregunté si había descubierto dónde vivía Clara Peralta. Su irritación se aflojó y, para mi sorpresa, soltó una grande carcajada:
– ¡Anda, Juanillo, cuéntale a Martín! -dijo sin parar de reírse.
Juanillo, que también tenía el semblante risueño, anudó las riendas del tronco al freno del coche y, con muchos gestos de las manos, me refirió el suceso:
– Preguntamos a unos marineros y, siguiendo sus indicaciones, fuimos a dar con la entrada principal de la mancebía, que está aquí mismo, detrás de la muralla, y allí, en la puerta, al fondo de la calle Boticas, había un portero muy viejo que es quien se encarga de cerrar y abrir a las horas que manda el Cabildo.
– ¡Abrevia! -le ordenó Rodrigo.
Juanillo, que desde su más corta edad le tenía un miedo terrible a Rodrigo por las maneras tiranas que con él se gastaba mi compadre, tragó saliva y volvió a sujetar las riendas.
– Bueno, pues el dicho portero -continuó, algo humillado-, que lleva toda la vida en el oficio…
– Y que hablaba de madre con grande afecto -añadió Rodrigo, sonriente.
– … se admiró mucho de que le preguntáramos por Clara Peralta, pues ya se cuentan más de quince años desde el día en que abandonó la mancebía pública.
– ¿Es que murió? -pregunté, evocando el temor de madre.
– Detente y no sigas por ahí -me reconvino mi compadre-, que, aunque tienes negros los pensamientos por el dolor, a Clara Peralta no le ha acaecido nada malo.
– ¡De malo, nada! -apuntó Juanillo-. ¡Bueno y muy bueno para ella!
– ¡Y para su marqués! -soltó Rodrigo con otra carcajada.
– ¿Su marqués? -andaba yo con la mollera corta por el cansancio.
– El marqués de Piedramedina -me soltó mi compadre como si fuera obligación mía conocer de toda la vida al tal marqués-, uno de los nobles de mayor abolengo de España, gentilhombre de la Cámara que, al parecer, fue grande amigo del rey Felipe el Segundo y tutor del rey actual, Felipe el Tercero. Era ya viejo cuando intimó con Clara en la mancebía y se enamoró perdidamente de ella. La sacó del oficio, le compró una casa en la calle de la Ballestilla, en el vecindario que dicen del Salvador, y, a despecho de su señora esposa la marquesa, vive allí con ella salvo cuando tiene que aparecer en público, pues entonces regresa a su palacio y hace sus fiestas y recepciones como si nada pasara. Lo sabe todo el mundo en Sevilla.
Me quedé muda de asombro.
– En resolución -terminó mi compadre, muy complacido-, Clara Peralta es lo que llaman una querida, una mujer servida o una mujer enamorada. ¡Y de un marqués!
Yo no estaba tan satisfecha como él. Clara ya no guardaría a madre en la memoria y, aunque así fuera, no aceptaría en su casa a gentes como nosotros, de baja condición, marineros, mercaderes, mestizos, negros y a cargo de un reo en la Cárcel Real. Cualquier ayuda que ella nos hubiera ofrecido gentilmente viviendo en la mancebía, como enamorada de un marqués de tan alto linaje ya no querría brindárnosla.
Me quité el chambergo, me desenredé los cabellos con los dedos de la mano y me lo volví a calar. Quizá, al final, tendríamos que buscar posada en Sevilla. En cualquier caso, la agonía de mi padre era lo más importante y Damiana, que no había abierto la boca en todo el día, tenía que encargarse prestamente de él.
– ¿Dónde comeremos? -quiso saber Juanillo.
– En la cárcel podrás comer -le respondí, tirando de las riendas para conducir mi caballo nuevamente hacia la puerta del Arenal-. Hay bodegones en su patio.
– ¿Es que se puede entrar? -se sorprendió Rodrigo.
– ¿Que si se puede entrar? -Ahora fui yo quien soltó una carcajada-. Compadre, allí podría entrar uno de esos monstruos gigantescos que habitan el océano vestido con calzones bermejos y nadie le miraría.
Regresé con ellos a la plaza de San Francisco, que seguía abarrotada de gentes aunque era la hora de la comida, y desmonté. Unos niños sucios y descalzos se acercaron a pedir limosna.
– Vosotros dos -les dije a Rodrigo y a Juanillo entretanto despachaba a los pordioseros- os quedáis aquí. Vigilad el carro, pues me llevo a Damiana y no es éste lugar de confianza.
– ¡Yo quiero ver al maestre! -exclamó Rodrigo, iracundo. Juanillo se inclinó hacia delante, con la misma intención.
– No, aún no -me negué-. En el carro llevamos una grande fortuna que debéis proteger y mi padre sólo precisa de Damiana. Dentro de un rato saldré para que uno de vosotros pueda entrar un momento, verle y comer.
Abrí la portezuela del carro y tropecé con el rostro amondongado y los ojos inquisitivos de la cimarrona.
– Hemos llegado -le dije, tendiéndole una mano. Ella comprendió. Cogió una bolsa que había llevado junto a su cuerpo todo el viaje y se la colgó del hombro antes de salir. Parecía fresca y descansada, como si estuviera dispuesta para ese momento desde que zarpamos de Cartagena. Bajó los estribos con soltura, sin ayuda mía, y se dirigió apaciblemente hacia la puerta de la Cárcel Real.
Ignorando a todos cuantos por allí deambulaban, caminamos hacia el aposento de mi padre. En cuanto abrí la puerta, Damiana se coló en el interior y se acercó a la cama. Alonso, con gesto inquieto, se allegó hasta mí.
– Ha venido el alcalde de la cárcel, don Martín -me explicó con grande recelo-, y ha preguntado por vuesa merced.
– ¿Y?
– Parecía muy contrariado y molesto, señor. No me ha gustado.
– ¿Ha dicho algo? -No se me daba nada ni del alcalde ni de lo que Alonso me contaba. Mis ojos acosaban los movimientos de Damiana, que estudiaba cuidadosamente a mi padre.
– Me ha mandado que le avisara de vuestra presencia en cuanto llegarais.
– Pues ve y hazlo.
Alonso sacudió la cabeza con pesar.
– No, señor, no lo haré. Conozco al alcalde y, por más, su advertimiento de mandarme azotar si vuesa merced escapaba me ha picado. Le he dicho que hoy ya no volveríais, que necesitabais encontrar alojamiento en Sevilla y que me habíais dejado a mí al cuidado de vuestro padre. Algo acontece que no me gusta.
Le miré y le di un golpecillo afectuoso en el brazo.
– Márchate, Alonsillo. Tampoco a mí me gusta lo que dices del alcalde y no quiero darle razones para que te discipline.
– Pagáis bien. Quiero entrar a vuestro servicio.
– Pues no ha de ser, muchacho -rehusé-. Ya tengo, como ves, esclavos, y fuera me esperan mis criados con el carro en el que hemos venido desde Toledo. Si el alcalde te ha enseñado los dientes por mi causa, la mejor forma de obrar para ti es correr y alejarte de aquí a toda prisa.
Alonso se demoraba.
– ¡Vete ya! -le grité de malos modos.
El esportillero bajó la cabeza y, abriendo la puerta, salió. Le olvidé al punto, pues Damiana me hizo una seña con la mano para que me acercara.
– Escuchad, señor -musitó cuando me tuvo a su lado-, vuestro padre ya está muerto. No queda en él más que una gota de vida y si no se ha marchado aún no es porque vaya a sanar y a vivir sino porque tiene algo pendiente aquí que no puede llevarse al otro mundo.
Asentí levemente con la cabeza al tiempo que las lágrimas comenzaban a rebosarme de los ojos. No me sorprendía lo que Damiana me anunciaba. Desde que le había visto en la Crujía conocía que estaba más allá que aquí.
– Aunque, señor, hay algo que sí puedo hacer por él y por voacé.
La miré sin comprenderla y sin dejar de llorar silenciosamente.
– Puedo despertarle, señor, puedo darle un cocimiento que hará que recupere la razón durante un breve tiempo, mas luego, y sin remedio, morirá.
– Y si no se lo das, ¿vivirá?
– No, señor Martín, no vivirá y, por más, se marchará de este mundo sin resolver lo que aún le ata a la Tierra.
– Sea, pues. Dale el cocimiento.
Entretanto Damiana se aplicaba en el brasero con sus hierbas y caldos, yo me senté en el borde de la cama de mi padre y le tomé una mano. No iba a poder rescatarle y devolverle al lado de madre. Había cruzado la mar Océana para salvarle y retornaría sin él. Me odiaba por ello. Hubiera deseado hallarme de nuevo en la cubierta de la Chacona yoír su vozarrón malhumorado: «¡Martín! ¡Miserable muchacho del demonio! ¿Dónde te has metido? ¿Es que no piensas trabajar? ¡Por mis barbas! ¡El barco zarpa y hacen falta tus enclenques brazos!» Sonreí al recordarlo. Le pasé una mano por el fino rostro, acariciándole, y le arreglé los cabellos sobre las almohadas. ¡Qué distinta hubiera sido mi vida si aquel padre que la fortuna me dio en el lugar del que había perdido en España no hubiera velado por mí y por mi futuro! ¿Qué haría desde ahora sin él, cómo seguiría viviendo? «¿Quién sabe…? Quizá algún día utilices tus dos personalidades, la de Catalina y la de Martín, según tu voluntad y conveniencia. Me gustaría, si tal ocurriese, estar vivo para verlo.»
– ¡Oh, padre! -gemí, apoyando mi frente en su escuálido pecho-. ¡No os muráis!
Cuando alcé la cabeza, con la cara bañada en lágrimas, Damiana estaba dejando caer entre sus labios un hilillo de líquido amarillo.
– Permitidle respirar -me pidió la cimarrona, apartándose y poniendo una mano bajo el cacillo con el que le había nutrido para que no gotease. Obediente, me levanté y me alejé.
