18

Escuchar la sistemática destrucción de otro espíritu humano tiene un efecto predeciblemente desmoralizador en tu propia fibra. Supongo que ésa era la intención. La Gestapo no hace nada a la ligera. Te dejan que oigas la agonía de otro para ablandarte por dentro, y sólo entonces empiezan a trabajarte por fuera. No hay nada peor que un estado de incertidumbre sobre lo que va a pasar, tanto si lo que se espera son los resultados de un análisis en un hospital o el hacha del verdugo. Lo único que quieres es acabar de una vez. A mi modesta manera, era una técnica que había utilizado yo mismo en el Alex cuando dejaba sudar a unos sospechosos hasta alcanzar ese estado en el que están dispuestos a contártelo todo. Esperar que suceda algo permite que tu imaginación entre en el juego y cree tu propio infierno privado.

Pero me preguntaba qué querrían de mí. ¿Querían información sobre Six? ¿Esperaban que yo supiera dónde estaban los papeles de Von Greis? ¿Y qué pasaría si me torturaban y yo no sabía lo que ellos querían que les dijera?

Al tercer o cuarto día de estar solo en mi asquerosa celda, estaba empezando a pensar si mi propio sufrimiento no sería un fin en sí mismo. En otras ocasiones me intrigaba saber qué habría sido de Six y de Rot Helfferich, que habían sido arrestados conmigo, y de Inge Lorenz.

La mayor parte del tiempo me limitaba a mirar fijamente las paredes, que eran una especie de palimpsesto de los desgraciados que habían sido sus anteriores ocupantes. Era extraño, pero no había apenas insultos contra los nazis. Más corrientes eran las recriminaciones entre los comunistas y los socialdemócratas para decidir cuál de esas dos «mujeres caídas» era la responsable de haber permitido que Hitler hubiera resultado elegido: los sozis culpaban a los pukers, y los pukers, a los sozis.

No era fácil conciliar el sueño. Había un camastro maloliente que evité en mi primera noche encarcelado, pero conforme pasaban los días y el cubo orinal iba oliendo cada vez peor, dejé de ser tan pejiguero. Fue sólo al quinto día, cuando vinieron dos SS y me sacaron de la celda, cuando me di cuenta de la peste que despedía; pero no era nada comparado con la peste de ellos, que era la de la muerte.

Me llevaron a rastras a lo largo de un pasillo que olía a orina hasta un ascensor, y éste nos subió cinco pisos hastaun pasillo silencioso y bien alfombrado, que con sus paredes recubiertas de madera y sus sombríos retratos del Führer, Himmler, Canaris, Hindenburg y Bismarck, tenía el aire de un exclusivo club de caballeros. Pasamos por una doble puerta de madera alta como un tranvía y entramos en una grande y brillante oficina donde trabajaban varias mecanógrafas. No prestaron ninguna atención a mi asquerosa persona. Un joven Hauptsturmführer de las SS dio la vuelta a un adornado escritorio para mirarme con indiferencia.

– ¿Quién es éste?

Dando un taconazo, uno de los guardias se puso firme y le dijo al oficial quién era yo.

– Esperad aquí -dijo el Hauptsturmführer, que fue hasta una puerta de caoba situada al otro lado de la sala, donde llamó y esperó. Al oír una respuesta metió la cabeza y dijo algo. Luego se volvió e hizo un gesto con la cabeza a mis guardianes, los cuales me empujaron hacia delante.

Era un despacho enorme y lujoso con un techo alto y varios muebles de piel caros, y comprendí que no iba a escuchar la charla de rutina de la Gestapo, la que sigue esa clase de guión que exige la doble ayuda de la cachiporra y las nudilleras de metal. Por lo menos, todavía no. No se arriesgarían a que se vertiera nada sobre la alfombra. En el extremo más alejado del despacho, había una puertaventana, una librería y un escritorio, detrás del cual, sentados en cómodos sillones, había dos oficiales de las SS. Eran altos, esbeltos y bien vestidos, con sonrisas altaneras, el pelo del color del queso de Tilsiter y unas nueces de Adán bien educadas. El más alto de los dos habló primero para ordenar a los guardias y a su asistente que salieran de la sala.

– Herr Gunther, por favor, siéntese.

Señaló una silla que había frente al escritorio. Miré hacia atrás cuando se cerró la puerta y luego avancé arrastrando los pies, con las manos en los bolsillos. Como me habían quitado los cordones de los zapatos y los tirantes al arrestarme, ésa era la única manera que tenía de impedir que se me cayeran los pantalones.

Nunca había conocido a oficiales de las SS de alto rango, o sea que no estaba seguro del grado de los dos que tenía delante; pero supuse que uno era probablemente coronel y el otro, el que seguía hablando, posiblemente general. Ninguno de los dos parecía tener más de treinta y cinco años.

– ¿Un cigarrillo? -dijo el general. Me ofreció una caja y luego me lanzó unos fósforos. Encendí el cigarrillo y lofumé agradecido.

– Por favor, sírvase usted mismo si quiere otro.

– Gracias.

– Tal vez querría beber algo.

– No rechazaría un poco de champán.

Los dos sonrieron de forma simultánea. El segundo oficial, el coronel, sacó una botella de schnapps y llenó un vaso.

– Me temo que no podemos permitirnos algo tan exquisito aquí -dijo.

– Pues, entonces, lo que tengan.

El coronel se levantó y me trajo la bebida. No perdí el tiempo. Me la metí en la boca de golpe, me limpié los dientes con ella y me la tragué con cada uno de los músculos del cuello y la garganta. Sentí que el schnapps me bajaba directamente hasta los callos.

– Será mejor que le dé otra -dijo el general-. Parece que tiene los nervios poco firmes.

Tendí el vaso para que lo volvieran a llenar.

– Mis nervios están perfectamente -dije, acunando el vaso-, es sólo que me gusta beber.

– Parte de la imagen, ¿eh?

– ¿De qué imagen?

– La de detective privado, por supuesto. Ese pobre hombrecillo en un despacho con apenas muebles, que bebe como un suicida que ha perdido el valor, y que viene en ayuda de la bella pero misteriosa mujer de negro.

– Alguien de las SS, quizá -sugerí.

Sonrió.

– Puede que no lo crea -dijo-, pero siento pasión por las historias de detectives. Debe de ser interesante.

Su cara tenía una configuración poco frecuente. Su rasgo principal era la sobresaliente nariz, parecida al pico de un halcón, que tenía el efecto de hacer que la barbilla pareciera débil. Por encima de la delgada nariz estaban los ojos, azules y vidriosos, un poco juntos, y ligeramente rasgados, que le daban un aire cínico, como cansado del mundo.

– Estoy seguro de que los cuentos de hadas son mucho más interesantes.

