Tanner revisó los ficheros del ordenador de Madison y descubrió que le había dicho la verdad sobre su trabajo. Era cierto que se dedicaba a ayudar a niños con deformidades faciales. En sus archivos había carpetas con los informes de cada uno de los niños con los que trataba. Los más antiguos contenían copias de las solicitudes para el viaje, las cartas y los correos electrónicos que se habían enviado. También incluían anotaciones médicas, informes de seguimiento y su propio diario sobre la estancia de los niños en Los Ángeles.
Marcó con el cursor un archivo al azar y revisó varios documentos. Se detuvo en un correo electrónico titulado: «Un beso enorme. Gracias».
“Querida Madison, estuviste maravillosa. Mi madre dice que las fotos estarán esta semana y que te mandaremos alguna. Quería contarte que por fin he ido a mi primer baile. Brice fue muy amable, y tan romántico… Incluso me dio un beso de buenas noches.
Antes de conocerte, nunca pensé que podría llegar a gustarle a algún chico. Era demasiado fea. Pero tú me dijiste que mi vida cambiaría, que sería guapa, y tenías razón.
Te quiero mucho y no sé cómo darte las gracias por todo lo que has hecho. Eres la mejor, Madison.
Tu amiga, Kristen.”
Tanner se quedó mirando la pantalla durante algunos segundos antes de cerrar el archivo. Había una respuesta de Madison, pero no la leyó. No necesitaba hacerlo. Por lo que había visto hasta ese momento, era una mujer auténtica. Y generosa.
Se volvió en la silla para mirar la pantalla del monitor de vigilancia. El punto que representaba a Madison permanecía sin moverse en el centro de la habitación. Sin duda alguna, ya estaría conectada a Internet.
Durante las últimas treinta y seis horas, Tanner la había presionado, la había amenazado incluso. Pero ella lo había soportado todo sin inmutarse. Todavía no la había atrapado en ninguna mentira. Quizá, sólo quizá, Madison fuera exactamente lo que ella decía.
A Tanner le parecía casi imposible. ¿Inteligente, íntegra y atractiva?
Su ordenador pitó. Miró hacia la pantalla y vio la señal que indicaba que Madison había enviado un correo. Le había advertido que tendría su correo controlado y pretendía hacerlo. Hizo clic en el icono correspondiente, abrió el archivo y leyó la carta que Madison le había enviado a la que era su jefa en aquella institución benéfica.
El texto era completamente inocuo. Madison decía que una emergencia familiar le había impedido ir durante todos aquellos días al trabajo, pero que le gustaría estar en contacto por correo electrónico.
Había una segunda carta de su ayudante pidiendo información sobre un niño con quemaduras que había solicitado una operación.
Tanner leyó también aquella carta y continuó revisando los correos de Madison. Para entonces ya no esperaba encontrar nada, pero siempre le había gustado hacer las cosas a conciencia.
Madison sentía que se le levantaba el ánimo con cada pulsación al teclado. Después de casi dos semanas sin ningún contacto con el trabajo, se sentía conectada por fin con sus niños y con sus compañeros.
Se sentó en la cama mientras enviaba un par de correos explicando que continuaría sin pasarse por la oficina durante una temporada. Uno de los beneficios de que su trabajo no estuviera remunerado era que sus superiores no podían quejarse si por algún motivo tenía que marcharse.
Después, revisó el buzón y leyó las cartas enviadas por los niños. Le gustaba estar en contacto con sus clientes, enterarse de cómo les iba la vida y de los cambios que para ellos había supuesto la operación.
Tenía una carta de Thomas, un niño que había sufrido una herida de bala. Le contaba que había ido a ver a su abuela y que había estado jugando con otros niños del barrio sin que ninguno de ellos se riera de él.
Madison acarició la pantalla del ordenador y deseó poder abrazarlo. Si alguna vez se sentía cansada, frustrada o deprimida por su vida, lo único que tenía que hacer era leer de nuevo aquellas cartas.
Tanner entró en aquel momento en el dormitorio. Madison lo miró y se sorprendió al darse cuenta de que el corazón le daba un pequeño salto de alegría.
