Santísima Virgen María, tu vida de fe y amor y perfecta unidad con Cristo fue proyectada por Dios para mostrarnos claramente cómo deberían ser nuestras vidas… Tú eres el arquetipo de maternidad y virginidad.
CONCILIO VATICANO SEGUNDO, 1964.
El infante estaba cabeza abajo cual un acróbata circense en el pequeño útero de su madre. La diminuta criatura se asía levemente con una mano al cordón umbilical, la imagen perfecta del sosiego.
La menuda cabeza estaba empotrada en la mucosa cervicovesical. Los pies, como patas de cangrejo, golpeaban juguetones las delicadas membranas estomacales de la madre.
Extremidades, dedos de manos y pies, uñas, cejas y pestañas del niño estaban plenamente desarrollados. No se podía distinguir el sexo. Los latidos de su corazón eran rítmicos, sin tacha. Los sentidos de la vista, el oído y el tacto estaban casi atrofiados pero prestos a desarrollarse rápidamente apenas se les aplicaran los adecuados estímulos.
El niño media aproximadamente cuarenta centímetros de longitud, pesaba un poco más de tres kilos, es decir, un término medio.
La piel, aunque sonrosada como un pétalo de rosa, estaba cubierta por un suave vello negro y arrugada como la de una persona muy anciana. El cuerpo estaba envuelto por completo en una fina gasa como la piel de un queso.
Cada una de las microscópicas células cerebrales contenía amor y bondad, capacidad sin igual para experimentar felicidad y tristeza, talento, ingenio y sentido de la ironía, amor por la belleza y voluntad para sobrevivir dentro de la raza humana.
En todos esos terrenos era un niño como cualquier otro.
Todo se mueve demasiado aprisa y en cielos peligrosos e ignotos, dijo Anne para sí sin poder dominar un estremecimiento.
¿Qué elementos tenían una explicación lógica, a su juicio? ¿Cuáles no la tenían? ¿Quién podría sentarse tranquilamente para valorar con serenidad cualquiera de las cosas ocurridas en aquellas últimas y emotivas horas?
Dos vírgenes, reflexionó Anne mientras caminaba despaciosa por el desierto vestíbulo del hospital cuyo ambiente estaba saturado con los fuertes vapores del alcohol para fricciones.
Pobre Kathíeen. Inconscientemente, Anne apretó los puños, tensó y distendió los músculos dorsales al compás del paso.
Le resultó difícil imaginar cómo podría sobrevivir a todo aquello una chica de diecisiete años. «La vida de Kathíeen no será nunca más la misma -pensó Anne con tristeza-. Cualquiera que sea el giro de los acontecimientos a partir de hoy…»
Anne dio la vuelta a una esquina para entrar en otro vestíbulo idéntico de mármol y piedra. Plantado ante una asombrosa hilera de estatuas religiosas, un joven policía italiano armado con fusil la miró llegar.
– Signorína.
El policía reconoció a sor Anne como la acompañante de la virgen y se llevó dos dedos a la visera.
«A estas horas -pensó Anne-, Justin y el padre Rosetti estarán ya probablemente en casa de Colleen Galaher… Colleen es también una muchacha encantadora. Incluso más joven (¿y más inocente?) que Kathíeen.» Anne recordó haber ayudado a Colleen en la preparación del té y haber charlado con ella sobre una receta para hacer bizcocho. También recordó que Colleen le había gustado apenas se conocieron… ¿Cuál era la razón? Muy sencillo. ¿Qué era ia virgen irlandesa si no otra joven confusa e inocente? ¡ambas chicas parecían tan buenas, tan rectas…!
¿Por qué les habría elegido Dios, a ella y a Justin, para tan importune tarea? Anne se maravilló.
¿Por qué estaba ella, aquí, en Roma, con Kathíeen? ¿Por qué se hallaba él, allá en la Irlanda occidental?
¿Qué les sucedería a todos ellos dentro depocas horas?
Volviendo otra sombría esquina de piedra, Anne vio que había llegado al final del edificio. Así pues, dio media vuelta y se encaminó a la habitación privada en donde dormía todavía Kathíeen.
Millones de personas estarían preguntándose ahora por todo el mundo acerca de la joven virgen… y del misterioso niño sagrado. Pero ella estaba allí, presente. Era algo difícil de creer. Sin embargo, resultaba estimulante el hacer que su cerebro incorporara las duras realidades a los acontecimientos que estaban teniendo lugar.
Cuando entró por el portal de piedra en la habitación de Kathíeen pasando entre el sombrío cuarteto de guardias, notó que su nerviosismo y ansiedad eran ya ingobernables. Su corazón latía a toda prisa.
Anne intentó no alimentarse de excesivas esperanzas.
Procuró desechar las maravillosas posibilidades de este nacimiento en Roma. Por la pequeña ventana de la habitación, sor Anne Feeney contempló un sol entre anaranjado y bermellón flotando sobre el Trastevere.
¡Hermoso amanecer!, se dijo. Un signo.
El coronel Reese Monash intentó absorberen los círculos internos de su mente la gloria plena de aquel caos magníficamente ordenado, la milagrosa serenidad, la increíble belleza que le había sido dado presenciar.
Había billones de estrellas cual una exhibición de joyas incomparables sobre un fondo infinito azul, casi negro. Había remolinos de gas suavemente coloreado. Meteoritos marmóreos, blancos o negros. Luego, surgía ante la vista un planeta lejano e iridiscente con rojos anillos chinos.
El coronel Monash miró fijamente a los cielos desde su asiento en los mandos del U.S. Skylab VI.
Reese Monash y el capitán Mickey Kane cumplían su décimo séptimo día en el espacio; una prueba espacial rutinaria. Cuatro días más y retornarían a térra ferma: Houston, Texas, donde esperaban a Reese su esposa Janie de veintinueve años y su hijo Wiilie Mac…
Y hablando de eso, la tierra, el coronel Monash divisó encantadoras y parpadeantes luces de numerosas ciudades allá abajo por toda Norteamérica. Vio también desiertos. Y las grandes manchas negras que eran los océanos Atlántico y Pacífico, lo sabía bien.
Cuando subía en uno de los laboratorios espaciales, Reese creía pertenecer a otro planeta. El astronauta creía formar parte de una inteligencia grandiosa, se veía cual un ser sobrenatural, infinito.
Mick Kane afirmaba que él tenía la misma sensación bastantes veces. A su modo de ver, el Skylab VI era como una iglesia, realmente una alambicada capilla interplanetaria que podía inspirarte grandes pensamientos. Y bien sabía Dios que uno no podía pensar ya en tierra.
Repentinamente, el astronauta de más edad miró hacia el lado derecho de la carlinga.
El coronel Reese distinguió una estela luminosa moviéndose a gran velocidad.
El coronel la vio con perfecta claridad, pero no estuvo dispuesto a reconocerlo hasta que la miró fijamente durante treinta segundos largos.
Por fin admitió la realidad de lo que había ante sus ojos. Surgiendo por detrás de la luna apareció un enorme cometa envuelto en una nube granular de niebla púrpura y gris. La pecuiiaridad principal fue que se trasladaba con tremenda celeridad apartando de su camino a los pequeños meteoros como si fuesen pelotas. Materia que viajaba así desde la creación del Universo, materia que había visto a Dios, por así decirlo.
El núcleo tendría 150 kilómetros de diámetro, según calculó rápidamente Reese. Endiablado tamaño. Mayor quizá que el Kohoutek.
– ¡Eh, Mickey, ven a proa,…! Mick, ahí hay un cometa endemoniadamente grande viniendo hacia nosotros. Dirigiéndose hacia la Tierra. Acabo de localizar a ese maldito cometa.
– Mejor será que llames a Houston -respondió el otro astronauta mirando hacia el espacio. De pronio, Mick Kane lo vio…, el cometa -. ¡Jesucristo! ¡Llama a Houston!
Mientras el «Ford» inglés ronroneaba a lo largo de la carretera en un terreno suavemente ondulado, el padre Justin O'Carroll miró fijamente al cielo metálico y pesado que se cernía sobre ellos.
Primero, Justin rezó.
Luego, tuvo un pensamiento aterrador: Yo no debería estar aquí. Carezco de la suficiente energía. Lo intuyo. Mi fe no es lo bastante firme. Soy exactamente la peor elección que se pudiera haber hecho.
La casa Galaher, en las afueras de Maam Cross, no tenía el mismo aspecto de antes, según le pareció a Justin.
Inesperadamente aparecieron un bungalow desconocido de estuco y un granero en el parabrisas del «Cortina».
También una antena de televisión jamás vista, cual una rama enmarañada, sobre el techo de paja. La hierba semejaba un paño verde sin batanar. Demasiado oscura. Demasiado oscura. El propio cottage parecía estar escorado.
Algo marcha mal aquí. Justin estuvo casi seguro. Algo ha cambiado… ¿o será mi imaginación? ¿Mis temores?
Cuando bajaron del coche, el padre Rosetti se volvió hacia Justin.
