Llevaba Sevilla en ascuas desde que partiera de Cádiz a primeros de agosto el general don Luis Fajardo con treinta y seis navíos para esperar la flota de Nueva España en las Terceras y protegerla en su tornaviaje, la misma flota en cuyo aviso llegué yo a Sevilla a mediados del mes de junio. Las nuevas de la Armada del general Fajardo se escuchaban en la ciudad con el alma en vilo y, así, se supo que, a la altura de Lisboa, se le había unido después su hijo don Juan con otros ocho galeones y más tarde otros catorce que amarraban en Vizcaya. De las cincuenta y ocho naos, eligió treinta, las mejores y más artilladas, y puso rumbo a las Terceras; a las demás las envió hacia el Cabo San Vicente para que guardasen las costas de piratas ingleses y holandeses.
Con tanta defensa, no hizo falta que la Armada de don Luis acompañase a la flota de Nueva España hasta Sevilla, pues no había enemigos en la derrota, y decidió permanecer en las Terceras hasta la arribada de la flota de Tierra Firme al mando del general Francisco del Corral y Toledo, que portaba, según refirió el aviso llegado en julio, más de doce millones de pesos de a ocho reales en oro, plata y piedras preciosas.
Por fin, la mañana del día que se contaban ocho del mes de septiembre, Sevilla se despertó con el desenfrenado tañido de las campanas de la Iglesia Mayor a las que se unieron pronto las de Santa Ana y las del resto de iglesias de la ciudad. Los cañonazos disparados desde el Baratillo, en el Arenal, confirmaron lo que ya las gentes gritaban a voz en cuello por las calles: la flota de Nueva España subía por el Betis.
Me vestí presurosa con la ayuda de mi doncella y bajé al patio, donde los criados se habían reunido para comentar la noticia. El repique no cesaba, como tampoco las salvas de cañón, así que ordené a dos mozos que fueran al puerto para traerme nuevas.
– En cuanto atraquen las naos -le dije a Rodrigo, emocionada-, iremos al Arenal.
– No conviene -objetó-. No sea cosa que venga pasaje y digan que no te conocen de Nueva España.
– No suele venir más pasaje que algún indiano que ha hecho caudales en las selvas o en las minas, y México es tan grande que, de seguro, no todos se conocen.
– Cierto, mas deja que Juanillo pregunte.
– Que pregunte. Verás que tengo razón.
Y la tenía. En la flota al mando del general Lope Díaz de Armendáriz no venía pasaje alguno y por no venir, tampoco venía demasiada dotación pues la que llevaron de España había decidido quedarse en las Indias y mucho le había costado al general encontrar otra nueva para ejecutar el tornaviaje. Para que España no se le vaciase, la Corona imponía tantas trabas a quienes deseaban viajar al Nuevo Mundo que los más listos se enrolaban en las flotas y, una vez allí, ya no regresaban.
Al mediodía, después de la comida, cuando llegué con mi coche al Arenal, las naos abarrotaban el río y era cosa digna de ver todo lo que se desembarcaba y el grande concurso de esportilleros que, como hileras de hormigas, subían ligeros de carga por los planchones y los bajaban doblados bajo el peso de los fardos. En la arena, abarrotada de gentes del río, carros de bueyes o muías, soldados y mercaderías, no cabía una mosca, mas daba lo mismo tal amontonamiento pues de allí nada podía moverse hasta que los oficiales y veedores reales no lo hubieran verificado y comprobado todo en los registros. Y eso que en la aduana de la Barra, en Sanlúcar, ya se había ejecutado una primera inspección antes de permitir la entrada de la flota en el Betis, sin embargo la Corona, siempre recelosa, no podía permitir que el contrabando que acaecía en el Nuevo Mundo se diera en la ciudad de Sevilla. Era igualmente cosa digna de asombro ver cómo, entre la orilla del río y las muchas naos que no podían alcanzarla por falta de hueco, iban y venían enjambres de fustas y tartanas colmadas de arcones, barriles, botijas, pipas, cajas y toneles. Los carruajes de los curiosos, entre los que se hallaba el mío, estaban detenidos junto a las murallas, entre la Torre del Oro y la Torre de la Plata, pues resultaba de todo punto imposible allegarse hasta las naos.
– ¡Habrá música y mojigangas durante una semana! -exclamó Alonso sacando medio cuerpo por uno de los ventanucos del coche-. ¡Incluso procesiones!
El antiguo esportillero, que tantas flotas había visto llegar hasta aquel puerto durante sus veinte y dos años de vida y tantas de ellas había descargado, sentía la comezón del costal y el ansia del capazo de esparto.
– ¿Quieres bajar del coche y retomar tu antiguo oficio? -le pregunté con sorna.
Se introdujo tan raudo como una lagartija aceitada. Para mi sosiego, de un tiempo a esta parte olía gratamente a jabón napolitano.
– Soy lacayo en una de las casas más principales de Sevilla -repuso ultrajado, envolviéndose en su capa y calándose el chambergo.
Y así era, pues, recientemente y con el consentimiento y bendición de doña Clara, le había devuelto a mi servicio con el cargo de lacayo de librea y andaba todo el día ataviado de ricas vestiduras recorriendo el palacio arriba y abajo a la espera de ser llamado para escoltarme cada vez que yo saliera a la calle. Me gustaba tenerle en casa y topármelo de vez en cuando por los corredores o en las cocinas, siempre con esa sonrisilla picara en el hermoso rostro y siempre ingenioso y alegre.
Rodrigo, al oírle presumir de lacayo, soltó una carcajada socarrona.
– ¡Mucho lacayo y mucha librea mas, bajo el fino jubón -se burló-, se te adivina la enjundia del pícaro!
– Espero que eso no sea cierto -comenté.
Ambos me miraron al tiempo.
– No, no te alarmes -se apresuró a decir mi compadre-. Estás haciendo de él un probado gentilhombre.
– Me esfuerzo, doña Catalina -aseguro Alonsillo-, y los maestros que me pusisteis lo afirmarán. Preguntadles.
Sonreí y ambos se calmaron.
– No he menester preguntar, Alonso, pues me informan cabalmente y sé que vas muy bien. Por cierto -declaré señalando un lugar cerca del río, al pie de los galeones-, ¿no es aquél don Jerónimo de Moncada?
Rodrigo miró atentamente a través del ventanuco y Alonso, que ya le había visto antes, asintió.
– Si os referís al señor esposo de doña Isabel Curvo, acertáis. Él es.
– Sí -confirmó Rodrigo-. Y, por más, quien está a su lado y alza el brazo señalando la proa de la nao capitana es el viejo don Luján de Coa, su cuñado, el esposo de Juana Curvo.
Miramos los tres al tiempo y, en efecto, allí estaban ambos rodeados por una corte de altos oficiales de la Casa de Contratación y por los principales mercaderes y banqueros de Sevilla, incluido Baltasar de Cabra. Un poco más allá, las autoridades civiles y militares de la ciudad, sus regidores y algunos caballeros contemplaban también la escena.
– ¿De qué se ocupan? -pregunté-. Hablan muy alterados.
– ¡Tienen graves asuntos en los que emplearse! -exclamó Alonsillo-. Sobre todo don Jerónimo.
Se hizo el silencio dentro del carruaje, esperando una aclaración, mas el lacayo se había distraído de nuevo con las muchas cosas que pasaban en la arena.
– ¡Habla! -rugió Rodrigo, impaciente-. ¿Qué asuntos son ésos?
Alonso dio un respingo y, espantado, se enderezó el chambergo.
– Asuntos de la flota, naturalmente -explicó-. Don Jerónimo es juez oficial de la Casa de Contratación y tiene que dirigir a los oficiales reales encargados del recuento del oro y de la plata, del recaudo de impuestos, de la vigilancia de los bienes de difuntos, de la correspondencia oficial, de los registros de mercaderías… Él vela porque sus oficiales ejecuten todas es-las tareas adecuadamente. No podrá regresar a su casa hasta bien entrada la noche, si es que regresa hoy y no mañana.
La nao capitana se distinguía del resto de galeones de la flota por el rojo estandarte real que ondeaba en el extremo de su palo mayor. Conté diez y seis galeones fondeados en el río, naos monstruosas de tamaño descomunal con altos castillos de proa y popa y con los costados reforzados por gruesas tablazones punteadas por filas de troneras. Cada galeón podía montar más de setenta cañones, aunque tuve para mí que no artillaban tantos, a lo sumo treinta o cuarenta por nao, y arbolaban tres palos de velas cuadradas. Se me alcanzó con toda claridad por qué las flotas de la Carrera de Indias no habían sido nunca atacadas: no existía ni existiría jamás escuadra pirata capaz de enfrentarse a semejante potencia, sin olvidar la menor, aunque no por ello menospreciable, capacidad defensiva de los cien o doscientos mercantes que viajaban en la conserva. Sin embargo, todo ese armamento convertía a los galeones en naos pesadas y lentas y, a no dudar, sus altos castillos las hacían balancearse en demasía, lo que, ante un presunto ataque, daría mayor ventaja y beneficio a naos más pequeñas y ligeras, como las inglesas.
Estuvimos observando durante mucho tiempo y, llegado un determinado punto, Rodrigo, sorprendido, exclamó:
– ¡Adóbame esos candiles!
– ¿Qué acontece? -quise saber.
– ¿Pues no están bajando los cañones a tierra? -preguntó, incrédulo.
Alonso, con engreimiento, se echó a reír de buena gana.
– Se hace por orden real -afirmó-, de suerte que los mismos cañones y municiones puedan ser utilizados por más de una nao. Si un galeón está siendo reparado, no precisa armamento alguno.
– No lo conocía -dije, asombrada.
– España tiene pocas fundiciones de hierro y bronce y siempre anda escasa de artillería. Por eso está toda registrada. Cada vez que una nao arriba a puerto, se le desmonta hasta la última de las culebrinas y se le retira hasta la menor de las pelotas de tres libras y se manda todo a los arsenales. Entretanto no son necesarias, allí permanecen, bajo custodia, y, cuando es menester, se toman y se reparten entre los galeones.
Y, en efecto, con la ayuda de andas, cabestrantes y bueyes, una nutrida cuadrilla de esportilleros a las órdenes de varios oficiales reales estaba despojando la flota de sus defensas. Las pelotas de hierro se amontonaban por calibres en una parte de la arena cercada y protegida por soldados y lo mismo acaecía con los enormes y pesados cañones y con los sacos de metralla, las palanquetas y los barriles de pólvora para los tiros. Quien parecía estar a cargo del asunto era don Jerónimo de Moncada, que rondaba por allí dando órdenes y vigilando y, al verle, un mal pensamiento se me vino a la mente:
– Alonso, ya que tanto sabes…
– Me place, doña Catalina -atajó él prestamente, a la defensiva-. Deseo ser artillero. En cuanto consiga realizar un viaje a las Indias, como exige la Casa de Contratación, me presentaré al puesto.
Un tanto sorprendida por su respuesta, que no esperaba, quedé con mi cuestión en suspenso durante un suspiro, mas, luego, reaccioné:
– Sea. El de artillero es un buen oficio -dije abatida, si bien no podía comprender la razón de mi pena-. Mas satisfaz esta pregunta: toda esta artillería que van descargando en la arena, ¿ha salido de las fundiciones de Fernando Curvo?
Rodrigo soltó un bufido y se volteó hacia mí. El mismo mal pensamiento que yo albergaba en mi cabeza se hallaba ahora en la suya.
Desde su alto cargo en la Casa de Contratación, Jerónimo de Moncada, el esposo de Isabel, era el responsable de aprestar las flotas y las Armadas, proveyéndolas de todo lo necesario para los viajes. Este menester lo ejecutaba, según estaba ordenado, de acuerdo con el prior del Consulado de Mercaderes que, en este caso, por más, era su cuñado Luján de Coa, esposo de Juana. Al aprestar las flotas de la Carrera de Indias, Jerónimo de Moncada era, por tanto, el encargado de disponer y, en su caso, comprar las armas y la munición, lo que cerraba un perverso círculo en el caso de que le fueran vendidas por las fundiciones de Fernando Curvo, el mismo que con tanta amabilidad había fabricado la rejería de mi palacio.
– La artillería no sale sólo de las fundiciones del mayor de los Curvos -me aclaró Alonso-. Hay un famoso maestro fundidor en Sevilla, Juan Morel, del barrio de San Bernardo, que es el encargado de fabricar los cañones de bronce. Juan es hijo de Bartolomé Morel, el grande maestro fundidor de cañones y campanas y, por más, de muchas piezas para la Iglesia Mayor de Sevilla, como el Giraldillo que culmina la torre.
– ¿Y qué artillería fabrica, pues, Fernando Curvo? -se impacientó Rodrigo.
– Los cañones y las pelotas de hierro. La Casa de Contratación, por orden de la Corona, suministra a Juan Morel el cobre y el estaño para fabricar el bronce. Fernando Curvo, en cambio, tiene sus propias minas de hierro en la sierra que hay al norte de Sevilla, en El Pedroso y en San Nicolás del Puerto. -Tomó aliento y, mirando por el ventanuco con ojos radiantes, continuó hablando-: Los mejores cañones son los de bronce, ya que pesan menos y resisten más; los de hierro, siendo más baratos, precisan de más hombres para ser manejados y acostumbran a soltarse de sus cureñas y retrancas en cuanto disparan pelotas de calibre grueso, por eso nadie los quiere en sus naos y Fernando Curvo funde cada vez menos cañones y mucha más munición: pelotas de hierro que van desde tres hasta cincuenta y seis libras, [31]según dictan las órdenes reales.
– En resolución -concluí para poner fin a la perorata-, el tal Juan Morel fabrica los cañones de bronce y Fernando Curvo la munición de hierro para los galeones de guerra.
– En efecto.
– ¿Y conoces cuánta munición le vende a la Corona o, por mejor decir, a su cuñado Jerónimo de Moncada?
Alonso me contempló sorprendido.
– Erráis, doña Catalina -objetó-, al recelar que don Jerónimo de Moncada le compra la munición a Fernando Curvo. Don Fernando la fabrica sólo para la Corona y toda va y viene de los arsenales del rey. Don Jerónimo de Moncada, con los caudales del impuesto de la Avería que pagan los mercaderes y cargadores a Indias, le compra la munición al arsenal, no a su cuñado.
– En tal caso no hay beneficio ilícito -razoné.
– Lo que sí puedo deciros -siguió explicándome- es que se cargan unas mil pelotas de hierro por flota y el doble por Armada y que, de las flotas, vuelven las mil, en tanto que de las Armadas, que entran en batalla contra los flamencos, los berberiscos o los turcos, vuelven pocas o ninguna, de cuenta que las fundiciones de Fernando deben producir y vender varias docenas de miles al año y eso, a no dudar, le procura muy buenos y legítimos beneficios.
«No podrías encontrar en todo el imperio una familia de hidalgos mercaderes más honrada y digna, más admirable y de mayor virtud», escuché dentro de mi cabeza con la voz del marqués de Piedramedina.
Tras aquella tarde tan solazada y viendo que la noche se nos iba entrando a más andar, emprendimos el camino de regreso al palacio. No era fácil para el carruaje rodar por las calles de Sevilla debido a la grande animación que reinaba en la ciudad por el arribo de la flota de Nueva España. A pesar del gentío, los Villanueva, los Bécquer, los Arcos y otros tantos detuvieron sus coches junto al mío para saludarme. La ciudad entera ansiaba acercarse al puerto para contemplar las enormes naos y las riquezas recién llegadas, y los alguaciles y soldados tenían grande trabajo abriendo camino a los carros con las mercaderías de México que precisaban salir de allí para llegar hasta los almacenes de los cargadores. Finalmente, a Rodrigo no le quedó otro remedio que bajarse del coche y subir al pescante para ayudar a Juanillo, que tenía que habérselas con una exaltada muchedumbre.
Y fue una suerte que así lo hiciera pues, al poco, Juana Curvo, que intentaba allegarse con su hermana hasta el Arenal para reunirse ambas con sus esposos, envió a uno de sus lacayos para que mis cocheros detuvieran el carruaje, de cuenta que pudiéramos saludarnos por los ventanucos.
Y digo que fue una suerte que Rodrigo no estuviera dentro del coche pues su presencia hubiera estorbado y perjudicado el venturoso suceso que aconteció: el encuentro casual entre Juana Curvo y Alonsillo Méndez. No había previsto que tal concurrencia acaeciese tan pronto ni de aquella manera inesperada mas, si el destino obraba en mi favor, no debía yo contrariarlo por más que, sin razón sensata, me pesara tanto.
– Alonso -le dije al rubio y gentil lacayo, mirándole derechamente a los ojos azulinos-, es la hora.
Él se sobresaltó, mas me sostuvo la mirada sin vacilar. No sin reparos, con la generosidad propia de los mejores corazones, había accedido a participar en mi venganza desempeñando una tarea que, según él afirmó y yo comprendí, le iba a resultar muy ingrata. Aún era posible que aquel día nada aconteciera, pensé aliviada, que nos marcháramos de allí tal y como habíamos llegado, de cuenta que, yendo contra mis propios intereses, anhelé que así fuera y que mi propio ingenio no se ejecutara. Mas el espíritu de mi señor padre acudió en mi auxilio y, arrancándome de la cabeza tan desatinadas cavilaciones, me obligó a recobrar el juicio y a recordar que, si no había errado yo en mis barruntos y era la insatisfacción la que amargaba la vida de Juana Curvo, ésta se sentiría irremediablemente cautivada por la belleza de Alonso. ¿Acaso no había estado enamoriscada de un mozo muy gallardo y tan guapo como un arcángel antes de casar contra su voluntad con el viejo Luján de Coa por mandato de su hermano Fernando? ¿Acaso no era su marido, en palabras de la marquesa de Piedramedina, el hombre más virtuoso de Sevilla, que iba siempre con el rosario en la mano, ocupando todo su tiempo de asueto en rezos en la Iglesia Mayor? ¿Acaso no había asegurado la marquesa que Luján de Coa jamás había pisado las mancebías del Compás, ni siquiera cuando era mozo, y que no había sido tentado nunca por el pecado de la carne? ¿Acaso no había percibido yo un silencio helado, un frío y extraño dolor en los ojos de Juana al tiempo que su hermana Isabel y la marquesa alababan de esta suerte a su marido? ¿Acaso no la había visto empinar el codo mucho más de lo conveniente en todas y cuantas ocasiones había estado con ella? ¿Acaso no había tenido un único hijo hacía ya más de veinte años con aquel viejo marido que no parecía apremiado por la pasión ni siquiera dentro del matrimonio? Y, aunque sólo había que sumar dos más dos, en aquel punto de aquel día, por lo que en ello le iba a Alonsillo, hubiera deseado que el resultado fuera cinco o siete y no cuatro.
– ¡Querida doña Catalina! -exclamaron ambas hermanas en cuanto alzamos a la par los lienzos de nuestros ventanucos.
– Qué grande alegría, señoras mías -manifesté con una sonrisa-. ¿También bajan vuestras mercedes al puerto, a ver la flota?
