Capítulo 3

Desde que arribamos a Sanlúcar y pasamos la peligrosa barra que tantos navíos ha hundido, un buen número de bajeles y barcas, cuyos marineros nos saludaban jubilosamente con gritos de regocijo, se nos pegaron a los costados para remontar el Betis. En la aduana de la barra, el veedor oficial se extrañó un tanto de encontrar a bordo a una pasajera con tres criados y, a su demanda, el maestre le explicó muy valederamente la historia que yo había inventado y terminó por meterle un puñado de monedas en el saquillo de su toga de oficial real para ventilar con presteza el asunto. Luego, viendo que aquí paz y después gloria y que a quien Dios se la dio san Pedro se la bendijo, cambió de argumento y le comunicó que la flota de Nueva España al mando del general Lope Díaz de Armendáriz había partido de La Habana cuatro semanas ha, el mismo día que nosotros, por lo que, si todo iba bien, llegaría a Sevilla en agosto o septiembre. El veedor dio su beneplácito con grande satisfacción y continuamos libremente nuestro rumbo. Cada vez eran más las naos que nos seguían en nuestra ascensión por el río y no había aldea o finca ribereña por la que pasáramos cuyos moradores no se echaran al agua turbia y encenagada para darnos la bienvenida. La arribada del aviso señalaba la pronta llegada de las abundantes riquezas del Nuevo Mundo y, aunque ni un maravedí de ellas caería en las manos de aquellos que tanto se alegraban, al menos tendrían trabajo descargando y reparando las naos de la flota.

En cuanto divisamos la Torre del Oro, empezamos a escuchar el vocerío y unas salvas de bienvenida se dispararon para prevenir a todos los sevillanos de que algo importante estaba ocurriendo en el puerto. El día era bueno y hacía calor, así que los habitantes de Sevilla, que poco necesitaban para animarse, dejaron sus ocupaciones y bajaron hasta el Arenal. La ciudad en pleno se congregó allí para recibirnos. El maestre del aviso nos dijo, muy complacido (y ya podía estarlo el muy bribón, dados los caudales que me había sacado), que aquellas fiestas no eran nada en comparación con las que se organizaban cuando llegaba una flota, mas a mí ya me parecía suficiente espectáculo, el conveniente y adecuado a mi propósito de hacerme notar.

Pronto la muchedumbre fue amplia y se tenía que apretar para circular entre los objetos de lance que se vendían en el malbaratillo que allí se hacía y en torno a las grandes tiendas de lienzo plantadas sobre la arena, dentro de las cuales se jugaba a los naipes y a los dados y se bebía con abundancia y sin disimulo. Entretanto el patache atracaba, mis criados y yo contemplábamos a las gentes y buscábamos con los ojos el coche del marqués de Piedramedina que debía acudir a recogernos, tal como habíamos acordado antes de nuestra partida.

Me había vestido con uno de mis mejores trajes y había elegido un vistoso sombrero a juego con los chapines y el quitasol para que se me pudiera ver bien desde todas partes y fuera yo quien atrajera todas las miradas. Naturalmente, llevaba el rostro cubierto por un tafetán negro pues, en aquellos momentos, yo era una importante y recatada dama: doña Catalina Solís, hidalga, viuda reciente de un riquísimo encomendero de Nueva España, sin hijos ni otra familia, que volvía con toda su fortuna para establecerse de nuevo en la patria y disfrutar de los dineros ganados por su desdichado marido, don Domingo Rodríguez, de apreciada memoria, muerto de viruelas el año anterior durante uno de sus viajes de negocios. Don Domingo, además de rico encomendero, era grande amigo de muchos nobles de la corte, con quienes había entablado amistad durante su juventud antes de partir para el Nuevo Mundo y uno de sus más apreciados afectos había sido siempre don Luis Bazán de Veitia, marqués de Piedramedina, el cual había sostenido con él una prolongada correspondencia hasta el mismo día de su muerte. Ahora, la viuda de don Domingo, doña Catalina, se ponía bajo la protección de don Luis, quien le había insistido reiteradamente en la conveniencia de regresar a España por ser mujer y por haber quedado sola y desamparada.

Así que allí estaba yo, doña Catalina Solís, viuda de don Domingo Rodríguez (lo cual era todo cierto menos lo del tratamiento de don, aunque no fuera ésta objeción de importancia), llegando a Sevilla en el aviso de la flota de Nueva España para reunirme con el buen amigo de mi esposo, el marqués de Piedramedina, quien me había ofrecido su favor y su auxilio para todo cuanto necesitase hasta que me hallara bien instalada en la ciudad. Llegar en el aviso (los avisos tenían vedado cargar pasaje salvo en ocasiones muy señaladas) era una muestra más de la importancia e influencia de mi difunto esposo en Nueva España, ya que sólo los nobles, los oficiales reales o los más opulentos mercaderes y sus familias podían viajar en ellos. A los que me contemplaban admirados desde el Arenal se les alcanzaba, a no dudar, que yo debía de ser alguien muy principal.

Los esportilleros y los marineros dispusieron, por orden del maestre, unas tablas para que la dama bajara a tierra sin mojarse los chapines y los vestidos. Mi entrada en Sevilla debía ser magnífica, de cuenta que toda la ciudad conociese de mi existencia antes de que acabara el día.

– ¡Allí, señora! -me indicó Rodrigo, que se daba buena traza de criado indiano.

El marqués de Piedramedina acababa de salir de su coche y alzaba el brazo para hacerse ver. Sus criados se acercaron y ayudaron a los míos con los cofres, baúles y fardos. Caminé hacia él con elegancia seguida por mi criada negra, Damiana. Había llegado el momento de poner en ejecución todo lo aprendido con doña Clara. Las piernas me temblaban. ¿Se me notaría la hilaza de tela basta por debajo de las saboyanas de seda?

– ¡Mi querida doña Catalina! -exclamó el marqués en voz alta para que todos pudieran oírle-. ¡Al fin estáis aquí! ¿Habéis disfrutado de un buen viaje desde Veracruz?

– Muy bueno, señor -repuse, inclinando la cabeza y haciendo una leve reverencia. Él me cogió de las manos y, alzándome, me llevó hasta el carruaje. En el interior, una sombra oscura se removió en el asiento.

– Os presento a mi esposa, la marquesa de Piedramedina. Querida, ésta es doña Catalina Solís, de quien tanto me has oído hablar.

– Subid al carruaje, doña Catalina -ordenó una voz meliflua-. Desde hoy mismo os llamaré hermana, si así me lo permitís.

– Será un honor para mí, marquesa -dije, entrando y tomando asiento frente a una mujer de talla corta aunque gruesa y de hasta sesenta años, carirredonda, de nariz chata y rostro colorado de bermellón, que me acechaba con ojos bailadores y esquivos, muy ajenos a la pretensión de igualdad que anunciaba de palabra con el trato de hermana. No llevaba el rostro cubierto porque el carruaje tenía todas las ventanas protegidas por gruesos lienzos que apenas dejaban pasar la luz.

– ¡Qué joven sois! -se le escapó, no sin un deje de envidia-. Para ser viuda, quiero decir.

– En efecto, señora marquesa. Nuestro Señor se llevó a mi marido no hace ni un año. Me lo arrebató a poco de principiar nuestro matrimonio, aunque todo esto ya debéis de saberlo por vuestro esposo, el señor marqués. Guardaré eternamente en mi corazón la felicidad que don Domingo me procuró y la mucha compañía que me hizo.

– La vida siempre es cruel, querida doña Catalina, pero Dios Nuestro Señor, con su grande piedad y misericordia, os dará fuerzas para seguir viviendo.

– Eso espero, marquesa. -Aquel trueco de frases baladíes tendía a la aproximación, así que la cosa no discurría mal-. Mucho tengo que agradecer al señor marqués de Piedramedina, amigo leal de mi difunto marido, por las atenciones que me procura.

El carruaje se balanceó con violencia cuando entró mdon Luis, quien tomó asiento plácidamente junto a su esposa. Al punto, entornó los ojos y pareció dormitar. Nos pusimos en marcha. La marquesa, doña Rufina Bazán, sonrió y apoyó mustiamente sus manos en el regazo.

– Hemos adquirido en vuestro nombre -me anunció-, el palacio que llaman de Sanabria, que fuera hogar y solar de los condes de Melgarejo. Deseamos que os agrade.

– No albergo ninguna duda al respecto, señora marquesa -afirmé con complacencia-. Yo misma le pedí a don Luis por carta que me buscara una morada en Sevilla en la que vivir.

– Estoy cierta de que os gustará -afirmó ella, zarandeándose con los movimientos del coche-. El palacio se halla situado frente a la iglesia de San Vicente, cerca del río, y lo adquirimos en almoneda pública por la suma de diez y seis mil ducados.

La saliva se me cruzó en la garganta y el resuello se me cortó, mas no hice ningún aspaviento. ¡Seis millones de maravedíes por una casa o, por mejor decir, un palacio! El sudor bañó mi cuerpo bajo los elegantes vestidos. No es que no estuviera en posesión de esos caudales -que, por fortuna, lo estaba-, es que jamás se me había puesto en el entendimiento que una casa pudiera valer lo mismo que un reino.

– Su arreglo, en el que están trabajando desde que la adquirimos, costará otros cinco mil o seis mil ducados.

¡Otros dos millones de maravedíes! No me desmayé porque no me lo podía permitir. El marqués, que seguía con los ojos entornados, sonrió levemente.

– Espero que me ayudéis con los muebles y el ajuar, marquesa. No conozco a los artesanos de Sevilla y, desde luego, quiero a los mejores.

El rostro ancho y pintado de la marquesa se tiñó de satisfacción.

– ¡Oh, doña Catalina, por eso no debéis preocuparos! Adquirimos también todos los bienes muebles de los condes de Melgarejo. El palacio Sanabria era notoriamente conocido por la belleza de su interior y el marqués pensó que su contenido os gustaría. Ha tomado mucho empeño en este asunto vuestro. Los arreglos se están haciendo con todo el mobiliario dentro; sólo se han retirado las imágenes, los libros de devoción, los retablos… Cosas de fácil hurto y grande beneficio para los que allí trabajan. Por más, supongo que habréis traído con vos el ajuar de vuestra casa en Nueva España.

– Erráis, marquesa -objeté con pesar-. Lo vendí todo antes de zarpar. Deseo principiar una nueva vida y hasta el objeto más pequeño me traería dolorosos recuerdos de la existencia que llevé en Nueva España con mi marido.

– ¡Oh, entonces, desde luego, necesitaréis mi ayuda!

– Hasta los colchones tendré que adquirir, marquesa.

– Como si fuerais una… -sonrió amablemente.

– Una mujer que ha perdido para siempre la vida que amaba -la ayudé a terminar, por si tenía en el pensamiento algo inconveniente-, que se ha despedido de los amigos que más estimaba, de su hogar, de sus propiedades más queridas y hasta de sus animales de compañía.

– Sí, en efecto -murmuró, apretando el ceño. En aquel punto le vi el rostro de lechuza del que hablaba doña Clara, la enamorada del marqués, y era cosa muy cierta que se asemejaba a la dicha ave-. Mas sólo quería decir que me recordabais a una joven criada sin dote.

Con mentida alegría, tomé a reír muy de gana por el menosprecio. Debía estar a la mira y conservar en la memoria quién era yo y lo que pretendía y qué debía ganar en aquélla y en todas las partidas.

– Con vuestra ayuda, señora, eso cambiará pronto.

– Desde luego, querida doña Catalina -respondió-. Contad conmigo para lo que necesitéis.

En sus palabras había un tonillo, disfrazado en el amable ofrecimiento, que dejaba claro que una hidalga como yo, por acaudalada que fuera, no disfrutaría ni en el mejor de sus sueños de la ayuda de una dama noble como ella, de quien ni era una igual ni nunca lo sería.

– Os agradezco mucho vuestro ofrecimiento, marquesa. Así lo haré de muy buena gana.

Y ambas sonreímos.

Dos días después de mi llegada, el jueves que se contaban catorce del mes de junio, se celebró en Sevilla, por todo lo alto, la festividad del Corpus Christi. Como me alojaba en el palacio de los marqueses, donde quedé muy bien atendida a la espera de que terminaran los arreglos del mío, me vi en la obligación de ayudar a doña Rufina a confeccionar un altar de ceremonia en la sala de recibir y de asistir con ella a las procesiones y actos litúrgicos propios de tal gaudeamus (me gustaron los graciosos pastorcillos que bailaron la Danza de los Seises en la Iglesia Mayor), diversiones éstas que nos tuvieron dando vueltas tediosamente en el carruaje por toda ciudad desde que amaneció hasta la hora de la cena. Los barrios de Sevilla, por más, gustaban de sacar los pasos de sus iglesias a recorrer las calles, todos con la Custodia en la cabecera, y era cargo obligado que nadie se perdiese tales solemnidades. Habían transcurrido muchos años desde mi marcha a Tierra Firme y ya no guardaba recuerdo de la beatería y espiritualidad que gobernaba la metrópoli y, mucho más aquella ciudad, donde esas cosas se vivían con grandísimo relumbrón. Triana, la Magdalena, el Salvador, San Bernardo… todos los barrios lucían sus mejores galas y las campanas de sus iglesias repicaban sin descanso.

Sin embargo, de aquella molesta jornada, lo realmente destacado fue el sombrío momento en que nuestro engalanado coche se cruzó con el de las hermanas Curvo, Juana e Isabel, las grandes amigas de mi anfitriona. Uno de los lacayos de las hermanas saltó del pescante y nos detuvo, obligando a entrambos cocheros a colocarse de suerte que los ventanucos quedaran enfrentados. No era el primer encuentro del día ni el primer saludo en la calle, aunque las Curvo sí fueron las únicas que a mí me importaron. La marquesa levantó, pues, la cortinilla para conocer con quién nos habíamos topado esta vez y una grande sonrisa de alegría se dibujó en sus labios rugosos. Tal como yo había querido, mi llegada a Sevilla había resultado muy comentada y el ansia de saber más sobre aquella huéspeda indiana tan rica y opulenta que había llegado dos días antes en el aviso de Nueva España tenía removida a la ciudad. La curiosidad devoraba a los principales y la marquesa ya se había visto solicitada a concertar meriendas con una docena de personas para ofrecer un adelanto de la presentación que tendría lugar en mi palacio cuando estuviese terminado.

Tras los breves intercambios de saludos, y sin que yo supiera aún con quién nos las estábamos viendo, doña Rufina Bazán, orgullosa y satisfecha de tanta atención, se volvió hacia mí y dijo:

– Oíd, doña Catalina, os presento a doña Juana Curvo, esposa de don Luján de Coa, prior del Consulado de Mercaderes, y a su hermana doña Isabel, esposa de don Jerónimo de Moncada, juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación.