Al punto, mi padre empezó a gemir débilmente. Quise acercarme a él, mas Damiana me paró con la mirada. Era terrible ver cómo despertaba, sufriendo de tan grandes dolores, sin poder auxiliarle ni darle cobijo entre mis brazos. Sus quejidos y suspiros se hicieron más fuertes. Me tapé el rostro con las manos por no verle luchar por la vida de aquella manera. No era yo sino madre, con su amor, quien debería estar pasando a su lado esos últimos y terribles instantes. Estaba segura de que él también lo hubiera preferido, por eso me sobresalté como si una espada me hubiera atravesado el pecho cuando exclamó con voz débil:
– ¡Martín!
Aparté las manos y vi que había abierto los ojos y que revolvía la cabeza sobre las almohadas. Tomando aire penosamente, me llamó de nuevo:
– ¡Martín! ¡Martín! ¿Dónde te has metido?
Me allegué hasta él y le abracé con todas mis fuerzas, asombrada por aquel prodigio que Damiana acababa de obrar y feliz como nunca por verle recobrar el juicio. Él, con poca o ninguna fuerza, me devolvió el abrazo entretanto la cimarrona se retiraba discretamente al rincón del brasero y recogía sus avíos de curandera.
– No puedo ver, hijo -me dijo mi padre.
Y yo no podía hablar. Tenía un nudo en la garganta tan grande que ni el aire más fino me pasaba.
– ¡Ah, ya me vuelve la memoria! -murmuró-. Todo me vuelve de a poco a la memoria. Todo.
Le abracé más fuerte.
– ¿Dónde estamos, hijo? -preguntó.
– En Sevilla, padre, en la Cárcel Real de Sevilla.
Las lágrimas me rodaban copiosamente por el rostro y no podía hablar. Él quiso alzar una mano para rozarme el cabello mas no halló las fuerzas y la dejó caer, mustia, sobre el lecho.
– Ya decía yo que este olor no era el de mis costas -suspiró-. Estoy ciego, hijo, y muy cierto de que voy a morir en breve, de cuenta que apenas me queda tiempo para narrarte las cosas importantes que debes conocer. Cuánto lamento no poder verte, Martín, aunque quizá todo esto no sea más que un sueño y ni tú estás aquí ni yo estoy despierto.
– No hable vuestra merced -le supliqué-. Todo es real. Yo estoy aquí, en Sevilla, con vos. Dejadme contaros que madre os añora y que todos os están esperando en Tierra Firme.
Sonrió.
– ¿María está viva?
Me quedé en suspenso. Mi padre deliraba. Él había sido hecho preso antes del ataque pirata a Santa Marta. No tenía por qué dudar de que madre se encontrase bien. Guardé silencio por no errar.
– ¡Dime, hijo, si María sobrevivió al asalto de Jakob Lundch! -se enfadó, mostrando el genio vivo de sus mejores tiempos.
Ahora era yo quien estaba perdida y no sabía si soñaba.
– ¿A qué os referís, padre? -murmuré.
– ¡A lo que hizo ese pirata flamenco por orden de los Curvos!
Noté que se desvanecía entre mis brazos como si fuera de humo y le dejé caer suavemente sobre la cama.
– No se inquiete vuestra merced, padre. Madre está bien. Sobrevivió y ahora se halla en Cartagena, en casa de vuestro compadre Juan de Cuba, esperándoos.
– Yo no volveré a Tierra Firme, hijo mío. Dile a madre que siempre ha sido, y siempre será, la dueña y señora de mi corazón y de mis pensamientos. Tú deberás encargarte de ella, Martín. Tengo hecho testamento en un notario de Cartagena, el mismo a través del cual te prohijé. No puedo recordar su nombre.
– No os esforcéis, padre, todo se dispondrá a vuestro gusto.
– ¿Qué pasó con la tienda, la mancebía y la nao? -preguntó ahogadamente.
– Ardieron, padre. Jakob Lundch no dejó piedra sobre piedra. Lo incendió todo después de saquear la ciudad.
– ¿Y los hombres? ¿Y las mancebas?
En verdad no estaba segura de que aquellos preciosos instantes de vida tuviera que pasarlos sufriendo.
– Vivos también. Todos se salvaron.
– Mientes, muchacho -afirmó, y giró tristemente la cabeza hacia el otro lado.
– ¡Padre! -exclamé, estremecida-. ¿Por qué no me creéis? ¡Vuestra merced no puede saber lo que ocurrió! ¡Os llevaron preso antes del ataque!
Estaría ciego, mas sus ojos fulguraron cuando volvió a posarlos en mí. ¡Cuán grande era su enojo!
– Hice un viaje muy largo desde Cartagena hasta aquí con la Armada de Tierra Firme -musitó.
– Lo sé, padre, lo sé.
– Y Diego Curvo iba en la misma nave que yo.
Enmudecí. Cuando Alonsillo me dijo que los condes de Riaza habían desembarcado de la capitana junto a un reo anciano, algo dentro de mí me había advertido de la sinrazón del asunto. Ya me temí entonces alguna desgracia, mas, por la prisa que tenía de hallar a mi padre, no quise darle importancia.
– El muy hideputa -gruñó fatigosamente- aprovechaba los largos ratos de tedio en la mar para visitarme en la sentina, donde me tenían con grillos y cadenas. Se divertía golpeándome con una vara en las costillas y, después, se refocilaba como los puercos en lo que él llamaba la justicia de los Curvos.
– ¿La justicia de los Curvos? -Yo sólo había oído hablar de la justicia del rey.
– No nos perdonaron lo de Melchor de Osuna, hijo, y no por lealtad a su miserable primo, al que han hecho castigar con dureza aquí, en España, sino porque gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre como ellos no pueden permitir que chusma infame como nosotros, villanos ruines y de baja condición, les tengamos puesta la mano en la horcajadura.
Reflexioné con presteza sobre lo que acababa de oír. Que nos consideraran chusma de baja calidad y de mal pelaje resultaba natural porque lo éramos, tan natural como que ellos se juzgaran a sí mismos como gentes acaudaladas, distinguidas y de renombre. Por ello, lo que, a mi corto entender, explicaba en verdad semejante desafuero era que los Curvos sentían que cuando nos viniera en gana podíamos acabar con ellos para siempre pues, mientras viviéramos, habría quien conociese sus pillajes, artimañas y fullerías y, aunque les hubiéramos dado palabra de guardar silencio -¿cuánto vale la palabra de la chusma?-, no podían estar seguros de que no les explotara la pólvora en la bodega en cualquier momento y se les hundiera la nao. Tenían el miedo del animal acorralado y, como tal, embestían para defenderse, mas no se me alcanzaba eso de que Jakob Lundch hubiera asaltado Santa Marta, saqueado la ciudad y matado a la mitad del pueblo por orden de los Curvos.
– Escúchame, Martín, que no me queda tiempo -se ahogaba y se le quebraba la voz mas, terco y obstinado como era, se empecinaba en continuar el relato-. Voy a referirte la historia tal y como me la contó ese bellaco de Diego Curvo. Debes prestar mucha atención, hijo, para que todo este asunto no quede sin provecho.
– Os atiendo, padre. -Su semblante estaba adquiriendo un color entre bilioso y cenizo que no preludiaba nada bueno. Ciertamente, se moría a toda prisa.
– Los Curvos de aquí y los de Cartagena concibieron juntos, mediante cartas enviadas por avisos de la Casa de Contratación, todo este grande artificio. Esperaron hasta después de los esponsales de Diego Curvo con la joven Josefa de Riaza, que se celebraron en Cartagena el día de la Natividad de la Santísima Virgen.
– ¡El octavo día del mes de septiembre! -exclamé, asombrada. A mi señor padre lo habían capturado el once.
– Justamente. Una vez estuvieron ciertos de que ya no podríamos, aunque quisiéramos, perjudicar el matrimonio que convertía a Diego en conde, vinieron a por nosotros.
Los Curvos conocían, porque yo les había hablado de ello en la carta que les mandé para sellar el pacto durante el juicio a Melchor de Osuna, que teníamos probanzas ciertas sobre la falsedad de la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego, condición impuesta por la condesa viuda para que su hija Josefa pudiera matrimoniar (y no perder el mayorazgo) con un comerciante de condición inferior. Por más, conocíamos que los cinco hermanos Curvo eran descendientes de judíos, lo que hubiera impedido absolutamente tal matrimonio, que los elevaba mucho socialmente.
– Aprovechando la nueva Cédula Real que condena a muerte a los que emprendan tratos con flamencos, creyeron que, obligando a don Jerónimo, el gobernador, a que me apresara por vender armas a Moucheron en el pasado, yo acabaría en la horca. Claro que corrían el riesgo de que hablara en tanto estaba preso, así que me hicieron azotar hasta que perdí el sentido. Por más, no podían ejercer la misma treta contra madre y las mancebas, que también debían de estar en conocimiento de todo, de manera que mandaron a Jakob Lundch a Santa Marta. Jakob Lundch es un pirata con el que realizan prósperos negocios. ¡Ellos sí tienen trato ilícito con flamencos!
– No quieren -dije- que quede vivo nadie que conozca sus provechosos secretos.
– Así es, hijo, mas tú te escapaste y tú eres quien más los mortifica, pues conocen que fuiste tú quien ideó el ardid contra ellos y contra su primo Melchor. Tu mudanza en Catalina para residir en la isla Margarita -hizo un visaje de desagrado pues siempre había deseado ardientemente un hijo que fuese su heredero-, te salvó la vida.
Ahora se me alcanzaba por qué había una orden contra mí en Tierra Firme y Nueva España por los mismos delitos que mi padre y por qué Juan de Cuba me había solicitado que no entrase en Cartagena. También se me alcanzaban ahora las advertencias de Alonsillo cuando regresé al aposento con Damiana: el alcalde de la Cárcel Real quería prenderme porque alguien, acaso él mismo, había advertido a los Curvos de mi presencia en Sevilla, junto a mi padre, un reo sobre el que debían de pesar órdenes de vigilancia muy precisas para que no conversara con nadie. Como no podía hacerlo dado su lamentable estado, el alcalde se había despreocupado y, por feliz ventura, fue el sotoalcalde quien atendió mi petición mas, en cuanto las nuevas habían llegado al primero, éste había informado a los Curvos y había recurrido a Alonsillo para cogerme. Corría tanto peligro en Sevilla como en Tierra Firme y todo porque los cinco hermanos eran, a no dudar, unos malditos hijos de Satanás.
