16

Un carillon y un bombo gigante. ¿Cuál era aquella melodía? ¿Anita von Tharau es la única a la que quiero? No, no una melodía; era el tranvía número 51 que iba al Schonhauser Allee Depot. La campana sonaba y el tranvía se sacudía mientras íbamos a toda velocidad por la Schillerstrasse, la Pankow y la Breite Strasse. La campana gigante de los Juegos, tañendo en el gran campanario para señalar la apertura y la clausura de los mismos. La pistola de Herr Juez de Salida Miller, y la muchedumbre vociferando cuando Joe Louis se lanzaba contra mí y luego me derribaba por segunda vez en aquel asalto. Un monoplano Junkers cuatrimotor rugiendo a través de los cielos nocturnos hacia Croydon, llevándose mi revuelto cerebro con él. Me oí decir:

– Pueden dejarme al llegar al Lago Ploetzen.

Mi cabeza vibraba como si fuera un dóberman en celo. Traté de levantarla del suelo del coche y me encontré con que tenía las manos esposadas a la espalda; pero el súbito y violento dolor me volvió indiferente a todo salvo a no volver a mover la cabeza…

… cien mil botas militares marchando al paso de la oca Unter den Linden arriba, con un hombre enfocando un micrófono sobre ellas desde arriba para recoger el sobrecogedor sonido de un ejército que hace crujir el suelo con sus pasos, como un enorme caballo. Una alarma de ataque aéreo. Una cortina de fuego sobre las trincheras enemigas para cubrir el avance. Justo cuando superábamos la cima, una gorda nos explotó justo encima de la cabeza y nos lanzó por los aires. Agazapado en un cráter de bomba lleno de sapos incinerados, con la cabeza dentro de un enorme piano y los oídos zumbándome cuando los macillos percutían las cuerdas, esperé a que acabara el ruido de la batalla…

Atontado, noté cómo me sacaban del coche, y luego medio me llevaban, medio me arrastraban al interior de un edificio. Me quitaron las esposas, me sentaron en una silla y me sujetaron allí para que no me cayera. Un hombreque olía a ácido fénico y vestía uniforme me registró los bolsillos. Cuando los volvió del revés, noté que el cuello de la chaqueta se me pegaba a la nuca, y cuando me llevé la mano allí descubrí que era sangre del sitio donde me habían pegado con la cachiporra. Después, alguien echó una ojeada a mi cabeza y dijo que estaba en condiciones de responder a algunas preguntas, aunque igual podía haber dicho que estaba listo para dar el golpe final para el último hoyo. Me dieron café y un cigarrillo.

– ¿Sabe dónde está?

Tuve que impedirme sacudir la cabeza antes de murmurar que no lo sabía.

– Está en la Königs Weg Kripo Stelle, en el Grunewald.

Tomé un sorbo de café y asentí lentamente.

– Soy el Kriminalinspektor Hingsen -dijo el hombre-. Y éste es el Wachmeister Wentz. -Señaló con la cabeza al hombre de uniforme que estaba de pie a su lado, el que olía a ácido fénico-. Quizá podría contarnos qué sucedió.

– Si sus hombres no me hubieran golpeado tan fuerte, podría resultarme más fácil recordarlo -me oí graznar.

El Inspektor miró al sargento, quien se encogió de hombros para mostrar su ignorancia.

– Nosotros no le golpeamos -dijo.

– ¿Cómo ha dicho?

– Que nosotros no le golpeamos.

Con cuidado me toqué la parte posterior de la cabeza y luego observé la sangre seca en la punta de los dedos.

– Supongo que esto me lo hice al cepillarme el pelo, ¿verdad?

– Eso nos lo tiene que decir usted -dijo el Inspektor.

Me oí suspirar.

– ¿Qué está pasando aquí? No entiendo nada. Ha visto usted mi identificación, ¿no?

– Sí -dijo el Inspektor-. Mire, ¿por qué no empieza por el principio? Dé por supuesto que nosotros no sabemos absolutamente nada.

Me resistí a la tentación demasiado obvia, y empecé a explicarme lo mejor que pude.