– Es un honor -repuse con voz gélida. Sus nombres me habían producido una muy grande alteración y aun un mayor desasosiego, mas debía disimularlo. Allí estaban mis enemigas, allí las mujeres que iba a matar, ésas eran las dos arpías del demonio cuyos rostros y ojos, fijos en mí y sonrientes, me procuraban bascas, dolores y coces en el estómago.

– ¿Cuándo tenéis pensado dar la primera fiesta en vuestro nuevo palacio, señora doña Catalina? -me preguntó Juana Curvo con amabilidad.

– Poco o nada sé aún de los arreglos de mi casa, doña Juana -le contesté, guardando bien en la memoria su rostro desvelado. No deseaba olvidar nunca esa piel bruñida bajo el colorete, esos ojos redondos, esa quijada de recto perfil ni esas dos excelentes líneas de dientes níveos en las que no había ni huecos, ni manchas, ni imperfecciones, algo en verdad inexplicable y digno de admiración pues nunca había conocido a nadie que no hubiera sufrido los dolores y las pérdidas que provoca el maldito neguijón.

– Dicen que está casi acabado, señora doña Catalina -afirmó la otra hermana, Isabel Curvo, asomando por detrás. Mi extrañeza no tuvo límites al comprobar el inmenso parecido entre ambas. Las dos hermanas hacían gala del mismo rostro perfecto, de la misma piel pulida y de los mismos dientes sin tacha, sólo las diferenciaban detalles menores e inapreciables: Juana era varios años mayor que Isabel; Isabel era más boba que Juana; Juana era más fuerte, decidida y, probablemente, más malvada que Isabel; Isabel era mucho más rolliza de carnes que Juana. La mayor frisaría los cuarenta años; la menor, los treinta y pocos.

– En efecto, el palacio está casi acabado, doña Isabel, mas no lo he visitado y desconozco cuánto tardaré en habitarlo -repuse con sencillez, sin mostrar los tormentosos sentimientos que me ahogaban.

– ¡Ojalá sea pronto! -exclamó ella con entusiasmo-. Tengo ganas de visitar el palacio Sanabria. ¡Dicen que es tan hermoso!

– ¡Isabel! -la reconvino Juana-. Hacedme la merced de perdonar a mi hermana, doña Catalina. A veces, se comporta como una niña.

– Por Dios, doña Juana, no hay nada que perdonar. Vuestras mercedes están invitadas a mi palacio. Les mandaré aviso en cuanto haga mudanza y las recibiré allí con mucho gusto.

Isabel Curvo sonrió con satisfacción y Juana esbozó una leve sonrisa que declaraba a viva voz que no esperaban menos de una hidalga acaudalada como ellas, su par en la sociedad, certeza que ya me encargaría yo de desmentirles.

– A no dudar, antes de eso tendremos el placer de volver a verla en el palacio de la marquesa -añadió como despedida.

– A no dudar, señora doña Juana -repuse amablemente.

– Queden con Dios, hermanas -atajó doña Rufina, al tiempo que sonreía con complacencia y soltaba la cortinilla del ventanuco. Los coches se pusieron en marcha y nos alejamos.

No abrí la boca durante el resto del paseo, y eso que doña Rufina no paró de hablar y que, aunque mis pensamientos me abstraían, atendí a algunas de las cosas que dijo porque podían serme de utilidad. Estaba impaciente por comenzar mis trabajos. Los malditos Curvos iban a perderlo todo por miserables pues el diablo, que nunca duerme, me había llevado a mí hasta Sevilla para su mal.

Desde aquel día puse todo mi empeño en vigilar y cuidar las obras de mi palacio, que, por desgracia, avanzaban poco y mal, pues en la metrópoli, a diferencia del Nuevo Mundo, el trabajo se consideraba una condenación bíblica, un castigo divino del que había que escapar como de la peste: los peones y los albañiles, en cuanto apretaba un poco el sol, se detenían y se sentaban regaladamente a la sombra, y el maestro, como no fuera que Rodrigo lo sacara de la bodega a empellones, ni aparecía por allí. Cierto que los calores sevillanos pueden llegar a ser muy penosos, sobre todo durante el estío, aunque no más que en Tierra Firme, y allí nadie dejaba de trabajar porque apretara el sol. Muchos disgustos nos costó el dichoso palacio Sanabria aunque es obligado reconocer que se trataba de uno de los más grandes y más hermosos de Sevilla y que la expectación durante aquel verano en la alta sociedad sevillana no hizo sino crecer y crecer como una marea imparable. Y la marea era yo, Catalina Solís, la dama más pretendida y solicitada de la ciudad por esquiva, rica, piadosa y soberana de mí misma dada mi condición de viuda.

A finales de julio, acontecieron dos cosas importantes: la primera, que mi palacio brillaba como el fuego de un hacha en mitad de la noche. Los últimos arreglos terminaron, los últimos objetos ocuparon su lugar, las últimas minucias fueron rematadas y llegaron los numerosos criados contratados (no quise comprar esclavos). Con sus treinta aposentos, dos salones de recibir, un oratorio privado, varios retretes, una bodega, una caballeriza, un corral y un enorme patio central lleno de árboles era, a no dudar, mucho más grande y lujoso que la casa del gobernador de Cartagena de Indias, don Jerónimo de Zuazo, en Tierra Firme, y también que el palacio de los marqueses de Piedramedina, lo cual lo convertía, junto con otros dos o tres de Sevilla a lo sumo, en uno de los mejores. La segunda cosa que aconteció a finales de julio fue que volví a ver a las hermanas Curvo. Para entonces ya estaba yo curtida en gastar los caudales a manos llenas. Comprar lienzos, sábanas y almohadas de holanda o ruán, alfombras, tapices, vajillas de plata, coches, caballos, vestidos y joyas se había convertido en mi quehacer ordinario. De las riquezas con las que había llegado a la ciudad desde el Nuevo Mundo conservaba menos de una tercera parte aunque, por suerte, esa cantidad era más que suficiente para lo que me restaba por poner en ejecución.

Aquella tarde de finales de julio regresé al palacio de los marqueses en mi nuevo y bien aderezado coche de paseo y vi, al llegar, otro lujoso carruaje detenido en un lado de la entrada. Me enojaban ya tantas meriendas con duquesas, condesas, marquesas, damas e hidalgas acaudaladas, mas puse buena cara y, recordando que esa noche tenía también una fiesta en casa de los duques de Villavieja, enfilé hacia el interior, hacia la sala de recibir, haciendo de tripas corazón y dejando en manos de Damiana algunos objetos que traía conmigo por no haber pasado por mi casa después de adquirirlos. Pensaba instalarme en el palacio a primeros de agosto, de cuenta que para los pormenores de última hora no me incomodaran las celebraciones de la festividad de la Virgen de los Reyes que tendrían lugar el día que se contaban quince (la misma Virgen de los Reyes ante la que había hecho juramento Fernando Curvo de matarme y que se hallaba en la Capilla Real de la Iglesia Mayor).

Me quedé de una pieza cuando vi en el estrado, juntas, a las tres lechuzas de Sevilla en palabras de doña Clara, cómodamente recostadas sobre los cojines comiendo rosquillas dulces y pasas y bebiendo vino, con cara de estar hablando de alguna cosa de mi incumbencia porque, al punto, cerraron la boca y me miraron con ojos culpables. La menor de ellas, la rolliza Isabel, incluso sonrió con cierta picardía.

– Pasad, doña Catalina -me invitó doña Rufina, llamándome con la mano-. Mirad qué cosas tan ricas nos han traído las hermanas Curvo para merendar.

– Cosas sencillas, doña Catalina, no vayáis a pensar… -comentó prestamente Isabel, con disimulada satisfacción.

– Rosquillas y vino de nuestras fincas de Utrera y pasas de nuestras tierras en Almuñécar -añadió Juana.

La voz de las dos hermanas era muy semejante, aunque la de Isabel era más ronca.

– ¡Oh, pues será preciso probar esos dulces tan acreditados! -exclamé, acercándome con una complaciente sonrisa en tanto entregaba a una esclava el sombrero y la mantellina-. ¡Qué calor hace! No se puede respirar.

– ¡Sólo vuestra merced anda de paseo por las calles a estas horas del día! -soltó Isabel alegremente-. Claro que estaréis habituada tras vivir tantos años en Nueva España.

– Acertáis, señora -repuse tumbándome entre ella y la marquesa-. Para mí estos calores son mejores que los fríos del invierno.

– Aún no podéis afirmar tal cosa en Sevilla -comentó Juana Curvo llevándose un puñadito de pasas a la boca-. Después de vivir aquí vuestro primer agosto, rogaréis al cielo que llegue pronto el tiempo de arrimarse a las chimeneas.

– ¿Cómo van los arreglos de vuestro palacio? -quiso saber la fisgona Isabel.

– Dentro de pocos días libraré a los marqueses de mi presencia y me marcharé, si Dios quiere, a mi casa. ¡No veo la hora de despertarme en esa excelente cama que he comprado para mi cámara!

– ¿Es hermosa? -preguntó doña Rufina con apatía.

– De madera maciza -le expliqué-, tallada y guarnecida con bronce sobredorado.

– Tendrá colgaduras…

– Naturalmente, señora doña Juana, y muy hermosas: cielo, cortinajes, cobertura y paramento de damasco bermejo embellecido con cintas de oro.

– ¡Oh, qué belleza! -dejó escapar Isabel Curvo-. Una cama digna de una reina.

– No muy distinta de la que tenía en Veracruz -mentí, recordando mi modesta camilla de Margarita-. No quería vivir aquí peor que allí.

– Ni tenéis por qué, ciertamente -convino Juana Curvo-, y aún os digo más: debéis vivir aquí mejor que allí, pues ahora estáis sola.

– ¡Qué alegría que el palacio Sanabria abra de nuevo sus puertas, doña Catalina! Ardo en deseos de conocerlo.

– ¡Isabel! -la reconvino su hermana.

– ¡Dejadme, Juana! -replicó la otra, enfadada-. ¿Acaso no está toda Sevilla maravillada por las mejoras que ha hecho doña Catalina? ¿Acaso no pasan todos por delante del palacio una y otra vez para admirar cotidianamente los arreglos? ¿Acaso no hemos pasado nosotras mismas, con grande curiosidad? ¡No hay para qué ocultarlo, si nadie habla de otra cosa en la ciudad!

Sonreí con disimulo, plena de satisfacción. A la sazón, el marqués había hecho una buena compra y yo mi mejor ganancia. Los muchos millones de maravedíes que había gastado en el palacio Sanabria comenzaban a dar los frutos que deseaba.

– Hay algo que no he podido disponer a mi gusto -consideré con pesar-. No he hallado en toda Sevilla un herrero que me fabricara las rejas para las ventanas y los balcones. He tenido que ponerlas de madera, cosa que me ha disgustado mucho pues desmerecen la hermosura de la fachada.

– Muy hermosa, en verdad, y muy elogiada por las gentes -convino doña Isabel.

– Lo normal es que ningún herrero quiera trabajar en verano, doña Catalina-me indicó la marquesa quien, todo hay que decirlo, no me había ayudado en nada durante aquel mes y medio de fatigas y quehaceres.

– No preocupaos más, señora-intervino Juana, terminando el segundo vaso de vino que yo le veía echarse al coleto-. Vuestro pesar ha terminado. Mañana mismo remediaremos el problema del herrero.

– ¿Cómo es eso, doña Juana? -inquirí muy interesada.

– Nuestro hermano mayor, Fernando, a quien vuestra merced todavía no conoce, es dueño de una de las mayores fundiciones de hierro del reino.

– Posee importantes minas en la sierra sevillana -aclaró la otra, muy orgullosa.

– Es lamentable la escasez de maestros fundidores en todo el imperio. Y los pocos que hay en Sevilla están tan de continuo demandados que no es de extrañar, doña Catalina, que no hayáis podido encontrar ninguno que os haga la rejería, sin embargo mañana mismo hablaré con mi querido hermano Fernando y él, ya lo veréis, pondrá fin a vuestros problemas.

– ¡Cuánta amabilidad! -repuse con una agradecida inclinación de cabeza.

– Para eso estamos: para ayudarnos los unos a los otros como Dios Nuestro Señor nos ordenó que hiciéramos -proclamó doña Rufina, digno ejemplo de sus propias palabras.

– Vuestra merced todavía no nos conoce bien, querida señora -las palabras de Juana sonaban afectadas-. Nuestra familia es grandemente celebrada en Sevilla por su generosidad y largueza. Con el tiempo, y aunque me esté mal el decirlo, llegarán a vuestros oídos las veraces historias que circulan sobre la virtud de los Curvos.

¿Qué dijo el marqués en cierta ocasión?… «Alardean de su excelencia como una doncella hermosa alardea de su belleza: con mentida humildad, con falsa modestia.» Cada ademán, cada palabra, cada demanda o apostilla, me permitía ir conociendo a las hermanas e ir adentrándome en sus calidades.

– ¡Oh, no, no, doña Juana! -dejé escapar con alegría y aparentando escándalo-. No es necesario que pase el tiempo ni que los sevillanos refieran ante mí razones admirables y elogiosas de la bondad de vuestra familia. Al otro lado de la mar Océana vuestro nombre está considerado, por méritos propios, más cerca de la nobleza que de la hidalguía pues tenéis allí dos hermanos, creo recordar, de reputada fama y virtud.

Las dos Curvo expresaron su satisfacción, mas fue la rolliza Isabel quien picó el anzuelo tomando el rumbo que yo pretendía.

– ¡Ah, doña Catalina, bien aciertan quienes así hablan! Mas, de seguro que las desgracias y mudanzas que habéis sufrido en los últimos tiempos os habrán vedado conocer las recientes buenas nuevas de nuestra familia.

– No lo creáis, señora doña Isabel, pues era persona cercana a los López de Pinedo, de Nueva España, y supe por ellos que vuestro hermano menor, cuyo nombre no guardo en la memoria, iba a casar, o casó ya, con la joven condesa de Riaza.

Isabel Curvo se echó a reír con grande regocijo y Juana asintió, llena de orgullo. Por fuerza, recordaba bien todo lo que Francisco, el hijo negro y esclavo de Arias Curvo, me había relatado en la selva de Santa Marta una noche ya lejana, cuando me refirió con muchos pormenores que su amo había matrimoniado con Marcela López de Pinedo, hija de una acaudalada familia de comerciantes de Nueva España, de donde supuestamente yo procedía.