– En efecto, allí vamos -me confirmó la gruesa Isabel, cuyo maquillado rostro expresaba una notable alegría-. ¿Venís vos de allí? ¿Cómo está aquello?
Alonso se adelantó un tanto para liberarme de la molestia de sujetar el lienzo e hizo una leve y cortés inclinación de cabeza a las dos damas. Los ojos de Juana Curvo se posaron brevemente en él y… en él se quedaron. A no dudar, le traía a la memoria a aquel hermoso galán de su juventud.
– El puerto está abarrotado -expliqué, obligándome a encubrir un grotesco enojo-. No cabe ni un alfiler. Mas imagino que vuestras mercedes, por ser las esposas de los gentilhombres principales de tan grande acontecimiento, no encontrarán obstáculos para allegarse.
Juana Curvo arrancó con esfuerzo la mirada de Alonso (quien, a su vez, haciéndose el distraído, la escudriñaba comiéndosela con los ojos), y se dirigió a mí:
– Para allegarnos al puerto, querida doña Catalina -dijo, y volvió a echar una rauda ojeada a Alonso-, sufrimos los mismos inconvenientes que cualquiera.
– Una vez que crucemos la puerta del Arenal -terció entonces la feliz Isabel-, ya será otro cantar. Los soldados nos escoltarán hasta la orilla, junto a nuestros esposos.
No se me escapaba que Juana Curvo se distraía de nuestra charla para otorgar toda su atención a aquel hermosísimo lacayo que, con aparente respeto y temor, le dedicaba tímidas y dulces sonrisas cargadas de pecaminoso deseo. Por más que aquello me estaba matando, debía echarle un capote para prolongar el momento:
– Os veo muy bien de salud, querida doña Isabel. ¿Cómo os encontráis de vuestros dolores?
– ¡Ah, doña Catalina, qué feliz soy! -La gruesa hermana Curvo se hallaba por entero ignorante de lo que acontecía a su lado-. Desde que vuestra criada Damiana me visita todas las semanas para darme de beber esa asombrosa medicina del Nuevo Mundo me encuentro totalmente curada. No podéis figuraros hasta qué punto han desaparecido todos los dolores ni con qué premura camino ahora. ¡Mi esposo dice que pronto daremos una fiesta para celebrarlo! Naturalmente, os espero en ella. ¡Seréis mi invitada de honor, doña Catalina! Estoy en deuda eterna con vuestra merced. Don Jerónimo lo dice todos los días: «¡Cuánto tenemos que agradecer a doña Catalina Solís!» y yo estoy muy de acuerdo con él. Deseaba ardientemente volver a veros para contároslo.
Juana y Alonso seguían a lo suyo que, por otra parte, no dejaba de ser lo mío y era tal el ardor de sus atrevidas miradas y la indiscreción de sus audaces sonrisas que, aun conociendo que Alonsillo fingía, aquello me ofendía tanto que hubiera deseado hallarme a miles de leguas de allí. Con todo, la mayor de los Curvos no tardaría mucho en despertar de su extravío pues era una dama hidalga de la alta sociedad y, para un primer encuentro con un lacayo de librea -por gallardo que fuera el mozo-, empezaba a ser suficiente. Había que admitir que Alonso estaba obrando muy felizmente, mejor que un buen cómico de la legua, y, de no ser yo tan necia, me habría regocijado que Juana hubiera sido cazada como un ciervo en la berrea.
– Me agradaría mucho -dije a las dos hermanas, fijando mi mirada en Juana Curvo para obligarla a salir de su embelesamiento- que vuestras mercedes vinieran alguna tarde a merendar a mi palacio. ¿Qué les parece mañana?
– ¿Mañana? -preguntó Juana, ignorante del asunto que se trataba.
– ¿No puedes ir mañana a merendar al palacio de doña Catalina? -se sorprendió Isabel.
– ¡Oh, naturalmente que sí! -exclamó, contenta por primera vez desde que la conocía, insinuando incluso una sonrisa valederamente feliz entretanto acechaba fugazmente a Alonsillo de reojo.
Nada me complacía menos que invitar a las Curvo a mi palacio, mas el asunto había discurrido tan bien que no convenía aflojar el lazo que sujetaba a la presa. Por el contrario, interesaba atarla corto y enseñarle la zanahoria para que aquella deshonesta agitación que la embargaba perdurase y diese fruto. Advertir su rostro turbado por tan rancia emoción me procuraba un pérfido placer.
En cuanto nos alejamos del carruaje de las Curvo, Alonso me miró y tomó a reír muy de gana.
– ¿Cómo te parece que ha ido? -le pregunté, forzando una alegre sonrisa.
– ¡Oh, doña Catalina, cómo me voy a divertir! -exclamó gozoso el muy canalla-. La dueña no es un ascua de oro y tiene una pizca de bigote, mas, con todo, no es fea y evidencia que anda muy necesitada de cariño. Ya me entendéis. Con un par de tiernas miradas se ha encendido como un cirio. Llevármela al lecho será coser y cantar. ¿Podré quedarme con todo cuanto me obsequie?
– No naciste para ejemplo de mártires -me burlé, sintiendo una pena tan grande como la mar Océana.
– ¿Acaso no os habéis fijado en mi padre, doña Catalina? Todas las mujeres se enamoran de él por su galanura y debéis reconocer que yo he salido en todo a él. Incluso dicen que tengo mejor porte -afirmó el deslenguado, reventando de risa-. Desde muchacho, nunca me han faltado hermosas zagalas y ninguna me ha cobrado jamás por sus servicios.
En aquel punto, de haber ido ataviada de Martín, le habría clavado la daga en el vientre y, cortando hacia arriba, se la habría sacado por la garganta.
Entre la arribada de la flota de Nueva España y la de Tierra Firme transcurrió mes y medio. Los galeones llegaron a La Coruña a los diez de octubre, donde los echó un viento contrario, mas, por los muchos inconvenientes que habría si se descargaba allí la plata, se ordenó que, aprovechando la ausencia de holandeses a la altura de Lisboa, pasaran a Sevilla acompañados por la Armada que estaba en Vigo. El día martes que se contaban treinta, los galeones de la plata de Tierra Firme iniciaron el ascenso por el Betis y para esta ocasión Rodrigo se opuso con firmeza y resolución a que yo bajara al puerto.
– ¡No, no y no! -exclamaba en voz baja por no meter en rumor a los criados-. ¡No irás al puerto de ninguna de las maneras! ¡Asaz de locura sería intentar tal empresa! ¡Tierra Firme, Tierra Firme! ¿Acaso no lo comprendes? Esas naos vienen de Tierra Firme, de nuestra casa. De cierto que algunos marineros serán compadres nuestros.
Peleábamos sentados frente a frente en las sillas de terciopelo carmesí de uno de los pequeños gabinetes cercanos a mi cámara. Entre ambos, un hermoso tablero de ajedrez descansaba sobre una mesita cuadrada de un solo pie. Las piezas ya no estaban, guardadas ahora en su bolsa.
– Deliras, Rodrigo -le dije despectivamente-. ¿Quién tendría en voluntad cambiar aquello por esto? ¡Nadie! Y, por si me faltaban razones para bajar, estoy cierta de que esa flota trae nuevas de madre. ¡Debemos recoger su misiva!
– ¡Ya mandaré yo a alguien para que lo haga, si es que madre está tan loca como para comprometernos de tal forma!
En este punto me enfadé de verdad.
– ¡Madre lo habrá hecho bien, bellaco! ¡Es más lista que tú y que yo juntos! Y, por más, ¿a quién vas a enviar?… ¿A Juanillo, que no conoce el puerto?
– Bajaré yo si es preciso.
– ¡Oh, sí, naturalmente! -proferí, levantándome de la silla-. ¡Ningún marinero de Tierra Firme que haya venido en la flota guardará tu rostro en la memoria! ¡Como si no hubieras estado mareando toda tu vida por aquellas aguas!
– Toda mi vida, no, mas muchos años sí. Olvidas que fui garitero [32] aquí, en Sevilla, hasta los diez y siete años.
Fingí una expresión de grandísimo asombro.
– ¡Ah, cierto, cierto! Sólo has pasado treinta y seis años mareando por el Caribe. Qué errada andaba creyendo que te iban a reconocer. ¡Si ni siquiera recuerdas cómo moverte por esta ciudad!
– Por las calles principales, sí -porfió, terco.
– ¡Sea, haz lo que te venga en gana! Baja tú al puerto, si es lo que quieres.
Rodrigo sonrió complacido.
– Pues ahora que has entrado en razón -anunció serenamente-, te hago saber que no bajaremos ninguno, ni tú, ni Juanillo, ni yo, como era mi deseo.
– ¿Y las nuevas de madre? -me sofoqué.
– Si es tan lista como dices, y lo es, las nuevas llegarán hasta ti andando sobre sus propias patas.
No le creí, mas no había ninguna ganancia en disputar. De seguir Alonso con nosotros otro gallo nos hubiera cantado, mas como ahora trabajaba de lacayo en casa de don Luján de Coa, al servicio de doña Juana Curvo, no había manera de hablar con los esportilleros que descargaban las flotas. Juana Curvo, con muchas afectaciones y artificios, se había presentado en mi casa hacía cosa de una semana fingiendo un grande disgusto con su lacayo de librea, al que habían tenido que echar por robar unos saleros de plata de mucho valor. Su esposo, don Luján, al conocer por su boca la desgracia, se había enojado tanto que había querido denunciarlo a los alguaciles, mas ella se lo había impedido por no meterse en escándalos y porque, en verdad, habían recuperado los saleros robados. Destacó mucho la grande falta que le hacía un buen lacayo de librea para salir a la calle y lo difíciles que eran de encontrar y que no todo el mundo tenía la misma suerte que yo, que disponía de varios para mi uso personal. La vi tan apurada que porfié en ofrecerle alguno de los míos, pues era cosa muy cierta que, por tener tres, mis lacayos de librea haraganeaban en demasía, Alonsillo incluido. Ella se ofreció, dada su necesidad, a doblarle el salario al elegido, mas yo rehusé el cumplido y le aseguré que cualquiera de ellos estaría encantado de trabajar a su servicio por lo mismo que yo les pagaba. Mentí, dado que no quería que al bribón de Alonso todo le fuera de provecho en aquella historia pues, desde el encuentro en el carruaje, cuando Juana y él se conocieron, y la merienda en casa que tuvo lugar al día siguiente para avivar el fuego de su pasión, sólo transcurrieron dos semanas hasta que yacieron juntos por vez primera y, a partir de ese día, la mayor de los Curvo no había hecho otra cosa que agasajar al mozo con caros obsequios de los que él alardeaba sin tacto ni discreción.
Sacudí la cabeza para alejar de mí tales recuerdos y fijé la mirada en el vacío tablero de ajedrez.
– Por cierto -dijo Rodrigo a tal punto, arrellanándose cómodamente en el asiento-, tengo nuevas del pícaro.
¡Ésa sí que era buena!, me dije, contrariada. En ocasiones, Rodrigo parecía leerme el pensamiento.
– Espera -le pedí-. No sigas hablando. Haré venir a Damiana y a Juanillo para que podamos conocerlas todos.
Rodrigo se extrañó.
– No veo razón… -empezó a decir.
– ¿No quieres conocer tú, acaso, las nuevas que ha traído Damiana sobre Diego Curvo? Yo, de cierto, sí quiero.
Dio un respingo y sonrió.
– ¡Naturalmente!
– Pues por eso -sentencié muy decidida, agitando la campanilla.
Al poco ya estábamos los cuatro reunidos en el pequeño gabinete. Cuando tal ocasión se presentaba, la de estar juntos, yo me sentía bien, me sentía a salvo y en casa, como si aquel lugar no fuera Sevilla sino Santa Marta. Más de un suspiro se escapaba de mi pecho y era porque se me figuraba que, al fin, me hallaba lejos del mal mundo en el que me veía obligada a vivir, un mundo en el que apenas había nada que no estuviera sin mezcla de vileza, fingimiento o bellaquería.
– ¿Quién habla primero? -pregunté, como si no supiera que Damiana callaría por ser ésta su natural condición.
– Empezaré yo -anunció Rodrigo, acomodándose y echándonos a todos una mirada de satisfacción. También él parecía hallarse más feliz cuando los cuatro nos encontrábamos a solas-. El hermano de Alonsillo, Carlos Méndez, vino esta mañana con nuevas de la casa de Luján de Coa y Juana Curvo. ¡Diablos, cómo se parecen todos los hermanos al padre fraile! Carlos conversó ayer con Alonso y éste le pidió que nos contara que todo está saliendo de perlas, que la dueña se halla perdidamente enamorada de él y que, en cuanto el viejo Luján sale de casa, se le abalanza como una chiflada para refocilarse juntos hasta que regresa.
Rodrigo empezó a carcajearse de lo que acababa de referir, el tonto de Juanillo le hizo el coro y yo procuraba ocultar mi tristeza. Al cabo, cuando por fin aquellos necios se calmaron, Rodrigo reanudó su cháchara:
– En resolución, que Juana Curvo está rendida de amor por el pícaro y que, como éste le satisface el gusto en cuanto ella se lo demanda, anda todo el día ardiendo de deseo por lo nuevo del fogueo y lo peligroso del trance. Alonso afirma que no la ve mortificada por estar pecando contra el sexto mandamiento ni por cometer alevosía contra su esposo, don Luján.
Tornaron ambos majaderos a reír y Damiana y yo a suspirar, cabalmente resignadas.
– Dice también que, pese a su locura de amor, Juana se cuida mucho de que el servicio de la casa no conozca lo que acontece cuando el Prior se marcha a las Gradas. Sólo una joven criada, su doncella de cámara, está al tanto del asunto y Juana la tiene amenazada con vender al esclavo negro al que ama si dice una sola palabra. Esa doncella es la que monta guardia ante la puerta para que nadie los sorprenda.
– De donde se infiere -aventuré-, que el precio de la doncella es el dicho esclavo.
– En efecto.
– Que Alonso le diga a esa muchacha que pronto recibirá una bolsa con los dineros suficientes para liberar a su amante y escapar de Sevilla, pues exijo que desaparezcan los dos de aquí en cuanto ella le haya comprado.
– Así se lo haré saber.
– ¿Qué hay de la cámara de Juana?
– Dice Alonso que no podríamos encontrar otra mejor. Está en el piso alto, es muy amplia y tiene dos grandes ventanales, uno que da a la calle y otro al patio, cubiertos por hermosos tapices de Flandes. La cama es de tamaño medio, sin colgaduras.
Sonreí, satisfecha, alejando de mí los bajos pensamientos.
– ¡Ya no falta mucho! -exclamé mirando a Damiana, que se revolvió suavemente en el asiento-. ¿Y tus nuevas, curandera? ¿Son tan buenas como las de Alonso?
– Mejores, señora -aseguró, arreglándose la albanega que le recogía el encrespado cabello-. Esta misma mañana, cuando servía a doña Isabel su pócima semanal de amala…
– ¿Qué es eso? -la interrumpió Juanillo, curioso.
Damiana calló.
– Son unas semillas oscuras -le expliqué-, semejantes a almendrillas secas, que no permiten sentir los tormentos del dolor.
– Así pues -se sorprendió-, ¿estamos en verdad aliviando a Isabel Curvo de sus dolencias?
– En verdad que sí -repuse, contenta-. La poción de amala es muy buena y medicinal y, como hace sentir una grande felicidad, en el Nuevo Mundo se la daban a las víctimas de los sacrificios humanos antes de matarlas. Mas continúa hablando, Damiana, hazme la merced.
La negra sonrió por mis palabras.
– Como he dicho, estaba sirviendo a doña Isabel su pócima cuando, al punto, me ha confesado secretamente que su hermano, el conde de Riaza, se encontraba muy enfermo de un tiempo a esta parte y que le había hecho venir para que yo le viese.
– ¿Cuándo fue su encuentro con aquella hermosa joven? -preguntó Rodrigo, arrugando el ceño.
– Ha más de dos meses que aconteció -respondió Juanillo.
– ¡Pues ya está podrido hasta la médula! -soltó mi compadre con una carcajada.
El rostro carnoso de Damiana se contrajo con una mueca de asco.
– La enfermedad de bubas, en efecto, la tiene vieja y más que confirmada -declaró agarrándose las manos sobre la saya-. En sus partes bajas y deshonestas…
– ¡Se las viste! -gritó Juanillo, espantado.
Damiana asintió.
– No son las primeras ni serán las últimas -dijo-. Soy curandera.
– Sanadora, Damiana -la corregí-, sanadora. Recuerda que aquí, en España, a las curanderas las quema el Santo Oficio. Mas continúa, hazme la merced.
– En sus partes bajas, en el miembro, tiene el conde llagas malignas, verrugas y costras con el cuero de alderredor descolorido. Tiene, asimismo, llagas muy virulentas y sucias en la boca, en las manos y en las plantas de los pies y sufre de grandísimos dolores de cabeza y de huesos que le afligen más de noche que de día. Se le ha adelgazado mucho el cuerpo y está perdiendo todo el pelo: ya se le han pelado las cejas, barba casi no le queda y el cabello se le cae a mechones gruesos. Le cuesta respirar y le han salido bultos y tolondrones en algunas partes.
– ¿Vivirá hasta la Natividad? -pregunté.
– Se le está consumiendo el cuerpo con la calentura, los dolores, el poco sueño y el poco comer.
– Damiana -insistí-. ¿Vivirá hasta la Natividad?
– Algo se podría obrar -confesó-, mas sería poco. Si le diera también una pócima semanal de amala, aunque diciendo que es una poción para las bubas, él se sentiría grandemente aliviado y contento, de suerte que tendría para sí que se está curando y esa fe le prolongaría la vida.
– Pues óbralo. Sólo falta mes y medio. Debe resistir como sea. ¿Le ha visitado algún médico?
– Me ha dicho doña Isabel que, por intercesión de los marqueses de Piedramedina, le está tratando don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición, a quien pagan muchos caudales por sus servicios y su discreción.
– ¿Y qué razón la mueve a confiar en ti y en tu reserva? -se extrañó Juanillo.
– El desaliento. Don Diego no ha mejorado ni con las sangrías ni con las purgas que le ha ejecutado don Laureano. Ni siquiera el jarabe de zarzaparrilla y palo santo, el guayacán que decimos nosotros en las Indias, le han aliviado los incordios. Está cada día peor y doña Isabel teme que las unciones de azogue, las que llaman mercuriales, acaben por matarlo pues se halla muy débil y don Laureano pretende que empiece a untarse ahora, aprovechando el otoño, que es el tiempo apropiado para la cura. Como tiene miedo, pidió permiso a su hermano don Fernando para consultarme y éste se lo denegó, pues ni él ni doña Juana quieren que se conozca el vergonzoso mal de don Diego por el daño que podría causar a la familia, mas ella, que confía mucho en mí, convenció al conde para que hoy, a escondidas de los otros, acudiese a su casa y se dejara ver. Me hizo jurar que no contaría nada.
– ¿Y juraste? -quiso saber Rodrigo.
