El sábado siguiente era apenas el cuarto día que Eddie y Jean pasaban juntos. En vez de ir al autocinema se quedaron en la granja de los padres de ella. Cuando llegó, Eddie le solicitó:
– ¿Podríamos sólo sentarnos en el patio y conversar?
Ella ocultó su desencanto y respondió:
– Claro, si es lo que quieres.
– Es que abrigo la esperanza de que antes de marcharme el día de hoy necesitemos llamar a tus padres para que podamos hablar con ellos también.
Se sentaron en el patio, en un par de sillas de madera para exteriores, debajo de los manzanos. Y Eddie volvió a preguntarle:
– ¿Te quieres casar conmigo, Jean?
Ella tenía lágrimas en los ojos, apretó ocho dedos contra los labios y asintió una y otra vez hasta que recuperó el control.
– ¿De veras? -él se sorprendió de no tener que insistir más.
Ella volvió a asentir, porque todavía no podía hablar.
– ¡Gracias, Dios! -susurró Eddie y cerró los ojos.
Se inclinó hacia el frente y le tomó las manos.
Ella trató de decir:
– ¡Oh! ¡Eddie, soy muy feliz! -pero apenas podía pronunciar palabra, así que él se acercó a ella y la besó con suavidad. Cuando se separaron, ella sonreía y lloraba a la vez.
– ¡Imagínate! ¡Voy a ser la mamá de Anne y de Lucy!
– ¿O sea que por fin puedo decirles?
– ¡Oh, sí!
– Y tal vez tengamos otros dos algún día. ¿Qué te parecería?
– Con sólo pensar en tener a tus bebés me siento feliz.
– Bueno, en ese caso… -buscó tanteando con la mano en su bolsillo- tengo algo para ti.
Sacó un modesto anillo de diamantes y se lo puso en el dedo donde alguna vez había llevado una argolla de oro.
– ¡Oh, Eddie! -exclamó ella mientras admiraba el anillo con el brazo extendido-. Eddie -se inclinó hacia él y lo abrazó-. Te amo tanto…
– Yo también te amo, Jean.
Se quedaron así un rato, mientras la tarde refrescaba en el patio y las ranas comenzaron un vibrante concierto en los estanques.
– ¿Vamos ya a buscar a tus padres? -preguntó Eddie.
Ella asintió contra su hombro.
– ¿Cuándo les diremos que queremos casarnos?
– Pronto, por favor -respondió ella con voz apagada.
El sonrió y le pasó una mano por el cabello, le apretó con cariño el cuello y susurró:
– Vamos, pues.
Cuando les dieron la noticia, Berta lo aceptó con estoicismo mientras Frank declaraba:
– La fiesta de la boda pueden hacerla aquí. Ninguna hija mía se casará sin una despedida adecuada. Tu madre matará los pollos y tus hermanas vendrán a ayudar con la comida. No es menos de lo que hicimos por cada una de ellas -así quedó todo arreglado.
Cuando Eddie le dio a Jean un beso de despedida al lado de su camioneta, ella le dijo:
– Quiero saber lo que piensan Anne y Lucy. Y diles que no puedo esperar a ser su mamá. ¿O debería decir "madrastra"?
– Mamá está bien. No le quita nada a Krystyna.
Cuando le contó a sus hijas que iba a casarse con su ex maestra, Lucy hizo una mueca de sorpresa y felicidad.
– ¿De verdad? ¿Y ese día puedo usar mi vestido blanco y arrojar los pétalos?
– Bueno -rió él-. No lo había pensado. Tal vez sí.
– Annie también podría hacerlo, ¿verdad?
– Pues sí. Si ella quiere.
– ¿Eso quiere decir que la hermana Regina va a venir a vivir aquí con nosotros?
– Ahora se llama Jean, y sí, vendrá a vivir con nosotros.
– ¿Y nos cuidará como lo hacía mamá?
– Sí, como lo hacía mamá.
– ¡Qué bien! -exclamó Lucy y aplaudió.
Eddie le puso la mano en la espalda a Anne con suavidad.
– Y tú, ¿estás de acuerdo en que me case con ella y que venga a vivir con nosotros?
Anne se acercó y se acurrucó a su lado.
– Si ya no puedo tener a mi verdadera mamá, ella es lo que más se le parece.