– ¡Así que lo sabéis! -se deleitó Isabel, limpiándose con los dedos el juguillo de las pasas que le chorreaba por las junturas de los labios-. ¡Pues sí, nuestro hermano menor, Diego, es ahora conde!

– Una grande alegría para todos -apuntó fríamente doña Rufina, quien, como única aristócrata de la merienda, debía dar su bendición a tal enlace realizado, a no dudar, por amor verdadero. Ante el despego de la marquesa, las hermanas Curvo sofrenaron su arrebato.

– Dada la poca aristocracia que vive en el Nuevo Mundo -comenté, cogiendo una rosquilla dulce-, vuestro hermano se encuentra ahora entre lo más florido de la alta sociedad indiana. De cierto, el nuevo conde de Riaza disfrutará de una posición privilegiada en México.

Esta vez fue Juana quien tomó la palabra para sacarme de mi yerro.

– Nuestro hermano Diego se halla aquí, en Sevilla, con su joven esposa, la condesa.

– ¿Cómo? ¿No se han quedado en el Nuevo Mundo?

– Oh, no. Están mejor aquí -repuso Isabel con cara mentirosa-. El y su esposa se encuentran más cómodos y más a gusto entre sus iguales de Sevilla que entre la arruinada y mezquina nobleza que ha emigrado al Nuevo Mundo para mantener sus antiguos privilegios al precio de un puñadito de cuentas de cristal y baratijas. Como sabéis la aristocracia sevillana es muy distinta a la del resto del imperio.

Doña Rufina asintió, complacida, viendo llegada la hora en que se le concediera el mérito de estar allí, en su palacio, llanamente reunida con tres hidalgas de inferior condición a la suya. O eso creía ella porque, según me había contado también el esclavo Francisco, los Curvos descendían de judíos conversos y no eran, pues, ni hidalgos ni cristianos viejos y por ello habían precisado los servicios de un linajudo llamado Pedro de Salazar para que les falsificara la Ejecutoria de Hidalguía y Limpieza de Sangre de Diego antes del matrimonio. Por más, siendo estricta, yo sólo era villana, pechera de condición y calidad pues, aunque tenía sobre el alma cuatro dedos de enjundia de cristianos viejos, mi hidalguía era la de Martín, obtenida por prohijamiento, de cuenta que, en aquella merienda de tanto relumbre, la marquesa se hallaba, en realidad, con lo más bajo e infamante de la sociedad de Felipe el Tercero. ¡Qué disgusto y humillación para ella de conocerlo!

– La nobleza sevillana -siguió diciendo Juana Curvo entretanto llenaba otra vez de vino su copita- es mucho más abierta y generosa que la de la corte de Madrid o la de cualquier otro reino de Europa. A los de aquí, y nuestra amiga la marquesa de Piedramedina es una buena muestra, no les importa abrir sus casas y sus salones a los hidalgos. En Sevilla, por ejemplo, no encontraréis carnicerías de nobles. Todos compartimos las mismas.

– No nos importa pagar el impuesto de la sisa como los demás -dijo doña Rufina con desdén-. ¡Una blanca [27] por libra [28] de carne! ¡Como si fuéramos a arruinarnos! Eso, que lo hagan los de Madrid, que deben de andar mal de caudales por los gastos que acarrea vivir en la corte del rey y seguirle en sus idas y venidas por Castilla.

– Sí, dice verdad -convine.

– Nuestro hermano Diego se siente feliz de hallarse en Sevilla -comentó Juana-, cerca de su familia. En Cartagena de Indias era muy desgraciado. ¡Nos escribía unas cartas tan tristes! ¿Verdad, Isabel?

La mentada asintió.

– Los negocios del comercio le retenían allí contra su voluntad mas, ahora, como ha entrado en la nobleza y no puede trabajar, su presencia en Tierra Firme no es necesaria.

¿Que los nobles no pueden trabajar?… ¡Cómo si no los hubiera visto yo entremeterse en el comercio con las Indias a través de sus sirvientes y criados de confianza! Las riquezas atraen a todos y especialmente a quienes ya las tienen en abundancia, que nunca se sacian de acopiar más.

– ¿Sabéis, marquesa, que Diego se ha determinado a entrar en la congregación del padre Pedro de León? -anunció Juana, de pronto, con grande júbilo.

Las dos hermanas brillaban como soles por la buena nueva y doña Rufina sonrió tanto que el blanco solimán de la cara se le cuarteó.

– ¡Cuánto me alegro! -exclamó-. Por mí, si el padre De León y sus congregados quemaran por los cuatro costados la mancebía del Compás, mejor. ¡Ojalá el marqués siguiera los pasos de vuestros devotos hermanos y esposos! ¡Qué orgullo pertenecer a una familia en la que todos los hombres siguen piadosamente el Evangelio y los mandatos de la Santa Madre Iglesia!

– Algo tengo oído de esa congregación. ¿Quién es el padre De León? -pregunté para que siguieran hablando, reparando, asombrada, en que Juana Curvo vaciaba otra vez su copa y tornaba a llenarla mientras hacía ver que atendía a la marquesa sin quitarle los ojos de encima.

– ¡El padre De León es un santo bendito! -profirió doña Rufina, santiguándose con devoción-. No hay otro sacerdote como él en toda Sevilla y en todo el reino. ¡Cómo lucha contra ese nido de ratas, contra ese averno de pecado y perdición que es el Compás! A todas las rameras que trabajan en tal estercolero deberían quemarlas vivas. ¡Corrompen a nuestros hombres y los obligan a pecar! Sucio lugar lleno de pestilencias y enfermedades.

– Creía que las mancebas de Sevilla eran de las más limpias del reino -aventuré con timidez, como si hablar de aquellos asuntos me incomodara.

Las tres lechuzas me miraron sobrecogidas.

– ¿Cómo podéis decir eso, doña Catalina? -me increpó Isabel Curvo, con un profundo dolor dibujado en el rostro-. No hay otro lupanar mayor en todo lo conocido de la Tierra y los hombres de Sevilla pierden allí, por el abominable pecado de la carne, su alma inmortal todos los días, a todas horas.

Había sincera aflicción cristiana en los ojos de la gruesa Isabel Curvo, que parecía ser muy fervorosa y beata; en los de la marquesa, en cambio, odio ciego y desvarío, herida como estaba por su marido y por Clara Peralta; y… algo engañoso y falso en los de Juana, tan falso como su hidalguía. ¿Qué era? Lo tuve frente a mí un instante pero desapareció, oculto tras una cortina de honesta y piadosa indignación.

– Ruego a Dios que mi hijo Lope -dijo ella- no caiga nunca en ese horrible pecado.

– Sois muy afortunada, doña Juana -comentó la marquesa con envidia-. Vuestro marido, don Luján, es el hombre más virtuoso de Sevilla. No podía tener el Consulado de Mercaderes un prior más honrado y más digno de elogio. Decidme si no es de grandísimo mérito que un hombre como él no haya sido visto nunca en la mancebía, ni siquiera en la mocedad, y que todo su tiempo de asueto lo ocupe en la Iglesia Mayor, y que no se le vea jamás sin el rosario en la mano cuando marcha en su carruaje hacia las Gradas.

Incomprensiblemente, los ojos de Juana Curvo permanecieron helados al tiempo que asomaba a sus labios una forzada mueca de modestia. Su hermana, por el contrario, dio rienda suelta al contento:

– Y mi sobrino, Lope -dijo-, ha salido en todo a su padre. ¡En todo! No he visto mozo más callado, comedido y piadoso. ¡Si parece un ángel!

– ¿Cuántos años tiene, doña Juana? -quise saber.

La descendencia de los Curvos no me había preocupado hasta ese momento porque no le había dedicado ni uno solo de mis pensamientos. Conocía a Francisco, el hijo esclavo de Arias, quien no tenía otro derecho que el de recibir los golpes y malos tratos de su amo y padre, mas la existencia de herederos legítimos podía complicarme un tanto las cosas.

– Lope tiene veinte y uno, doña Catalina -presumió su tía Isabel, que no su madre, de quien hubiera cabido esperar alguna muestra de afecto y orgullo-. Es el mayor de mis sobrinos y, aunque mi hermana se opone, desde bien pequeño ha expresado su firme deseo de profesar en los dominicos.

Juana empinó el codo por cuarta vez y vació la copa. Sus remilgos eran inciertos y su silencio, exagerado. ¿Qué ocultaba?

– ¿Y cuántos sobrinos tenéis, doña Isabel? -inquirí con mayor curiosidad.

– Ocho, por la gracia de Dios. Cuatro de mi hermano Fernando, uno de mi hermana Juana (el mentado Lope) y tres, nacidos en Cartagena de Indias, de mi hermano Arias y su bella esposa, doña Marcela López de Pinedo, a cuya familia conocéis. De Diego esperamos en breve felices nuevas, lógicamente, pues pronto hará un año que casó. Por mi parte, Nuestro Señor quiso darme tres hermosos hijos: Lorenza, de diez y siete años, monja profesa del convento de Santa María de Gracia; Luisa, de doce, que siente mucha inclinación de entrar también por religiosa en el convento de su hermana; y el pequeño Andrés, de nueve años, que sólo piensa en jugar, estudiar y pelear con su primo Sebastián, de su misma edad, el único hijo varón de Fernando, a quien Dios asignó la pesada carga de tres hijas.

Todas lamentamos con auténtica aflicción la mala ventura de Fernando, pues tres hijas eran muchas para dotar económicamente, tanto si entraban en religión como si había que casarlas. Las dotes habían sido la ruina de muchos padres, aunque tuve para mí que ése no sería el asunto que le robara el sueño a Fernando Curvo.

– ¿Y ya se ha decidido su futuro? -preguntó la marquesa.

– ¡Oh, son muy pequeñas aún! Fernando matrimonió con mi cuñada Belisa hace sólo doce años, aunque tenemos oído que está empezando a buscar pretendientes para ellas entre las mejores familias sevillanas.

– ¡Os propongo uno magnífico que me ha venido al pensamiento! -la interrumpió doña Rufina con gesto de inspiración.

– ¿Quién? -solicitó Juana, interesada.

– El hijo de don Laureano de Molina.

– ¿El cirujano de la Santa Inquisición? -se asombró Isabel.

– ¡El mismo! -manifestó la marquesa, quien disfrutaba doblemente con aquella humillación que infligía a las hermanas-. Está estudiando medicina en Salamanca y su padre ha fundado un mayorazgo para él.

Juana e Isabel tragaron, con ayuda del vino de Utrera, el pan amargo que la marquesa les había metido en la boca recordándoles que eran hidalgas y que su familia no podía aspirar a otra cosa que no fuera un licenciado, un mercader como ellos o un artesano. Y aún era más difícil de tragar tras la boda de Diego con Josefa de Riaza pues, siendo él ahora conde, la familia esperaba, a no dudar, bodas de mayor calidad para sus herederos. Juana, astuta como era y avispada por el vino, salió raudamente al paso de la generosa iniciativa de doña Rufina:

– No hay que adelantarse. ¿A qué las prisas? Me parece que Fernando, por su deseo de dejar a su hijo Sebastián toda su hacienda sin partir, está cavilando en hacer profesar a las tres niñas en algún buen monasterio.

– No es mala solución -aplaudió la marquesa-. Don Luis, mi marido, tiene grandes influencias en el de Santa María de las Dueñas y creo que allí sólo exigen una pequeña dote de dos mil ducados de plata. Si queréis, podemos empezar las conversaciones con el cardenal de Sevilla, don Fernando Niño de Guevara, que es buen amigo de don Luis.

Las hermanas Curvo agradecieron a doña Rufina su amable ofrecimiento y anunciaron que hablarían con su hermano para comunicarle la excelente nueva. Los rostros de ambas, sin embargo, mostraban lo humillante que les resultaba sufrir las asiduas puyas de la marquesa quien, pese a pertenecer a esa aristocracia sevillana tan abierta en su trato social, no permitía que nadie olvidara quién era ella y cuál era su posición. Formaba parte del juego diario de aquellas tres lechuzas el que doña Rufina, para satisfacer su orgullo de noble, rebajara a las Curvo y que éstas, por su parte, aceptaran las afrentas a trueco de seguir sentadas en aquel estrado del palacio de Piedramedina a la vista de toda Sevilla. Era un juego complicado y peligroso que las tres aderezaban bien.

La charla continuó un rato más y las Curvo se marcharon, por fin, cerca de las seis.

Entretanto subía a mi cámara para cambiarme de vestido, me holgaba por haber conocido las muchas cosas que aquella larga tarde se habían hablado sobre los Curvos de Sevilla. Determiné que, antes de acudir a la cena en el palacio de los duques de Villavieja (cena a la que había sido invitada por expreso deseo de don Luis), tenía que hablar con mi compadre Rodrigo para pedirle que ejecutara algunos menesteres.

Rodrigo esperó en la antecámara hasta que salí.

– ¿Qué tienes, Rodrigo, que te has quedado mudo? -le pregunté, haciendo un ademán tajante a mi doncella para que nos dejara solos.

Rodrigo cabeceó.

– A fe que siempre me asombro de verte disfrazada de dueña -gruñó-. ¿Qué me querías?

Oculté mi regocijo y él su admiración por mi belleza, que no era tanto mía como de los afeites, coloretes y vestidos. Se hubiera admirado igual de ser otra la que hubiera salido de la cámara con aquellos lujos.

– Anda a casa de doña Clara y cuéntale que Diego Curvo ha entrado en la congregación del padre Pedro de León.

– ¿Y qué le digo que quieres?

– Que le vigile. Que mande a alguien para que le siga. Algo deben de ganar los Curvos perteneciendo a esa congregación y quiero saber qué es. Resulta demasiado sacrificado fingir de continuo fervorosa devoción cristiana siendo como son asesinos, ladrones y falsarios. Ese odre debe de estar perdiendo el vino por algún lado y quiero conocer por dónde.

– ¿Y cómo va ella a mandar a uno de sus criados a seguir a Diego Curvo? Podría verse comprometida.

– Dile que envíe a Alonsillo. Es un pícaro amigo de burlas. Sabrá ejecutarlo sin llamar la atención y te aseguro, compadre, que, si él no pudiera, conoce a otra mucha gente que sí.

Rodrigo partió y yo bajé hasta el patio y subí en mi coche, con el ánimo dispuesto para soportar otra larga noche en una fiesta de opulencia, esplendor e hipocresía, luciendo ante una caterva de títulos nobiliarios, ilustres autoridades de Sevilla, frailes y obispos de la Santa Iglesia mi singularidad de viuda indiana, hablando encantadoramente de las obras de mi espléndido palacio y de las costumbres y curiosidades del Nuevo Mundo. La alta aristocracia sólo vivía para visitarse y exhibir sus linajes y grandes fortunas, como hacían aquel día los duques de Villavieja, que daban su fiesta para mostrar en sociedad los dos lienzos del maestro Francisco Pacheco que habían encargado para regalar a cierto monasterio cisterciense. Ningún mercader ni comerciante había sido invitado a la fiesta. Yo era la flor exótica que los duques lucían aquella noche en su jardín y eso me convenía porque aumentaba mi valor ante los ojos de los hermanos Curvo, pues, gracias a la ayuda de don Luis, era afectuosamente recibida donde ellos no podían entrar.

