Sólo había dos cosas en el correo de la mañana y ambas habían sido entregadas en mano. Las abrí lejos de la inquisitiva mirada de gato hambriento de Gruber y vi que el menor de los dos sobres contenía un único trozo cuadrado de cartón: una entrada para las competiciones de atletismo en pista de las Olimpiadas de la jornada. Le di la vuelta, y en el reverso había escritas las iniciales «M. S.» y «2 en punto». El sobre mayor llevaba el sello del ministro del Aire y contenía la transcripción de las llamadas que Haupthändler y Jeschonnek habían hecho y recibido en sus respectivos teléfonos durante el sábado, las cuales, aparte de la que yo mismo había hecho desde el piso de Haupthändler, eran iguales a cero. Tiré el sobre y su contenido a la papelera y me senté, preguntándome si Jeschonnek habría comprado ya el collar y qué haría yo si me viera obligado a seguir a Haupthändler al aeropuerto de Tempelhof aquella misma noche. Por otro lado, si Haupthändler se había librado ya del collar no podía entender que hubiera estado esperando hasta el vuelo del lunes por la noche a Londres sólo por puro gusto. Parecía más probable que la transacción entrañara divisas extranjeras y que Jeschonnek hubiera necesitado tiempo para reunir el dinero. Me preparé un café y esperé a que llegara Inge.
Eché una mirada por la ventana y, viendo que estaba nublado, sonreí imaginando su alegría ante la perspectiva de que otro chaparrón remojara las Olimpiadas del Führer. Salvo que esta vez yo también iba a quedar empapado.
¿Cómo lo había llamado? «La estafa a la confianza más escandalosa en la historia de los tiempos modernos.» Estaba buscando mi vieja gabardina impermeable en el armario cuando Inge entró.
– Dios, cómo necesito un cigarrillo -dijo, lanzando el bolso en una silla y cogiendo uno de la caja de encima de mi mesa.
Con un aire divertido miró mi vieja gabardina y añadió:
– ¿Estás pensando en ponerte esa cosa?
– Sí. Fräulein Músculos no nos ha fallado después de todo. Había una entrada para las competiciones de hoy con el correo. Quiere que me reúna con ella en el estadio a las dos.
Inge miró por la ventana.
– Tienes razón -dijo riendo-, necesitarás la gabardina. Va a llover a mares. -Se sentó y puso los pies encima de lamesa-. Bueno, yo me quedaré aquí sola y vigilaré la tienda.
– Volveré a las cuatro como muy tarde -dije-. Y entonces tendremos que ir al aeropuerto.
– Ah, sí, lo olvidaba -dijo frunciendo el ceño-. Haupthändler planea volar a Londres esta noche. Perdóname si te parezco ingenua, pero ¿qué vas a hacer exactamente cuando llegues allí? ¿Acercarte, como si tal cosa, a él y a quien sea que vaya con él y preguntarles cuánto les han dado por el collar? Puede que te dejen abrir sus maletas, sin más, y echar una ojeada al dinero, allí mismo, en mitad de Tempelhof.
– Nada resulta nunca tan pulcro en la vida real. Nunca cuentas con esas bonitas y claras pistas que te permiten arrestar al malo en el último minuto.
– Casi parece que eso te apene -dijo ella.
– Tenía un as de reserva que pensaba que me facilitaría algo las cosas.
– Y la reserva se fue a paseo, ¿no?
– Algo así.
El sonido de pasos en el despacho exterior hizo que me detuviera. Sonó un golpe en la puerta y un motorista, un cabo del Cuerpo Aéreo Nacionalsocialista, entró llevando un sobre grande, de color amarillento, del mismo tipo que el que antes había tirado a la papelera. El cabo saludó golpeando los talones y me preguntó si era Herr Bernhard Gunther. Le dije que sí, cogí el sobre de las enguantadas manos del cabo y le firmé un recibo, después de lo cual hizo el saludo hitleriano y se fue de nuevo con aire marcial.
Abrí el sobre del Ministerio del Aire. Contenía varias páginas escritas a máquina que recogían la transcripción de las llamadas hechas por Jeschonnek y Haupthändler el día anterior. De los dos, Jeschonnek, el traficante de diamantes, había sido el más ocupado, hablando con diversas personas sobre la compra ilegal de una gran cantidad de dólares americanos y libras esterlinas británicas.
– Diana -dije, al leer la transcripción de la última de las llamadas de Jeschonnek. Era para Haupthändler y, claro está, aparecía también en la transcripción de las llamadas de este. Era la prueba que había estado confiando recibir: la prueba que convertía la teoría en hechos, estableciendo un vínculo definitivo entre el secretario particular de Six el traficante de diamantes. Mejor aún, hablaban de la hora y el lugar para reunirse.
– ¿Qué hay? -dijo Inge, incapaz de reprimir su curiosidad un momento más.
Le sonreí.
– Mi as de reserva. Alguien acaba de devolvérmelo. Haupthändler y Jeschonnek han quedado en reunirse en una dirección de Grünewald hoy a las cinco. Jeschonnek va a llevar una bolsa llena de divisas.