Con un nudo en la garganta, Eddie besó a Anne en la frente y después a Lucy.
Se anunciaron las amonestaciones durante tres semanas y una radiante tarde de fines de agosto se casaron en San Pedro y San Pablo en Gilman, una semana antes del aniversario de la muerte de Krystyna. La mitad de Browerville estuvo ahí, incluyendo al padre Kuzdek y a tantos parientes de los Olczak que aquello parecía una reunión familiar. Toda la familia de Jean asistió también, incluyendo a la abuela Rosella. Richard y Mary Pribil estuvieron presentes, aunque no Irene. Explicaron que no se había sentido bien ese día y en el último momento decidió quedarse en casa.
Anne y Lucy sí llevaron los pétalos de flores. Usaron unos vestidos largos del color de los pétalos de rosa, con enaguas esponjadas, que con todo cariño les hizo su tía Irene. Les envió una nota con sus padres en la que les decía cuánto lamentaba no verlas caminar por el pasillo, pero les aseguró que pensaría en ellas todo el día.
La novia llevaba un vestido y un velo blancos por segunda ocasión, pero esta vez su novio la esperaba frente a la iglesia, un hombre real, de carne y hueso, a quien amaba y que había consentido, ante su insistencia, en no mirarla sino hasta el momento en que ella apareció al pie del pasillo y caminó hacia él.
Avanzó mientras el órgano hacía vibrar la iglesia con música de Mendelssohn y las niñas arrojaban pétalos de flores cultivadas en el jardín de los abuelos. Frente a Jean, Liz iba avanzando, primero un paso, luego otro, con un vestido largo de un tono rosado un poco más oscuro que el de las chiquillas. Al lado de Eddie, su hermano Romaine esperaba con dos argollas de matrimonio en el bolsillo.
Con su traje nuevo de lana peinada azul, Eddie esperaba con las manos unidas, rígido y quieto, salvo por una rodilla que no podía evitar mover de un lado a otro por el nerviosismo. Un sonrojo delator que se notaba bajo su bronceado veraniego apareció en su cara mientras veía a la novia acercarse con el rostro cubierto por un velo corto y arrastrando una inmensa cola.
El padre de Jean le apretó la mano y se la entregó a Eddie. Cuando ella le tocó la manga, él la tomó de la mano y la sintió temblar; la miró y le sonrió. No la soltó sino hasta que se vio forzado a hacerlo en la ceremonia.
– In nomine Patris…. -comenzó el sacerdote de la parroquia, el padre Donnelly, y Eddie tuvo que persignarse, pero en cuanto terminó volvió a estrechar la mano de Jean.
Inclinaron la cabeza y el sacerdote oró. Liz retiró el velo de la cara de Jean y luego el padre dijo a los novios:
– Tómense de la mano derecha, por favor.
Los corazones les latían al unísono cuando oyeron las palabras:
– Repitan después de mí…
– Yo, Edward Olczak, te tomo a ti, Jean Potlocki, como mi legítima esposa, para amarte y respetarte desde este día, para bien o para mal, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe.
Luego Jean dijo con voz dulce.
– Yo, Jean Potlocki, te tomo a ti, Edward Olczak… -sintió que las lágrimas le humedecían los ojos mientras repetía las palabras que la atarían a Eddie por el resto de su vida-… hasta que la muerte nos separe.
El padre hizo el signo de la cruz en el aire y santificó su unión.
Pidió los anillos, los bendijo, y Eddie repitió:
– Con este anillo te desposo -sostuvo la delgada mano de su esposa y le colocó la alianza donde apenas cuatro meses antes había llevado otra.
Ella también susurró:
– Con este anillo te desposo -y le puso un nuevo anillo donde antes llevaba el de Krystyna.
Los otros, con los que habían estado casados, se hallaban con ellos en ese momento, del mismo modo que los invitados que llenaban los bancos de la iglesia a sus espaldas. Bendecían su unión y les auguraban paz.
El órgano resonó y salieron de San Pedro y San Pablo hacia la luz del Sol, en lo alto de los escalones de la iglesia, donde él la besó con ternura infinita; se reservaba su pasión para después. Sin embargo, sonreía jubiloso cuando sus bocas se separaron y sus miradas alegres se encontraron.
– Señora Olczak -la llamó.
– ¡Oh!, ¡Qué bien se oye! -comentó ella.