– Escúchame bien, Martín -cada vez le costaba más hablar y jadeaba más afanosamente-, a Jakob Lundch lo mandaron a Santa Marta para matar a todos los nuestros y no dejar testigos, mas, por delante de todas las cosas, su misión principal era capturarte vivo a ti. La idea era hacerme prender a mí por la justicia y a ti por Jakob Lundch.
– ¡No os fatiguéis, padre, por vuestra vida! -le supliqué-. Escuchadme vos: madre se salvó, Rodrigo se salvó, Juanillo se salvó y yo me salvé. Rodrigo, Juanillo y yo hemos venido juntos a Sevilla para rescataros.
– Ya es tarde para eso, hijo, mas escucha, escúchame bien. -Mi padre se moría ante mis propios ojos-. Como no te hallaron en Santa Marta aquella noche y no pudieron capturarte, obligaron a don Jerónimo a emitir una orden en tu contra. Te quieren vivo, hijo. Fernando Curvo, el hermano mayor, te quiere vivo.
– ¿Y por qué, padre?
– Por amor a su primo, Melchor de Osuna, a quien le unía un fraternal apego. Como tú le perjudicaste, Fernando ha hecho juramento ante una tal Virgen de los Reyes de Sevilla de matarte él mismo con su espada.
– ¡No está en su cabal juicio!
– Ninguno de ellos lo está. Son un saco de maldades y un costal de malicias. ¡Si hubieras oído las majaderías que contaba Diego sobre su familia, todo ufano y orgulloso! Créete que prefería pudrirme a solas en la sentina del galeón que recibir sus visitas.
Los ojos se le cerraron y la respiración anhelosa se le volvió ronca. Damiana dio unos pasos hacia el lecho y le puso la mano en la frente. Luego, me miró y sacudió la cabeza. Al punto mi padre volvió a entreabrir los ojos y, aunque no le servían para ver, me buscó con ellos y me tendió la mano.
– Sabía que vendrías -murmuró-. Te esperaba porque sabía que vendrías. Hay algo muy importante que debo pedirte antes de morir.
– Pídame lo que vuestra merced quiera, padre -lloré. Aquello era el final. Había vivido sólo para que la verdad que conocía no se marchara con él.
– Quiero que tomes venganza -declaró con voz carrasposa.
– ¿Cómo decís, padre? -murmuré, cierta de haberle escuchado mal.
– ¡Jura! -gritó. La muerte le había vuelto loco, me dije. Mi padre no era un hombre de venganzas y aún menos de poner a otros en ejecución de lo que él mismo no haría nunca.
– ¡Padre, no sabéis lo que decís!
– Por Mateo, por Jayuheibo -empezó a listar-, por Lucas, por Guacoa, por Negro Tomé…
– Padre, hacedme la merced, callad.
– Por el joven Nicolasito, por Antón, por Miguel -se apagaba como una vela, mas insistía en continuar nombrando a nuestros compadres muertos-, por Rosa Campuzano y el resto de las mancebas…
– Padre, os lo suplico, deteneos.
– Por los vecinos asesinados de Santa Marta, por la casa, por la tienda, por los animales, por la Chacona… Por mí.
– ¡Os lo juro, padre! ¡Juro que tomaré venganza!
– Bien, muchacho, bien -apenas se le escuchaba-. Ahora puedo morir tranquilo. No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella. Lo has jurado, Martín, en mi lecho de muerte.
De su pecho brotó un silbido, como el de un odre pinchado que suelta el aire.
– Lo he jurado, padre, mas recordad que me imponéis una dura tarea pues no soy Martín sino Catalina. ¿Cómo puede una mujer…?
La mano de Damiana detuvo mi parlamento. Con una señal me refrenó. Supe al punto que mi padre había muerto.
– Seáis Martín o Catalina -murmuró la cimarrona-, debemos salir de aquí.
Asentí.
– Vayámonos -dijo.
Como yo no me movía, Damiana me asió por un brazo y me alzó con grande esfuerzo.
– ¡Vayámonos, señor!
– ¿Y mi padre? -balbucí, sin dejar de mirarle.
– Vuestro padre ha muerto y no podréis cumplir el juramento que le habéis hecho si el alcalde os apresa.
– ¿Quién le enterrará? -gemí. No podía abandonarle allí, no podía dejarle en manos del alcalde de la cárcel.
– ¡Señor Martín! No son horas de melindres ni tiempos de afectaciones. ¡Os van a capturar! Ya se encargará alguien de darle cristiana sepultura.
Contaba luego Rodrigo que salí a la plaza de San Francisco llevada de la mano por Damiana, con la mirada perdida y tan muda como si me hubieran cosido la boca. En verdad, no guardé en la memoria ni un solo instante de aquel camino, ni tampoco de lo que vino después. Decía Rodrigo que, al verme con el semblante macilento y en tal estado de mansedumbre y tristeza, conoció al punto que el maestre había muerto y que, cuando quiso avanzar hacia mí, Alonsillo, encaramándose al pescante, se lo impidió, suplicándole que subiera al caballo y que Juanillo tomara las riendas pues debíamos alejarnos de la Cárcel Real a toda prisa y escondernos en lugar seguro porque venían a prenderme. Y es que Alonso no se había marchado como yo le había ordenado. Antes bien, como le había dicho que unos criados míos me esperaban en la plaza con un carro, los encontró, se dio a conocer y le dijo a Rodrigo que yo le había mandado que aguardara con ellos hasta mi vuelta.
Y tenía razón el mozo con lo de que venían a prenderme pues un numeroso piquete de soldados, con el alcalde y el sotoalcalde dando imperiosas órdenes desde la puerta, se desplegó prestamente por la plaza de San Francisco con intención de cerrarla y atraparme dentro. Por fortuna, el grande concurso de gentes que allí se congregaba les impidió vernos y dio tiempo a la curandera para llegar hasta el carro y meterme dentro. Yo sólo sé que no podía parar de llorar y que me ahogaba una pena infinita y que de la rauda carrera que emprendimos por las calles de Sevilla huyendo de los soldados ni supe nada ni oí nada, y eso que, según me contaba luego Rodrigo, escapamos de la plaza por los pelos y que Alonsillo hizo correr a los caballos a rienda suelta por callejones imposibles y que el carro golpeó paredes, puertas abiertas, balcones y montones de cestos y basuras para grande escándalo y perturbación de los vecinos que, a esas horas, dormían la siesta. Por fortuna, llegamos a la calle de la Ballestilla sin contratiempos, habiendo burlado a los soldados gracias a la mano firme de Alonsillo y a su vida de pícaro y vagabundo por Sevilla.
Cuando el carro entró en el patio de la casa de Clara Peralta, yo seguía llorando apoyada contra el pecho de Damiana. Durante aquella penosa huida de la que nada supe, hundida en la tristeza más oscura, me vi, en sucesión, nadando en aguas de odio y en mares de resentimiento contra los malditos Curvos que tanto daño nos habían hecho. Algo en mí pedía venganza y me lo pedía con grande vehemencia, de cuenta que podía comprender el extraño requerimiento de mi señor padre. Dos veces me habían robado injustamente a mi familia y la rabia de las dos veces se me acumulaba en una para que yo despertara de mi tonto sueño de doncella y tomara la decisión de poner en obra lo que se me había pedido, mas no porque me lo hubiera demandado mi padre en su lecho de muerte sino porque mi alma me lo reclamaba, mi odio me lo exigía y mi orgullo me lo ordenaba. Para que todo quedara dispuesto en su lugar apropiado, para que el mundo pudiera tornar a respirar y la vida volver a lo cotidiano, los Curvos debían desaparecer y si desaparecer era morir, morirían, y si debían morir a mis manos, yo misma los mataría uno a uno.
– Hemos llegado, señor -me dijo Damiana, soltándome del abrazo. Me incorporé y me sequé la cara con las mangas. Mi dolor se calmó un tanto y me sentí más fuerte, como si la rabia y el odio avivaran mi ánimo. Ya no volvería a llorar. Desde ahora, actuaría.
Fue entonces cuando desperté de mi ensueño y reparé en que estábamos en el patio de la casa de Clara Peralta, la enamorada del marqués que, según me parecía a mí, por su nueva y alta condición no se avendría a ofrecernos cobijo.
– ¡Rodrigo! -grité enfadada, asomando la cabeza por el ventanuco; mi compadre se allegó con su montura-. No tendríamos que estar aquí. Dile a Juanillo que salga y vayamos a buscar posada. Ha de haberlas en abundancia.
– ¡Cierto! -replicó, enfadado-. Mas, ¿en cuál podrías esconderte tú después de lo acaecido?
¿Acaecido…? ¿Qué había acaecido? Salí del carro, escamada y, de súbito, divisé al rufián de Alonso en el pescante.
– ¿Qué haces aquí? -me sulfuré.
– Auxiliaros, don Martín -repuso, sudoroso y acalorado; los caballos piafaban, nerviosos-. No he hecho olía cosa en todo el día.
– ¿Acaso no te dije, bribón, que no te necesitaba y que te marcharas?
Rodrigo, inclinándose desde el caballo, me sujetó por el hombro.
– ¡Déjale tranquilo! Si no fuera por él, te habrían apresado los soldados de la cárcel. Nos ha guiado hasta aquí y te ha salvado la vida. Estás en deuda.
Mas yo, en mi ignorancia, porfiaba en rechazarle.
– ¡Ya le pagué un salario, y muy bien pagado, por cierto!
– ¡Cose la boca, que vienen!
Un moro viejo, esclavo blanco de la Peralta con tareas de portero, se dirigía hacia nosotros en compañía de tres mozos negros que se dispusieron diligentemente junto al carro y los caballos para encargarse de ellos. Vi que Rodrigo le hacía un ademán al moro, señalándome, y que los ojos de éste, muy brillantes y grandes, se quedaban fijos en mí, esperando.
– ¿Vive aquí Clara Peralta? -pregunté.