Un momento. ¿Qué le estaba ocurriendo? No podía sentirse atraída por Tanner. Por supuesto, era un hombre alto, moreno y misterioso pero, ¿y qué? Tanner la despreciaba y ella sólo quería tenerlo cerca para permanecer viva. No estaba dispuesta a mantener ningún otro tipo de relación con él.
Antes de que pudiera averiguar lo que estaba ocurriendo, Tanner se acercó sin decir palabra hasta la cama y le tiró varias hojas de papel. Madison agarró una de ellas y se quedó mirándola fijamente.
– ¿Qué pasa?
– Explíqueme qué significa eso. Y será mejor que hable rápido, porque en caso contrario, voy a enviarla con su marido.
Aquella amenaza bastó para cambiar bruscamente sus sentimientos. Agarró las hojas e intentó leerlas. El miedo le impedía concentrarse y tuvo que analizar cada palabra hasta que le encontró sentido. Y cuando eso ocurrió, supo que acababa de entrar en otro mundo.
Las cartas se las escribía ella a Christopher, pidiéndole que le permitiera volver a su lado. Le suplicaba, se humillaba, le ofrecía favores sexuales que le hicieron enrojecer. En cuanto terminó de leer la primera, comprendió que no quería leer ninguna más, y tampoco sabía qué decir.
Sentía la furia de Tanner vibrando en la habitación. Fuera cual fuera la credibilidad que hasta entonces se había ganado, sabía que acababa de perderla.
– Yo no he escrito eso -le dijo.
– Estaban en su ordenador.
– Me lo imagino, pero le juro que esas cartas no las he escrito yo.
– ¿Entonces quién? -preguntó Tanner-. ¡Oh, espere! Déjeme imaginarlo. Su ex marido entró en su casa, escribió esas cartas y las dejó allí para que yo las encontrara.
– Quizás.
Aunque sabía que parecía imposible, tenía que ser cierto. El pánico crecía en su interior.
– Tanner, yo no he escrito esas cartas. No quiero tener nada que ver con ese hombre.
– Sí, claro -se volvió para marcharse.
Madison sabía que él era su única esperanza. Sin Tanner de su parte, era una mujer muerta. Quizá no inmediatamente, pero sí en cuanto Christopher dejara de necesitarla.
Dejó a un lado el ordenador y se levantó con torpeza para seguirlo. Lo agarró del brazo antes de que hubiera podido alcanzar el pasillo y él la fulminó con la mirada.
– Le dije que no me tomara por un estúpido, que no estoy interesado en los juegos repugnantes que se traen entre manos su marido y usted.
– Lo sé, y no estoy jugando. Yo no estoy haciendo nada. Soy completamente inocente en todo este asunto.
La expresión de Tanner era insondable, pero Madison podía percibir su enfado. La impotencia le tensó el estómago.
– Haré cualquier cosa -le dijo frenética-. Dígame cómo puedo demostrar mi inocencia. Firmaré cualquier cosa. Haré… -de pronto se le ocurrió algo-. ¡Me someteré a un detector de mentiras!
Tanner la miró con los ojos entrecerrados.
– No se puede confiar plenamente en ellos.
– Tiene que haber algo que funcione.
– Yo para eso prefiero las drogas.
– ¿Un suero de la verdad?
– Algo así. ¿Continúa interesada en que averigüe la verdad? -su voz rezumaba desprecio.
Madison dejó caer la mano a un lado y tragó saliva. Aunque la idea de que Tanner la drogara no le hacía saltar de alegría, era la única manera de evitar que la enviara de nuevo con Christopher.
– De acuerdo -dijo lentamente-. Puede drogarme.
Vio cómo tensaba Tanner los músculos de la mandíbula.
– No tendrá ningún control -le dijo-. No será capaz de ocultarme la verdad. No es una experiencia agradable.
Y por supuesto, él iba asegurarse de ello, pensó Madison sombría.
– Lo supongo, pero no se me ocurre otra manera de convencerlo de que no estoy mintiendo. ¿Y a usted?
Tanner se encogió de hombros como si no le importara. Y probablemente no le importaba en absoluto. En lo que a él concernía, lo había engañado. Y Tanner no era la clase de hombre que perdonara algo así.