– Pero no en su caso, ciertamente. En particular, no en el caso en el que ha estado trabajando para la compañía de seguros Germania.

– Cuyo nombre podemos ahora sustituir por el de Hermann Six.

Del mismo tipo que su superior, era más guapo, pero parecía menos inteligente. El general echó una mirada a una carpeta que tenía abierta encima de la mesa frente a él, aunque sólo fuera para mostrar que sabían todo lo que había que saber de mí y de mi negocio.

– Exactamente -murmuró.

Después de unos momentos volvió a mirarme y dijo:

– ¿Por qué dejó usted la Kripo?

– Por la cera.

Me miró sin entender.

– ¿La cera?

– Sí, ya sabe, guita, pasta…, dinero. Hablando de dinero, tenía cuarenta mil marcos en los bolsillos cuando llegué a este hotel. Me gustaría saber qué ha pasado con ellos. Y con una chica que trabajaba conmigo. Se llama Inge Lorenz. Ha desaparecido.

El general miró a su oficial adjunto, el cual sacudió la cabeza.

– Me temo que no sabemos nada de ninguna chica, Herr Gunther -dijo el coronel-. La gente siempre está desapareciendo en Berlín. Usted, precisamente, debería saberlo. Y en cuanto al dinero, está seguro en nuestras manos, de momento.

– Gracias, no querría sonar desagradecido, pero preferiría guardarlo en un calcetín debajo del colchón.

El general unió sus largas y finas manos de violinista como si estuviera a punto de dirigir nuestras plegarias y presionó sus labios con las puntas de los dedos, meditativo.

– Dígame, ¿ha pensado alguna vez en unirse a la Gestapo? -preguntó.

Calculé que me había llegado el turno de sonreír.

– ¿Sabe?, este que llevo no era un mal traje antes de verme obligado a dormir con él puesto durante una semana. Quizá huela un poco, pero no llego a apestar.

Soltó una especie de resoplido divertido.

– La habilidad para hablar con un aire tan duro como sus homólogos literarios es una cosa, Herr Gunther -dijo-. Ser igual que ellos es otra bastante diferente. Sus comentarios demuestran o bien una sorprendente incapacidad para valorar la gravedad de su situación, o verdadero valor. -Alzó las cejas, finas y de color de pan de oro, y empezó a juguetear con la insignia de jinete alemán que llevaba en el bolsillo izquierdo del pecho-. Por naturaleza soy un hombre cínico. Creo que todos los policías lo somos, ¿no le parece? Así que, normalmente, me inclinaría por la primera valoración de su bravata. No obstante, en este caso particular me conviene creer en su fuerza de carácter. Por favor, no me decepcione diciendo algo realmente estúpido. -Se detuvo durante un momento-. Voy a enviarlo a un campo de concentración.

La carne se me heló igual que si estuviera en el aparador de un carnicero. Acabé lo que me quedaba del schnapps y luego me oí decir:

– Escuche, si es por lo de la cuenta del lechero…

Ambos empezaron a sonreír ampliamente, disfrutando de mi evidente incomodidad.

– Dachau -dijo el coronel. Apagué el cigarrillo y encendí otro. Vieron cómo me temblaba la mano al levantar el fósforo.

– No se preocupe -dijo el general-. Estará trabajando para mí.

Dio la vuelta al escritorio y se sentó en el borde, frente a mí.

– ¿Y quién es usted?

– Soy el Obergruppenführer Heydrich. -Señaló con un gesto al coronel y cruzó los brazos-. Y éste es el Standartenführer Sohst, de la Fuerza Especial de Alarma.

– Encantado de conocerle -dije.

No lo estaba. La Fuerza Especial de Alarma eran los asesinos especiales de la Gestapo de los que me había hablado Marlene Sahm.

– Llevo tiempo observándolo -dijo-. Y después de aquel pequeño incidente desafortunado en la casa de la playa en Wannsee le he tenido bajo una vigilancia constante, con la esperanza de que pudiera conducirnos hasta ciertos papeles. Estoy seguro de que sabe de cuáles le hablo. En lugar de ello, nos dio lo segundo mejor que podía darnos: el hombre que planeó el robo. Durante los últimos días, mientras usted era nuestro huésped, hemos estado comprobando su historia. Fue el obrero de la autopista, Bock, quien nos dijo dónde buscar a ese Kurt Mutschmann, el ladrón de cajas fuertes que tiene ahora los papeles.

– ¿Bock? -Negué con la cabeza-. No lo creo. No era la clase de tipo que se convierte en informador de la policía contra un amigo.

– Es completamente verdad, se lo aseguro. Oh, no quiero decir que nos dijera exactamente dónde encontrarlo, pero nos puso sobre la pista, antes de morir.

– ¿Lo torturaron?

– Sí. Nos dijo que en una ocasión Mutschmann le había dicho que si alguna vez estuvieran tan detrás de él que se encontrara realmente desesperado, entonces probablemente pensaría en esconderse en una prisión o en un campo de concentración, bueno, por supuesto, con un grupo de criminales buscándolo, por no hablar de nosotros mismos, es exactamente desesperado como debía sentirse.

– Es un viejo truco -explicó Sohst-. Se evita el arresto por una cosa haciendo que te arresten por otra.

– Creemos que Mutschmann fue arrestado y enviado a Dachau tres noches después de la muerte de Paul Pfarr – dijo Heydrich.

Con una fina y autocomplaciente sonrisa añadió:

– De hecho, casi pedía a gritos que lo arrestaran. Parece que lo cogieron con las manos en la masa, pintando eslóganes del Partido Comunista en la pared de una Kripo Stelle de Neukölln.

– Un campo de concentración no es tan malo, si eres un Kozi -dijo Sohst con una risita-. En comparación con los judíos y los maricas. Probablemente estará fuera dentro de un par de años.

Sacudí la cabeza.

– No lo entiendo -les dije-. ¿Por qué no piden sencillamente al comandante de Dachau que interrogue a Mutschmann? ¿Para qué diablos me necesitan?

Heydrich cruzó los brazos y balanceó la pierna, calzada con bota alta, de forma que la punta del pie casi me golpeaba la rodilla.

– Involucrar al comandante de Dachau significaría también tener que informar a Himmler, que es algo que no quiero hacer. Verá, el Reichsführer es un idealista. Sin lugar a dudas pensaría que era su deber utilizar esos papeles para castigar a los que a su entender son culpables de crímenes contra el Reich.

Recordé la carta de Himmler a Paul Pfarr que Marlene Sahm me había enseñado en el Estadio Olímpico y asentí.

– Yo, en cambio, soy un pragmático, y preferiría usarlos de una forma más táctica, donde y como los necesite.