– Sor Katherine abandonó ayer a la joven. No se creyó suficientemente fuerte. Nosotros debemos ser fuertes. Los dos. Usted me pidió ayer que le dispensara mi confianza. Yo confío en usted, padre O'Carroll. Sólo confió en usted y en mí.
En el cuarto de estar con su olor rancio pese al caldeamiento de la chimenea, había cinco sacerdotes jesuítas; todos ellos tenían aspecto recio y sus edades oscilaban entre los treinta y cuarenta años.
«Este cuarto de estar parece también diferente y nuevo», pensó Justin. Un gran reloj de caja, todo de caoba, hacía oír su tictac como si fuera el latido del sobrio aposento.
– A estas horas el niño Beavier habrá nacido también sosegadamente. Oculto a la vista pública, tal como éste -susurró el padre Rosetti-. Bajo la santa vigilancia de los sacerdotes.
Agachándose para evitar los trabes del techo, ambos padres, Rosetti y Justin O'Carroll empezaron a ascender la rechinante escalera hacia el dormitorio de Colleen.
– ¿Quiere ir a buscar mi estola, padre O'Carroll? Y también el Manual.
Cuando ambos entraron en la pequeña habitación, cerrada a piedra y lodo, Justin observó que la joven irlandesa estaba desasosegada a todas luces. Sufría violentos espasmos y los dolores del parto. Su cara diminuta y pecosa tenía un aspecto desvaído, casi anémico.
– ¡Por Dios santo! ¿Dónde está el doctor? -inquirió Justin-. ¿Por qué no ha venido todavía el médico? ¿Dónde está el anestesista? La muchacha está sufriendo ya los dolores del parto.
La reacción de Justin pareció sorprender al padre Rosetti, pues sus ojos castaños se entornaron hasta parecer rendijas.
– Yo asumiré la función del doctor o de la comadrona -bisbiseó el padre Rosetti-. Y usted, padre O'Carroll, me ayudará durante el alumbramiento. No se permitirá entrar a nadie en esta habitación, según los poderes que me han otorgado el Papa Pío XIII y Nuestro Señor Jesucristo.
El padre Rosetti cerró la pesada puerta de pino con un leve empujón. Colleen abrió de par en par los suaves ojos verdes y miró a los dos sacerdotes.
Ningún otro momento se había igualado a éste durante casi dos mil años.
– ¿Está usted seguro acerca de este niño? -susurró Justin por última vez -. ¿Absolutamente seguro, padre?
Ningún pontífice de los tiempos modernos había sido intervenido quirúrgicamente fuera del Vaticano. Tanto Juan XXIII como Pablo VI habían sido sometidos a operaciones de próstata en quirófanos especiales instalados en las dependencias papales. Sin embargo, varios cardenales habían recibido tratamiento quirúrgico en San Camillo o el Salvatoi Mundi donde se encontraba ahora Kathleen Beavier en la cuarta planta.
El personal clínico del Salvator Mundi estaba constituido por monjas del Salvador y hermanas laicas. Muchos médicos eran americanos, e incluso los doctores italianos hablaban inglés, dada la gran afluencia de opulentos pacientes americanos.
El edificio de cuatro plantas, estaba construido con ladrillos de color ocre y sus amplios ventanales tenían el estilo de la arquitectura religiosa. Tanto el hospital como el cercano convento de El Salvador estaban rodeados por un alto muro de ladrillo bajo la sombra de grandes pinos con copa aparasolada.
Aquella mañana se habían reunido sesenta mil personas ante la verja del hospital. Otros cientos de millares se estaban congregando en la plaza de San Pedro.
Dentro de la clínica propiamente dicha, las instalaciones eran realmente lujosas. Los corredores de mármol y piedra labrada eran más anchos que muchas calles romanas. Su piso estaba tan pulido que reflejaba cualquier movimiento y la luz trémula de los candelabros broncíneos aplicados a las paredes.
En la suite 401-401 A, Kathleen Beavier y la hermana Anne Feeney esperaban intranquilas y hacían cuanto podían para llegar al alumbramiento en buenas condiciones físicas y emocionales.
– Haz fuerza ahora, Kathleen.
Anne la animó como si fuera ella misma la parturienta… o por lo menos sintiendo idéntica ansiedad.
– Es un esfuerzo muy doloroso -gruñó Kathleen Beavier.
El cabello rubio de la joven estaba ya empapado de sudor, oscurecido y enmarañado. La boca reseca.
De pronto, Kathleen levantó la vista y suspendió el temible ejercicio. Vio que ella y Anne no estaban ya solas en la habitación del hospital Salvator Mundi.
Un hombre permanecía inmóvil bajo la solitaria arcada de piedra conducente a la habitación. Un anciano solemne a quien ella y Anne reconocieron inmediatamente.
El Papa Pío XIII había acudido para ver con sus propios ojos a la virgen.
Informe de la agencia UPI
Esta mañana, la Policía italiana movilizó un ejército de dos mil agentes antiterroristas y tiradores especializados no sólo para proteger a la joven Kathleen Beavier, sino también a los dignatarios visitantes aquí en Roma.
Las autoridades dispusieron una escolta adicional para el presidente argentino Jorge Videla, descrito por los grupos izquierdistas como el verdugo, para el vicepresidente católico de los Estados Unidos Hugh Middleton, el presidente Eleas Sankis de Líbano, el rey Juan Carlos de España, la princesa María de Bélgica, el ex monarca de Grecia y el presidente Bauer, de la República Federal Alemana.
Expertos de la Policía italiana colaboran con las fuerzas de Segundad del Vaticano para adoptar medidas antiterroristas excepcionales con objeto de controlar la inmensa plaza frente a la Basílica de San Pedro y localizar a posibles francotiradores y otros puntos peligrosos. Tanto el Papa Pío XIII como Kathleen Beavier se hallan bajo una intensa vigilancia protectora durante las veinticuatro horas del día.
Esperanza, expectación y excitación fueron contagiosas en el mundo entero; aquello se generalizó como algo nunca visto durante siglos o quizá milenios.
Un sacerdote joven, rubio se irguió sobre el gran terrazzo pétreo del Palacio Apostólico.
Más de cuatrocientas mil personas se arracimaron ante él cubriendo por completo la majestuosa plaza de San Pedro, extendiéndose más allá de donde alcanzaba su vista.
El joven sacerdote experimentó una sensación de poder abrumador; cayó en la tentación de verse algún día como un gran dirigente de la Iglesia. Cogió el micrófono portátil y empezó a rezar con admirable unción. Su sonora voz de barítono fue
como un trueno arcangélico sobre el mar de cabezas en la plaza de San Pedro.
La multitud respondió a la plegaria con un rugido tronante, apenas concebible. Luego, se cantó el Veni Creator Spiritu: Ven, Santo Espíritu.
En México, un millón aproximado de fieles asistió a la emotiva misa en la Basílica de Guadalupe y sus alrededores, el lugar donde se apareciera por vez primera la Virgen a un indio mexicano allá por el siglo xvi.
En toda España y Holanda, en toda Francia, Polonia y Bélgica, en Alemania Occidental e Irlanda y regiones de Inglaterra, las grandes catedrales se llenaron hasta el límite de su capacidad.
Al comenzar el día laborable, largas líneas surgieron de las iglesias más importantes en Amsterdam y París, Bruselas y Londres., Madrid, Varsovia y Berlín. Las resonancias del Ave María flotaron majestuosamente en el vigorizante aire otoñal.
Por otra parte, el satélite televisivo Telstar de los Estados Unidos proveyó una participación instantánea desde Nueva York, a través del Oeste Medio hasta California. Un número jamás conocido de televidentes para contemplar el nacimiento en el programa de primera hora.
En Boston, todos los escolares de la inmensa Archidiócesis fueron conducidos con autobuses al Fenvay Park, campo de béisbol de los Red Sox, donde se oficiaría una misa al aire libre. Los gloriosos sonidos de la Misa para niños se elevaron hasta el Massachusetts Turnpike, desarticularon la circulación matutina de tal modo que quienes iban hacia el Oeste hubieron de regresar hasta la carretera 128, y los automovilistas en dirección Este tuvieron que volver al Callaghan Tunnel.
En Los Angeles, la concentración más emotiva de todas fue quizá la del anfiteatro Frank Lloyd Wright's Hollywood Bowl.
Con una superficie de 2.023 áreas, el estadio tenía cabida para más de setenta mil personas; las colinas circundantes le procuraban una acústica natural que hacía innecesarios los micrófonos a los asistentes religiosos y demás celebridades. En otros tiempos había sido escenario para los espectaculares oficios de Pascua… Aquella mañana lo era para una inmensa reunión de familiares y amigos de las personas afectadas por la poliomielitis veneciana. Todos juntos rogaron por un gran milagro; rogaron para que la virgen misericordiosa curara a sus seres queridos.
