Parecía haber uniformes por todas partes. Incluso los vendedores de periódicos llevaban gorras y abrigos de las SA. No había ningún desfile y con seguridad no había nada judío en Unter den Linden que pudiera boicotearse. Quizá fuera sólo ahora, después de Dachau, cuando me daba plena cuenta del férreo control que el nacionalsocialismo tenía sobre Alemania.
Me dirigía hacia mi oficina. Pasé por delante del Ministerio del Interior, situado de manera incongruente entre la embajada griega y la tienda de arte de Schultze, vigilado por dos guardias de asalto. Desde allí Himmler le había enviado a Paul Pfarr su memorando relativo a la corrupción. Un coche se detuvo ante la puerta frontal y de él salieron dos oficiales y una chica de uniforme a quien reconocí como Marlene Sahm. Me detuve para decirle hola, pero luego lo pensé mejor. Pasó a mi lado sin ni siquiera mirarme. Si me había reconocido, se las arregló muy bien para disimular. Me volví y la observé mientras seguía a los dos hombres al interior del edificio. No creo que me quedara allí más de un par de minutos, pero fue suficiente para que me abordara un hombre gordo con un sombrero con el ala bajada.
– Papeles -dijo con brusquedad, sin molestarse siquiera en mostrarme un pase o una placa de la Sipo.
– ¿Quién lo dice?
El hombre acercó su cara grasienta y mal afeitada y dijo entre dientes:
– Lo digo yo.
– Escuche -dije-, está muy equivocado si cree que está en posesión de lo que se llama una personalidad dominante. Así que corte toda esa mierda y enséñeme algún tipo de identificación.
Un pase de la Sipo apareció delante de mis narices.
– Os estáis volviendo perezosos, chicos -dije, sacando mis papeles. Me los arrebató de la mano para examinarlos.
– ¿Y qué está haciendo aquí plantado?
– ¿Plantado? ¿Quién está plantado? -dije-. Me detuve para admirar la arquitectura.
– ¿Por qué estaba mirando a los oficiales que han salido del coche?
– No miraba a los oficiales -dije-. Estaba mirando a la chica. Me gustan las chicas de uniforme.
– Siga su camino -dijo, tirándome los papeles.
El alemán medio parece capaz de tolerar la conducta más ofensiva por parte de cualquiera que vista uniforme o lleve cualquier tipo de insignia oficial. Me considero un alemán bastante típico en todo excepto en eso, porque he de confesar que tengo una disposición natural a mostrar desacato a la autoridad. Supongo que dirán que es una actitud extraña viniendo de un ex policía.
En la Köningstrasse los postulantes para el Socorro Invernal habían salido en masa, agitando sus pequeñas cajas rojas bajo las narices de todo el mundo, aunque noviembre sólo acababa de empezar. En los viejos tiempos, la intención del Socorro era ayudar a superar los efectos del desempleo y la depresión, pero ahora, y casi en todas partes, se consideraba sencillamente un chantaje económico y psicológico por parte del partido: el Socorro recaudaba fondos pero, lo que era igualmente importante, creaba un ambiente emocional en el cual se preparaba a la gente para que prescindiera de cosas en aras de la madre patria. Cada semana la recaudación estaba a cargo de una organización distinta, y esta semana les tocaba a los ferroviarios.
El único ferroviario que me había gustado nunca era el padre de Dagmarr, mi antigua secretaria. Apenas acababa de morderme el labio y dar veinte pfennings a uno de ellos cuando un poco más arriba de la calle se me acercó otro. La pequeña insignia que te daban por contribuir no te protegía, evitando que te volvieran a molestar; más bien te señalaba como víctima propiciatoria. Pero no fue eso lo que me hizo maldecir al hombre, gordo como sólo puede estarlo un ferroviario, y apartarlo de mi camino, sino ver a la misma Dagmarr, que desaparecía al otro lado de la columna expiatoria que se levanta en el exterior del ayuntamiento.