– Juré -admitió la cimarrona sin turbarse, como si faltar a voto tal no fuera cosa importante-. Juré y me dio esto.
Sacó una bolsa de entre los pliegues de su saya y la dejó caer sobre el tablero de ajedrez.
– ¿Cuánto hay? -pregunté.
– Mil maravedíes.
– ¡Buenos son! -profirió Juanillo, admirado.
– Quédatelos -le dije a Damiana, tomando la bolsa y ofreciéndosela-. Te los has ganado.
Mas Damiana no alargó la mano para cogerlos.
– No los quiero -anunció-. Esos caudales son la paga por un silencio que no he guardado y por una cura que no voy a obrar. Guárdelos voacé y gástelos en liberar esclavos negros de esta ciudad, pues hay tantos que la población se asemeja a este tablero de casillas negras y blancas.
– Sea. Añadiéndoles algunos más, servirán para comprar al amante de la doncella de Juana Curvo.
– Me place -manifestó Damiana, echándose hacia atrás en su silla.
La quietud de la tarde entró en el gabinete y quedamos los cuatro callados, cavilando cada uno en sus cosas. Todo estaba saliendo bien. A no dudar, el espíritu de mi señor padre nos cuidaba desde el Cielo y procuraba por nosotros y por la ejecución de su venganza. Le echaba mucho en falta. Intentaba no traerle a mi memoria para no deshacerme en lágrimas, mas añoraba los días en que mareábamos con la Chacona por el Caribe y él me gritaba y me daba órdenes y me trataba como a su probado y querido hijo Martín. Añoraba Tierra Firme, añoraba las aguas color turquesa y el aire de aquella mar. Sólo deseaba que llegara la Natividad y que todo concluyera para poder regresar a casa.
No oí los golpéenlos en la puerta, mas torné de mi recogimiento cuando el vozarrón de Rodrigo dio permiso a la criada para entrar.
– Señora -dijo ésta doblando la rodilla-, un mercader desea ser recibido.
– ¿Un mercader? -me admiré.
– Así es, señora, dice que viene de Tierra Firme y que precisa veros.
¡Las nuevas de madre! Miré a Rodrigo, que rebosaba arrogancia por haber profetizado que llegarían andando sobre sus propias patas, y me dirigí hacia la sala de recibir sin dar en preguntar la gracia del visitante por lo muy conmovida que me hallaba.
El indiano, por el frío de finales de octubre en Sevilla, se abrigaba con un grueso gabán que le cubría entero. Al oírme entrar se giró y entonces mis pasos se detuvieron en seco y solté una exclamación de sorpresa tan grande que, de seguro, se oyó por todo el palacio.
– ¡Señor Juan! -grité, avanzando presta hacia él.
Juan de Cuba, el mercader que había impedido mi entrada en Cartagena de Indias para salvarme la vida, el mismo que me había vendido su propia zabra, la Sospechosa, para permitirme cruzar la mar Océana y rescatar a mi padre de su cautiverio en Sevilla, el mayor amigo, o mejor, hermano, que en este mundo tuvo mi señor padre y la persona bajo cuyo amparo y protección había dejado a madre durante mi ausencia, se hallaba en mitad de mi sala de recibir, en Sevilla, cubierto por ropas de los pies a la cabeza y sonriendo como un bendito.
– ¡Voto a tal! -exclamó, estrechándome en un grande abrazo-. Quienquiera que seáis, señora, que yo no os conozco, ruego a vuestra merced que haga venir a mi compadre Martín Nevares, a quien traigo nuevas de Tierra Firme.
Me eché a reír y le solté para mirarle el rostro.
– ¡Eh, mercader del demonio! -proferí con la voz de Martín, imitando las maneras de mi señor padre.
Juan de Cuba se emocionó.
– Hablas igual que él, muchacho. Igual que él. Siempre lo digo.
Bajó la cabeza y empezó a llorar en silencio, sin sonrojo ni moderación.
– Cuéntamelo todo, Martín -me dijo ignorando mis vestidos de dueña y mis suaves afeites-. Cuéntame cómo murió Esteban, punto por punto, y cuál es la razón de que no hayáis regresado a Tierra Firme. María Chacón no se puede quitar del pensamiento, ni habrá quien se lo quite hasta que te vea con sus propios ojos, que has muerto o que te hallas en grave peligro. Tiene por cierto que, de todo cuanto le escribió Rodrigo de Soria en aquella breve misiva que le hizo llegar con la flota, sólo la mala nueva de la muerte de Esteban era verdad y el resto o, lo que es lo mismo, las cuatro palabras con las que le decía que no regresabais a casa por unos asuntos menores que había que solventar, era un embuste y una patraña.
– ¿Madre está bien? -pregunté temerosa.
– ¡Ella es quien me ha enviado! Disfruta de muy buena salud y el mismo arrojo de siempre. Se halla totalmente recobrada, aunque sufrió mucho cuando conoció la muerte de mi compadre Esteban. Tuve para mí que no tornaría a estar nunca en su sano juicio y, para decir verdad, durante un largo tiempo así fue. Luego, una mañana, se despertó afirmando que tú también habías muerto y ya no descansó, ni me dejó descansar a mí, hasta que me vio subir por el planchón de la nao mercante que me ha traído hasta aquí. Me refirió toda tu historia, la verdadera, la de cómo Esteban te encontró en aquella isla siendo Catalina y como te prohijó más tarde como si fueras tu difunto hermano Martín para salvarte de un matrimonio por poderes con un descabezado de Margarita.
Se secó las lágrimas con las mangas del gabán y me escudriñó de arriba abajo.
– Y, ahora -ordenó con voz imperiosa-, cuéntame lodos los pormenores de la muerte de tu señor padre y dame buenas razones para explicar tanto tu permanencia en Sevilla como este espléndido palacio y esta traza de marquesa que te das, con tantos lujos y tantos criados. No daba crédito a lo que veía cuando las gentes me han señalado esta casa como la de la viuda Catalina Solís. Haz que pueda perdonarle a María los tres meses de viaje con la flota y la renuncia a mi nao y a mis tratos.
– Es una larga historia, señor Juan -repuse, colgándome elegantemente de su brazo y tirando de él hacia el patio grande por mejor llegar hasta el gabinete donde Rodrigo, Damiana y Juanillo esperaban mi regreso.
– Pues haz memoria -replicó, inmisericorde- y que no se te pase nada.
– Así lo haré, señor Juan.
Cuando se conoció, a los primeros de noviembre, que el rey Felipe el Tercero había suspendido las situaciones que tenía hechas para pagar los doce millones de ducados que adeudaba a los banqueros de Europa, las gentes de España descubrieron con pesadumbre que el imperio estaba nuevamente en bancarrota. Pronto se rumoreó por las calles de Sevilla que las pagas de los ejércitos y de las otras costas de las guerras -que, a tales alturas, ya eran mucho más que precisas-, tampoco se iban a satisfacer. Como, asimismo, había dejado de llover y los labradores no podían continuar la sementera comenzada en octubre, las lenguas de los charlatanes, las beatas, los iluminados y los embaucadores se soltaron para señalar al culpable de tantas desgracias: cierto cometa que se veía en el cielo entre poniente y septentrión desde mediados del mes anterior. Cuando el cometa mudó de lugar y se le vio entre poniente y mediodía, las mismas lenguas dieron en gritar y gemir por las muchas tribulaciones que caerían pronto sobre el imperio y sus naciones. Se hicieron procesiones para pedir la lluvia, misas por el rey y por España, y se rezaron rosarios por nuestros arruinados Tercios, especialmente por los de Flandes, que tanto sufrían.
El señor Juan, como buen indiano recién llegado, no comprendía nada:
– ¿Acaso no arribó la flota de Tierra Firme hace sólo quince días con más de doce millones de pesos de a ocho reales? -repetía sorprendido-. ¿Cómo puede estar el imperio en bancarrota? ¿Quién ha robado esos caudales?
Fatigada ya antes de comenzar a explicarle lo inexplicable, me retiraba discretamente y dejaba la pesada tarea en manos de Rodrigo, que, mucho más interesado que yo en estos asuntos de la Hacienda imperial, no se cansaba de lanzar severas razones sobre los más de veinte y dos millones de ducados de deuda que acumulaba la Corona por demoras e intereses y sobre los muchos tributos que tendrían que pagar las ciudades de España y sus gentes para satisfacer esos compromisos. Entretanto yo lidiaba todas las tardes con mi modista por las extrañas cualidades del nuevo vestido que debía confeccionarme, ellos dos, en compañía de Juanillo, se marchaban a dar largas caminatas por Sevilla buscando, según declaraban, buenas ocasiones para poner en ejecución tratos comerciales extraordinarios. A lo que se veía, el señor Juan, que no dejaba de ser mercader ni siquiera cuando se hallaba cumpliendo un encargo de amistad a miles de leguas de casa, había conservado los dos mil y quinientos escudos que yo le había pagado por su zabra la Sospechosa y deseaba sacar provecho del viaje comprando mercaderías para venderlas luego en Tierra Firme.
La tarde que Juan de Cuba llegó a mi palacio, una vez que estuvimos de nuevo sentados a la redonda del tablero en el gabinete, entre Damiana y yo le referimos punto por punto la muerte de mi señor padre en la Cárcel Real de Sevilla y fue digno de ver y de escribir en las crónicas de esta historia cómo saltó de su silla cuando escuchó sus últimas palabras y cómo se conmovió cuando le repetí el juramento que yo había hecho, y cómo lloró y me abrazó y me alentó a llevar a cabo mi venganza. Al igual que Rodrigo, también él, una vez sosegado, juró por su honor asistirme en todo cuanto precisara.
– ¡Yo mismo mataré a los Curvos con mis manos! -exclamó, bravucón.
– Considerad, señor Juan -le dije cariñosamente-, que ya tenéis una edad avanzada y que no os conviene entrar en lizas. Dejad esa tarea en mis manos que ya la tengo bien encaminada.
Entonces pasamos a narrarle cómo estaban las cosas en aquel punto y se mostró tan complacido que trocó su tristeza en alegría y pidió vino para beber por el alma de su compadre Esteban Nevares y por las almas de los Curvos que pronto habitarían en el infierno para toda la eternidad. Preguntó en qué podía asistirnos y, como no había nada que confiarle, le invité a permanecer en mi palacio haciéndonos compañía hasta que todo terminara.
– ¡Cómo disfrutaría María con esto! -afirmó cuando ya el mucho vino se le había subido a la cabeza.
De suerte que también bebimos a la salud de madre y, luego, por el recuerdo de las pobres mancebas asesinadas por los piratas, y por nuestros compadres de la Chacona, los añorados Mateo Quesada, Lucas Urbina, Guacoa, Jayuheibo, el pequeño Nicolasito, Negro Tomé, Miguel y el pobre Antón.
Al anochecer, ebrio como un odre, el señor Juan tornó a las lágrimas y a los sollozos:
– ¡A lo menos mi compadre murió junto a su hijo! -gemía al tiempo que Rodrigo se lo llevaba hacia su aposento, sin cenar, para que durmiera el vino-. ¡Qué grande alegría para él, Martín, tenerte a su lado en el último momento! ¡Podría haber muerto solo como un perro! ¡Malditos Curvos! -gritaba-. ¡Malditos por siempre!
Dos semanas después, paseaba junto a Rodrigo por las calles de Sevilla envuelto en su nueva capa buscando sacar provecho a sus caudales. En nada me inquietaba que hablara con mercaderes y comerciantes pues en toda Sevilla sólo Diego Curvo le conocía el rostro y Diego se hallaba demasiado enfermo para abandonar su palacio.
Cierto día, a la hora de la cena, las animadas voces de los dos compadres recién llegados de la calle se escucharon en el patio pequeño dirigiéndose hacia el comedor donde los criados les habían advertido que debían esperarme. Aquella tarde, tras bregar de nuevo con la modista durante más de una hora, me encerré en mi cámara para escribir una nota a Luis de Heredia, el piloto de la Sospechosa, pues debía prevenirle de que tuviera dispuesta la zabra para antes de la Natividad, lista para el tornaviaje a Tierra Firme, y le participaba que, aunque salimos cuatro de la nao, regresaríamos cinco. Le advertía asimismo que, de no aparecer antes del día del Año Nuevo, que no nos esperara más, que zarpara rumbo a Cartagena de Indias o al puerto que más le conviniera y que la zabra sería, desde ese punto, propiedad de María Chacón, de Santa Marta. Estábamos a jueves, día que se contaban veinte y dos del mes de noviembre y era tiempo ya de empezar a pensar en liar los bártulos y abandonar Sevilla. Aunque ocultaba a mis compadres el miedo que me ahogaba por no metérselo a ellos en el corazón, a solas cavilaba una y otra vez en todo lo que podía salir mal el día en que los Curvos de Sevilla debían de entregar sus almas al diablo.
Con la misiva en la mano salí de mis aposentos y me encaminé hacia el comedor seguida por dos de mis doncellas, que me dejaron en la puerta y se fueron hacia las cocinas, a cenar también. En cuanto entré, Rodrigo y el señor Juan, que conversaban de sus cosas junto a la grande chimenea encendida, se volvieron a mirarme.
– Felices os veo, señores -les dije con una sonrisa.
– ¡Ha sido un día de grande provecho! -declaró el señor Juan dirigiéndose hacia su lugar en la mesa.
– Rodrigo, hazme la merced de entregar esta nota a Juanillo.
– ¿De qué se trata?
– Dile que debe partir mañana o el día después de mañana hacia Lisboa para buscar a Luis de Heredia en Cacilhas y entregarle estas instrucciones. Dale caudales y todo cuanto precise para el viaje.
– ¿Está mi zabra en Portugal? -preguntó Juan de Cuba sujetándose la servilleta al cuello. Tras un corto silencio, los tres nos echamos a reír-. Sea -admitió, pesaroso-. Tu zabra, no mi zabra.
– En efecto, señor Juan -le dije, tomando asiento en la cabecera-. Mi zabra, la zabra por la que pagué a vuestra merced muy buenos caudales, está en Portugal, en el puerto de Cacilhas, y el piloto, Luis de Heredia, se está haciendo pasar por su maestre desde que la dejamos allí fondeada.
– Pronto hará un año -comentó Rodrigo. Los lacayos entraron en el comedor con los platos de la sopa de menudillos y el vino-. De cierto que a Juanillo no le va a gustar tu recado.
– No tiene que gustarle -repuse-, sólo tiene que ejecutarlo.
Guardamos silencio hasta que volvimos a quedar solos, con la cena caliente frente a nosotros. El señor Juan metió la cuchara en el plato y empezó a sorber con grande ruido.
– ¿Por qué no mandas a otro? -insistió Rodrigo-. Juanillo no querrá perderse la fiesta.
– No puedo valerme de nadie que no sea de los nuestros y recuerda que, cuando estábamos en Angra do Heroísmo, ya se le advirtió lo que tendría que poner en ejecución y allí mismo se mostró conforme. Ha llegado el día y debe liar el hato.
– ¿No resultará necesario aquí? -preguntó el señor Juan con los labios brillantes por el caldo que le resbalaba hasta el mentón.
– No, porque acordamos que su servicio sería, justamente, el de llevar las órdenes a Luis de Heredia.
– Entonces, debe cumplirlo -sentenció el mercader, echando un mollete de pan blanco a trozos en el caldo. Rodrigo hizo lo mismo y pronto estaban los dos con los carrillos hinchados a reventar y muy ocupados tragando.
– Y qué, señores -les pregunté para ponerlos en un aprieto-, ¿cuál ha sido ese grande provecho que han obtenido hoy?
Rodrigo intentó responder y se atragantó y el señor Juan, viéndole, tomó a reír muy de gana y se atragantó también. Acabaron ambos con las barbas y las servilletas tan sucias como los trapos de un recién nacido y entonces fui yo quien se rió de buena gana. El mayordomo asomó las narices por conocer qué pasaba, mas, viendo que todo cuanto hacíamos era montar alboroto, desapareció discretamente.
– He cerrado un trato -dijo el señor Juan cuando nos hubimos calmado y, ellos, por más, limpiado- que me reportará grandes beneficios en Cartagena.
– ¿Y cuál es ese trato? -inquirí, rogando para que la mercadería no fuera un problema el día de nuestra marcha. Huir de Sevilla a uña de caballo arrastrando carretas con bienes de trato no me parecía precisamente oportuno.
– Uno muy bueno para el señor Juan -comentó Rodrigo, apartando la sucia servilleta y empleando el mantel para terminar de restregarse la barba-. Estábamos bebiendo algo en una de las tabernas del Arenal cuando, al punto, dos compadres que echaban un trago cerca, al conocer nuestro deseo de mercadear a Indias, nos advirtieron de que en el barrio de los compradores de oro y plata se vendían a buen precio las herramientas de un taller. Hacia allí nos encaminamos y resultó que un banquero llamado Agustín de Coria deseaba vender sus viejas herramientas para sustituirlas por otras nuevas pues, a no mucho tardar, le serán entregadas por la Casa de Contratación las remesas de metales preciosos que compró cuando arribó la flota de Tierra Firme.
No pude reprimir la sorpresa.
– ¿Los banqueros compran el oro y la plata del rey? -exclamé con grande admiración.
– No, no es así es como se administra el asunto -me explicó el señor Juan-. Verás, los metales del Nuevo Mundo llegan en pasta hasta España, es decir, con forma de barras de plata y tejos de oro. Los banqueros pagan sumas enormes a la Real Hacienda para adquirir esas partidas y la Casa de Contratación se las entrega en cuanto los metales han sido numerados y anotados. Dicen que en la Torre del Oro los oficiales ya han terminado con los tejos y que en la Torre de la Plata les falta poco para acabar con las barras, por eso don Agustín tenía prisa por vender sus viejas herramientas y, como no encontraba a nadie que deseara comprárselas, le vine como caído del cielo cuando le ofrecí mil escudos por ellas.
– Entonces, ¿quién se queda con el oro y la plata de las Indias? -quise saber, cada vez más confundida-. ¿Los banqueros?
– No, el oro y la plata son del rey y el rey se los queda -me explicó Rodrigo-, pero no en pasta. Los banqueros tienen fundiciones y allí convierten los tejos y las barras en lingotes después de afinar los metales a la ley y al peso oficial. En cuanto los llevan a la Casa de la Moneda, recuperan lo que pagaron, que fue como una fianza, más una cantidad por el trabajo de fundir, afinar y fabricar los lingotes.
– Para eso se usan las herramientas que hoy le he comprado a don Agustín -apuntó el señor Juan muy complacido-, que será banquero y todo lo que se quiera, mas lisio no lo es mucho, el pobre, pues podría haberme sacado hasta dos mil escudos, que las herramientas los valen, y sin embargo cuando le ofrecí mil, se conformó.
– Pues, ¿qué herramientas le habéis comprado? -me alarmé, temiendo lo peor.
– ¡Oh, querido muchacho! -exclamó él complacido, ignorando, como siempre hacía, mi apariencia de dueña-. ¡Unas muy buenas! Hornillos, fuelles, crisoles, tenazas…
– … yunques, martillos, balanzas -siguió refiriendo Rodrigo con fingida calma-, rieleras para fabricar lingotes, calderas, palas…
– ¡Santo Dios! -grité-. ¿Cómo pensáis que vamos a cargar con todo eso cuando nos marchemos?