En las últimas horas antes del nacimiento, una revista calculó que se habían hecho por lo menos cinco millones de fotografías, y aproximadamente medio millón de grabaciones. Durante un período breve y esperanzador los pueblos del mundo se unieron y ofrecieron oraciones por la joven Kathleen Beavier y su hijo a punto de nacer.
– ¡Santa Madre de Dios…! -La voz del joven sacerdote siguió resonando entre las grandes columnatas y las monumentales columnas antiguas -. Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén.
– ¡Confiamos en la voluntad de Dios!
Las gentes rezaron juntas formando un coro ensordecedor, escalofriante.
– ¡Creemos en Dios Todopoderoso!
El pueblo del mundo entero deseaba todavía creer. Después de tantos años dificultosos, años de espiritualidad decreciente, el pueblo deseaba todavía creer.
La sala de partos dentro del hospital Salvator Mundi era muy amplia y de una blancura deslumbrante; también un poco aterradora, tal como suelen serlo los quirófanos con su atmósfera antiséptica.
Varias hermanas de El Salvador, algo nerviosas, con sus inmaculados uniformes blancos y todas almidonadas, se atareaban afanosas haciendo lo posible para auxiliar al equipo médico especial.
Cuando dos de ellas trasladaron sin esfuerzo a Kathleen desde la camilla rodante a la mesa blanca y esterilizada de alumbramientos, ella dejó caer los párpados… Notó que empezaban a atarla con vendas. Luego, que le colocaban suavemente los pies en unos estribos obstétricos de frío metal. Acto seguido, hicieron descender un espejo de cromo pulido para que se viera a sí misma, y le pasaron por la frente una esponja empapada con una mezcla picante de alcohol.
Con mucho dolor, pero sintiendo también una calidez adormecedora, Kathleen dejó retroceder el pensamiento hacia su primer encuentro con el Papa Pío. La adolescente creyó estar oyendo todavía las palabras del Santo Padre. Recordó exactamente lo que él le había dicho… sus inflexiones, todo:
– Kathleen, según el mensaje de Fátima… podría entablarse una batalla sobre la superficie terrestre entre el reino de Dios y los dominios del diablo. Ello podría significar el juicio Final pronosticado en las Revelaciones de san Mateo y san Marcos… hay dos vírgenes. Una engendrará al Salvador…, otra al Anticristo.
– ¡No! ¡Por favor!
Kathleen levantó la voz de repente en la atareada sala de partos.
– Todo va bien, Kathleen. Todo marcha perfectamente hasta ahora.
La joven oyó una voz sedante.
Sus ojos se abrieron parpadeantes en la sala del hospital extremadamente luminosa y activa.
Un hombre muy atractivo con una bata blanca y holgada, un médico de hermosos ojos castaños la miraba inclinado sobre ella. Había cierta expresión humorística en el rostro de aquel hombre alto. Una luz de la sala estaba centelleando. Casi parecía un guiño en el ojo derecho del cirujano.
– Soy el doctor Bonnano, ¿recuerdas? Nos conocimos anoche en tu habitación… Escucha, Kathleen, yo quisiera darte algo para facilitar el parto. Lo que llamamos epidoral local.
Kathleen asintió pero lanzó un leve gemido de dolor.
– Lo creas o no, todo es absolutamente perfecto hasta ahora. Gozas de una salud privilegiada, condición fundamental para tener hoy un hermoso bebé.
– Gracias -balbuceó Kathleen, sintiendo que empezaba a perder el dominio de sí misma por alguna razón inexplicable.
Se preguntó si aquello le sucedería a todas las madres poco antes de alumbrar.
Otro doctor le hincó una aguja larga y aguda. El dolor fue terrible.
El médico jefe continuó hablándole, «¡y con cuánta fluidez!», pensó Kathleen.
Mientras tanto, Anne contemplaba la escena con el rostro cubierto por una máscara de gasa. Pero sus ojos parecían expresar terror. Kathleen hubiera querido hablar con ella unos minutos, hubiera querido abandonar aquella mesa de operaciones. Y lo habría hecho si las ligaduras no fuesen tan firmes.
– Vas atener un bebé muy hermoso, Kathleen -dijo el doctor Bonnano -. Fíjate, éste será mi bebé número cuatro mil trecientos sesenta y cuatro. ¿No lo sabías? Absolutamente cierto. Esto no tiene importancia -murmuró el atractivo dottore-. Ahora, obsérvame.
Justin siguió oyendo una idea obsesiva y única repetida sin cesar en su mente:
Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, un segundo nacimiento divino…, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?
¿Creíste siempre en Jesucristo, padre O'Carroll?
¿Creíste siempre, de verdad?
Entretanto, Colleen observaba una manga negra y brillante de la sotana del sacerdote que evolucionaba alrededor de su rostro. El sacerdote más joven, el más atractivo, le pasaba delicadamente una esponja por la frente. Mostraba mucha afabilidad y parecía preocuparse por ella.
Poco después, Colleen se dilató por completo e hizo grandes esfuerzos para expulsar a la criatura. «Nunca se ha exigido un trabajo tan arduo -pensó -, a una chica irlandesa de catorce años.» Su limitada experiencia no la había preparado para sufrir un dolor tan intenso.
Inclinado ahora sobre la muchacha, a pocos centímetros de su rostro, Justin comprendió que nunca había entendido lo que significaba para una mujer el tener un hijo. Sintió una súbita humildad; sintió ternura y amor por aquella pobre joven doliente.
Si no puedes creer que quizás ocurra ahora un bendito milagro, oyó decir Justin, ¿cómo podrás decir que tú siempre creíste?
Una o dos veces su mente se ausentó por completo de aquella hermética habitación en Maam Cross. Justin se encontró perdido entre sus pensamientos sobre Kathleen y Anne.
Se preguntó qué estaría sucediendo en Roma. Tuvo miedo por la suerte de Kathleen y Anne. Un miedo terrible. Si algo ocurriera…
Empezó a creer que ésta sería la verdadera virgen, y éste el verdadero niño.
Si fuera así, ¿qué sucedería en Roma? ¿Qué sucedería? ¿Cuáles serían los secretos finales de la Virgen?
Repentinamente, Colleen empezó a gemir y sollozar. Gritó con una voz tan infantil e inocente que ambos sacerdotes quedaron consternados.
– ¡Por favor, no me hagan más daño! -le rogó.
Surgió una cabeza minúscula.
Una cabeza increíblemente pequeña empezó a deslizarse entre los delgados muslos de Colleen.
Un niño.
Con un cordón umbilical, brillante y húmedo, arrollado alrededor de su cuello cual el collar de un gran monarca.
Debo tener una fe muy grande, se previno a sí misma Kathleen cuando comenzó la inevitable pérdida de concentración, esperanza e interés.
Ahora necesito tener la fe más firme. El resto de todo cuanto ocurra es una prueba de fe.
Detrás de sus párpados la escena era indescriptible, mucho más brillante y vivida que en la sala de obstetricia.
¿Por qué?
¿Qué estaba ocurriéndole ahora?
¿No era suficiente el dar a luz?
Súbitamente, Kathleen sintió que una fuerza irresistible la arrebataba llevándola lejos del Salvator Mundi, que su bebé era una insignificancia en la inmensidad del Universo y el tiempo infinito.
Kathleen percibió una identidad entre ella y toda la Creación. Percibió una identificación abrumadora.
¿Qué estaba sucediendo?
¡Ah, Dios mío! ¿No me estaré muriendo?
Justamente entonces, la joven empezó a tener una visión intrincada y minuciosa.
Kathleen Beavier vio a la joven María. Vio una modesta casa de barro a bastante altura sobre el bullicioso mercado de Nazaret. Miró profundamente en los ojos de María y entonces descubrió una verdad sobre todas las mujeres presentes; una verdad sobre ella misma.
Luego, las escenas ante su vista empezaron a sucederse con suma rapidez. Llegaron y se esfumaron en fracciones ínfimas de segundo. No obstante, Kathleen observó que podía captar todo con el máximo detalle. Aquello fue casi como si hubiese conocido todo antes, como si sólo se le recordara ahora.
«Kathleen Beavier está viendo a Jesús», pensó.
Jesús colgaba patéticamente de una grotesca cruz de madera. Jesús era un hombre encantador, de rostro cetrino, con los ojos más tristes y, sin embargo, más enérgicos que jamás viera ella en su vida. Su cuerpo estaba flagelado y herido en muchos lugares inconcebibles. La carne alrededor de las heridas tenía un color purpúreo y amarillento. Ella no había comprendido nunca ese nefando concepto: Crucifixión.
Luego, Kathleen vio rostros reconocibles de personajes famosos a través de la Historia. Se sintió relacionada con ellos; también se identificó con ellos. Todos habían creído en la dignidad sagrada del hombre.
¿No seré tan sólo una chica loca, y patética?, pensó Kathleen.
No, yo creo. Creo que hay un Creador de todo esto.
Creo en Ti y te amo…. ¿acaso es eso estar loca…?
Repentinamente, pareció cambiar el tenor de las fugitivas imágenes.