Al oír mis pasos apresurados, se volvió y me vio antes de que la alcanzara. Nos quedamos de pie, torpemente, delante del monumento en forma de urna con su enorme lema en letras blancas que decía: «Sacrificaos por el Socorro Invernal».
– Bernie -dijo.
– Hola -dije yo-. Justamente estaba pensando en ti. -Sintiéndome un tanto incómodo, le toqué el brazo-. Siento lo de Johannes.
Me sonrió valerosamente y se ajustó el abrigo de lana marrón al cuello.
– Has perdido mucho peso, Bernie. ¿Has estado enfermo?
– Es una larga historia. ¿Tienes tiempo para un café?
Fuimos al Alexanderquelle, en la Alexanderplatz, y pedimos un auténtico moca y bollos con mantequilla y mermelada de verdad.
– Dicen que Goering tiene un nuevo sistema para hacer mantequilla con carbón.
– No parece que él esté comiendo ni lo uno ni lo otro. -Me reí cortésmente-. Y no se puede encontrar ni una cebolla en ningún sitio de Berlín. Mi padre calcula que las están utilizando para fabricar un gas tóxico para que los japoneses lo utilicen contra los chinos.
Al cabo de un rato le pregunté si podía hablar de Johannes.
– Me temo que no hay mucho que decir -respondió.
– ¿Cómo sucedió?
– Lo único que sé es que lo mataron en un ataque aéreo contra Madrid. Uno de sus compañeros vino a decírmelo. Del Reich recibí un mensaje de una línea que decía: «Su esposo murió por el honor de Alemania».
«¿Y qué más?», pensé. Tomó un sorbo de café y continuó:
– Luego tuve que ir a ver a alguien en el Ministerio del Aire y firmar una promesa de que no hablaría con nadie de lo sucedido y que no llevaría luto. ¿Puedes imaginarlo, Bernie? Ni siquiera puedo ponerme de luto por mi propio esposo. Era la única manera de que me dieran una pensión.
Sonrió con amargura y añadió:
– «Tú no eres nada, tu patria lo es todo.» Bueno, sin duda se lo toman al pie de la letra.
Sacó un pañuelo y se sonó.
– No hay que subestimar nunca a los nacionalsocialistas cuando se trata de ser panteista -dije-. Los individuos carecen de toda importancia. En estos tiempos tu propia madre da por sentado que puedes desaparecer. A nadie le importa.
«A nadie salvo a mí», pensé. Durante varias semanas después de salir de Dachau, la desaparición de Inge Lorenz fue el único caso al que me dediqué. Pero, a veces, ni siquiera Bernie Gunther consigue algo.
Buscar a alguien en Alemania a finales del otoño de 1936 era igual que tratar de encontrar algo en el cajón de un enorme escritorio que se ha roto al caer al suelo y cuyo contenido se ha esparcido y luego ha sido vuelto a colocar según un nuevo orden, de tal forma que las cosas ya no vienen fácilmente a la mano, ni siquiera parecen pertenecer a ese lugar. Gradualmente mi sensación de urgencia se fue desgastando ante la indiferencia de los demás. Los antiguos compañeros de Inge se encogían de hombros y me decían que, en realidad, no la conocían demasiado bien. Los vecinos sacudían la cabeza y sugerían que hay que tomarse esas cosas con filosofía. Otto, su admirador del DAF, pensaba que probablemente aparecería en cualquier momento. No podía culparles. Perder otro pelo de una cabeza que ya ha perdido tantos, parece sólo un tanto inoportuno.
Compartiendo unas solitarias y tranquilas noches con una amistosa botella, a menudo trataba de imaginar qué podía haber sido de ella: un accidente de coche, algún tipo de amnesia, quizá, una crisis mental o emocional, un crimen que hubiera cometido y que le exigiera desaparecer de forma inmediata y permanente. Pero siempre volvía al secuestro y el asesinato y a la idea de que fuera lo que fuera lo que le hubiera sucedido, guardaba relación con el caso en el que yo había estado trabajando.