– Ese informador tuyo es algo impresionante -dijo frunciendo el ceño-. ¿Quién es? ¿Hanussen el Clarividente?
– Mi hombre es más bien un empresario -dije-. Es quien se encarga de reservar los turnos de juego y, por lo menos esta vez, me deja ver el espectáculo.
– Y por casualidad tiene unos cuantos amigos guardias de asalto en su plantilla que te acompañan hasta el asiento adecuado, ¿no?
– No te va a gustar.
– Si empiezo a mirarte con el ceño fruncido, será sólo pura envidia, ¿vale?
Encendí un cigarrillo. Mentalmente, me lo jugué a cara o cruz y perdí. Se lo contaría sin rodeos.
– ¿Recuerdas el hombre muerto en el montaplatos?
– Igual que si acabara de descubrir que tengo la lepra -dijo, estremeciéndose visiblemente.
– Hermann Goering me contrató para tratar de encontrarlo. -Hice una pausa, esperando sus comentarios, y luego me encogí de hombros ante su mirada perpleja-. Eso es todo. Estuvo de acuerdo en pinchar un par de teléfonos, los de Jeschonnek y Haupthändler -Cogí la transcripción y la agité delante de su cara-. Y éste es el resultado. Entre otras cosas, esto significa que ahora puedo permitirme decirle a su gente dónde encontrar a Von Greis.
Inge no dijo nada. Di una larga y ávida calada al cigarrillo y luego lo apagué igual que si fuera un director de orquesta golpeando el atril.
– Déjame que te explique algo: no se le rechaza, no si quieres acabar tu cigarrillo con los dos labios.
– No, supongo que no.
– Créeme, no es el cliente que yo hubiera escogido. Su idea de un contrato es un matón con una automática.
– Pero ¿por qué no me lo contaste, Bernie?
– Cuando Goering te hace objeto de su confianza, las apuestas sobre la mesa son altas. Pensé que era más seguro para ti no saber nada. Pero ahora, bueno, ya no puedo evitarlo, ¿verdad?
Una vez más blandí la transcripción ante ella. Inge negó con la cabeza.
– Por supuesto que no podías rechazarlo. No quería mostrarme difícil; sólo que, bueno, me quedé un poco sorprendida. Y gracias por querer protegerme, Bernie. Me alegro de que puedas contarle a alguien lo de aquel pobre hombre.
– Lo haré ahora mismo -dije.
La voz de Rienacker sonaba cansada e irritable cuando lo llamé.
– Espero que tengas algo, pedazo de carne -dijo-, porque el gordo Hermann está más escaso de paciencia que el bizcocho de un panadero judío lo está de jamón. Así que si ésta es sólo una llamada social, es probable que vaya a verte con los zapatos llenos de mierda de perro.
– ¿Qué te pasa, Rienacker? ¿Has tenido que compartir una losa en el depósito de cadáveres o algo así?
– Corta el rollo, Gunther, y ve al grano.
– Está bien, aguza los oídos. Acabo de encontrar a tu hombre y ha exprimido su última naranja.
– ¿Muerto?
– Como la Atlántida. Lo encontrarás pilotando un montaplatos en un hotel abandonado en la Chamissoplatz. Sigue tu olfato.
– ¿Y los papeles?
– Hay un montón de cenizas en el incinerador, pero eso es todo.
– ¿Alguna idea de quién lo ha matado?
– Lo siento -dije-, pero eso te toca a ti. Yo, lo único que tenía que hacer era encontrar a nuestro aristocrático amigo, y hasta ahí he llegado. Dile a tu jefe que recibirá mi cuenta por correo.
– Muchas gracias, Gunther -dijo Rienacker, que sonaba lejos de estar contento-. Tienes…
Lo corté con un lacónico adiós y colgué.
Le dejé a Inge las llaves del coche, pidiéndole que se reuniera conmigo en la calle donde estaba la casa de la playa de Haupthändler a las cuatro y media de la tarde. Tenía intención de coger el S-Bahn especial hasta el Estadio del Reich vía la estación del Zoo; pero primero, y para estar seguro de que no me seguían, escogí una ruta especialmente tortuosa para llegar a la estación. Anduve rápidamente Köningstrasse arriba y cogí el tranvía número dos hasta Spittel Market, donde di un par de vueltas alrededor de la fuente de Spindler Brunner antes de subir al U-Bahn. Me bajé a la parada siguiente, en la Friedrichstrasse, donde dejé el U-Bahn y volví de nuevo al nivel de la calle. Durantelas horas de oficina la Friedrichstrasse tiene el tráfico más denso de Berlín, y el aire sabe a virutas de lápiz. Encogiéndome para evitar los paraguas y a los americanos que se agrupaban en torno a sus Baedekers, y salvándome por los pelos de ser atropellado por una camioneta Rudersdorfer Peppermint, crucé la Tauberstrasse y la Jägerstrasse, pasando por delante del hotel Käiser y las oficinas centrales de las Seis Acerías. Luego, subiendo hacia Unter den Linden, me metí entre el tráfico de la Französische Strasse y, en la esquina con la Behrenstrasse, me zambullí en las galerías Käiser. Son unas galerías de tiendas caras, de un tipo muy favorecido por los turistas, y van hasta Unter den Linden en un punto cercano al hotel Westminster, donde se alojan muchos de ellos. Si vas a pie, es siempre un buen lugar para sacarte de encima una sombra definitivamente. Saliendo a Unter den Linden, crucé la calzada y tomé un taxi hasta la estación del Zoo, donde cogí el tren especial para el Estadio del Reich.