Kathleen se perdió algunas al principio.
Después apareció ante sus ojos algo así como un terremoto demoledor. Una tragedia indecible con muchas personas muriendo sin motivo alguno.
Creo en Dios… Rechazo al Diablo con todas mis fuerzas, rezó la joven.
Un maremoto inundó cual un río desbordado las atestadas calles de una importante ciudad americana. Edificios famosos se derrumbaron. Centenares de miles murieron ahogados en un instante de horror diabólico. Fue un desastre predicho por casi todos los científicos psíquicos más relevantes de la época. Kathleen sintió la presencia todopoderosa de la Bestia. La Voz profunda.
La joven abrió de repente los ojos.
Su cuerpo sufrió un violento impacto, fue como la sacudida que sigue a un fuerte puñetazo. La pelvis se tensó. Ella quedó exhausta, indefensa; las energías la abandonaron.
Vio luces cegadoras semejantes a timbales girando sobre su cabeza. Vio el tropel de médicos y enfermeras. Oyó las distantes campanas catedralicias tañendo por toda Roma.
El niño estaba saliendo ya.
Colleen Galaher, de catorce años, sollozó y chilló cuando vio oscilando sobre su tembloroso estómago las tijeras de suturar.
El padre O'Carroll cortó cuidadosamente el cordón umbilical. Luego el sudoroso y exhausto sacerdote lo anudó como si fuera un trozo de bramante.
Mientras tanto, se mantenía en alto al bebé cual un hermoso corderito, o cual un cáliz en la Consagración de la misa.
Ella no podía verle todavía la cara.
Colleen hubiera dicho que la luz sesgada entrando por la ventana formaba un manto dorado sobre los hombros del niño. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Yo soy madre…
El padre Rosetti frotó con el pulgar la garganta del bebé, siempre hacia arriba.
Luego, limpió la mucosa con un paño de hilo desinfectado.
Por último, dio unos golpecitos en las plantas de los diminutos pies para asegurarse de que el niño respiraba.
Entonces, el padre Rosetti sacó al niño de la habitación. No permitió que la madre tocara al infante.
No toleró siquiera que Calleen Galaher viera la cara de su pequeño hijo. Dejó a Colleen llorando porque ella no comprendía semejante comportamiento.
Justin y el padre Rosetti se alejaron presurosos del solitario cottage, casi corriendo hacia el coche… «Debemos de parecer secuestradores», pensó Justin.
El auto empezó a descender por la pedregosa y sucia carretera alejándose entre curva y curva de la abandonada casa. Llevaba consigo al padre Justin O'Carroll; llevaba consigo al Investigador jefe para la Congregación de Ritos, quien acunaba al infante en el asiento trasero.
«Ahora la cuestión es ésta -pensó el padre Justin-: ¿qué vamos a hacer con la criatura? ¿Qué se propone el padre Rosetti? ¿Cuál será la verdad conclusiva sobre el bebé de Colleen Galaher?»
Justin condujo el coche en medio de un silencio magnífico y electrizante.
Fue como si finas turbinas de cobre, millares y millares, giraran furiosamente detrás de la tensa bruma grisácea.
Desfilaron ante misteriosas y destartaladas granjas por la carretera hacia Costelloe, dejaron atrás vastas rastrojeras de cebada y patatas, un puñado de hombres pelirrojos y ceñudos con un desvencijado carro arrastrado por un asno, una mujer joven con chubasquero y boina de plástico… una muchacha cuya imagen le hizo acordarse a Justin de Colleen Galaher.
Luego llegó una subida, una carretera serpenteante sobre un páramo salvaje que era místico y cruel a un tiempo.
Una niebla vaporosa empezó a rizarse y reptar alrededor del fugaz coche.
Un temor espantoso se apoderó del padre Justin O'Carroll. El siguió viendo ante sí el angustiado rostro de la pobre Colleen Galaher. Una y otra vez.
– ¿No necesitará el bebé unos cuidados especiales inmediatamente después del nacimiento? -preguntó Justin volviendo la cabeza e intentando echar una ojeada dentro de la manta.
Y después de una pausa, volvió a preguntar:
– ¿Dónde se halla exactamente ese Seminario Woodbine adonde nos dirigimos?
Apenas dijo esto la carretera giró hacia el mar de Irlanda una vez pasado un pequeño letrero de madera. En el letrero leía: WOODBINE 11 KM.
Mientras conducía nerviosamente el sedán a lo largo de escollos calizos sobre el mar, Justin oyó rezar al padre Rosetti en el asiento trasero.
Justin intentó escuchar las palabras por encima del estruendoso motor. Por encima del crujido de la grava bajo los neumáticos.
Era latín.
Corpus algo más… Ad Deum qui…
¿Ad Deum qui…. que?
Por fin, el padre Justin O'Carroll pudo deducir lo suficiente de las susurrantes palabras y frases latinas. Sus manos aferraron el volante.
Réquiem aeternam dona eis, oyó decir. Su cuerpo entero se estremeció.
Las plegarias sagradas de la Extrema Unción. Las plegarias católicas romanas para los enfermos de muerte o los recién fallecidos. Plegarias para los muertos.
El padre O'Carroll pisó a fondo el freno.
El pequeño coche gris dio un coletazo a la izquierda arando la calzada con gran lentitud. La rejilla delantera se llevó por delante una hilera de pinos enanos.
Los neumáticos y el bastidor chirriaron.
El vehículo completó su giro de trescientos sesenta grados pasando sobre matorrales y rocas para chocar finalmente con un abeto muy desarrollado.
La frente de Justin dio repetidas veces contra el parabrisas.
Su cabeza se ladeó patéticamente a un lado y otro; al fin cayó sobre el pecho.
Por el rabillo de un ojo ensangrentado Justin percibió un movimiento rápido, huidizo: el padre Rosetti estaba saliendo por la portezuela trasera; llevaba bajo el brazo un pequeño bulto de manta rosada.
Justin salió también a duras penas del coche y caminó tambaleante tras el padre Rosetti y el bebé. Se estremeció al sentir el frío viento marino y, al propio tiempo, vio fuegos artificiales disparados alrededor de su nervio óptico.
– ¡Padre! Padre, deténgase, por favor. ¡Padre Rosetti!
Justin gritó y corrió aunque sintiera todo el tiempo el deseo de sentarse o dejarse caer sobre la ladera.
Cuando alcanzaba la cima de un promontorio desnudo, esculpido entre rocas negruzcas y cantos rodados, apareció ante su vista el mar de Irlanda. Justin se quedó sin aliento al apreciar la altura y verticalidad del tenebroso acantilado: una pared de noventa metros hasta el fondo… donde las grandes olas hervían entre puntiagudas rocas negras que semejaban losas sepulcrales rotas.
Justin marchó haciendo equilibrios por un saliente de 30 cm de anchura hasta la siguiente plataforma rocosa, salpicada con algunas matas de brezo a todas luces resbaladizas. Luego, izó su propio cuerpo por una mola suelta de esquisto inclinada en el acantilado en un ángulo de sesenta grados. Fue un ejercicio penoso que requirió la máxima cautela. Justin notó una película de sudor frío en la frente y el cuello. Los pulmones quedaron vacíos, casi a punto de estallar.
Quizás a unos diez metros más arriba distinguió la negra silueta del padre Rosetti sobre otra roca batida por el temporal.
También hubo algunos atisbos de la ligera manta rosada. El niño.
– Padre, por favor, deténgase y hable…. ¡Por favor, padre, hable conmigo!
La sotana del padre Rosetti ondeaba como el vestido de una demente. El viento le cubría la cara con su abundante pelo negro. Uno se preguntaba cómo podría ver tras aquella maraña de greñas ante los ojos.
– Vosotros ya no creéis.
La poderosa voz de Rosetti retumbó por el abrupto acantilado.
– ¡Ninguno de vosotros creel ¡Ni en Satán! ¡Ni en Nuestro! ¡Ni en nada que revista verdadera importancia!
El padre Eduardo Rosetti alzó sin esfuerzo al niño con un poderoso brazo. Los dos quedaron en el borde mismo de la roca.
De pronto, Rosetti levantó al niño en el aire con sus dos enormes manos. Los ojos del sacerdote semejaron unos huecos negros y vacíos cuando miraron desde arriba a Justin. Entretanto, unos pájaros gigantescos empezaron a sobrevolar el acantilado. Miles de ellos.
A Justin se le encogió el corazón. Se le cortó la respiración.
– Esta es la Bestia, padre O'Carroll. Se han hecho realidad todos los signos previstos en la predicción de Fátima. La Virgen me ha guiado bien. La investigación sagrada. ¡Esta es la Bestia! Satán es tan sagaz que ni la misma chica se ha enterado. Y usted, siendo sacerdote, ¿encuentra tan difícil creerlo? ¿No le es posible creer nada a base de la fe? ¿Acaso cree en su propio Dios, padre?
Justin no pudo apartar la vista del sacerdote ni del indefenso niño.