– Estoy trabajando en un caso -dije-. A Haupthändler y la chica se les busca por asesinato…

– A ver, espere, espere un minuto -dijo-. ¿Quién es Haupthändler?

Sentí cómo fruncía el ceño, haciendo un gran esfuerzo por concentrarme.

– No, ahora lo recuerdo. Ahora se hacen llamar Teichmüller. Haupthändler y Eva tenían dos pasaportes nuevos, que Jeschonnek les había conseguido.

El Inspektor se puso alerta al oír aquello.

– Por fin estamos llegando a algo. Gert Jeschonnek. El cuerpo que encontramos, ¿verdad?

Se volvió hacia su sargento, quien sacó mi Walther PPK de una bolsa de papel, sujeta a un trozo de cordel.

– ¿Es ésta su pistola, Herr Gunther? -preguntó el sargento.

– Sí, sí -dije cansado-. Está bien, lo maté yo. Fue en defensa propia. Iba a dispararme. Él estaba allí para hacer un trato con Haupthändler, o Teichmüller, como ahora se hace llamar.

De nuevo vi cómo el Inspektor y su sargento intercambiaban aquella mirada. Empezaba a preocuparme.

– Háblenos de ese Herr Teichmüller -dijo el sargento.

– Haupthändler -dije, corrigiéndolo furioso-. Lo han cogido, ¿no? -El Inspektor frunció los labios y negó con la cabeza-. ¿Y a la chica, Eva?

Se cruzó de brazos y me miró cara a cara.

– Mire, Gunther. No intente vendernos un burro muerto. Un vecino informó de que había oído un disparo. Le encontramos a usted inconsciente, un cadáver y dos pistolas, las dos disparadas, y un montón de divisas. No había ningún Teichmüller ni Haupthändler, ni ninguna Eva.

– ¿Tampoco los diamantes?

Negó con la cabeza.

El Inspektor, un hombre gordo, grasiento, de aspecto cansado, con dientes manchados de tabaco, se sentó delante de mí y me ofreció otro cigarrillo. Cogió uno para él y los encendió los dos en silencio. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba casi amistosa.

– Antes era policía, ¿verdad? -Asentí, dolorosamente-. Me pareció reconocer el nombre. Además era bastantebueno, según recuerdo.

– Gracias -dije.

– Así que no tengo que explicarle, a usted precisamente, el aspecto que esto tiene desde mi lado de la barrera.

– Malo, ¿eh?

– Peor que malo. -El Inspektor hizo girar el cigarrillo entre los labios un momento e hizo un gesto de dolor cuando el humo se le metió en los ojos-. ¿Quiere que llame a un abogado?

– No, gracias. Pero si está dispuesto a hacer un favor a un ex poli, hay una cosa que podría hacer. Tengo una ayudante, Inge Lorenz. Quizá podría telefonearla y decirle dónde estoy detenido.

Me dio un lápiz y un papel y le anoté tres números de teléfono. El Inspektor parecía un tipo decente y me habría gustado decirle que Inge había desaparecido después de dejar mi coche en Wannsee. Pero eso equivaldría a que lo registraran y encontraran la agenda de Marlene Sahm, lo cual la incriminaría sin lugar a dudas. Quizá Inge se había puesto enferma y había cogido un taxi para ir a algún sitio, sabiendo que yo iría a recoger el coche. Quizá.

– ¿Qué hay de algunos amigos en la fuerza? Alguien en el Alex, tal vez.

– Bruno Stahlecker -dije-. Él puede dar fe de que soy amable con los niños y los perros extraviados, pero casi nada más.

– Lástima.

Reflexioné un momento. Casi lo único que podía hacer era llamar a los dos matones de la Gestapo que habían registrado mi despacho y regalarles lo que había averiguado. Podía apostar a que no estarían muy contentos conmigo, y supuse que al llamarlos tenía las mismas probabilidades de ganarme un viaje con gastos pagados a un campo de concentración que si dejaba que el Inspektor me acusara de la muerte de Gert Jeschonnek.

No soy aficionado al juego, pero ésas eran las únicas cartas que tenía.


