LIBRO PRIMERO

¿Has creído alguna vez? ¿Acaso

recuerdas ese sentimiento?

¿Qué es en lo que crees ahora?

¿En ti mismo?

¿En nada de nada?

¿Cuál es verdaderamente tu creencia

en este justo momento?

FRAGMENTO DE The Signs of the Virgin


UNO

EDUARDO ROSETTI

Roma, 30 de julio de 1987


Eduardo Rosetti tenía esa apariencia llamativa que suele acarrear dificultades y azoramiento a un sacerdote. Su constitución física era la de un obrero y dejaba entrever muchos años de dura labor al aire libre. Su sonrisa era cálida, conciliadora, franca.

Mientras caminaba, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo contemplando con mirada extática las entrañables cúpulas doradas y relucientes, las cruces de mil kilos y los capiteles de la Basílica de San Pedro.

¡Cuánto adoraba él el Vaticano y Roma! Porque aquello entrañaba una historia increíble, un ceremonial grandioso y una tradición sumamente inspiradora.

En cierto modo, Rosetti era como la imponente arquitectura pétrea de su alrededor; recio, suficientemente seguro para resistir los embates de las edades… y en particular de esta inquietante edad. A decir verdad, el joven sacerdote era una de las figuras más relevantes del Vaticano. Tal vez aquel día el padre Rosetti fuera la única importante.

Su paso vivo hacia la Basílica se aceleró perceptiblemente. Sus rígidos zapatos negros crujieron y golpearon contra los desiguales adoquines de la acera. Hubo un apresuramiento inconfundible de sus latidos, un brillo singular en sus ojos oscuros. El padre Rosetti empezó a orar con voz tronante mientras caminaba por la avenida del Vaticano. Se dijo que jamás había sentido tanto terror en su vida.

Cuando atravesaba la majestuosa piazza de Bernini -la multitudinaria e inmensa plaza de San Pedro-el joven sacerdote creyó estar oyendo todavía las recientes palabras de Su Santidad el Papa Pío XIII, dominando el estrépito de las calles romanas.

– Padre Rosetti…, Eduardo -le había dicho Pío-. Tú eres el investigador jefe para la Congregación de los Ritos. Tú eres el investigador de milagros y presuntos milagros en el mundo entero… Padre, quiero que investigues un milagro para mi propia tranquilidad. Una investigación privada. Una investigación papal.

El padre Rosetti apresuró el paso ante los cuatro suntuosos candelabros construidos al pie del obelisco egipcio que constituyera otrora el centro del circo neroniano.

– Padre, hace setenta años nuestra Bendita Señora dejó un mensaje controvertible en Fátima, Portugal. Ese gran secreto de Fátima no ha sido revelado al mundo hasta el presente día.

"Padre Rosetti, las circunstancias exigen ahora que yo revele el singular mensaje transmitido por Nuestra Señora en Fátima…

»¡Debo confiarte el secreto, bendito investigador!

El padre Rosetti se sorprendió al verse ya ante la Puerta de Santa Ana. Se dispuso a abandonar el Estado denominado Ciudad del Vaticano.

Cuando se volvía para descender por la desmoronadiza Via di Porta Angélico, el sacerdote sintió un mareo repentino. Algo similar al vértigo, acompañado por unos pinchazos dolorosos alrededor del corazón. «¡Ah, Dios mío!», bisbiseó de forma audible.

Mientras intentaba aferrarse a una farola, el padre Rosetti sintió unos latigazos abrasadores. Pensó en una enfermedad súbita. Luego llegó una puñalada desgarradora profundizando dentro de su ancho torso.

Misericordia, Señor. Os lo ruego…

Su sombrero romano negro cayó y rodó por el bordillo adoquinado. Acto seguido, el padre Rosetti se desplomó y quedó hecho un ovillo sobre la acera. Un autobús turístico de Foyer Unitas, una hermana de la Caridad haciendo compras con su «Vespa» y varios clérigos del Vaticano se desentendieron de sus quehaceres y andanzas recreativas.

– ¡Un sacerdote enfermo! -gritó alguien en italiano.

Rosetti jadeó de forma estertórea. Un dolor atroz le penetró por el brazo izquierdo llegando hasta la pierna cual una larga aguja. Notó con desespero una disnea creciente, una dramática reducción del aliento. Sus labios tomaron el color de las ciruelas.

El jesuíta de treinta y seis años tuvo aún fuerzas suficientes para comprender que debía de estar sufriendo un ataque cardíaco o apopléjico. Pero… ¿cómo? El había disfrutado de una salud excelente pocos días antes. ¡Pocas horas antes…! ¡Había dado un paseo estimulante aquella misma mañana por la orilla del Tíber!

Al levantar la vista, impotente, vio unos rostros borrosos. Gente desconocida. Colores desvaídos, fluctuantes. Se retorció sobre los fríos adoquines. Otra punzada de piolet le horadó el pecho dejándole sin respiración. Ayudadme, por favor. Sus palabras no fueron audibles.

Una vez más creyó oír al Papa Pío XIII: Debo confiarte el secreto…

Al cabo de unos momentos una revelación, increíble, en el Palacio Apostólico con su dorada cúpula, en la propia residencia pontificia.

La misión sagrada de Rosetti.

Padre Rosetti, nuestra Señora de Fátima ha prometido al mundo un niño divino en nuestra Era.

Está a la vista el Día del Juicio Final.

¡Tú, el investigador mío, debes encontrar a la verdadera Virgen! ¡La Iglesia necesita dar con la madre del niño divino!

Ante los ojos del padre Rosetti todo se tornó repentinamente de un deslumbrante rojo encendido. Y luego, al remitir, de un blanco cegador. Por último, una rueda luminosa se adentró girando vertiginosamente en una abertura de infinita negrura…

DOS

ANNE FEENEY

Holts Corners, New Hampshire,

18 de setiembre de 1987


Vestida con un jersey negro de lana y cuello alto, pantalones téjanos desteñidos en algunas partes hasta parecer de un blanco marfileño y con el pelo sujeto descuidadamente como una cola de caballo, la hermana Anne Feeney preparaba afanosa dos tortillas de diez huevos, innumerables lonchas de tocino crujiente, buñuelos con miel de confección casera, dos veces mayores que los de las tiendas y un café denso, delicioso.

A Anne le gustaba hacer el desayuno en Hope Cottage. Ella se sentía sumamente cómoda y relajada en aquella cocina provisional, rodeada de arboleda; sobre todo cuando se encontraba allí sola y las montañas empezaban a despertar.

Mientras distribuía generosas raciones de peras en dulce, la hermana Anne escuchó los apetitosos ruidos de huevos burbujeantes, grasa de tocino y reanimador café, y el persistente bordoneo de un vacío de catorce años llegando por el pasillo desde la sala de estar, una enloquecida delincuente juvenil de Boston musitando sobre su año pasado como enloquecida y balbuceante delincuente juvenil en Baton Rouge, Luisiana, un sonsonete (horrible parodia del canto lírico para el reclutamiento en el Marine Corps) entonado por tres muchachas del Hope Cottage:

¿Quién es esa hermana que nos hace polvo el culo?

¡La hermana Anne, mala de verdad!

¡Atención…, un, dos!

¡Atención…, tres, cuatro!

Anne Feeney se encontró dispuesta a esbozar la primera sonrisa del día. O algo parecido. Media sonrisa en cualquier caso.

¡A qué nido de locos he venido! Anne meneó la cabeza. ¡Pero qué agradable es la mayor parte del tiempo!

Exactamente siete meses antes, la hermana Anne Feeney había llegado a la Escuela de St. Anthony para Niñas sin Hogar (San Toni en las montañas). Se había trasladado allí directamente desde un importante empleo en las oficinas de la archidiócesis bostoniana. Antes de eso, la hermana Anne no había proferido jamás una maldición, había disfrutado con la lectura de libros corrientes y molientes, y de novelas más serias, había tenido un concepto más o menos claro del Universo.

Sin embargo, apenas transcurridas seis semanas, las diecinueve chicas de Hope Cottage habían alterado su terminología, su estilo de vida y, en cierta medida, su noción moral del mundo. Ahí estribó posiblemente el motivo de que la Madre Superiora la destinara a St. Anthony.

Por encima del estrépito se oyó muy débil el timbre de la entrada.

– ¿Quiere responder a la puerta alguna de vosotras, pobres monas sordas? -gritó.

El sonsonete de la Marina se fue acercando a la sala de juegos.

– ¡El desayuno está servido! -La voz estridente de Anne se elevó medio decibelio hasta dominar el ruido ensordecedor de Hope Cottage en una mañana de escuela-. ¿No quiere abrir alguien la puerta, por favor?

Una diminuta niña negra llamada Reggie Hudson asomó un inmenso ojo castaño por la maltratada jamba y oteó la cocina.

– Le estoy echando mal de ojo, hermana Anne.

Reggie sonrió.

– Buenos días, Regine. Yo te echo mi ojo benevolente. ¿Quieres atender a la puerta, por favor? Gracias, Reggie. Vienes como llovida del cielo.

Reggie Hudson danzó con pasos graciosos por toda la cocina, probó con un dedo el almíbar de las peras, abrió la nevera y escudriño su interior, repleto con cartuchos de leche y envases de mermelada y condimentos alegremente coloreados.

No era que las chicas despreciaran a Anne; tan sólo habían adquirido el hábito de desentenderse…, desentenderse de todo el mundo.

Por fin fue la propia Anne quien corrió hacia la entrada.

Abrió bruscamente la puerta de roble alabeado y se vio ante monseñor John Maher, el principal y administrador de St. Anthony.

– ¿Seguimos con el usual manicomio, hermana Anne? Anne hizo entrar respetuosamente en Hope Cottage al sacerdote de colorado rostro.

– Da la casualidad de que todo está muy tranquilo esta mañana. Ninguna gresca entre gatas. Ninguna amenaza con navajas. Ningún correctivo… Pase, pase, monseñor, y desayune con las chicas.

– Hermana, me agradaría tomar unos sorbos de café -repuso el clérigo de complexión apopléjica-. Pero preferiría hacerlo en una estancia tranquila para charlar un rato con usted.

Anne fue a buscar dos tazas de café bien cargado y ascendió con monseñor Maher la desvencijada escalera hacia la biblioteca y aula de las muchachas.

Anne cerró una radio portátil cuyo altavoz lanzaba música rock a los cuatro vientos, y ambos se acomodaron en el súbito silencio.

Monseñor miró por la pequeña buhardilla, contempló las hojas ondulantes de olmo y las hermosas pinceladas de cielo azul turquí.

– Bien, monseñor, celebro verle por aquí -dijo Anne. Monseñor Maher se tomó su tiempo para aclararse la garganta.

– Me gustaría que esto fuese una visita social, Anne.

Durante unos instantes miró fijamente a la hermana Anne y se dijo que aquélla era la joven más impresionante que había enviado la Archidiócesis a St. Anthony desde hacía muchos años.

– Esta mañana he estado hablando con un buen amigo suyo -habló por fin monseñor-. El cardenal Rooney me llamó a las cinco. Poco antes de oficiar la misa en su capilla privada. Su Eminencia dijo que rezaría unas cuantas oraciones por nosotros dos, usted y yo.

– Espero que dedique también algunas a mis chicas.

Monseñor pareció extrañamente alarmado durante un momento, incapaz de contestar. Su visita resultaba cada vez más extraña.

Por último, Anne sospechó que algo no marchaba bien.

– No sé cómo abordar de la forma más agradable posible este asunto. -Monseñor Maher dio un profundo suspiro. Luego, dejó su taza de café y cruzó las manos-. En mi camino hacia aquí desde Coughlin House he estado meditando todo el rato sobre ello. A decir verdad no he encontrado las palabras adecuadas para decírselo. Perdóneme, Anne, por favor.

Anne notó un escalofrío por la espina dorsal; sintió un terror interno. Un vacío en el estómago.

– Mucho me temo que deba usted abandonar St. Anthony.

Monseñor le dio la noticia de súbito. Anne no pudo dar crédito a sus oídos.

– ¡Ah, monseñor, no! ¡No, monseñor Maher! Yo no puedo dejar a estas chicas.

– ¡No sabe cuánto lo siento! No sé cómo expresarme para dárselo a entender. ¡Ha sido usted tan buena para estas muchachas! Para todos nosotros.

Anne deseó salir corriendo de la habitación. Los ojos se le humedecieron y ella no quiso llorar delante de monseñor, ¡Ah! ¿Por qué, por qué, por qué? Entre todos los trabajos que podía desempeñar como dominica no había ninguno tan valioso como éste; así lo había descubierto muchos meses antes. Ella no había hecho nunca una labor más eficaz que la de St. Anthony. Anne lo sabía a ciencia cierta.

Por último se llevó ambas manos al rostro, sintiendo una profunda vergüenza. Necesitó más que nada en el mundo abandonar aquel aposento y la presencia de monseñor.

– Permítame explicárselo -oyó decir afablemente a monseñor. Luego éste prosiguió con más firmeza-: Es de todo punto necesario que deje usted St. Anthony, créame, hermana Anne. Si no fuera importante no se lo pediríamos. Por favor, escuche lo que me contó Su Eminencia esta mañana temprano. La razón de su llamada urgente. Necesitará usted de toda su fe para creer lo que debo decirle…


A las once y media de aquella mañana, Anne Feeney había dado ya todos sus adioses. Las dos maletas negras estaban hechas y prestas para la partida. Todas sus pertenencias terrenales le colgaban de los brazos como los avíos de un marchante yanqui.

Monseñor le había facilitado para el importante viaje una de las «rubias» del colegio. El reluciente vehículo familiar ofrecía un aspecto incongruente aparcado allí frente a la maltrecha casa de hojalata llamada Hope Cottage.

Quince chicas, en su mayoría negras e hispanoamericanas, merodeaban por el césped de suave declive. Algunas visiblemente malhumoradas; unas pocas llorando.

Anne había intentado explicarles la situación.

Les había dicho todo cuanto le era permisible decir.

Todo salvo la increíble verdad sobre el lugar adonde se dirigía y lo que se esperaba de ella.

Por fin, Laura Harding y Gwinnie Johnson hicieron su aparición, salieron contoneándose del Cottage fumando cigarrillos.

Laura y Gwinnie eran los elementos más perturbadores de Hope Cottage, sobre eso no había duda alguna. Pero eran también las favoritas absolutas de Anne en el colegio. Ambas representaban todo cuanto había hecho de bueno Anne en St. Anthony.

Ni una ni otra se le acercaron.

Permanecieron inmóviles bajo la sombra entre gris y amarillenta del porche, mirándola como a una desconocida. Fue la misma mirada que le dedicaron el día de su llegada allí.

Finalmente, una de ellas le gritó:

– ¡Ahora nos deja! ¿Eh? ¡Tal como esas grandes mierdas de hermanas que la precedieron! ¡Usted no nos ha querido nunca, hermana Anne!

Anne tuvo que apoyarse contra la «rubia». Todas la miraron fijamente como enemigas pagadas y ella apenas pudo respirar.

– Os quiero mucho a todas.

Por último, Anne empezó a llorar.

De pronto, las chicas corrieron y se abalanzaron sobre ella cual una bandada patética de pajanllos hambrientos: la sujetaron por todas partes, le suplicaron que se quedara, aseguraron quererla mucho, la besaron.

l.a espigada monja pudo subir por fin al enorme vehículo. Se oyó el chasquido sonoro de la portezuela.

Las caras se pegaron a cada ventanilla. Anne accionó el cambio automático de marchas. Soltó el freno y agitó la mano aunque realmente no viera nada.

Luego, la hermana Anne Feeney condujo lentamente la «rubia» cerro abajo y se alejó de St. Anthony.

Iba camino de presenciar un milagro.


LA VIRGEN COLLEEN

Una luz de oro bruñido iluminaba el rostro pálido y ajado del padre Eduardo Rosetti.

Aquella iluminación se debía a una de las cincuenta lámparas verdes de lectura en la Trinity College Library de Dublín. El padre Rosetti había estado muy enfermo, misteriosamente, enfermo de muerte durante varios días en Roma. Pero el ataque, los dolores lacerantes y la fiebre le habían abandonado tan aprisa y milagrosamente como llegaron. Se sentía aún débil, desmadejado, enfermizo, pero capaz de trabajar y viajar.