La ladera sólo se alzaba otros 30 metros sobre ambos. En la cúspide, las rocas parecieron perforar las grisáceas nubes pasajeras. Más pájaros negros trazaron lentos círculos. Chillando.
– ¿Cómo puede estar tan seguro, padre Rosetti? ¿Cómo puede saber que no está sosteniendo a un bebé inocente, padre?
– ¿Y cómo puede estar seguro usted de que Jesucristo se hizo hombre? -resonó la voz de Rosetti -. ¿Cómo puede estar seguro de que Jesús redimió nuestras almas de los fuegos eternos del infierno?
Justin no pudo normalizar la respiración. Se sintió aturdido, inconcebiblemente inseguro de sí mismo sobre la encumbrada y resbaladiza roca.
Una sensación aterradora de vértigo le asaltó de forma intermitente. Lo mismo le ocurrió con las irresistibles oleadas de náuseas. Domínate. Como sea.
Comprobó su incapacidad para mirar hacia abajo, pues si lo hiciera el mar sería un vórtice que le induciría a saltar. Una vez más Justin voceó para superar los restallidos del oleaje, los penetrantes gritos de gaviotas, cuervos y alcatraces que seguían sobrevolando el acantilado.
– ¡Aún podemos ir al seminario de Woodbine! ¡Aún podemos practicar un exorcismo si es así como se llama, padrel Podemos hablar sobre sus descubrimientos…, ¡usted sabe muy bien que eso es lo mejor!
Cuando Justin miró hacia arriba vio que el padre Rosetti inclinaba hacia adelante sus anchas espaldas. El sacerdote vaticanista retrocedió cautelosamente un paso distanciándose del borde de la roca. Un jugo bilioso resbaló por las comisuras de su boca.
– Suba aquí -dijo en voz baja -. Por favor, suba aquí, padre.
Por fin Justin pudo recuperar el aliento. Dio un solo paso adelante sobre las movedizas rocas.
Los vientos marinos fustigaron su rostro, empujándole hacia abajo, hacia atrás. Algo inexplicable le aconsejó que no subiera allí, que no avanzara más. Que no se aproximara a Rosetti ni al diminuto niño.
Sin embargo, dio un paso tras otro sobre las rocas, precavido, receloso… Justin O'Carroll llegó a una distancia de veinte metros…, luego doce…, por fin unos cuantos pasos.
Sus brazos le parecieron bloques de cemento. Temió no poder sostener al niño cuando alcanzara al padre Rosetti.
El padre Justin O'Carroll se vio al borde de la muerte y por añadidura sin saber el porqué. Eso era lo peor. No conocer la verdad.
Un grito sofocado surgió por fin de la esponjosa manta rosada. Justin se sobresaltó. El chillido de un bebé. El viento marino sofocó inmediatamente el lamentable quejido con sus propios aullidos y silbidos.
Justin oyó un murmullo ronco, atormentado a pocos pasos más arriba de él.
– Ruegue por mí, padre O'Carroll -oyó decir-. Por favor, mire esto, padre.
El trémulo sacerdote vaticanista abrió lentamente la manta de lana y mostró a Justin el rostro del niño. Las numerosas aves marinas chillaron a un tiempo.
Un segundo después, el padre Eduardo Rosetti estrechó al niño contra su pecho.
Ambos cayeron juntos. Durante unos instantes parecieron colgar de un hilo invisible, luego se zambulleron en las aguas frías, grisáceas, espumajosas para desaparecer al instante bajo las olas.
El padre Justin O'Carroll cayó de rodillas sobre la roca del monumental acantilado. Empezó a sollozar sin poder contenerse mientras rezaba por la salvación eterna del pobre padre Rosetti.
Efectivamente, Justin había visto el rostro de un hermoso bebé dentro de la manta entreabierta… Pero el pequeño tenía los ojos enrojecidos y alucinantes de un murciélago.
A las 3:04 h. del 13 de octubre la inconmensurable multitud congregada en la plaza de San Pedro miró al cielo como un solo hombre.
Los densos nubarrones que habían cubierto el cielo desde la madrugada se abrieron y dispersaron inopinadamente.
Un brillo dorado ribeteó las nubes y al fin el sol salió.
Entonces, el sol empezó a vibrar y oscilar allá arriba espectacularmente sobre los relucientes tejados de la ciudad de Roma.
El sol se comportó como un globo dorado que perdiese aire de repente y cayese en picado entre los ¡ohs! y los ¡Ahs! de la boquiabierta muchedumbre en San Pedro.
El sol inició un movimiento rotatorio sobre su eje, girando a una velocidad pasmosa, aterradora.
Llegado a su cénit, el sol semejó una mortecina placa plateada. Como jamás se viera un sol antes de aquel día. Centenares de millares de personas se arrodillaron en la plaza de San Pedro y empezaron a orar.
Un niño acababa de nacer en el cercano hospital Salvator Mundi.
A las 3:04, hora de Roma.
– ¿Está bien mi bebé? ¿Por favor…? ¿Está bien mi bebé? Las palabras fueron un susurro suave, apenas audible.
Fueron la voz de una muchacha muy asustada de diecisiete años.
La voz de una madre más.
Kathleen Beavier se sintió tan confusa que no tuvo siquiera la certeza de haber pronunciado tales palabras.
Todo cuanto pudo hacer fue levantar la vista y mirar al niño, una criatura extrañamente negruzca y arrugada. Ella se esforzó por ver la cara del bebé, los ojos del bebé.
– Tu hijo está en perfecto estado -le repuso el doctor Bonanno-. ¡Es lo natural! ¿Acaso no te lo prometí?
Entretanto, los otros doctores del Salvator Mundi -las hermanas enfermeras, sus padres-contemplaban estupefactos a la madre y al niño en un silencio reverente. Los guardias suizos los observaban también. Esperando.
Kathleen vio también la sonrisa de Anne. Fue una sonrisa íntima, exclusiva para las dos. ¡Lo había conseguido! El bebé había nacido. El nacimiento virginal según lo profetizado.
Luego, los demás ocupantes de la habitación empezaron a sonreír y reír. Se abrazaron y felicitaron unos a otros. Algunas monjas de El Salvador prorrumpieron en llanto. ¡Había nacido el niño!
A las 3:04, hora de Roma, los cielos bajos sobre el distrito de Rajasthan se ennegrecieron de forma ominosa, aterradora. Impresionantes columnas nubosas ocultaron el deslumbrante ocaso del llamado Gran Desierto indio. Finalmente, los rayos cual arpones dentados fustigaron el suelo cuarteado y quebradizo.
Volvieron las lluvias. Volvió a llover, y el pueblo indio salió gozoso de sus casas para ofrecer plegaria y acción de gracias a su Dios.
Estaba sucediendo algo muy hermoso.
Un milagro. Chamaltkar.
El cirujano jefe italiano golpeó ligeramente el trasero del bebé. El minúsculo infante empezó a berrear como estaba previsto, un sonido humano de inconfundible angustia y perturbación.
El doctor Bonanno sonrió encantado. Las gentes eclesiásticas y médicas que llenaban el aposento sonrieron ante esa respuesta natural de la criatura.
El bebé era como ellos. El bebé era humano. El bebé era hermoso y bueno, todos estaban seguros.
En la clínica Jay Selznick de Los Angeles el doctor Kim May Chu observó atento y curioso que uno de los organismos virales bajo el microscopio pareció suspender repentinamente su movimiento deslizante, sus contorsiones. El doctor Chu miró y miró al organismo: tuvo miedo de parpadear, de apartar la vista siquiera un instante.
Otro microorganismo de la polio veneciana empezó a flaquear; a morir.
– ¡Tenemos una vacuna! -gritó Kim May en el laboratorio subterráneo de la clínica Selznick -. ¡Tenemos una vacuna, Dios mío!
A las 3:04, hora de Roma.
Mientras tanto Anne y Kathleen habían percibido una peculiaridad extraña acerca del niño. Algo sorprendente e inesperado.
Ninguna de las dos dijo palabra.
Todavía no.
El silencio se hizo en la habitación. Con lentitud y dramatismo.
Los doctores, enfermeras y técnicos del Salvator Mundi permanecieron estáticos, contemplando atónitos los primeros movimientos desmañados de la criatura. Todos creyeron estar experimentando el momento más hermoso e importante de sus vidas. Algunos sollozaron.
Pero ninguno se sintió más afectado que Anne.
Anne tembló sin poder dominarse. Murmuró varias oraciones.
Oyó sin cesar las palabras del padre Rosetti cuando conversaron por última vez en el aeropuerto de París.
Hermana Anne, ahora espero haber descubierto la verdad acerca de las dos vírgenes y ruego por ello.
Hermana, es preciso matar a la Bestia…
Tal como hizo ella el 13 de octubre en Fátima. Nuestra Señora prometió darnos un signo inequívoco en el momento del nacimiento.
Anne observó atentamente a Kathleen y al niño; escuchó y esperó.
Luego, prosiguió rezando como jamás lo hiciera en su vida. Un signo inequívoco.