– ¿Quién la visita?
– El hidalgo Martín Nevares, de Tierra Firme. Traigo una carta de María Chacón para tu ama.
– Haced la merced de aguardar, señor.
Era un patio muy grande y muy bien empedrado, con un bello pozo revestido con azulejos y una entrada abovedada a las caballerizas. De parte a parte de la fachada de la casa discurría un balcón de madera. Al echar una mirada sobre el carro, sucio y destartalado, y sobre mis inquietos compadres, me dio en la nariz que, en efecto, como había dicho Rodrigo, algo extraño había acaecido y yo, hundida en mi pena, no me había enterado.
– ¿Qué le ha pasado al maestre? -me preguntó Rodrigo al tiempo que desmontaba y confiaba su caballo (y el mío, que había llevado de rienda) a un esclavo negro.
– Mi padre ha muerto -le anuncié, sombría. Rodrigo bajó la cabeza y así la mantuvo un tiempo, como rezando, aunque él no hacía esas cosas.
– ¿Tuvo una buena muerte? -quiso saber.
– Hablé con él. Damiana le dio un cocimiento que le despertó. -Dudé si contarle lo que me había pedido-. ¿Sabes que fueron los Curvos quienes obligaron al gobernador de Cartagena a prenderle?
Rodrigo se giró violentamente hacia mí.
– ¿Cómo dices?
– ¡Baja la voz! Diego Curvo viajó en el mismo galeón que mi padre y le declaró largamente el enredo. El asalto de Jakob Lundch a Santa Marta fue también por orden de los Curvos, para ejecutarnos a todos.
– ¡Por mi vida! -gritó, lanzando vivo fuego por los ojos.
– ¡Baja la voz o tendré que rebanarte la garganta! -le amenacé, echando mano a la daga.
– ¡Tenemos que matarlos, Martín! -escupió lleno de odio.
– Eso mismo me ha pedido mi padre antes de morir.
Rodrigo se detuvo, incrédulo.
– Sus últimas palabras fueron: «No permitas que ni uno solo de los hermanos Curvo siga hollando la tierra mientras tu padre y los demás nos pudrimos bajo ella.» Me hizo jurar que los mataría. A los cinco.
– Y yo te ayudaré -masculló, echando una mirada al patio, mas tan lejos de allí como mi hogar de Margarita-. Juro por mi honor que te asistiré en todo cuanto necesites para ejecutar la venganza, que no descansaré hasta que la acabes y que no toleraré que quede sin cumplir.
Al oírle, quedé muda, confusa y admirada. Rodrigo era digno pupilo de mi señor padre y le aprecié mucho más por ello. Permanecimos callados a la espera de sucesos.
Una mujer alta, con el cabello recogido por una cofia de encajes y ataviada con un hermoso vestido azul de talle ceñido y mangas acuchilladas apareció en el portal seguida por el moro viejo y una doncella de compañía. Su porte era solemne y sus andares los de una reina. Llevaba el rostro cubierto por una fina gasa de seda negra, pues no nos conocía y hubiera sido poco decoroso que una mujer se mostrara frente a un grupo de hombres extraños aunque estuviera en su propia casa. Por más, no debería ni haber salido ella al patio; con un lacayo hubiera bastado. A no dudar, se trataba de Clara Peralta ya que sólo una antigua prostituta podía comportarse con tanta osadía.
– ¿Don Martín? -preguntó.
Me descubrí y ejecuté una reverencia frente a ella. Me llegaron lejanos aromas de ámbar y algalia, perfumes de mucho precio y no al alcance de cualquiera.
– ¿Trae vuestra merced una carta de María Chacón para mí desde Tierra Firme?
– En efecto, señora. -Me abrí el gabán y busqué entre mis ropas-. Aquí la tenéis.
Ella la cogió con vehemencia y se apartó discretamente, dándonos la espalda para retirarse el velo y ponerse unos anteojos que sacó de una faltriquera. Me sorprendió que supiera leer, mas, con todo, me alegró comprobar que guardaba en la memoria a su antigua comadre, de lo que no estaba yo muy cierta. Tanto le costó acabar la misiva que me cansé de esperar.
– Me hace muy feliz, saber de María -dijo al cabo, volviéndose hacia mí y velando de nuevo su rostro-, y más feliz me hace dar hospedaje a su hijo. Podéis consideraros en vuestra casa, señor, desde ahora mismo y, sin ningún comedimiento, contad con toda mi ayuda para socorrer y salvar a vuestro padre, don Esteban.
– Vengo de la Cárcel Real, señora -aduje-, y mi padre ha muerto.
– ¿Cuándo? -demandó tras un breve silencio.
– Paréceme que no ha pasado ni una hora.
– Aceptad mis más sentidos pésames, señor. Como os he dicho, aquí tenéis vuestra casa para todo cuanto necesitéis. Mis criados están a vuestro servicio y yo misma os ayudaré en todo cuanto pueda y me permitáis.
Callé y cavilé. Hacía frío.
– Buscaremos posada en la ciudad, señora, ya que nuestra estancia en Sevilla va a prolongarse más de lo que el decoro os permitiría alojarnos.
– No, señor, de eso nada -exclamó, ofendida-. El hijo de María Chacón no buscará posada en Sevilla estando aquí su hermana Clara. ¿Dejaría ella, acaso, que un hijo mío buscara hospedaje público en Santa Marta de haber tenido que viajar hasta allí? En modo alguno, señor, y no se hable más. ¡Válgame Dios, y estando de duelo! Quedaos todo el tiempo que necesitéis, don Martín, que ya me ocuparé yo del decoro. No es ésta, al decir de las gentes, casa de tal virtud, así que no os preocupéis. ¡Sancho! -llamó, volviéndose.
Un lacayo o mayordomo (que tanto se me daba), asomó por la puerta.
– Dispón alojamiento para don Martín Nevares y sus criados. Dale a don Martín la estancia del joven don Luis.
El mayordomo inclinó la cabeza y desapareció. Me sentí azorada por tan grande servicio, por tanta amabilidad y por la distinción y aires palaciegos que reinaban en aquella morada. Nadie hubiese dicho jamás que Clara Peralta era una antigua prostituta del Compás, pues lucía las atildadas maneras de una dama de noble cuna o de una camarera de la corte. El buen marqués había ejercido una admirable influencia sobre su enamorada, que no hubiera podido ser más distinta de su ruda y tosca hermana, María Chacón, la madre de una mancebía del Caribe.
– Acompañadme, don Martín. Haré que preparen la merienda. Tenéis cara de hambre.
– Ni mis criados ni yo hemos comido. -Me pareció sentir la mirada asesina de Rodrigo en la espalda por tratarle de criado, mas me acobardaba desdecir a la señora Clara en aquellos momentos.
– ¡Por Dios! Al punto les daremos de merendar también. Ángela, encárgate -le dijo a la doncella, que voló a cumplir la orden de su señora-. Y, ahora, venid conmigo, don Martín.
Traspasamos la puerta principal y franqueamos un amplio zaguán para ir a cruzar una grande reja de hierro que daba acceso a otro patio aún mayor que el primero, lleno de plantas y árboles, alrededor del cual se distribuían las estancias principales, que recibían la luz a través de acristaladas ventanas (¡qué distinto el lujoso vidrio de los modestos lienzos engrasados que yo conocía!). Allí estaban las cocinas, la despensa, el corral, los alojamientos de los criados y los esclavos, una sala para recibir y un gabinete. A un lado, una escalera de obra cubierta por azulejos de alegres motivos ascendía hasta el piso superior, que doblaba el de abajo y acogía las alcobas y las recámaras junto con otras dependencias privadas. La señora Clara se dirigió a la sala inferior y yo la seguí. El crepúsculo avanzaba y, de súbito, todo el cansancio del día se me vino encima. ¡Habían acontecido tantas cosas y tan arduas! Incluso había muerto mi padre.
Un nuevo lacayo nos abrió la puerta desde dentro para que pudiéramos entrar. ¿Cuántos criados había en aquella casa? La sala, de medianas proporciones, estaba caldeada por elegantes y decorados braseros de lumbre. La señora Clara se quitó el tocado y se dirigió hacia un estrado cubierto de muy ricas alfombras y cojines en el cual se sentó a la morisca [22] entretanto me ofrecía a mí, con gentil ademán, una cómoda silla vestida con telas hermosas. Al destocarse, se le descubrió la edad, que era mucha, pues rondaría los cuarenta y cinco o los cincuenta años. Llevaba la piel blanqueada con solimán [23] y, sobrepuesto, colorete bermellón en abundancia, tanto por el rostro como por el cuello y las manos. Sus labios, pequeños y perfilados, estaban abrillantados con cera; sus cejas, depiladas; y sus oscuros ojos, alcoholados con antimonio. No era de extrañar que el marqués se la hubiera quedado para su solo servicio pues, siendo bella por sus rasgos finos y delicados, sabía acrecentar su hermosura y encubrir sus años con el arte de los afeites.
Tuve para mí que su deseo e intención era hablar largo y tendido, del principio al cabo, sobre su hermana María y sobre la extraña muerte de mi padre, mas yo me encontraba muy cansada y sólo deseaba retirarme y quedar a solas para poder entregarme a la pena que llevaba en el corazón y que me lo apretaba en el pecho de tal suerte que parecía que me lo quería reventar. La señora Clara, con una sonrisa burlona en los labios, me sorprendió al punto diciendo:
– Bien, muchacha… Así que tu nombre es Catalina Solís, ¿verdad?
Ni respondí ni me agité. Contuve el aliento y me pregunté, enojada, por qué madre le habría contado a aquella extraña mi secreto y, por más, en una situación tan delicada.
– Mucho tendría que haber cambiado María para proceder como una insensata enviando a Sevilla a un muchacho tan joven como tú pareces para un asunto tan serio -comentó, examinándome-. Claro que si eres moza y doncella la cosa cambia, aunque continúa siendo una insensatez, por eso mi hermana me pide que extreme los cuidados sobre ti y que no te quite el ojo de encima. Debes de tener unos veinte y dos o veinte y tres años, ¿no es verdad?