Aquella noche última antes de su marcha a Maam Cross, el padre Rosetti se sorprendió a sí mismo haciendo anotaciones cual un obseso, especificando las averiguaciones hechas hasta el momento, organizando y clasificando meticulosamente las pruebas de sus declaraciones y entrevistas.

Antes de esto, Rosetti había sido requerido tres veces para investigar lo que ningún otro padre de la Iglesia había logrado desentrañar. Y había tenido éxito las tres veces; por lo menos había sobrevivido cuando nadie esperaba un desenlace afortunado.

La primera tuvo lugar al nordeste de Sevilla, en España. Aquella laboriosa investigación de tres meses fue sobre una monja pía cuya santificación había sido solicitada por el obispo local. El padre Rosetti analizó el culto desautorizado a sor María Avila. Examinó los «milagros» realizados por la hermana y, finalmente, juzgó con suma severidad: la hermana María era sin duda una mujer sagrada, un modelo perfecto para cualquier cristiano. Pero no una santa. Pues Rosetti no pudo encontrar ninguna evidencia de una intervención sobrenatural.

Una segunda investigación le llevó a la Misión de Mahurdi, en Camerún. Esta vez fue un enfrentamiento con la Bestia: Damballa. Eduardo Rosetti estuvo a punto de perder la vida durante sus tres semanas de convivencia con la tribu Tiv. Concluido el análisis, consiguió rescatar el alma del cardenal africano frente a los insidiosos ataques de Satán.

Recientemente, se le encomendó otra misión en Egipto. Aquí triunfó el padre Rosetti, según se dijo. Este triunfo confirmó su reputación en toda la Curia. Fue entonces cuando se le nombró investigador jefe de la poderosa congregación de Ritos. En los pasillos del Vaticano se rumoreó que el padre Eduardo Rosetti había salido victorioso del Satánico entre las sempiternas ruinas egipcias. Que había llegado hasta el mismo umbral del Pórtico Infernal… Solamente Eduardo Rosetti fue quien conoció la horripilante verdad sobre aquel rumor. Nadie, ni hombre ni mujer, ni sacerdote ni Santo Padre había podido derrotar a la Bestia. Ni una sola vez. No desde el principio de los tiempos…

Mientras trabajaba con una aplicación mecánica -un «técnico del espíritu», le solían llamar desde las investigaciones más desapasionadas de lo sobrenatural-, el padre Rosetti consultó con ojos enrojecidos un paquete especial de apuntes. Apuntes que él había tomado cuando el Papa Pío XIII le permitiera examinar las cartas originales de Fátima escritas en pergamino y poder conocer así los detalles sobre la misteriosa visita de Nuestra Señora mantenida en riguroso secreto.

Mañana temprano, se dijo calmosamente el padre Rosetti, veré a la primera de esas dos chicas.

La muchacha irlandesa.

La virgen Colleen.


Recorrió los 225 kilómetros desde la O'Connell Street de Dublín hasta Maam Cross en Galway -sin percibir siquiera los collados pardos y los verdes caminos-en poco menos de cuatro horas.

Cuando llegó a la aldea casi medieval de Maam Cross, el investigador fue encaminado directamente a la antigua mansión de un opulento terrateniente inglés.

Una edificación de piedra muy hermosa con aspecto de gran seguridad.

El Holy Trinity School para niñas.

Dejando su «Ford» inglés en un pardusco camino de herradura, el sacerdote caminó despacioso por la tortuosa senda de grava entre poderosos olmos y hayas. Un paraje muy bonito. Estimulante.

Mientras observaba los progresos de una clase a través de un ventanal con celosía y escuchaba el familiar canturreo de las declinaciones latinas, el padre Rosetti empezó a enumerar, sin darse cuenta, los hechos fundamentales de su investigación…

Una virgen en la República de Irlanda, escenario de la misteriosa visita de Juan Pablo en 1979, dijo para sí.

Una niña con ocho meses largos de embarazo… Pero, ¿quién será la criatura?

Una colegiala de catorce años llamada Colleen Deirdre Galaher.

Llegado a la entrada principal del colegio, Rosetti levantó abstraído una pesada aldaba de anillo y la dejó caer. Su corazón comenzó a latir con celeridad creciente.

Repentinamente apareció una adolescente, alta, de pecho muy liso. La estudiante del Holy Trinity vestía una blusa blanca vaporosa con falda plisada gris, zapatos negros de corte clásico, medias oscuras y una pechera postiza. Después de hacer una anticuada genuflexión, la muchacha le condujo sin decir palabra al despacho de la Reverenda Madre.

– No recibimos a menudo visitantes de la Archidiócesis… y menos todavía de Roma.

Sor Katherine Dominica acompañó estas palabras con una sonrisa bendiciente, lo cual le ganó al instante la simpatía del padre Rosetti. Indudablemente se mostró inquieta y curiosa acerca de su alumna Colleen Galaher, también acerca del distinguido visitante de Roma. Pero ella no haría ninguna pregunta, para explorar o sondear la cuestión. Como monja provinciana e irlandesa, la hermana Katherine sabía muy bien cuál era su lugar en la escala jerárquica de la Iglesia.

– Colleen Galaher ha estudiado sus lecciones en casa durante este curso -dijo la Madre Superiora al padre Rosetti -. Las demás estudiantes, y particularmente sus padres, no han sido muy afables a propósito de esta asombrosa preñez… Nosotras tampoco fuimos caritativas al principio, padre. Me refiero a las hermanas de Holy Trinity. Incluyéndome yo.

El padre Rosetti asintió. Luego, el clérigo de severa apariencia sonrio.

– Yo soy originario de un pueblo muy pequeño, hermana. Creo adivinar lo sucedido aquí hasta ahora. Una vez vi cómo unos sicilianos mutilaban a una criatura de quince años que estaba encinta.

– Ahora le llevaré a presencia de Colleen -dijo por fin sor Katherine-. Está esperando en nuestra biblioteca. Acompáñeme, padre, por favor.

Encontraron a la chica de catorce años sentada en un solio obispal sumamente incómodo; un modesto fuego de turba calentaba la biblioteca conventual.

Apenas vio a la Madre Superiora y al clérigo, Colleen Gaíaher se enderezó como un soldado perfectamente instruido.

¡Ah, los católicos irlandeses!, se dijo el padre Rosetti sin poder evitarlo, el último refugio en esta tierra para la Iglesia militante, el Ejército de Cristo.

La inconcebible joven erguida ante él iba ataviada con una deshilachada pero limpia gabardina beige y una bata roja debajo. También llevaba unos calcetines blancos, cortos y caídos, viejos zapatos escolares con grietas en las punteras. Evidentemente era pobre, aunque orgullosa. Y bonita. Con ojos de color esmeralda, los más brillantes de Galway.

¡Qué joven es, Dios santo! El padre Rosetti quedó pasmado, atónito.

Es sólo una colegiala de noveno grado. Ese estómago abultado parece una enormidad brutal en esta chiquilla… la virgen Colleen.

El padre Rosetti rogó a Colleen que tomara asiento y luego se colocó frente a ella en el historiado escritorio.

Después de haber conseguido que la joven se sintiera cómoda y se familiarizara humildemente con él, el prelado del Vaticano inició la entrevista laboriosa y protocolaria de la Congregación de los Ritos. La primera prueba.

Ella es sólo una niña, catorce años y medio, que atribuye inocentemente su misterioso estado a la «Voluntad de Dios Padre Todopoderoso». El padre Rosetti agregó a sus anotaciones: ¡Es una clásica colegiala de convento!

Más tarde, Eduardo Rosetti se encontró escribiendo presuroso y excitado lo siguiente: Todas mis plegarias están dedicadas a esta criatura llamada Colleen Galaher. Aquí hay indicios concretos de la promesa de Fátima… Pero, ¿qué hay de la otra muchacha virgen? Evidentemente es demasiado pronto para saber cuál de las dos engendrará al Salvador.

Por otra parte, ¡esta muchacha irlandesa tiene justamente la edad de María de Nazareth cuando nació Jesús…! ¡Ayúdame, Dios mío, ayúdame, Santa Madre, por favor! ¡La chica habla tranquilamente de visitaciones y grandes milagros!


ANNE

Los sibilantes, crujientes limpiaparabrisas estaban trazando una media luna que abarcaba exactamente la calzada de la carretera interestatal.

La lluvia vespertina tamborileaba con hipnótica cadencia sobre la capota del vehículo de la St. Anthony School.

Anne Feeney se esforzó por concentrar su atención en la borrosa raya blanca que dividía la carretera 128 Sur en dos partes curvilíneas y deslizantes.

Cincuenta y ocho, marcó la línea roja del velocímetro.

Cincuenta y siete.

Cincuenta y cinco.

Un silbido agudo se dejó oír desde algún lugar detrás del panel de madera. La aguja del velocímetro rebasó las sesenta. El mocasín de Anne apretó el pedal del freno.

En uno de sus peores momentos naturalistas, Anne empezó a rememorar el origen de su actual escepticismo religioso.

Y por si esto fuera poco, en las oficinas archidiocesanas de Boston.

Mientras marchaba hacia su nueva e importante misión, Anne recordó aquellos lejanos días en Boston preguntándose cuál sería su relación con el presente.

Cuando Anne había sido destinada a la Cancillería Archidiocesana en la Commonwealth Avenue, le había sorprendido la gran cantidad de jóvenes sacerdotes y monjas muy progresistas e inteligentes que trabajaban allí.

Transcurridos tres días de prueba especialmente onerosos en la oficina eclesiástica, Anne iba algunas veces con ellos a un bar llamado «Jackie Doulin's» en la Beacon Street. Reunidos en los reservados sombríos y mohosos del fondo, los padres y los hermanos de la oficina archidiocesana entablaban una conversación que derivaba en polémica prolongada y seria. Hablaban sobre temas cuestionables tales como la posibilidad de que la Iglesia distribuyera algún día sus inmensas riqueza o los complejos problemas del racismo en Southey, la perspectiva teológica cristiana de la sexualidad, la posible o imposible ordenación de las mujeres.

Todos comían el picante queso «Doulin» con mostaza y bebían soda o cerveza. Aquello era una oportunidad formidable para contrastar ideas y compartir los problemas y frustraciones de sus vidas.

Cierta tarde de primavera, Anne recibió una citación en la oficina archidiocesana para presentarse en el despacho del cardenal Rooney. El objeto de tal audiencia -un desagradable secretario laico se lo advirtió a Anne con suficiente anticipación-fueron aquellas infames tertulias en «Jackie Doulin's Bar & Grill».

El despacho del cardenal Rooney resultó ser inopinadamente un cobijo luminoso y alegre. Allí había carteles con marco de conciertos filarmónicos y acontecimientos deportivos en Boston Garden cubriendo toda una pared, numerosos muebles de caoba roja y cuero, una hermosa alfombra oriental que prestaba la necesaria dignidad y calidez a aquel aposento tan poco ceremonioso.

Por añadidura, la enorme estancia tenía cuatro ventanales con espléndidas vistas del Commonwealth Car Barn, el Boston College y el Cleveland Círcle.

Cuando Anne entró allí su mirada se escapó sin poder remediarlo hacia dos relucientes jarras pilsner y dos botellas cerradas de cerveza «Carling Black Label» sobre el escritorio del cardenal John Rooney.

– ¡Ah, hermana Anne! -El cardenal, de gran estatura y cabello blanco, se levantó y abandonó su área de trabajo -. ¡He oído contar tantas cosas de usted! Celebro mucho que haya podido venir esta tarde.

El corazón de Anne empezó a descender irremediablemente. Se trasladó a un nuevo alojamiento, algún lugar por debajo de las rodillas. Ella no tuvo ni la menor idea de lo que podría suceder, pero sabía a ciencia cierta que el cardenal Rooney conocía los detalles más flagrantes de sus últimas visitas al «Doulin's Bar & Grill».

– Por favor, siéntese, hermana Anne. Se lo ruego.

El cardenal Rooney señaló una silla de cuero rojo junto a su grandiosa y cicatrizada mesa de despacho.

– Mirando a sus ojos adivino que usted se ha confundido acerca de mis intenciones esta tarde -prosiguió el cardenal-. Permítame decirlo a modo de preámbulo, hermana. Mi primero y único sermón esta tarde. Prometido… Yo apruebo con todo mi corazón doliente las pequeñas reuniones que han tenido lugar durante meses en la taberna de Jack Doulin. Exactamente ante mis proverbiales narices, como suelen decir. Yo preferiría que nuestros clérigos no llevaran sus alzacuellos en «Doulin». Pero ésta es mi única queja seria.

»Ahora tranquilícese, hermana, se lo ruego. Tome un trago de cerveza conmigo. Déjeme demostrarle que no soy todo gas y jarreteras, como acostumbran a murmurar en las parroquias.

Durante las dos horas siguientes la joven sor dominica y el cardenal de Boston conversaron sin interrupción. El le preguntó su opinión sobre muchos y variados temas y escuchó atentamente cuando ella habló.

Aquel coloquio cambió totalmente las impresiones que tenía Anne sobre el cardenal John Rooney. Este prelado, que le había parecido siempre intolerante, y culpable de profesar el arcaico «cronyism» irlandés, se interesaba en realidad por las necesidades de su pueblo. Además, el cardenal Rooney estaba actuando activamente para eliminar algunos de los imperdonables hábitos adquiridos dentro de la Iglesia.

– Hace dos o tres décadas -contó el cardenal a Anne aprovechando una pausa-, cuando yo era un sacerdote joven en St. Margaret's (esto está allá por Attleboro, Anne), me abrumaban unas dudas graves, horribles, acerca de la Iglesia. Cuando descendí al nivel más bajo, abandoné St. Margaret's y partí para una correría de cinco semanas. Me comporté bastante mal durante esas semanas… pero finalmente regresé a St. Margaret's.

»Y lo hice con una fe dos veces más firme y vital que la que estimé suficiente al principio para abrazar el sacerdocio.

Los ojos entre verdes y grisáceos del cardenal parecieron retornar por unos instantes a Attleboro, Massachusetts. De pronto, el cardenal John Rooney soltó una carcajada. Luego tomó un buen trago de cerveza.

– Como es obvio, el párroco de St. Margaret's me despachó con cajas destempladas retorciéndome la oreja. Para aquel feroz pajarraco eso del hijo pródigo era una solemne tontería. ¡Excelente personal! Un sacerdote terrorífico de la vieja escuela. Le hice obispo cuando cumplió sus setenta y seis años. Los caminos de la vida son admirables, ¿no es verdad, Anne?

»Sea como fuere, mi argumento es que debemos formular preguntas espinosas, incluso amenazadoras. ¡Debemos hacerlo! ¡Sobre todo las mujeres de nuestra Iglesia!

»¡Haced esas preguntas irrecusables! ¿Por qué no hay mujeres dirigentes en la Iglesia? ¿Por qué da la Iglesia un trato tan injusto a las mujeres? Yo sé que lo hace. Y usted sin duda también. Preguntémonos honradamente si fue así como lo proyectó Cristo. ¿Se puede hacer algo al respecto? ¿Quién lo hará, hermana Anne?

Anne sintió una emoción tan repentina, le inspiró tanta esperanza la Archidiócesis, que temió detenerse en aquel momento para reflexionar.

– Cardenal Rooney… -preguntó al fin-. ¿Qué ocurrirá si formulo las preguntas adecuadas y entonces pierdo enteramente mi fe?

– Usted no perderá su fe haciendo preguntas. -El cardenal John Rooney sonrió a la hermana Anne-. ¿No sabe eso todavía, hermana? ¡Ahí estriba el secreto! Sus preguntas constituyen la base entera de su fe.

Un día después de aquella charla larga y complicada, la hermana Anne recibió una carta de la Cancillería Archidiocesana. Fue una petición del cardenal Rooney rogándole que aceptara un nuevo destino: ella sería la nueva ayudante especial del propio cardenal. Anne sería la primera persona no sacerdotal que ocupara tal empleo…, la primera mujer. Justamente por eso el cardenal Rooney había querido dialogar con ella el día anterior. Sin duda la hermana Anne Feeney estaba destinada a realizar obras importantes en la Archidiócesis de Boston.