– En otras palabras, que no está de más hacer un poco de chantaje, también usted. ¿Estoy en lo cierto?

Heydrich sonrió finamente.

– Ve a través de mí con tanta facilidad, Herr Gunther… Pero tiene que comprender que ésta es una operación secreta. Es un asunto de Seguridad, estrictamente. Bajo ningún concepto debe usted mencionar esta conversación a nadie.

– Pero debe de haber alguien en las SS de Dachau en quien puedan confiar.

– Por supuesto que sí -dijo Heydrich-. Pero ¿qué espera que haga: ir hasta Mutschmann y preguntarle dónde ha escondido los papeles? Vamos, Herr Gunther, sea sensato.

– Así pues, quieren que encuentre a Mutschmann y me haga amigo suyo.

– Exacto. Haga que confíe en usted. Averigüe dónde ha escondido los papeles. Y una vez hecho esto, se identificará usted a mi hombre de allí.

– Pero ¿cómo reconoceré a Mutschmann?

– La única foto es la de sus antecedentes penales -dijo Sohst, entregándome una foto. La miré atentamente-. Es de hace tres años y además ahora llevará la cabeza afeitada, claro; así que tampoco le es de mucha ayuda. Y no sólo eso, sino que es probable que esté mucho más delgado. Un campo de concentración tiende a cambiar a un hombre. No obstante, hay una cosa que tendría que ayudarle a identificarlo: tiene un ganglio muy visible en la muñeca derecha, algo que difícilmente podría borrar.

Le devolví la foto.

– No es mucho para empezar -dije-. Supongamos que me negara.

– No lo hará -dijo Heydrich alegremente-. De un modo o de otro va a ir a Dachau. La diferencia está en que, trabajando para mí, tendrá la seguridad de salir. Por no hablar de recuperar su dinero.

– No parece que tenga mucho donde escoger.

Heydrich sonrió.

– De eso se trata exactamente. No lo tiene. Si pudiera escoger, se negaría. Cualquiera lo haría. Y ésa es la razón de que no pueda enviar a uno de mis hombres. Eso y la necesidad de secreto. No, Herr Gunther, en tanto que ex policía, me temo que reúne todos los requisitos. Tiene mucho que ganar, o que perder. Está en sus propias manos.

– He aceptado casos mejores -dije.

– Ahora, tiene usted que olvidar quién es -dijo Sohst rápidamente-. Lo hemos organizado para darle una nueva identidad. Ahora es Willy Krause y comercia en el mercado negro. Aquí tiene sus nuevos papeles.

Me entregó un nuevo documento de identidad. Habían utilizado mi vieja foto de la policía.

– Hay una cosa más -dijo Heydrich-: Lamento que en aras de la verosimilitud tengamos que prestar un poco más de atención a su apariencia, para que sea coherente con el hecho de haber sido arrestado e interrogado. Es raro que un hombre llegue a Columbia Haus sin algún morado que otro. Mis hombres de abajo se encargarán de usted en ese aspecto. Por su propia protección, claro.

– Es muy considerado por su parte -dije.

– Estará en Columbia durante una semana, y luego lo transferirán a Dachau. -Heydrich se puso en pie-. Le deseo buena suerte.

Me sujeté los pantalones y me levanté.

– Recuerde, es una operación de la Gestapo. No debe hablar de ella con nadie.

Heydrich se volvió y apretó un botón para llamar a los guardias.

– Dígame sólo una cosa más -dije-. ¿Qué ha pasado con Six, Helfferich y los demás?

– No veo nada malo en decírselo -respondió-. Veamos: Herr Six está en arresto domiciliario. Aún no se han presentado cargos contra él. Está todavía demasiado conmocionado por la resurrección y posterior muerte de su hijacomo para contestar a cualquier pregunta. Un caso verdaderamente trágico. Por desgracia, Herr Haupthändler murió en el hospital anteayer, sin haber recobrado el conocimiento. En cuanto al criminal llamado Rot Dieter Helfferich, ha sido decapitado en Lake Ploetzen esta mañana a las seis, y toda su banda enviada a un campo de concentración en Sachsenhausen. -Me sonrió tristemente-. Dudo que a Herr Six le pase nada malo. Es un hombre demasiado importante para sufrir daño alguno debido a lo sucedido. Así que, como puede ver, de todos los participantes en este desafortunado asunto, usted es el único que queda con vida. Sólo queda por ver si podrá concluir este caso con éxito, no sólo por una cuestión de orgullo profesional, sino también de supervivencia personal.


Los dos guardias me llevaron de vuelta al ascensor y luego a mi celda, pero sólo para darme una paliza. Intenté resistirme, pero débil como estaba por la falta de comida decente y de un sueño adecuado, no fui capaz de presentar más que una resistencia simbólica. Quizá habría podido arreglármelas con uno de ellos, pero juntos eran más que demasiado para mí. Después de eso, me llevaron a la sala de guardia de las SS, que tenía el tamaño de un salón de reuniones. Cerca de la puerta de doble grosor estaba sentado un grupo de las SS, jugando a las cartas y bebiendo cerveza, con las pistolas y las cachiporras amontonadas en otra mesa como si fueran juguetes confiscados por un maestro estricto. De cara a la pared del fondo, firmes y alineados, había unos veinte prisioneros a los que ordenaron que me uniera. Un joven Sturmann de las SS andaba, arrogante, arriba y abajo gritando a algunos prisioneros y pateando a muchos en la espalda o en el trasero. Cuando un anciano se desplomó sobre el suelo de piedra, el Sturmann le dio patadas hasta dejarlo inconsciente. Todo el rato iban incorporándose nuevos prisioneros a la fila. Al cabo de una hora, seríamos por lo menos un centenar.

Nos condujeron a lo largo de un pasillo hasta un patio empedrado donde nos cargaron en Minnas verdes. No subió ningún hombre de las SS con nosotros dentro de las camionetas, pero nadie dijo nada. Todos permanecimos sentados en silencio, a solas con nuestros propios pensamientos, recordando nuestro hogar y a los seres queridos quequizá nunca volveríamos a ver.

Cuando llegamos a Columbia Haus salimos de las camionetas. Se oyó el sonido de un aeroplano despegando del cercano aeródromo de Tempelhof, y cuando pasó por encima de los gruesos muros grises de la vieja prisión militar, todos, como un solo hombre, miramos hacia el cielo, y cada uno de nosotros deseó estar entre los pasajeros del avión.

– Moveos, asquerosos hijos de puta -vociferó un guardia, y con la ayuda de muchas patadas, empujones y puñetazos, nos llevaron como un rebaño al primer piso, donde nos hicieron colocar en cinco columnas frente a una pesada puerta de madera. Una manada de guardias nos prestó una atención minuciosa y sádica.