Unos criados que entraron dispusieron ante mí una mesa con toda clase de viandas que tomé en silencio, con premura y mucho gusto y, levantados los manteles, otros vinieron con una fuente, un aguamanil, una pella de jabón napolitano que debía de costar su peso en oro y toallas para que me lavara. No estaba yo acostumbrada a tanta delicadeza.
– Tienes la piel muy morena -observó la señora Clara sin ocultar su desagrado-. Sin embargo, eres ciertamente hermosa. Si pudiera aplicarte los buenos conocimientos de belleza que poseo serías una de las mujeres más agraciadas de Sevilla.
Quedé muda de asombro al oír hablar de mí en aquellos términos y, por más, yendo ataviada de Martín y en un día como aquél.
– La hermosura, señora Clara -le dije con voz áspera- debe ir acompañada de la virtud para ser hermosura valedera pues, de otro modo, sólo es buena apariencia y como tal, fácil de perder. Mejor sería que me tratarais como a Martín Nevares en tanto me guardo bajo vuestro techo pues son muchas las cosas que tengo que poner en ejecución y no conviene que un yerro las perjudique.
Ella sonrió, complaciente.
– A no dudar, y aunque no seas hijo de su sangre, te pareces a María en el genio y en el ímpetu. Y, ahora, cuéntame esas cosas de las que hablas, sin añadir ni quitar ninguna.
– No debéis obligarme a ello, señora. Ha sido la última voluntad de mi padre que ejecute en Sevilla ciertos trabajos ingratos y debo cumplir su deseo. Ni queráis conocerlos ni inmiscuiros en ellos.
Algo se debió de oler la señora Clara porque frunció el ceño.
– No lo haré -dijo, muy seria- si mi casa no va a verse envuelta en escándalos, mas si va a ser así, debes hablar con toda verdad pues has de saber que el dueño de todo esto es un noble muy principal de Sevilla que no debe ser perjudicado. Jura que nada de lo que hagas, sea lo que fuere, ofenderá su honor o manchará su nombre y, entonces, dejaré que salgas de este aposento sin contarme lo que no deseas contar.
No podía ofrecerle tal juramento porque no sabía cuáles iban a ser mis acciones aunque, si de algo estaba cierta, era que entrañaban, a lo menos, cuatro muertes, las de Fernando Curvo, Juana Curvo, Isabel Curvo y Diego Curvo, los cuatro hermanos que residían en Sevilla. De Arias Curvo ya me encargaría cuando regresara a Tierra Firme. Contarle a Clara Peralta mis intenciones podía ser peligroso, mas abandonar su casa significaba quedar a merced de los soldados y eso tampoco me lo podía permitir.
– ¿Conocéis, señora, a la familia Curvo?
Clara soltó una alegre carcajada.
– ¿Los Curvos? -preguntó aunque sin esperar respuesta-. ¡Naturalmente! ¿Quién no conoce en Sevilla a los afamados Curvos? Esa distinguida familia es, de las muchas que se enriquecen en esta ciudad con el comercio de las Indias, la que más raudamente y con mayor acierto ha ascendido en la alta sociedad sevillana durante los últimos años. Son ricos y poderosos. ¿Qué tienes con ellos?
– Es una larga historia -objeté, mas me interesó mucho lo que había dicho. ¿Podría, quizá, Clara Peralta brindarme testimonios útiles?
Una esclava negra entró silenciosamente con una bujía en la mano y fue prendiendo, poco a poco, todas las luces de los candelabros, candiles y velones de la estancia, ricamente decorada con bargueños, aparadores y espejos. El cansancio y el grato calorcillo de la estancia me cerraban los ojos.
– Estás exhausto -observó-. Hubiera deseado que presentaras tus respetos a don Luis, mi señor, el marqués de Piedramedina, que vuelve a casa todos los días a esta hora, mas tengo para mí que hoy ha sido un día muy malo y que necesitas retirarte a descansar. Mañana nos contarás a ambos todo lo que debas contarnos.
– ¿Es él vuestro enamorado? -le pregunté, intentando vencer mi extenuación.
– Así es. Desde hace quince años. Nuestro hijo Luis, a quien tiene reconocido porque su esposa, la marquesa, no le ha dado hijos legítimos, se halla en Flandes -explicó con orgullo-, al servicio de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia. Y, ahora, vete. Mañana hablaremos. Sancho, el mayordomo, te acompañará a tu cámara.
En tanto subía la escalera tras el tal Sancho y entraba en mi alcoba, que tenía la chimenea encendida, sentía la imperiosa necesidad de buscar a Rodrigo para salir de una rara ensoñación fruto, sin duda, de la postración y del cansancio. Me sentía como me había sentido al principio en mi isla desierta: sola en el mundo, perdida, sin nadie que conociera mi paradero ni nadie a quien demandar auxilio. Lo mismo hubiera dado que gritara hasta enronquecerme pues en todo lo descubierto de la Tierra ninguno conocía de mi existencia ni podía allegarse hasta mí para consolarme. Rodrigo y Juanillo, e incluso Damiana, me hubieran ayudado a recuperar el seso y el buen juicio pues no cabía ninguna duda de que los había perdido, contemplándome a mí misma como a una extraña, desde fuera, asustada por hallarme tan lejos de casa, en medio de una ciudad cuyos muchos ruidos atravesaban las ventanas y paredes y se colaban hasta mi cámara. Aquella luz del ocaso, tan fría y huidiza, tan temible, acrecentaba aún más mi soledad.
De súbito, tendida boca abajo sobre la enorme cama con dosel y colgaduras, supe que mi padre estaba allí. No cambié la postura del cuerpo. No hice nada. Me dejé llevar por la dulzura tranquilizadora de su presencia. Aunque hubiera mirado, buscándole, no le habría visto porque quien había venido a despedirse de mí era su espíritu y, sin hablar, yo conocía que su presencia era tan real como el hecho de que sólo pretendía bendecirme antes de marcharse para siempre a alguna otra parte.
– Adiós, padre -dije en voz alta con todo el amor de mi corazón. Y me dormí. Ya no guardo más en la memoria.
El marqués de Piedramedina, todo él bondad y buen corazón, resultó ser un hombre tan viejo como mi padre aunque prodigiosamente duro de cerebro y falto de meollo. Era Clara Peralta quien dirigía sus asuntos, resolvía sus problemas y adoptaba sus decisiones hasta el extremo de decidir sus gustos y necesidades. Le protegía como una madre protege a un hijo, alejándole de los peligros, los disgustos y las alteraciones de ánimo, procurándole las comodidades y el bienestar del dulce limbo en el que él vivía, plácidamente acunado por las tiernas atenciones de su enamorada. A no dudar, era un hombre feliz, quizá el único hombre feliz que he conocido, y lo más extraño era que dicha felicidad procedía de su absoluta y total ignorancia de lo que acontecía en la vida real. Adoraba a la señora Clara y la palabra de ella era ley, sin trabas ni vacilaciones. No es que fuera corto de entendimiento, pues descollaba en cuestiones de linajes, títulos nobiliarios, asuntos de la corte, actos sociales y chismes de las familias principales de Sevilla, mas le gustaba vivir en paz y disfrutar de las cosas sencillas, sin querellas ni conflictos, y para eso tenía a su lado a Clara Peralta.
El marqués era alto y grueso, de buen comer y mejor dormir. Conforme a la moda, llevaba el pelo muy corto y la barba espesa y poblada, toda nívea por su mucha edad, y la traía siempre pulcra y acicalada. Sus calzones cortos y anchos, sus medias finas, sus jubones, coletos y capas -todo de color negro- estaban hechos con los mejores y más caros tejidos llegados de Europa y la señora Clara exigía a las lavanderas y planchadoras que sus enormes lechuguillas estuvieran siempre perfectamente almidonadas y tan blancas como los encajes de sus puños. Desde hacía algunos años se había visto obligado a usar anteojos y se los fabricaban de oro, con su escudo de armas grabado por dentro.
El buen marqués, informado de nuestra presencia en su casa y puesto en antecedentes de nuestra historia, se aburría penosamente y bostezaba con discreción entretanto Rodrigo -restaurado a su valedera condición de compadre- y yo le contábamos a la señora Clara nuestro viaje, la muerte de mi padre y todo cuanto ella deseaba saber sobre la vida y obras de madre y su mancebía de Santa Marta. El pobre don Luis parecía vagar con su mente muy lejos de aquella sala, ajeno por completo al momento y a la conversación, retenido tan sólo por el deseo de su enamorada de conservarle allí, deseo que, estimo, él no comprendía aunque tampoco lo intentaba. Ni mi doble personalidad de Martín y Catalina, ni la orden por trato ilícito contra mi padre y contra mí, ni la mención de la mar Océana o de la Cárcel Real despertaron su interés.
– ¿Qué hará María cuando conozca la muerte de tu padre? -quiso saber, afligida, la señora Clara-. ¿Qué le ocurrirá?
No podía ni imaginarlo. De una parte, quedaría destrozada, hundida, y, de otra, su fortaleza de carácter la impulsaría a acometer cualquier ardua tarea que mantuviese ocupados sus pensamientos.
– No podría decíroslo -aseguré, cavilosa- y me inquieta en grande manera.
– Emprenderá sus negocios de nuevo -afirmó Rodrigo, que hablaba y actuaba con mucho comedimiento, abrumado, como yo, por tanto lujo y elegancia-. Madre no conoce lo que es vivir sin trabajar. Saca su satisfacción y contento de la mancebía, así que abrirá otra.
La señora Clara suspiró, menos por tristeza de su hermana que por la nostalgia de un oficio, el de gobernar una casa pública de mozas distraídas, que nunca ejercería. Aquello le recordaba su lejana juventud. Cabeceó levemente e hizo un resignado ademán.
– Pues bien, ahora háblanos a don Luis y a mí de esas tareas ingratas que tu padre te solicitó en su lecho de muerte. Don Luis está muy interesado, ¿verdad, Luis?
El marqués de Piedramedina no parecía haber escuchado la declaración de Clara.
– ¡Luis!
– ¿Sí? -repuso con un sobresalto.