Al norte de Lexington y Concord, Anne abandonó la autopista para llenar el depósito y comprar algunos comestibles. A la luz del día y con mejor tiempo, esta comarca de Massachusetts era muy pintoresca; ella lo recordaba por antiguas excursiones dominicales. Los habitantes de las ciudades circundantes se interesaban por el mantenimiento y restauración de viviendas, cuadras y tabernas históricas.

Ya bajo cobijo, ante el deslumbrante mostrador de un «Howard Johnson's». Anne ocupó un taburete de vinilo anaranjado y se balanceó discretamente treinta grados de un lado a otro.

Saboreó una taza rebosante de café humeante y negro. Después más tranquila, se permitió rememorar su conversación de aquella mañana con monseñor John Maher. Examinando su propia imagen en el espejo del restaurante creyó casi oír la voz de monseñor.

El cardenal Rooney ha pedido expresamente su contribución, Anne -le había dicho monseñor Maher-. Quiere que usted sea una especie de compañera para esa jovencita.

Existe la posibilidad de un natalicio virginal. El cardenal Rooney lo había expuesto sin rodeos. En Newport, Rhode Island.

Anne se reprimió para no gritar tan asombrosa revelación en la barra repleta de gente.

Intentó pensar con razonamientos lógicos sobre ese natalicio virginal. Su cuerpo se estremeció obligándola a soltar la taza de café que empezaba a tintinear.

Se estaba investigando en secreto…, investigando seriamente un milagro inconcebible. Anne reflexionó. El Vaticano estaba ya implicado. El cardenal de Boston lo estaba también personalmente.

¡El nacimiento de un niño divino en pleno siglo xx!

Un acontecimiento que podría sobrevenir -o quizá no-desde hacía aproximadamente dos mil años.

¡No! El pensamiento de Anne rechazó esa idea imposible. En nuestra Era no ocurren semejantes cosas.

Tenía que haber algún truco. Un fraude singular y complejo. Decididamente se lo debería examinar con un grano de sal. Cum grano salís.

El cardenal Rooney la había mandado llamar porque sabía de sus profundos conocimientos sobre mariología, se dijo Anne.

¿No será también porque he tratado a fondo con adolescentes perturbadas?, se preguntó acto seguido.

Súbitamente, la hermana Anne Feeney no pudo aplazar por más tiempo su encuentro con la joven Kathleen Beavier.

TRES

LA VIRGEN KATHLEEN

Pocos minutos después de las 5:00 h. Kathleen Beavier, de diecisiete años, empezó muy afanosa a abrir los anticuados armarios de cocina mientras tarareaba una vieja canción de James Taylor, Sweet Baby James. Se preparó un desayuno compuesto por rodajas de naranja con miel, tofu y coles de Bruselas fritas con aceite de azafrán, y una infusión de camomila.

Kathleen comía alimentos naturales desde su primera lectura sobre los efectos nocivos de componentes conservantes, tinturas rojas y grasas hidrogenadas.

Cuando la joven de diecisiete años tuvo la certeza de que iba a ser madre, se hizo especialmente meticulosa.

Después del desayuno, todavía antes de la amanecida, Kathleen se dispuso a dar su paseo matinal. Se encaminó hacia la playa rocosa frente a la casa paterna en Newport, Rhode Island.

Mientras se deslizaba de puntillas por las rocas cubiertas de limo y luego descendía unas empinadas escaleras de madera descolorida, siguió tarareando Sweet Baby James. Intentó mantener alta la barbilla. Sólo la dejó caer un poco.

Kathleen empezó a cavilar sobre los disparatados sucesos, las inauditas circunstancias de aquellos últimos meses. Y como de costumbre se sintió totalmente abrumada.

La joven observó a una bandada de andarríos sumergiéndose y emergiendo de la espumante resaca con patas como cerillas. Los pájaros blanquecinos la observaron a su vez.

Ya era bastante increíble el estar encinta a los diecisiete. Y además ser virgen… El especular acerca de ello en materias demasiado enrarecidas para ella, requería experiencia.

Sólo necesitas relajarte, se dijo. Disfruta de la mañana antes de que se levanten los demás. ¡Es tan hermoso esto…!

Sin embargo, había otras secuelas intranquilizadoras. Cosas como la seria implicación de la Archidiócesis de Boston. Y la llegada del padre Martin Milsap para vivir en su casa hasta el nacimiento. Y las miradas inquietas, embarazosas, que le dedicaba todo el mundo. Incluso sus padres.

Kathleen se abrió paso entre los yerbajos amarillentos de unas dunas planas. Vio que la vigilaba una peluda ardilla roja. La diminuta criatura torció su huesuda cabeza en un ángulo extremo y miró a Kathleen con un ojo reluciente, estático.

– ¡Bon matin, Madame La Ardilla! -Kathleen pronunció sus primeras palabras del día naciente -. ¡Por amor de Dios, estoy hablando a los animales!

Recordó a san Francisco de Asís.

Cuando volvió la mirada hacia su hermosa vivienda, descubrió otra ardilla roja., ¡que la miraba fijamente! Y luego una tercera. Seguidamente una enorme congénere gris manteniéndose erguida cual un oso junto a las escaleras. ¡Y vigilando!

La muchacha de cabello rubio oyó un chirrido molesto sobre su cabeza. Levantó la vista. Vio alas blancas agitándose. Seis o siete gaviotas volando en círculo. Descendiendo de súbito. Sondeando. Para sobrevolar después como naves sin remo la grisácea bahía.

Las aves parecieron mirarla también con ojos atentos. Kathleen tuvo una repentina sospecha: ¡vigilancia!

¿Qué significa este disparate? ¡Eh! ¿Qué está ocurriendo aquí?

Kathleen creyó percibir un zumbido creciente de insectos entre los matorrales de las dunas. Poco después estuvo segura.

Apareció un nubarrón de moscas negras. Una erupción de los apestosos bichos.

– ¡Fuera! ¡Largo de aquí ahora mismo!

Kathleen empezó a toser. Agitó ambas manos delante del rostro. La muchacha comenzó a sentir miedo.

Pero ¿qué es esto?

En un sendero recto, playa abajo, dos perdigueros dorados usualmente amistosos, se le plantaron delante y ladraron como enloquecidos. Otros perros vecinos cogieron onda y lanzaron aullidos, gemidos y gañidos.

El estómago de Kathleen se tensó. Sus palpitaciones se aceleraron. Terminó un desvanecimiento.

¿Qué sucede aquí? Detenedlo, por favor. ¡Ahora mismo!

Las ardillas. Las chillonas gaviotas. Los perros. Las negruzcas moscas… Todos parecían estar formando un círculo cada vez más estrecho alrededor de Kathleen.

Vigilando a la futura madre adolescente.

Aguardando.

– ¡Detenedlo!

Cruzando ambas manos sobre su henchido estómago, Kathleen Beavier emprendió la carrera hacia su casa. La adolescente corrió llorando, gimoteando. Le pareció que todo la vigilaba, la amenazaba, esperaba.

Cuando cerraba de golpe a sus espaldas la pesada puerta principal, el sol matutino se asomó majestuosa y pacíficamente en el horizonte marino.


ANNE

En el lado oceánico de su dormitorio, la hermana Anne contempló de pie desde el mirador abombado un Atlántico de color azul marino y bastante agitado.

Allá fuera, en el estrecho, tres balandras de regata tipo Alden con drizas tensas desde los mástiles de aluminio, zarpaban propulsadas por el viento de setiembre.

Delante del mirador las ráfagas del Noroeste agitaron el follaje reseco de roble como si fueran un nuevo modelo de coctelera.

A las nueve y media de la noche precedente, Anne había llegado a la imponente mansión Beavier…, lo que los nativos llamaban «cottage» en Newport. Según se le dijo a Anne, Kathleen se había retirado ya a su habitación con calambres en el estómago. Luego se le enseñó su propio dormitorio, un aposento con hermosas vistas al mar.

Cuando estaba contemplando el panorama a la mañana siguiente, vestida aún con una bata de lana, Anne oyó un discreto golpe de nudillos en la puerta.

– ¿Quién es, por favor? -inquinó alzando la voz. Un suave murmullo le llegó del pasillo.

– Soy Mrs. Iba Walsh. Vengo a preparar su baño, hermana.

«Esto parece casi un hecho consumado», pensó Anne. ¿Prepararme el baño? ¿Es así como vive aquí la gente?

– Pase, por favor, Mrs. Walsh.

Una mujer frágil, con cabello rizado blanco como la nieve apareció en el umbral, hizo una inclinación de cabeza, sonrió con suma cordialidad, y luego se deslizó directamente al cuarto de baño adyacente. Mientras silbaba una cantinela irlandesa indefinible de Rhode Island, esparció sales «Floris» bajo la catarata originada por cuatro grifos de porcelana empotrados y abiertos hasta el tope.

Anne permaneció bastante molesta en la puerta abierta y observó a la alegre silbadora pensando que debería hacer algo para ayudarla.

A su debido tiempo, Mrs. Walsh salió del baño escoltada por nubes de vapor perfumado que se elevaron hasta el laberíntico artesonado.

– Su baño está listo.

– Se lo agradezco mucho -susurró Anne.

«Esto es un sueño -se dijo-. Nadie puede vivir así.»

Mrs. Walsh abandonó el aposento y Anne entró en el enorme y hermoso cuarto de baño. Sus ojos captaron todos los detalles: anaqueles Victorianos de toallas y espejos, primorosos bibelots ocupando todo espacio libre en las estanterías, vitrinas repletas de sábanas impolutas y esponjosas toallas.

El agua, de un caliente punzante, exhaló un fuerte olor a jazmín. Cuando Anne se despojó de su bata y se metió allí su piel enrojeció al instante.

– ¡Jesús y María…! ¿Quién más estará oyéndolo…? -Anne no pudo por menos que sonreír cuando se acomodó en la maravillosa bañera -. Gracias a todos, muchas, muchas gracias. Creo que necesitaba esto antes de terminar la jornada.


Sintiéndose fuera de lugar -casi tan desmañada e incómoda como en aquella ocasión cuando asistiera con sus hábitos medievales de monja dominica a un concierto «Save the Hudson River» de Bob Dylan-, Anne se asomó a una biblioteca dominada por la luz solar.

– Buenos días, hermana Anne.

La voz femenina le llegó desde el fondo, a la derecha, una pared luminosa de ventanales emplomados, desde el suelo al techo, con vistas a unos senderos laterales que descendían hasta el mar.

Cuando penetraba en la estancia, Anne vio a Carolyn y Charles Beavier, con quienes se había entrevistado brevemente la noche anterior. Mr. y Mrs. Beavier estaban sentados juntos en un gran sofá antiguo, tapizado con colores rosas.

Carolyn Beavier era una mujer atractiva, bien conservada a pesar de ser casi una cincuentona… según suponía Anne. Tenía elegantes facciones ovaladas, pómulos prominentes, penetrantes ojos azules. La melena color platino era larga y fluida.

Su marido, Charles, era un hombre impresionante de cabellera plateada. Aquella mañana vestía un sobrio traje de corte británico y color pizarra; llevaba una camisa blanca impecablemente almidonada y una corbata de seda con rayas grises y rojas. A Anne se le ocurrió que el hombre podría vestirse mirándose en los espejos de sus deslumbrantes zapatos negros.

El otro ocupante de la biblioteca era el padre Martin Milsap, un personaje gris, escuálido y con una sotana arrugada; el representante oficial de la oficina archidiocesana en Boston.

El padre Milsap estaba encorvado sobre un hermoso escritorio, y cuando abrió una fastuosa cartera negra intentó parecer muy atareado e importante. Fue el padre Milsap quien había convocado a Anne en la biblioteca para determinar oficialmente cuáles serían sus deberes en Sun Cottage.

– Charles y Carolyn -dijo el clérigo apenas se hubo sentado Anne en un sillón Regencia rayado cerca del sofá-. Ustedes comprobarán que la hermana Anne tiene unas credenciales intachables para servir como compañera de Kathleen durante estos días finales de su embarazo.

»La hermana es doctora en Psicología y se ha graduado en Mariología, es decir, el estudio de la Virgen Santísima. Hace un año apenas, la hermana Anne figuró entre los ayudantes directivos del cardenal Rooney en Boston. Desde entonces ha trabajado intensamente con muchachas adolescentes… La hermana Anne ha asistido incluso al nacimiento de un niño en el St. Anthony's School.

Después de echar una mirada calculadora a la hermana Anne Feeney, Mrs. Carolyn Beavier juzgó que esa primera e importante impresión era buena. Excelente. El instinto le dijo que Anne y su hija Kathleen se entenderían bien.

Esa conclusión la entristeció hasta cierto punto. Carolyn Beavier deseó haber estado más cerca de Kathleen, haber dedicado más tiempo a su joven hija… Un poco menos del torbellino social Newport-Boston-Nueva York, unas pocas más horas para averiguar quién era realmente su hija… No se trataba de que ella y Kathleen se quisieran poco. Todo lo contrario. Sólo era que no había una amistad íntima como Carolyn hubiera deseado. Y especialmente ahora. Sobre todo en estos momentos, Mrs. Carolyn Beavier deseó más que nunca poder ser la amiga de su hija.

Mientras escuchaba al padre Milsap -a quien conociera superficialmente de sus años en Boston -, Anne se dijo de repente que aquel hombre le resultaba insoportable. Milsap pareció estar sugiriendo que si ella no resultara satisfactoria para los Beavier, se la podría remplazar fácilmente por otra monja del inmenso almacén de la Iglesia…

– ¡Padre Martin, padre Martin…! -exclamó Carolyn Beavier para cortar la metódica presentación-. Estoy segura de que la hermana Anne no se hallaría aquí si no fuese una mujer singular. ¿No es cierto?

– Hermana… -La esbelta mujer de melena platino se acercó a Anne y le cogió la mano -. No dudo de que usted se entenderá muy bien con Kathleen. Ella es una buena chica. Muy considerada y afectuosa. Claro que yo soy enormemente parcial. Bien venida a nuestra casa, hermana.

– Sí, estamos muy contentos de tenerla aquí -agregó Charles Beavier, sentado todavía en el sofá-. Si hay algo que necesite o desee, no tiene más que pedirlo. Queremos que se encuentre a gusto aquí.

Anne esbozó una sonrisa.

– Muchas gracias a los dos -dijo para corresponder a tanta amabilidad e inmediata acogida -. ¿Querrían contarme un poco acerca de Kathleen antes de encontrarme con ella? Por ejemplo, ¿cuándo descubrieron ustedes su especial estado?

Charles Beavier cogió la mano de su mujer.

– Permítame contárselo desde el principio. Es decir, todo cuanto sabemos del principio.

El hombre procuró explicarse lo mejor que pudo.

Los primeros días habían sido increíblemente dificultosos para ambos, su esposa y él. Aquél había sido con mucho el peor momento. Ellos habían confiado siempre en Kathleen… jamás había existido una razón para negarle tal confianza. Y de pronto, su preñez había sido una sorpresa conturbadora… Entonces, Kathleen había afirmado tercamente que seguía siendo virgen. Durante algún tiempo Charles y Carolyn habían temido que el incidente causara un trastorno mental a Kathleen. ¿Un natalicio virginal…? ¿Cómo abordar ahora la cuestión, pocas semanas antes del acontecimiento? ¿Lo comprendía la hermana Anne? Charles Beavier hizo la pregunta con ojos atemorizados, humedecidos.

Súbitamente, otra voz les llegó de atrás, de la librería.

– Me gustaría responder, si puedo, a las preguntas de la hermana Anne. No sé si podré, pero lo intentaré.

Anne giró sobre su cintura para mirar hacia la puerta abierta de la biblioteca conducente al salón.


Una adolescente estaba erguida junto a una librería acristalada repleta de volúmenes sin sobrecubiertas.

La muchacha tenía una larga melena rubia, un rostro bonito y muy original. Sus formas eran esbeltas exceptuando el henchido vientre, el estómago normal de una mujer embarazada de ocho meses. Llevaba una camisa de leñador demasiado holgada a cuadros rojos y negros, sandalias y pantalones vaqueros. Tenía el aspecto típico de una colegiala de Nueva Inglaterra.

– ¡Hola, hermana Anne Feeney!

Kathleen Beavier esbozó una sonrisa encantadora.

Lo que más le impresionó a Anne de la joven fue su aspecto flamante, su mirada casta. Kathleen tenía un aura de inocencia casi radiante. Era un poco estremecedor.

– Yo soy Kathleen, como deducirá usted probablemente por esto.