Rodrigo sonrió jactanciosamente entretanto el señor Juan aparentaba una completa ingenuidad.
– ¿Cuál es el problema? -preguntó candorosamente.
– El mismo que ya os señalé yo -le echó en cara Rodrigo-: el peso de las mercaderías.
– ¿Se ha vuelto loca vuestra merced, señor Juan? -le espeté a la cara, voceando-. ¡No podemos acarrear esas pesadas herramientas!
– ¡Ah, pues nada, nada! -declaró él alegremente-. Ya alquilaré yo unos carros y unas muías y lo llevaré todo hasta mi zabra.
– ¡Mi zabra! -estallé.
– Eso, tu zabra -confirmó-. Tú no te preocupes por nada, muchacho. Yo, como Juanillo, no te soy preciso aquí. Puedo, por consiguiente, abandonar Sevilla cualquier día de éstos y llegar a tiempo a ese puerto de Portugal que has mencionado.
Rodrigo se pasó las manos por la canosa cabeza.
– Tengo para mí que deberías consentirlo -me dijo mi compadre-. Si permites que Juanillo retrase su viaje, podrían partir juntos y el señor Juan cuidaría del muchacho. Nadie sospecharía de un mercader que carga herramientas para vender en Lisboa.
Las puertas del comedor se abrieron y las criadas retiraron los platos sucios. Suspiré e intenté sosegarme. No era mala la proposición y, en verdad, Juanillo estaría mucho más seguro.
– Sea -dije recobrando la calma y procurando ordenar mis pensamientos-. Devuélveme la misiva para Luis de Heredia pues ahora tengo que escribir otra.
Los lacayos entraron con bandejas de quesos y naranjas y todo lo comimos remojándolo con vino fuerte.
– Una sola cosa más tengo que solicitarte, muchacho -masculló el señor Juan con la boca llena de nuevo-, y es que, antes de que le mates, me permitas vender las herramientas a Arias, el Curvo que queda en Cartagena. ¡De cierto que le saco a lo menos cuatro mil escudos!
– ¿A Arias Curvo…? -No se me alcanzaba para qué podría querer Arias los útiles de un banquero.
– No me van a faltar ofertas -afirmó el señor Juan muy complacido-, pues de seguro que todos los que tienen granjerías en las minas del Pirú y acuden a los mercados de Cartagena van a sentirse muy complacidos pudiendo adquirir herramientas tan adelantadas como las mías, mas como Arias y Diego… en fin, Diego no, ya que ahora vive aquí y es conde; pues como Arias es uno de los grandes propietarios de plata de Tierra Firme, estoy cierto de que va a querer conseguirlas y eso significa muchos caudales para mí.
– ¿Arias Curvo es uno de los grandes propietarios de plata de Tierra Firme? -inquirió Rodrigo, exponiendo con claridad la pregunta que a mí se me había quedado en el pico de la lengua.
El señor Juan nos observó a ambos con incredulidad.
– ¿No lo conocíais?
Rodrigo y yo negamos con la cabeza.
– ¡Por mi vida! ¡Si es cosa sabida! ¡Si yo mismo os lo relaté a ambos hace algunos años, cierto día que andabais por el mercado de Cartagena preguntando acerca de los negocios de Arias y Diego! [33]
Rodrigo y yo nos miramos y, al punto, se nos iluminó la memoria. Fue el triste día en que mi señor padre quiso saldar sus deudas con Melchor de Osuna y recuperar así sus propiedades. El hideputa de Melchor no sólo se negó a devolvérselas sino que, por más, le dijo que rezaba todos los días por su muerte, pues cuando mi padre falleciera él pasaría a ser beneficiario absoluto de la Chacona, la tienda pública y la casa de Santa Marta. A mi señor padre le afectaron tanto esas palabras que salió de la casa del primo de los Curvos con el juicio totalmente perdido. Tras aquello, en cuanto lo dejé a salvo en la nao y Rodrigo regresó de comprar el tabaco que vendíamos de contrabando a los flamencos, le pedí a mi compadre que me acompañara al puerto para ver qué podíamos averiguar sobre aquellos dos ricos y poderosos familiares de Melchor de Osuna, Arias y Diego Curvo, pues sospechábamos que protegían a Melchor por tener con él negocios deshonestos, trapacistas y fulleros. Y, en el puerto, con quien topamos fue, precisamente, con el señor Juan, que estaba de charla con el tendero Cristóbal Aguilera, amigo también de mi padre, y ambos nos contaron todo cuanto se decía en Cartagena de aquellos dos importantes mercaderes, de cuenta que, entre otras muchas cosas, nos relataron que, sin que hubiera forma de explicarlo, los Curvos disponían en todo momento de aquellas mercaderías que faltaban en Tierra Firme por no haber llegado suministro en las flotas y que podían vendérselas a quien tuviera los muchos caudales necesarios para pagar sus fuertes precios, generalmente mercaderes del Pirú que disponían de la plata del Cerro Rico del Potosí.
– ¿Y tanta conseguían Arias y Diego a trueco de mercaderías -balbucí en cuanto me fue posible hablar- como para llegar a poseer tan grandes cantidades de ese metal?
– Pues sí debían de conseguirla, sí -aseguró el señor Juan-. Se rumorea en Cartagena que son muchos cientos de quintales de plata los que Arias atesora en sus bien guardados almacenes y así debe de ser puesto que, como es sabido, jamás ha declarado plata en sus cargamentos hacia España. Considera, por más, que las minas del Potosí se hallan en un lugar montañoso, de caminos imposibles, alejadas del resto del mundo y que allí todo se paga en metal puro pues no hay otra moneda y que si el mercader dice que unas botas de cuero valen una arroba [34] de plata y el minero tiene esa arroba y muchas más y camina descalzo, pues paga y se va tan feliz con sus botas o con su jubón nuevo o con su vino o su nuevo esclavo. La escasez de mercaderías hace que los precios los fije la necesidad.
– ¿Y qué se le da de acumularla sin más en sus almacenes? -se interesó Rodrigo, echando el cuerpo tan hacia delante que casi se comía la mesa.
– Me pides mucho, compadre -renegó el señor Juan, limpiándose los labios y la barbilla con la falda del mantel, pues también él tenía la servilleta hecha una pena-. En el Nuevo Mundo las cosas van a su manera. Quien puede se aprovecha, como es normal. Si Arias enviara a Sevilla toda esa plata, tendría que pagar una cantidad extraordinaria de impuestos. Eso en el caso de que no le fuera incautada por el rey, que ya sabéis que acostumbra a confiscar el oro y la plata de los particulares en cuanto tiene ocasión. No sé qué se le da de acumularla sin más en Cartagena, pero la acumula. -Hinchó el pecho para tomar aire y dejó descansar las manos sobre la mesa-. Una vez, hace algún tiempo, oí decir a uno de sus esclavos que estaban embalando plata para mandarla a México y pensé que sería para venderla en Filipinas, pues en México ya tienen mucha y, por otro lado, del puerto de Acapulco sale el galeón de Manila todos los años. Mas, como aquel esclavo no era de mucho seso, no di valor a sus palabras.
– Imposible lo de Acapulco -declaró Rodrigo enfadado-, pues está prohibido mandar oro y plata a las Filipinas. Hay cédulas reales muy severas que sólo permiten viajar hasta allí con pequeñas cantidades para mercadear sedas, porcelanas y especias de la China.
– Que no se te cueza la sangre, compadre -le dije a Rodrigo muy tranquila pues ya lo había comprendido todo-. Arias no manda la plata de contrabando a Manila. Ten por cierto que esa plata de la que hablamos se halla toda en Sevilla, en las casas de sus hermanos, convertida en objetos decorativos o incluso en moneda.
Ambos quedaron en suspenso un instante, pasmados.
– ¿Y cómo la hace llegar hasta aquí, eh? -me desafió el señor Juan-. ¡Nunca ha consignado plata en los registros de sus naos ni tampoco se la han hallado de contrabando ya que, de ser así, a estas horas estaría en la cárcel!
– Eso, señor Juan, es lo más increíble de todo.
Los dos Juanes (Juanillo y el señor Juan) partieron hacia Portugal el último día del mes de noviembre del año de mil y seiscientos y siete, quedando en volver a reunimos a bordo de la Sospechosa antes de la fiesta de la Natividad, el veinte y cinco de diciembre como muy tarde. Juanillo, a desgana y un tanto despechado, nos deseó mucha suerte y se alejó del palacio Sanabria con lágrimas en los ojos.
Las dos semanas siguientes fueron de febriles diligencias. De la mañana a la noche mil y un quehaceres nos ocuparon a todos: Damiana, encerrada en su alcoba, preparaba sobre un hornillo las últimas y laboriosas pociones que ejecutaría en Sevilla; Rodrigo y yo practicábamos el arte de la espada en unas caballerizas ahora vacías por haberme desprendido de todos los coches salvo de uno (el más ligero y rápido) y de todos los caballos menos de los picazos. Tampoco había ya demasiados criados en palacio pues, con grande generosidad, a todos los había mandado a sus casas con quince días de adelanto para que celebrasen las fiestas con sus familias. Me probé mil veces mi nuevo vestido para no errar en sus artificios y ensayé mis personajes frente al espejo como lo ejecutaría un recitante de feria. Pretextando un retiro espiritual previo a la Natividad dejé de hacer visitas, de recibirlas y de asistir a fiestas; sólo en una ocasión acudí, disfrazada de humilde criada, a casa de Clara Peralta, y fue por despedirme de ella y por agradecerle lo mucho que me había favorecido. Le regalé el más valioso de mis broches, de oro y piedras preciosas, y ella, tras llorar abundantes lágrimas y abrazarme como una madre, me dio promesa de trasladar mi eterno agradecimiento al marqués de Piedramedina, para quien le entregué un valioso anillo como no había otro igual en Sevilla, salido derechamente del botín pirata de mi isla. También me hizo esperar un largo tiempo en tanto que escribía esforzadamente una cariñosa misiva para madre a quien sabía que ya no volvería a ver en vida pero a la que siempre llevaría en su corazón pues no hay afectos más grandes y duraderos, dijo, que los afectos nacidos en la juventud.
Fray Alfonso Méndez, a quien solicité el favor de actuar conmigo en una de las representaciones, acompañaba siempre a su hijo Carlos cuando éste traía nuevas de Alonso, que seguía feliz y encantado con su cometido de galán pues a doña Juana Curvo no sólo no se le pasaban los ardores sino que se le aumentaban y estaba cada vez más enamorada de él, de suerte que principiaba a despistarse en las cautelas y algunos criados de la casa comenzaban a recelar. El padre Alfonso, que era padre también en el sentido terrenal, apareció un día por mi palacio con sus dos hijos menores: Lázaro, a quien ya conocíamos, y Telmo, de hasta cuatro años de edad, tan avisado y dispuesto como sus hermanos mayores y, como ellos, rubio y de ojos zarcos. A buen seguro, con semejantes probanzas nadie podría poner en duda la paternidad del fraile. Lázaro y Telmo jugaron encantados en los fríos patios en tanto fray Alfonso, Rodrigo y yo arreglábamos los pormenores de nuestros asuntos. Al finalizar, ya levantados de los asientos, el franciscano se detuvo y echó una mirada en derredor de la sala de recibir.
– ¿Qué haréis con todas estas propiedades cuando os marchéis de Sevilla, doña Catalina? -me preguntó.
– Abandonarlas -afirmé sin pesar, caminando hacia la puerta que daba al patio.
– ¿Abandonarlas? -se maravilló-. ¡Dádmelas a mí!
Rodrigo y yo nos echamos a reír, pensando que se trataba de una broma.
– ¿Dároslas a vos, fray Alfonso? -repuse, divertida-. ¿Acaso no os he dicho que voy a matar a ciertas personas por venganza y que la justicia me perseguirá el resto de mi vida? Todas mis posesiones en Sevilla serán incautadas y, a no dudar, pasarán a manos de la Real Hacienda en menos de lo que canta un gallo.
– Sí, eso es la verdad -admitió con disgusto-, mas me hubiera gustado ofrecerles a mis hijos una vida mejor.
– Lo lamento mucho, fray Alfonso -le dije-. Todos los objetos de valor ya me los han ido vendiendo de a poco desde el mismo día en que inauguré el palacio. Os aseguro que hay muchas alcobas completamente vacías. Sólo queda lo necesario para vivir y para evitar las murmuraciones de los criados y también aquello que no me puedo llevar y que doy por perdido.
Fray Alfonso apretó los labios y, a través de los cristales, miró hacia el patio en el que jugaban sus dos hijos con grande alboroto. Al punto, inspirado por algún súbito pensamiento, giró sobre sus talones y me echó una mirada de águila:
– ¿Podría vuestra merced llevarnos a mis cuatro hijos y a mí a las Indias?
Quedé en suspenso, confundida por la solicitud.
– ¡Dejad de decir sandeces, fraile! -exclamó Rodrigo frunciendo el entrecejo como hacía siempre que estaba enfadado o muy decidido, que para esos dos talantes él no mostraba diferencias en el rostro. Bueno, ni para los demás tampoco.
– ¡En España jamás saldrán de rufianes, picaros o criados! -vociferó el franciscano con el mismo tono altanero que Rodrigo-. En las Indias, a lo menos, hallarán una vida más digna y, trabajando duro, más oportunidades de prosperar y llegar lejos.
– ¿Y tenemos que regalarles los pasajes en nuestra nao? -se ofendió mi generoso compadre-. ¿Conocéis lo que vale un viaje al Nuevo Mundo en cualquier mercante? ¡Cuatro mil y quinientos maravedíes por persona sin contar el sustento!
– Una suma que yo no podré reunir nunca confesando bribones -admitió el fraile.
– ¡Sea! No se hable más -exclamé, pues de súbito la idea de llevarme al franciscano y a sus hijos en la Sospechosa no me pareció tan desatinada. Desde luego, viajaríamos con mayores apreturas aunque, a trueco, el bellaconazo de Alonsillo se vendría a Tierra Firme-. Nos acompañaréis, mas tened en cuenta que dos niños de tan corta edad serán una dura carga tanto el día que huyamos de Sevilla como en el tornaviaje por la mar Océana. No consentiré un solo perjuicio y, al primero que ocasione vuestra merced o cualquiera de sus hijos, daré orden para que los cinco sean desembarcados en el puerto más cercano. Tendréis, por más, que traeros vuestra propia cabalgadura para el día de la huida, así como las de vuestros dos hijos mayores.
– Soy más que contento, señora -declaró el padre Alfonso, inclinando la cabeza con agradecimiento-, de estas condiciones y conveniencias.
– Pues asunto arreglado -sentencié, y lo dije mirando a Rodrigo, que se consumía de enojo.
En cuanto fray Alfonso y sus hijos se hubieron marchado, mi compadre me dijo con desprecio:
– Con facilidad se piensa y se acomete una empresa, mas con dificultad se sale de ella las más de las veces.
– ¿A cuál te refieres? -repuse-. ¿A la venganza o a cargar con los Méndez?
– Por llevar contigo a Alonsillo nos cuelgas del cuello a los otros cuatro. Procura que no estorben.
Para mi desazón, me dije de nuevo, Rodrigo volvía a leerme el pensamiento.
El segundo miércoles de diciembre Damiana no acudió a la casa de Isabel Curvo para atenderla a ella y a su hermano, el conde de Riaza. Envié recado a Isabel de que Damiana había partido apresuradamente hacia Cádiz para atender a un enfermo muy grave que había suplicado sus servicios y que tardaría a lo menos una semana en regresar. Isabel respondió diciendo que su hermano Diego se hallaba en tan malas condiciones que ese día ya no había podido ni visitarla y me suplicó que, en cuanto Damiana volviera, fuera a verle a su propio palacio. Con el mismo criado le respondí que no se preocupara, que, a más tardar, el día viernes que se contaban veinte y uno del mes, Damiana la vería a ella a primera hora de la mañana y, luego, sin demora, iría al palacio del conde de Riaza. Isabel me agradeció mucho el aviso y me hizo saber que así se lo había anunciado ya a su hermano para que, en esa fecha, la esperara.
Algunos días después, Carlos Méndez nos trajo nuevas de Alonso: ya estaba recluido en su casa, con su padre y sus hermanos, y el tonto de Lázaro, por mejor ejecutar su figura, se había empeñado en echarse en el jergón y hacerse pasar por enfermo no fuera el caso que doña Juana enviara a por su hermano o se presentara allí para verle y descubriera la mentira, pues la supuesta enfermedad de Lázaro era la excusa utilizada por Alonso para abandonar el servicio de su ama hasta el día viernes que se contaban veinte y uno.
También por entonces envié una misiva a Fernando Curvo pidiéndole ser recibida secretamente por él en su palacete el día viernes que se contaban veinte y uno a la hora de la comida. Sería un encuentro muy breve, le advertí en mi nota, tan sólo para referirle unos comprometidos asuntos sobre su familia que habían llegado hasta mis oídos, razón por la cual nadie, ni su esposa doña Belisa, ni su suegro don Baltasar, ni tampoco el resto de su familia debían conocer nuestra reunión pues sería mucho mejor mantenerlos de momento en la ignorancia sobre las aflicciones que, de no poner remedio a tiempo, caerían sobre todos ellos. Como esperaba, Fernando no pudo contener la impaciencia y me envió a su propio lacayo de cámara solicitándome la merced de ser recibido aquella misma tarde. Le dije al criado que resultaba completamente imposible pues aún debía ejecutar unas últimas averiguaciones, mas le pedí que le dijera a su señor una sola palabra, «plata», ya que él la comprendería. Advertí a Fernando también que, para no quedar comprometida y salvaguardar mi honra, acudiría acompañada por mi confesor. La respuesta del mayor de los Curvos se rezagó aún menos que la anterior y llegó con el mismo lacayo: el día viernes que se contaban veinte y uno, a la hora de la comida, me esperaba en la bodega de su casa, en la parte de atrás del palacete. No debía preocuparme por nada pues cuidaría de que no hubiera nadie ni en la susodicha calle trasera ni cerca de las cocinas, por donde él llegaría desde dentro cuando sonara la campanada que anunciara la una del mediodía.
Con todo y todos en su lugar, y con Rodrigo y yo preparados, amaneció el dicho viernes veinte y uno, de tristísimos y amargos recuerdos. Aquella noche no pude pegar ojo aunque tampoco me encontraba cansada cuando se dejaron ver las primeras luces del alba; una pujanza superior me robustecía volviéndome insensible a la fatiga. El fardo con mis cosas para el viaje se hallaba escondido, junto al de Rodrigo y al de Damiana, entre la paja de las caballerizas. Aquel día debía vestirme yo sola, sin la ayuda de mi doncella, pues las nuevas ropas hubieran llamado su atención y no convenía. Por fortuna, de tanto probármelas las encontré sencillas de usar y, por más, una vez puestas resultaron muy cómodas. Cuando bajé al comedor, Rodrigo, con unas feas bolsas negras bajo los ojos y con el rostro más blanco que el de un muerto, ya estaba allí, esperándome.