– ¿Veis esa jodida puerta? -ladró el Rottenführer con la cara vuelta hacia un lado con malicia, como un tiburón comiendo-. Ahí dentro acabamos con vosotros como hombres para el resto de vuestros días. Os metemos las pelotas en un torno, ¿sabéis? Para que no sintáis añoranza de casa. Bien mirado, ¿cómo podríais querer volver a casa, con vuestras mujeres o novias, si no os queda nada con que volver?

Se reía a carcajadas y lo mismo hacía la manada, algunos de cuyos miembros arrastraron al primer hombre, chillando y dando patadas, dentro de la sala, y cerraron la puerta tras ellos.

Sentía que los otros prisioneros temblaban de miedo; pero supuse que ésa era la idea de una broma que tenía el cabo, y cuando me tocó el turno, exhibí una deliberada calma mientras me llevaban hacia la puerta. Una vez dentro, anotaron mi nombre y dirección, estudiaron mi historial durante varios minutos y luego de haberme insultado por mi supuesto negocio del mercado negro, me dieron otra paliza.

Una vez en el cuerpo principal de la prisión me llevaron, con todo el cuerpo dolorido, hasta mi celda. Por el camino me sorprendió oír un numeroso coro de hombres cantando Si todavía tienes madre. Sólo más tarde descubrí el porqué de la existencia del coro: sus representaciones las daban a petición de los SS para ahogar los alaridos procedentes de la celda de castigo, donde se golpeaba a los prisioneros en las nalgas desnudas con látigos de piel de rinoceronte mojados.

En tanto que ex poli, en mi tiempo había visto el interior de bastantes prisiones: Tegel, Sonnenburg, Lago Ploetzen, Brandeburgo, Zellengefängnis, Brauweiler; todas son lugares duros, con una disciplina de mano dura; peroninguna se acercaba a la brutalidad y a la miseria deshumanizadora que era Columbia Haus, y no pasó mucho tiempo antes de que empezara a preguntarme si Dachau podría ser peor.

Había aproximadamente un millar de prisioneros en Columbia. Para algunos, como yo, era una prisión de tránsito, de estancia corta, de camino a un campo de concentración; para otros, era un campamento de tránsito de larga estancia, de camino a un campo de concentración. Y bastantes sólo saldrían de allí en una caja de pino.

Como recién llegado para una estancia corta, tenía una celda para mí solo. Pero dado que hacía frío por la noche y no había mantas, habría agradecido tener un poco de calor humano a mi alrededor. El desayuno era duro pan integral de centeno y sucedáneo de café. La comida era pan y gachas de patata. La letrina era una zanja con una plancha puesta a través de ella, y estabas obligado a cagar en compañía de otros nueve prisioneros. Una vez, uno de los guardias aserró la plancha y algunos de los prisioneros acabaron en el pozo negro. En Columbia Haus se apreciaba el sentido del humor.

Llevaba allí seis días cuando un día, alrededor de la medianoche, me ordenaron que me uniera a un cargamento de prisioneros que iban a ser transportados a la estación de ferrocarril de Putlitzstrasse, y desde allí a Dachau.


Dachau está situado a unos quince kilómetros al noroeste de Munich. Alguien en el tren me dijo que era el primer campo de concentración del Reich. Esto me pareció muy apropiado, dada la fama de Munich como cuna del nacionalsocialismo. Construido en torno a los restos de una antigua fábrica de explosivos, se levanta como una anomalía cerca de tierras de cultivo en el agradable campo bávaro. En realidad, el campo es lo único agradable en Baviera. La gente no lo es, con toda seguridad. Estaba seguro de que Dachau no iba a decepcionarme en ese aspecto ni en ningún otro. En Columbia Haus decían que Dachau era el modelo para los campos posteriores; que incluso había una escuela especial allí para preparar a los hombres de las SS para que fueran más brutales. No mentían.

Nos ayudaron a bajar de los vagones por medio de las botas y culatas de rifle habituales y nos llevaron hacia el este hasta la entrada del campo. Estaba circundado por una gran prisión militar, con una verja con el lema «El trabajo te hace libre». Esa leyenda fue objeto de un cierto regocijo desdeñoso por parte de los prisioneros, pero nadiese atrevió a decir nada por miedo a que lo patearan.

Podía imaginar montones de cosas que te hacen libre, pero el trabajo no era una de ellas: después de cinco minutos en Dachau, la muerte parecía una opción mejor.

Nos llevaron hasta una plaza abierta, que era una especie de plaza de armas, flanqueada al sur por un largo edificio con un tejado muy inclinado. Al norte, entre lo que parecían filas interminables de barracones de prisioneros, se extendía una amplia y recta calle bordeada de altos álamos. Se me cayó el alma a los pies cuando empecé a comprender la magnitud de la tarea que tenía frente a mí. Dachau era enorme. Podía llevarme meses encontrar a Mutschmann, y luego tenía que hacerme amigo suyo de forma tan convincente como para averiguar dónde había escondido los papeles. Estaba empezando a dudar que todo aquello no fuera el más burdo ejercicio de sadismo por parte de Heydrich.

El comandante del campo salió del largo barracón para darnos la bienvenida. Al igual que todo el mundo en Baviera, tenía mucho que aprender en cuanto a hospitalidad. Básicamente lo que nos ofreció fueron castigos. Nos dijo que por allí había árboles adecuados más que suficientes para colgar a cada uno de nosotros. Y acabó prometiéndonos el mismo infierno. No dudé que haría honor a su palabra. Pero, por lo menos, el aire era limpio. Ésa es una de las dos cosas que se pueden decir en favor de Baviera; la otra tiene algo que ver con el tamaño de los pechos de sus mujeres.

Tenían una curiosa y diminuta sastrería en Dachau. Y una barbería. Encontré un bonito traje de confección a rayas, un par de zuecos, y luego fui a cortarme el pelo. Habría pedido que me pusieran un poco de brillantina, pero habrían tenido que tirarla al suelo. Las cosas empezaron a tener mejor aspecto cuando me dieron tres mantas, toda una mejora respecto a Columbia, y me asignaron a un barracón para arios. En él se alojaban ciento cincuenta hombres. Los de los judíos contenían tres veces más.

Lo que dicen es cierto: siempre hay alguien que está peor que uno mismo. Es decir, a menos que se tenga la desgracia de ser judío. La población judía de Dachau nunca fue numerosa, pero en todos los aspectos, los judíos eran los que peor estaban. Salvo, quizá, en los dudosos medios para conseguir la libertad. En un barracón ario la tasa demortalidad era de uno por noche; en uno judío se acercaba a los siete u ocho.

Dachau no era lugar para ser judío.