Mientras cavilaba profundamente Anne oyó citar su nombre con una voz honda.
Levantó la vista y miró al médico más cercano, cuya atención se concentraba en el niño y la madre. «El no ha mencionado mi nombre -pensó Anne -. No ha oído siquiera la voz.»
Seguidamente, se volvió hacia un técnico de pelo oscuro que manipulaba una máquina EKG. La voz tampoco fue suya. ¡Ah, Dios mío…!
Luego se dejó oír otra vez la voz. Más alta. Más segura. Más próxima.
– ¡Hermana Anne Feeney! Debe morir, hermana…, si no queremos morir nosotros. Un sufrimiento eterno para la raza humana.
Mata al hijo del Diablo.
¡Mata a la Bestia, hermana!
Sin darse cuenta, Anne se movió hacia adelante por la habitación. Más cerca de Kathleen. Más cerca del niño…, y la voz siguió diciendo…
– En el nombre del Padre, ¡mata a ese niño diabólico!
Los chillidos del bebé fueron el primer sonido que oyó Anne después de la voz…, unos gritos tenues, temblorosos.
Nuestra Señora nos ha prometido un signo inequívoco en el instante del nacimiento, había dicho el padre Rosetti.
«Es una cuestión de fe», murmuró Anne para sí.
¿Creía ella que el Señor se hizo hombre para redimir nuestros pecados?
¿Creía ella que un salvador sagrado podía venir realmente a la Tierra?
Anne inclinó la cabeza y rezó casi gritando por dentro una plegaria silenciosa. Suplicó una orientación del Dios Todopoderoso, de la Bendita Madre.
Recitó oraciones sencillas de su niñez. La Salve. El Gloria a Dios.
¿Qué debo hacer ahora? ¿Por qué me pusiste aquí desde el principio, amado Señor? ¡Ah, por favor, por favor!
– ¡En el nombre del Hijo, del Padre y del Espíritu Santo, mata al niño! ¡Mata a ese niño!
Anne bajó la vista para mirar al infante y en un instante lúcido de fe y reconocimiento, conoció finalmente la verdad.
Sobre la menuda cabeza descubrió el signo prometido por Nuestra Señora de Fátima.
Un nimbo blanco, tenue pero reluciente.
El símbolo de esperanza y salvación para toda la humanidad con dos mil años de antigüedad.
Anne cayó de hinojos y lloró.
– ¡Bendito sea el fruto de tu vientre, Jesús!
¡El cometa de larga cola golpeó verdaderamente la Tierra! El coronel Reese y el capitán Mickey Kane estuvieron seguros de ello.
Y, sin embargo, el choque no pareció surtir efectos visibles. Ninguna explosión atroz…
Luego, le siguió una sonora ovación del Centro Espacial NASA en Houston. Houston anunció a voz en grito que el extraño cometa había pasado de largo de la Tierra… Pero no había ocurrido tal cosa, como pensaron el coronel Monash y el capitán Kane. Pues ambos habían visto caer al cometa en algún lugar de la Europa Occidental. A las 3:04 horas.
El doctor Bonanno observó algo en Kathleen que no había visto aún ninguno de los demás. Algo importante. «Quizá -pensó -, la clave ausente de este misterio barroco.»
Bonanno susurró el secreto a su ayudante, el doctor Francesco Galetta.
– La chica americana ya no está intacta, Francesco. Kathleen Beavier ha dejado de ser virgen.
El doctor Bonanno habló con un tono evidente de pesar.
Por último se presentó el niño a Kathleen. Se le permitió sostenerlo con sus brazos delgados y temblorosos.
Los dulces ojos azules de la joven se humedecieron inmediatamente.
Kathleen Beavier contempló la encantadora carita del bebé y sintió un amor maternal abrumador.
Precisamente a las 3:04 horas se informó sobre nuevas curas en la gruta de Lourdes, donde Bernardette Soubirous viera dieciocho veces a la Virgen durante la primavera y el verano de 1858.
Se dio cuenta de otros milagros en Castalnaud-en-Guers, Francia -donde se apareció súbitamente la faz de Jesús ante una congregación de trescientas personas-; en la Sierra Oriental de México; en Turzovk, Checoslovaquia; Liverpool, Inglaterra; Gerpinnes, Bélgica; Carabandal, España, y Denver, Colorado… todos ellos lugares donde la Virgen se apareciera a la gente durante los últimos treinta años.
A las 3:15 horas, un sacerdote obeso de rostro rubicundo se esforzaba por recorrer con la máxima dignidad los anchos pasillos, o mejor sería decir bulevares, del hospital de Salvator Mundi.
Sus relucientes mocasines negros chocaban como piedras contra el marmóreo piso, levantando múltiples ecos en el desierto vestíbulo cual una sesión de zapateado. Su sotana se agitaba como una cortina de abalorios.
El obispo Antoine Riconne había sido elegido por el Papa Pío XIII para anunciar el nacimiento de forma oficial.
Aquella noche se había decidido ya durante una reunión del Consejo de los Seis, ni Pío ni ningún cardenal de alto rango debería hacer la dramática revelación. El obispo Riconne había sido elegido personalmente por Pío, pues éste apreciaba mucho a Antoine… pero sobre todo porque nadie del Consejo sentiría recelo de un obispo tan santo y modesto.
Ya cerca del vestíbulo principal el obispo de cincuenta y tres años, segundo secretario del Estado del Vaticano, rompió en un trote indecoroso.
Su larga sotana roja ondeó alrededor de sus amplias caderas. La cruz dorada colgando del cuello le golpeó violentamente el esternón.
«El obispo Riconne está corriendo como un escolar excitado», dijo para sí. Tal como aquel rapaz feliz allá en Florencia, a quien le apasionara y enorgulleciera tanto antaño su querida iglesia y las hermosas pinturas de la Virgen y el Niño por Giotto y Cimabue. Desde sus correrías por las calles florentinas, Antoine Riconne no había sentido tanta alegría ni un amor tan absoluto por su Dios.
Solamente cuando se acercaba al elegante vestíbulo, iluminado por lámparas klieg y repleto hasta las puertas con importantes periodistas del mundo entero, el obispo moderó su marcha. Sólo entonces intentó recuperar lo que cabría denominar el propio decoro.
– Traigo nuevas y albricias para el mundo en esta tarde del trece de octubre… El niño Beavier ha nacido y su estado es muy saludable -dijo el rubicundo obispo con sencillez y gozo a la Prensa.
Luego, el obispo Riconne reveló con idéntica naturalidad la más inesperada de todas las noticias.
– ¡El vástago de Kathleen Beavier es una niña muy hermosa!
Con el sesgado y rojizo crepúsculo iluminando sus espaldas llegaron todos; unos solos, otros en parejas incómodas, caminando despaciosos desde las humildes barracas monacales en el Domus Maríæ hasta el Palacio Apostólico con su cúpula dorada.
Había tres cardenales eminentes de Italia, uno de los Estados Unidos, uno de los Países Bajos y otro asiático. Aparte del propio Pío, allí estaban los hombres más poderosos y respetados de la Iglesia.
Durante la noche del nacimiento virginal todos convinieron secretamente reunirse en la tercera planta del Palacio Apostólico.
Su tesitura evidenció una confusión tremenda; hubo incluso conatos de taciturnidad amarga.
¿Acaso no habían prevenido a Pío contra ciertos peligros potenciales demasiado relacionados con la Iglesia acerca de ese acontecimiento explosivo y quizás incluso blasfemo?
¿No habían advertido a Pío una vez y otra que ello podría plantear problemas insospechados? ¿Problemas tales como el riesgo de un culto desautorizado, como la adoración de Kathleen Beavier y su hija… problemas tales como la llegada de un Salvador femenino?
El cardenal Marchetti, arzobispo de Milán, un cristiano marxista moderado, tomó por fin la palabra para dirigirse a aquel grupo selecto, incluido el propio Pío.
Marchetti, un hombre de facciones enérgicas y cadavéricas cuya frente abombada y calva le hacía parecer un asceta ejercitante, se levantó haciendo gala de un sorprendente poderío y aferró por el borde la mesa de palo de rosa donde se celebraban las conferencias bajo el alto techo del Palacio Apostólico.
– Eminentes cardenales, Su Santidad. Estoy convencido de que el tiempo es un factor primordial para nosotros. Según creo, debemos actuar con diligencia, pues de lo contrario este «nacimiento divino» podría florecer en áreas heréticas y cismáticas.
Un cardenal con rostro ovalado y elegante interrumpió cortésmente al cardenal Marchetti. Fue el cardenal Johan Weiss, de los Países Bajos.
– Tengo un addenda a lo que dice usted, cardenal Marchetti. Creo que debemos resolver esto muy aprisa. Entonces, si nuestra decisión es sabia, podremos actuar con ritmo más deliberado y cauto.
– Típico de un tradicionalista auténtico.
El cardenal Marchetti sonrió con labios afilados y algo purpúreos.