Y diciendo así se palmoteo su enorme estómago.

– Hola, Kathleen.

Anne sonrió y al propio tiempo se dio cuenta de que estaba arañando prácticamente el brazo de su sillón.

Anne no pudo apartar la vista de aquel rostro juvenil enmarcado por un pelo rubio.

¿Es que nadie veía lo que ella estaba viendo ahí?

Por primera vez, la hermana Anne Feeney presintió que iba a ocurrir algo sobremanera extraordinario. De repente, Anne comprendió una buena parte de toda aquella excitación y confusión.

Comprendió cabalmente por qué la habían sacado de St. Anthony para enviarla sin tardanza a Newport.

Las encantadoras facciones de Kathleen Beavier estaban hechas a imagen y semejanza de la Santísima Virgen María.


KATHLEEN Y ANNE

Mucho tiempo atrás, la pintoresca mansión Beavier había sido una granja funcional regida por un ex molinero inglés, su mujer, tres hijas y dos fornidos hijos.

Había aún antiguos establos, rediles hechos con estacas y desperdigados por doquier alrededor de la asombrosa hacienda. Había también una cuadra mucho más moderna para los costosos caballos pura raza de Charles Beavier, animales de concurso. Algunas veces se dejaban ver familias de ciervos marchando a paso largo allá abajo por las blancas arenas de la playa.

– Esto es verdaderamente idílico -dijo Anne cuando descendía con Kathleen hacia la playa-. La casa de mi padre está cerca del Sound, en Nueva York. Me encanta verla al borde del agua.

Anne se volvió repetidas veces para contemplar la mansión. Sun Cottage había sido llamada así por la hija de un procurador, quien utilizaba la casa sólo seis semanas al año durante la tórrida canícula en la década 1920-1930. El cottage era una estructura singularmente hermosa, con cuatro alas imponentes agregadas a un impresionante cuerpo central Victoriano. La casa tenía veintiocho habitaciones y doce baños completos. Una elegancia seria, discreta… Esta fue la mejor descripción que se le ocurrió a Anne.

– No es precisamente un humilde establo en Belén -oyó decir a Kathleen.

Anne se volvió y vio que la muchacha rubia estaba sonriendo.

– Pienso que alguien debería romper el hielo. -Kathleen se encogió de hombros-. Quizá conviniera charlar un poco ahora. Podríamos conversar sobre lo que usted sabe de mí y lo que no sabe. Un poco, en cualquier caso.

– Está bien -repuso Anne. Luego, hizo una inspiración profunda. «Todo esto ha sobrevenido de golpe», se dijo inopinadamente-. Primero lo obvio…, se me ha dicho que eres virgen y, sin embargo, estás encinta.

– Muy raro, pero cierto.

– Sé que la Iglesia se interesa por tu estado. Sé también que procura tratar ese asunto con la máxima discreción, lo cual es comprensible… Ahora bien, lo que no sé es por qué se vio implicada la Archidiócesis en primer lugar.

Kathleen asintió.

– Claro…, aunque es preciso hacer primero una pequeña rectificación. Usted dijo que la Iglesia está preocupada. Yo diría que la Iglesia está preocupada, pero, sobre todo, aterrorizada. El cardenal Rooney no puede sostener mi mirada; baja los ojos. Lo mismo ocurre con el padre Milsap. Eso es extraño. Al menos me lo parece. Además, ellos no quieren explicarme nada.

»Por otra parte mi madre ha sido amiga íntima del cardenal Rooney mucho antes de que esto sucediera. Cuando se descubrió mi preñez y al propo tiempo mi virginidad, ella consultó con el cardenal. Sospecho que le habló acerca de un aborto, aunque nunca me lo dijo.

»Poco después vino el padre Milsap a vivir con nosotros. Un especialista de Boston, que trabaja para la Archidiócesis, me hizo un reconocimiento médico. Luego se me examinó en la Universidad de Harvard. Poco después llegaron a casa toda clase de sacerdotes. Quisieron discutir sobre la posibilidad de que sucediera algo muy sagrado y especial. Pero ninguno me explicó el porqué de sus presentimientos.

Mientras escuchaba a Kathleen, Anne sintió que estaba empezando a simpatizar, casi a identificarse, con la joven y todo cuanto le estaba contando.

Por experiencia propia, Anne sabía que la Iglesia intentaba averiguar todo acerca de uno, revelándole muy pocos de sus propios secretos. También sabía que, tradicionalmente, la Iglesia prefería tratar con sus miembros femeninos.

Las mujeres deben ser vistas en misas y cofradías; ahora bien, no se debe escuchar a las mujeres cuando llega el momento de tomar decisiones…, incluso aquellas decisiones que afecten dramáticamente a sus vidas.

– Kathleen -preguntó Anne a la muchacha-. ¿Quieres contarme cómo empezó todo esto? He oído ciertos fragmentos de información sobre cierto día del pasado enero. Hace aproximadamente nueve meses. Tú habías salido con un chico al concluir un baile organizado por los universitarios. ¿Qué ocurrió entonces?

Inopinadamente, los ojos azules de Kathleen evitaron la mirada de Anne. La incipiente confianza entre ambas pareció irse al traste; fue como si una puerta se cerrara de golpe y las aislara.

– No puedo contarle nada sobre eso -Kathleen habló con tono mesurado pero firme -. Lo siento. No puedo contarle a nadie lo ocurrido aquella noche.

De pronto los ojos se le llenaron de lágrimas. Se pasó una mano por la frente; pareció sentir confusión y al propio tiempo un dolor físico auténtico.

Al fin habló.

– ¡Estoy tan asustada! ¡Me encuentro tan sola y asustada! Nadie es capaz de entenderme. Ayúdeme, hermana, por favor.

Anne abrazó a la trémula jovencita. Esto es como volver a St. Anthony's, pensó por un instante. Temores jóvenes; horrible soledad.

Notó el temblor de la niña, oyó sus gemidos ahogados. Sintió el estómago pulsante de Kathleen apretado contra el suyo.

Durante unos momentos, la hermana Anne Feeney y Kathleen Beavier estuvieron abrazadas en la solitaria playa de un gris ceniza.


ANNE Y JUSTIN

Al anochecer, en su dormitorio, Anne apoyó la mejilla y todo el costado derecho contra el frío cristal de una ventana giratoria.

Contempló las nubes de un color azulado deslizándose raudas, como persiguiéndose unas a otras ante la luz rugosa de la luna.

La mente de Anne se revolucionó con extrañas ideas nuevas e impresiones contradictorias de Sun Cottage.

Por añadidura, no pudo olvidar ni un instante el rostro inocente de Kathleen Beavier. Esa frescura de una colegiala de Nueva Inglaterra. La hermosa candidez de la muchacha…, la virgen Kathleen.

Finalmente, Anne empezó a musitar sus oraciones de la noche. Luego abandonó la ventana panorámica, retiró la colcha de su cama y se deslizó sigilosa entre las aromáticas sábanas.

Se sintió terriblemente sola y asustada…, tal como lo había descrito Kathleen allá abajo en la playa por la mañana.

Anne pensó que su mente estaba sobrecargándose a toda marcha con preguntas sin respuesta.

Y no sólo acerca de Kathleen Beavier -lo vio bien claro-, sino también sobre sí misma.


Cuando tenía diecisiete años, precisamente la edad de Kathleen, Anne se había graduado, ocupando el segundo puesto de su clase, en la Academia del Sagrado Corazón, de Westchester, donde la competencia era excepcional. Se la había admitido en el Sarah Lawrence College, y más tarde en el Colegio de New Rochelle.

El verano que precedió a su período escolar, Anne había aceptado un empleo en el «Schuyler Hotel», a orillas del lago George. Tanto ella como su madre se habían opuesto al padre, quien deseaba con la mejor intención que su hija pasara una buena temporada veraniega antes de volver al colegio.

Durante sus diez semanas de trabajo en el «Schuyler», Anne soportó a regañadientes una serie interminable de citas. El resultado final fue decepcionante; todas sus parejas se asemejaron notablemente, como ella comprobó muy pronto. Los chicos y los adultos la encontraron bonita (aunque sus ropas adquiridas exclusivamente en «Peck & Peck» y «Arnold Constable» le dieran un aspecto demasiado conservador), pero también encontraron en Anne lo que ellos conceptuaban como engreída y pacata.

Ella descubrió por su parte que casi todos los hombres eran increíblemente insensibles y despóticos. Y, lo que era peor, degradaban a la mujer con su obsesión de la conquista sexual.

Concluida la temporada estival en el «Schuyler Hotel», Anne se convenció de que ella no era como casi todas las demás chicas o al menos de que su comportamiento no se asemejaba al de otras mujeres jóvenes.

Hacia primeros de setiembre no compareció a su primera clase de retórica inglesa en el Colegio de New Rochelle. Anne fue una de las veinte jóvenes que se arrodillaron para orar en la capilla del Noviciado de Mount St. Mary's, en Newburgh (Nueva York), a noventa kilómetros de Nueva York aguas arriba del Hudson.

Anne había ingresado oficialmente en la Orden Dominica de Hermanas Enseñantes a fines de agosto. Desde luego, una buena parte de esa decisión no había tenido nada que ver con sus sentimientos de incompatibilidad social. Aune sentía también una honda y sincera vocación.

Durante sus doce años en las Dominicas, Anne pareció haber hecho la elección óptima.

Y entonces sucedió algo totalmente inesperado.

La hermana Anne conoció al padre Justin O'Carroll, de «Co. Cork», Irlanda, y se enamoró.

La primera vez que vio al padre O'Carroll, éste era un asistente social de la Caridad Católica en South Boston. Ambos pertenecían a la administración del cardenal Rooney, la oficina principal archidiocesana en la Commonwealth Avenue de Boston.

Anne no había conocido nunca a un sacerdote como el padre O'Carroll. Era de una apostura y juventud perturbadoras…, todas las hermanas que trabajaban en la Cancillería opinaban lo mismo. Tenía un cuerpo esbelto, muscular, rizos negros que caían de cualquier modo sobre la tirilla romana y ojos de un verde intenso jamás visto… Pero Anne se había resistido siempre a la tentación física. Aun siendo ya una Hermana, varios hombres atractivos la habían abordado. Padres de sus alumnos, algunos bachilleres, hombres de la calle a quienes no podía decir que era una monja.

No…, al principio hubo otra cosa acerca del padre Justin. Algo menos obvio. Algo mucho más perturbador que la simple atracción física.

Se percibía en el padre Justin una inconfundible fortaleza interior tan insólita que intrigaba a Anne. Un rasgo bastante generalizado entre los hombres y las mujeres de las pequeñas ciudades de Nueva Inglaterra: confianza en las propias fuerzas e individualismo. Una indiferencia aparente frente a las asperezas del mundo. Por añadidura, el padre Justin era versado en una gran variedad de disciplinas, desde la sociología irlandesa hasta la música y el arte clásico pasando por la política americana; era un hombre culto e inteligente pero sin vanidad, según lo estimaba Anne.

Y el padre Justin se manifestaba con suma seriedad acerca de la vida; seriedad y sensitividad… Quizá fuera eso al principio: una apostura viril combinada con un temperamento sereno, sensitivo. Cualesquiera fueran las causas, los efectos resultaron aterradores, terribles. Al mismo tiempo maravillosos y estimulantes. Anne no había experimentado nunca nada semejante. Según la modalidad católica irlandesa, el decepcionante estado de cosas se prolongó durante un año largo sin pasar a debate.

Luego, Anne se ausentó de Boston por dos semanas para asistir a una conferencia internacional sobre Unidad de la Iglesia celebrada en Washington.

Cierta noche, durante su segunda semana de estancia en la Georgetown University, recibió una llamada telefónica, hacia las doce, en el dormitorio de las hermanas.

Era el padre Justin O'Carroll.

Primeramente, Anne pensó que el cardenal Rooney habría sufrido otro ataque cardíaco allá en Boston. Y cuando oyó el balbuceo estuvo segura de que el cardenal había muerto.

Finalmente, Anne tuvo que inquirir:

– ¿Quiere decirme, por favor, si hay algo que marcha mal?

– Sólo se me ocurre una cosa que marcha mal. -Ella percibió el distante acento irlandés del sacerdote -. Y es que usted está en Washington, yo aquí en Boston y la echo a faltar enormemente. Estoy actuando como un demente, Anne; pero la echo a faltar y he sentido la apremiante necesidad de telefonear.

Anne sintió un súbito aturdimiento, un calor insoportable en la cabina telefónica de Georgetown. Su corazón latió de forma incontrolada.

Porque ella notaba también la ausencia de Justin. Le echaba a faltar terriblemente. Los pensamientos constantes sobre Justin habían desbaratado su concentración mental durante toda la semana. Todo el mes. Todo el año.

Cuando Anne regresó a Boston consultó con la Madre Superiora. En el despacho de la Madre, decorado con suma sobriedad, Anne explicó de forma sincera y directa que tenía serias dificultades con uno de los sacerdotes jóvenes. Luego solicitó y recibió un destino inmediato fuera de Boston.

Dos días después, días frenéticos y dolorosos, Anne se encontró viviendo entre diecinueve adolescentes negras e hispánicas en St. Anthony's de Holts Corners, New Hampshire. Lo había hecho más por Justin que por sí misma. Pues ella creía en su propio corazón. Sabía que muchas hermanas dominicas habían abandonado la Orden por aquellas fechas. En los Estados Unidos, más de seis mil monjas dejaban los hábitos cada año. Pero la situación con los Holy Ghost Fathers de Irlanda era muy distinta y mucho más dramática. Si Justin hiciese lo mismo, sería el primer abandono en la Orden. Irlanda perdería un sacerdote excelente, un líder potencial. Y lo que era peor, la familia de Justin sufriría las consecuencias en su pueblo. El padre perdería probablemente su empleo; la madre y las hermanas escucharían duros reproches por la acción de Justin.

Durante los primeros meses de separación, el padre Justin pareció comprender la decisión de Anne. No le escribió ni telefoneó. A lo largo de tres meses no hubo la menor comunicación entre ellos.

Muy poco a poco, Anne notó el retorno de su fe y la consolidación de su compromiso con la Orden dominica. Entonces, una tarde, Justin apareció esperándola delante de Hope Cottage.

– No puedo renunciar a ti -le dijo -. Lo he intentado por todos los medios posibles pero no puedo renunciar a ti, Annie.

Aquella tarde ambos dieron un largo e inquietante paseo.

Intentaron dialogar sensatamente y acabaron discutiendo. Por ultimo, Anne dijo a Justin que no quería verle nunca más.

«Mentí», se dijo ahora Anne.

Sentada en el penumbroso dormitorio de Newport, deseó desesperadamente poder hablar en aquel momento con Justin. Le hubiera gustado conocer su opinión sobre la increíble historia de Kathleen Beavier. Además, le hubiera gustado explicarle con entera franqueza por qué le había despachado así en New Hampshire. Tal vez pudiera incluso reconocer para sus adentros el porqué de su miedo cuando estaba con él.

Cuando Anne Feeney se acostó aquella noche, su pensamiento derivó hacia una idea muy curiosa y también emocionante, por lo menos en ese momento.

La idea fue que ella estaba rondando ya la treintena y era todavía virgen.


EL PADRE ROSETTI

Dos dardos de luz blanca danzaban juguetones por la tenebrosa Foxled Road a unos veinte kilómetros al norte del aeropuerto Shannon.

La magia negra flotaba en el aire.

Finalmente, el «Ford» inglés alquilado por el padre Eduardo Rosetti dejó ver su forma cúbica en el reflejo de los parpadeantes faros delanteros. El coche negro regresaba veloz de Maam Cross y de la entrevista con Colleen Galaher. Ahora, el sacerdote del Vaticano se dirigía hacia Shannon, luego iría a América… para ver a la segunda niña virgen.

Detrás del parabrisas enlodado, el padre Rosetti se despabiló al percibir otros dos globos luminosos en la carretera. Dos luces oscilantes se acercaban por detrás.

Cuando aquellos ojos relucientes se le acercaron más, Rosetti comprobó que no le seguía un solo vehículo. Eran dos vehículos… dos motocicletas estrepitosas, desenfrenadas.

Entonces, súbita y absurdamente, una de las radiantes luces chocó contra la parte trasera del «Cortina».

¡Pum! ¡Pum!