El estadio, de dos pisos de alto, me pareció más pequeño de lo que había esperado y me pregunté cómo cabría en él toda la gente que deambulaba por sus alrededores. Fue sólo después de entrar cuando me di cuenta de que era mayor dentro que fuera, debido a que el campo mismo estaba varios metros por debajo del nivel de la calle.
Ocupé mi asiento, que estaba cerca del límite de la pista de escoria y al lado de una matrona, que sonrió y me saludó con la cabeza educadamente cuando me senté. El asiento situado a mi derecha, que supuse sería ocupado por Marlene Sahm, estaba vacío de momento, aunque eran ya más de las dos. Justo cuando miraba el reloj, el cielo soltó el chaparrón más fuerte del día, y me alegré de verdad de compartir el paraguas de la matrona. Sería su buena acción del día. Señaló hacia el lado oeste del estadio y me dio un par de pequeños binoculares.
– Allí es donde se sentará el Führer -dijo.
Le di las gracias, y aunque no estaba interesado en lo más mínimo, escudriñé unas gradas ocupadas por varios hombres de levita y el ubicuo complemento de los oficiales de las SS, todos ellos empapándose igual que yo. Pensé que a Inge le encantaría. Del Führer no había ni señal.
– Ayer no vino hasta casi las cinco -explicó la matrona-. Aunque con un tiempo tan horroroso como éste se le podría perdonar que no viniera. -Hizo un gesto con la cabeza, señalando mis rodillas vacías-. No tiene un programa. ¿Le gustaría saber el orden de las competiciones?
Le dije que sí, y con gran desconcierto por mi parte me encontré con que no tenía intención de prestarme el programa, sino de leérmelo en voz alta.
– Las primeras pruebas en pista esta tarde son las eliminatorias de los 400 metros vallas. Luego tenemos las semifinales y la final de los 100 metros. Si me permite decirio, no creo que los alemanes tengan ninguna posibilidad contra el negro americano, Owens. Lo vi correr ayer y era como una gacela.
Estaba a punto de soltar un comentario poco patriótico sobre la llamada raza superior cuando Marlene Sahm se sentó a mi lado, salvándome así probablemente de mi boca, tan potencialmente traicionera.
– Gracias por venir, Herr Gunther. Y siento lo de ayer. Fue muy descortés por mi parte. Usted sólo trataba de ayudarme, ¿verdad?
– Claro.
– Anoche no pude dormir pensando en lo que dijo sobre… -y aquí vaciló un instante- Eva.
– ¿La amante de Paul Pfarr?
Asintió.
– ¿Es amiga suya?
– No somos amigas íntimas, ¿sabe?, pero amigas, sí. Así que esta mañana decidí confiar en usted. Le pedí que se reuniera conmigo aquí porque estoy segura de que me vigilan. Ésa es también la razón de que llegue tarde. Tenía que estar segura de haberles dado esquinazo.
– ¿La Gestapo?
– Bueno, puede estar seguro de que no me refiero al Comité Olímpico Internacional, Herr Gunther.
Sonreí ante aquello, y ella también.
– No, claro que no -dije, valorando en silencio la forma en que la modestia, al ceder el paso a la impaciencia, la volvía más atractiva.
Por debajo de la gabardina de color terracota que se iba desabrochando en el cuello llevaba un vestido de algodón de color azul oscuro, con un escote que me ofrecía la perspectiva de los primeros centímetros de un canal profundo y muy bronceado. Empezó a rebuscar dentro de su bolso grande, de piel marrón.
– A lo que íbamos -dijo nerviosa-. Sobre Paul. Después de su muerte tuve que responder a un montón depreguntas, ¿sabe?
– ¿Sobre qué? -Era una pregunta estúpida, pero no lo dijo.
– Sobre todo. Creo que en un momento u otro incluso llegaron a sugerir que yo podía ser su amante. -Del bolso sacó una agenda de mesa de color verde oscuro y me la dio-. Pero esto me lo guardé. Es la agenda de Paul, es decir, la que llevaba él mismo, su agenda privada, no la oficial que yo llevaba para él: ésa se la di a la Gestapo.
Me pasé la agenda de una mano a otra, sin intención de abrirla. Six, y ahora Marlene; era curiosa la manera en que la gente ocultaba cosas a la policía. O puede que no lo fuera. Todo dependía de lo bien que uno conociera a la policía.