Mas el mundo de lujo y alcurnias en el que me movía no me había hecho olvidar quién era yo, cuál era mi sitio verdadero y para qué estaba allí y, si algún peligro hubiera corrido de olvidarlo, los paseos en mi carruaje de un palacio a otro y de una fiesta a otra me lo hubieran recordado, pues en las calles se veía la indigencia de las pobres y humildes gentes del pueblo de Sevilla: los niños descamisados y descalzos bajo el frío, las abuelas vendedoras de huevos fritos que se resguardaban en las esquinas, los picaros hambrientos comidos a su vez por pulgas, los padres sin trabajo ni pan para sus hijos que caminaban sin rumbo enseñando los dedos a través del cuero roto de las botas… Esa era la España real, la verdadera, la que no recibía ni un solo maravedí de las inmensas riquezas del Nuevo Mundo.

Aquella noche, en el palacio de los duques de Villavieja, bailé la Pavana con el anciano duque hasta que amaneció, y estuve tan brillante y encantadora que lo dejé plenamente cautivado. Dijo de mí que yo era una mujer hermosa, inteligente y modesta, como correspondía a una viuda de vida excepcional. Me reí y le hice una graciosa reverencia. A fe que no sabía él cuánta razón tenía.

La primera visita que recibí en mi propio palacio el mismo día que me instalé fue la de Alonsillo. El antiguo esportillero, acompañado por un misterioso compinche, entró en las cocinas usando la portezuela que daba a un callejón trasero y pidió a los criados ser recibido por Rodrigo quien, al punto y conociendo las nuevas que traían, condujo a ambos secuaces discretamente hasta mi antecámara utilizando los corredores más solitarios de la inmensa casa. Rodrigo llamó a mi puerta y Alonso y él entraron. Me dio grande alegría volver a ver al sonriente pícaro, mucho más guapo con sus nuevas ropas de criado de casa pudiente.

– ¿Dónde está mi señor Martín? -preguntó con una galante inclinación de cabeza.

– Ahora mismo le llamo para que salga y hable contigo -respondí, siguiéndole la chanza.

– Decidle que tengo ganas de verle.

El corazón me dio un vuelco. Me gustaba su sonrisa y su desvergüenza. Se había aderezado como un pino de oro para que yo le viera.

– ¿Qué me traes? -le pregunté, tomando asiento.

– Doña Clara me ha dicho que viniera a informaros. Lo sé todo sobre Diego Curvo.

– Ya será menos, bribón -afirmé, sonriendo-. Habla.

– Le he seguido seis días vestido de andrajos y fingiendo estar tullido y enfermo. He dormido en el portal que hay frente a su casa para que no se me escapara en sus salidas. He hablado con la gente y…

– Y no habrás levantado sospechas, espero -le atajé.

– Ninguna. Mi padre me ayudó. Y no hay quien gane a mi señor padre en estos asuntos.

Alcé las cejas, sorprendida y furiosa, presta a la disputa, mas el pícaro me contuvo con un gesto.

– Permitid que os lo presente. Está fuera, esperando.

Aquello era más de lo que podía soportar. Rodrigo, en cambio, permanecía tranquilo y sonriente y eso me retuvo. Alonso fue hacia la puerta y la abrió.

– Entrad, padre.

Un fraile vestido con el hábito de San Francisco y con la capilla calada hasta el pico para ocultar el rostro entró en mi cámara.

– ¡Descubríos! -le ordenó Rodrigo.

El fraile se retiró la capilla y se dejó ver. Era un hombre mayor, de unos cuarenta años, bastante calvo aunque con barba rubia y pobladas cejas. No podía ser un fraile verdadero pues era el padre de Alonsillo y sus ojos claros, azulados, lo demostraban, de donde se venía a sacar que era tan dado a las fullerías y picarescas como el hijo y, como el hijo, igual de gallardo. Deploré que se acopiara tanta galanura en una familia de bellacos y embelecadores como aquélla.

– Éste es mi señor padre, doña Catalina.

– En nombre sea de Dios -dijo el fraile a modo de saludo.

Rodrigo y yo soltamos una carcajada y Alonso se ofendió.

– ¡Mi padre es un franciscano verdadero, señora! Dejad de reíros.

– ¿Es fraile de verdad? -me burlé.

– Así es, señora -respondió el aludido, dando un paso adelante-. De la orden mendicante de San Francisco. Abandoné el convento cuando conocí a la madre de Alonso. Dejé de pedir limosna por los caminos y me quedé a vivir con ella y con ella tuve cuatro hijos a los que sigo cuidando pues su madre ya no está con nosotros.

– ¿Os abandonó? -quise saber, cada vez más sorprendida. Aquel hombre parecía estar diciendo la verdad, por increíble que fuese.

– Murió de sobreparto, señora, hace ahora cinco años. Mis hijos me retienen aquí, pues, de otro modo, habría regresado ya al convento.

– Queréis decir… ¿Cómo os llamáis? -le preguntó Rodrigo.

– Respondo por padre Alfonso o fray Alfonso Méndez.

– Así pues, fray Alfonso -inquirió Rodrigo, colocándose a su lado-, habéis logrado escapar de la Santa Inquisición y criar a vuestros hijos sin que la Iglesia os haya quemado.

– No soy el único fraile ni cura que vive decentemente con su barragana y cría a sus hijos en Sevilla y en Castilla -su voz sonaba altiva y su gesto era de dignidad-. Somos tantos que la Inquisición no tiene calabozos para nosotros. Algún día, cuando sus tribunales estén menos ocupados con las herejías, emprenderá la reformación de las costumbres y, entonces, nos encarcelará y juzgará, mas, por el momento, nos deja vivir tranquilos.

– Mi padre se gana muy bien el pan confesando a las gentes de los pueblos y las aldeas -nos aclaró Alonso con orgullo-. ¿Quién no prefiere recibir el sacramento del perdón de un sacerdote con hijos que entiende las debilidades humanas? Todos los hermanos del gremio de ladrones y rufianes de Sevilla tienen a mi padre por su confesor.

No daba crédito a lo que oía. A mi verdadero padre lo habían sentenciado en Toledo por fornicar fuera del matrimonio y por no conocer las oraciones primordiales de la Iglesia y, en cambio, a aquel fraile franciscano le permitían vivir con su barragana y engendrar cuatro hijos sin quemarle en la hoguera. Ya eran tres las justicias despóticas y caprichosas con las que me había topado: la del rey, la de los Curvos y la de la Inquisición. ¿No sería acaso que la justicia, como tal, no existía?

– Y bien, padre Alfonso -dije-, ¿cómo habéis ayudado vos en la tarea que le encomendé a Alonsillo?

El fraile me miró y, por vez primera, advertí en sus ojos la misma mirada desvergonzada y burlona de su hijo. Por más, desprendía el mismo tufo a ajos crudos.

– Entré en el palacio del conde de Riaza -afirmó- y hablé con sus esclavos y sus criados, a quienes confesé de balde y, por más, conseguí trabajo allí para Carlos, mi segundo hijo, quien nos contará todo cuanto vuestra merced desee conocer.

A fe mía que eran una familia provechosa.

– Sea. Empezad a hablar.

Padre e hijo cruzaron una mirada y el hijo, Alonsillo, fue quien tomó la palabra:

– Diego Curvo es un gandul y un poltrón de primer orden -soltó con desparpajo-. Ya sé que, como está mandado, la nobleza no trabaja, mas una cosa es no trabajar y otra holgazanear todo el día por la casa como una mujer perezosa, y, luego, con la caída del sol, ir a buscar cantoneras a extramuros de la ciudad, a los lugares de actos y tratos mujeriles conocidos como la Madera, las Barrancas o las Hoyas de Tablada. Por ser congregado del padre Pedro de León no puede visitar la mancebía del Compás, pues allí acude sólo como piadoso enemigo con su hermano don Fernando y los demás seguidores del dicho jesuita, mas embozado en su capa y con el sombrero calado puede visitar a las rameras de otros lugares donde no hay vigilancia y hacer de las suyas.

– Hará lo que todos -comenté de un tirón, con sorna.

– Os equivocáis, señora -objetó el padre Alfonso-, no hace lo que todos. A éste le gusta pegar con la vara.

Los esclavos y criados de su palacio están llenos de costurones y dicen ellos que la pobre condesa también.

¡Maldito hideputa! Recordé que mi señor padre había sufrido esos mismos golpes en las costillas durante el viaje desde Tierra Firme a Sevilla, cuando Diego Curvo bajaba a visitarle en la sentina para hablarle de la justicia de su familia.

– Según parece, las mujerzuelas de extramuros le tienen mucho miedo -dijo Alonsillo-. Mas, como es noble y principal, y como ellas trabajan fuera de la mancebía, sin potestad del Cabildo, no pueden denunciarle y el muy bellaconazo lo sabe.

– La doncella de la joven condesa -añadió fray Alfonso-, una negra de las Indias que la cuida desde pequeña, tiene el rostro cruzado por un ramalazo que la desfigura toda y que, según me contó, recibió en lugar de su ama.

Así que con ese rufián, con ese miserable que usaba la vara con esclavos, mujeres y ancianos, habría de vérmelas en primer lugar. Sea. Eso haría más fácil mi desquite que, no por ser justo, me asustaba y preocupaba menos. A fin de cuentas, hablábamos de matar, algo que yo jamás había hecho antes.

– ¿Sus hermanos conocen esa afición a la vara -pregunté- y sus visitas a esos lugares de extramuros que habéis mencionado?

– Si lo saben, lo callan -afirmó fray Alfonso-. Es mejor que ciertos asuntos no se traten nunca en familia aunque todos los sepan. Tengo para mí que su hermano don Fernando se lo huele y que las dos hermanas se lo barruntan, mas, como es el pequeño de los cinco y el que ha llegado a ser noble, parece que los otros sienten cierta debilidad por él y por sus pecados.

Miré por la ventana y vi que aún había luz.

– ¿Tenéis algo más que contarme?

– No, doña Catalina -dijo Alonsillo, negando con la cabeza.

– Bien, pues acabemos este encuentro. Vos, fray Alfonso, podéis marchar con mi agradecimiento. Rodrigo os pagará por el trabajo. Tú, Alonsillo, quédate y espérame aquí.

Entré en mi recámara y poco después, antes de la cena, salí con una misiva lacrada. El se había sentado en mi silla y silbaba una musiquilla para entretenerse.

– Desde hoy, Alonso, te prohíbo que vuelvas a comer ajos crudos pues apestas como los villanos y, por más, te ordeno que te bañes, a lo menos, una vez a la semana.

El pícaro me observó con esos bellos ojos que había heredado de su padre y, en silencio, asintió un tanto dolido. Extendí el brazo y puse la misiva en sus manos.

– Entrégasela a tu ama, doña Clara, y pídele que no se demore en este asunto.

– ¿No podéis contarme más? -quiso saber, intrigado.

– ¡Largo! -le solté señalándole la puerta e intentando ocultar una sonrisa y la pena que me daba que se fuera.

Mi señor padre, don Esteban Nevares, decía siempre que debemos dejarnos llevar por el viento favorable cuando sopla pues una de sus creencias más arraigadas era que quien no sabe gozar de la ventura cuando le viene no debe quejarse cuando se le pasa. Esa ventura llamó a la puerta de mi palacio durante la celebración de la fiesta que organicé el primer sábado de agosto, el día que se contaban cuatro del mes, en la que iba a recibir a lo más distinguido de la sociedad sevillana que, para ese tiempo, se moría ya de curiosidad y deseos de pisar mis salones y mis jardines. Acudieron unas treinta familias aristócratas (entre las que se hallaban los Medina Sidonia, los Béjar, los Castellar, los Olivares, los Gomera, los Arcos, los Medinaceli, los Villanueva…), otros tantos caballeros de hábito y comendadores con sus esposas e hijos mayores y, naturalmente, los más importantes hidalgos acomodados (los Curvo, los Mañara, los Wagner, los Bécquer, los Antonio…) así como los poderosos e influyentes banqueros de la Carrera de Indias, también conocidos como compradores de oro y plata, [29] entre los que se encontraba el suegro de Fernando Curvo, don Baltasar de Cabra.

Iba a ser la cena de mi fiesta, según se acostumbra, de noventa platos de principios y postres y otros tantos calientes. Había decorado la mesa, que era más grande que toda mi casa de Margarita, con una figura de la Iglesia Mayor hecha de mazapán, gelatina y costras de azúcar, labrada de filigrana y de una vara de alto. Delante, unas carrozas tiradas por caballos, hechas también de manteca y azúcar, portaban salchichones de Italia, perniles que parecían enteros mas estaban cortados en lonjas con grande sutileza, fuentes de natas, uvas moscateles, limas dulces y otras frutas. Todas las servilletas de la mesa estaban tan primorosamente aderezadas que semejaban peces, navíos y otras invenciones. No había reparado en gastos para la ocasión pues ésta debía ser memorable y famosa hasta por sus menores detalles.

El fuego de las hachas y las luminarias marcaba el camino de entrada desde el portón de las carrozas hasta el patio principal de mi palacio. Allí, don Luis, el conde de Piedramedina, blandiendo en el aire un pañuelo de encajes, ejercía de anfitrión por ser yo mujer y viuda y no corresponderme esos menesteres. Doña Rufina, encantada con el acontecimiento, disfrutaba del lugar aventajado que ocupaba su marido y ejercía, o intentaba ejercer, una cierta autoridad sobre mí, desluciéndome como si el palacio Sanabria fuera de su propiedad y no de la mía. Sin embargo, mis muchos afanes y despilfarros habían dado sus frutos y nadie buscaba otra compañía que la mía. Aquélla era mi noche, la noche en la que todo principiaba, y la fresca brisa nocturna provocada por un día de agosto extrañamente nublado hacía agradable la estancia en los jardines, en los que sonaba la música acompañando a las alegres y animadas conversaciones. Entre mis muchas obligaciones como anfitriona y propietaria del palacio había una que, sin falta, debía poner en ejecución por más que me mortificara y amargara, y era la de agradecer a Fernando Curvo el maravilloso trabajo realizado por sus maestros fundidores: la rejería de mi casa era una obra inigualable que había sido fabricada en un tiempo admirablemente breve. Los maestros que me visitaron al día siguiente de mi conversación con las hermanas Curvo me informaron de que Fernando había ordenado detener todas sus fundiciones, en las que se elaboraba la muy necesaria y siempre escasa munición para los galeones reales, con la intención de que sólo se forjara en ellas la rejería de mi palacio y, así, ésta pudiera estar lista y colocada antes de la fiesta. Inmediatamente le envié, junto con una nota de agradecimiento, un regalo apropiado, una estatua de bulto de un Cristo grande de marfil que formaba parte del legado de los condes de Melgarejo, anteriores propietarios de mi palacio, y supe, por un criado que me despachó de vuelta, que el presente había sido muy de su agrado aunque lo consideraba innecesario pues todo lo hacía para su propia satisfacción y la de sus hermanas, que en tan grande estima me tenían. Del monto que me cobró por las rejas mejor no hablar, pues lo único en verdad importante era que, aquella noche, mi palacio resplandecía como el oro y deslumbraba por su belleza a toda Sevilla y a mis invitados, tanto a los Medina Sidonia como a los Bécquer y los Cabra. No podría haber deseado un resultado mejor.