– El vastago es una niña -terció el cardenal Antonelli, el marchito patriarca, setenta y dos años, de la Archidiócesis romana-. Que yo sepa, las Escrituras no contienen ningún pasaje en donde se hable de un Mesías femenino.
– Eso no tiene mucho significado -repuso Pío XIII dirigiéndose a su viejo amigo Antonelli-. Todos conocemos la infortunada predisposición de los escritores de aquellos tiempos. La idea de un Mesías femenino habría sido algo inconcebible.
– La madre no está intacta. Sea como fuere, eso no fue un nacimiento virginal -manifestó el cardenal americano Blanchard, de Nueva York.
De pronto, el Papa Pío vislumbró adonde se encaminaba aquella reunión importante, histórica. El cardenal Marchetti estaba manejando a los otros, como hacía siempre: el Papa secreto Marchetti, según se le solía llamar en la Curia. Pío lo sabía bien.
– ¿Y qué me dicen sobre el nacimiento en Maam Cross? -preguntó Pío a los cardenales -. Allí hubo signos bien claros de la presencia diabólica. Y le siguió una tragedia terrible. Hemos estado en contacto permanente con los sacerdotes que ocuparon el cottage irlandés. Hemos hablado con el pobre padre Ó'Carroll.
– Su Santidad, ninguno de nosotros niega la prescencia diabólica sobre la Tierra -dijo el cardenal Marchetti.
– ¿Y qué me dicen entonces respecto a las advertencias de Nuestra Señora de Fátima? -raras veces se había mostrado tan enérgico, si es que hubo alguna, en una asamblea del Consejo -. ¿Qué me dicen sobre los pasmosos acontecimientos de hoy en la India? ¿En Lourdes? ¿En toda España…? Yo, personalmente, no creo que todos esos hechos sean meras coincidencias… Tampoco creo que ninguno de ustedes pueda negar la conturbadora influencia del mensaje de Fátima en muchos de los puntos tratados aquí.
– Santo Padre -dijo el cardenal Marchetti con tono cálido y conciliatorio-, nosotros comprendemos vuestro especial compromiso con la virgen de Fátima, comprendemos también por qué os habéis esforzado en verificar la verosimilitud de tan delicado asunto. Asimismo, hemos tomado buena nota de las aberraciones naturales, concurrentes con el inminente nacimiento de la niña Beavier y… ¿por qué no decirlo?, con el inminente nacimiento Galaher.
– No somos seis hombres injustos e impíos -prosiguió el cardenal Marchetti -. Hemos intentado llegar a una decisión ecuánime sobre el proceder más favorable para nuestra Iglesia en estos tiempos. Incluso el más favorable para la muchacha Beavier y su hija. ¿Lo cree así, Santo Padre?
Pío XIII asintió con la cabeza. El creyó al menos que aquellos hombres santos tenían buenas intenciones, querían hacer lo que fuera más favorable para la Iglesia.
– Sin embargo, hay hechos perturbadores que contradicen muchas de las evidencias positivas que habéis sugerido, Papa. Ante todo, el vastago es una niña. Ningún pasaje de las Escrituras nos induce a aceptar un Mesías femenino. Segundo, puesto que Kathleen Beavier no ha permanecido intacta, el nacimiento no es virginal tal como ocurriera cuando nació Cristo.
El cardenal Tiu, del Sudeste asiático, manifestó su acuerdo diciendo:
– El caso tiene unos hechos todavía sin investigar que merecen un análisis muy cauteloso.
El Papa Pío susurró sus siguientes palabras con suma lentitud y precisión.
– Mis queridos y eminentes cardenales -dijo -, ¿creéis en el fondo de vuestro corazón que Nuestra Señora engendró a Jesús, nuestro Señor, y continuó siendo virgen?
– Yo lo creo -repuso sin vacilar el cardenal Marchetti.
– Es un artículo sagrado de nuestra fe -dijo el cardenal Antonelli.
– Cardenales y amigos míos. -Pío se levantó y permaneció erguido ante la ornamentada mesa de conferencias-. ¿Tampoco creéis que las mujeres tienen un alma inmortal como nosotros? ¿No veis que los hombres antiguos, quienes compusieron las Escrituras, pudieron tener ciertos prejuicios contra las mujeres…? ¿No veis que este problema ha existido durante toda la Historia de nuestra Iglesia?
Se hizo un silencio incómodo en la sala oficial de asambleas. Por una vez, el papa Pío XIII se expresó cual el dirigente indiscutible de la Iglesia. Pío se mostró enérgico y conmovió a algunos de los hombres santos.
– Quizás haya una solución que sea aceptable para todos nosotros -dijo el cardenal Marchetti. Con gran pausa contorneó la mesa y se apostó junto a Pío-. ¿Por qué no encomendamos este importante asunto a la Congregación de Ritos? -inquirió-. Sin duda este paso será el más prudente y adecuado. Un paso de acción inmediata y sabia cautela a un tiempo.
«Hasta que el Consejo no haya concluido su investigación, la Santa Madre Iglesia no podrá reconocer ni promover un tratamiento especial para Kathleen Beavier y su hija. ¿Acaso no es el curso de acción apropiado? ¿No le parece razonable y justo, Santidad?
El Santo Padre sintió que se debilitaban su energía y su resolución interna. La Congregación de Ritos era una de las entidades eclesiásticas más rígidas y conservadoras. La decisión final de la Congregación podría requerir veinte o treinta años…, y, sin embargo, Pío no pudo negar que quienes formaban la Congregación eran eruditos excelentes y capaces, eran también santos y buscaban siempre la verdad.
Amado Padre, ten piedad de los que nos reunimos en esta habitación. El Papa Pío XIII dejó caer la cabeza y oró en silencio. Yo creo, pero somos débiles. Sobre todo lo soy yo…, por favor, Padre, danos otra oportunidad. Danos otra oportunidad.
La Iglesia no reconocerá nunca la divinidad de la niña Beavier.
La Iglesia no promoverá nunca el apropiado regocijo ni la acción de gracias a Dios por el nacimiento de la niña sagrada.
La Iglesia -el Papa Pío lo comprendió al fin-no cree ya en milagros.
En una noche silenciosa y cristalina muchos años después, la estación invernal de Tyler Falls, Vermont, parecía casi congelada en el momento debido; el único movimiento era un turbión de claridad lunar entre blanca y argentada que caía sobre la floresta nacional de Green Mountain.
Un ejército negro de pinos recientes y grandes coniferas trepaba tenazmente en la nieve hacia las montañas donde se practicaba el esquí.
El negruzco y quebradizo hielo del estanque de patinaje de la aldea estaba parcialmente despejado y, aquella noche, iluminado por un semicírculo de relucientes faros de coche. Volutas de humo surgían de los oscuros tejados en casi todas las instalaciones de esquí y los paradores campestres.
Anne apartó lentamente la vista del ventanal salpicado con nieve en su dormitorio.
Miró a Justin, al joven y rebelde Andrew…, luego las caras blancas y suaves de sus hijas, Mary Ellen, Theresa y Carole Anne.
– Sois una familia tremendamente guapa. -Anne los miró con fijeza desde las mullidas almohadas colocadas bajo su cabeza-. Debo de haber sido una madre fabulosa.
– Te lo vengo diciendo desde hace años -Justin sonrió-. Durante años y años, Annie.
Mientras contemplaba a todos ellos reunidos, Anne recordó repentinamente que se perdería la gran boda de Mary Ellen en primavera.
Le pareció raro que eso la turbase tanto. Casi parecía mezquino y poco caritativo por parte de Dios: ¿Por qué no dejarme permanecer aquí, al menos hasta el fin de la primavera? ¿Por qué no dejarme ver la boda de Mary Ellen? Entonces podrías permitir que esta enfermedad patética hiciera su sucio trabajo.
Esa breve conversación consigo misma recordó a Anne un libro que había leído recientemente: The Whimsical Christian de Dorothy Sayers. Ambas, ella y Dorothy Sayers, creían al parecer que el Señor apreciaba un sentido decente del humor más cierta candidez en todas las comunicaciones.
A Anne le sobresaltaron los ojos de Justin que aparecieron súbitamente muy cerca de su rostro.
– ¿Necesitas algo, Annie?
Anne susurró:
– No…, gracias…
Luego, dejó caer los párpados por un instante.
– Te quiero más que nada en el mundo -oyó susurrar a Justin.
– Y yo te quiero más que eso -musitó ella a su vez.
Luego sonrió.
Reposando allí con los ojos cerrados, su mente funcionó con una actividad y una excitación extremadas. Anne recordó repentina y claramente el rostro de Kathleen Beavier; recordó con toda exactitud el rostro de Kathleen cuando era una adolescente. Asimismo recordó a Colleen Galaher. Según había oído decir, la chica irlandesa era ahora monja. Enclaustrada en el convento del Holy Trinity School para niñas. Aparentemente, no había sido nunca capaz de explicar lo ocurrido con ella. O por lo menos así lo afirmaba la Iglesia en Roma.