– ¿Cómo te encuentras? -me preguntó.
– ¿Y tú? -inquirí yo a mi vez-. Pareces de piedra mármol y sin pulsos.
– No he dormido.
– Tampoco yo.
– Va a ser un largo día -murmuró.
– Muy largo, en efecto.
– ¿Saldrá bien?
– El cielo, el azar y la fortuna nos ayudarán -le aseguré, muy seria.
Damiana, en cambio, había dormido y descansado sin problemas. Nada alteraba jamás a la antigua esclava, como si hubiera vivido tanto, visto tanto y sufrido tanto que cualquier suceso que le aconteciera sólo pudiera parecerle bueno. Sonrió al vernos y, con su bolsa de remedios al hombro, nos siguió hasta las caballerizas. Rodrigo enganchó los picazos al coche, metió dentro los fardos, diez varas de cuerda, el cofre con los doblones y, luego, nervioso y preocupado, subió al pescante.
– Hora de irnos, señoras. Suban sus mercedes al carruaje.
Tengo para mí que fue en ese momento cuando el tiempo, o mi vida, se detuvo. No es que no acontecieran los hechos o que el sol dejara de cruzar despaciosamente el cielo de aquella triste mañana de diciembre sino que el crudo frío de la calle se coló de algún modo en mi alma y la dejó varada y en suspenso. Nada me afligía, nada me turbaba. Subí al coche y me senté. Antes de que llegara la noche, los cuatro Curvos de Sevilla estarían muertos.
Rodrigo sacudió las riendas sobre los picazos y nos pusimos en marcha. Lancé una última mirada al hermoso palacio Sanabria y, antes de perderlo de vista, cerré los ojos y me arropé con el manto. No deseaba ocupar mis pensamientos con nada que no fuera lo que debía ejecutar.
Llegamos presto a la morada del juez oficial de la Casa de Contratación. El coche entró en el patio y los criados se acercaron presurosos para atendernos, inclinándose en cuanto me vieron bajar con el rostro velado por una fina seda negra. Damiana bajó a continuación, de cuenta que el mayordomo, que ya salía por la puerta, al verla venir conmigo adivinó al instante quién era yo y le murmuró algunas palabras a una criada que desapareció a toda prisa en el interior de la casa.
– Doña Isabel la recibirá enseguida -me dijo el mayordomo, franqueándome la entrada.
No tuvimos que esperar mucho. La joven criada retornó con la instrucción de acompañarnos hasta la alcoba de Isabel, que se encontraba postrada en cama desde hacía una semana por falta de su pócima. No guardo en la memoria otro detalle que la abundancia de objetos de plata expuestos por todas partes como en la casa de Fernando Curvo, una plata que ahora sabía que era la razón última de todos los desmanes y fechorías de aquella familia. Los corredores que atravesamos estaban tan colmados de aquella purísima plata blanca del Pirú que, de no alumbrar la luz de la mañana, hubiéramos podido pensar que caminábamos por las profundas minas del Cerro Rico del Potosí. Como su hermano Fernando, Isabel Curvo atesoraba muchos millones de maravedíes en forma de saleros, muebles, lámparas y obras religiosas.
Cuando la criada nos abrió las puertas de la cámara (que no era demasiado grande aunque sí lujosa y recargada de tapices, colgaduras y tornasolados terciopelos), vi que Isabel nos esperaba sentada en el lecho, en camisa, con los cabellos recogidos por una albanega y recatadamente cubierta hasta los hombros con una mantilla blanca.
– ¡Grande merced y grande alegría es veros en mi casa, querida doña Catalina! -exclamó feliz aunque, al punto, una mueca de dolor le contrajo el rostro-. Damiana, por Nuestro Redentor, si algún aprecio me tienes, dame ya mi medicina pues me están matando los dolores.
– ¡Querida señora! -proferí compasiva, quitándome vivamente los guantes antes de acercarme presurosa hasta ella para tomarla de las manos-. Damiana, aligérate con el remedio.
La negra, sin apremiarse en nada, se encaminó hacia el brasero que se hallaba en un rincón y emprendió sus quehaceres.
– Tú, muchacha -le dije imperiosamente a la criada que permanecía quieta a los pies del lecho-. Sal del cuarto.
– Es mi doncella de cámara -se justificó doña Isabel.
– Ya estoy yo aquí para serviros -objeté con determinación de cuenta que no se le ocurriera replicarme-. He venido para felicitaros la Natividad y para atenderos en lo que preciséis.
La doncella salió y cerró silenciosamente la puerta.
– ¿Don Jerónimo no se ha quedado con vos? -me extrañé.
– ¡Mi pobre Jerónimo! -dejó escapar ella que, por estar en la cama y enferma, no se había puesto afeites ni pinturas y mostraba un rostro arrugado y lleno de estrías que sólo desde muy cerca se le apreciaban. Sus ojos carecían de brillo y la ausencia de color y cera brillante en los labios los dejaba ver tan ajados como eran en realidad-. Hoy es el primer día que ha vuelto a la Casa de Contratación y sólo porque sabía que vendría Damiana. Desde que los dolores me impidieron caminar no se ha movido de mi lado, mas tenía ya muchos asuntos pendientes que no admitían demora.
– Tardará, pues, en volver.
– Si no le mando aviso por necesidad, no regresará hasta la noche. Así hemos quedado -me explicó, confiada, Isabel Curvo.
En ese punto, le apreté afectuosamente las manos, que aún conservaba entre las mías.
– ¡Ay! -se lamentó y, con delicadeza aunque apremiada, me soltó y se llevó a la boca la yema del dedo anular izquierdo.
– ¿Os he hecho daño, doña Isabel? -le pregunté, inquieta.
– No ha sido nada, doña Catalina -murmuró con amabilidad, mas una pequeña gota de sangre brillaba en su dedo-. Me he pinchado con uno de vuestros anillos.
– ¡Qué torpe soy! Os ruego que me perdonéis. Mi deseo no era otro que confortaros.
– Lo sé, lo sé… -dijo sonriente, volviendo a llevarse el dedo a la boca.
Y, entonces, abrió los ojos en exceso, como si hubiera visto alguna maravilla, y ya no mudó el gesto. Así como estaba se quedó, como si se hubiera convertido en piedra, con el dedo en la boca y los ojos muy abiertos.
– Ahora está presa dentro de su cuerpo -murmuró Damiana a mi espalda.
– ¿Nos oye? -susurré.
– Sigue viva y despierta, tal como os dije. Si le hubiera dado más curare, [35] la habría matado. Su cuerpo está rígido, mas ella, por dentro, se encuentra bien.
– Sea -repliqué incorporándome. Observé a Isabel Curvo durante un momento y, luego, satisfecha al fin por ver llegado el momento de acabar con tantos malditos artificios y embelecos, me quité el anillo con la pequeñísima púa en la que Damiana había untado una chispa de ese peligroso curare y se lo entregué a la fiel cimarrona. Entonces, con la rabia y la ira albergadas durante un año entero en mi corazón, sujeté el rostro de Isabel con una mano y lo giré hacia mí para que sus ojos pudieran verme derechamente-. ¿Tenéis miedo, doña Isabel? -le pregunté aun sabiendo que no podía responderme-. Tenedlo, señora, pues vais a morir. Doy por cierto que no conocéis qué triste día es hoy, mas yo os lo voy a recordar. Hace exactamente un año, mi señor padre, el noble hidalgo don Esteban Nevares, murió como un perro en la Cárcel Real gracias al buen hacer de vuestra familia. ¿Que no sabéis de qué os hablo? ¡Oh, qué lástima, doña Isabel! Pues, aunque estoy cierta de que conocéis el asunto, en caso de no ser así tampoco estaríais libre de culpa. Mi padre, señora, era un honrado comerciante de trato de Tierra Firme a quien vuestro primo Melchor de Osuna robó todas sus propiedades y hundió en la desesperación. Yo soy Martín Nevares -y, diciendo esto, solté los corchetes que sujetaban mi saya de raso y desaté los lazos del corpiño para descubrir la camisa, el jubón, las calzas y las ocultas botas de cuero. Sólo me restaba desembarazarme el pelo de la toca de viuda y quitarle las cintas y adornos. Junto a mí apareció Damiana ofreciéndome la daga, oculta en su bolsa de los remedios desde que salimos del palacio-. ¿Habéis mirado bien, doña Isabel? ¡Catalina Solís no existe! Mi nombre es Martín Nevares, hijo de Esteban Nevares, muerto hace hoy exactamente un año. Tampoco os perdono la muerte de toda mi familia en Santa Marta a manos del pirata Jakob Lundch, que asaltó la villa para capturarme y matar a todos los vecinos por orden de vuestras mercedes, los hermanos Curvo.
Isabel, que no podía oponerse, ni gritar, ni defenderse, que no podía siquiera mover un dedo o cerrar los ojos, de algún modo me hizo llegar, con la mirada, un sentimiento de odio que reconocí al fin como la verdad de su corazón. En respuesta, alcé la daga ante sus ojos para que la viera bien.
– Deseo que conozcáis que, después de vos, morirá vuestro hermano Diego y, luego, vuestra hermana Juana. Para el final me reservo a Fernando, quien hizo juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme con su espada por su misma mano. Vuestra querida familia, tan honesta, piadosa y benemérita, es un saco de maldades, avaricias y perfidias.
– Se está recuperando -me advirtió quedamente Damiana.
Nada en el cuerpo o en el rostro de Isabel Curvo anunciaba tal recuperación mas, si lo decía Damiana, así debía de ser.
– ¿Está lista la infusión? -le pregunté.
– En las manos la tengo.
– Pues, en cuanto pueda tragar, dámela. -Escudriñé de nuevo a Isabel, por ver si reparaba en alguna mudanza de su estado cuando, de súbito, pestañeó-. Querida hermana, debemos decirnos adiós -susurré, sentándome en el lecho y cogiéndola delicadamente entre mis brazos-. Ha llegado para vuestra merced el final del camino. Por piedad, os he reservado la muerte más benigna. No sufriréis. Os daré a beber una agradable infusión endulzada con miel de azalea.
Isabel, que se recuperaba prestamente de la inmovilidad del curare, lució en su rostro, tan cercano al mío, una torpe mueca de terror.
– ¡Ah, conocéis la miel de azalea! -exclamé satisfecha-. Entonces no será preciso explicaros lo mortífera que es. Su veneno acabará dulcemente con vuestra vida y, cuando lleguéis ante el Creador, explicadle, si os atrevéis, que, sin remordimiento alguno, trocasteis las vidas de gentes honestas por riquezas para vos, por plata para vuestra casa y por fiestas en los palacios de los nobles.
Le hice un gesto a Damiana y ésta, acercándose con la infusión, me entregó al mismo tiempo una cuchara sopera. Aquello olía bien. Me extrañó que la muerte oliera tan bien. Limpiándole los labios de vez en cuando con un pañuelo, le fui metiendo en la boca cucharada tras cucharada de la venenosa tisana. No llegó a recuperar el dominio de su cuerpo, que se fue reblandeciendo al tiempo que ella perdía la vida. Al final, pareció resignada. Cuando dejó de tragar, Damiana me dijo:
– Ha muerto.
Le devolví la cuchara a la cimarrona y cerré los ojos de la fallecida.
– Ésta es -murmuré al tiempo que dejaba caer a Isabel sobre la cama- la justicia de los Nevares. Un Curvo menos hollando la tierra, padre.
– Voy a disponerla como si durmiera -me dijo Damiana-. Vístase voacé con sus ropas de Catalina pues pronto será extraño que sigamos aquí.
Al tiempo que yo recuperaba mis vestidos, me los ponía de nuevo y componía mi pelo con los aderezos y la toca, Damiana, que había frecuentado a la muerta durante muchos meses para tratarla de sus dolores, la colocó con tiento en la postura en la que conocía que Isabel solía dormir y la cubrió con las ropas de la cama hasta dejar sólo un poco de cabello a la vista.
– Vayámonos -ordené-. Aún tenemos mucho que obrar.
Damiana tomó su bolsa, guardó en ella mi daga, dio una última mirada al cuarto y me siguió al exterior, donde la doncella de cámara, sentada en un taburete, seguía esperando a que su señora la llamara.
– Atiende bien, muchacha -le dije con tono firme-. Doña Isabel se ha dormido después de tomar su medicina. Se encontraba muy cansada tras tantos días de dolor y tantas noches en blanco. Déjala reposar, no la despiertes y no permitas que nadie la moleste hasta que ella te llame.
La doncella asintió. No parecía muy avispada, de cuenta que quedé cierta de que obedecería mis órdenes a pie juntillas.
Cuando Rodrigo nos vio salir, se aproximó hasta la portezuela del carruaje para abrírnosla y poner el escañuelo, pues no había peldaño entre la casa y el patio. Al pasar junto a él, entretanto inclinaba la cabeza para entrar en el coche, murmuré:
– El viento de la fortuna sopla en nuestro favor.
De reojo le vi sonreír.
– Uno menos -masculló entre dientes.
Nuestro carruaje recorrió a buen paso las calles de la ciudad, abarrotadas de gentes que se afanaban en sus trajines cotidianos y graciosamente adornadas para las fiestas de la Natividad. El conde de Riaza residía en el ilustre barrio de Santa María, a no mucha distancia del palacete de su hermano Fernando, aunque a la soledad y firmeza de la casa del mayor se oponía la fina elegancia del palacio del menor. El portalón de entrada al patio estaba coronado por una impresionante torre con un escudo de armas tallado en la piedra, armas que no pude apreciar bien y cuya presencia allí no dejaba de ser una burla, conociendo como conocía que los Curvos no eran cristianos viejos ni hidalgos sino descendientes de judíos.
En cuanto Rodrigo detuvo los caballos frente a la entrada del palacio y antes, incluso, de que algún lacayo pudiera poner la mano en la manija de la portezuela, una dama no muy alta, de rostro velado y tocada con mantilla negra hizo su aparición en el pórtico y quedó allí, quieta como una estatua.
– Es la joven condesa de Riaza -me anunció Damiana.
– ¿La conoces? -me sorprendí.
– Alguna vez acompañaba a su marido cuando él acudía a casa de doña Isabel para recibir su poción.
– Saludémosla, pues.
Yo había conocido a la condesa en la fiesta que di en mi palacio el verano anterior, mas no guardaba en la memoria nada señalado de ella por ser sólo una pobre mujercilla cándida con el rostro arruinado por la viruela. Como ahora lo llevaba velado, en su porte sí se percibía el aire de su alta cuna aunque no tanto como hubiera cabido esperar de una noble condesa española. Hice una reverencia cuando bajé del carruaje y, al ponerme en pie, me retiré la seda del rostro; también ella se mostró y, al hacerlo, sentí lástima por aquella muchacha que, a no dudar, hubiera sido mucho más feliz ingresando en un convento que casándose con aquel hideputa de Diego Curvo. Quizá, me dije, su vida sería mejor de ahí en adelante: las viudas en España gozaban de muchos más privilegios y libertades que las solteras y las casadas, de cuenta que Josefa de Riaza, si resultaba ser un poco lista, podría disfrutar el resto de su vida de su hacienda con plena potestad y libre albedrío.
– Es un honor que visitéis nuestro palacio, doña Catalina -dijo con una vocecilla aguda que me hizo disimular un suspiro de resignación: sólo era una niña.
– A petición de vuestra cuñada doña Isabel, mi criada Damiana debía acudir hoy a tratar a vuestro señor esposo, el conde.
Ambas desviamos la mirada y bajamos la cabeza, reconociendo en silencio el vergonzoso mal que aquejaba al enfermo.
– En efecto, doña Catalina -aseguró ella, amablemente-, la estábamos esperando, mas no en vuestra grata compañía.
– Me ha parecido adecuado visitaros, señora condesa, para ofreceros en persona toda mi ayuda en estos momentos tan difíciles para vos, sobre todo porque se acerca la Natividad de Nuestro Señor y vuestra merced necesitará una mano amiga hallándose vuestro esposo en las condiciones en las que se halla.
Ella se sobresaltó.
– No habréis contado a nadie…
– Calmaos, condesa -la tranquilicé-. Nada he dicho, mas comprenderéis que tanto vuestra cuñada Isabel como mi criada me lo hayan referido todo.
La joven asintió. Damiana, dos pasos detrás de mí, esperaba pacientemente la resolución de la charla.
– ¿Cómo se encuentra hoy vuestro esposo? -me interesé.
La condesa tornó a bajar la mirada.
– Se muere, doña Catalina. Como no tomó la medicina la pasada semana, los males han arreciado con tal virulencia que don Laureano de Molina, el cirujano de la Santa Inquisición que le ha estado visitando en confianza, nos anunció ayer a mi cuñado don Fernando y a mí que no llegará a la Nochebuena. Le quedan horas de vida. Un día o dos a lo sumo.
– Debéis ser valiente, señora condesa, y confiar en Damiana -le dije, apoyando mi mano enguantada sobre las suyas, cruzadas a la altura del vientre-. En el coche me decía que hoy le va a dar una nueva medicina casi milagrosa.
– Está muy mal -denegó ella, aunque sin demasiado dolor.
– Confiad en Damiana, condesa. ¿Acaso no visteis mejorar a vuestro señor esposo en cuanto ella le dio sus remedios?
– Sí, mejoró mucho -admitió la niña-, mas es voluntad de Dios que la vida acabe cuando Él lo designa y nada puede ejecutarse para mudar Su decisión, doña Catalina. Esta tarde viene el confesor de mi cuñado don Luján a procurarle los óleos de la Extremaunción. No quiere morir sin confesión.
– ¿Quién querría, señora condesa? -convine, recordando que aquel mismo día, un año atrás, de no haber llegado yo a tiempo, mi señor padre hubiera muerto en el suelo de piedra de aquel rancho de la Cárcel Real llamado Crujía entre la suciedad, las ratas y el olor a excrementos y a animales muertos, rodeado de ladrones, locos y criminales-. Vayamos a verle, señora, y que Damiana le aplique sus curas pues, en el peor de los casos, mal no le van a hacer y, en el mejor, quizá le alivien.
– Tenéis razón, doña Catalina -dijo la joven, colocándose a mi lado para franquear la puerta del palacio-. Disculpadme por haceros sufrir los rigores del frío sin invitaros a entrar; tengo la cabeza muy trastornada por culpa de la enfermedad de mi señor esposo.
– ¡Oh, no preocupaos! Vengo muy bien abrigada -le dije, y era cosa muy cierta, pues llevaba puestas las vestiduras de mis dos identidades.