Todo llega en esta vida y, poco antes de la cena, tras recibir los saludos y respetos de la mayoría de mis invitados, apareció ante mí, acompañado por don Luis, un hidalgo de noble porte, alto y seco como los que gustan de las mortificaciones, en cuyo avellanado rostro campeaban un bigote entrecano y una perilla casi blanca. Tras él, a dos pasos, un anciano de prominente estómago al que parecía irle a estallar el coleto de tan gordo como estaba, sonreía con aires de condazo o caballero te, entrecerrando mucho los ojos turnios que se le perdían en la cara. Al lado de éste, una matrona silenciosa, vestida con una saya entera de rica tela púrpura cuyo cartón le aplastaba y alisaba el pecho, empujaba sus ricos collares hacia adelante con otra descomunal barriga igual de inflada que la del anciano.

Don Luis, mi solícito caballero en aquella espléndida y brillante fiesta, hizo las presentaciones, mas éstas resultaron ociosas pues Fernando Curvo era tan parecido a su hermana Juana que, de no ser uno hombre y otra mujer, hubieran podido hacerse pasar por la misma persona, de cuenta que lo hubiera reconocido allá donde lo encontrara, y, por más, Fernando poseía la misma dentadura perfecta y blanca que, a lo que se veía, era atributo y seña de los hermanos Curvo: sin agujeros, sin manchas del neguijón, sin apiñamientos, algo de lo que ningún otro invitado de mi fiesta, ni siquiera yo, podía presumir.

Aquél era el hombre, me dije escudriñándole atentamente, que había hecho juramento ante la Virgen de los Reyes de matarme él mismo con su espada según me había relatado mi padre. El tan solícito caballero que había puesto a mi servicio sus fundiciones y sus maestros para fabricar mi rejería y que ahora se inclinaba obsequiosamente ante mí, era el mismo que, de vestir yo los atavíos de Martín y no aquellas galas de Catalina, me hubiera atravesado de parte a parte con esa espada de largos y gráciles gavilanes que le colgaba del cinto. Rumiando, pues, estos pensamientos, le miré derechamente a los ojos. A él le sorprendió, lo supe; no comprendió el sentido de aquella mirada, una mirada en la que yo, Martín y Catalina al tiempo, oculté la certeza de su pronta y dolorosa muerte a mis manos. Él no podía conocer que quien le contemplaba de aquella forma, con tanta porfía, era su verdugo. ¿Sería capaz de matarle?, me pregunté. La muerte, que a todos nos pone cerco desde el nacimiento, sólo es un trance, un suceso que puede propiciarse sin remilgos, tal como había hecho con mi propia familia el fino gentilhombre que tenía delante. Al punto, Fernando Curvo perdió su sobria apariencia y recobró la verdadera, la del asesino, y ya no busqué más razones. Sí, me respondí, podría matarle sin que me temblara la mano.

– Si puedo favoreceros algún día con cualquier cosa, mi señor don Fernando -apunté con amabilidad acabados los saludos-, espero me hagáis la merced de pedírmelo, pues he quedado en grande deuda con vos.

– Cuánto me alegro de vuestro ofrecimiento -repuso él con gentileza y una agradable sonrisa-, pues, en efecto, sí que hay algo que tanto mi esposa como yo deseamos ardientemente de vuestra merced.

– ¡Qué afortunada soy! -repuse-. ¡Decídmelo ahora mismo, señor! Lo tenéis concedido.

La matrona gruesa de ricos collares bailarines avanzó dos pasos hasta colocarse junto a Fernando Curvo. Era Belisa de Cabra, su esposa.

– Venid algún día a comer a nuestra casa, doña Catalina -me solicitó Fernando bajo las miradas de aprobación de Belisa y de su gordo suegro, el comprador de oro y plata Baltasar de Cabra, de ojos torcidos-. Conozco por mis hermanas, a quienes, según sé, os une un entrañable y valedero afecto, que andáis ocupada con incontables asuntos, mas nos honraríais mucho si, cuando pase la canícula del estío, encontrarais un día para visitarnos y compartir nuestra mesa.

Tras aquel cortés ofrecimiento se ocultaba la ambición de recibir en sus salones a la dueña más acaudalada y codiciada de Sevilla, de lo que, a no dudar, obtendrían un buen provecho social.

– Como os he dicho, mi señor don Fernando -confirmé-, lo tenéis concedido. Diga vuestra merced el día y la hora y allí estaré.

En ese mismo momento, el resto de los hermanos Curvo hicieron su aparición. Mi conversación con Fernando no les había pasado desapercibida y, aunque muchos de los invitados estaban visitando el interior del palacio, admirando la belleza de las obras sobre las que tanto se había hablado, quiso el destino que, de súbito, me encontrara sitiada y sin escapatoria por Fernando y Belisa, Juana y Luján de Coa, Isabel y Jerónimo de Moncada y Diego y su joven y no muy agraciada esposa, Josefa de Riaza. Sentí que me faltaba el aire. Miré a la redonda, buscando a mi compadre Rodrigo mas, para mi desgracia, no le vi en parte alguna. ¿Es que nadie, nadie, se daba cuenta de la grotesca situación en la que me hallaba? Don Luis, el marqués de Piedramedina, tampoco reparó en mi sobresalto. Sonreía complacido y seguía con mirada ociosa el devenir de los invitados. Su enamorada, doña Clara, de haber estado allí, se hubiera apercibido de inmediato de mi grande tribulación, cercada como estaba por los asesinos de mi señor padre. Al no haber ninguna persona que acudiera en mi auxilio no me quedó otro remedio que sobreponerme. No sé de dónde saqué las fuerzas.

– ¡Qué grande honor recibir en mi casa esta noche a todos los miembros de una familia tan renombrada como los Curvo! -exclamé.

Sentí una punzada aguda en el costado de mi cuerpo que estaba junto a Diego Curvo, el infame conde de Riaza, el que visitaba a mi padre en la sentina del galeón. Diego era un petulante engreído, uno de esos mozos malcriados que se creen reyes del mundo y emperadores del universo. Sus aires de suficiencia contrastaban con el apocamiento de su joven y fea esposa, Josefa, a quien las uñadas de la viruela habían arruinado cruelmente el rostro.

Al esposo de Juana, Luján de Coa, prior del Consulado de Mercaderes, lo reconocí al punto por el rosario que llevaba colgando de la mano diestra pues así, pasando silenciosamente las cuentas con el pulgar, había dicho doña Rufina que iba en el carruaje cuando se dirigía hacia las Gradas de la Iglesia Mayor para tratar asuntos del comercio. Era un hombre muy viejo, más que el banquero Baltasar de Cabra, con todo el pelo blanco y cuatro pelillos ralos en el mentón a modo de perilla. Su rostro mostraba más arrugas que la hermosa tela del vestido de su esposa, y el temblor de su labio inferior, algo colgante, revelaba a las claras que el hábil y astuto negociante sufría ya de los quebrantos de la vejez, como quedó demostrado cuando, antes de acabar la fiesta, hubo de volverse a casa porque le apretó el mal de orina. Mas si él aparentaba tener un pie en la tumba, su esposa, doña Juana Curvo, sin duda tenía dos en el lagar, pues no había dejado de beber desde que principió la noche. ¡Qué grande diferencia entrambos!, me dije. El, acabado y marchito; ella, aunque añosa, gallarda y brava.

Isabel Curvo, la rolliza Isabel, se mostraba silenciosa y triste aquella noche. Sus bellos vestidos de color granate, sus abundantes joyas y el colorete de sus mejillas no podían ocultar ni disimular el leve gesto de dolor que, en ocasiones, agitaba su rostro alicaído. Jerónimo de Moncada, el esposo de Isabel y juez oficial de la Casa de Contratación, le echaba miradas de preocupación. Se le veía afligido y levantaba de continuo la mano al cabello de su esposa como para acariciárselo, mas, como tal gesto hubiera sido inapropiado, terminaba por componer el suyo.

– ¿Qué os pasa, querida hermana? -le pregunté a ella con inquietud.

– Nada que deba alarmar a vuestra merced -repuso turbadamente el marido, pues Isabel no podía ni hablar-. Un leve dolorcillo que pronto pasará, ¿verdad?

Isabel Curvo asintió, forzando una sonrisa, mas, al punto, su rostro tornó a contraerse.

– ¡No, no, don Jerónimo! -rechacé, acercándome a Isabel y cogiéndola de una mano-. Vuestra esposa sufre y a mí me duele ver que no puede disfrutar de su primera visita al palacio Sanabria. ¡Con tanto como lo deseaba! ¿Os acordáis, doña Isabel?

Ella tornó a sonreír dolientemente, mas hizo un gesto con la mano para que no nos afligiésemos ni otorgáramos importancia a lo que le acontecía. En los rostros de su familia atisbé rastros de enojo y hartazgo. Tenían para sí que fingía o acaso era ya mucho el tiempo que ese dolor de su hermana les venía incomodando. No mostraron ningún signo de compasión.

– ¡Venid conmigo, doña Isabel! -le ordené, tirando de ella hacia los salones, mas, para mi sorpresa, no pude moverla ni un ápice-. ¿Qué os ocurre? ¡Hablad, por Dios!

– Mis piernas se niegan a caminar, doña Catalina -gimoteó-. Sufro de grandes dolores en las caderas. Hay días que no puedo dar ni un paso y hoy, por triste desventura, es uno de ellos.

– ¿Y no tomáis ningún remedio para aliviaros?

– Ya los ha probado todos -declaró don Jerónimo, msublevado-. ¡Nada la consuela! Yo no sé qué más obrar. Los mejores médicos de Sevilla se han dado por vencidos y las pociones que antes, mal o bien, la remediaban, ahora no le hacen efecto.

Jerónimo de Moncada, sinceramente mortificado por el sufrimiento de su esposa y, a lo que parecía, muy enamorado de ella, era el único de todos cuantos allí estábamos que tenía por cierta la enfermedad de Isabel. Los demás, hartos de que su hermana perturbara la celebración, parloteaban malhumorados entre sí, y yo, desconfiada, empecé a recelar que Isabel sólo tenía sin remedio la cabeza. No obstante, aquellos males, verdaderos o falsos, me brindaban un trance de oro que no debía desaprovechar. Sólo representaba una pequeña mudanza en mis propósitos: lo que iba a ser para Juana sería para Isabel, que parecía requerirlo mucho más.

– ¡Alégrese vuestra merced -le dije, sonriente-, pues tengo justo lo que precisa!

– ¿De qué habláis, doña Catalina? -quiso saber Juana Curvo, arrimándose.

– Del Nuevo Mundo, doña Juana. Conoceréis lo mucho que ha mejorado y avanzado la medicina con las abundantes plantas beneficiosas que allí prosperan y que llegan hasta España en las flotas.

Todos asintieron, otorgándome la razón.

– Pues vino conmigo desde Nueva España la mejor sanadora de aquellos pagos, una antigua esclava negra que aprendió de los indios el buen uso de las plantas curativas.

– ¿Una curandera? -se alarmó Fernando.

– Erráis, señor -repuse, fingiendo afrentarme-. Mi criada no es una curandera. ¿Acaso pensáis que yo admitiría a mi servicio a alguien que incumpliese las leyes de nuestra Santa Iglesia? ¿O que las incumpliría yo misma? ¡Nunca! Y os ruego que, por más, os abstengáis de pronunciar ante mí esa palabra por serme de mucho desagrado. Mi criada, Damiana, estuvo al gobierno de mi casa en Nueva España durante muchos años, desde antes de mi matrimonio, y mi esposo, don Domingo, la tenía en grande estima pues siempre le asistió con diligencia y esmero, cumpliendo en todo con sus obligaciones. Lo que yo le ofrezco a vuestra hermana doña Isabel son los cuidados de una criada negra que, por mejor atender a mi marido y a su propia familia, aprendió en la cocina, entre cacerolas y platos, los remedios de la salud que tan necesarios resultan a los cristianos. Y era la mejor de Nueva España, os lo aseguro.

Hubiera podido seguir hablando, mas, a la sazón, Isabel ya se hallaba cabalmente convencida de que no podría seguir viviendo sin Damiana.

– Y para que la noche sea más venturosa de lo que está siendo -dije, echando una mirada satisfecha a mi palacio iluminado-, ahora mismo, doña Isabel, haré que Damiana os quite ese dolor, y vos, don Fernando, podréis cercioraros de la excelencia y rectitud de mi criada.

– No he menester más que vuestra palabra, doña Catalina -rehusó él gentilmente-. Dispensad mi imprudencia anterior. Estoy cierto de que esa negra le hará mucho bien a mi hermana.

– Os estaremos igualmente agradecidos, doña Catalina -añadió don Jerónimo de Moncada con cierto reparo-, aunque, como en ocasiones anteriores, mi esposa no se cure.

– Se curará, don Jerónimo, se curará. Tened fe y rezad. -Hice una seña con la mano y un lacayo se acercó hasta nosotros-. Recen vuestras mercedes entretanto me llevo a su hermana y se la devuelvo sana.

Los Curvos alabaron mucho mi grande corazón y la generosidad que demostraba por abandonar mi propia fiesta para atender a la pobre Isabel, que anduvo a mi lado hasta un pequeño gabinete privado soltando quejidos de dolor y ayes de agonía. El lacayo, que había ido en busca de Damiana, tuvo tiempo de encontrarla, darle el recado y volver a nuestro lado para ofrecer su brazo a la doliente y afligida enferma que rebosaba de abierta satisfacción por ser la comidilla de todos los círculos y el objeto de todas las miradas. Yo no sentía ninguna lástima por ella. Todo lo contrario. Su necia sandez y el uso de la enfermedad a manera de grillete para su esposo y para cualquiera que fuera tan tonto como para creerla, de mostraban a las claras que era una egoísta y una pérfida.