Luego se volvieron hacia la gente y se sometieron a seis horas de obligaciones sociales: recibir a sus invitados, la comida en la granja, los abrazos de los que les deseaban lo mejor, mirar sus regalos, pasar algún tiempo con Anne y Lucy, y dedicarle atención especial a la abuela Rosella.
Tal vez el momento más conmovedor fue cuando Richard y Mary Pribil los felicitaron antes de que se marcharan. Mary tomó la mano de Eddie, le echó los brazos al cuello y comenzó a llorar.
Lucy, que se marchaba con sus abuelos, tiró de la mano de Jean y le preguntó:
– ¿Por qué llora la abuela, Jean?
– Porque está feliz, pero también está triste -le respondió.
– Pero, ¿por qué está triste?
Jean puso las manos en las bronceadas mejillas de Lucy y le dijo:
– Porque extraña a tu madre, igual que yo -Anne estaba de pie a su lado. Jean la atrajo hacia sí y las tomó a las dos de la mano-. Estuve muy orgullosa de ustedes hoy y quiero que sepan que las amo a las dos y que voy a tratar de ser la mejor madre que pueda. No tengo mucha experiencia, así que a veces van a tener que ayudarme con lo que haga mal, pero tuvieron a la mejor maestra, su propia madre, así que estoy segura de que saldremos adelante. Ahora pórtense bien en casa del abuelo y la abuela Pribil y recen sus oraciones por la noche, ¿de acuerdo?
– Eso haremos.
– Y si quieren regresar a casa antes del miércoles, díganles que las lleven -el plan consistía en que las niñas volvieran a la casa hasta el miércoles por la tarde, para dar a los recién casados una luna de miel de cuatro días, que pasarían en la casa de Browerville, donde Eddie podría ayudarle a Jean a instalarse antes de que diera comienzo el nuevo año escolar la siguiente semana.
Después de despedir a las niñas, hubo algunos adioses más y luego, mientras Jean se cambiaba de ropa, los hermanos de Eddie pusieron los regalos en la parte posterior de la camioneta.
Cuando salió de la casa, llevaba puesto el lindo vestido azul que se había hecho para su primera cita. Él la ayudó a subir a la camioneta y luego por fin… por fin… Eddie encendió el motor y se despidieron con la mano mientras se alejaban por el camino dejando tras de sí una nube de polvo.
Eran casi las seis de la tarde; el Sol brillaba todavía en el cielo y los mirlos negros se movían en los pantanos y su canto llegaba como flotando hasta la ventana de la camioneta. Eddie y Jean tenían el resto de la noche para ellos solos. Él la vio y ella le devolvió la mirada; se rieron por la libertad que ahora tenían.
– Vamos a casa -le dijo él.
Se detuvo frente a su casa de ladrillos amarillos, bajo los bojes y la guió a la puerta trasera sosteniéndola del codo. Había decidido que entrarían por la parte de atrás, que quedaba oculta desde la calle, para tener más privacidad. Abrió la puerta, la tomó en brazos y la llevó al interior.
Jean nunca había entrado en esa casa. Desde los brazos de su esposo, miró el cuarto: la cocina de leña, los gabinetes blancos, agua corriente y la mesa y las sillas que él había hecho para Krystyna.
– Bájame, Eddie -le pidió en voz baja. Lo miró y agregó-. Es una hermosa cocina. ¿Tú hiciste todo esto?
– Los gabinetes y la mesa, sí.
– Eso pensé. Enséñame el resto de la casa.
El Sol poniente se colaba por la ventana de la sala que daba al oeste; Jean observó el sofá marrón de piel curtida de caballo y el piano vertical, demasiado grande para el rincón en el que estaba.
– Ahí hay una máquina de coser -Eddie señaló el pequeño espacio de la entrada-. Puedes usarla cuando quieras.
Ella pasó a su lado, se acercó a la máquina y la tocó ligeramente con las yemas de los dedos, y a Eddie le dio la impresión de que mientras lo hacía le susurraba algo a Krystyna.
– Tiene otro piso.
– Sí -al subir la escalera, una arandela metálica que colgaba de un cordel golpeó contra la pared-. ¿Qué es esto? -preguntó.
– Es una cuerda para que las niñas puedan encender la luz antes de subir a dormir. Krystyna la puso.