Docenas de criados y un número sorprendente de esclavos zanganeaban por las estancias del palacio que, aun siendo hermoso y, cómo no, rebosante de plata por todas partes, presentaba tal desaliño y tal aire de desidia que más parecía una posada de camino que una morada de nobles. Allí nadie cumplía con sus obligaciones, nadie limpiaba, nadie ordenaba, nadie parecía preocuparse por atender a la condesa y ésta, indiferente a la confusión y al desgobierno de su casa, avanzaba por los corredores sin advertir las ropas y objetos que campaban por los suelos ni las telarañas que se mecían sobre su cabeza. Tuve para mí que criados y esclavos, conocedores del fin de su amo y de la poca sal en la mollera de su joven esposa, estaban arramblando con algunas de las cosas de valor y disponiéndose a huir en cuanto el conde hubiera entregado el alma. Aquel palacio era un desastre y sólo un mal señor, que ha gobernado con dureza y mezquindad, recibe un desprecio semejante de sus sirvientes en la hora de su muerte. ¿Acaso no había dicho fray Alfonso que Diego Curvo los había golpeado a todos con la vara hasta llenarlos de costurones? Tal era, pues, el pago que recibía por su crueldad. Mas, ¿cuál podía ser la razón para que los hermanos de Diego consintieran semejante desastre? Si Josefa de Riaza no sabía enderezar su casa, de caridad hubiera sido que Fernando, Juana o Isabel hubieran puesto remedio a la situación.
Arribamos, al fin, a la antecámara de Diego, donde una vieja esclava negra, grande como un mascarón de proa y con el rostro cruzado por un ramalazo de vara que la desfiguraba grotescamente, se empleaba doblando algunas camisas y guardándolas en un hermoso baúl. Al vernos entrar, se detuvo.
– Doloricas -la llamó la condesa-, ¿has dejado solo a don Diego?
– Alguien tiene que lavar la ropa -repuso tranquilamente la negra, dándose la vuelta y alejándose por el corredor con un cesto lleno apoyado en la cintura.
– Yo y mi esclava -me confió la condesa en voz baja, dando por cumplida la muerte de su esposo-, retornaremos a Santa Fe, en el Nuevo Reino de Granada, con la próxima flota de Tierra Firme. Mi madre vive allí y esta metrópoli no nos gusta.
Asentí con la cabeza, comprensiva, y yo misma abrí la puerta del aposento de Diego para dejar pasar a la ignorante, desventurada y necia doña Josefa. El olor que me golpeó derechamente en la nariz cuando franqueé la entrada fue repulsivo. En aquella alcoba no había limpiado nadie desde hacía mucho tiempo y tuve por cierto que el estado del menor de los Curvos debía de ser, como poco, indigno del más sucio leproso del peor de los lazaretos. A Rodrigo le hubiera gustado saberlo, me dije, pues aquel hideputa no merecía otro final.
Al punto me apercibí que doña Josefa no tenía intención alguna de acercarse al lecho ya que le señaló el enfermo a Damiana y se quedó clavada junto a la puerta. Sentí bascas en el estómago y alguna que otra arcada cuando la cimarrona destapó a Diego Curvo para examinarle el cuerpo: nadie le había lavado en las últimas dos semanas y tenía las sábanas pegadas a la piel por los humores secos de las llagas malignas reventadas. Podían contársele uno por uno todos los huesos y tolondrones, de los que estaba lleno, porque ni su esposa, ni sus hermanos, ni los sirvientes se habían molestado en ponerle una humilde camisa. Al aproximarme, reparé en que estaba podrido de verrugas y costras y comido por la sarna. Respiraba afanosamente y una muchedumbre de piojos se nutría de su sangre ponzoñosa.
– ¿Está despierto? -pregunté, asqueada, llevándome un pañuelo a la nariz.
– Lo estará -afirmó Damiana, comenzando con sus preparaciones en el brasero.
Era llegada la hora de echar de allí a doña Josefa y me congratulé de que no fuera a resultar tan arduo como me había temido pues se la veía, en verdad, deseosa de marcharse. Volví sobre mis pasos para colocarme junto a ella.
– Queridísima señora -le dije con grande pesar y dolor-, sois demasiado joven y dulce para permanecer aquí sin que vuestro corazón sufra y se conmueva. Deberíais salir de esta alcoba.
Ella sonrió y asintió.
– Tenéis razón, doña Catalina. Vayamos a mi sala de recibir, donde estaremos más cómodas entretanto vuestra criada alivia a mi señor esposo. Hablaremos del Nuevo Mundo, de su sol, de su calor…
– Necesitaré ayuda -terció Damiana por retenerme.
– Doloricas te asistirá en todo cuanto precises -repuso la condesa colgándose de mi brazo y tirando de mí hacia la antecámara. Debía impedir que me alejara del maldito Diego, así que me solté de ella con delicadeza y detuve mis pasos.
– Adelántese vuestra merced, condesa. A vuestro desdichado esposo no le vendrán mal unas cuantas oraciones. Por más, no puedo quedarme mucho tiempo, pues tengo otros compromisos antes de la comida.
La joven puso cara de pena. Que se sentía muy sola no podía dudarse, mas no sería yo la mosca que cazaría en su telaraña para aliviar su soledad por muy condesa que fuera y aún menos aquel día.
– ¡Qué lástima! -exclamó contrariada.
– Esperadme en el estrado, condesa-insistí con afecto-. Ayudaré a Damiana y rezaré por el conde. Luego, me reuniré con vos y charlaremos un poco sobre Tierra Firme.
Sus ojos se iluminaron.
– ¿Conocéis Tierra Firme? -se sorprendió-. Tenía para mí que habíais vivido en Nueva España con vuestro señor esposo.
– Y así es, mas visité una vez Cartagena de Indias y me pareció un lugar encantador.
La condesa sonrió con alegría.
– ¡Cartagena! ¡Qué hermoso puerto!
Como vi que tenía intención de retenerme allí mismo con la plática, porfié para que se marchara.
– Esperadme en la sala, condesa. Damiana ya está dando a vuestro esposo su nueva medicina y esta alcoba, en la que reinan la enfermedad y la muerte, no es lugar para vos.
– Os aguardaré en el estrado -admitió complaciente.
Solté un suspiro de alivio cuando hubo desaparecido y cerré la puerta.
– ¿Cómo va? -pregunté a Damiana, que, con muchos escrúpulos y desde una cautelosa distancia, daba la poción de amala a Diego Curvo con una cuchara.
– Ya empieza a encontrarse mejor. Pronto dejará de sufrir los dolores y la debilidad de la fiebre y recobrará el juicio.
Eché una mirada en derredor, buscando un asiento que pudiera acercar hasta el lecho del enfermo y sólo entonces, acostumbrada ya al nauseabundo olor y a la suciedad, me apercibí de los abundantes muebles, los hermosos cofres y los ricos tapices de figuras grandes que adornaban la estancia. También allí la plata, aunque negruzca por falta de limpieza, destacaba en forma de Crucifijos, estatuas de santos, candelabros y salvillas con copas y vasos. Junto al brasero había una silla de brazos que arrastré hasta la cama. Diego Curvo revivía a pasos de gigante; había abierto los ojos y, mirando intensamente a la curandera, tragaba con ansia la pócima que ésta le ofrecía.
– Serénese, señor conde -le decía ella-. Trague con calma que nadie le va a quitar su medicina.
– Damiana… -murmuró él débilmente al terminar-. Quiero agua.
Damiana me miró y, sin volverse hacia Diego ni darle el agua que pedía, tornó al brasero para recoger sus cosas. Yo coloqué la silla tan cerca del lecho como el asco me permitió.
– ¿Cómo se encuentra, don Diego? -pregunté cortésmente. Los ojos del infame me buscaron y dieron conmigo. Le costó un tanto recordar quién era.
– ¿Doña Catalina? -murmuró asombrado.
– La misma, señor conde -afirmé con una sonrisa.
– ¿Qué hacéis vos…?
– ¡Oh, no, señor conde, no gastéis vuestras últimas fuerzas en palabras inútiles! Os estáis muriendo, ¿acaso no lo conocéis?
Diego Curvo cerró los ojos.
– El infame mal de bubas os va a matar en uno o dos días. Eso es lo que acontece cuando se tienen tratos deshonestos con mujeres inficionadas.
– ¿A qué habéis venido? -consiguió preguntar, extrañado de mi comportamiento.
– He venido a deciros que yo os he matado, que yo le dije a aquella mujercilla llamada Mencia, enferma del mal de bubas, que tuviera tratos con vos y que, por más, voy a quitaros las horas que os restan de vida pues hoy es un día grande y hemos de celebrarlo con vuestra muerte.
Al Curvo los ojos se le salían de sus cuencas y era tal el terror que expresaban que casi me di por satisfecha.
– ¡Josefa! -gritó sin resuello-. ¡Doloricas!
– Podéis llamar, señor conde -le dije-, mas nadie vendrá. No pueden oíros.
– ¿Qué locura es ésta? -jadeó.
– ¿Locura, señor conde? -sonreí al tiempo que me ponía en pie y comenzaba a soltar los corchetes de mi saya-. ¿Recordáis a un honrado comerciante de trato de Tierra Firme llamado Esteban Nevares?
Diego Curvo, cobarde como era y enfermo como se hallaba, luchó por alejarse de mí moviéndose hacia el lado contrario de la cama, mas las fuerzas no le respondieron.
– Esteban Nevares, don Diego. Un anciano moribundo al que visitabais en la sentina de la nao capitana de la flota cuando veníais hacia la península. ¿Lo recordáis ya?
El, incapaz de hablar, seguía intentando alejarse agarrándose a las sábanas.
– ¡Favor! -gritó de nuevo, aunque sospecho que no se apercibía de la flojedad de su propia voz, tan baja que ni aun estando alguien al otro lado de la puerta hubiera conseguido oírle-. ¡A mí! ¡Josefa!
– Hoy hace exactamente un año que don Esteban Nevares murió en la Cárcel Real de esta ciudad. -Acabé de desatar los lazos del corpiño y quedé en jubón y calzas. Me quité la toca de viuda y los adornos del pelo. Con ambas manos me lo desarreglé y lo eché todo hacia atrás-. Damiana, mi daga.
La cimarrona me la tendió de la empuñadura.
– ¿Conocéis quién soy, querido conde? -le pregunté con voz grave y su mirada extraviada me confirmó que sí, que conocía bien quién era yo-. Soy Martín Nevares, bellaco, el hijo de Esteban Nevares, y he venido hasta Sevilla para mataros.
– ¿Cómo es posible? -gimió-. ¿Todo este tiempo os habéis hecho pasar por mujer?
– Nada os importa eso ahora, conde -murmuré acercándome a él-. Sólo deseo que sepáis que no hace ni una hora acabé con la vida de vuestra hermana Isabel y que, cuando vos hayáis muerto, antes de que se venga la noche, habré matado también a Juana y a Fernando, tal y como, hace un año, le juré a mi padre que haría.
Cuando regrese a Tierra Firme acabaré con Arias, mas, para entonces, vuestra merced llevará ya algún tiempo ardiendo en el infierno.
– ¡Confesión! -exclamó, llorando-. ¡Por el amor de Dios, confesión!
– No, no habrá confesión para un gusano como vos -cada vez estaba más cerca.
– ¡Pedid lo que queráis! ¿Queréis caudales? ¡Puedo daros cuanto deseéis!
– ¿Darme cuanto desee? -Me reí-. Ni siquiera podéis salvaros a vos mismo. Lo único que deseo es vuestra muerte.
Ya estaba todo lo cerca de él que el borde del lecho me permitía. Hedía a purulencia y a heces.
– ¡Si ya me habéis matado! -sollozó, haciendo un gesto hacia su cuerpo podrido-. ¿Queréis matarme dos veces? Dejadme salir en paz de este mundo.
– ¿Veis mi daga, señor conde? -murmuré mostrándosela para, luego, en lo que tarda un pulso, clavársela con fuerza, de un golpe, en el centro del pecho. Su llanto cesó y me miró con desconcierto-. Ésta es la justicia de los Nevares.
Exhaló un lamento y la cabeza le cayó hacia un lado. La sangre brotó de la herida, manchando las ropas de la cama. Sin apenas apercibirme extraje la daga de su cuerpo consumido y quedé suspensa viendo cómo goteaba.
– Le habéis hecho un favor -escuché decir a Damiana desde la puerta-. La otra muerte hubiera sido peor.
– Con ésta se ha ido sin confesión y sin Extremaunciones -murmuré, satisfecha-. Estoy bien. He matado a un gusano y no siento remordimientos.
– Dadme el arma. Yo limpiaré esa sangre ponzoñosa. Voacé, vístase presto.
Cada nueva muerte me hacía sentir más cansada. Era cosa muy cierta que no había dormido, mas no podía ser ésa la única razón de aquella fatiga. Sabía que obraba bien y que, por más, el juramento hecho a mi padre me obligaba, así pues, ¿a qué aquella postración? No me agradaba matar, ni siquiera por justicia. Con todo, me consolaba el pensamiento de haber quedado vencedora de mi enemigo.
– Otro Curvo menos hollando la tierra, padre -mascullé saliendo de la alcoba, mudada de nuevo en Catalina. Damiana se había encargado de cubrir a Diego y de empapar su parca sangre con ropas que por allí había, de cuenta que, como su hermana Isabel, desde lejos aparentaba estar durmiendo-. Voy a despedirme de la joven condesa.
– No os entretengáis -me aconsejó la cimarrona-, se va acercando el mediodía.
– No lo haré. Regresa con Rodrigo al carruaje que yo iré al punto.
Una criada que merodeaba por el corredor me acompañó hasta la sala de recibir de doña Josefa y le señaló a Damiana el camino hacia el patio de carruajes.
Cuando entré, la condesa se entretenía tocando un laúd.
– ¡Ah, doña Catalina! -exclamó dejándolo a un lado, sobre los cojines-. ¿Cómo se encuentra mi esposo?
– Ha tomado su nueva medicina y se ha repuesto lo bastante como para beber un grande vaso de agua y pedirnos que le dejásemos dormir.
– ¿Ha hablado? -se sorprendió.
– Va os digo que ha pedido agua y que, tras bebería ansiosamente, nos ha rogado que le dejásemos solo pues quería descansar. Tengo para mí que nuestra presencia le incomodaba. Porfiaba en que no le molestásemos más y en que saliéramos de la estancia de una vez por todas. A no dudar, tiene un fuerte temperamento.
La condesa asintió.
– ¡No lo sabéis bien, señora! -exclamó ella disimulando el susto-. Espero que no se incomode esta tarde con el sacerdote que va a venir a darle la Extremaunción. Mi señor esposo tiene un genio muy vivo, aunque estaba más sosegado desde que cayó enfermo.
– Pues de cierto que la nueva medicina le ha sentado bien -comenté con alegría-, ya que ha recuperado el enojo en grande medida.
El rostro de la condesa no pudo ocultar por más tiempo el temor que sentía.
– ¿Se va a curar? -preguntó con un temblor en la voz.
– Así parece, desde luego -afirmé muy satisfecha-, y así lo ha declarado mi criada. ¡Alegraos, condesa! Recuperaréis pronto a vuestro gallardo marido. Mas no digáis nada aún. Dejad que el sacerdote decida si debe darle o no la Extremaunción.
La niña parecía haber perdido los pulsos. Su sueño de volver a casa, al Nuevo Mundo, se marchitaba y ese cruel y desalmado verdugo del que casi se había visto libre, retornaba a gobernar su vida. Apenas podía contener las lágrimas. Era el momento de irme.
– Debo marchar, doña Josefa -anuncié con fingido pesar-. Me reclaman asuntos inaplazables. Mejor será que no entréis en la alcoba de don Diego hasta que llegue el sacerdote o hasta que él os reclame. Dejadle descansar.
– Sí, sí… Nadie le molestará -estaba en verdad asustada.
– Y no me acompañéis hasta el coche, hacedme la merced. Seguid tañendo el laúd pues se ve que disfrutáis mucho con la música, que es una grande compañera del alma. Quedad con Dios, condesa.
Y, sin esperar réplica, giré sobre mí misma y abandoné la sala. Aunque ella aún no lo conociera, acababa de regalarle su libertad mas, con el poco seso que tenía, dudaba que lograra sacarle provecho. Era de esperar que aquella pobre niña llegara a ser dichosa algún día.
A toda prisa me introduje en el carruaje en cuanto salí del palacio. Rodrigo arreó a los picazos y partimos, como estaba previsto, en dirección a las Gradas que, por hallarnos en el mismo barrio de Santa María, no quedaban muy lejos. Damiana, sentada frente a mí, sonreía.
– ¿A qué ese contento? -le pregunté.
– Me gustan las cosas bien hechas y aún me gusta más ver pagar a los infames. Hay mucha gente mala en el mundo haciendo daño sin contrición ni castigo. No está de más que alguna vez el buen corazón quebrante la mala fortuna.
A la redonda de la Iglesia Mayor, por la parte de afuera, todos los días que no eran fiesta de guardar los mercaderes hacían lonja para sus contrataciones. Mas no sólo eran mercaderes quienes allí se reunían al tañido de la oración, sino también rufianes, maestres, picaros, banqueros, tratantes, almonedistas, pregoneros, vendedores de esclavos, autoridades locales, ladrones y aristócratas, de cuenta que una muchedumbre ruidosa abarrotaba las Gradas y sus alrededores. El tiempo nos apremiaba, así que Rodrigo detuvo el carruaje junto a una fuente y, haciéndonos balancear, se puso en pie en el pescante para buscar con la mirada a don Luján de Coa, el esposo de Juana Curvo y prior del Consulado. Temí que no le hallara pues, los días de mucho frío, el templo abría sus puertas para que los mercaderes pudieran negociar dentro. Por fortuna, el prior conversaba con otros comerciantes dando un paseo entre los muros y las gruesas cadenas que rodeaban la iglesia. Cuando Rodrigo le divisó, de un brinco se deslizó hasta el suelo y se encaminó raudo hacia él, y, poco antes de alcanzarle, le llamó y le retiró a un aparte y allí, señalando nuestro coche, le convenció con buenas razones para que le acompañara pues yo tenía algo muy importante que decirle y le estaba esperando.
Damiana se bajó discretamente del carruaje por el lado contrario y yo velé mi rostro con la seda y aguardé. Un caballero tan beato como don Luján requería de ciertos comedimientos.
Mucho le costó alzar las piernas para subir los escalones y se vio obligado a guardar su rosario en la faltriquera para agarrarse con las dos manos al marco de la portezuela.
– En nombre sea de Dios -le saludé-. Os agradezco que acudáis con tanta presteza a mi llamada.
– Para bien se comience el oficio, doña Catalina -repuso, resoplando y tomando asiento frente a mí-. Mucho me ha sorprendido la demanda de vuestro criado mas a fe que una solicitación vuestra siempre es grata de cumplir.
– No es por mi gusto, don Luján, os lo aseguro, y, en cuanto conozcáis lo que debo referiros, tampoco vuestra merced estará contento de haberme complacido.
– Pues, ¿qué os ocurre, señora? -se alarmó el anciano.
– Tengo un primo por parte de mi padre -principié-, un mozo de Toledo de buen entendimiento y mejor fortuna, que casó no ha mucho con una hermosa joven de familia principal. Disculpad que no os diga los nombres pues de seguro conocéis a alguno de sus tíos, cargadores del Nuevo Mundo como vuestra merced con casa de comercio en Sevilla.