Damiana nos esperaba en el gabinete con su bolsa de remedios. Estaba acompañada por dos doncellas que la asistirían en los quehaceres precisos. Nos bastó cruzar la mirada para comprendernos y para que ella conociera lo que debía poner en ejecución. Estaba todo hablado desde mucho tiempo atrás. Satisfizo a la enferma preguntando e interesándose por sus dolores y achaques y, al poco, empezó a sacar hojas, flores y semillas de su bolsa y a trabajarlas en un pequeño mortero de madera. Luego, tras poner lo molido en una copa pequeña y añadirle vino dulce de una botella que había pedido, lo removió por largo tiempo para mezclarlo bien.

– Bebed, señora -murmuró Damiana, acercándose a Isabel y tendiéndole la copa.

Isabel levantó las manos y, tomándola, se la llevó a los labios. El brillante y oscuro líquido ondeó entre el filo del vaso y sus dientes perfectos. Debía de tener sed pues no dejó ni una gota.

La recuperación de Isabel Curvo cobró fama raudamente en toda Sevilla. Aquella noche, cuando los invitados la vieron regresar a mi lado, caminando no sólo enderezada y sin dolor alguno sino, por más, asegurando que nunca en su vida se había encontrado mejor, afirmaron que en ningún tiempo había acontecido prodigio semejante en todo lo descubierto de la Tierra y muchos de ellos, antes de partir, me pidieron secretamente que les prestara los servicios de mi criada para un padre indispuesto o para un hijo largo tiempo enfermo. Dos días después, el lunes que se contaban seis del mes de agosto, un fraile secretario de don Fernando Niño de Guevara, cardenal de Sevilla, se personó en mi casa solicitando los cuidados de Damiana para el todopoderoso cardenal.

– Su Eminencia ha muchas semanas que anda malo -me dijo a puerta cerrada en el silencio atardecido de mi sala de recibir-, y empeora sin que los médicos puedan curarlo. Come solamente un poco de pescado y padece una sed insaciable. Tememos que no salga de este año.

– Mi criada acudirá mañana sin falta al palacio de Su Eminencia -le aseguré.

– ¿Permitiría vuestra merced que me la llevara ahora mismo? -me rogó inquieto-. Anda ya la plática en toda la corte sobre quién será su sucesor: el cardenal de Toledo ha hablado ante el rey por el obispo de Cuenca, los condes de Barajas por el cardenal Zapata y los Borja por el arzobispo de Zaragoza. Algunos proponen al hijo del duque de Saboya, otros al arzobispo de Santiago y otros miran hacia don Leopoldo, el hermano de la reina.

Ni conocía ni conocería jamás a ninguno de los mentados mas se me alcanzaba que había empezado la ofensiva en lo más alto del imperio por colocar en el puesto de cardenal de Sevilla a algún buen amigo o familiar. A mí no se me daba nada de todo aquello, mas me interesaba que Damiana sanara al cardenal y a cuantos me lo pidieran pues no había mejor disfraz ni coraza para mis verdaderos propósitos.

– Sufre de melancolía y de hidropesía -me contó ella aquella misma noche, cuando volvió.

– ¿Podrás curarlo?

– No -declaró tras cavilar un tiempo-, mas sí puedo aplazarle la muerte uno o dos años.

– ¡Sea! -repuse, contenta-. Con eso nos basta. Para la Natividad todo estará culminado y ya no precisaremos del agradecimiento y el amparo de don Fernando Niño de Guevara.

– Tampoco los precisáis ahora -replicó ella, sorprendida. La carimba de la esclavitud que portaba en la mejilla diestra, aquella H grande y brillante, se le destacó al girar la cabeza hacia la llama del cirio.

– Cierto -admití-, mas no nos sobra ni nos estorba.

La semana después de la fiesta en mi palacio, cierta calurosa y agobiante tarde a la hora de la siesta, Rodrigo llamó a la puerta de la sala en la que me hallaba y entró trayendo al joven Alonsillo.

– Nuevas de doña Clara -me anunció, acercándose.

– Esperemos que sean buenas -exclamé, complacida de volver a ver al pícaro.

– Pues escúchale y verás -me dijo, señalando al rubio criado que hurgaba sin cautelas entre los jarrones, las cruces y los candelabros de oro y plata que adornaban la sala.

– Alonso, hazme la merced de dejar eso y venir aquí -le ordené para que cesara de manosearlo todo-. ¿Qué advertencias me traes?

Molesto por haber sido perturbado, se volvió y se aproximó con desgana hasta el estrado en el que yo me encontraba.

– Que dice doña Clara que os diga -masculló- que aquella que vuestra merced le solicitó ya está bajo su cuidado y cobijada en su casa.

¡Albricias! Me incorporé presurosa en el estrado y bajé hasta ellos.

– Alonsillo -le dije, con grande alegría-, regresa a casa, muda tus ropas de criado por las de un fino mozo de barrio y péinate bien esas greñas. ¡Y, por Dios, báñate y quita de tu cuerpo ese repugnante olor a ajos!

– ¡He dejado de comerlos crudos, como me ordenasteis! -protestó, herido en su orgullo.

– Pues deja de comerlos del todo. No le caen bien a tu estómago. Esta noche eres un galán de buena calidad y los caballeros, los gentilhombres, no hieden como los villanos. Pídele a doña Clara que te perfume con algún buen aroma. Luego, avanzada la noche, espéranos allí con esa mujercilla que ella custodia.

El rostro del pícaro se iluminó.

– Y tú, Rodrigo, aderézate con las floridas vestiduras que te compuso el sastre. Esta noche, al fin, seremos galanes de vida relajada en busca de cantoneras para ver muy derechamente la caída de Diego Curvo.

Mi compadre soltó una carcajada de satisfacción.

– ¡Bendita la hora! -exclamó-. Creí que nunca llegaría.

– Acaso Diego no salga esta noche -murmuré cavilosa-, mas, si no es esta noche será mañana y, si no, la noche después de la de mañana.

– No se inquiete vuestra merced -exclamó Alonsillo, abriendo ya la puerta para marcharse-, que Diego sale todas las noches. Mi padre y mi hermano Carlos lo tienen bien a la mira y no yerra un día que ese poltrón no busque jarana.

– Rodrigo, dile a los mozos que dispongan el coche.

– ¿Cuál?

– El negro, el que compré y nunca he usado guardándolo para esta noche.

– ¿Quieres tus caballos de siempre o les digo que pongan esos dos picazos extranjeros que engordan en las caballerizas?

– Los picazos, que no conviene que nadie relacione la casa de esta viuda con las cantoneras de la Madera, las Barrancas o las Hoyas de Tablada.

Una vez en mi alcoba, abrí el cofre de ropa blanca en cuyo falso fondo dormían un vestido nuevo de seda para Martín, con todos sus aderezos, y las armas que no empuñaba desde que había llegado a Sevilla en el aviso dos meses atrás. Plácidamente, rocé la hoja de mi espada con las yemas de los dedos.

– Calma, calma… -musité-. Pronto haré uso de ti. Ya no falta mucho.

Me dispuse a desvestirme sola, sin la ayuda de mi doncella, así que la tarea me llevó un cuantioso tiempo pues no estaba acostumbrada a pelear con los broches, botones, corchetes y cintas de mis vestidos, especialmente los de la espalda. Una hora larga después, cuando me miré en el espejo de la cámara, un acalorado Martín Nevares me contempló a su vez con descaro e insolencia. Limpié de mi rostro, ya sin afeites ni lunares postizos, el sudor que me llovía como de alquitara, y esperé pacientemente a que, llegadas las diez, los criados cerraran la casa y se retiraran a dormir. Unos golpéenlos me sacaron del letargo. Era Rodrigo.

– Vamos -me dijo cuando le abrí-. Ya no queda nadie.

Abandonamos el palacio silenciosamente. El portero sólo vio a Juanillo en el pescante del coche, al gobierno de los caballos picazos, y a Rodrigo dentro, pues yo iba escondida y cubierta por una tela que, aun siendo fresca, me hacía sudar como en Tierra Firme, donde siempre llevábamos la ropa pegada al cuerpo.

Llegamos a casa de doña Clara y entramos en el patio. Allí mismo nos esperaba Alonsillo con ella, que no portaba tafetán para el rostro ni manto, impaciente por verme tras tanto tiempo de ausencia. En cuanto salí del carruaje me abrazó.

– ¡Qué bien lo estás haciendo, muchacha, qué bien lo estás haciendo! -exclamaba apretando el abrazo con fuerza una y otra vez.

– Me alegro de que vuestra merced se encuentre perfectamente, doña Clara -repuse casi estrangulada.

– ¡Me da lo mismo de qué vayas vestida esta noche! -me dijo con grande entusiasmo aludiendo a mis ropas de Martín-. ¡Eres la reina de Sevilla, la emperatriz de Castilla! ¡Qué bien te enseñé, has de reconocerlo! ¡Toda la ciudad habla de ti día y noche, con admiración y asombro! Y yo me siento muy orgullosa de haberte creado. ¡Para que luego digan que las enamoradas no podemos comportarnos como damas! ¿Y las tres lechuzas? Cuéntamelo todo, por Dios. ¿Cómo es la marquesa de Piedramedina, la esposa legítima de don Luis? Tienes que darme cuenta de la fiesta de tu palacio con todos los pormenores.

Oí resoplar a Rodrigo en mi espalda, aunque bien hubiera podido ser el bufido de uno de los caballos, mas doña Clara, felicísima como estaba, no se apercibió del ruido e, ignorándole a él, a Juanillo y a Alonsillo, me agarró por el brazo y me arrastró hasta la sala de recibir sin tomar aliento entre cuestión y cuestión. No había tiempo para darle tantas razones como pedía mas hice cuanto pude por sosegar su curiosidad en tanto mis compadres se cargaban de paciencia en el oscuro patio. Cuando, al cabo de un rato, apremiada por mis quejas, se le alcanzó al fin que su afán podía desbaratar mi noche, renunció con pesar a conocer todo cuanto ansiaba y suspiró resignadamente.

– Sea, te dejaré ir -concedió de mala gana-, mas antes querrás tratar con la joven que te he buscado.

– ¡A fe que sí! -repuse, aliviada.

– ¡Ángela! -llamó. La doncella entró prestamente en la sala-. Dile a nuestra invitada que ya puede venir.

La criada salió al punto a cumplir la orden.

– ¿Cuál es su gracia? -quise saber.

– Mencia Mosquera. Hasta hace un mes trabajaba en la mancebía de una querida comadre del Compás, una vieja hermana de juventud que nunca alcanzó a nuestra María en belleza ni a mí en ventura mas se convirtió pronto en madre de su propio negocio y ha ganado muchos caudales y mucha reputación. Mencia era la más solicitada de las veinte o treinta afamadas jóvenes de su casa y ahora mismo advertirás la razón.

Y así fue. Nada más abrirse la puerta y entrar a rostro desvelado la susodicha Mencia, advertí la notable belleza de la joven. Sus finos rasgos y su piel de nieve la convertían en una Venus, en una ninfa como las que mencionaban los libros de caballerías que leíamos en la Chacona. No usaba afeites ni adornos y vestía sin lujos, con saya, jubón y mantilla, pues así estaba ordenado para las mujeres públicas de Sevilla y, por más, llevaba el medio manto azafranado que declaraba notoriamente cuál era su profesión. Sus años no llegarían a los quince ni bajarían de los doce.

– ¿Es conforme con lo que me pediste? -se interesó doña Clara.

– Tengo para mí que no ha de existir el hombre que pueda resistirse a la hermosura de Mencia -declaré convencida-. Una vez más, doña Clara, habéis puesto eficazmente en ejecución lo que os he pedido. Tenéis toda mi gratitud.

– ¡Oh, no, no! -repuso contenta-. ¿Qué más podría desear que ayudarte?

– ¿Cuánto cobras, muchacha? -le pregunté a la joven, que parecía no saber a quién mirar ni cuál debía ser su forma de obrar.

– Ahora, trescientos maravedíes -anunció sin expresión en el rostro. En nuestra casa de Santa Marta las mancebas pedían entre doscientos las más jóvenes y bonitas y cincuenta o sesenta las más feas y viejas. Sin embargo, en España, trescientos maravedíes era un precio muy bajo para la espléndida belleza de Mencia.

– Te pagaré tres mil y al caballero a quien seducirás esta noche le pedirás doscientos, para que no tenga nada que objetar, ¿conforme?

La muchacha asintió, complacida.

– ¿Conoces que puedes recibir golpes?

Ella volvió a asentir.

– Sea, pues -concluí, levantándome de la silla-. Gracias otra vez por todo cuanto hacéis por mí, doña Clara. Pronto tendréis nuevas mías. Vamos -le dije a la joven-. Debemos partir.

La hermosa manceba se apartó para dejarnos salir a doña Clara y a mí y nos siguió hasta el patio donde esperaban mis compadres, cuyos seis ojos, al tiempo, se quedaron prendados en ella. Alonsillo, que había tenido la piel morena cuando trabajaba de esportillero en el puerto, desde que era criado en la casa de doña Clara había ido recuperado la fresca blancura, de cuenta que, cuando puso la vista sobre Mencia, se le apercibió el rojo granate de las orejas y las mejillas y me dolió pensar que estuviera sufriendo mal de amores.

– Sube al coche -ordené destempladamente a la muchacha, que obedeció sin chistar-. Quedad con Dios, doña Clara.

– Ve tú con Él, querido Mar…

– ¡Sin nombres! -exclamé, señalando el carruaje.

– Como gustes -admitió, abrazándome y alejándose después hacia la puerta.

Mis compadres seguían mudos, turbados, y Alonsillo no perdía el intenso rubor que tanto me incomodaba. Juanillo, a no dudar, debía de estar igual, mas no se le notaba porque era negro como la noche. ¡Ay, los hombres, qué necios!

– ¡Vamos! -grité con voz imperiosa. Los tres reaccionaron al punto y, ya dispuestos, nuestro carruaje partió hacia el Arenal, donde habíamos quedado con el padre de Alonsillo, fray Alfonso. La puerta del Arenal (que, a diferencia de las otras, no se cerraba nunca, ni de día ni de noche y por más, no tenía guardas) era paso obligado para quienes deseaban frecuentar a las mujercillas que trabajaban fuera del Compás. El Arenal, para mi sorpresa, albergaba la misma multitud que a cualquier otra hora del día, aunque la ralea nocturna era de mucha peor calidad que la otra. Los hachones clavados en la arena iluminaban los juegos de naipes, los encuentros de mendigos, picaros y avispones, y las peleas de borrachos y truhanes. ¡Cuánta miseria y hambre procuraba el grande imperio español a sus gentes!