Eddie se reprendió a sí mismo por haber mencionado a Krystyna. En eso, Jean tiró de la cuerda y miró hacia lo alto cuando la luz se encendió en el techo del pasillo. Comenzó a subir la escalera y él la siguió en silencio.
– Aquí duermen las niñas -le mostró cuando llegaron arriba. Jean entró en el dormitorio iluminado por el Sol y sonrió al contemplar el papel tapiz y los rosetones hechos de listón en los marcos de las ventanas. Azúcar, que dormía en la cama, despertó y estiró las patas al frente, tensa y con los ojos bizcos.
– Ésa es Azúcar -dijo Eddie-. Ya habrás oído hablar de ella.
– Hola, Azúcar -saludó Jean y le hizo una caricia leve a la gata antes de que Eddie la guiara hacia el otro extremo del pasillo.
– Y éste es nuestro cuarto.
Cruzaron la puerta y se detuvieron ahí.
– ¡Oh, Dios! Tiene un balcón que da a la calle. ¡Es adorable!
– En verano muchas veces dormimos con la puerta del balcón abierta -tarde se dio cuenta de que había hablado en plural.
– ¿Puedo? -preguntó, imperturbable al tiempo que lo miraba.
– Claro.
Cruzó el piso de linóleo y abrió la puerta del balcón, que daba al este, con lo que dejó entrar el ruido de los niños del vecindario que jugaban a corretearse afuera y el verde susurro de los bojes.
– Y también hay un baño -explicó-. Yo mismo lo instalé.
– Creo que tengo suerte de estar casada con un hombre con tantas habilidades -se acercó a él y miró el cuarto de baño-. No creo que haya algo que no puedas hacer, Eddie.
– Ahí está el tocador. Lo vacié para que puedas usarlo. El clóset es terriblemente pequeño, pero haremos espacio para tu ropa.
– Gracias, Eddie.
Él se quitó la chaqueta y la colgó en el clóset.
– Será mejor que meta en la casa los regalos de bodas -señaló y se dirigió hacia la escalera.
Cuando Eddie regresó con su maleta, Jean estaba de pie al lado del tocador, sin saber qué hacer.
– Te traje esto -indicó él y colocó la maleta al pie de la cama.
– Gracias -la abrió y sacó un camisón blanco plisado, aunque aún era de día. El Sol estaba por encima del horizonte y sus rayos iluminaban el pequeño tapete azul situado al lado de la cama.
– Eddie, hay algo que quiero decirte -se volvió y sintió que él estaba detrás de ella, muy cerca-. Comprendo que ésta fue la casa de Krystyna y que ella compartió su vida aquí contigo. Y está bien que menciones su nombre y que me digas que esto o aquello era suyo y que ella hacía tal o cual cosa para Anne y Lucy. Su recuerdo seguirá aquí muchos años; sin embargo, como te amo y sé que me amas, eso no le quita nada a nuestro matrimonio. Así que, por favor, no pongas esa cara de culpa cada vez que la mencionas.
Ella alcanzó a ver el alivio que se extendía por su rostro.
– ¡Oh! ¡Cuánto te amo! -dijo él al tomarla en brazos.
– Yo también te amo -le aseguró ella con suavidad.
– Creo, Jean Olczak, que eres una santa.
– ¡Oh, no! No lo soy. Soy tan mortal que me estoy muriendo de miedo en este instante.
– No tengas miedo -aflojó su abrazo y le repitió en un tono muy dulce al tiempo que la miraba a los ojos-. No tengas miedo.
– ¿Qué debo hacer?
– Ve al baño y ponte tu camisón.
Cuando Jean regresó al dormitorio, vio su maleta en el piso; la cama no tenía la colcha, las sábanas estaban abiertas y Eddie, con nada más que sus calzoncillos puestos, se hallaba apoyado con el hombro contra el marco de la puerta, mirando hacia la penumbra. Las voces de los niños ya no se oían. Las sombras púrpuras comenzaban a cubrir el pueblo.
Al sentir que había vuelto al dormitorio, Eddie la miró por encima del hombro y extendió el brazo que le quedaba libre. Lo cerró en torno de ella cuando Jean se acercó; luego él la hizo volverse y la acercó suavemente contra su pecho. Era difícil creer que lo que ella quería hacer con él ya no iba a ser pecaminoso.