Por lo general, los prisioneros eran el reflejo de todo el espectro de oposición a los nazis, por no hablar de aquellos contra los que los nazis eran implacablemente hostiles. Había socialistas y comunistas, sindicalistas, jueces, abogados, doctores, maestros, oficiales del ejército, soldados republicanos de la guerra civil española, testigos de Jehová, francmasones, sacerdotes católicos, gitanos, judíos, espiritualistas, homosexuales, vagabundos, ladrones y asesinos. Con la excepción de algunos rusos y unos cuantos miembros del gabinete austriaco, todo el mundo en Dachau era alemán. Conocí un preso que era judío. Era también homosexual y, por si eso fuera poco, además era comunista. Eso significaba tres triángulos. No era que su suerte lo hubiera abandonado; era que se había largado a toda velocidad en una jodida moto.

Dos veces al día nos reunían en formación en la Appellplatz, y después de pasar lista venían los azotes de las Hindenburg Alms. Ataban a un hombre o una mujer a un bloque y le daban un promedio de veinticinco latigazos en el trasero desnudo. Vi cómo varios se cagaban durante el castigo. La primera vez sentí vergüenza, pero más tarde alguien me dijo que era la mejor manera de romper la concentración del hombre que manejaba el látigo.

La formación era mi mejor oportunidad para mirar a los demás prisioneros. Llevaba un registro mental de los hombres que había eliminado, y al cabo de un mes había conseguido descartar a más de trescientos.

Nunca olvido una cara. Es una de las cosas que te hacen ser un buen poli, y una de las cosas que me habían llevado a incorporarme a la policía en primer lugar. Sólo que esta vez mi vida dependía de ello. Pero siempre llegaban nuevos para alterar mi metodología. Me sentía como Hércules tratando de limpiar la mierda de los establos de Anglas.


¿Cómo se puede describir lo indescriptible? ¿Cómo se puede hablar de algo que te hace enmudecer de horror? Ha habido muchos más elocuentes que yo que no han conseguido encontrar las palabras. Es un silencio nacido de la vergüenza, porque incluso los inocentes son culpables. Despojado de todo derecho humano, el hombre vuelve a convertirse en un animal. Los que se mueren de hambre, roban a los que se están muriendo de hambre y lasupervivencia personal es la única consideración que se tiene en cuenta, una consideración que es más importante que la experiencia, que incluso la somete a censura. Dar el trabajo suficiente para quebrar el espíritu humano era el objetivo de Dachau, con la muerte como consecuencia no buscada. La supervivencia se conseguía a través del sufrimiento vicario de los demás: se estaba a salvo durante un tiempo, cuando era otro al que linchaban o golpeaban; durante unos cuantos días te podías comer la ración del hombre de la litera de al lado después de que expirara mientras dormía.


Para permanecer vivo es preciso primero morir un poco.

Poco después de mi llegada a Dachau me pusieron al mando de una brigada de judíos que construían un taller en el rincón noroeste del campo. Esto entrañaba llenar carretillas con rocas que pesaban hasta treinta kilos y empujarlas pendiente arriba para sacarlas de la cantera y llevarlas hasta el lugar de la construcción, una distancia de varios cientos de metros. No todos los SS en Dachau eran unos cabrones: algunos eran comparativamente moderados y se las arreglaban para hacer dinero con pequeños negocios paralelos, utilizando la mano de obra barata y el conjunto de conocimientos que proporcionaba el campo de tal forma que les interesaba no hacer trabajar a los prisioneros hasta matarlos. Pero los SS que supervisaban la construcción eran auténticos hijos de puta. En su mayoría campesinos bávaros, anteriormente en el paro, el suyo era un tipo de sadismo menos refinado que el practicado por sus homólogos urbanos de Columbia. Pero era igual de efectivo. La mía era una tarea fácil: como jefe de cuadrilla, no tenía que cargar los bloques de piedra yo mismo, pero para los judíos que trabajaban en mi kommando era un trabajo agotador de principio a fin. Los SS estaban siempre fijando deliberadamente unos programas muy apretados para completar unos cimientos o un muro, y no cumplir el plazo significaba quedarse sin comida y agua. A los que caían víctimas del agotamiento se les mataba de un tiro en el mismo lugar en que caían.

Al principio, echaba una mano yo mismo, y los guardias lo encontraban muy divertido; y no era que el trabajo se aligerara como resultado de mi participación. Uno de ellos me dijo:

– Pero ¿tú qué eres, un amante de los judíos o qué? No lo entiendo. No tienes por qué ayudarlos, así que ¿por quete molestas?

Durante un momento me quedé sin respuesta. Luego dije:

– No lo entiendes. Eso por lo que tengo que molestarme.

Pareció bastante desconcertado y luego frunció el ceño. Por un momento pensé que iba a ofenderse, pero en lugar de eso se echó a reír y dijo:

– Como quieras, será tu propia mierda de funeral.

Después de un tiempo comprendí que tenía razón. El duro trabajo me estaba matando, al igual que estaba matando a los judíos de mi kommando. Así que dejé de hacerlo. Sintiéndome avergonzado, ayudé a un preso que había sufrido un colapso, escondiéndolo debajo de un par de carretillas vacías hasta que se recuperara lo suficiente para seguir trabajando. Y seguí haciéndolo, aunque sabía que me arriesgaba a que me azotaran. Había informadores por todas partes en Dachau. Los presos me lo advirtieron, lo cual me pareció irónico, ya que yo estaba a punto de convertirme en uno de esos informadores.

No me pillaron en el acto de esconder a un judío que se hubiera desmayado, pero empezaron a interrogarme sobre ello, así que di por supuesto que alguien me había señalado con el dedo, tal como me habían advertido. Me sentenciaron a recibir veinticinco latigazos.

No temía tanto el dolor como el hecho de que me enviaran al hospital del campo después del castigo. Dado que la mayoría de los pacientes sufrían de disentería y tifus, era un lugar que había que evitar a toda costa. Ni siquiera los SS se acercaban por allí. Sería fácil, pensé, pillar algo y caer enfermo. Entonces quizá nunca pudiera encontrar a Mutschmann.

La formación raramente duraba más de una hora, pero la mañana de mi castigo parecieron tres.

Me ataron al armazón y me bajaron los pantalones. Traté de cagarme, pero el dolor era tal que no podía concentrarme lo suficiente. Y no sólo eso, además no había nada que cagar. Cuando hube recibido mis azotes me desataron y durante un momento permanecí de pie, al lado libre del poste, antes de desmayarme.


Durante largo tiempo miré fijamente al hombre cuya mano colgaba de la litera por encima de la mía. Nunca se movía, ni siquiera un temblor de los dedos, y me pregunté si estaría muerto. Sintiendo un impulso inexplicable de levantarme y mirarle, me alcé sobre el estómago y solté un alarido de dolor. Mi grito hizo acudir a un hombre al lado de mi litera.