– ¿Por qué? -pregunté.
– Para proteger a Eva.
– Entonces, ¿por qué no la destruyó sencillamente? Se me ocurre que sería más seguro para ella y también para usted.
Frunció el ceño mientras se esforzaba por explicar algo que quizá ella misma sólo entendía a medias.
– Supongo que pensé que, en las manos adecuadas, quizá se encontrara algo en ella que pudiera identificar al asesino.
– ¿Y si resultara que su amiga Eva había tenido algo que ver?
Los ojos le relampaguearon, y habló furiosa.
– No lo creo ni por un segundo. Era incapaz de hacer daño a nadie.
Frunciendo los labios, asentí, circunspecto.
– Cuénteme lo que sabe de ella.
– Todo a su tiempo, Herr Gunther -dijo, comprimiendo la boca.
No creía que Marlene Sahm fuera de las que se deja llevar nunca por sus emociones o sus gustos, y me pregunté si la Gestapo prefería reclutar a este tipo de mujer o simplemente hacía que se volvieran así.
– Antes de nada, me gustaría aclararle algo.
– Adelante.
– Después de la muerte de Paul, yo misma hice unas cuantas averiguaciones discretas para saber dónde estaba Eva, pero sin éxito alguno. Pero ya llegaré a eso. Antes de contarle nada quiero que me dé su palabra de que si consigue encontrarla, tratará de convencerla para que se entregue. Si la arresta la Gestapo, las cosas se le pondrán mal de verdad. No es un favor lo que le pido, ¿entiende? Es mi precio por proporcionarle la información que le ayudará en su investigación.
– Tiene mi palabra. Le daré todas las oportunidades que pueda. Pero tengo que decirle algo: tal como están lascosas, parece que está metida en el asunto hasta las cejas. Creo que está planeando marcharse al extranjero esta noche, así que será mejor que empiece a hablar. No queda mucho tiempo.
Durante un momento, Marlene se mordisqueó el labio, pensativa, con la mirada perdida en los atletas de la carrera de vallas que se dirigían hacia la línea de salida. Parecía ignorar el zumbido de agitación de la muchedumbre, que cedió paso al silencio cuando el juez de salida levantó la pistola. En el momento en que disparó, empezó a contarme lo que sabía.
– Bueno, para empezar, su nombre: no es Eva. Ése era el nombre que Paul le daba. Siempre lo hacía, dar nombres a la gente. Le gustaban los nombres arios, como Sigfrido y Brunilda. El verdadero nombre de Eva era Hannah, Hannah Roedl, pero Paul decía que Hannah era un nombre judío, y que él siempre la llamaría Eva.
La multitud soltó un rugido cuando el estadounidense ganó la primera eliminatoria de la carrera de vallas.
– Paul no era feliz con su mujer, pero nunca me dijo por qué. Él y yo éramos amigos y confiaba mucho en mí, pero nunca le oí hablar de su mujer. Una noche me llevó a un club de juego, y fue allí donde me tropecé con Eva. Trabajaba allí como crupier. Hacía meses que no la veía. Nos habíamos conocido trabajando para Hacienda. Se le daban muy bien los números. Supongo que por eso se colocó de crupier. Dos veces más de sueldo y la posibilidad de conocer gente interesante.
Levanté las cejas al oír aquello. Personalmente, nunca he pensado que la gente que juega en los casinos sea algo especial, salvo aburrida; pero no dije nada, porque no quería que perdiera el hilo.
– En cualquier caso, se la presenté a Paul, y era fácil ver que se atraían. Paul era un hombre apuesto, y Eva era igual de atractiva, una auténtica belleza. Un mes más tarde, la encontré de nuevo y me dijo que Paul y ella tenían relaciones. Al principio me sentí escandalizada, y luego pensé que no era asunto mío. Durante un tiempo, unos seis meses quizá, se veían muy a menudo. Y entonces mataron a Paul. La agenda tendría que darle las fechas y todo ese tipo de cosas.
Abrí la agenda y volví las páginas hasta la fecha del asesinato de Paul. Leí lo escrito en la página.
– Según esto tenía una cita con ella la noche de su muerte. -Marlene no dijo nada. Empecé a volver las páginas hacia atrás-. Y aquí hay otro nombre que reconozco: Gerhard von Greis. ¿Qué sabe de él?
Encendí un cigarrillo y añadí:
– Es hora de que me hable de su pequeña sección dentro de la Gestapo, ¿no cree?
– La sección de Paul. Estaba tan orgulloso de ella, ¿sabe? -Suspiró profundamente-. Un hombre de una gran integridad.
– Claro -dije-. Todo el tiempo que estaba con esa otra mujer, lo que realmente quería era estar de vuelta en casa con su esposa.
– De una forma extraña, eso es absolutamente cierto, Herr Gunther. Eso era exactamente lo que quería. No creo que nunca dejara de amar a Grete. Pero, por alguna razón, también empezó a odiarla.
Me encogí de hombros.