Fray Alfonso, que deambulaba por allí con la tranquilidad de quien conoce el paño y se siente a gusto, no nos advirtió hasta que nos detuvimos junto a él, cerca del río y de las naos. Allegóse hasta nosotros en la penumbra y, de tan oscuro como estaba, no pude verle, sino sólo escuchar su voz cuando Alonsillo abrió la portezuela.

– En nombre sea de Dios -murmuró.

Yo no debía hablar pues Fray Alfonso sólo me conocía como Catalina, no como Martín, y mi voz, aunque engrosada, podía llevarle a pensar que ella asimismo estaba en aquel coche.

– Me alegra veros, padre -le respondió su hijo-. ¿Qué nos contáis? Y considerad que no resulta conveniente que uséis nombres o linajes.

– Sea -respondió y, atento al mandato, refirió que, aquella noche, Diego Curvo y sus camaradas, buenas gentes de barrio aunque rufianes de la pendencia como él, habían cenado en el corral de los Olmos y, más tarde, se habían emborrachado de largo en el mesón que dicen del Moro, del cual salieron pasado el filo de la medianoche para dirigirse hacia las bodegas del Arenal, donde se encontraban ahora.

– A no mucho tardar atravesarán la puerta. Tu hermano Lázaro, que los tiene a la mira, nos avisará.

– Gracias, padre.

– ¿Cuándo vendrás a casa? Los pequeños preguntan.

– Pronto, padre. Una tarde iré.

– ¡Atento a Lázaro! -advirtió al punto Fray Alfonso, señalando-. ¡Ya vienen!

Cuatro jinetes que, por no ser reconocidos, llevaban bien calados los chambergos y el rostro embozado con las capas, salieron de la ciudad por la puerta del Arenal y, entre jolgorios y bufonadas, comenzaron a alejarse rodeando las murallas en dirección a los lugares de trajín ilícito de cantoneras. Tras ellos, un niño de hasta seis o siete años, vestido sólo con un calzón, movía los brazos en el aire haciendo ver que bailaba. Ése debía de ser Lázaro Méndez.

– Con Dios, padre -le dijo Alonsillo a Fray Alfonso al tiempo que saltaba del coche y trepaba hasta el pescante para quitarle las riendas a Juanillo, mal conocedor de aquellos andurriales. Yo cerré prestamente la portezuela antes de que el tiro de picazos saliera a todo correr en pos de los jinetes.

Tras pasear por oscuros llanos, huertos y olivares, los jinetes se detuvieron en un erial pobremente iluminado por un par de hogueras cerca de la ermita de San Sebastián. Sin tardanza, varias mujeres de trato se les acercaron y ellos, tras desmontar, las llevaron hasta el fuego para considerarlas. No debe comprarse la mercadería sin echarle antes el ojo.

– Mencia, es hora de trabajar -le dije a la joven al tiempo que depositaba en su mano los tres mil maravedíes acordados-. ¿Ves a aquellos jinetes? Tu caballero es uno que tiene los dientes perfectos, blancos y ordenados, sin agujeros ni marcas de neguijón. Lleva, por más, una vara al cinto, la vara con la cual, a no dudar, te pegará. No permitas que te lo quiten. Pasa toda la noche con él y aléjate presurosa de su lado antes del nuevo día y no vuelvas a verle jamás. Ya sabes lo que podría acaecerte después de hoy.

La muchacha asintió. Guardó los maravedíes en su faltriquera y, sin decir palabra, bajó sigilosamente del coche para no descubrirnos. Rodrigo y yo la seguimos con la mirada desde detrás del lienzo del ventanuco. Juanillo entró en ese momento por el otro lado y se sentó frente a mí, suspirando de largo.

Mencia ya estaba en el círculo de Diego Curvo, luciendo su muy blanco escote y su rostro gentil y perfecto. Una sonrisa de ángel la iluminaba toda. Diego no iba a poder resistirse al doble placer de poseerla y de golpearla con su vara. Para ese hideputa no había gusto sin palos. Ella se dirigió a él con unas palabras y él le sujetó el rostro por el mentón y se lo volteó a diestra y siniestra, como buscando imperfecciones. Luego, soltó una grande carcajada que sólo pudimos ver mas no oír y, agarrándola con rudeza por la cintura, se la llevó hacia la lobreguez de los campos de olivos.

Juanillo volvió a suspirar dolorosamente al tiempo que Rodrigo, con grande satisfacción, daba dos golpes en el tejadillo para que Alonso nos sacara de allí. El coche se puso en marcha, dio la vuelta y tomó el camino de regreso.

– Es muy cruel -nos soltó al punto Juanillo cargado de resentimiento- poner a una muchacha tan delicada y hermosa en manos de un puerco como Diego Curvo. ¿Qué es lo que pretendéis? Tenía para mí que veníamos a matarlo.

– Y a eso hemos venido -repuse. Juanillo me miró torvamente.

– ¿La muchacha le va a matar? -preguntó sin darme ningún crédito-. ¿Es una asesina?

Miré al antiguo grumete de la Chacona y me volvió a la memoria aquel remoto día en que le vi por primera vez, cuando sólo era un niño pequeño que corría como el viento por mi isla cumpliendo las órdenes de mi señor padre. Ahora ya era un hombre completo y precisaba algo más que órdenes. Precisaba conocer.

– Mencia, esa hermosísima joven que has visto -le dije-, está muy enferma del mal de bubas [30] pronto se hallará hecha una pura lepra. Lo mismo que él gracias a esta noche.

Juanillo no dijo esta boca es mía. Despavorido y aterrado se echó atrás en la oscuridad del carruaje.

– Deseo que Mencia -continué- tenga familiares que la cuiden y que, con los caudales que le he dado, tome una buena cama en el hospital del Espíritu Santo cuando le florezca la enfermedad.

No pesaba en mi conciencia el infierno que tenía por delante esa bestia majadera que era el menor de los Curvos, el maldito Diego, conde de Riaza. Su destino final era la muerte. Quien tal hace, que tal pague.

Y quiso el demonio que Damiana sanara al cardenal de Sevilla.

Cuando el anciano y enfermo don Fernando Niño de Guevara, culpable de la muerte de cientos de personas durante sus años como Inquisidor General, se halló en disposición de abandonar su palacio por primera vez tras convalecer de su melancolía y su hidropesía, no acudió a la Iglesia Mayor de la ciudad como hubiera sido lo justo y lo cabal, sobre todo tras haberse celebrado recientemente la festividad de la Virgen de los Reyes. Lo que hizo don Fernando, ante el asombro de la ciudad entera y de la corte de Madrid, hasta donde llegó la voz, fue visitar mi casa cierta tarde de finales de agosto para darme las gracias por su mismo ser. No me sentí honrada por tan grande agasajo pues no era más que otro bellaco escondido bajo un disfraz, aunque fingí grande contento y lo fingí muy bien.

Aquel acontecimiento apremió grandemente en Fernando Curvo y en Belisa de Cabra el deseo de recibirme en su casa, de cuenta que, al día siguiente mismo de la visita del cardenal, un criado portó una fina misiva solicitándome los honrara con mi presencia en la comida del martes siguiente, día que se contaban veinte y ocho de aquel caluroso mes de agosto. Por más, la cortesía del cardenal provocó, amén de aquella precipitada invitación de los Curvo, la inesperada aparición del carruaje de la marquesa de Piedramedina en el portón de carrozas de mi palacio.

– ¡Querida señora marquesa! -exclamé yendo a su encuentro cuando entró en mi sala de recibir-. Quedo en deuda con el cielo por conduciros hoy hasta mi casa. ¿Qué nuevas traéis?

Doña Rufina, levantándose el velo, sonrió con amplitud al saludarme. Ya no tenía tantos aires de engreimiento y afectación pues mi posición era tan alta que, aun no siendo noble como ella, a mi palacio había venido el cardenal de Sevilla y al suyo no.

– Querida doña Catalina -repuso con su voz meliflua-, no tengo otras razones para visitaros que el placer de volver a veros y de pasar un rato en vuestra compañía.

Las doncellas se hicieron cargo de sus ropas y ella se adelantó hacia el estrado.

– Sed bienvenida a mi casa -añadí, dejándola pasar para que ocupara el lugar principal.

– ¡Qué gratos momentos pasé en vuestra encantadora fiesta, doña Catalina! Fue una noche memorable. Aún se habla de la hermosa decoración de la mesa. ¡Oh, aquella figura de la Iglesia Mayor hecha de mazapán! ¡Prodigiosa!

– Cosa de nada, mi señora marquesa, cosa de nada… -repliqué acomodándome a su lado-. ¿Queréis un vino dulce o alguna otra golosina?

– Sea. Que me place.

Di las oportunas órdenes y quedamos solas en la sala.

– Escuchad, doña Catalina… Os traigo un recado del marqués.

– ¿De mi señor don Luis? Pues, ¿qué me quiere?

– Su amigo, el conde de La Oda, le ha preguntado por vuestra merced.

– El tal conde, ¿no fue acaso uno de los invitados de mi fiesta?

– En efecto, uno de ellos fue.

Me volvió a la memoria un hombre de hasta treinta años, bien formado y de abundante cabellera negra.

– ¿Y decís que…?

– Que le ha preguntado a don Luis por vuestra merced.

¡Oh, un pretendiente! En Tierra Firme, para principiar estos asuntos, se usaban los discretos servicios de hábiles casamenteros o celestinas que sabían conciliar a los novios según sus rentas y calidades, y por eso me asombró mucho ver a la marquesa de Piedramedina ejerciendo estos humildes menesteres, mas, como nada conocía de dichos usos en la metrópoli, hice ver que no me admiraba de aquella plática.

– ¿Y el conde de La Oda -quise saber por aparentar un cierto interés- dispone de una buena renta?

El rostro de la marquesa se ensombreció levemente. A la sazón, la puerta de la sala se abrió y la criada entró y se acercó al estrado con el vino dulce. Permanecimos en silencio hasta que se fue.

– Sólo siete mil ducados -declaró entonces-, pero es noble de sangre y… ¡seríais condesa, doña Catalina!

Oh, sí, condesa. Y esclava, como decía madre cuando le preguntaban la causa de no matrimoniar con mi señor padre tras tantos años de concubinato. Si la mujer quiere ser libre, afirmaba, no debe casar pues pierde no sólo su hacienda sino su propio gobierno y hasta su propia voz. Por más, no estaba yo en Sevilla para tales menesteres, de suerte que sonreí y, a la vez, denegué con la cabeza.

– Decidle a don Luis que quite tales ideas de la cabeza del conde de La Oda. No deseo contraer un nuevo matrimonio tan pronto.

Doña Rufina entornó los ojos, recelosa.

– Debéis atender a razones, doña Catalina -murmuró.

– ¿A qué razones os referís, señora marquesa? Soy viuda y, como tal, disfruto de completa libertad legal para administrar mis bienes, gobernar mi casa y cuidar de mi hacienda y de mí sin tener que dar cuentas a nadie. Por más, soy rica y feliz. ¿Para qué mudar mi estado? Estoy cierta de que don Luis se habrá reído mucho de la solicitud del conde.

Sobre todo, me dije, porque conoce la verdad y sabe cuáles son mis propósitos. La nariz chata de la marquesa aleteó.

– Así fue -admitió a disgusto-, mas yo le convencí pronto de la grande conveniencia de tal matrimonio y él lo entendió bien y me ha permitido venir. Una hidalga tan acaudalada como vos ya sólo puede aspirar en esta vida a entrar en la nobleza, doña Catalina, y nadie mejor que el conde de La Oda para abriros dicha puerta.

Sus ojos esquivos bailaban raudamente de un lado a otro de la sala. ¿Acaso había presumido por un solo momento que yo iba a aceptar la proposición? Era la mujer más necia que había conocido.

– Mirad, marquesa -le dije-, que no conviene a mis intereses contraer matrimonio al presente pues estoy bien como estoy y ni quiero ni preciso más. Ya tuve un marido y aún le recuerdo, de cuenta que no quiero otro hasta que aquél se me olvide.

– Una mujer, doña Catalina, debe estar casada lo quiera o no, y no le corresponde a ella decidir si desea permanecer viuda o doncella honesta sino a sus padres o, en su defecto como es el caso, a quienes la quieren bien.

Se me estaba terminando la correa.

– Y es a don Luis y a mí -continuó ella, enderezándose-, como allegados vuestros y como los amigos y familiares más cercanos que tenéis, a quienes corresponde aconsejaros en estos asuntos en los que os ciega, a lo que parece, un capricho errado de libertad. Una mujer no precisa libertad, doña Catalina, precisa de un marido conforme a su calidad o, de ser posible, de calidad superior, y el conde de La Oda cumple esta loable aspiración y os conviene mucho.

– Tenéis razón, querida marquesa -suspiré, divertida-, mas no albergo en mi corazón ningún interés por el tal conde.

Doña Rufina recargó sus cañones.

– ¿Es que aún soñáis con el amor cortés como una inocente doncella? -bufó-. ¡Por Dios, señora mía, despertad! Mirad a vuestro alrededor. Ya no sois joven. Yo matrimonié con el marqués cuando cumplí los trece años y sólo le había visto una vez en toda mi vida. A doña Juana Curvo la casó su hermano Fernando con don Luján contra su voluntad. Andaba enamoriscada de un mozo muy gallardo que, de tan guapo como era, parecía un querubín rubio caído del cielo y, en cambio, se amoldó a los deseos de su hermano y mirad qué bien le ha ido. A Isabel Curvo, que quería profesar, de igual manera la casó Fernando con don Jerónimo de Moncada y no ha podido resultarle mejor, como es público y notorio. ¿Queréis, acaso, que os relate, una a una, la historia de todos los casamientos de la gente principal de Sevilla? Pues bien, en ninguno de ellos, en ninguno -y levantó un dedo admonitorio frente a mi nariz-, la mujer contrajo nupcias porque sintiera interés por el pretendiente. Las cosas no son así, doña Catalina. El matrimonio es un acuerdo provechoso de ganancias para las dos partes. Vos tenéis los caudales y el conde de La Oda el título. ¿Qué más se puede pedir? ¡Cuántas familias acomodadas con hijas casaderas desearían recibir una proposición semejante! Pensadlo bien, doña Catalina.

Algo tenía que decir pues me había quedado sin habla por culpa de tan dilatada monserga. Tomé aliento y resolví ganar tiempo.

– Consideraré el ofrecimiento, señora marquesa -le dije modestamente-. Me habéis dado muy justas y cabales razones.