– ¡Maldito loco!

Rosetti se revolvió indignado en su asiento.

Acto seguido, el coche del sacerdote recibió otro golpe de la segunda moto. La luz trasera se hizo añicos. Rosetti se dio un fuerte golpe contra el volante.

¡El «Ford» inglés aguantó otro encontronazo! Las dos motocicletas siguieron arremetiendo contra su coche.

A propósito.

Demencialmente. Rosetti vio que eran dos sacerdotes quienes montaban las motos negras. Ambos se cubrían con tejas romanas.

¡Pum!

¡Pum, pum!

El padre Rosetti, quien había ido al cine en otros momentos de su vida, había visto una película de aventuras en donde se presentaba esa especie de vertiginosa montaña rusa. ¡Las interminables curvas cerradas de aquella carretera! ¡Las montañas y los árboles sombríos desfilando veloces ante sus ojos para esfumarse seguidamente a ambos lados de su cabeza!

Era como si cayese por un pozo insondable.

Como si se precipitara por un túnel vertical.

El velocímetro de marcas rojas señaló 80, 90, 95… Y eso en una carretera serpenteante donde los 60 kilómetros eran ya excesivos.

¡Pum!

¡Pum, pum!

¿Por qué? ¿Quiénes serían esos sacerdotes alucinados?

Al fin, dos palabras increíbles tomaron forma en la mente enfebrecida del padre Eduardo Rosetti. Una idea imposible. Un horroroso concepto medieval que no podía materializarse en pleno siglo xx.

Asesinos endemoniados, pensó el padre Rosetti. Entonces voy a morir. ¿Quién se ocupará de encontrar y proteger a la virgen?

Acto seguido, ambas motocicletas atacaron a su coche por el costado derecho exclusivamente. Intentaron despeñarlo por el peñascoso precipicio de la carretera de montaña. Muerte instantánea.

MI padre Rosetti se esforzó por apretar el freno.

¡Pum! Después un sonido nuevo, como si algo desgarrara el fondo del coche.

Las dos motocicletas golpearon casi simultáneamente su costado derecho. El pequeño «Ford» se apartó del carril izquierdo en la angosta carretera. Rosetti no vio más que la negrura del firmamento y el brillo blanquecino de las estrellas frente a él.

Milagrosamente el vehículo alquilado se aferró a la cuneta. Esta vez no hubo despeñamiento. El velocímetro osciló en los 100 kilómetros. Los neumáticos chirriaron sin cesar.

¡Ah, Dios mío, siento de todo corazón haberte ofendido! -rezó el padre Rosetti -. ¡Protege a esa niña! ¡Os lo suplico, buen Padre!

Repentinamente, el sacerdote italiano apagó los faros, aferró el volante haciéndole girar hacia la derecha todo lo posible y al propio tiempo apretó cuanto pudo el pedal del freno. Por fin, su velocidad empezó a disminuir.

Cuando las dos motocicletas le pasaron raudas, el padre Rosetti aceleró otra vez.

Entonces, cuando giraba el volante hacia el extremo izquierdo, barrió a las motocicletas trazando un ángulo extremadamente agudo. Estupefacto, las vio saltar fuera de la carretera como juguetes. Justo lo que ellos pretendieron hacerle a él. Irreal. Enloquecedor. Las motos dieron una súbita voltereta. Ambos vehículos y sus conductores se precipitaron por el despeñadero de la sinuosa carretera.

Por fin, el padre Rosetti logró detener su coche. Con el corazón en la garganta, balbuceando incoherencias, el sacerdote descendió del automóvil.

Aún pudo presenciar los últimos e increíbles segundos del descenso de las motocicletas…, los tumbos finales y el estallido definitivo.

Sin duda, los dos sacerdotes estarán muertos, pensó el padre Rosetti sintiéndose enfermo. Empezó a musitar una plegaria. Empezó a rogar por las dos almas perdidas.

Y entonces, el padre Rosetti vio algo absolutamente increíble.

El clérigo italiano comenzó a gritar en la sombría y solitaria ladera.

Dos enormes murciélagos se elevaron despaciosos de las fulgurantes llamas de allá abajo. Emprendieron el vuelo directamente hacia el risco donde se encontraba el padre Eduardo Rosetti.

CUATRO

COLLEEN GALAHER

Los pequeños aldeanos y aldeanas de Maam Cross podían ser muy crueles, sin piedad ni remordimiento. Llamaban a Colleen Galaher, de catorce años, «la pequeña ramera de Liffey Glade». Pintaban las paredes enjalbegadas del Catholic Social Club con letreros de un rojo rabioso: ¡COLLEEN ES UNA BUSCONA!

No obstante, Colleen debía ir una vez por semana al pueblo para comprar todo cuanto necesitaban ella y su madre, una mujer inválida como consecuencia de un ataque apopléjico. Ambas conseguían vivir a duras penas con cincuenta libras justas mensuales, pensión concedida por el Estado y la Iglesia.

DONALD MAC CORMACK, FAMILY GROCER era la tercera de varias tiendas mugrientas de una sola planta en la Calle Mayor. Sobre el tejado de pizarra una chimenea expulsaba fumaradas grisáceas. En el sucio escaparate estaba expuesto el espaldar sanguinolento de una ternera.

Aquella semana, Colleen no compró vaca a Mac Cormack (ella y su madre procuraban comer carne dos veces al mes mientras fuera posible). Así pues, compró media docena de huevos, harina para hacer bizcocho y pan, arenque ahumado, patatas, leche, miel y queso de granja.

Cuando salía del establecimiento familiar sintiendo en la espalda los ojos inquisitivos de la dependienta, luchando con sus paquetes y su abultado estómago y la puerta atascada… Colleen marchó directamente por el camino de Michael Colom Sheedy.

– ¡Ah, maldita sea, dispénseme, missus! -Michael fingió una sonrisa cortés y se quitó su gorra de tweed. El muchacho de dieciséis años, estudiante de St. Ignatius Boys, apoyó ambos puños en sus nervudas caderas -. Es nuestra Colleen Galaher… con su enorme y vergonzosa panza.

La mirada de Colleen fue rápidamente de Michael a los demás elementos de su pandilla. Allí estaban, vestidos todavía con sus pantalones grises y las chaquetas azules escolares, Johno Sullivan, Pintón Cleary, Liam Mclnnie y también la amiga de Michael, Ginny Anne Drury. Todos ellos babeando frente a la confitería.

– Por favor, Michael, mi madre se encuentra muy mal hoy. Necesito regresar a casa cuanto antes.

– Ya, Colleen. Esto requerirá un minuto escaso. Sólo queremos celebrar un pequeño debate de grupo aquí.

Diciendo esto, levantó a la diminuta Colleen con todos sus paquetes de la acera y se la llevó hacia el sol poniente cuya luminosidad rojiza, bañaba los tejados de la villa.

– ¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!

El rostro de Colleen se tornó de una palidez increíble. Las lágrimas asomaron a los suaves ojos verdes. El corazón se le subió a la garganta.

– ¡Ah, Dios mío! ¡No, Michael Sheedy!

El joven aldeano la imitó con voz estridente y burlona.

Cuando su pandilla estalló en estruendosas carcajadas, el brutal muchacho hizo pasar a Colleen por toda la línea como si fuera un saco de gatos rabiosos.

– ¡Rápido, Johno! No dejes caer la pelota.

Johno Sullivan, un gordinflón cuyo peso superaba las doscientas libras a los dieciséis años, casi dejó caer a Colleen. En el último segundo crucial la empujó hacia Liam Mclnnie, el lugarteniente de Michael, personaje adulador e imitador.

– Por favor, Liam -gritó Colleen estremeciéndose-. ¡Ginny Anne, deténlos, te lo ruego! ¡Yo no he hecho daño a nadie!¡Estoy encinta!

El pecoso muchacho granjero alzó a Colleen por encima de su cabeza con colgantes melenas rojizas. Lanzó un apellido victorioso como el de los seguidores futbolísticos del Croke Park. Los demás casi se cayeron de risa entre resonantes hurras.

– ¡Ya, ya, puta! ¡Pequeña puta Colleen! ¡No se te ocurra proponerme jamás una cita!

Entonces sucedió de forma súbita una cosa sobremanera peculiar en la desértica Calle Mayor de Maam Cross. Algo jamás visto en la antigua villa druida.

Un zorzal, entre pardusco y amarillento, lanzó un solo graznido. Luego, el pájaro planeó hasta alcanzar un costado del sudoroso rostro de Liam Mclnne. El muchacho irlandés soltó instintivamente a Colleen. Se llevó ambas manos a la cara. Se cubrió sus ojos picoteados. Prorrumpió en horribles gemidos.

– ¡Maldito jodido! -gritó Liam Mclnne-. ¡Ah, maldito jodido! ¡Mis ojos! ¡Ah, Jesús! ¡Mis ojos!

Cuando Colleen se alejaba del horripilante escenario, vio que Liam bajaba al fin las manos. El rostro del joven y fornido granjero estaba horriblemente ensangrentado. Regueros rojos y jirones de carne sonrosada se desprendían de su mejilla. El pájaro que había atacado a Liam había desaparecido. No se le veía por parte alguna.

Colleen Galaher, atónita y horrorizada, susurró una plegaria. Luego, la niña decidió que lo mejor sería abandonar cuanto antes Maam Cross.

Aquella misma noche una de las hermanas del Holy Trinity optó finalmente por hacer compañía a Colleen y su desvalida mamá.

Incluso acudió la Madre Superiora, sor Katherine Dominica.


LOS SIGNOS

El padre Eduardo Rosetti permaneció inmóvil en su asiento apretando los ojos a bordo de un Aer Lingus-747 surcando la noche entre Shannon y Nueva York. Siguió viendo la viscosa explosión de fuego. Las infernales motocicletas volando por los aires. Los chillones murciélagos.

Al principio, el sacerdote, mental y físicamente exhausto intentó dormir, dejar en blanco la enmarañada mente, recuperar las energías perdidas del cuerpo. Repentinamente, recordó aquel ataque misterioso en la Via di Porta Angélico de Roma. La grandiosa advertencia.

Apenas transcurrida una hora de vuelo, Rosetti encendió la lamparilla de lectura sobre su cabeza. Con manos temblorosas deshebilló el saco negro de viaje que contenía todo su trabajo sobre la investigación de la virginidad.

Los documentos y las pruebas más recientes estaban en la boca de su saco. Una deposición de diecinueve páginas sobre la entrevista con la joven Colleen Galaher en Maam Cross, la sorprendente virgen irlandesa de catorce años.

Luego seguía un paquete con datos de periódicos publicados dos o tres días antes. Recortes de The Times londinense, el Angeles Times, el Observer, el Irish Press y otros.

Rosetti sintió que el cuello se le empezaba aponer rígido. Una tensión absorbente. Dejadme reposar, por favor.

Todas las crónicas recientes sobre un drama médico estremecedor. Una pesadilla auténtica tomando cuerpo en la Costa Occidental de los Estados Unidos.

Otra faceta del mensaje barroco de Fátima; Rosetti lo supo a ciencia cierta. Una advertencia pronunciada por Nuestra Señora de los Dolores. Lo que el padre Rosetti denominó y clasificó en sus apuntes como los Signos.

Una nota que él había recortado del Observer londinense decía que un equipo de neurólogos americanos había partido precipitadamente hacia Los Angeles para instalarse en el Consejo Sanitario de California que colaboraba con el Centro Federal sobre el control de enfermedades epidémicas. La labor de los doctores había tenido por objeto el componer sin tardanza una vacuna que fuera efectiva contra un tipo nuevo y horripilante de afección gripal. Una enfermedad mortífera denominada polio veneciana había sido detectada en Venice Beach, California.

Los signos eran inequívocos. Se estaba cumpliendo la profecía.

El padre Rosetti notó que su pensamiento comenzaba a nublarse.

La aterradora advertencia de Fátima. Mantenida en secreto durante setenta años más o menos.

Los signos del Apocalipsis.

El Investigador releyó una crónica del Irish Press:

«La polio veneciana es una afección paralizadora del sistema nervioso central que parece reunir los síntomas de la polio y la esclerosis múltiple. Se la localizó primeramente en Venice Beach, al sudoeste de Los Angeles. Desde julio pasado el mortífero virus ha causado siete mil muertos a lo largo de la Costa Occidental americana, siguiendo una pauta casual, desconcertante. No parece probable una curación inmediata.»

Rosetti echó un vistazo a una columna del New York Times:

«Rastros del potente virus recién descubierto se encuentran en nariz, boca y excrementos. Cuando ataca a una víctima con toda su virulencia, la polio veneciana paraliza los brazos y piernas. En la mitad aproximada de todos los casos, la polio veneciana paraliza los músculos respiratorios y deglutidores.»

Las últimas noticias estaban en una crónica que Rosetti había recortado de la primera plana de Los Angeles Times:

LA POLIO VENECIANA ALCANZA UN NUEVO RECORD, MATANDO A 122 PERSONAS POR DÍA. Este titular resaltó bajo la luz cruda del avión. Se ha advertido una vez más a la población de Los Angeles que evite los cinematógrafos, teatros, museos, grandes almacenes y otros centros de aglomeración.

No…. ¡Por favor, Señor!

El padre Rosetti estiró el brazo y apagó la lámpara de lectura. Durante unos momentos miró absorto por la oscura ventanilla ovalada, vio su propia imagen, pálida y desvaída, sintió una fatiga y un desvalimiento indescriptibles.

Los signos…, provenientes del mundo entero…, portentos de un próximo futuro.

A una hora escasa de Nueva York, el agotado sacerdote se durmió por fin.


ELIZABETH SMITH PORTER

Bajo el húmedo y humeante asfalto de la West 43.ªStreet de Nueva York en un cavernoso sótano de dos plantas, el impresor jefe del New York Times oprimió repetidas veces un tiznado botón rojo.

Dieciocho rotativas de veinticinco toneladas empezaron a imprimir la segunda de cuatro ediciones del Times de la próxima jornada. Cada rotativa expulsaría cuarenta mil periódicos por hora, totalmente plegados y contados, listos para su envío a todos los rincones del mundo conocido.

A las 9:39 h. sonó el teléfono en el pupitre de la corresponsal Elizabeth Poner, del Times; aunque una sola vez, porque se cogió al instante el auricular. Ese pupitre estaba situado en un rincón a la derecha de la National News de prevención policial. Su proximidad al despacho de Thomas McGoey, editor del National News, denotaba la influencia que ejercía aquella mujer frágil -madre de cuatro niños -en las decisiones del editor de News.

– ¿Puede facilitarme cualquier otra prueba de lo que está diciendo? Sea lo que fuere. Sea quien fuere. Ahora tengo dos confirmaciones. Pero rne gustaría saber algo más sobre esa historia. Por favor…

Liz Porter cubrió el auricular con la mano. Intentó hablar y escuchar pese al inaguantable alboroto de correctores, teléfonos resonantes y parlanchines teletipos de United Press International y Associated Press.

– Está bien, monseñor. ¡Sí, sí! Comprendo sus problemas. Escúcheme, monseñor… Oiga lo que voy a decirle… Me propongo hablar ahora mismo con nuestro editor de noticias. Por cierto, sus antecedentes religiosos son extremadamente episcopalistas, casi católicos. El tendrá que discutir todo con el editor jefe, estoy segura. ¿Querrá permanecer usted junto al teléfono? Está bien. Sí, monseñor. Y ahora, por favor, no se aleje del teléfono. Haremos un trabajo honrado y justo sobre ese asunto. Se lo prometo. Lo haremos.

Liz Porter dejó el auricular en la horquilla y se tomó unos instantes para analizar el caso. Encendió nerviosa un cigarrillo con filtro. «Primero lo primero», masculló para sí.

Hizo una rápida llamada a Thomas Lapinsky, el contacto del Times en Boston. Le dijo que se diera un paseo hasta la Commonwealth Avenue, donde se hallaba la Oficina Archidiocesana de la Iglesia Católica.

– Claro, ahora mismo, Tom. Siento interrumpir tu partida de bridge. Siento que sea sábado por la noche. Necesito una confirmación de palabra. Este es un asunto sumamente importante. Ve a la Cancillería. Haz que monseñor John Brennan te relate otra vez toda la historia. El se muestra reacio, pero sabe que la noticia saldrá a la luz tarde o temprano. Lamento aguarte la velada, Tom. De verdad. Te juro que es una historia desorbitante. Potencialmente enorme.