– Cristo -dije entrecortadamente, sintiendo cómo me brotaba el sudor de la frente-. Duele más ahora que ahí fuera.

– Me temo que es culpa de la medicina.

El hombre tenía unos cuarenta años, dientes de conejo y un pelo que parecía que lo hubiera cogido prestado de un colchón viejo. Estaba horriblemente consumido, con esa clase de cuerpo cuyo lugar adecuado debería ser un frasco de formaldehído, y llevaba una estrella amarilla cosida en la chaqueta de la prisión.

– ¿Medicina? -Mi voz tenía un tono de absoluta incredulidad.

– Sí -dijo el judío, arrastrando las palabras-. Cloruro sódico. -Y a continuación, con más ánimo, prosiguió-: Sal común para usted, amigo mío. He recubierto las heridas con sal.

– Por todos los santos. No soy una jodida tortilla.

– Quizá no -dijo-, pero yo soy un jodido médico. Ya sé que pica como un condón lleno de ortigas, pero es casi lo único que puedo recetarle para impedir que los verdugones se infecten.

Tenía una voz redonda y sonora, como la de un actor cómico.

– Usted tiene suerte. A usted pude cuidarlo. Quisiera poder hacer lo mismo por el resto de estos pobres desgraciados. Por desgracia, es poco lo que se puede hacer con un botiquín robado de la cocina.

Levanté la vista hacia la litera de encima y hacia la muñeca que colgaba del borde. En ninguna ocasión anterior había contemplado una deformidad humana con tanto placer. Era la muñeca derecha y tenía un ganglio. El doctor la subió, apartándola de mi vista, y poniéndose de pie en mi catre, echó una mirada a su dueño. Luego volvió a bajar y me miró el culo desnudo.

– Saldrá de ésta -dijo.

Señalé con la cabeza hacia arriba.

– ¿Qué le pasa?

– ¿Por qué? ¿Le ha dado algún problema?

– No, sólo me lo preguntaba.

– Dígame, ¿ha tenido usted ictericia?

– Sí.

– Bien. No se preocupe, no se contagiará. No lo bese ni trate de follárselo. De cualquier modo, me encargaré de que lo trasladen de litera, por si se le mea encima. La transmisión se produce a través de los productos de la excreción.

– ¿La transmisión? -dije-. ¿De qué?

– Hepatitis. Haré que le pongan a usted en la litera de arriba y a él en la de abajo. Puede darle un poco de agua si tiene sed.

– Claro -dije-. ¿Cómo se llama?

El doctor suspiró, cansado.

– En realidad no tengo ni la más remota idea.

Más tarde, cuando con un considerable grado de incomodidad los ayudantes del médico me hubieron trasladado a la litera superior y a su anterior ocupante a la inferior, miré por encima del borde del camastro al hombre que representaba mi única posibilidad de salir de Dachau. No era una visión alentadora. Con mis recuerdos de la fotografía del despacho de Heydrich, habría sido imposible identificar a Mutschmann salvo por el ganglio, tan amarilla era su palidez y tan consumido su cuerpo. Estaba allí echado, temblando bajo la manta, y gimiendo de dolor cuando un calambre le recorría las entrañas. Lo observé durante un rato, y con gran alivio por mi parte, recobró el conocimiento, pero sólo lo suficiente como para tratar, sin éxito, de vomitar. Luego se desvaneció de nuevo. Estaba claro para mí que Mutschmann se estaba muriendo.

Aparte del médico, que se llamaba Mendelssohn, y de tres o cuatro ayudantes, que padecían también algún tipo de dolencia, había unos sesenta hombres y mujeres en el hospital del campo. Para lo que eran los hospitales, aquel era poco más que un osario. Supe que había sólo dos clases de pacientes: los enfermos, que morían siempre, y los heridos, que a veces también enfermaban.

Aquella tarde, antes de anochecer, Mendelssohn vino a inspeccionar mis heridas.

– Por la mañana le lavaré la espalda y le pondré más sal -dijo.

Luego miró con indiferencia a Mutschmann.

– ¿Y qué hay de él? -pregunté.

Era una pregunta estúpida, que sólo sirvió para despertar la curiosidad del judío. Se le entrecerraron los ojos al mirarme.

– Ya que lo pregunta, le he dicho que deje el alcohol, la comida picante y que descanse mucho -dijo secamente.

– Me parece que me hago una idea.

– No soy un hombre insensible, amigo mío, pero no hay nada que yo pueda hacer por él. Con una dieta alta en proteínas, vitaminas, glucosa y metionina quizá tendría alguna posibilidad.

– ¿Cuánto le queda?

– ¿Aún recupera el conocimiento de vez en cuando?

Asentí. Mendelssohn suspiró.

– Es difícil de decir. Pero cuando entre en coma, será cuestión de un par de días. Ni siquiera tengo algo de morfina para darle. En esta clínica la muerte es la cura habitual a disposición de los pacientes.

– Lo tendré presente.

– No caiga enfermo, amigo mío. Aquí hay tifus. En cuanto note que tiene fiebre, tómese dos cucharadas de su propia orina. Parece que funciona.

– Si encuentro una cuchara limpia, eso es lo que haré. Gracias por el consejo.

– Bueno, aquí tiene otro, ya que está de tan buen humor. La única razón de que el Comité del Campo se reúna aquí es porque saben que los guardias no se acercarán a menos que no tengan más remedio que hacerlo. En contra de lo que pueda parecer, los SS no son estúpidos. Sólo un loco se quedaría aquí más tiempo del necesario. Tan pronto como pueda marcharse sin un dolor excesivo, mi consejo es que salga de aquí.

– ¿Y qué es lo que le hace quedarse a usted? ¿El juramento hipocrático?

Mendelssohn se encogió de hombros.

– Nunca he oído hablar de eso -dijo.

Me dormí durante un rato. Tenía intención de permanecer despierto y vigilar a Mutschmann por si volvía en sí. Supongo que tenía la esperanza de que se produjera una de esas escenas conmovedoras que se ven en las películas, cuando el moribundo siente el impulso de descargar su conciencia en el hombre que permanece a su cabecera.

Cuando me desperté estaba oscuro, y por encima de los ruidos que hacían los demás internos del hospital, tosiendo y roncando, oí el inconfundible sonido, procedente de la litera de abajo, de Mutschmann queriendo devolver. Me incliné por encima de la litera y lo vi a la luz de la luna, apoyado sobre un codo y apretándose el estómago.

– ¿Estás bien? -pregunté.

– Claro -dijo resollando-. Como una mierda de tortuga de las Galápagos, voy a vivir para siempre.