– ¿Verdad que deseas conocer lo que don Esteban Nevares le ha pedido a su hijo que ejecute en Sevilla tras su muerte?
– Naturalmente -aseguró con gentileza aunque sin alcanzar de lo que se hablaba.
– Escuchad, señora Clara…
– Por favor, Martín, llámame doña Clara -me pidió ella cortésmente.
– Como gustéis, doña Clara. -No merecía tal tratamiento pues no era hidalga ni noble, sólo la querida del marqués; mas si ella lo deseaba yo no podía negárselo-. Tengo para mí que debería conservar el secreto por afectar a personas de Sevilla que seguramente conocéis.
– ¿A don Luis? -demandó, preocupada.
– No podría aseguraros lo contrario.
El marqués negó con la cabeza y farfulló unas palabras. Doña Clara, percibiéndolo, se alteró grandemente, atrapada entre la hospitalidad debida y el daño a su enamorado.
– Dejémonos de dar vueltas, que me cansan ya tantas salvas y prevenciones -exclamó con enfado-. Lo que yo… Lo que don Luis y yo queremos es que nos digas, sin más demoras, ese secreto con toda la verdad. Luego, juzgaremos si sigues en nuestra casa o si nos vemos obligados a pedirte que te vayas. Por nada del mundo quisiera defraudar, a mi hermana María echando a su hijo a la calle, por lo que te suplico que hables de una vez.
– Sea -consentí-, mas debéis prestar juramento de guardar el secreto tanto si me quedo como si me voy, pues no desearía que, en el futuro, y aun sin pretenderlo, me pudierais perjudicar.
– Juramos.
Y, entonces, se obró el milagro: el marqués, que no había dejado de ser un mero ornamento, como un mueble o un tapiz, despertó lánguidamente de su ensueño y se fue transformando en otra persona como por obra de un encantamiento. Fue oír el apellido Curvo y sus ojos comenzaron a brillar; fue escuchar el relato de las bellaquerías de Melchor de Osuna y de sus primos en el Nuevo Mundo y su cuerpo se enderezó; fue conocer la trampa que le habían tendido a mi padre con la orden de detención, el asalto a Santa Marta por parte del pirata flamenco contratado por ellos y la muerte de los marineros de la Chacona y de las mancebas por su expreso deseo para mantener en secreto los tejemanejes comerciales que se llevaban con la Casa de Contratación [24] y el Consulado de Mercaderes de Sevilla, [25] y el marqués se espabiló, adoptó una postura señorial, sonrió con malicia y se inclinó hacia mí para atender puntualmente a todas y cada una de mis palabras. De súbito, era un hombre astuto y presto a litigar con brillantez acerca de sutiles cuestiones morales y legales.
– … y mi padre, antes de morir-terminé-, me hizo jurar que mataría a los hermanos Curvo, a los cinco.
Don Luis y doña Clara permanecieron suspensos y turbados. Miré a Rodrigo; él a mí; volvimos a mirar a nuestros anfitriones y ambos dimos un brinco en las sillas cuando doña Clara exclamó con grande alegría:
– ¡Esto es lo que yo deseaba saber como al alma y como a la vida desde que anoche mencionaste a los Curvos! ¡Albricias, Luisillo!
– ¿Tienen también vuestras mercedes cuentas pendientes con los Curvos? -inquirí con respetuoso desconcierto.
Don Luis sonrió.
– Yo no -dijo-. A mí no me gustan porque actúan como esos herejes luteranos que se tienen por perfectos y por mejores de largo que los demás: no hay tacha en sus vidas y pareceres, no hay tacha en sus negocios…
– ¿Qué decís? -me sorprendí.
– Lo que oyes, muchacho. Pregunta en Sevilla por los Curvos y todos te dirán que son personas beneméritas, de las más señaladas de la ciudad, rectas, rigurosas, honestas y piadosas. Sin tacha, como te digo. No podrías encontrar en todo el imperio una familia de hidalgos mercaderes más honrada y digna, más admirable y de mayor virtud, y ellos alardean de esa excelencia como una doncella hermosa alardea de su belleza: con mentida humildad, con falsa modestia.
– ¡Mas yo sí tengo cuentas pendientes! -gruñó doña Clara, golpeando los cojines del estrado con tanta rabia que parecía que fuera a romperlos y no a arreglarlos-. Juana e Isabel Curvo son dos arpías disfrazadas de beatas que llevan años hablando mal de mi hijo y de mí sin que nadie les ponga freno.
Sus palabras parecían guardar un velado reproche hacia el marqués.
– Son amigas, casi hermanas, de mi esposa, la marquesa de Piedramedina -adujo él en su defensa.
– ¡Sí, las tres peores lechuzas de Sevilla! -profirió doña Clara con desprecio.
– De donde se viene a sacar que las apariencias, una vez más, engañan -le dije a don Luis, refiriéndome a los Curvos. Muchas veces acontece que quienes tienen méritamente granjeada grande fama por sus negocios y caudales, la menoscaban o pierden del todo por causa de sus malas obras, sus insaciables avaricias y sus daños a otros. A mi entender, esas gentes habrían de ser quemadas como los que hacen moneda falsa pues no hay dineros, riquezas, ni vanidades que puedan justificar tales maldades.
– Bueno, ya lo ves -repuso el marqués, arreglándose el encaje de los puños-. Si hacemos caso de lo que tú nos cuentas, los Curvos son unos asesinos, unos falsos y unos cobardes, y juzgo muy oportuna la petición de tu padre. El honor te exige matarlos, no hay duda en ello, y no seré yo quien te prive de tu derecho pues en mi juventud me batí en algunos duelos y, por más, maté de una estocada a don Carlos de la Puebla, hijo de don Rodrigo Chinchón y sobrino del cardenal de Cuenca, por ciertas palabras muy ligeras que allí, donde murió sin confesión, me dijo, y eso que antes de ese día éramos grandes amigos.
Doña Clara le miró con arrobo y él debió de sentir que acababa de encontrar una mina de oro porque, creciéndose, añadió:
– Es más, haré por ti lo que pueda. Es justo que vengues la sangre de tu padre y la del resto de tu familia. Si quieres que sea tu padrino de duelo, lo seré.
– El marqués habla por hablar, pues está muy impedido de sus achaques -se apresuró a observar doña Clara-, mas puedes contar con su silencio y su complicidad.
– Cierto -añadió él, adivinando que se había excedido en el ofrecimiento.
– Os agradezco el deseo que mostráis de favorecerme, don Luis -le dije, por restituirle la dignidad que doña Clara le había quitado.
– Me pregunto -atajó Rodrigo de súbito- cuántos Curvos podría matar Martín en duelo antes de que ellos le hicieran matar a traición por algún otro secuaz a sueldo como Jakob Lundch y eso sin olvidar que dos de los cinco hermanos son mujeres y que las mujeres no se baten a espada ni pelean por su honor.
Nadie se le opuso y todos guardamos silencio, cavilosos. Era cosa muy cierta que no podía matar en duelo ni a Juana ni a Isabel y, desde luego, no estaba en mi intención dejar que esas dos vivieran por muy mujeres que fuesen. También yo lo era, ¿y qué se me daba?
– Tampoco podría matar a los Curvos en la calle -añadió doña Clara en coincidencia con Rodrigo-, salvo que fuera de noche. De noche y, por más, que no llevaran escolta, cosa que resulta absurda pues ningún hombre principal sale de casa sin sus criados que, a poco, son tres o cuatro y armados, y lo normal es que vayan en coche para no mancharse las suelas con los excrementos de las caballerías. Si visitaran el Compás quizá tendrías alguna oportunidad, pero Fernando Curvo es uno de los congregados del padre Pedro de León [26] y ese hermano pequeño que acaba de llegar de las Indias…
– El conde de Riaza -apuntó el marqués-. Diego Curvo es su nombre.
– Pues ese Diego Curvo no tardará en ingresar también, a lo que se dice, en las filas de ese jesuita loco.
– ¿Y quiénes son esos congregados? -preguntó Rodrigo.
– Se declaran a sí mismos penitentes, siervos de Dios y hombres honrados. Son mercaderes, banqueros, letrados, artesanos, aristócratas… De todo hay en esa ralea del demonio.
– Clara -la reconvino el marqués-, refrena tu lengua.
– ¿Que yo refrene mi lengua? -se ofendió ella-. ¿Debo callar que esos hipócritas cierran las puertas de la mancebía los días de fiesta, cuando más caudales ganan las mancebas para sostener a sus hijos y a sus padres ancianos? ¿Debo callar que esos santurrones meapilas…
– ¡Clara!
– … amenazan a las mujeres con el infierno, con la pérdida del alma si siguen ejerciendo su oficio, un oficio legal y para el que tienen licencia, con enfermedades inmundas y pestilentes causadoras de la muerte cuando hay cirujanos públicos que las vigilan y cuidan? ¿Debo callar que sacan por la fuerza a los clientes mediante toda clase de tropelías porque nadie se lo impide, golpeando a los más jóvenes con disciplinas para que no vuelvan nunca? ¿Yo debo callar y ellos no deben parar?
Doña Clara se agitaba más y más según hablaba. Yo había quedado pasmada al conocer que Fernando Curvo, ni más ni menos que Fernando Curvo, el mayor de los hermanos, el mayor de los hipócritas del mundo, era uno de esos beatos congregados que se llamaban siervos de Dios al tiempo que ordenaba asesinar a todo un pueblo para que las diez o quince personas que conocían la verdad de sus negocios no pudieran irse nunca de la lengua. Mas no era su doblez, siendo mucha, la que me indignaba sino el recuerdo de nuestras mancebas de Santa Marta atadas a las camas para que murieran por el fuego después de haber sido violentamente ultrajadas, o el de nuestros compadres de la Chacona, asesinados a arcabuzazos y cuchilladas en mitad de la noche, o el de mi padre agonizante, llenas de gusanos las heridas de los azotes, humillado por Diego Curvo en la nao de la flota, muerto en mis brazos en la Cárcel Real para que ese beato hipócrita de Fernando y sus cuatro hermanos pudieran seguir siendo una familia sin tacha, benemérita y piadosa y, sobre todo, acaudalada. Ojo por ojo, dicen. Pues, cuidado, Curvos: ojo por ojo.