– Bueno, ha de haber gente para todo. Puede que sólo le gustara menear el rabo.
Permaneció en silencio durante unos minutos después de eso, y corrieron la siguiente eliminatoria de vallas. Para delicia del público, el corredor alemán, Nottbruch, ganó la carrera. La matrona se entusiasmó y se puso de pie en el asiento blandiendo su programa.
Marlene buscó en su bolso otra vez y sacó un sobre.
– Ésta es la copia de una carta que daba poderes a Paul para establecer su propia sección -dijo pasándomela-. He pensado que podría querer verla. Ayuda a poner las cosas en perspectiva, a explicar por qué Paul hizo lo que hizo. Leí la carta. Era como sigue:
El Reichsführer SS y Jefe de la Policía Alemana en el Ministerio del Interior del Reich. o-KdS g2 (o/RV) N. 0 22 11/35
Berlín NW7
6 de noviembre de 1935
Unter den Linden, 74
Tel. local 120034
Larga distancia 120037
Carta entregada en mano para el Hauptsturmführer Doktor Paul Pfarr
Le escribo por un asunto muy grave. Me refiero a la corrupción entre los servidores del Reich. Hay un principio pertinente: los servidores públicos deben ser honrados, decentes, leales y buenos compañeros de los miembros de nuestra propia sangre. Aquellos individuos que incumplen este principio -que aceptan aunque sólo sea un marco- serán castigados sin piedad. Nopermaneceré indiferente observando cómo se extiende la podredumbre.
Como sabe, ya he tomado ciertas medidas para extirpar la corrupción en las filas de las SS y, en consecuencia, varios hombres deshonestos han sido eliminados. Es voluntad del Führer que se le concedan a usted poderes para investigar y extirpar la corrupción del Frente Alemán del Trabajo, donde el fraude es endémico. A este fin se le promueve al rango de Hauptsturmführer, dependiendo directamente de mí.
Allí donde se forme la corrupción, allí la destruiremos a sangre y fuego. Y cuando todo acabe, podremos decir que realizamos esa tarea por amor a nuestro pueblo.
¡Heil Hitler!
(firmado)
Heinrich Himmler
– Paul era muy diligente -dijo Marlene-. Se hicieron arrestos y los culpables fueron castigados.
– «Eliminados» -dije, citando al Reichsführer.
La voz de Marlene se endureció.
– Eran enemigos del Reich -dijo.
– Claro, por supuesto.
Esperé a que continuara, y viendo que seguía un tanto insegura de mí, añadí:
– Tenían que ser castigados. No estoy en desacuerdo con usted. Por favor, continúe.
Marlene asintió.
– Finalmente, dirigió su atención al Sindicato de Trabajadores del Acero, y muy pronto se enteró de los rumores existentes referentes a su suegro, Hermann Six. Al principio no les dio importancia. Y luego, casi de la noche a la mañana, se mostró decidido a acabar con él. Al poco tiempo, era prácticamente una obsesión.
– ¿Cuándo sucedió eso?
– No recuerdo la fecha. Pero sí que recuerdo que fue por la misma época en que empezó a quedarse a trabajar hasta tarde y a no querer que le pasaran las llamadas de su esposa. Y no mucho después de que empezara a verse con Eva.
– ¿Y cuál era exactamente el mal comportamiento de papá Six?
– Unos funcionarios corruptos del DAF habían depositado el Fondo de la Seguridad Social y el Sindicato de los Trabajadores del Acero en el banco de Six…
– ¿Quiere decir que también tiene un banco?
– Una participación mayoritaria, en el Deutsches Kommerz. A cambio, Six se encargaba de que a esos funcionarios se les concedieran préstamos personales baratos.
– ¿Y qué sacaba Six de todo eso?
– Al pagar un interés bajo en los depósitos en detrimento de los trabajadores, el banco podía mejorar losresultados.
– Limpio y agradable -dije.
– Eso es sólo la mitad de lo que pasaba -dijo Marlene con una especie de risita escandalizada-. Paul sospechaba además que su suegro estaba esquilmando los fondos del sindicato. Y además peloteaba con sus inversiones.
– Peloteaba -dije-. ¿Y eso qué es?
– Vender repetidamente acciones y valores y comprar otros de tal forma que cada vez se puedan exigir los porcentajes legales. La comisión, si usted quiere, que se repartiría entre el banco y los funcionarios sindicales. Pero tratar de probarlo era harina de otro costal. Paul intentó hacer que pincharan el teléfono de Six, pero quien sea que organice esas cosas se negó. Paul dijo que alguien más estaba ya pinchando el teléfono y que no estaba dispuesto a compartir la información. Así que Paul buscó otro modo de cogerlo. Descubrió que el primer ministro tenía un agente confidencial que poseía cierta información comprometedora de Six y, en realidad, de otros muchos. Se llamaba Gerhard von Greis. En el caso de Six, Goering estaba utilizando esta información para hacer que acatara las directrices económicas. De cualquier modo, Paul acordó una reunión con Von Greis y le ofreció un montón de dinero para que le dejara echar una ojeada a lo que tenía sobre Six. Pero Von Greis se negó. Paul dijo que tenía miedo.