Gimió de nuevo, y con dificultad, con los dientes apretados, dijo:

– Son estos malditos calambres de estómago.

– ¿Quieres un poco de agua?

– Agua, sí. Tengo la lengua más seca que…

Le acometió otra crisis de arcadas. Me bajé vacilante y fui a buscar el cazo que había en un cubo cerca de la cama. Mutschmann, con los dientes castañeteando nerviosamente como una tecla de telégrafos, bebió el agua ruidosamente. Cuando acabó, suspiró y se tumbó de nuevo.

– Gracias, amigo -dijo.

– De nada -dije-. Tú harías lo mismo por mí.

Le oí toser al mismo tiempo que parecía querer reírse.

– Y una mierda lo haría -dijo ásperamente-. Tendría miedo de pescar algo, cualquier cosa que yo tenga. Supongoque no lo sabes, ¿verdad?

Lo pensé un momento. Y luego se lo dije.

– Tienes hepatitis.

Se quedó callado un par de minutos y me sentí avergonzado. Tendría que haberle ahorrado esa agonía.

– Gracias por ser sincero conmigo -dijo-. ¿Y a ti qué te pasa?

– Hindenburg Alms.

– ¿Por qué?

– Ayudé a un judío en mi kommando de trabajo.

– Eso fue algo estúpido -dijo-. De cualquier modo, están todos muertos. Arriésgate por alguien que tenga alguna posibilidad, pero no por un judío. Hace tiempo que les abandonó la suerte.

– Bueno, no puede decirse que a ti te haya hecho ganar exactamente la lotería.

Se rió.

– Eso es verdad -dijo-. Nunca calculé que caería enfermo. Pensé que iba a salir de este agujero de mierda. Tenía un buen trabajo en el taller del zapatero.

– Son unas malas vacaciones -admití.

– Me estoy muriendo, ¿verdad?

– Eso no es lo que el doctor dice.

– No es necesario que me vengas con historias. Puedo verlo venir. Pero gracias de todos modos. Cristo, lo que daría por un pitillo.

– Yo también.

– Incluso uno liado a mano serviría.

Hizo una pausa y luego añadió:

– Tengo que decirte algo.

Traté de disimular el apremio que llenaba mi voz.

– ¿Sí? ¿Qué es?

– No folles con ninguna de las mujeres de este campo. Estoy seguro de que así es como me puse enfermo.

– No lo haré. Gracias por decírmelo.


Al día siguiente vendí mi ración de comida por unos cigarrillos y esperé a que Mutschmann saliera de su delirio. Duró la mayor parte del día. Cuando finalmente recobró el conocimiento, me habló como si nuestra anterior conversación hubiera sido unos minutos antes.

– ¿Cómo va? ¿Qué tal los azotes?

– Duelen -dije bajándome de la litera.

– Apuesto a que sí. A ese cabrón de sargento le gusta cargar la jodida mano con el látigo.

Inclinó la consumida cara hacia mí y dijo:

– ¿Sabes?, me parece que te he visto en algún sitio.

– Bueno, veamos -dije-. ¿En el club de tenis Rot Weiss? ¿En el Herrenklub? ¿Quizá en el Excelsior?

– Te estás quedando conmigo.

Encendí uno de los cigarrillos y se lo puse entre los labios.

– Apuesto a que fue en la ópera, yo soy un gran aficionado, ¿sabes? O puede que fuera en la boda de Goering.

Los labios se le entreabrieron en algo parecido a una sonrisa. Luego inhaló el humo del tabaco como si fuera oxígeno puro.

– Eres un mago de los huevos -dijo, saboreando el cigarrillo.

Se lo saqué de los labios un segundo, y luego se lo volví a poner.

– No, no fue en ninguno de esos sitios. Ya me acordaré.

– Seguro -dije esperando con todas mis fuerzas que no fuera así.

Por un momento pensé en nombrar la prisión de Tegel, pero rechacé la idea. Enfermo o no, podría acordarse de que no era así y entonces habríamos terminado.

– ¿Qué eres? ¿Sozi? ¿Kozi?

– Mercado negro -dije-. ¿Y tú?

La sonrisa se amplió hasta llegar a ser casi un rictus.

– Me estoy escondiendo.

– ¿Aquí? ¿De quién?

– De todo el mundo.

– Bueno, hay que decir que has escogido un infierno de sitio como escondite. ¿Es que estás loco?

– Nadie puede encontrarme aquí -dijo-. Déjame que te pregunte una cosa: ¿dónde ocultarías una gota de lluvia? – Yo estaba desconcertado-. En una cascada. Por si no lo sabías, es filosofía china. Quiero decir, nunca la encontrarían, ¿verdad?

– No, supongo que no. Pero tienes que haber estado desesperado -dije.

– Enfermar… fue sólo mala suerte… Si no hubiera sido por eso, habría estado fuera… dentro de uno o dos años…, y para entonces… habrían dejado de buscarme.

– ¿Quiénes? -dije-. ¿Y por qué te persiguen?

Parpadeó y el cigarrillo se le cayó de los inconscientes labios encima de la manta. Se la subí hasta la barbilla y apagué el cigarrillo con la esperanza de que volviera en sí el tiempo suficiente para fumarse la mitad que quedaba.

Durante la noche, la respiración de Mutschmann se volvió más superficial, y por la mañana Mendelssohn declaró que estaba a punto de entrar en coma. No había nada que yo pudiera hacer salvo permanecer tumbado sobre el estómago, mirar hacia abajo y esperar. Pensaba mucho en Inge, pero sobre todo pensaba en mí mismo. En Dachau, los arreglos para un funeral son sencillos: te queman en el crematorio y ya está. Final de la historia. Pero mientras observaba los terribles efectos de la infección en Kurt Mutschmann, destrozándole el hígado y el bazo de forma que la infección le invadía todo el cuerpo, mis pensamientos iban sobre todo a mi madre patria y a su propia eigualmente atroz enfermedad. Era sólo ahora, en Dachau, cuando podía juzgar hasta qué punto la atrofia de Alemania se había convertido en necrosis: y al igual que con el pobre Mutschmann, no iba a haber morfina alguna cuando el dolor empeorara.


Había pocos niños en Dachau, nacidos de mujeres prisioneras. Algunos de ellos no habían conocido nunca otra vida que el campo. Jugaban libremente en el recinto, tolerados por todos los guardias, y a algunos de ellos incluso les gustaban, y podían ir casi a todas partes, con excepción del barracón hospital. El castigo por desobedecer era una dura paliza.

Mendelssohn tenía escondido un niño con una pierna rota debajo de uno de los camastros. El chico se había caído mientras jugaba en la cantera de la prisión y llevaba casi tres días allí con la pierna entablillada cuando los SS vinieron a buscarlo. Estaba tan aterrado que se tragó la lengua y murió ahogado.