Después de la llamada, Elizabeth se llevó su interconexión telefónica al despacho del editor de noticias. Cerró con sumo cuidado la puerta acristalada de McGoey. Seguidamente, Elizabeth Porter intentó explicar la increíble historia que le acababa de confirmar monseñor John Brennan, de la Oficina Archidiocesana en Boston. Una historia llegada a sus oídos mediante una extraña llamada anónima desde Newport, Rhode Island.

Cuando hubo escuchado todo el relato, el editor de ojos piturrosos y perpetuamente acosados abrió su línea directa con el editor jefe. McGoey refirió a Howard Geller la asombrosa historia que acababa de oír.

Por último, McGoey colgó el auricular y se volvió hacia Elizabeth Porter.

– Francamente, él tampoco sabe qué hacer con eso. La historia resulta interesante porque procede de la Oficina cardenalicia. El hecho es que ellos no desmienten el rumor. Quiere una copia escrita, Liz.

Elizabeth Porter asintió y regresó presurosa a su pupitre. Allí mecanografió la historia en la computadora terminal de un gris acero situada frente a ella.

Entretanto, Thomas McGoey alertó al editor cajista sobre un posible cambio de la primera página. Le dijo que no quería una transformación costosa, pero sí la reserva de un espacio en primera plana. Quince minutos después, el editor jefe llamó a McGoey. Howard Geller oprimió un botón de su computadora terminal. Ahora tenía ya delante, en la pequeña pantalla de un gris pálido, la crónica de Elizabeth Porter.

– No me gusta que ella diga inminente en su crónica. Esto parece sugerir que estamos haciendo una predicción aventurada sobre el nacimiento de ese… niño. Quiero que restes importancia a ese asunto, Tom. Procura aparentar que la historia podría representar una gran mistificación de este asunto. Lo exótico. Dile al cajista que le reserve un hueco de seiscientas palabras más o menos. Mantenla en primera página.

McGoey soltó el auricular y miró a Elizabeth Porter.

– Tienes quince minutos para refundir el texto. El aborrece el uso de la palabra inminente. Sin embargo, le encanta el resto.

A las 11:45 h. el tanteador de fieltro verde en la sala de composición del New York Times mostró que llegaban noticias adicionales para las páginas una, diecinueve y treinta y dos.

A las 11:59 el impresor jefe apretó una vez más el tiznado botón rojo de arranque.

La edición de media noche empezó a rodar.

Seiscientas mil copias destinadas a los hogares de todo el área metropolitana hacia la hora del desayuno.

A las 12:16 se compuso la plancha de la última página. Todas las monstruosas máquinas empezaron a aullar. El equipo de mantenimiento llenó y rellenó afanosamente los inmensos pozos negros que lubricaban todas las piezas movibles, comprobó el surtidor de tinta y se aseguró de que todos los papeles estaban en posición.

Junto a cada máquina se apostó un impresor y un grupo de periodistas. Cada impresor se encasquetó un gorro de papel para protegerse el pelo contra las salpicaduras de grasa y tinta. Las camisas y los antebrazos quedaron cubiertos muy pronto con tinta linotípica. En poco menos de una hora, se reintegrarían a sus familias de los Queens o Brooklyn con un aspecto más astroso que un mecánico automovilista al término de sus ocho horas. Vida inédita la de estos hombres; algunos despertarían incluso a sus mujeres para enseñarles alguna crónica en primera plana escrita a últimas horas de la noche.

El Times matutino fue surgiendo de las potentes máquinas, diez periódicos completos por segundo. Luego, los periódicos ascendieron por una cinta sin fin hasta la sala de distribución al nivel de la calle. Allí se los amontonó por medios automáticos para formar impecables paquetes encordelados y se los condujo mediante transportadores a las plataformas de carga.

Diez minutos después, el primer camión New York Times con sus rayas blancas y azules se lanzó cuesta abajo por la 43.ªStreet para repartir la última edición.

TODAS LAS NOTICIAS DIGNAS DE SER IMPRESAS, rezaba el letrero en un costado del rugiente vehículo.

Un poco después de las doce y media, Elizabeth Porter abandonó el Times llevando bajo el brazo una copia reciente del periódico

Diez minutos más tarde se dejó caer derrengada en un asiento del familiar «Cafe des Artistes», a dos manzanas de donde ella tenía su apartamento en el edificio Prasada. Abrió el periódico y le echó una ojeada bajo la tenue luz ámbar.

Elizabeth Porter releyó su comentario; luego, su crónica de primera plana:

LA IGLESIA CATÓLICA ESTUDIA RIGUROSAMENTE UN EMBARAZO VIRGINAL EN NEWPORT

– Un niño divino -masculló en el barroco y ruidoso «Cafe des Artistes» -. ¡Ah, buen Dios!

El caos se estaba desencadenando en América. Gran santidad…, gran acto pecaminoso. La esencia de selección y tentación

CINCO

EL PADRE ROSETTI

San Juan de la Cruz, en Saugerties, era un conglomerado de edificios acastillados color siena y gris en una boscosa área de 135 kilómetros al norte de Nueva York.

Mientras su vehículo traqueteaba por un sendero trillado, el padre Eduardo Rosetti se sintió impresionado; primero ante la belleza natural del paisaje, y después por la quinta secular y los cottages de arenisca en donde se alojaban los trastornados y melancólicos sacerdotes, así como los hermanos laicos de la Archidiócesis neoyorquina. Era en aquel insólito sanatorio donde Rosetti esperaba dar respuesta al interrogante vital sobre su investigación de la virgen.

Ya dentro de aquel hogar casi medieval, un monje de cabeza pelada, el hermano Thomas Brendan, condujo al visitante romano por pasillos cuyas paredes pétreas reproducían ampliamente el eco de sus voces y pisadas como si fueran pistoletazos. A lo largo del camino, el padre Rosetti vio sobre todo sacerdotes ancianos aunque también algunos sorprendentemente jóvenes.

Por último, abrió una puerta de roble oscuro. El padre Rosetti se vio de repente ante monseñor Joseph Stingley -quien fuera proscrito en 1978, aparentemente por sus radiales enseñanzas «a sangre y fuego»-su antiguo mentor y confesor en el Concilio lateranense de Roma: un erudito del Apocalipsis.

Rosetti echó una ojeada al aposento de monseñor en San Juan. Paredes cubiertas de estanterías. Junto al mayor de los dos ventanales, un lecho sin hacer y una enmarañada mesa de trabajo. Por toda la estancia se veía la colección habitual de estatuillas chinas, griegas y del Extremo Oriente.

– Edward, ¿cómo estás? -Monseñor Stingley abrazó al padre Rosetti -. El hermano Thomas me anunció tu llegada, pero no pude creerle. Dije al hermano que seguramente se había incorporado a las filas de los «santificados» en San Juan.

– He venido porque creo haber encontrado finalmente la respuesta a su antiguo interrogante acerca de san Anselmo y sus pruebas sobre la existencia de Dios.

El rostro macilento del canoso monseñor esbozó una sonrisa.

– A fuer de sincero, padre Rosetti, pongo en duda eso. No lo creo.

Ambos tomaron asiento ante la atestada mesa. Por la ventana, el Hudson semejó una tersa autopista grisácea.

Joseph Stingley habló al fin.

– Basta de dar beligerancia a los circuitos cerrados hospitalarios. Usted es ahora el principal de la Congregación de Ritos, lo comprendo. Esto impresiona mucho a un propagandista veterano del Vaticano como yo. ¿Cómo se le ocurre que yo pueda ayudarle? ¿Cuál es la causa de que el Investigador jefe visite América por vez primera desde que la Madre Seton expusiera sus estimaciones?

El padre Eduardo Rosetti miró de hito en hito los conocidos ojos de un azul acerado.

– Monseñor, yo sé que usted conoce el secreto de Fátima. El mensaje de la Virgen. La promesa… y la advertencia de la Virgen.

Joseph Stingley no respondió. Sus ojos no expresaron nada.

– Usted estuvo con Pablo VI durante la mayor parte de su dolencia. El se refirió a Fátima y usted estuvo presente. Usted lo escuchó todo, monseñor.

Una expresión displicente desfiguró el rostro de monseñor Stingley.

– ¿Por qué recurre a mí si ambos compartimos la misma información?

Sentado allí en el pequeño aposento de San Juan, el padre Rosetti rememoró vividamente el ataque paralizador en las calles romanas, las agresivas motocicletas, los chirriantes murciélagos…

– Por favor, monseñor, necesito saber cómo va a terminar esto. Mi investigación. La búsqueda de la virgen. El proceso apocalíptico.

«Deseo que me revele cuál será el desenlace… El descenso al Averno que yo he iniciado ya…

Monseñor Stingley se levantó y miró de arriba abajo la desordenada mesa y a Eduardo Rosetti. Luego, se alejó arrastrando los pies hacia una de sus atiborradas librerías. Repentinamente, se desmoronó todo su cuerpo. Sintió un intenso escalofrío.

– Para comenzar, lo peor…, la pérdida de dominio, la pérdida de voluntad, que usted experimentará. Usted comprobará que no tendrá libertad para elegir. Ninguna libertad para pensar y actuar. Esto será el comienzo. Esto es el comienzo. ¿Se imagina lo que será? ¿Perder todo control sobre la propia voluntad…?

»A renglón seguido, sentirá un decaimiento de cuerpo, mente y espíritu. Perderá toda esperanza, padre Rosetti. Y esa desesperanza corrosiva, esa abyecta sensación de impotencia y futilidad, será la más demoledora de todas las experiencias humanas concebibles. Mucho peor de lo que usted pueda suponer.

«Cuando sobrevenga esto, cuando no haya nada en su mente y alma salvo la desesperanza abismal, infausta, entonces usted sabrá que está a punto de dar el primer paso ignominioso hacia el Infierno.

Joseph Stingley se mantuvo erguido ante el ventanal de un azul deslumbrante dando la espalda al sacerdote del Vaticano. Pareció como si no quisiera enfrentarse con el padre Rosetti en esa coyuntura.

– Padre, ahora mismo yo rogaría a Dios Todopoderoso que se apiadara de usted. Pero eso sería engañarle con falsas esperanzas. Padre Rosetti, no siga adelante con su terrible investigación. ¡No debe hacerlo!

Monseñor Stingley dio media vuelta… y se encontró con una habitación vacía.

El padre Rosetti caminaba ya por los largos y resonantes corredores desfilando ante murmurantes monjes.

Apretó el paso.

Lo avivó más todavía.

Abandonó corriendo San Juan de la Cruz.

– ¡Te lo suplico, padre! -oyó gritar a sus espaldas -. ¡Nadie tiene derecho a exigirte eso! ¡Ni siquiera el Papa tiene derecho a exigirtelo!

»¡ PARA CONDENARTE A UNA VIDA ETERNA EN EL INFIERNO!


CARDENAL JOHN ROONEY

Aquel domingo fue un día congelador en Washington. Durante toda la jornada se elevaron sin pausa, a lo largo de Bay City, humaredas de un gris azulado para fundirse con un cielo alto igualmente sutil. Durante todo el día, los rumores sobre un posible nacimiento virginal en Nueva Inglaterra fueron incrementándose con una celeridad y un histerismo sin precedentes. Al anochecer del domingo el arzobispo de Boston, cardenal John Rooney, publicó una declaración desde su despacho, situado a gran altura sobre la Commonwealth Avenue:

«Atendiendo al creciente interés sobre el embarazo de Kathleen Beavier, se celebrará el próximo lunes una conferencia restringida de Prensa.

Dicha conferencia tendrá lugar en Sun Cottage, residencia de los Beavier en Newport. La propia Kathleen Beavier estará presente para responder a las preguntas.

Entrada sólo con invitación. Así pues, hasta el lunes estaréis en mis oraciones. Dios os bendiga.»


MAÑANA DEL LUNES

Durante su clase de las nueve del lunes, en Providence College, el doctor Leonard Caputo, un vehemente y entusiástico profesor laico de Teología, decidió hablar sobre la virgen.

– ¿Alguno de ustedes, caballeros, sabe algo sobre la obra The Golden Bough de Sir James Frazier? -empezó diciendo el doctor Caputo.

No se oyó ni una sola respuesta de sus adormilados discípulos, cuya mayor parte eran graduados de Educación Física y Ciencias Económicas.

– Es un libro clásico que trata de mitos antiguos -dijo al fin uno de los jóvenes.

Más silencio.

Por fin, se oyó un profuno suspiro del doctor Leonard Caputo.

– En el siglo iv después de Cristo (Caputo decidió comenzar su lección con algo ajeno a Sir James Frazier) Santa Úrsula organizó un famoso y espeluznante peregrinaje a Roma. Fue un peregrinaje de once mil vírgenes.

Esa idea estimulante, quizá la metáfora, suscitó cierta animación a lo largo de los maltrechos pupitres del aula. Los ojos enrojecidos se abrieron. Incluso alguien silbó.

– Así fue exactamente. Las vírgenes fueron atacadas y violadas -explicó Caputo empezando a enardecerse con el tema.

«Caballeros. ¿Qué opinan ustedes sobre esa virgen de Newport? Seriamente. El cardenal de Boston se traslada hoy a Newport. Hará una declaración sobre el posible natalicio virginal en el siglo xx. ¿Qué significa eso para los jóvenes cristianos de la actualidad?


Otros dos muchachos de unos veinte años, distribuidores de gasolina en Newport, estaban departiendo sobre la virgen en la estación Mobil de la Thames Street.

– Escucha, Neal…, ¿sabes lo que sucedería a mi entender si Jesucristo descendiera otra vez a la tierra? -preguntó George Winters, un refunfuñón aprendiz de mecánica cubierto con una gorra roja Red Sox.

– Si yo supiera lo que piensas antes de que me lo cuentes…, tendría problemas tan gordos como los tuyos.

– Claro. Bien. Yo creo que le matarían una vez más, le crucificarían una vez más.


Situada sobre una colina de hermosa conformación a un kilómetro escaso de la estación Mobil, el Sagrado Corazón era la pintoresca iglesia que había visitado el presidente John y Jacqueline Kennedy cuando la Casa Blanca veraniega estaba en Hammersmith, Newport, casi treinta años atrás.

El lunes por la mañana dos mujeres ancianas de Newport, Irene Goodman y Nettie Blatt, charlaban animadamente mientras salían arrastrando los pies de la graciosa iglesia con dos capiteles gemelos. Las dos viejas señoras se iban sujetando los sombreros contra la brisa marina, y al propio tiempo ellas creaban una corriente alternativa con su borrascosa conversación.

– ¿Has oído lo que yo, Irene? -preguntó Nettie Blatt.

– Bueno, no lo sé todavía, querida. ¿Qué has oído?

La mejor amiga de Nettie, Irene Goodman, era una mujer perpetuamente acongojada que trabajaba todavía como archivadora en la empresa «Beattie & Grum Insurance Company».

– Según parece… la chica Beavier estuvo fuera en esa gran fecha secreta. Estuvo fuera con algún admirador local cierta noche de marzo. De eso hace aproximadamente nueve meses, Nettie. Se dice que tuvo un buen lío. El rumor corre por todo el Rogers High School.

– ¿Cómo averiguaste eso, encanto?

– La hija de Betty Brown se lo contó a ella. Ya sabes, su hija Reeme. Ella va también al Rogers.

– Uuum… -Nettie Blatt emitió un sonido gutural-. Me muero por conocer la historia que se está cociendo en la casa Beavier, allá por la Ocean Avenue.

– Yo también, Nettie, yo también. Apostaría, digo, apostaría a que sucederá una maravilla terrífica. Asiste el cardenal y todo.

– ¡Vaya! ¡Niño divino! -exclamó Nettie Blatt algo desdeñosa, pero sin olvidar santiguarse.


ANNE Y JUSTIN

Bien temprano en la mañana de un delicado azul en la que el cardenal Rooney celebraría su conferencia de Prensa, Anne paseó por la orilla del mar para meditar y rezar.

Balanceando en la mano su tercera taza de café aquella mañana, acortó camino por un sinuoso sendero atravesando las hierbas altas de las dunas que bordeaban la playa. Luego, caminó junto al agua rumorosa dejando que las perezosas olas le lamieran los tobillos desnudos, dejando que los guijarros de color crema y salmón se le introdujeran entre los dedos.