Echó una mirada alrededor cuando la multitud, ante la inminencia de la semifinal de los 100 metros, se iba excitando. Una vez las vallas retiradas de la pista, había ahora varios velocistas calentando, entre ellos el hombre que la muchedumbre había venido a ver: Jesse Owens. Durante un momento toda la atención de Marlene se concentró en el atleta negro.
– ¿No es soberbio? -dijo-. Me refiero a Owens. Pertenece a una categoría propia.
– Pero Paul llegó a conseguir los papeles, ¿verdad?
Asintió.
– Paul era un hombre muy obstinado -dijo distraída-. En ocasiones así podía ser bastante despiadado, ¿sabe?
– No lo dudo.
– Hay una sección en la Gestapo, en la Prinz Albrecht Strasse, que se encarga de las asociaciones, los clubes y el DAF. Paul les convenció para ponerle una «etiqueta roja» a Von Greis, a fin de poderlo arrestar inmediatamente. Yno sólo eso, se encargaron también de que lo detuviera la Fuerza Especial de Alarma y lo llevara al cuartel general de la Gestapo.
– ¿Qué es exactamente la Fuerza Especial de Alarma?
– Asesinos. -Sacudió la cabeza-. Uno no querría caer en sus manos. Sus órdenes eran amedrentar a Von Greis: amedrentarle lo suficiente como para convencerlo de que Himmler tenía más poder que Goering, que debía temer a la Gestapo antes que al primer ministro. Después de todo, ¿no se había hecho Himmler con el control de la Gestapo, arrebatándoselo a Goering? Y además, estaba el caso del anterior jefe de la Gestapo de Goering, Diels, abandonado sin ningún miramiento por su anterior patrón. Le dijeron todas estas cosas a Von Greis. Le dijeron que lo mismo le podría pasar a él, y que su única posibilidad era cooperar, de lo contrario se encontraría frente al desagrado de las SS del Reichsführer. Y eso equivalía con toda seguridad a un campo de concentración. Por supuesto, Von Greis se convenció. ¿Qué hombre en sus manos no lo habría hecho? Le dio a Paul todo lo que tenía. Paul tomó posesión de una serie de documentos que durante varias noches estudió en casa. Y entonces lo mataron.
– Y robaron los documentos.
– Sí.
– ¿Sabe algo de lo que había en esos documentos?
– No con mucho detalle. Nunca los vi yo misma. Sólo sé lo que él me contó. Dijo que demostraban más allá de toda sombra de duda que Six estaba conchabado con el crimen organizado.
Al dispararse la pistola, Jesse Owens se lanzó con una buena salida, y en los primeros treinta metros fue impulsándose sin esfuerzo hasta tomar una clara delantera. En el asiento de mi lado, la matrona estaba en pie de nuevo. Se había equivocado, pensé, al describir a Owens como una gacela. Al observar cómo el negro, alto y grácil, aceleraba por la pista, convirtiendo en objeto de mofa todas las estúpidas teorías de la superioridad aria, pensé que no era nada más que un hombre, para el cual todos los demás hombres resultan sólo una molesta incomodidad. Correr como él corría era el significado de la tierra, y si alguna vez existía una raza superior, con seguridad no iba a excluir a alguien como Jesse Owens. Su victoria levantó una tremenda ovación de la multitud alemana y pensé queera consolador que la única carrera por la que gritaban fuera la que acababan de ver. Quizá, pensé, después de todo Alemania no quería ir a la guerra. Miré hacia la parte del estadio reservada para Hitler y otros altos cargos del partido, para ver si estaban allí para presenciar lo profundo de los sentimientos populares mostrados en beneficio del americano negro. Pero de los líderes del Tercer Reich no había ni señal.
Le di las gracias a Marlene por venir y salí del estadio. Mientras iba en taxi hacia el sur, en dirección a los lagos, le dediqué un pensamiento al pobre Gerhard von Greis. Detenido y aterrorizado por la Gestapo, sólo para que lo dejaran libre y casi inmediatamente lo cogieran los hombres de Rot Dieter, lo torturaran y lo asesinaran. Eso es lo que yo llamo tener mala suerte.
Cruzamos el puente Wannsee y seguimos a lo largo de la costa. Un cartel negro al final de la playa decía: «No se admiten judíos», lo que animó al taxista a hacer un comentario:
– Es para cagarse de risa, ¿eh? «No se admiten judíos.» Si no hay nadie. No con un tiempo así, ¿cómo va a haber alguien?
Soltó una risita burlona para su propia diversión.
Frente al restaurante del Pabellón Sueco unos cuantos recalcitrantes seguían acariciando la esperanza de que el tiempo mejorara. El taxista empezó a mofarse de ellos y del tiempo alemán mientras doblaba por la Koblanck Strasse y luego bajaba por la Lindenstrasse. Le pedí que se detuviera en la esquina con la Hugo-Vogel Strasse.