– En resolución -concluyó doña Clara-, tu venganza me parece un trabajo imposible. Si no puedes retarlos en duelo ni acercarte a ellos en lugares públicos o si, haciéndolo, tras matar al primer Curvo los otros se te escapan y te mandan matar o te arrestan los alguaciles y te ajustician, ¿de qué te valdrá el esfuerzo? En verdad, no sé cómo vas a poder cumplir lo que le juraste a tu padre.
– Tampoco yo lo sé -murmuré, apesadumbrada. Debía discurrir otra cosa, algo menos comprometido para mí y de cumplimiento seguro y cierto-. Sin embargo, de una u otra manera, a fe mía que lo pondré en ejecución -afirmé con dureza.
Rodrigo, ceñudo y triste, asintió.
Llegó la Natividad y hubo festejos de Año Nuevo en Sevilla. Rodrigo y el marqués hallaron una pasión común, el juego de naipes, y se dedicaron a ella durante las fiestas sin que les importara un ardite que fuera de día o de noche o que las comidas estuvieran servidas en la mesa. Doña Clara se desesperaba y renegaba por perderse las diversiones que estaban teniendo lugar en las calles, cuyo tentador alboroto llegaba hasta nosotros.
Cierto día me dijo:
– Martín, ¿por qué no me acompañas a dar un paseo en coche?
La miré asombrada y le recordé que la justicia me buscaba y que no podía salir. A la sazón, el nombre del delincuente Martín Nevares se repetía en todos los bandos y pregones de la ciudad y se habían expedido mandamientos con mis señas para que los alguaciles reales y los cuadrilleros de la Santa Hermandad pudieran prenderme por contrabandista y enemigo del rey en cualquier parte que me descubrieran. Los Curvos sabían que andaba por Sevilla porque había estado en la Cárcel Real con mi padre y mi estancia en su ciudad era un peligro muy grande que deseaban atajar con presteza.
– Tú no, hombre -repuso, divertida-, Catalina. Catalina Solís. Tengo vestidos míos que te sentarían muy bien con unos pequeños arreglos y ese pelo lacio podemos ahuecarlo, hacerle algunas mejoras con las tenacillas y los rizadores y adornarlo con cintas, ganchillos y colgantes. Con solimán blanquearemos esa horrible piel morena que, por fortuna, ya se te va aclarando por falta de sol.
Iba a rehusar amablemente su proposición cuando, al punto, cerré la boca y apreté los labios con fuerza. Todo se me representó en el entendimiento en aquel punto, a lo menos todo lo principal y, así, acepté de buen grado aquella broma y pasamos la tarde en su recámara, muy distraídas frente al espejo, jugando al divertido entretenimiento de convertirme en mí misma aunque hermoseada, favorecida y ricamente aderezada. Y era verdad que doña Clara era maestra en las artes de la belleza pues de donde no había sacó y donde halló mejoró y, con eso y un vestido, me vi en el espejo transformada en una dama exquisita, digna del mejor caballero andante y de su gesta más gloriosa. Y si mis ojos y los de doña Clara mentían, no lo hicieron ni los de Rodrigo ni los del marqués, el primero de los cuales quedó sin habla durante un buen tiempo, fija la mirada en el lunar postizo que doña Clara me había pegado sobre el labio, y el segundo, conforme a su naturaleza, pidió a su enamorada que hiciera las debidas presentaciones pues una hermosa doncella como yo no podía visitar su casa sin que él la conociera. Doy fe de que no hay nada que más presto rinda sus encastilladas torres a la adulación que la vanidad y si pasar de Catalina a Martín me resultaba más que nada provechoso, pasar de Martín a Catalina tenía su aquel, precisamente por cosas como el deleite que producen los halagos y las lisonjas.
Al día siguiente, convertida en la guapa Catalina, acompañé a doña Clara en el prometido paseo y, entretanto comíamos naranjas dulces que llenaban de aroma el interior del coche, mirábamos por los ventanucos cómo las gentes de humilde condición, a pesar del mucho frío que hacía, bullían, reían y se divertían con los grupos de músicos, danzantes y comediantes que actuaban por las calles. Sonaban alegremente los rabeles, las chirimías, las vihuelas y los panderos, y todos danzaban sin recato los más desvergonzados bailes de cascabel entre palmas, castañetas y zapateados, al tiempo que las sahumadas iglesias estaban abarrotadas y las plazas llenas de tenderetes en los que se vendían vino, dulces y pasteles.
– ¡Esta es la auténtica Sevilla! -exclamaba, alborozada, doña Clara-. ¡El Compás andará apretado! ¡Las mancebas harán hoy grande beneficio si no aparecen los congregados!
Y era verdad que a las gentes de Sevilla les gustaban las fiestas pues tenían más que días del año y casi todas se celebraban con grandes manifestaciones de contento, incluso las religiosas. No se me caerán de la memoria las muchas que presencié durante el tiempo que viví en aquella ciudad.
– Doña Clara, he menester un favor de vuestra merced -le dije de presto a mi anfitriona.
– Pide, muchacha, y que no sea muy caro -contestó, tomándose a reír muy de gana.
– ¿Podríais hacer de mí una dama de título?
Doña Clara quedó en suspenso, confundida, hasta que no pudo más y reventó de risa.
– ¡Eso sólo podría hacerlo el rey, muchacha, y tengo para mí que no sería nunca su intención elevarte a la nobleza!
– Quería decir en apariencia -gruñí.
– ¡Ah, bueno! -dijo entre hipos y carcajeos mal contenidos.
– Sólo quiero parecer una dama noble, una aristócrata, o incluso una hidalga aunque de muy alta calidad.
– ¿Y por qué sientes tal deseo, si puedo preguntarlo? -inquirió secándose las lágrimas del regocijo.
– Porque Martín no puede allegarse hasta los Curvos para matarlos, mas Catalina sí.
Me miró como si fuera la primera vez que me veía en toda su vida y a mí esa mirada me recordó la de halcón de madre, a la que no se le escapaba ni el suave movimiento de una brizna de hierba.
– ¿Y cómo los matarás siendo Catalina?
– Aún no lo sé. Sin embargo, desde la confianza y la amistad me resultará más fácil clavarles el puñal uno a uno sin que nadie sospeche de mí.
Las fiestas de la calle, las voces y los cánticos de la turbamulta habían desaparecido. Dentro de aquel coche, doña Clara y yo cavilábamos en silencio.
– Resulta extraño oír hablar a una muchacha en esos términos -dijo, a la postre.
– Soy la misma muchacha que, como maestre, gobernó una nao por aguas peligrosas de la mar Océana desde Cartagena de Indias hasta Lisboa y la misma que entró en lo más pestilente de la Cárcel Real para buscar a su padre moribundo.
– Si matas a los Curvos en sus casas, en sus propios salones, clavándoles un puñal, una daga o una espada -afirmó con gravedad-, se prenderá a los criados y se los torturará para que digan cualquier cosa que sepan o sospechen, se requerirán testimonios de unos y de otros, incluso de los nobles, y terminarán dando contigo.
– Insisto en que aún no sé cómo los voy a matar, mas por experiencia conozco que es mejor la sagacidad y la discreción que la fuerza y las bravatas. Estoy cierta de que obraré con mayor tino si los conozco, los trato y frecuento sus casas que si actúo desde fuera. Tienen que confiar en mí, ponerse en mis manos, contarme sus secretos y, llegados a ese punto, seré verdugo de mi agravio.
Doña Clara me miró apenada.
– Si fuera Martín el que me hablase le diría que su pensamiento es muy acertado y que razona con notable inteligencia, mas siendo tú, Catalina, la que dices estas cosas que suenan tan mal saliendo de tu boca, sólo el temor me asalta y veo que te van a matar o que acabarás en la cárcel de mujeres.
¿Por qué lo que era inteligente para Martín era feo y peligroso para Catalina? Si Martín podía, Catalina podía y yo era Martín y Catalina al tiempo, de donde se infería, aunque costara de entender, que lo que un hombre podía poner en ejecución también podía ponerlo una mujer.
– No sigáis, doña Clara -le pedí humildemente-. No es de estima lo que poco cuesta, por eso apreciaré en más la feliz resolución de mi desquite. Las buenas almas de la gente a la que tanto quise me ayudarán a salir victoriosa de esta empresa.
– Sea -admitió-. Haré de ti una noble dama, te enseñaré todo lo que sé y lo que aprendí junto a don Luis.
– Os lo agradezco, señora.
Y así fue. Durante las semanas subsiguientes, aprendí a bailar danzas elegantes como la Gallarda, la Españoleta o la Pavana con la amable ayuda del marqués, al tiempo que doña Clara se esforzaba por enseñarme la vigilancia del servicio doméstico, la limpieza requerida en las cocinas y la despensa, los precios de los productos del mercado y de las tiendas para evitar la sisa de los criados, las ropas y oficios de la servidumbre y la necesidad de que siempre fueran pulcros, se lavaran las manos, fregaran las mesas tras levantar los manteles y barrieran los suelos. Asimismo debía aprender a vestirme con galanos y vistosos trajes según la hora del día y el suceso, a conocer los variados afeites corporales que crean la belleza, a distinguir las telas y tejidos para hablar sobre ellos con otras damas, a valorar los objetos decorativos, la música, el teatro, la poesía, los mejores vinos, las carnes, los dulces… No había asunto frívolo del que, al parecer, no se ocuparan las damas ociosas de noble o acaudalada cuna. Perdí los estribos con las complicadas artes de la etiqueta (como disponer concertadamente las mesas, preparar los aguamanos con olorosas fragancias, elegir y casar los distintos manjares y bebidas de un banquete, prevenir las músicas perfectas…), y ni que decir tiene que aún los perdí más con las maneras, los saludos y el antiguo hablar florido que las clases altas utilizaban para expresarse.
– ¡Deja de quejarte, muchacha! -me reñía doña Clara de continuo-. Todo esto redundará en tu provecho para siempre. El cielo te ha dotado con el felicísimo talento del ingenio. Cultívalo, pues, no sólo para discurrir ardides sino para convertirte en una dama.