– ¡Hacedlo, doña Catalina! Que no se quede todo en esas razones.

– Os hago promesa de considerarlo seriamente desde el día de hoy hasta la Natividad, para la que sólo faltan cuatro meses.

– ¿Tanto? -preguntó con grande asombro.

– Un asunto de tal importancia no debe tomarse a la ligera.

– No, a la ligera no, mas tampoco borrarlo de la memoria.

– No lo borraré, marquesa. Os lo prometo.

Naturalmente, un instante después de que doña Rufina abandonara mi palacio ya lo había olvidado todo, pues la marquesa había predicado en desierto y majado en hierro frío, mas lo que sí guardaba a buen recaudo en la memoria era aquello que en verdad iba a resultar me provechoso para mis propósitos. Así pues, busqué a Rodrigo por todas partes hasta que lo hallé en uno de los patios cortejando a una de mis doncellas bajo un limonero.

– ¿Y aquella viuda con quien pensabas contraer nupcias? -le solté burlonamente de improviso. Él dio un brinco en el aire y la doncella dobló la rodilla y desapareció-. Una tal Melchora de los Reyes, tengo para mí, de Río de la Hacha. ¿Ando errada?

Gruñó, rezongó y renegó entretanto se me arrimaba.

– ¿Para qué deseabas verme? -inquirió, enojado.

– He menester de Alonsillo.

– ¿Qué tienes que poner en obra?

Se lo conté y su carcajada se escuchó más allá de los muros del palacio.

La casa de Fernando Curvo y Belisa de Cabra, en el barrio de Santa María, se alzaba solitaria entre dos callejones angostos, y, por más, sobre una elevación del terreno como si lo que le viniere en talante a su dueño fuera alejarla del resto de palacetes para destacarse más, algo muy del gusto de la familia Curvo. Era de dos plantas y contaba con unos portentosos pilares de piedra que, dado su sobreprecio, cantaban las alabanzas de la riqueza de su dueño.

Fui fraternalmente recibida por el matrimonio en la puerta principal -ella tan rolliza y oronda como en mi fiesta y él igual de enteco- y, tras los saludos, nos solazamos un buen rato junto a la fuente del patio ajardinado de la casa por mejor admirar las muchas plantas, árboles y flores que daban frescor a la galería porticada que lo rodeaba, en la cual acabamos por resguardarnos cuando el calor del mediodía se tornó ingrato.

Fue allí, en la galería, donde Fernando y Belisa me mostraron a sus tres hijas y a su único hijo, Sebastián, de hasta nueve años de edad, muy parecido a su padre en rostro y traza. La menor, Inés, de unos tres años, también se parecía a la familia Curvo y no paraba de revolverse en los brazos de su ama seca, que a duras penas podía contenerla. Las otras dos, Juliana, de hasta once años, y Usenda, de siete, habían salido en todo a los Cabra pues eran tan gruesas y robustas como su madre, si no más. Por fortuna, el ama seca se los llevó y pudimos retomar la plática que habíamos iniciado.

Hablamos sobre el comercio y la contratación, tanto en España como en el Nuevo Mundo, y otorgué la profundidad de mis conocimientos a la confianza de mi marido, don Domingo, quien discutía siempre conmigo todos sus asuntos. El mayor de los Curvos se demoró largamente en relatarme la buena marcha de los negocios de su familia, a quien había acompañado la fortuna en todo cuanto habían emprendido en los últimos años y yo sentí que me hervía la sangre entretanto guardaba silencio y escuchaba aquella sarta de mentiras que salían por su boca. Ahora conocía, gracias a doña Rufina, que él era el grande hacedor de la ventajosa posición los Curvos tanto en la Casa de Contratación como en el Consulado de Mercaderes, pues había obligado a sus hermanas a contraer matrimonios adecuados para adquirir tanto la información sobre las mercaderías que escaseaban o abundaban en el Nuevo Mundo como la facultad de fijar los precios de las mismas y las cantidades que cruzaban la mar Océana. A no dudar, los Curvos no eran los únicos que obtenían copiosos beneficios gracias al lucrativo comercio con las Indias, mas sí los peores, los más bellacos, viles y ruines.

Supe que estábamos esperando la llegada del padre de Belisa, Baltasar de Cabra, para empezar a comer, pues el viejo comprador de oro y plata había expresado el deseo de compartir con sus hijos mi agradable compañía y tuve que aparentar, una vez más, que aquel suceso me producía una enorme satisfacción cuando era justamente lo contrario.

Por fin, el banquero apareció y, tras algunas banales palabras de saludo, entramos en la casa para ocupar nuestros lugares en la mesa. Y aquí vino mi mayor asombro y admiración: todo, absolutamente todo lo que contenía aquel palacete estaba hecho de plata, de una purísima plata blanca como sólo podía encontrarse en el Nuevo Mundo, en lugares tales como el Cerro Rico del Potosí, en Pirú, o las minas mexicanas de Zacatecas, en Nueva España. Y cuando digo todo, quiero decir todo: los candelabros, las escudillas, las lámparas, las campanillas para llamar al servicio, los jarros, las palanganas, las cucharas y los cuchillos, los saleros, el azucarero, los platos, las salvillas, las copas, las fuentes de servir, las escupideras, los marcos, los velones, los taburetes, las sillas y hasta los bancos y la tabla entera de la mesa para comer, sin contar los Cristos, los Crucifijos, las insignias y las imágenes de bulto de Vírgenes y santos que abarrotaban la estancia. Sólo se salvaban los tapices de Flandes, las alfombras turcas y las pinturas, y eso por ser de tela. El valor de toda aquella plata, exquisita y magníficamente labrada, no sería inferior a muchos millones de maravedíes, a lo menos la que yo veía con mis propios ojos pues no conocía, ni podía conocer, la que se atesoraba en el resto de la casa. Pesare a quien pesare, el mayor de los Curvos no tendría que obligarse con nadie para proporcionar lujosas dotes a sus tres hijas. La plata, y por tanto la riqueza, abundaba en aquel hogar.

Mis tres anfitriones guardaron silencio un instante para mejor disfrutar de la grande satisfacción que les producía mi asombro al contemplar aquella extraordinaria opulencia, mas, al cabo, Fernando consideró que la modestia le obligaba a dar por concluido el alarde y me invitó a tomar asiento para principiar la comida. Los esclavos negros, de los que había muchos en la casa, sirvieron el primero de los platos, que no era otro que un magnífico arroz con leche para el que se había usado una buena cantidad de canela. Luego, acompañadas de aceitunas, nabos, coles y huevos, vinieron las carnes, de las que había de todas las clases: carnero, puerco, gallina, perdiz… Un placer para los sentidos mas, como no quería que las vituallas lo fueran todo y deseaba conocer cuanto me fuera posible sobre los Curvos, fui llevando la conversación hacia mis nuevas y queridas hermanas doña Juana y doña Isabel pues, si no erraba con Belisa de Cabra, ésta las tenía en muy poco aprecio y, antes o después, acabaría hablando más de lo debido por hallarse a gusto en su propia casa, comiendo y en grata compañía. De cierto que el cuero de vino viejo que gustábamos también contribuiría.

Mas no fue Belisa de Cabra sino su padre, don Baltasar, quien, al final, me procuró la información más notable. Yo había percibido que Fernando Curvo sentía una muy grande admiración por su suegro, a quien, a no dudar, veneraba. El viejo comprador de oro y plata era el verdadero amo en aquella casa y como tal actuaba y le dejaban actuar, de cuenta que empecé a dudar de que el mayor de los Curvos, el hacedor de la compleja trama de matrimonios de provecho, el fanfarrón de rostro avellanado que quería matarme de una estocada, fuera el único artífice de todo aquel ventajoso negocio familiar. Ni Juana ni Isabel ni Diego contaban para nada, pues de seguro sólo habían obedecido las órdenes de su hermano mayor en lo tocante a casamientos, y aún contaban menos sus consortes, Luján de Coa, Jerónimo de Moncada y la pobre condesa de Riaza, meras herramientas al servicio de las ambiciones de Fernando. Ignoraba la pujanza del quinto hermano, Arias, que se hallaba en Tierra Firme, mas a tal punto de mi historia hubiera jurado que sólo era otro lacayo más. Y, ¿a quién parecía obedecer y reverenciar Fernando? A Baltasar de Cabra, su suegro, uno de los hombres más ricos de Sevilla.

Según yo sabía (porque me lo contó Francisco, el hijo esclavo de Arias Curvo aquella lejana noche en Santa Marta), Baltasar de Cabra había sido un humilde boticario que, gracias al comercio con las Indias, se había convertido en el más rico y poderoso banquero de Sevilla. Empezó fiando caudales con un interés mucho más alto del habitual tanto a los maestres que necesitaban dineros para aprestar sus naos como a los mercaderes que precisaban comprar y cargar mercaderías. Se enriqueció tanto con estas diligencias usurarias (pues otra cosa no eran) que cerró la botica y se convirtió en cambista para seguir haciendo lo mismo aunque de manera legítima. Al día de hoy, según aseguraba Francisco, muchas de las flotas del Nuevo Mundo se dotaban a crédito con sus solos caudales, caudales que luego, cuando los barcos regresaban, recuperaba con grandes beneficios. Y la gruesa Belisa de Cabra era su única hija, la madre de su único sucesor, el pequeño Sebastián Curvo, de nueve años de edad.

Y lo que el susodicho Baltasar de Cabra me contó, a fuer de ser totalmente sincera, no me iluminó el entendimiento en aquel punto, mas sí luego, cuando la descomunal abundancia de plata labrada de aquel palacete se acumuló, según me confió con envidia mal disimulada la marquesa de Piedramedina, a las mismas abundancias en las casas de Juana Curvo, Isabel Curvo, Diego Curvo y el viejo comprador de oro y plata. Nadie en Sevilla, ni la más alta aristocracia, poseía en sus palacios tan grande cantidad del blanco metal aunque sus riquezas excedieran con mucho a las de la familia Curvo. Era algo extraordinario, comentó como de pasada, algo que, según descubrí al indagar un poco más, tenía difícil o ninguna explicación, si bien nadie aparte de mí parecía buscarla. Entonces sí se me alcanzó todo con absoluta lucidez. Sin embargo, aquel día, desde mi ignorancia, sólo me preocupaba sacar provecho de la comida conociendo lo que Fernando, Belisa o don Baltasar tuvieran a bien referirme sobre los Curvos:

– Conozco cuánto estimáis a las hermanas de don Fernando -prorrumpió de súbito el banquero, comiéndose de un mordisco un grueso acitrón; yo acababa de hablar admiradamente sobre la bondad de sus dos matrimonios con próceres tan destacados del comercio sevillano-. Debéis conocer que don Luján y don Jerónimo no eran hombres principales cuando matrimoniaron con doña Juana y doña Isabel.

– Ah, ¿no? -me sorprendí.

– No, no lo eran -añadió Belisa con malvada satisfacción-. Carecían del talante necesario. De no ser por mi señor esposo y, sobre todo, por mi señor padre, aquí presente, ni Juana ni Isabel ocuparían el lugar que han alcanzado en la buena sociedad.

Temí que Fernando Curvo, molesto por el giro que había tomado la conversación, la interrumpiera con alguna distracción, mas no fue así. Su rostro sonriente mostró el mucho orgullo y contento que aquella historia le producía. Continuó comiendo piñones, pasas, almendras y toda clase de confituras como si los dulces de los postres fueran lo más importante del mundo, permitiendo así que su suegro y su esposa siguieran hablando en confianza.

– Por el grandísimo aprecio que le tengo a mi yerno don Fernando, a quien Dios nos conserve muchos años, accedí a comprarles a sus dos cuñados los puestos que hoy ocupan, y lo hice -prosiguió, fatuo e hinchado como un pavo real, fijando en mí sus ojos torcidos- en beneficio del buen nombre de la familia Curvo, a la cual pertenece mi hija por matrimonio y cuyo mayorazgo heredará mi nieto, Sebastián, así que estoy satisfecho de lo mucho que gasté y no lo tengo en cuenta.

– ¡Pues deberíais, padre! -apuntó Belisa, sofocada-. ¿Acaso ya no guardáis en la memoria los muchos caudales que os costaron esos cargos?

Era práctica común tanto en España como en el Nuevo Mundo la enajenación, compra o arriendo de oficios y, por ser legal y conforme a derecho, nada malo había ejecutado don Baltasar de Cabra. Lo admirable era la extraordinaria calidad de los oficios tan generosamente comprados: prior del Consulado de Mercaderes y juez oficial y contador mayor de la Casa de Contratación. No habrían sido baratos en modo alguno.

– Más de cincuenta mil ducados por cada uno de ellos -sentenció el banquero.

– Creía que el prior de los Mercaderes -comenté por ahondar más en el asunto- era nombrado por elección de los cónsules.

Mis tres anfitriones se echaron a reír de buena gana.

– ¡Por eso costó el oficio tantos caudales! -declaró Belisa.

– ¿Y por qué razón -le pregunté a Fernando- eligió vuestra merced a don Luján y a don Jerónimo como esposos para sus hermanas si aún no eran tales gentil-hombres?

– Nada más fácil, doña Catalina. Ambos desempeñaban sus anteriores oficios en los mismos lugares sobre los que ahora mandan. Cada uno conocía bien el suyo, don Luján el Consulado y don Jerónimo la Casa de Contratación, y conociéndolos bien, con el excelente favor de mi suegro, don Baltasar, han llegado a gobernarlos cumplidamente, de cuenta que las dotes de mis hermanas no resultaron tan caras como lo hubieran sido de haber casado con hombres de la calidad que hoy disfrutan sus esposos. Mucho tenemos que agradecer mi familia y yo a don Baltasar, a quien Dios guarde.

Oyéndolos podría creerse que tras los sucios fraudes y estafas de aquellas gentes sólo se escondía la generosidad de un suegro y la honesta ambición de una familia honrada. Mas, ¿cómo era que en Sevilla nadie había caído en la cuenta de todo el tinglado? Se me alcanzó entonces que los Curvos guardaban sus grandes riquezas puertas adentro, convertidas en plata labrada, y que, hacia el exterior, sólo eran, como dijo el marqués de Piedramedina, una acomodada familia de mercaderes con fama de personas beneméritas, rectas, rigurosas y muy piadosas. «Sin tacha», concluyó. El propio don Luján de Coa llevaba siempre el rosario en la mano y mi anfitrión, Fernando, y su hermano Diego eran virtuosos congregados del padre Pedro de León. A diferencia de otras naciones, en España el prestigio de las personas se medía sólo por las apariencias, así pues ¿quién sospecharía nada malo de la familia Curvo?

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