Era un barrio tranquilo, bien cuidado y frondoso, formado por casas de tamaño medio o grande con pulcros céspedes frontales y setos bien recortados. Vi mi coche aparcado en la acera, pero no había señal alguna de Inge. Miré alrededor preocupado mientras esperaba el cambio. Percibiendo que algo iba mal, sin fijarme le di demasiada propina al taxista, que reaccionó preguntándome si quería que esperara. Negué con la cabeza y luego me aparté mientras se lanzaba con el motor rugiendo calle abajo. Fui hasta mi coche, aparcado a unos treinta metros por debajo de la dirección de Haupthändler. Comprobé la puerta. No estaba cerrada con llave, así que me senté dentro y esperéun rato, confiando en que Inge volvería. Puse la agenda que Marlene Sahm me había dado dentro de la guantera y luego palpé debajo del asiento para coger la pistola que siempre llevaba allí. Me la metí en el bolsillo de la chaqueta y salí del coche.
La dirección que tenía era la de un edificio de dos pisos de color marrón sucio con un aire decadente y ruinoso. La pintura se desprendía de las contraventanas cerradas, y había un letrero de «Se vende» en el jardín. El lugar tenía aspecto de no haber sido ocupado en mucho tiempo. Justo el tipo de sitio que uno escogería para esconderse. Un césped desigual rodeaba la casa, separado por un muro bajo de la acera, en la cual estaba aparcado un Adler azul mirando colina abajo. Pasé por encima del muro y fui hacia un lado, pasando con cuidado por encima de un cortacésped oxidado y por debajo de un árbol. Cerca de la esquina trasera de la casa saqué la Walther y deslicé el seguro hacia atrás para cargar la recámara y amartillar el arma.
Doblado casi en dos, avancé por debajo del nivel de la ventana hasta la puerta trasera, que estaba ligeramente entreabierta. Oía el sonido de voces amortiguadas. Empujé la puerta con el cañón de la pistola y mi mirada cayó sobre un rastro de sangre que había en el suelo de la cocina. Entré silenciosamente, con el estómago cayéndoseme a los pies, como una moneda tirada a un pozo, preocupado por que Inge hubiera decidido echar una ojeada por su propia cuenta y hubiera resultado herida o algo peor. Respiré hondo y me apreté el frío acero de la pistola contra la mejilla. El escalofrío me recorrió toda la cara, me bajó por la nuca y me penetró hasta el alma. Me incliné ante la puerta de la cocina para mirar por el ojo de la cerradura. Al otro lado había un vestíbulo vacío y sin alfombra y varias puertas cerradas. Giré la manija.
Las voces procedían de una sala en la parte delantera de la casa y eran lo bastante claras como para permitirme identificar las de Haupthändler y Jeschonnek. Después de un par de minutos sonó también una voz de mujer y, por un momento, pensé que era la de Inge, hasta que oí reír a la mujer. Ahora que me sentía más impaciente por averiguar qué había pasado con Inge que por recuperar los diamantes robados a Six y recoger la recompensa, decidíque había llegado el momento de enfrentarme a aquellos tres. Había oído lo suficiente para saber que no esperaban problemas, pero al entrar por la puerta, disparé un tiro por encima de sus cabezas por si se sentían de humor como para intentar algo.
– Quédense exactamente donde están -dije, pensando que era suficiente advertencia, y creyendo que sólo un idiota sacaría un arma ahora. Gert Jeschonnek era exactamente ese idiota. Es difícil, en el mejor de los casos, acertar un blanco móvil, especialmente uno que te devuelve los disparos. Mi primera preocupación fue detenerlo, y no me preocupaba demasiado cómo. Tal como resultó, lo detuve matándolo. Quizá no deseara darle en la cabeza, pero no tuve la oportunidad de escoger. Habiendo conseguido matar a uno de los hombres, ahora tenía que preocuparme del otro, porque para entonces Haupthändler estaba encima de mí, forcejeando para hacerse con mi pistola. Cuando caímos al suelo, le chilló a la mujer, que permanecía de pie, encogida, al lado de la chimenea, que cogiera la pistola. Se refería a la que se le había caído de la mano a Jeschonnek cuando le salté la tapa de los sesos, pero durante un momento la chica no estuvo segura de cuál de las pistolas tenía que coger, si la mía o la que estaba en el suelo. Vaciló lo suficiente para que su amante tuviera que repetirlo, y en el mismo instante me libré de su abrazo y le golpeé con la Walther en la cara. Fue un revés potente que llevaba el impulso de un golpe de tenis merecedor de ganar un partido, y que lo envió despatarrado e inconsciente contra la pared. Me volví para ver cómo la chica cogía la pistola de Jeschonnek. No había tiempo para la caballerosidad, pero tampoco quería dispararle. Así que avancé briosamente y le aticé un puñetazo en la mandíbula.