– ¡De nada me sirve el ingenio para resolver lo que no tiene resolución! -gritaba yo, desesperada-. No debo caminar ni con paso vivo ni con paso lento, ni parecer agitada ni quieta, ni cruzar los brazos ni tenerlos sueltos, ni parlotear ruidosamente ni con timidez, ni clavar los codos en los costados, ni…
– ¡Basta! Y, por mi vida, coge la carne del plato sólo con tres dedos y no los dejes dentro de la salsa tanto tiempo.
Mas lo peor de todo eran los numerosos baños que una dama debía tomar al cabo del mes, siempre tan desnuda como su madre la parió. El invierno de mil y seiscientos y siete resultó muy frío en Sevilla, y el cielo siempre estaba cubierto de pardas y oscuras nubes que descargaban lluvias perpetuas que asustaban a los Sevillanos por si se desbordaba el cauce del Betis, suceso que ocurría con frecuencia provocando grandes daños en la ciudad. Así, bañarse tanto, aunque fuera en aguas tibias como las del Caribe y junto a un brasero, era una tarea de difícil cumplimiento y aún más por el helor que atería el cuerpo con los ungüentos perfumados que había que friccionarse al acabar.
Mejor me lucían las noches pues, durante las cenas, don Luis, doña Clara, Rodrigo y yo pergeñábamos las costuras de mi propósito hasta acabarlo cumplidamente allá por el mes de marzo, cuando la Armada de Tierra Firme zarpó de Sevilla a poco de comenzar la Cuaresma. Por si el contrabandista Martín Nevares intentaba regresar al Nuevo Mundo oculto en las naos de la Armada, los veedores reales extremaron las precauciones y se le buscó entre los marineros e incluso entre los oficiales y se escudriñaron hasta los pañoles de pólvora, donde se guardaba la munición. Aprovechando la partida, Rodrigo envió una misiva a madre explicándole con todo comedimiento y consideración que el maestre había muerto y que el regreso a Santa Marta quedaba pospuesto por unos asuntos menores que había que formalizar. No daba nombres ni pormenores, por si la misiva era leída por otros ojos que no fueran los de madre. La marcha de la Armada de Tierra Firme nos encogió el corazón a Rodrigo, a Juanillo, a Damiana y a mí por el grande deseo que sentíamos de regresar a casa pero su partida tuvo, extrañamente, otro efecto y, por más, muy bueno, pues nos señaló la manera en que Catalina Solís debía aparecer en Sevilla para comenzar la ejecución de su venganza.
Abandonamos Sevilla una noche, poco antes de que se cerraran las puertas de la ciudad, ocultándonos entre el gentío que regresaba a sus casas en las circunvecinas aldeas y parroquias. El pícaro Alonso, que ni sabía adónde íbamos ni podía acompañarnos, quedó ceñudo y enfadado, mas doña Clara le tomó por uno más de los criados de la casa y ahí se acabó el problema. Yo tuve que viajar dentro del coche vestida de moza labradora para que los cuadrilleros de la Santa Hermandad que custodiaban los caminos y los bosques no me reconocieran como Martín, así que hubo que explicarle a Juanillo la verdad y el mozo, que había hecho buenas migas con Damiana y no entendía por qué había sido el último en enterarse, encontró tan divertido que yo fuera una mujer que se estuvo riendo a carcajadas hasta que Rodrigo le soltó un mojicón que le cerró la boca por largo tiempo.
Para nuestra satisfacción, entramos en Portugal sin mermas ni quebrantos y llegamos convenientemente a Cacilhas el Domingo de Ramos, día que se contaban ocho del mes de abril. Antes de subir al batel para alcanzar la Sospechosa, me convertí de nuevo en Martín, por no asombrar al piloto y a los marineros, que no hubieran admitido jamás a Catalina por maestre. Luis de Heredia me informó de lo poco o nada acaecido durante aquellos cuatro meses y, luego, yo le comuniqué que zarpábamos al punto rumbo a las Terceras, a la ciudad portuaria de Angra do Heroísmo, donde las flotas y las Armadas que volvían de Tierra Firme o de Nueva España paraban para hacer aguada antes de llegar a la península. Luis de Heredia se ganaba bien su salario por la mucha discreción que ponía en ejecutar sin preguntar y en obedecer sin entrometerse.
Tardamos a lo menos quince días en arribar a las Terceras por tener vientos contrarios y, como no había aviso de llegada de flotas, las aguas estaban limpias de piratas y de galeones españoles. Fondeamos en la bahía de Angra do Heroísmo y, ya en el batel que nos acercaba al puerto, me envolví entera con un manto grande que me tapaba desde la cabeza hasta los pies y me cubrí el rostro con un antifaz de tafetán de los que tanto hombres como mujeres usan para los viajes. De esta guisa puse el pie en tierra y Rodrigo, Juanillo y Damiana me siguieron. Los marineros que nos habían trasladado tenían orden de regresar a la nao sin entrar en la ciudad y Luis de Heredia sabía que debía volver a Cacilhas y permanecer allí, esperándonos, durante los meses subsiguientes, con la Sospechosa lista para zarpar en cualquier momento.
Angra do Heroísmo era una ciudad muerta que sólo renacía con la llegada de las naos que venían del Nuevo Mundo. Cuando el aviso que iba a Sevilla para comunicar que una flota había zarpado de La Habana rumbo a España pasaba por las Terceras, Angra empezaba a llenarse de gentes que llegaban con sus mercaderías desde todos los puntos de la isla pues se sabía que, desde que pasaba el aviso hasta que llegaba la flota, no transcurrían más de dos meses. En ese tiempo, los pastores y los labradores iban llegando a Angra con sus cargas de leña, sus animales, sus frutas, sus vinos, sus cueros y cualquier otra cosa que pudiera venderse a unos marineros agotados y hartos de beber agua podrida durante las últimas semanas del viaje. Después, al partir las flotas y las Armadas, refrescadas y abastecidas, rumbo a Sanlúcar de Barrameda, Angra se apagaba como un candil sin aceite y así permanecía hasta la llegada del siguiente aviso, cuando la rueda tornaba a girar.
Por las cuentas que nos habíamos hecho, no tardaría en arribar a Angra algún aviso de las dos flotas que, en aquellos tiempos, mareaban por las costas del Nuevo Mundo (la Armada de Tierra Firme al mando del general Francisco del Corral y Toledo y la flota de Nueva España al mando del general Lope Díaz de Armendáriz), de las que tan ansiosamente se esperaban nuevas en Sevilla y en la corte, pues nada se sabía de ellas desde hacía muchos meses y se necesitaban con apremio los caudales para pagar las deudas a los prestamistas y banqueros y los salarios a los soldados y oficiales de los tercios, que hacía mucho tiempo que no cobraban y empezaban a sublevarse. De los cuatro millones y medio de ducados en oro, plata, perlas y piedras, más los dos en añil y cochinilla que trajo la flota en la que llegó mi señor padre a Sevilla en el mes de diciembre del año anterior ya no quedaba nada. Era tan grande la necesidad de la Corona y de los mercaderes que antes de que arribaran las riquezas del Nuevo Mundo ya estaban comprometidas y por eso se enviaban grandes Armadas para proteger las flotas desde las Terceras hasta Sevilla, pues era ésa la parte más peligrosa del viaje por estar a tiro de piedra de los puertos contrabandistas de Francia e Inglaterra. Por fortuna, hasta la fecha ninguna flota o Armada había sido atacada por piratas pues éstos tenían demasiado miedo a la potencia de los poderosos galeones reales que podían artillar hasta dos mil o dos mil y quinientos cañones entre todos, de suerte que los piratas se conformaban con asaltar las naos más débiles o sobrecargadas que se salían de la conserva por no poder seguir a los demás navíos. Tal fue lo que le aconteció a la nao mercante en la que mi hermano Martín y yo viajamos al Nuevo Mundo en mil y quinientos y noventa y ocho. Era una galera vieja con las bodegas colmadas, y así, por marear muy despacio, se salió de la conserva. Los piratas nos estuvieron siguiendo hasta que la flota del general Sancho Pardo se alejó lo suficiente y, entonces, nos atacaron y mi hermano murió. Yo, por aquel entonces, desconocía por qué el general nos había abandonado a nuestra mala suerte sin regresar para defendernos. Los años me habían enseñado que el tesoro del rey viajaba en los galeones y que éstos jamás corrían riesgos innecesarios, ni siquiera para salvar vidas inocentes.
En Angra do Heroísmo nos hospedamos en la única posada abierta y nos acomodamos para pasar allí un tiempo largo y tedioso. Mis compadres salían a caminar y a comprar las vituallas que Damiana preparaba en nuestras habitaciones entretanto yo permanecía encerrada en la posada, esperándolos; no abandoné mi alcoba ni en una sola ocasión, y pasaba los días leyendo, mirando por la ventana que daba al puerto, ejercitándome con la espada o hablando con los otros, que hacían todo lo que se les ocurría para entretenerme. Aprendí a jugar a los naipes y, al poco, ya dominaba las flores más espinosas practicadas por los fulleros más diestros. Rodrigo, antiguo garitero, juró que yo tenía un don natural para las trampas y que, de no ser mujer, podría haberme dedicado a vivir regaladamente de esas bellaquerías.
Aquella larga estancia en Angra me aprovechó también para temperar, en grande modo, el dolor por la muerte de mi padre. Es cierto, como dicen, que el tiempo todo lo cura y los meses pasados en España entre sustos, tumbos, peligros, mudanzas y giros me habían servido de mucho. No es que se me hubiera pasado la pena sino que se iba alejando de mí como si cada jornada valiera por una semana y cada semana por un mes.
Al fin, cierta mañana de principios de junio, la ciudad se despertó con repiques de campana, gritos y voces. Salté de la cama y miré la mar: un patache con la bandera del rey de España se acercaba con buen viento a la bahía. Era un aviso de flota. Me giré y le dije a Damiana:
– La nao ha llegado. Corre a avisar a Rodrigo y a Juanillo. Nos vamos.