El Kriminalkommissar Jost fumaba pensativo su pipa.

– Es una teoría interesante -dijo. Dietz dejó de jugar con su bigote durante el tiempo suficiente como para soltarun gruñido despectivo. Jost miró a su Inspektor un momento y luego, de nuevo, a mí-. Pero, como puede ver, mi compañero piensa que es un tanto improbable.

– O algo mucho peor, bocazas -murmuró Dietz.

Desde que había aterrorizado a mi secretaria y roto en pedazos mi última buena botella, parecía haberse vuelto todavía más feo.

Jost era un hombre alto, de aspecto ascético, con una cara que siempre tenía una expresión sobresaltada, como la de un ciervo, y un cuello larguirucho que le sobresalía de la camisa como el de una tortuga de un caparazón alquilado. Se permitió una sonrisa que era como el filo de una navaja. Estaba a punto de poner firmemente en su sitio a su subordinado.

– Pero también es verdad que la teoría no es su punto fuerte -dijo-. Es un hombre de acción, ¿no es así, Dietz?

Dietz lo miró colérico, y la sonrisa del Kommissar se ensanchó un milímetro. Luego se quitó las gafas y empezó a limpiarlas con tal dedicación, que servía para recordar a todos los que estaban en la sala de interrogatorios que consideraba su propia intelectualidad como algo superior a una vitalidad meramente física. Volviendo a ponerse las gafas, se sacó la pipa de la boca y soltó un bostezo que bordeaba lo amanerado.

– Eso no quiere decir que los hombres de acción no tengan su sitio en la Sipo. Pero a fin de cuentas, son los hombres de ideas quienes deben tomar las decisiones. ¿Por qué supone que la Germania no tuvo a bien informarnos de la existencia de ese collar?

La forma en que llegó imperceptiblemente hasta su pregunta me cogió casi por sorpresa.

– Quizá nadie se lo preguntó -dije expectante.

Se produjo un largo silencio.

– Pero el fuego lo destruyó todo -dijo Dietz, un tanto inquieto-. Normalmente, la compañía de seguros nos habría informado.

– ¿Por qué tendría que hacerlo? -dije-. No había habido ninguna reclamación. Pero sólo para que todo estuvieraen orden, me contrataron a mí, por si acaso la había.

– ¿Nos está diciendo que sabían que había un collar valioso en aquella caja fuerte y que, sin embargo, estaban dispuestos a no pagar la indemnización; que estaban dispuestos a retener unas pruebas valiosas? -dijo Jost.

– ¿Pero a ustedes se les ocurrió preguntarles? -repetí de nuevo-. Vamos, señores, estamos hablando de hombres de negocios, no del Socorro Invernal. ¿Por qué habrían de tener tanta prisa en librarse de su dinero como para presionar a alguien para que presentara una reclamación y les sacara de las manos varios cientos de miles de Reichsmarks? ¿Y a quién deberían pagar?

– Al familiar más cercano, claro -dijo Jost.

– ¿Sin saber quién tenía derecho, y a qué? No es probable -dije-. Después de todo, había otras cosas de valor en aquella caja que no tenían nada que ver con la familia Six, ¿no es así? -Jost parecía perplejo-. No, Kommissar, creo que sus hombres estaban demasiado ocupados preocupándose por los papeles de Herr Von Greis como para molestarse en averiguar qué otras cosas podía haber habido en la caja fuerte de Herr Pfarr.

A Dietz no le gustó aquello.

– No te hagas el listo con nosotros, bocazas -dijo-. No estás en posición de acusarnos de incompetencia. Tenemos bastante para llevarte a patadas hasta el campo más cercano.

Jost me señaló con la boquilla de la pipa.

– Por lo menos en esto tiene razón, Gunther -dijo-. Por muchas que fueran nuestras deficiencias, usted es quien tiene el cuello en el tajo.

Dio una chupada a la pipa, pero estaba vacía. Empezó a llenarla de nuevo.