Con el arma de Jeschonnek a salvo en el bolsillo de mi chaqueta, me incliné para echarle un vistazo. No era necesario ser enterrador para ver que estaba muerto. Hay formas más pulcras de limpiarle las orejas a alguien que con una bala de 9 mm. Me metí torpemente un cigarrillo entre los labios resecos y me senté a la mesa a esperar que Haupthändler o la chica volvieran en sí. Expelí el humo a través de los dientes apretados, ahumándome lospulmones, y apenas exhalando, salvo a pequeñas bocanadas nerviosas. Me sentía como si alguien estuviera tocando la guitarra con mis entrañas.
La habitación apenas tenía muebles, sólo un sofá destartalado, una mesa y un par de sillas. En la mesa, sobre un trozo cuadrado de fieltro, estaba el collar de Six. Tiré el cigarrillo y atraje los diamantes hacia mí. Notaba las piedras, que tintineaban al dar unas contra otras como si fueran un puñado de canicas, frías y pesadas en la mano. Era difícil imaginar a una mujer llevándolas puestas; parecían tan cómodas como una cubertería completa. Al lado de la mesa había un maletín. Lo cogí y miré en su interior. Estaba lleno de dinero -dólares y libras esterlinas como yo esperaba- y dos pasaportes falsos a nombre de Herr y Frau Rolf Teichmüller, los nombres que había visto en los billetes de avión del piso de Haupthändler. Eran buenas falsificaciones, pero no muy difíciles de obtener, siempre que conocieras a alguien en la oficina de pasaportes y estuvieras dispuesto a pagar unos gastos importantes. No lo había pensado antes, pero ahora me parecía que con todos los judíos que iban a ver a Jeschonnek para financiar su huida de Alemania, un servicio de pasaportes falsos era un negocio complementario lógico y muy rentable.
La chica gimió y se sentó. Acunándose la mandíbula y sollozando bajito, fue a ayudar a Haupthändler cuando éste se dio la vuelta para ponerse de lado. Lo sujetó por los hombros mientras él se limpiaba la sangre de la nariz y la boca. Abrí el pasaporte de la mujer. No sé si podría describírsela, como había hecho Marlene Sahm, como una belleza, pero sin duda era bonita, de una forma bien educada, e inteligente, en absoluto como la chica alegre y atolondrada que tenía en mente cuando me dijo que era crupier.
– Siento haber tenido que golpearla, Frau Teichmüller -dije-, o Hannah, o Eva, o como sea que se llame o la llamen en este momento.
Me miró furiosa, con odio más que suficiente para secar sus ojos, y los míos por añadidura.
– No es tan listo después de todo -dijo-. No entiendo por qué estos dos idiotas pensaron que era necesario quitarlo de en medio.
– En este mismo momento yo diría que era algo evidente.
Haupthändler escupió en el suelo y dijo:
– ¿Y ahora qué va a pasar?
Me encogí de hombros.
– Eso depende. Quizá podamos inventar una historia: un crimen pasional o algo así. Tengo amigos en el Alex. Quizá podría conseguirles un trato, pero primero tienen que ayudarme. Había una mujer conmigo, alta, pelo castaño, buena figura, con una chaqueta negra. Hay algo de sangre en el suelo de la cocina que hace que me preocupe por ella, especialmente porque parece que ha desaparecido. Supongo que no sabrán nada de ella, ¿verdad?
Eva soltó una risotada de desprecio.
– Váyase al infierno -dijo Haupthändler.
– Por otro lado -dije, decidiendo asustarlos un poco-, el asesinato premeditado es un crimen sancionado con la pena de muerte. Casi con seguridad cuando hay envuelto un montón de dinero. Vi decapitar a un hombre una vez, en la cárcel del Lago Ploetzen. Goelpl, el verdugo del Estado, incluso lleva guantes blancos y levita para hacer su tarea. Es todo un toque de distinción, ¿no creen?
– Deje caer el arma, si no le importa, Herr Gunther.
La voz que venía de la puerta era paciente, pero condescendiente, como si hablara con un niño travieso.
Sin embargo, hice lo que me decía. No era tan tonto conio para enfrentarme con una pistola automática, y una breve mirada a la cara parecida a un guante de boxeo me informó de que no vacilaría en matarme si me atrevía a contarle aunque sólo fuera un chiste malo. Cuando él hubo entrado en la habitación, otros dos individuos le siguieron, ambos con hierros en la mano.
– Vamos -dijo el hombre de la automática-. De pie, vosotros dos. -Eva ayudó a Haupthändler a levantarse-. Y de cara a la pared. Usted también, Gunther.
El papel de la pared era del tipo barato. Un poco oscuro y sombrío para mi gusto. Fijé la mirada en él durante varios minutos mientras esperaba que me cachearan.
– Si sabe quién soy, entonces sabrá que soy un investigador privado. A estos dos se les busca por asesinato.
No vi la cachiporra de caucho, más bien oí zumbar el aire cuando venía hacia mi cabeza. En la fracción de segundo que pasó antes de caer al suelo y perder el sentido me dije que empezaba a estar harto de que me dejaran fuera de combate.