Don Luján asintió. Su rostro arrugado mostraba grande interés por mi historia.
– Mi primo estaba muy enamorado de su esposa -proseguí- y no veía sino por sus ojos y no vivía más que para ella, como ordenan los Mandamientos y la Santa Madre Iglesia.
El prior tornó a asentir, complacido.
– Cierto día que regresó pronto a su casa a la hora de la comida, no halló a su esposa por parte alguna y, para su mayor preocupación, no quisieron los criados darle razón de tal ausencia. Con el corazón saliéndosele del pecho se dirigió a la cámara de… llamémosla doña María si os parece bien. Pues le ocurrió que, llegado a la puerta de la cámara de doña María, una criada, la doncella, se opuso con firmeza a que mi desdichado primo entrara en ella. Él, temiéndose lo peor, apartó a la doncella por las bravas y quiso morir cuando, en el lecho, encontró a la hermosa doña María refocilándose con un joven lacayo a quien mi primo tenía en mucha estima. Viendo su honra perdida y doliéndose de la traición, mi primo se dirigió hacia el lecho para vengarse y, al tiempo que clavaba la espada en el pecho de su esposa, el maldito criado huyó por una ventana y escapó. Mi primo juró no descansar hasta acabar con el lacayo y limpiar su honra y la de toda su familia.
– No hay peor ofensa para los varones de un linaje -declaró, compasivo- que el deshonor de una sola de sus mujeres.
– Decís bien, señor, y por esa razón mi primo ha cabalgado muchas leguas hasta dar con el culpable, que, por mejor ocultarse, decidió volver a su tierra natal, Sevilla, y entrar a mi servicio, pensando que así mi primo no podría dar con él.
– ¡Qué grande insolencia! -se indignó el prior.
– Pues aún es mucho peor, don Luján. Ese criado, lacayo de librea en mi casa, se las ingenió para seducir a una dama acaudalada de cuya amistad me preciaba yo ante toda la ciudad. La dama en cuestión, de una familia muy principal y benemérita, está casada con el hombre más virtuoso de Sevilla, el gentilhombre más honrado y digno de elogio que hayan conocido los tiempos y que vive desde hace meses en la ignorancia del adulterio de su señora esposa y de los grandes cuernos que lleva en la cabeza.
El rostro del anciano prior se había demacrado y su labio inferior, siempre colgante, temblaba como si fuera a echarse a llorar.
– ¿Qué es lo que intentáis decirme, doña Catalina? -balbució, presa de una súbita desazón que se le trasudaba en estremecimientos.
– Esa dama, a quien yo consideraba una hermana, acusando falsamente a su propio lacayo de librea de robar unos saleros de plata de mucho valor, consiguió que su señor esposo echara a la calle al desdichado y, a continuación, con muchos y muy pensados artificios, me convenció de que, como le hacía grande falta un buen lacayo de librea, cualquiera de los míos le vendría como anillo al dedo. Como yo tenía tres y haraganeaban en demasía, me sentí muy gustosa de ayudarla y, cayendo en la trampa, porfié para que se llevara al que más le conviniera. Ella, tonta de mí, escogió a su amante y desde ese día se refocilan juntos ante las propias narices de su desdichado esposo. Hace algunas semanas -continué, aunque para entonces el viejo prior se hallaba al borde mismo de la muerte-, recibí la visita de mi primo de Toledo y, llorando, me contó su triste historia. Yo le ofrecí cobijo y ayuda en todo cuanto precisara pues, según me expuso, había descubierto que el traidor que había seducido a su esposa y a quien había jurado matar se hallaba viviendo en Sevilla. Me pidió discreción y se la he dado, de cuenta que nadie conoce su presencia en la ciudad salvo yo. Imaginaos mi asombro cuando ayer por la noche me dijo, por fin, que el nombre del infame era Alonso Méndez y que había sabido que se hallaba a vuestro servicio, don Luján, y, por más, acostándose con vuestra esposa y hermana mía, doña Juana Curvo.
El prior puso los ojos en blanco y se echó de súbito hacia atrás. Guardé silencio y esperé. Era propio de un mercader de grueso valorar el pro y el contra de cada una de sus acciones como en un importante negocio de trato. Conocía todo cuanto pasaba por su cabeza en esos momentos y debía dejarle llegar solo hasta el lugar en el que yo le estaba esperando.
– ¿Y cómo sabéis que las palabras de vuestro primo son valederas? -me preguntó, al fin, con voz llena de ira.
– No me creáis a mí, don Luján -murmuré apenada-. Acudid ahora mismo a vuestra casa, antes de la hora a la que acostumbráis a llegar, y con vuestros propios ojos contemplaréis la verdad.
– ¡Mas yo sólo soy un viejo! -tronó encolerizado-. ¿Cómo voy a enfrentarme a ese infame?
– Mi primo, Martín Solís, os suplica que le permitáis acompañaros en la hora de vuestra venganza. Ocupaos vos de doña Juana que él se encargará del lacayo.
– ¡Matar a Juana! -exclamó con furia, llevándose las manos a la daga que lucía en el cinto.
– Estáis obligado a quitarle la vida a vuestra esposa adúltera -porfié con su mismo tono-. La muerte limpiará vuestro nombre y el de la muy digna y honesta familia Curvo. Cuando se conozca la verdad, vuestros cuñados, don Fernando y don Diego, os agradecerán que hayáis resuelto el asunto sin remilgos ni dilaciones. Estas desgracias vuelan por el aire en Sevilla y los pecados contra el honor y la honra sólo se limpian con sangre, don Luján, como bien sabéis.
– Habláis con buenas razones -murmuró-, mas, por ser tan grande la ofensa y por padecer yo tantos achaques, considero que mi hijo Lope lo ejecutará todo mejor.
– Celebro oíros discurrir con tanta discreción -ahí quería yo que llegase, justo ahí, pues él no podía, en verdad, clavarle certeramente un puñal a la gallarda y brava Juana sin que ella lo echara al suelo de un empellón, mas Lope de Coa, el hijo de hasta veinte años que desde pequeño había deseado profesar en los dominicos, tenía la fuerza y la firmeza necesarias para acabar con su madre y restituir la dignidad a la familia.
– Mi hijo nunca tuvo buenas relaciones con su madre y ahora comprendo la razón: ella era malvada, siempre lo fue, y yo no supe verlo.
Aquellos pensamientos ya no me interesaban. El tiempo apremiaba.
– Conservad en la memoria, don Luján, y hacédselo saber así al joven don Lope, que el lacayo Alonso es de mi primo y sólo de mi primo. Buscad a vuestro hijo y acudid con él sin demora a vuestra casa. Martín os está esperando en la puerta. Él se os dará a conocer.
El viejo prior me miró, conmovido.
– Nunca, doña Catalina, podré agradeceros en lo que vale el favor que me habéis hecho. Estaré en deuda eterna con vos, no lo olvidéis.
– Marchad presto, don Luján, y que Dios os acompañe.
– Quedad vos con Él, queridísima señora -dijo abriendo la portezuela del carruaje.
Damiana, en ese punto, volvió a mi lado y ocupó el lugar dejado por el prior.
– No tardará en hallar a su hijo en las Gradas -dijo-. Mude voacé de ropa y partamos al punto.
Di dos golpes en el tejadillo para que Rodrigo nos sacara de allí y el coche tomó el camino de la puerta de Jerez para dirigirse hacia el lugar en el que habíamos acordado encontrarnos con fray Alfonso y sus hijos. Las calles eran estrechas y tortuosas y se fueron volviendo más solitarias y cenagosas según nos alejábamos de la Iglesia Mayor y del centro de la ciudad. Tuve tiempo de sobra para mudarme en Martín, protegiéndome esta vez del frío de la calle con un herreruelo [36] de buen paño, y de colgarme el tahalí con mi hermosa espada ropera forjada tanto tiempo atrás por mi verdadero padre en su taller de Toledo.
El coche se detuvo en una plazuela solitaria cerca de los muros del Alcázar Real. Allí nos esperaba fray Alfonso con Lázaro y Telmo, muy abrigados y quietos junto a su padre, sujetando por las riendas tres hermosos caballos que a saber de dónde habrían salido. Bajé prestamente del coche y me allegué hasta ellos. Los ojos de fray Alfonso no se apartaban de mí por lo mucho que le espantaba mi apariencia, mas yo sólo deseaba montar en una de aquellas cabalgaduras y partir hacia la casa de Juana Curvo, a no mucha distancia, pues pronto sería mediodía y todo podía acabar mal si nos retrasábamos.
– Tomad -me dijo el fraile entregándome una excelente yegua tordilla dispuesta con arreos de camino y estribos cortos, más adecuados para la posterior huida apresurada que para un paseo por la ciudad.
Sin mediar palabra monté ágilmente en la yegua y me volví hacia Rodrigo para mirarle y buscar aliento.
– Sígueme, compadre.
– Siempre detrás de ti, Martín.
Piqué espuelas y me alejé por las calles lodosas y malolientes, sola por primera vez en aquel extraño día. Debía llegar a la casa antes que don Luján y su hijo, que, como habíamos acordado, irían a pie y acompañados por sus criados de escolta. La muerte de Juana no me importaba un ardite, mas el pensamiento de encontrarla en el lecho con Alonso era un trago muy amargo que me producía congojas y tormentos. Yo misma había inventado aquel lamentable artificio aunque, cuando lo concebí, no recelé ni de lejos lo poco que iba a gustarme su resolución.
Conocía el palacete por haber pasado en coche por delante en repetidas ocasiones, de cuenta que distinguí al punto sus estrechos muros de tierra amasada, el blasón de la familia del prior encima de la puerta de la calle y los álabes del tejado de madera.
No se hizo esperar don Luján. En cuanto hube desmontado, un grupo de cinco o seis hombres torció la esquina y se allegó hasta mí a paso raudo.
– Mi nombre es Martín Solís -dije con voz grave en cuanto me alcanzaron.
Don Luján me observó sorprendido.
– ¿Qué edad tenéis, señor? -me preguntó.
– La suficiente, don Luján, como para haber sido cornudo.
Un rayo de dolor le cruzó el rostro.
– Entremos -ordenó.
Lope de Coa podía no haber sido hijo del prior mas, de cierto, era hijo de Juana Curvo y sobrino de Fernando y Diego: el mismo porte alto y seco, el mismo rostro avellanado y los mismos dientes blancos y bien ordenados. Algo muy fuerte había en la naturaleza de los Curvos para que sus cualidades pasaran con tanta firmeza de una generación a otra. El mozo me miró sin vacilaciones y percibí su desprecio por la delicadeza de mis rasgos. Debió de sentirse más hombre junto a un alfeñique refinado como yo. Su mano diestra permanecía oculta bajo el recio gabán y un algo de locura brillaba en sus ojos. No se dignó saludarme ni dirigirme la palabra. Era un cabal heredero de su mala estirpe.
En cuanto entramos en el patio, lleno de macetas y grandes tinajas dispuestas a la redonda, los criados y esclavos negros que por allí había se barruntaron los problemas. Todos se mostraron asustados y desaparecieron de nuestra vista como por ensalmo. El secreto de Juana Curvo no había sido, a lo que se veía, tan secreto como ella tenía por cierto pues resultaba evidente que, menos el marido y el hijo, no había nadie en la casa que no estuviera al tanto de lo que venía acaeciendo en aquella alcoba del piso alto. Lope de Coa subió los escalones de dos en dos y, cuando los demás llegamos a la antecámara -yo respeté el paso tardo de don Luján-, lo hallamos empujando a un lado con grande violencia a la doncella que protegía la puerta, aunque la pobre muchacha, comprada con mis caudales, ni se le oponía ni gritaba para avisar a los adúlteros del peligro. Todo acontecía en un asombroso silencio, el mismo que reinaba en la casa entera, que parecía un monasterio de cartujos salvo por ciertos ruidos lujuriosos que salían de la alcoba.
Lope dio una firme patada a la puerta y las hojas se abrieron de par en par, dejando ver una estancia apenas iluminada por la luz de una vela (ventanales cerrados y tapices extendidos impedían que entrara la claridad del sol). Al punto, todo se tornó confusión y alboroto: Juana Curvo, pillada en flagrante alevosía, gritaba a pleno pulmón entretanto se esforzaba por cubrir su desnudez con las ropas de cama que yacían por el suelo; su hijo Lope, liberado del gabán, avanzaba hacia ella como un perturbado rabioso con un afilado puñal en la mano llamándola pérfida, adúltera, infiel y traicionera; los tres criados de escolta de don Luján se habían arrojado, entre gritos y exclamaciones, sobre Alonsillo, que, tan despojado como su madre le había traído al mundo, se debatía con todas sus fuerzas para liberarse de las garras de sus apresadores. Sólo don Luján y yo permanecíamos callados y detenidos en el umbral de la alcoba. El motivo de don Luján lo desconozco hasta el día de hoy; el mío era un dolor que me apretaba el corazón hasta hacérmelo reventar. Cosas muy extrañas me pasaban por la mente y me dolía como un ascua sobre la piel lo que tenía delante, mas, con todo, no podía apartar la mirada de aquel maldito Alonso, que tampoco retiraba de mí sus bellos ojos demandando en silencio mi pronta intervención. Me sentí torpe y necia por lo que me estaba aconteciendo, de cuenta que, con un esfuerzo sobrehumano, di un paso al frente y grité:
– ¡Quieto todo el mundo!
Lope de Coa, que ya levantaba el puñal sobre el pecho de su madre, se volvió raudo hacia mí, admirado por la autoridad de mi voz.
– ¡Quietos todos! -ordené de nuevo, avanzando-. Tú -le dije a uno de los apresadores de Alonso-, suelta a ése, dale su ropa y retira los tapices para que entre la luz. Tú -le dije a otro-, cierra la puerta de la alcoba y presta tu auxilio a don Luján, que no se sostiene en pie y está presto a caerse al suelo. Y tú -le dije al tercero-, retírate hasta el ventanal que da al patio y estate a la mira para que los criados no salgan de la casa hasta que todo concluya, no sea que vengan los alguaciles antes de tiempo.
Los tres hombres se volvieron hacia don Luján y éste asintió con la cabeza. Cuando entró, al fin, la luz de la calle, contemplé una estancia muy amplia en la que la abundancia, belleza y pureza de la plata que la adornaba hubiera trastornado el seso de cualquiera que no se hallara prevenido. ¿Qué había contado Rodrigo que le había contado Carlos Méndez que le había contado el bellaco de Alonso para que me lo contara a mí…? Que la cama era de tamaño medio, sí, poco aderezada y sin colgaduras, muy cierto. Aunque, ¿para qué ocultar que era toda de plata? ¡Una cama de plata labrada! Mas no era yo la única pasmada; los tres criados de don Luján habían quedado también en suspenso. Estaba cierta de que nunca se había visto cosa igual en todo lo conocido de la Tierra como no fuera en el palacio de algún sultán o en el de algún rey de la Berbería.
Un grito de Juana Curvo me sacó de mi arrobamiento. Al punto volvió a mi memoria dónde me hallaba y lo que acontecía a mi alrededor. Las riendas se me estaban escapando. El futuro dominico anhelaba poner fin a la vida de su madre y, si no lo contenía, su puñal acabaría con Juana antes de que yo pudiera conversar con ella.
– ¡Deteneos, don Lope! -grité, acercándome-. Haced la merced de dejarme decir unas últimas palabras a esta adúltera que tanto me recuerda a otra que yo maté.
– ¿Qué podéis querer decirle vos a mi señora madre? -objetó el joven demente-. ¡Aquí y ahora, sólo mi padre y yo diremos algo si es que hay algo que decir!
– ¡Sea! -admití precipitadamente-. Don Luján, hacedme la merced de ordenar a vuestro hijo que me permita hablar con vuestra esposa antes de matarla.
El viejo prior, humillado, cornudo y rabioso, se allegó hasta su hijo y le puso la mano en el hombro.
– Deja que el joven le diga a esta ramera lo que le venga en gana.
Juana Curvo, siempre tan altiva y tan digna, lloraba, gemía y suplicaba por su vida desde el suelo, al que se había dejado caer, cubriéndose como podía la desnudez del cuerpo. De vez en cuando, miraba con adoración y a modo de despedida a su joven amante, Alonsillo, que ni siquiera reparaba en ella de tan asustado como se hallaba.
– Prepárese, mi señor don Lope -solicité al joven De Coa-, para clavar el puñal a su señora madre en cuanto yo termine de hablar con ella, pues sólo desprecio va a recibir de mí y procederá en consecuencia.
– Hacedme sólo una señal -masculló él, destilando odio. No era de extrañar que desde pequeño hubiera sentido el deseo de profesar en la orden de los dominicos, regente y alma de la Santa Inquisición. No hallaría un lugar mejor para sus inclinaciones, heredadas de su cruel tío Diego por una parte y, por otra, de su beato padre. ¡Y pensar que su tía Isabel me dijo de él cierto día que, de tan callado y piadoso como era, parecía un ángel! En aquella familia nadie veía sino lo que quería ver y como quería verlo.
Juana Curvo, que hasta entonces no se había fijado en mí por el mucho miedo que sentía y las amargas lágrimas que derramaba, abrió grandemente los ojos cuando, doblando una rodilla, puse mi rostro frente al suyo a tan corta distancia que nuestras narices se tocaban. Supo al instante que yo era Catalina Solís y eso hizo que tuviera para sí que había perdido por completo el juicio. En ese punto, por ayudarme, Alonsillo organizó un buen guirigay intentando huir de sus captores. Sin volverme, oí los gritos de los criados y los de don Luján y don Lope, así como los muchos golpes que le dieron.
– Sé que me conocéis, doña Juana -le susurré quedamente aprovechando el desorden-. En la hora de vuestra muerte debo confesaros que, en verdad, no soy sino Martín Nevares, el hijo del honrado mercader de trato Esteban Nevares, de Tierra Firme, a quien vos y vuestra familia ordenasteis prender y traer a Sevilla del mismo modo que enviasteis al pirata Jakob Lundch a terminar con la vida de las buenas gentes de Santa Marta.
El rostro sudoroso y mojado de lágrimas de Juana Curvo se desfiguró y abrió la boca para gritar mas se la tapé con una mano y se lo impedí. Sentía tanta rabia contra aquella malvada y avariciosa mujer que ni siquiera en aquella situación me inspiraba lástima.
– Debéis conocer-le dije ferozmente- que Alonso Méndez trabaja para mí, que yo preparé esta trampa en la que habéis caído y que yo he dispuesto vuestra muerte en el día de hoy, cuando se cumple exactamente un año del fallecimiento de mi señor padre en la Cárcel Real. Así pues, señora, haceos cuenta que Alonso jamás os ha amado. Sólo se ha reído de vos. Por más, no deseo que os vayáis de este mundo sin conocer asimismo que no ha mucho que he matado a vuestra hermana Isabel, que yace de cuerpo presente en su lecho, igual que vuestro hermano Diego, el conde, que enfermó de bubas porque yo le ofrecí una mujercilla enferma del mal. Ahora moriréis vos y, a no mucho tardar, mataré también a Fernando.