Incluso después de pasados dos meses, cuando normalmente cabría esperar que la Gestapo admitiera algo, Bruno Stahlecker, recientemente trasladado fuera de la ciudad a una pequeña comisaría sin importancia de la Kripo en Spreewald, fracasó al intentar conseguir cualquier prueba de que Inge hubiera sido ejecutada o enviada a un campo. Y por muchas veces que volviera a la casa de Haupthändler en Wannsee con la esperanza de encontrar algo que pudiera darme la clave de lo sucedido, nunca encontré nada.
Hasta el momento en que expiró el contrato de alquiler de Inge volví a menudo a su piso, en busca de algo secreto que no hubiera querido compartir conmigo. Entretanto, mi recuerdo de ella fue desvaneciéndose, volviéndose más lejano. Sin ninguna fotografía suya, olvidé su cara y acabé dándome cuenta de lo poco que realmente había sabido de ella, más allá de unas cuantas informaciones superficiales. Siempre me había parecido que teníamos todo el tiempo del mundo para averiguar todo lo que había que saber.
Conforme las semanas se convertían en meses, supe que mis posibilidades de encontrar a Inge eran cada vez menores, casi en una proporción aritmética inversa. Y conforme el rastro se iba enfriando, también se enfriaba la esperanza. Sentía, sabía, que nunca volvería a verla.
Dagmarr pidió más café y hablamos de lo que cada uno había estado haciendo. Pero no le dije nada de Inge ni de mi temporada en Dachau. Hay algunas cosas de las que no se puede hablar tomándose un café.
– ¿Qué tal el trabajo? -preguntó.
– Me he comprado un coche nuevo, un Opel.
– Debe de irte bien, pues.
– ¿Y tú? -pregunté-. ¿Qué tal vives?
– He vuelto a casa de mis padres. Hago mucho trabajo de mecanografía en casa; tesis de estudiantes, y cosas por el estilo. -Consiguió sonreír-. A mi padre le preocupa que lo haga. Verás, me gusta escribir por la noche, y el sonido de la máquina ha atraído a la Gestapo a casa dos o tres veces en otras tantas semanas. Buscan a gente que escribaperiódicos contrarios al régimen. Por fortuna la clase de cosas que yo paso a máquina son tan devotas del nacionalsocialismo que es fácil librarse de ellos. Pero a mi padre le preocupan los vecinos. Dice que empezarán a creer que la Gestapo nos vigila por alguna razón.
Al cabo de un rato, sugerí que podíamos ir al cine.
– Sí -dijo ella-, pero no me parece que pueda soportar una de esas películas patrióticas.
En el exterior del café compramos un periódico.
En la primera página había una foto de los dos Hermann, Six y Goering, estrechándose la mano: Goering sonreía ampliamente, y Six no sonreía en absoluto. Al parecer, el primer ministro iba a acabar por salirse con la suya en cuanto a los suministros de materias primas para la industria alemana. Volví las páginas hasta la sección de espectáculos.
– ¿Qué tal La emperatriz escarlata en el Tauenzienpalast? -propuse. Dagmarr dijo que la había visto dos veces.
– ¿Y esta otra? -dijo ella-. La pasión más grande, con Ilse Rudel. Es su nueva película, ¿no? A ti te gusta, ¿verdad? A la mayoría de los hombres parece gustarles.
Pensé en el joven actor, Walther Kolb, a quien Ilse Rudel había enviado para cometer un asesinato por ella y a quien yo había matado. El dibujo del anuncio del periódico la mostraba con una toca de monja. Incluso descontando mi conocimiento personal de ella, pensé que la caracterización era discutible.
Pero ahora ya no me sorprende nada. Me he ido acostumbrando a vivir en un mundo desquiciado, como si hubiera sufrido un tremendo terremoto y las carreteras ya no fueran planas ni los edificios verticales.
– Sí -dije-, no está mal.
Fuimos paseando hasta el cine. Las vitrinas rojas del Der Stürmer volvían a estar en su sitio en las esquinas y, si acaso, el periódico de Streicher parecía más virulento que antes.