Mientras Anne pensaba sobre Kathleen, marcó con sus huellas la ondulante línea del agua; se preguntó qué podría significar ahora la implicación personal del cardenal Rooney.

Sobre todo, intentó imaginar qué podría decir el cardenal en la importante conferencia de Prensa, convocada para las cinco y media de la tarde. Todo cuanto había conseguido averiguar hasta entonces era que los corresponsales llegaban de todas partes a Newport y estaban llenando rápidamente los escasos hoteles de la localidad. Uno de los pinches, que vivía en la ciudad, le había dicho que Thames Street tenía aquella mañana el mismo ambiente que en plena temporada veraniega. A las siete se había formado ya una gran cola ante el café «Poor Richard».

Escalando una duna de tres metros, en donde ondeaba hierba playera y brezo escocés, Anne volvió la vista hacia la imponente mansión.

Un poco hacia el Este se dejó ver su viejo «Buick Special» negro traqueteando a lo largo de una fila de pinos albares. El horrible coche se detuvo. Se lo aparcó -un error imperdonable-en la avenida Beavier, una calzada impecable con su gravilla blanca.

El corazón de Anne empezó a alterarse. Inesperadamente, ella misma tuvo dificultades para mantener el equilibrio sobre unas piernas temblonas. Sintió que todo su cuerpo enrojecía.

El padre Justin O'Carroll había llegado a la mansión Beavier.


Protegiéndose los ojos contra el reflejo solar de la blanca residencia y de las dunas todavía más blancas, el padre Justin descendió del «Buick Special» modelo 1965 que él rescatara de la hacienda de un monseñor en Wilberham, Massachusetts.

La silueta de Justin, con sus 1,82 metros, se elevó sobre el aerodinámico automóvil, su orgullo y deleite en América. Su rizado pelo rojizo y fornida constitución sugirieron diversas profesiones, cualquiera menos la del sacerdocio.

A decir verdad, Justin mostró una sonrisa radiante, bendiciente, pero eso se debió más bien al resol que a la estimulante sensación producida por su inminente encuentro con Anne.

Observó cómo se le acercaba Anne caminando a través de las dunas y experimentó un vuelco del corazón. Era todavía demasiado vulnerable.

Su pelo oscuro captó el sol matinal. Anne pareció caminar a paso lento.

Por último, ambos quedaron uno frente al otro en la avenida conducente a la mansión Beavier.

Anne hizo alto a la distancia de un brazo extendido. Durante unos instantes, su mente quedó en blanco. No supo qué decir.

– Siento haber llegado de esta forma -dijo por fin Justin-. Hoy la gente se está aglomerando en Newport. Parece casi tan inaguantable como la muchedumbre de la Copa de América. Los peregrinos vienen a presenciar el milagro virginal, Anne. Yo estoy aquí como cualquier otro. He venido para ver a la madre virgen.

Sin poder remediarlo, Anne sonrió al sacerdote irlandés y le tendió la mano.

– Celebro que hayas venido, Justin. He deseado hablar contigo desde que sucedió esto.

– ¿Ha acumulado tu viejo coche algunos cuantos kilómetros más?

– Cien mil, por lo menos.

– Entonces demos un paseo. Así te contaré lo que está aconteciendo aquí, a mi juicio. Me gustaría conocer tu opinión. Tenemos mucho de qué hablar.


Justin siguió favorecido por la suerte y encontró un espacio para aparcar en la turística Thames Street de Newport. Luego, él y Anne se encaminaron sorteando la estruendosa circulación hacia Bowen's y Bannister's Wharfs.

Desde mediados de los años 1970 la antigua plaza del mercado, en Colonial Newport, era la sede de una pequeña concentración comercial. Allí había numerosas tiendas de artes y oficios, simpáticos cafés con terrazas al aire libre y algunos restaurantes coloristas a orillas del mar. Justin y Anne pasaron ante los restaurantes «Black Pearl» y «Clarke Cook House», ante una tienda de bisutería llamada «HMS Bliss», la «Gallery Eastbourne» y el «Spring Pottery Store», donde un auténtico horno antiguo estaba encendido y empezaba a funcionar.

Algo más allá del «Pottery Store» estaba el «Ezra More Café», un local bullicioso adonde entraron Anne y Justin para tomar café, charlar… y quedarse petrificados al verse juntos.

Primeramente, Anne intentó hablar sobre lo sucedido entre ambos; lo sucedido en New Hampshire, lo sucedido en Boston cuando ella se distanciara de repente. Cuando resultó imposible discutir un asunto tan penoso para ambos, decidieron departir exclusivamente sobre Kathleen. Cada cual procuró soslayar al otro como si jamás hubiera existido.

– Anoche, después de la cena -dijo Anne cuando llegaron las tazas de café-hablé con el médico de cabecera, quien suele visitar la casa para hacer un reconocimiento a Kathleen.

– ¿Es el que confirmó al principio la virginidad de Kathleen? -inquirió Justin.

– Sí. Por cierto, el doctor Armstrong es católico. Entre unas cosas y otras expuso algunos puntos interesantes sobre el nacimiento. Sugirió la posibilidad de un agente externo, quizás un virus que pudiera provocar la duplicación de los cromosomas. Según dijo el doctor, esto es bastante frecuente.

– Partenogénesis. He leído un poco al respecto -repuso Justin inclinando la cabeza.

– Ahora bien, el doctor Armstrong lo creyó improbable en el caso de Kathleen -prosiguió Anne-. Ninguno de los análisis lo ha confirmado… Sin embargo, él tocó otro punto. Hay un dilema fundamental, según el doctor Armstrong: ¿quedará intacta Kathleen después del parto?

– El Vaticano no investigará el nacimiento a menos que ella siga siendo virgen -dijo Justin-. Y me temo que no lo haga de ninguna forma.

Anne replicó:

– Como mujer he pensado siempre que el criterio de la Iglesia sobre ese tema es degradable para todas las madres que han dado a luz de forma natural. Parece inferir que el parto y las mujeres son algo deshonesto e indigno.

Justin meneó la cabeza.

– Retengo en la memoria una idea disparatada. Sobre algunas mujeres que quedan embarazadas porque hay semen en su bañera.

– Un cuento de viejas viudas. El doctor Armstrong dice que la temperatura normal del cuerpo controla la actividad del semen. El descarta todas esas teorías de chicas que pueden quedar embarazadas en piscinas o bañeras. No obstante, escucha esto.

»Una mujer puede permanecer intacta, pero hay una minúscula abertura por la cual se efectúa la menstruación. Si Kathleen hubiese estado drogada o desvanecida -sugiere el doctor Armstrong-, es posible que un hombre intentara tener contacto sexual con ella, y entonces podría depositar semen por excesivo enardecimiento pero sin llegar a la penetración total. Siendo así, ella seguiría siendo virgen. No sabría siquiera cómo había quedado encinta.

– ¡Qué gran detective hubieras sido! -Justin hizo una mueca irónica-. La versión de nuestra Iglesia sobre Rabbi David Small…, que en viernes el Rabbi hizo Esto o Aquello…. ¿Es así como ve el doctor Armstrong lo sucedido, Anne?

– No. Ni mucho menos. El doctor Armstrong cree que habrá un nacimiento divino aquí, en Newport.


ELIZABETH SMITH PORTER

Desde su ancha cama de matrimonio en el «Newport Goat Island Sheraton», Elizabeth Porter tenía una espléndida vista del puente Jarnestown con sus templados arcos.

– ¿Qué habrán producido Dios y The Times? -susurró mientras observaba la notable circulación… ¿de quiénes?

¿Creyentes? ¿Incrédulos? ¿Simples curiosos? ¿Perseguidores de ambulancias?

La crónica de Elizabeth, sobre la parturienta virginal, era lo que los periodistas cuarentones denominarían noticia candente. Tenía los ingredientes necesarios para mantenerse en primera plana durante un largo período: misterio y controversia, religión y sexo.

Era el tipo de noticia desconcertante que desequilibraba a las gentes. Consecuentemente, todo el mundo discutía de ello en las cafeterías, las colas de teatros y durante la cena en casa.

Un poco más tarde, Liz Porter salió presurosa de su apartamento de motel para presentarse a tiempo en la mansión Beavier. Mientras avanzaba a zancadas por el aparcamiento, se sorprendió a sí misma haciendo algo que, según podía recordar, no había hecho desde hacía quince o veinte años.

Elizabeth Smith Porter estaba rezando un Padrenuestro.

No fue porque creyera en la virginidad, sino más bien porque le resultaba difícil darle crédito.


MR. Y MRS. BEAVIER

Charles Beavier se acercó al florido espejo donde Carolyn estaba absorta pasándose el peine por la melena. El se dijo que su esposa conservaba todavía una belleza innegable a los cuarenta y ocho años. Incluso bajo la insostenible presión ejercida por el embarazo virginal de Kathleen, Carolyn parecía valiente y dueña de sus nervios.

El le pasó un brazo por el esbelto talle.

– ¿Sabes lo que he comprobado hoy acerca de ti? Algo en lo que he estado cavilando mucho últimamente.

Carolyn le miró a través del espejo y sonrió afectuosa.

– ¿Qué comprobación puedes hacer sobre mí a estas alturas?

– Bueno, veinticinco años después de nuestra boda… te sigo queriendo tanto como antes. Más, creo yo.

Carolyn Beavier bajó la vista.

– Yo no cambiaría por nada nuestros años. Te amo tanto, Charles… -susurró y Mrs. Beavier se volvió para mirar de frente a su marido.

Aquellos últimos meses, y sobre todo las últimas semanas, habían sido una horrible ordalía, algo indescriptible. Su hija, la chica con quien convivieran y a quien criaran amorosamente durante diecisiete años, había cambiado de repente. No era que Kathy hubiese sufrido un cambio radical. Pero las circunstancias habían originado una evolución drástica. Ese nacimiento. Ese increíble nacimiento virginal. La sospecha eclesiástica de que Kathy pudiera ser la madre de Dios… ¿Cómo podía ser posible eso? ¿Cómo podía ser posible tal cosa? ¿Qué significaría eso para ella y Charles? ¿Qué le ocurriría a Kathy cuando naciera el niño?

– Charles, me pregunto si habremos dado lo suficiente de nosotros a Kathy. Algunas veces temo que la hayamos apartado de nuestras agitadas vidas. ¡Cuánto me gustaría que ella y yo estuviésemos más unidas! ¡Quiero tanto a Kathy…!

– ¿Se lo has dicho a ella? -preguntó Charles.

– No lo suficiente hasta ahora. Creo poder mejorarlo. Espero que no sea demasido tarde.

– No lo es. Todo saldrá bien. Estoy seguro.

– Ruego porque todo concluya bien hoy. Dios mío, ¡qué duro es esto! Hemos caído en un auténtico infierno.

– Vamos abajo, querida -murmuró Charles-. Te quiero mucho, mucho.

– Me tiemblan las piernas, créeme… ¿Quieres cogerme la mano, Charles, por favor.


KATHLEEN

Cuando el ama de llaves, Mrs. Walsh, estaba aseando el dormitorio de la hermana Anne, creyó oír la voz de Kathleen. Ida Walsh interrumpió su trabajo y se deslizó de puntillas hacia el penumbroso pasillo. Sintió como un alfilerazo en las orejas bajo la cofia que cubría su pelo blanco.

– ¡Dulce Corazón de Jesús, María y José! -bisbiseó Mrs. Walsh.

¿No estaría la joven declamando sus oraciones antes de la importante reunión con los periodistas?

Ida Waísh no consiguió entender las palabras. Pero no…, Kathleen parecía estar hablando con alguien.

No era su madre ni su padre. Tampoco la hermana Anne o el padre Milsap. El ama de llaves reflexionó. ¿Quién sería entonces?

Mrs. Walsh se acercó cautelosa al dormitorio de la niña.

Adoptó una posición perfecta para ver la imagen de Kathleen reflejada en el espejo de su tocador… Ahora un poquito a la derecha y podría ver claramente quién más estaba allí…

¡Dulce y Sagrado Corazón de Jesús!

El ama de llaves dio un paso atrás. Se llevó la mano derecha al pecho. Mrs. Ida Walsh quedó estupefacta, horrorizada.

Desde luego, Kathleen Beavier estaba hablando con alguien. Y hablando en voz alta. Gesticulando con gran animación.

Pero no había absolutamente nadie en aquel aposento.

Y el espejo de la joven -el ama de llaves tenía la seguridad de haberlo visto-estaba lleno de llamas doradas y carmesíes cada vez más altas y envolventes.


EL PADRE ROSETTI

El padre Rosetti aceleró la marcha cuanto pudo por la atestada Octava Avenida neoyorquina mientras se preguntaba dónde podría presenciar la trascendental conferencia de Prensa.

Su reacción ante la historia de Kathleen Beavier fue de trauma y desespero. Había sido un craso error el publicar tal noticia en América. Ahora, él podría hacer muy poco o tal vez nada. Iría a Newport para entrevistarse con Kathleen Beavier lo antes posible. Mantendría en secreto la noticia sobre una segunda virgen irlandesa. Cualquiera que sea el desenlace, será la Voluntad de Dios. El padre Rosetti rezó.

Las cinco y treinta y cinco. El padre Rosetti miró su reloj. Era preciso encontrar un televisor. Sin demora. La conferencia en Newport se transmitiría de un momento a otro.

Verdaderamente, el padre Rosetti necesitaba ver a la virgen; necesitaba oír su voz y descubrir la verdad en sus ojos.

Rosetti emprendió la carrera; se abrió paso entre los erráticos y desesperantes peatones de la Octava Avenida.

Por fin vio lo que necesitaba. Dentro de un maltrecho escaparate con el letrero MARTIN'S GRILL. Un televisor proyectando luces fantasmales entre rojizas y azuladas.

Al entrar en aquel bar, el sacerdote del Vaticano topó con una mezcla de col hervida, cerveza agria y salchicha irlandesa. Oyó quejas cuando se anunció que se iba a suspender un partido de los Yankees para dar paso a una emisión especial.

Las caras largas alineadas en la barra se volvieron lentamente hacia la puerta de entrada.

– Aquí está el petimetre que podrá presentar nuestras quejas.

Un gracioso del bar apuntó al sacerdote.

– No, no -dijo el padre Rosetti-. Esto es muy importante. Me refiero a la conferencia de Prensa.

El sacerdote alzó la vista hacia la pantalla de televisión.

El cardenal de Boston apareció de cintura para arriba. Luego, una vista de la hermosa residencia costera donde vivía la chica. Mientras contemplaba aquello, el padre Rosetti rememoró su reunión con Colleen Galaher. La virgen Colleen.

De súbito vio a Kathleen Beavier en el televisor de color.

Se quedó mirando fijamente a la rubia virgen americana. Rogó para sus adentros que las cámaras acercaran más la imagen, mostrando claramente el rostro de Kathleen. Que le permitieran ver los ojos de Kathleen. El padre Eduardo Rosetti empezó a orar en el ruinoso bar de la Octava Avenida.

Pronto llegará a todos vosotros el Sagrado Niño. Muy pronto, ahora mismo.


KATHLEEN

17:30 h., 30 de setiembre de 1987


Una niebla grisácea y húmeda empezaba a extenderse por Sun Cottage cuando se condujo a Kathleen por los rasposos peldaños del porche trasero.

Allá arriba el cielo apareció pintado de un gris ceniza y largos jirones purpúreos. Las lámparas en los ventanales del salón de estar se fundieron con la cálida luz amarillenta de la avenida, según lo acostumbrado en las noches otoñales e invernales.

Kathleen se estremeció sin poder evitarlo cuando varias máquinas fotográficas lanzaron fogonazos de magnesio desde el penumbroso césped.

Su familia y el clero formaron una barrera protectora de dos en fondo tras la cuña de luces y micrófonos colocados sobre una mesa de 6 metros destinada a los banquetes.

En el lado opuesto de esa mesa se arracimaron cien o más periodistas, ente los cuales se veían muchos rostros conocidos.

Kathleen contempló atónita aquella escena irreal brillantemente iluminada y tembló otra vez. Su pulso cambió de marcha pasando al ritmo de carrera.