Cuando la madre del niño vino a verlo y hubo que darle las malas noticias, Mendelssohn fue un modelo de compasión profesional. Pero, más tarde, cuando ella ya se había marchado, lo oí llorar, solo, silenciosamente.

– ¡Eh, ahí arriba!

Di un salto al oír la voz que venía de abajo. No era que hubiera estado durmiendo; era sólo que no había estado vigilando a Mutschmann. Ahora no tenía ni idea del valioso periodo de tiempo durante el que había estado consciente. Bajé con cuidado y me arrodillé al lado de su camastro. Aún me resultaba muy doloroso sentarme. Sonrió de una forma horrible y me aferró el brazo.

– Lo he recordado -dijo.

– ¿Ah, sí? -dije con optimismo-. ¿Y qué has recordado?

– Dónde había visto tu cara.

Traté de no mostrar preocupación, aunque el corazón me golpeteaba en el pecho. Si pensaba que era un poli ya podía olvidarme de todo el asunto. Un ex preso nunca es amigo de un poli. Aunque los dos hubiéramos naufragado en una isla desierta, él seguiría escupiéndome a la cara.

– Ah, ¿y dónde fue?

Le puse el cigarrillo a medio fumar entre los labios y se lo encendí.

– Eras detective de hotel -dijo con voz ronca-. En el Adlon. Una vez estuve allí reconociendo el terreno para hacer un trabajo. -Soltó una áspera risita-. ¿Tengo razón?

– Tienes buena memoria -dije, encendiendo un cigarrillo para mí-. De eso hace bastante tiempo.

Me aferró con más fuerza.

– No te preocupes -dijo-. No se lo contaré a nadie. No es como si hubieras sido un poli ¿eh?

– Has dicho que estuviste reconociendo el terreno. ¿A qué línea concreta de delincuencia te dedicabas?

– Robaba cajas fuertes.

– No recuerdo que robaran nunca la caja del hotel -dije-. Por lo menos, no mientras yo trabajé allí.

– Eso es porque no me llevé nada -dijo con orgullo-. La abrí, claro, pero no había nada que valiera la pena llevarse. En serio.

– Si tú lo dices… Siempre había gente rica en el hotel, y siempre tenían cosas valiosas. Era muy raro que no hubiera nada en la caja.

– Es verdad -dijo-. Fue sólo mi mala suerte. Realmente, no había nada que pudiera llevarme y que pudiera sacarme de encima. Ésa es la cuestión, ¿sabes? No tiene sentido coger algo que no podrás vender.

– De acuerdo, te creo.

– No estoy alardeando -dijo-. Era el mejor. No había nada que no pudiera abrir. Ya ves, supongo que esperarías que fuera rico, ¿no?

Me encogí de hombros.

– Quizá. También esperaría que estuvieras en la cárcel, que es donde estás.

– Es por ser rico por lo que estoy aquí escondido -dijo-. Ya te lo he dicho, ¿verdad?

– Mencionaste algo así, sí.

Me tomé mi tiempo antes de añadir:

– ¿Y qué tienes que te hace ser tan rico y tan buscado? ¿Dinero? ¿Joyas?

Soltó otra risa ronca.

– Mejor que eso -dijo-. Poder.

– ¿En qué modo o forma?

– Papeles -dijo-. Créeme, hay un montón de gente que pagaría un montón de dinero por poner las manos en lo que yo tengo.

– ¿Qué hay en esos papeles?

Su respiración era más superficial que una chica de la portada de Der Junggeselle.

– No lo sé exactamente -dijo-. Nombres, direcciones, información. Pero tú eres un tipo listo, tú podrías sacarles provecho.

– No los tendrás aquí, ¿verdad?

– No seas estúpido -dijo casi sin aliento-. Están a buen recaudo, fuera.

Le saqué el cigarrillo apagado de la boca y lo tiré al suelo. Luego le di lo que quedaba del mío.

– Sería una lástima… que nunca se utilizaran -dijo sin resuello-. Te has portado bien… conmigo. Así que voy a hacerte un favor… Haz que suden, ¿lo harás? Esto te valdrá… un montonazo… de pasta… en el exterior. -Me inclinéhacia él para oír lo que decía-. Agárralos por… la nariz.

Parpadeó. Lo agarré de los hombros y lo sacudí para tratar de hacerlo volver en sí.

Volver a la vida.

Me quedé allí, arrodillado, durante un tiempo. En el rinconcito dentro de mí donde todavía sentía las cosas, había una horrible y aterradora sensación de abandono. Mutschmann era más joven que yo, y fuerte, además. No me resultaba difícil verme sucumbir a la enfermedad. Había perdido mucho peso, tenía tiña y los dientes me bailaban en las encías. El hombre de Heydrich, el Oberschutze Bürger de las SS, era el encargado de la carpintería, y me preguntaba qué me sucedería si fuera y le dijera la palabra clave que me iba a sacar de Dachau. ¿Qué me haría Heydrich cuando descubriera que no sabía dónde estaban los papeles de Von Greis? ¿Enviarme de vuelta? ¿Ejecutarme? Y si no daba el aviso, ¿se le ocurriría pensar que no había tenido éxito y que tenía que soltarme? Por mi breve reunión con él y por lo que sabía de él, eso parecía muy improbable. Haber estado tan cerca y haber fracasado en el último momento, era casi más de lo que podía soportar.

Al cabo de un rato, estiré el brazo y cubrí la amarilla cara de Mutschmann con la manta. Un cabo de lápiz cayó al suelo, y lo contemplé durante varios segundos antes de que una idea me cruzara la cabeza y un destello de esperanza iluminara de nuevo mi corazón. Aparté de nuevo la manta del cuerpo de Mutschmann. Tenía los puños fuertemente apretados. Una después de la otra logré abrirle las manos. En la izquierda había un trozo de papel del tipo que los prisioneros utilizan en la zapatería para envolver los zapatos reparados de los SS. Tenía demasiado miedo de que no hubiera nada en el papel para abrirlo enseguida. En realidad, la escritura era casi ilegible y me llevó cerca de una hora descifrar el contenido de la nota. Decía: «Oficina de Objetos Perdidos. Departamento de Tráfico de Berlín. Saarlandstr. Perdiste un maletín en algún momento de julio, en la Leipzigerstrs. Hecho de cuero marrón liso, con cierre de latón, una mancha de tinta en el asa. Iniciales doradas K. M. Contiene una postal de Estados Unidos. Una novela del Oeste de Karl May y algunos papeles de trabajo. Gracias. K. M.».

Puede que fuera el billete de vuelta a casa más extraño que nadie haya tenido nunca.

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