– Comprobaremos su historia -dijo, y ordenó a Dietz que telefoneara al mostrador de Lufthansa en Tempelhof para ver si había una reserva para el vuelo de la noche a Londres a nombre de Teichmüller. Cuando Dietz le respondió que sí, Jost encendió la pipa, y entre chupada y chupada dijo:

– Bueno, entonces, Gunther, es libre de irse.

Dietz estaba fuera de sí, aunque eso solo era de esperar, pero incluso el Inspektor de la comisaría de Grunewald parecía bastante intrigado por la decisión del Kommissar. Por mi parte, me quedé tan estupefacto como cualquiera de ellos ante este inesperado giro de los acontecimientos. Me puse en pie, vacilante, esperando que Jost le hiciera una señal a Dietz para que volviera a tumbarme de un golpe. Pero se limitó a quedarse allí, sentado, fumando su pipa y sin hacerme ningún caso. Crucé la sala hasta la puerta y giré la manija. Cuando salía vi que Dietz tenía que mirar para otro lado, por miedo a perder el control y caer en desgracia ante su superior. De los pocos placeres que me quedaban aquella noche, el panorama de la ira de Dietz era algo dulce de verdad.


Al salir de la comisaría, el sargento de la entrada me dijo que no había habido respuesta alguna en ninguno de los teléfonos que le había dado.

Fuera, en la calle, mi alivio al verme libre dio paso rápidamente a mi ansiedad por Inge. Estaba cansado y pensaba que probablemente necesitara que me dieran unos cuantos puntos en la cabeza, pero cuando paré un taxi me encontré pidiéndole al taxista que me llevara donde Inge había aparcado el coche en Wannsee.

No había nada en el coche que me diera pista alguna de dónde podía estar Inge, y el coche de policía aparcado delante de la casa de la playa de Haupthändler eliminaba cualquier esperanza que pudiera haber tenido de registrar el lugar para buscar huellas de ella, siempre suponiendo que hubiera llegado a entrar. Lo único que podía hacer era dar una vuelta por Wannsee en el coche por si acaso la veía.

Mi piso parecía especialmente vacío, incluso con la radio en marcha y todas las luces encendidas. Llamé al piso de Inge en Charlottenburg, pero nadie contestó.

Llamé a la oficina, incluso telefoneé a Müller, del Morgenpost, pero sabía tan poco de Inge, de quiénes eran susamigos, de si tenía familia y dónde vivía, como yo mismo.

Me serví un enorme coñac y lo tragué de un golpe, confiando en anestesiarme contra una nueva clase de malestar que estaba sintiendo; algo aferrado a lo más hondo de mis entrañas: la angustia.

Calenté agua para darme un baño. Para cuando estuvo lista, ya me había tomado otra dosis grande de coñac y me estaba preparando para la tercera. La bañera estaba lo bastante caliente como para hacer sudar a una iguana, pero angustiado por Inge y por lo que pudiera haberle sucedido, ni siquiera lo noté.

La preocupación cedió el paso al desconcierto cuando traté de comprender por qué razón Jost me había dejado ir en virtud de un interrogatorio que apenas había durado una hora. Nadie hubiera podido convencerme de que él había creído todo lo que le había contado, pese a pretender tener algo de criminólogo. Conocía su fama, y no era la de un Sherlock Holmes de nuestro tiempo. Por lo que sabía de él, Jost tenía la imaginación de un caballo de tiro castrado. Soltarme basándose en una comprobación tan superficial como la llamada al mostrador de Lufthansa en Tempelhof iba contra todo aquello en lo que él creía.

Me sequé y me fui a la cama. Durante un rato permanecí despierto, rebuscando en todos los cajones mal encajados del destartalado mueble que era mi cabeza, esperando encontrar algo que me aclarara un poco las cosas. No lo encontré, y no pensaba que fuera a encontrarlo. Pero si Inge hubiera estado echada a mi lado, quizá le habría dicho que sospechaba que me habían dejado libre porque Jost tenía unos superiores que querían los papeles de Von Greis a toda costa, incluso si eso significaba utilizar al sospechoso de un doble asesinato para conseguirlos.

Y también le habría dicho que estaba enamorado de ella.

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