Más máquinas fotográficas lanzaron fogonazos y detonaron ante sus propios ojos. Varios magnetófonos empezaron a ronronear, listos para la grabación. Reporteros y cámaras se empujaron unos a otros deseosos de ocupar mejores posiciones para ver a la joven virgen.

Kathleen se retorció sin darse cuenta su sencillo vestido blanco. Ahora se sintió extremadamente nerviosa y atemorizada. Se preguntó qué pensarían de ella todos aquellos hombres y mujeres.

¿Se imaginarían estos periodistas que ella era una horrible embustera? ¿La tendrían por un monstruo? Kathleen no pudo encontrar respuestas mientras miraba a aquel mar de ojos brillantes y humedecidos que no apartaban la vista. Era como mirar por un espejo fantasmal de una sola dirección.


– Gracias a todos por venir. Gracias por presentarse aquí pese al apremio del aviso.

Con su gran estatura y evidentemente impresionante en su elegante indumentaria clerical roja, el cardenal John Rooney empezó a hablar con el tono más convincente de hombre del pueblo.

– ¿Me hacen el honor de acompañarme en una breve plegaria? Un Ave María. -El cardenal Rooney unió ambas manos e inclinó la cabeza. Luego, comenzó a orar con su voz recia y experimentada-: Dios te salve María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres, bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.

Después de la oración y tras un breve y prudente exordio, el arzobispo de Boston se ofreció para responder a cualquier pregunta fundamentada que quisieran hacerle los periodistas. El cardenal Rooney prometió que tras esa sesión de preguntas y respuestas, haría una declaración sobre la Virgen y el criterio de la Iglesia acerca del inminente nacimiento.

Un hombre enjuto vistiendo un Burbury color tostado inició las preguntas.

– Charles Swerdlow, Chicago Sun-Times:

»En estos tiempos me parece, a mí y a muchos otros con quienes he consultado, que la Iglesia atraviesa por un período difícil, algunos dicen de extinción. -El corresponsal habló con un agradable acento del Oeste Medio-. Ahora leemos sobre el próximo Sínodo de Cristo. Una asamblea eclesiástica, universal e importante, donde parece muy probable la adopción de grandes cambios. Hemos oído rumores sobre un posible cisma, incluso entre los conservadores y los comunistas dentro de la Iglesia. ¿Existe alguna conexión entre esas dificultades políticas y lo que está aconteciendo aquí, en Newport?

El cardenal Rooney repuso con un tono confidencial, primero al interpelante de Chicago y después a su expectante auditorio.

– No quiero parecer apologético, el período apologético de la Iglesia ha dado fin, creo yo, pero no debería haber tanta decepción e inquietud porque los jefes de la Iglesia luchen entre sí. La Iglesia es humana. Ahí está el quid. Pero también su energía y belleza. La Iglesia intenta siempre corresponder a las enseñanzas de Cristo.

«Respecto a la política eclesiástica y Kathleen Beavier, no hay, que yo sepa, ninguna conexión entre este acontecimiento y el próximo Sínodo de Cristo. El nacimiento de este niño no es un acto político, puedo asegurárselo.

– Jean French, ABC News:

«Cardenal Rooney, ¿representa esta conferencia una posición adoptada oficialmente por la Iglesia? ¿Se ha consultado a Su Santidad el Papa Pío sobre lo que se va a decir aquí?

– No estoy hablando ex cátedra. -El cardenal Rooney hizo un guiño a la mujer de pelo entrecanoso cuya imagen le era familiar por haberla visto muchas veces en televisión-. Sólo el Santo Padre puede hablar con infalibilidad, bajo la guía divina, si prefiere expresarlo así. Pero, sí, se ha consultado con el Papa sobre lo que me propongo decir aquí.

»El hecho es que la Iglesia se interesa por el nacimiento del niño de Kathleen Beavier. Si no fuera así, yo no estaría aquí.

«Oficialmente…, hoy no voy a decir mucho más que eso.

El cardenal Rooney hizo una pausa para tomar un trago de agua. Luego sonrió a los periodistas, admirando su prudencia y tacto hasta el momento.

– Permítanme agregar unas palabras en respuesta a esa última pregunta. Y por favor, comprendan que yo pugno también por encontrar respuestas. Procuren hacerse cargo de mi alusión anterior… Nosotros, los de la Iglesia, somos seres humanos falibles. Casi todos nosotros intentamos hacer el mejor trabajo posible. Conocemos bien los errores de la Iglesia en tiempos pretéritos, pero estos errores no deben ensombrecer el ministerio de nuestro Señor Jesucristo.

La voz honda e impresionante del cardenal Rooney fluctuó sobre la multitud.

– Aquí nos vemos ante un enorme y turbador misterio dentro del misterio. Es un problema complejo que sólo se lo podrían explicar a plena satisfacción el Papa Pío y, antes que él, los pontífices Juan Pablo, Pablo y Juan XXIII.

«Ustedes recordarán que, en 1960, el Papa Juan XXIII abrió un mensaje secreto enviado por nuestra Señora de Fátima mediante la niña portuguesa Lucía dos Santos. Únicamente el Papa Juan y quienes le sucedieron conocen el contenido de tal mensaje. Ni siquiera el Colegio Cardenalicio ha sido informado plenamente sobre el secreto.

»Yo mismo sé tan sólo que aquí existe cierta relación entre el milagro de Fátima en 1917 y el parto de Kathleen Beavier.

»Sé que Pío XIII sigue con sumo interés este nacimiento y le ofrece sus oraciones. Si me fuera permitido revelarles algo más lo haría, créanme. ¡Créanlo, por favor!

– Elizabeth Smith Porter, The New York Times:

«Cardenal Rooney, yo tengo una pregunta para la propia Miss Beavier, si se me permite. ¿Podría proporcionarnos Kathleen algunos antecedentes desde su perspectiva? Ahora mismo hay muchas conjeturas y especulaciones. Creo que nos gustaría a todos escuchar la historia por boca de Kathleen.

El cardenal de Boston hizo un gesto a Kathleen, indicándole que se adelantara. La multitud se acercó aún más a los micrófonos para no perderse ni una palabra de Kathleen.

– Yo no sé qué decir… -susurró la joven cuando el cardenal se apartó para cederle su puesto.

– Limítate a responder con sinceridad -le repuso el cardenal, apretándole afable la mano -. Lo harás estupendamente.

Una vez más, las máquinas fotográficas empezaron a soltar fogonazos ante sus ojos. Kathleen notó que su cuerpo perdía sensibilidad, como si se inyectara niebla en su cerebro exhausto.

Durante algunos segundos soportó uno de esos períodos angustiosos en que la mente se queda absolutamente vacía.

– Yo no he hablado nunca a un grupo tan grande como éste -consiguió decir al fin con un hilo de voz -. Por favor, discúlpenme si no lo hago bien. Mi amiga, la hermana Anne, y yo hicimos algunas prácticas preparatorias en casa y el resultado fue horrible.

Kathleen sonrió burlándose de su propia cortedad. Muchos periodistas sonrieron también al percibir su sincera simplicidad.

– La primavera pasada -prosiguió Kathleen-, descubrí que estaba encinta, pero seguía siendo virgen…

Ello le había causado horror y confusión, continuó diciendo Kathleen. Finalmente, había sacado fuerzas de flaqueza para contárselo a sus padres. Aquel mismo día ellos la habían llevado al médico de la familia, quien lo había confirmado: estaba encinta y era virgen. Entonces el cardenal Rooney se enteró del conflicto por la madre de Kathleen. Hubo más reconocimientos por varios doctores en Boston. Hubo múltiples preguntas por parte de numerosos sacerdotes. Finalmente, el Vaticano se vio envuelto en una cuestión que la propia Kathleen no acababa de entender.

– A decir verdad, esto es todo cuanto puedo decirles por ahora -dijo Kathleen, poniendo punto final a su relato.

No supo decirse si había respondido correctamente a la pregunta, pero intuyó que los periodistas simpatizaban con ella. Durante unos momentos hubo cierta extraña intimidad compartida por todos. Sin embargo, ella se sintió soñadora e irreal, casi ajena a su cuerpo.

La voz de un corresponsal se alzó fluctuante sobre la nutrida concurrencia.

– John Kamerer, Boston Record-American:

«Entonces, ¿hay algo más en su historia, Miss Beavier? Usted ha dicho "esto es todo cuanto puedo decirles por ahora".

Kathleen se tambaleó sobre el estrado improvisado. Miró a las caras expectantes, curiosas. No supo si debía decir o no lo que pasaba por su mente.

– Hay algo…. algo que me sucedió una noche de enero -murmuró por último Kathleen.

– ¿Nos hace el favor de contárnoslo, Kathleen?

Esta terrible sensación de irrealidad… esa atormentadora confusión sobre lo real y lo irreal la asaltó ahora con creciente fuerza. Unos temores que ella jamás imaginara le causaron estremecimientos. Kathleen se sintió como si estuviera hablando a todos ellos en sueños. O como si ellos mismos estuvieran soñando.

Se sobresaltó cuando, al extender la mano, tocó un micrófono auténtico. Metal auténtico. Un sonido intenso, amplificado, tintineante.

– Lo siento -Kathleen sacudió la cabeza-. Hay algunas cosas de las que no puedo hablarles. Lo… lo siento mucho.

Kathleen estuvo a punto de llorar cuando las fotografías aceleraron el ritmo. No supo qué decirles en aquel momento. No pudo revelarles la verdad. Le fue absolutamente imposible.

– No me proponía comportarme de esta forma… Lo siento -repitió.

En aquel instante algo distrajo a Kathleen, le hizo apartar su atención de los periodistas… ¿Un ruido…? ¿Una cosa invisible moviéndose por el césped…?

Algo estaba sucediendo.

Algo estaba sucediendo junto al oscuro pinar que se elevaba cual un centinela gigantesco a espaldas de los apelotonados periodistas.

Kathleen sintió una aceleración horrible del corazón. Durante unos segundos, Kathleen creyó sentir en sus entrañas los movimientos violentos del niño. Su faz enrojeció enormemente, ella se apercibió. Sintió un extraño sofoco que no había experimentado nunca. Su cuerpo y su vestido estaban empapados de sudor.

– Ella está ahí.

Súbitamente, la joven de diecisiete años alzó la voz sobre la concurrencia. Su eco resonante se extendió por los prados y pareció seguir hacia el mar atraído por una fuerza absorbente. Luego se hizo un extraño silencio.

– Ella está aquí ahora -repitió Kathleen con voz más templada.

Los periodistas empezaron a volverse pausadamente y miraron hacia el lugar adonde señalaba el brazo de la joven rubia.

– Nuestra Señora ha llegado. Por favor, miren detrás de ustedes. La Gentil Señora está entre nosotros.

Los suaves ojos azules de Kathleen parecieron cristalizarse; se hicieron cada vez más distantes y sosegados; la muchacha rubia siguió señalando sobre sus cabezas; una sonrisa encantadora iluminó su rostro.

Una reverencia obvia y una expresión de dulce sorpresa se hicieron patentes en la faz de Kathleen.

Todos los objetivos de cámara se movieron hacia adelante para tomar un primer plano de la singular joven. Todos intentaron captar la asombrosa inocencia y el arrobamiento de su expresión.

– ¿Es que no la ven? -les susurró de repente Kathleen echándose a temblar. Las lágrimas empezaron a rodar por sus mejillas. El cuerpo se estremeció de pies a cabeza-. ¡Ah, no…! ¡Véanla, se lo ruego! ¡Ah, no, no! No pueden verla, ¿verdad? -les preguntó calmosa Kathleen Beavier-. ¡Ah, Dios mío! ¿Por qué yo…? ¿Por qué yo sola?


LOS SIGNOS

A juzgar por la sobrecogedora e inmediata reacción observada aquella tarde, todas las gentes del mundo necesitaban creer en algo…

En cualquier cosa…

Incluso en una mirada de honradez e inocencia sobrecogedoras… aunque fueran las de una jovencita.

– ¡Milagro…! ¡Es un milagro!

Un burdo italiano danzó y giró por la magnífica piazza consagrada de San Pedro en Roma. El hombre se rió del

Universo por intentar destruir su maravillosa fe y convertirla en polvo y mera insignificancia durante los últimos cincuenta años.

¡Ahora llegará un niño divino! El hombre se mostró convencido.

Por fin un segundo niño divino llegará para salvar al mundo.

Campanas doradas de un diámetro de 1.50 metros comenzaron a tañer sobre la piazza empedrada de la majestuosa Basílica. El musical y eterno tañido tuvo un significado bajo la inmensa sombra proyectada por el mayor templo del mundo.

Los cristianos de todas partes comenzaron a orar, a clamar por sus pecados y sus almas inmortales.

Por todas partes quedaron pasmados ante la inocencia que habían percibido en los ojos de la virgen americana Kathleen Beavier.


Una larga procesión de alemanes avanzaba penosamente por el área exterior, semejante a un buñuelo, de la famosa catedral berlinesa Kaiser-Wilhelm-Gedáchtniskirche. La cola se extendía mucho más allá del relumbrante Kurfürstendamm. Hasta donde alcanzaba la vista. Opulentos caballeros y damas, caracterizados por sus facciones enjutas, bien cinceladas, y alemanes de clase inferior, tendentes al rostro ancho y carnoso… todos ellos estuvieron juntos en aquella noche fría de Berlín. Todos ellos entonaron juntos los más hermosos y glorificadores himnos a la Santísima Virgen María.


En la catedral neoyorquina de San Patricio, el obispo Donald Browning oficiaba una Misa Mayor imprevista a media noche. Cinco mil neoyorquinos aproximadamente se aglomeraban en la catedral gótica.

En Dublín y Cork ondeaban las banderas papales blancas y amarillas desde la Central de Correos hasta la O'Connel Street, ante todos los restaurantes y pubs, ante el portal del famoso «Gresham Hotel».

La voz se difundió: Un segundo niño divino.

Otra oportunidad para el mundo.


En Notre-Dame de París, la enorme campana de trece toneladas colgando de la torre sur difundió el sagrado mensaje a los escaños de derechas e izquierdas, a la cercana Sorbona, al Marché aux Fleurs y Les Halles. Bajo los grandes torreones en la Place de Parvis los mirones y los amantes, los artistas callejeros y los clochards interrumpían sus actividades durante un momento solemne e impresionante. La multitud ofrecía una plegaria a la joven americana Kathleen Beavier… que tenía en definitiva ascendencia francesa.

En la catedral londinense de Westminster, unas cinco mil personas asistían a una conmovedora misa del alba antes de marchar hacia su trabajo. Allá arriba, en el granítico altar cómico, el propio cardenal Hume oficiaba la Misa mientras se decía que había acudido más gente de la que se hubiera esperado el día de Navidad. ¿Por qué se sentiría ahora tan afectado el pueblo? ¿Por qué se sentiría tan dispuesto a creer? Estas eran las preguntas que se hacía el cardenal. En los diarios matutinos, Graham Greene decía que la sorprendente popularidad de la historia o mito le había confundido un poco. Decía también que eso le recordaba el traslado de casi cien mil personas a Fátima para presenciar aquel curioso milagro, mayormente sin explicar todavía, en el otoño de 1917.


A medianoche, grandes cañones dispararon salvas ceremoniales en la soberbia plaza de Bernini, frente a San Pedro.

Aves alarmadas levantaron el vuelo desde un millar de nidos recónditos.

La multitudinaria concurrencia internacional empezó a dar palmadas respetuosas, a encender cirios y cerillas en la oscuridad purpúrea.

Arriba, en una ventana de la última planta del Palacio Apostólico con su dorada cúpula, apareció por fin una figura frágil vistiedo una túnica blanca y el solideo. El Santo Padre extendió los endebles brazos hacia el pueblo. Le dio una breve e improvisada bendición y luego rogó junto con los fieles.

La gente comenzó a agitar los brazos mientras apelaba a la distante figura pontificial.

– ¡Papa, Papa! -clamaron.

Las potentes campanas dentro de San Pedro reanudaron sus estruendosos tañidos.

Entonces aparecieron bajo cada arcada los centinelas de la Guardia suiza con sus plumeros carmesíes y sus vistosos uniformes del estilo Miguel Ángel.

– Santa María, Madre de Dios -entonó solemnemente el Papa-, ruega por nosotros, pecadores…

La Iglesia Católica Romana, con sus setecientos millones de fieles, pareció aquella noche más vital y más llena de promesas que en los últimos mil años.

Загрузка...