– ¡Acabad de una vez, señor! -gritó don Lope, furioso-. ¿O es que le vais a recitar la Santa Biblia? Cuanto más me retrasáis, más le pesan los cuernos a mi padre y, a mí, la deshonra de la familia.
– Os dejo con vuestro hijo -le susurré a Juana con una sonrisa, haciéndole una seña a Lope con la mano que tenía libre para que ejecutara su venganza (que era la mía) y limpiara su honor, el de su padre, el de sus tíos y el de todos los demás varones de su ralea. No se hizo esperar y, antes de que pudiera ponerme en pie, clavó con tal rabia el puñal en el pecho de su madre que ella exhaló un rugido como de león y allí mismo murió, arrojando sangre a borbotones por la boca.
– Esta es -musité sin que me oyera nadie- la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos hollando la tierra, padre. Ya van tres.
El loco Lope, con el puñal y la mano chorreando sangre, se volvió hacia su padre y éste, hecho un mar de lágrimas, caminó hacia él y se fundieron en un abrazo llorando juntos por lo que acababa de acaecer. Era hora de partir de allí a uña de caballo.
Con voz firme y grande autoridad ordené a los tres criados que abandonaran al punto la alcoba. Como don Luján había respetado mis deseos en toda ocasión y ahora sollozaba con tanta amargura abrazado a su hijo, no quisieron incomodarle y, así, soltaron al pobre Alonsi11o y me advirtieron que esperarían tras la puerta por si les necesitábamos. En cuanto se marcharon, me allegué rauda hasta el maltrecho pícaro y, con todo afecto, le sujeté por debajo de los brazos y me desplacé con él, que pesaba lo suyo, hacia el ventanal que daba a la calle. Lo abrí y el frío de diciembre nos golpeó a ambos en el rostro, obrando el beneficioso efecto de despabilarle un poco, de cuenta que parpadeó, sonrió, miró en derredor y murmuró:
– ¿Y la cuerda que tenía que echarnos Rodrigo?
Estaba allí mismo, frente a nosotros, enredada entre las rejas de hierro. La agarré y, febrilmente, con uno de los cabos hice un buen nudo ciego en torno a una de las patas de la pesada cama de plata.
– ¿Podrás descender sin caerte? -le pregunté con el alma en un hilo. La altura no era grande y abajo le aguardaban Rodrigo, su padre y sus hermanos, prestos a socorrerle.
– Me va en ello la vida -se burló y, tras pasar el cuerpo magullado por encima de la reja, bajó por la cuerda hasta la calle.
Ni don Luján ni el loco Lope se habían apercibido de nada y, aunque yo había previsto salir por la puerta y despedirme de ellos gentil y agradecidamente después de la lamentable fuga del adúltero Méndez, a quien seguiría persiguiendo hasta el último día de mi vida, me pareció mejor bajar también por la cuerda y abreviar la situación pues, a esas alturas, ardía en deseos de culminar la última muerte y marcharme de una vez por todas de Sevilla.
Con diligencia y alivio me dejé caer hasta el suelo de tierra de la callejuela aledaña a la casa del prior. Todos los míos estaban allí (Rodrigo, Damiana, Alonso, fray Alfonso, Carlos Méndez y los pequeños Lázaro y Telmo), unos dentro del coche, otros en el pescante y los demás a lomos de cabalgaduras. Sus rostros expresaban respeto. Rodrigo, satisfecho, me hizo un gesto con el mentón para que entrara en el carruaje (aún debía vestirme una vez más de Catalina) y, como le vi alzar las riendas para arrear a los picazos, me apresuré a obedecerle.
Dentro, con la ayuda de Damiana, me quité el herreruelo y me ajusté la saya con sólo dos corchetes, dejándome el pelo desembarazado de lazos y adornos. No me puse el corpiño, pues en mi próximo encuentro no tendría tiempo para menudencias. Entretanto, el apuñeado Alonso, tumbado frente a mí, desde debajo de un grueso gabán verde de viaje con el que se había cubierto, hacía ver que no se enteraba de nada.
Cuando nuestra comitiva se detuvo en la solitaria callejuela trasera del palacete de Fernando Curvo, fray Alfonso desmontó el primero para disponerme el escañuelo que le entregó Rodrigo desde el pescante. Luego, envuelta en un lujoso manto negro que me cubría de la cabeza a los pies, salí del coche en el preciso momento en el que repicaron las campanas de la Iglesia Mayor dando la una. Por desgracia, el suelo de tierra estaba lleno de excrementos de caballerías, así que me manché las botas de cuero que ocultaba bajo la saya. En ese punto, una puerta de servicio muy maltratada por los fríos y los calores de Sevilla, se abrió de par en par sin que, por lo oscuro del interior, se viera a nadie del otro lado. Fray Alfonso avanzó junto a mí y entramos.
– En nombre sea de Dios -nos saludó el alto y enjuto Fernando Curvo.
– Para bien se comience el oficio, don Fernando -respondí, dejando caer el manto hasta los hombros aunque abrigándome bien, pues hacía allí mucho más frío que en la calle. Aquel lugar era una bodega amplia y oscura y no habría más de quince o veinte toneles de unas cien arrobas cada uno. Lo acostumbrado para una familia acomodada.
Fray Alfonso se quedó discretamente junto a la puerta y Fernando, con un gesto, me invitó a acompañarle hasta donde brillaba un farol de aceite dispuesto sobre una cuba. Algo me temí y me giré hacia fray Alfonso para que comprendiera que no las tenía todas conmigo. Le vi echar mano a la cintura por debajo de la capa, dándome a entender que iba armado y que estaba dispuesto a pelear por muy fraile que fuese. Y, en efecto, su gesto fue más propio de un bravo de mesón que de un fraile franciscano.
– ¿Os gustaría probar el vino de mis tierras? -me preguntó cortésmente Fernando Curvo, a quien, sin embargo, se le notaban los apremios por conocer aquellos comprometidos asuntos sobre la plata y su familia que habían llegado hasta mis oídos.
Rehusé el ofrecimiento y me dispuse de manera que le diese a él la lumbre del farol y no a mí. Don Fernando vestía calzas, cuera color pajizo y botas grises, y portaba, como hidalgo que era, espada y daga, lo que revelaba que acababa de llegar de la calle. Valiéndome de la penumbra y del cobijo que me procuraba el mantón, me solté los corchetes de la saya y tenté la empuñadura de mi espada.
– Puedo ofreceros también vino de Portugal -continuó-, o de Jerez, de Ocaña, de Toro…, por si son más de vuestro gusto.
– Os quedo muy agradecida -le repliqué-, mas lo que en verdad me vendría en voluntad sería acabar con el asunto que me ha traído hasta vuestra bodega en un día tan triste para mí como el de hoy.
– Pues, ¿qué tiene de triste este día para vuestra merced? -me preguntó sorprendido y, al hacerlo, no sé cómo movió los ojos que me vino de súbito al pensamiento lo mucho que se le parecía su sobrino, el loco Lope. No sé para qué pensé en esto pues lo terrible de aquel momento era que me hallaba a solas, en Sevilla, con el hermano mayor de la familia Curvo, el culpable de todo cuanto de malo había acontecido en mi vida desde que fui rescatada de mi isla.
– Hoy hace un año que murió mi señor padre -le expliqué con sobriedad y aproveché para cerrar los ojos y, así, acostumbrarlos a la total oscuridad.
– Creía que vuestro padre y vuestra madre habían muerto antes que vuestro señor esposo -se sorprendió.
– No, no fue así. Mi esposo falleció antes, en Tierra Firme -seguía con los ojos cerrados, aparentando un grande dolor-. Mi señor padre murió aquí, en Sevilla, en la Cárcel Real, tal día como hoy hace un año. Vino en la misma flota en la que llegó vuestro hermano, el conde de Riaza.
Fernando quedó mudo. Casi podía escuchar cómo su mente evocaba tiempos y sucesos y se afanaba por atar cabos.
– En aquella flota -murmuró- sólo venía mi hermano Diego con su esposa y un reo condenado a galeras.
– En efecto, don Fernando -sonreí, abriendo los ojos y dejando caer mi manto-. Aquel reo condenado a galeras era mi señor padre, don Esteban Nevares.
Ahora veía muy bien. Él dio un salto hacia atrás y, desnudando el acero de su espada, me amenazó.
– ¿Quién sois? -gritó. Nadie podía oírle pues él mismo así lo había dispuesto. También yo desenvainé mi espada y le reté.
– Soy Martín Nevares, el hijo de Esteban Nevares, el mismo a quien buscabais por toda Sevilla hace sólo un año, cuando escapé de la Cárcel Real tras la muerte de mi padre.
Tenía los ojos descarriados, como si no pudiera creer nada de lo que veía y oía.
– ¿Y doña Catalina Solís? -preguntó retrocediendo un paso-. ¿Es vuestra hermana o sois la misma persona?
Tomé a reír con grandes carcajadas y avancé bravuconamente el paso que él había retrocedido.
– ¿A qué esas preguntas, don Fernando? Dejaos de monsergas y cumplid vuestro juramento, aquel que hicisteis ante la Virgen de los Reyes de matarme vos mismo con vuestra espada. ¿Tan mal tenéis ya la memoria que lo habéis olvidado?
Su rostro adquirió el mismo color ceniza que su bigote y su perilla. Miró a fray Alfonso, que seguía firme en la puerta, y, viendo que el fraile no se acercaba, se persuadió de que no intervendría en la disputa.
– Si en verdad sois Martín Nevares -repuso fríamente-, contestad a una pregunta, pues no quisiera, por una burla, matar a otro que no fuera tal enemigo.
– Preguntad -concedí, sin bajar la espada.
– ¿Qué sabéis vos de la plata y qué se le da a Martín Nevares de ella?
Aún reí con más fuerza al escucharle.
– No me interesa vuestra plata más que para arrebatárosla. Debéis conocer que esta misma mañana he matado a vuestros tres hermanos, Diego, Juana e Isabel, cuyas casas rebosan de esa purísima plata blanca que Arias os envía ilícitamente desde Cartagena de Indias. Como vais a morir, os contaré también que sé cómo os la hace llegar y que, desde hoy, vuestro suegro Baltasar de Cabra y vuestros descendientes no recibirán ni una sola arroba más del preciado metal pues voy a matar a Arias, y podéis estar tan cierto de eso como de que vuestros otros hermanos están muertos y de que vuestra merced no saldrá vivo de esta bodega. Os confieso asimismo, don Fernando, que pienso apoderarme de la última remesa de plata y que nadie sabrá nunca cómo lo obré.
No pude decir ni una sola palabra más. Furioso como un perro con rabia, no sé si por la muerte de sus hermanos o por la pérdida de su riqueza, vino hacia mí para ensartarme con su espada, mas yo, prevenida, caí en guardia con tanta seguridad y firmeza que se desconcertó, de cuenta que pude parar el golpe y, sin dilación, comencé a atacarle vivamente. Rodrigo me había dicho que, siendo él un hombre viejo, mi lozanía y vigor se impondrían, mas lo que Rodrigo no había sospechado era que el mayor de los Curvos, siendo viejo, era asimismo uno de los mejores espadachines que yo había conocido en toda mi vida. La torpeza de sus piernas la compensaba con un sagaz conocimiento del arte de la espada. Pronto, en vez de atacar, me hallé defendiéndome. Tenía delante un adversario formidable.
Dos golpes terribles que me tiró fueron a dar, por agacharme a tiempo, contra la madera de dos toneles que se abrieron y aún abrí yo otro más con un fendiente que le tiré desde arriba y del que escapó porque se me fue el pie, pues nos medíamos sobre charcos de vino de Portugal, de Jerez o de Toro, que tanto daba su origen a la hora de hacernos resbalar.
Con esfuerzo le fui conteniendo los golpes, tirando estocadas por ver si le daba aunque fuera desde lejos, mas no lo conseguí. Me determiné, pues, a continuar parándole una y otra vez para no concederle un solo momento de tregua y que no hallara descanso. Si su odio y su rabia eran intensos más lo eran los míos, así que, por respeto a mi padre muerto, a mis compadres de la Chacona y a las mancebas de Santa Marta, no podía perder aquella contienda y, con aquel pensamiento, mi mano se tornó rauda como el rayo y mi cuerpo mucho más diligente. Al cabo de poco tiempo, el Curvo dejó de golpear con fuerza y las piernas empezaron a traicionarle. Tomaba el aire a grandes y ruidosas boqueadas y supe que era llegado el momento de hacerle perder la calma obligándole a ejecutar continuas paradas. Aunque apenas nos movíamos del cerco de luz que esbozaba el farol, en cuanto nos salíamos y chocábamos los metales, se veían brillar las chispas en el aire.
Entonces él resbaló en el vino y faltó un pelo para que le atravesara con mi espada, de cuenta que comprendió que perdía fuelle y conoció que yo lo conocía. Se lo noté en el sudor que le bañó el rostro y en su mirada iracunda y fiera. Aquél era el final. Lo vi venir… aunque no del todo. Jadeando, se echó hacia atrás torvamente y, en un arrebato, me asestó cuatro o cinco violentos puntazos que resolví de milagro. El sexto no lo pude parar. Sentí un dolor vivo y ardiente en el ojo izquierdo, tan intenso que lancé un desgarrador grito de agonía que hizo soltar una carcajada de júbilo al maldito Fernando. El pensamiento de que un instante después yo estaría muerta y él vivo me hizo desear no morir únicamente sino morir matando y, así, estiré el brazo con tanta furia que, aun sin ver, le atravesé el pecho de parte a parte. Lo adiviné. Adiviné que le había matado antes incluso de oír su estertor y el ruido que hizo su cuerpo al dar contra el suelo. Yo también había caído, aunque sólo de rodillas.
Con las manos me tapaba el ojo herido para contener el río de sangre. Al punto, noté las manos de fray Alfonso, alzándome en el aire.
– ¡Vamos, vamos, doña Catalina! -me apremió-. Levantaos y salgamos de aquí. ¡Damiana debe curaros esa herida! ¡Parece grave!
– ¿Está muerto? -pregunté con un hilo de voz.
– ¡Muerto y bien muerto que está!
– Pues, entonces, recoged mis ropas y recuperad mi espada. Luego, nos iremos.
Le oí trasegar y consideré que iba a perder el sentido, mas, antes de perderlo del todo, con la boca llena de mi propia sangre, murmuré:
– Ésta es la justicia de los Nevares. Otro Curvo menos, padre. Ya van cuatro.
Luego, todo se tornó negro.
Me sacaron de Sevilla escondida dentro del carro y, durante el viaje, Damiana terminó de vaciar la cuenca del ojo para que no se me inficionara y, luego de limpiarla bien, la rellenó con unas hierbas de su bolsa y la tapó con un fino paño negro que me anudó detrás de la cabeza. Como me había hecho beber una de sus pócimas, no sentía ningún dolor y sí una muy grande alegría por la venganza felizmente cumplida: los cuatro hermanos Curvo de Sevilla habían muerto y, sin ellos, los negocios familiares estaban acabados pues, de todos sus descendientes, sólo el loco Lope se hallaba en edad de convertirse en mercader y no parecía ser tal su deseo.
– Curaréis pronto -me vaticinó Damiana el mismo día en que arribamos a Cacilhas.
– Lo sé -asentí, tocando con la mano la tela que cubría el nuevo hueco de mi rostro-, mas me acobarda mirarme en el azogue.
– No os preocupéis -me consoló ella-. Estáis igual, aunque con un solo ojo.
Aún vestía las ropas manchadas de sangre y ardía en deseos de llegar a mi cámara en la Sospechosa para lavarme y tenderme en la cama.
Todo se ejecutó con premura. Juanillo y el señor Juan, desde el bordo de estribor, nos saludaron con los brazos en cuanto nos vieron llegar. El piloto, Luis de Heredia, había cuidado bien de la nave y, conforme a mis órdenes, todo estaba listo para zarpar.
– No tienes buen aspecto, muchacho -me dijo el señor Juan en cuanto pisé la cubierta.
– He perdido el ojo en el duelo con Fernando -le expliqué, afligida.
Él guardó silencio un instante y, luego, mirándome de arriba abajo, sonrió.
– ¿Le mataste?
– Sí. Maté a los cuatro.
– Pues, ¿qué se te da de perder un ojo si has ganado la paz para tu padre? ¡Levanta esos ánimos! Ahora eres una hidalga tuerta y hallarás a un hombre que te amará así.
Sentí un enojoso aguijonazo en el hueco del ojo perdido y del otro, del sano, me cayó una lágrima.
– Vamos, vamos… -intentó consolarme-. No es momento de llantos ni de dolores. Está soplando un buen viento de tierra y debemos aprovecharlo para zarpar.
– Encárguese vuestra merced -repuse, triste-. Yo voy a lavarme. Saldré para la cena.
En cuanto entré en mi cámara, lo primero que hice fue quitarme el paño negro y buscar un espejo y, al verme reflejada, no pude sino espantarme y echarme a llorar. Nunca volvería a tener un rostro proporcionado, libre de aquella abominación. Nunca volvería a ver con dos ojos, de cuenta que más me valía acostumbrarme a la fatigosa visión de costado de la que disfrutaba ahora pues aquella desgracia era un accidente irreparable que duraría lo que durara mi vida. Estaba condenada a llevar un pañuelo o un parche para ahorrar a los demás el asco y el horror que mi nuevo aspecto producía. Por más, llorar obraba el extraño efecto de causarme grandes y agudas punzadas en el ojo ausente a pesar de haber tomado la poción de Damiana, así que me serené, me sequé la mejilla derecha y, dejando el espejo sobre la mesa, juré que no tornaría a lamentarme por la pérdida ni a derramar una sola lágrima para no resentirme en un trozo de mí que ya no tenía. Ahora yo era deforme y así debía aprobarme y debían aprobarme quienes me quisieran. Nunca lograría atraer a Alonso, ni conseguiría que se fijara en mí. ¿Quién podría amarme viendo aquel huevo huero lleno de hierbas y costurones? Quise llorar de nuevo mas el juramento hecho me lo impidió.
Aquella noche, a la hora de la cena, sentados todos a la redonda del palo mayor, bien abrigados para no morir de frío, el señor Juan, Rodrigo y Juanillo mostraban su contento por regresar a casa, a Tierra Firme, al dulce calor del Caribe, y se felicitaban por el acertadísimo final de aquella historia. Al oírlos desvariar, me eché a reír a carcajadas.
– ¿Final? -dije con la boca llena de carne-. ¿Qué final?
Alonso, Rodrigo, Damiana, Juanillo, fray Alfonso y el señor Juan quedaron de una pieza.
– Pues, ¿queda algo por poner en ejecución que no sea matar a Arias? -preguntó Rodrigo de mal talante.
– Sólo atacar una flota del rey.
Fue tan grande el silencio en el que quedamos que se oyó toser a los marineros bajo la cubierta.
– ¿Atacar una flota? -repuso, al fin, el señor Juan con una risilla floja.
– Atacar la próxima flota de Tierra Firme en cuanto emprenda el tornaviaje.