Una escena muy particular desfiló ante los ojos de Anne…, pero a ella le costó trabajo retenerla inmediatamente en su memoria.
La larga melena de Kathleen estaba aderezada con magníficos bucles y ondas. Llevaba puesta una especie de túnica y sobre ella un abrigo de fantasía.
De repente, Anne comprendió.
Fue capaz de dar sentido a la misteriosa escena ante su vista.
Sea como fuere, Anne estaba observando a Kathleen en la noche del veintitrés de enero.
Se hallaba a punto de descubrir el gran secreto de la virgen.
Kathleen iba sentada al lado de Jaime Jordán, cuyas facciones e impresionante constitución física acudían a la memoria de Anne.
Viajaban en un hermoso coche deportivo con una tapicería oscura y lustrosa. Había un tablero reluciente de instrumentos; la radio estaba transmitiendo una estrepitosa música popular
Súbitamente, Jaime empezó a proferir imprecaciones contra Kathleen superando el pesado ritmo de la música rock. Sus maldiciones fueron tan fuertes que Kathleen hubo de taparse los oídos. Marcharon a gran velocidad hacia el lóbrego Sachuest Park a altas horas de la noche.
– ¡Ya te he dicho que nol -insistió Kathleen-. ¡Por favor, Jaimel Escucha lo que digo.
Luego notó una mano áspera manoseando su pecho. De pronto, el chico le inspiró temor. ¡Se sintió tan indefensa y amedrentada en aquel parque sombrío!
Ella mordió la mano de Jaime Jordán en el dorso.
– Hasta aquí hemos llegado, perra -dijo él, aullando de dolor.
La portezuela del «MG» se abrió violentamente y Jaime la echó fuera de un brutal empujón. Luego le gritó mil barbaridades y su rostro enrojeció de forma increíble.
Kathleen se alejó tambaleante de la calzada crujiente, helada. El olor áspero del gélido océano le llenó la nariz. El frío le produjo un hormigueo inaguantable en la parte superior de la cabeza y el viento arremolinó la nieve contra su rostro. Por fin, la joven empezó a llorar.
Ella no había visto en su vida a nadie tan enfurecido. ¡Tan demencial porque no se cumplían sus deseos! ¿Acaso creía Jaime que su cuerpo le pertenecía? ¿Qué estaría pensando? ¿Qué estaría haciendo?
El «MG» aceleró proyectando una rociada de grava, humo blanco y porquería. ¡Jaime Jordán regresaba a Newport sin ella!
«¡Ah, Dios mío, está helando! -pensó Kathleen dejándose dominar por el pánico-, ¡Ah Dios, ah Dios!»
El no puede abandonarme aquí… ¿Cómo puede estar tan loco? Yo no le pertenezco… El no tiene derecho…
Las lágrimas brotaron de sus ojos. El viento recio procedente del océano se introdujo bajo su abrigo de paño. Remolinos de nieve en polvo giraron alrededor de sus zapatos.
El debe regresar por mí. Me helaré aquí.
El rostro de Kathleen empezó a arder como si alguien lo despellejase. El lacerante dolor resultante del frío le subió por las piernas.
Finalmente, empezó a caminar por la sucia y costrosa carretera. Anduvo hacia el distante apiñamiento de luces que era la ciudad de Newport.
Intentó caminar de espaldas y hundiendo el rostro en el cuello de su abrigo. Eso la aterrorizó más. Su mente trazó círculos desesperados.
Adondequiera que mirase veía un tenue reflejo fantasmal del suelo. A su alrededor, el océano rugía cual una escuadrilla de aviones en vuelo rasante.
Uno de sus tacones bajos se enganchó en una roca puntiaguda.
La joven se fue de bruces golpeando con violencia el suelo. Se torció un tobillo; una mano rasguñada con las aristas rocosas comenzó a sangrar. Por último, Kathleen Beavier se acurrucó hasta formar una bola pequeña y resguardada sobre el suelo… Eso está mejor…, mucho, mucho mejor que dar cara a este frío congelador.
Kathleen se preguntó si podría dormir allí. Sólo dormir un poco y… por la mañana estaré bien.
Fue entonces cuando vio el coche de Jaime regresando cuesta abajo a toda velocidad por la calzada negra del parque.
– Maldito seas de todas formas -cuchicheó Kathleen-. Ahora quieres hacerte pasar por el gran héroe. Pues bien, yo no lo toleraré.
Las deslumbrantes luces volaron entre las ramas desnudas de los árboles. Luces doradas y rojizas encendieron la carretera desierta y negra como boca de lobo. Imágenes consecutivas danzaron ante los ojos de Kathleen Beavier. Hubo curvas cerradas, anillos rojos y violáceos. Cintas ondulantes de plata como en una fantástica sala de baile.
Kathleen hizo un esfuerzo y se levantó. Piedrecillas hirientes quedaron adheridas a sus manos. Ella empezó a limpiarse el abrigo, el vestido arrugado y manchado. Intentó recuperar la respiración. Intentó contener las lágrimas que humedecían todavía sus mejillas.
Súbitamente, Kathleen dejó de limpiarse. Se llevó ambas manos a la boca para ahogar un grito.
Lo que llegaba por la tortuosa y sucia carretera no era el «MG» rojo.
Era algo de todo punto imposible.
Kathleen se mantuvo firme y miró pasmada a una hermosa mujer que, envuelta en luces, caminaba directamente hacia ella. La visión más sorprendente que viera en su vida.
– Kathleen. -La mujer habló por fin con voz suave, extrañamente familiar-. Kathleen, procura no asustarte. No te asustes. Estás dotada con una gracia maravillosa y un amor divino.
En ese momento tan extraordinario, mientras la mujer continuaba hablándole, Kathleen comprendió de súbito aquella visión.
Kathleen descubrió de forma intuitiva quién era aquella mujer. Fue como si lo hubiera sabido siempre.
Kathleen supo por qué se le acercaba la señora.
Luego sintió algo más, algo con un extraño poder emocional. Fue la conmovedora admisión de una verdad prístina; una verdad sagrada que había sido siempre parte de ella.
Kathleen tembló, se estremeció. La joven entrevio sin saber cómo, por algún medio milagroso, que estaba contemplando una imagen de sí misma… Que ella era la Virgen Santísima, la hermosa y gentil Señora.
Ella había venido específicamente a la Tierra para engendrar una criatura sagrada y dedicarla a esta Era impía. La criatura sería una niña; una niña con los atributos divinos y los poderes singulares de Jesús,
– No te asustes. Ahora ya no hay ninguna razón para asustarse -oyó decir Kathleen mientras continuaba temblando y estremeciéndose hasta prorrumpir en sollozos.
»Vas a tener un hijo. Este hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
El hijo será la esperanza del mundo…
Anne quedó hechizada al escuchar las palabras finales. No comprendió lo sucedido pero lo intuyó. Presintió la verdad de lo que viera unos momentos antes.
La escena representada en Sachuest Point era tan real ante su vista, ¡tan hermosa!
La notable visión fue de una serenidad impresionante; siguió la trayectoria de las grandiosas catedrales y de los más hermosos cantos gregorianos. Anne no había mantenido nunca un contacto tan estrecho con la fe que había profesado durante casi sesenta años.
Ese hijo será la esperanza del mundo, si es que el mundo cree todavía.
Los suaves ojos azules de Anne se abrieron repentinamente en la habitación de Vermont… Así dio fin su hermosa visión.
Justin se inclinó sobre ella y la miró fijamente; las lágrimas le saltaron a los ojos.
Buscó algunas señales de vida. No las encontró.
Por una vez, o una de las pocas de su vida, Justin sintió una confusión absoluta; no supo cómo proceder. Besó con ternura la frente de Anne apartando los mechones de su largo cabello. Dijo algo a los chicos; todos se le acercaron, le abrazaron y empezaron a llorar sobre su madre.
Justin anheló estar con Annie sólo un minuto o dos más… O incluso unos segundos, por favor. ¡Por favor!
Necesito escuchar la voz de Annie una vez más.
Necesito decirle por última vez cuánto la amo.
Con dedos temblorosos, sintiendo un vacío inmenso en sus entrañas, Justin cerró los ojos de Anne; intentó desesperadamente acomodarse a la idea de que ella había muerto.
Por primera vez en muchos años pronunció las palabras de la Extrema Unción, conocida ahora como el Ungimiento del Enfermo. Justin oró sobre Anne cual un sacerdote ordenado, lo que él sería siempre de acuerdo con sus Sagradas Ordenes y sus votos.
– Por la gracia del Espíritu Santo quiera Nuestro Señor concederte la salvación y, en su infinita bondad, te lleve consigo.
Pronunció tales palabras con voz trémula, ahogada.
– María, Madre nuestra…, ama a esta mujer, Anne…, que también te ama, lo sé bien.
Entretanto, Anne oyó que la Virgen le decía con suma suavidad: No te asustes, Annie. No te asustes..'.Huí