– ¿Cómo funciona esa droga?
– Le pondré una inyección, esperaremos veinte minutos y después hablaremos.
– De acuerdo. Ahora tengo que apagar mi ordenador.
– Venga a la sala de control en cuanto lo haya hecho.
Tanner desconectó la alarma de la sala de control para que Madison pudiera acceder a ella. Cruzó hasta un armario metálico y abrió la puerta. Además de objetos de oficina, municiones y equipos de comunicación, allí guardaba un botiquín de primeros auxilios y diferentes drogas. Entre ellas, sedantes y productos químicos que hacían hablar a la gente.
Tanner estudió las diferentes opciones antes de decidirse por una pequeña ampolla. Aquella potente droga no sólo inducía a decir la verdad, sino que borraba el recuerdo del interrogatorio.
Clavó la mirada en la ventana. Se había puesto furioso cuando había encontrado aquellas cartas. Pero el impacto que le habían causado a la propia Madison parecía sincero y su disposición a hacer cualquier cosa para demostrarle que no las había escrito ella, lo habían convencido de que debía darle otra oportunidad.
Aunque lo que a él le preocupaba no era sólo el hecho de que Madison estuviera mintiéndole. Lo que le preocupaba era que su reacción al encontrar aquellas cartas había sido completamente personal. Se había sentido como si Madison lo estuviera traicionando, y no le había gustado nada. ¿Por qué debería importarle? Madison formaba parte de su trabajo, nada más. Quizá no fuera la mujer rica e inútil que en un primer momento había imaginado, pero tampoco era una persona que le pudiera gustar o a la que pudiera respetar.
¿O sí? ¿O había otra forma de explicar su reluctancia a drogarla? Por supuesto, quería oírle decir la verdad, pero no quería verla perder el control. Le preocupaba su reacción.
– Estás perdido -musitó para sí.
Un movimiento en uno de los monitores le llamó la atención. Vio a Ángel acercándose a la puerta de la casa. Y había algo en su expresión que le advirtió que no llevaba buenas noticias. Tanner abrió la puerta antes de que Ángel pudiera llamar.
– Es Kelly -dijo Ángel directamente-. Ha muerto hace una hora. Han surgido complicaciones durante la operación. No ha conseguido sobrevivir. Sé que estás ocupado, así que ya he hablado con su familia. Shari, su prometida, está destrozada. Y también su madre.
Tanner sintió un dolor agudo lacerándole las entrañas.
– Era un niño.
– Sí, y un buen soldado. Ha sido una gran suerte conocerlo.
– ¿Se lo has dicho a los otros hombres?
– Todavía no, pero lo haré. Antes quería que lo supieras tú.
– De acuerdo, gracias.
Ángel asintió y se volvió para marcharse. Tanner cerró la puerta.
Hacía seis años que conocía a Kelly. Aquel chico se había unido a ellos con sólo veinte. Quería trabajar con ellos porque pensaba que un trabajo peligroso podía proporcionarle cierto glamour. Tanner le había dicho que antes debería crecer y madurar. Quería saber si Kelly se tomaba en serio aquel trabajo.
Y sí, así había sido. Tres años después, había regresado después de haber estado en el ejército.
Y en aquel momento estaba muerto. Había muerto antes de que la vida pudiera darle una oportunidad. Y todo porque algo había salido mal en lo que debería haber sido una operación de manual.
– Ya estoy preparada -dijo Madison.
Tanner no la había oído llegar. Alzó la mirada hacia sus ropas caras y elegantes, hacia aquella melena perfecta, y supo que ella era la culpable. La rabia lo invadió.
– Está muerto -le dijo-. Kelly O'Neil, de origen irlandés. Su familia llegó aquí hace casi cien años. Tenía dos hermanas, una madre y una prometida. De hecho, acababa de comprometerse, y Shari estaba a su lado cuando murió. Tenía un seguro de vida, pero eso no será ningún consuelo para una familia que acaba de perder a un joven de veintiséis años. Jamás se casará, nunca podrá tener hijos, nunca envejecerá. ¿Y todo por qué?
Madison palideció.
– Yo tengo la culpa.
– No podríamos estar más de acuerdo.