Jean se arqueó y le puso las manos en las perneras de los calzoncillos; Eddie comenzó a besarle el cuello. Ella se acurrucó en sus brazos y lo besó, luego subió las manos para colocarlas en la espalda desnuda de su esposo, siguiendo el dictado de su instinto. Tocarlo, saborearlo, era lo mejor que le había pasado. Y se volvió más y más fácil conforme pasaban los minutos.
De pronto él levantó la cabeza, la tomó de la mano y susurró:
– Ven conmigo -la llevó a la cama y se acomodaron de lado para poder mirarse. Él le besó los ojos, las mejillas, la nariz, los labios y le cubrió el pecho con lentas caricias.
Ella se quedó muy quieta, asombrada al descubrir sensaciones absolutamente nuevas.
Susurró su nombre una vez, o al menos eso le pareció a él… "¡Oh, Eddie!"… antes de que las sensaciones que experimentaba la impulsaran a callar de nuevo.
Él le musitó algo, unas palabras para tranquilizar cualquier temor que pudiera tener…
– Jean, querida Jean -murmuró.
Le enseñó cosas que había aprendido con Krystyna y ahí, en las lecciones, Krystyna les dio otro regalo. Porque era un regalo maravilloso y merecido. Habían esperado, habían hecho lo correcto, lo que estaba bien: pospusieron todo placer para ganarse el derecho de hacerlo a través del matrimonio y cuando éste se consumó ahí, en la oscuridad de la cálida noche de agosto, emergieron resplandecientes… se amaban.
Más tarde, todavía entrelazada con él, Jean comentó con sorpresa en la voz:
– ¿No te parece que Dios es absolutamente maravilloso al haber pensado en algo así?
Eddie le besó la frente y descansó sobre ella la mejilla.
– Creo que Dios es maravilloso porque me permitió tenerte.
– Sí, yo también -le aseguró ella y colocó un pie, la mano y una rodilla doblada en los sitios más cómodos que encontró en él para cada parte de su cuerpo-. Espero que te guste dormir abrazado, porque sé que yo querré estar así muchas veces. He dormido sola demasiado tiempo.
El se arrellanó y extendió más la mano sobre el costado de Jean.
– Eddie, ¿puedo hacerte una pregunta?
– Claro.
Tardó un poco en reunir el valor para hablar.
– ¿Con cuánta frecuencia… cuántas veces hacen esto los hombres y las mujeres?
El rió de buena gana.
– ¡Ah! Mi adorable novia virgen.
– Me prometiste que no te reirías de mi ignorancia.
– No, no me estoy riendo de ti, querida. Es sólo que me hiciste cosquillas.
– Bueno, entonces… ¿con cuánta frecuencia?
Decidió gastarle una broma.
– Bueno, déjame ver… mañana es domingo y después de la misa tendremos todo el día para nosotros, así que podríamos hacerlo, digamos, treinta o cuarenta veces. Pero en los otros días…
– ¡Treinta o cuarenta!
– Pero entre semana tendremos que moderarnos un poco.
– ¡Eddie! Estás bromeando -le lanzó un golpe a través de las suaves mantas.
Se besaron y después él le explicó, con el tono de voz que usaría un maestro muy paciente:
– Podemos hacerlo a diario si quieres. Por lo general, al principio, cuando la gente acaba de enamorarse, desea hacerlo más de una vez al día; después, una vez que uno permanece casado un tiempo, se hace con menos frecuencia. Un par de veces a la semana, tal vez más, tal vez menos. Cuando las mujeres se embarazan no sienten muchos deseos de tener relaciones sexuales; después, ya cerca del final, no pueden hacerlo.
Luego de unos momentos en que permanecieron en silencio, ella continuó:
– Sólo imagina. Ya podría estar embarazada.
– ¿Y qué te parecería?
– Recé una novena para pedir que suceda pronto.
Él se hizo hacia atrás y la miró con sorpresa.
– ¿De verdad?
– Sí. Y quiero tener tantos hijos tuyos como pueda.
– ¡Oh, Jean…! -la levantó de su hombro y la besó con ternura-. ¡Soy tan afortunado!
Pensaron en los niños que tendrían, en las que ya tenían y en un futuro lleno de amor entre todos, con trabajo duro para beneficio de sus hijos y de sí mismos. Sintieron que Azúcar se subía al pie de la cama y avanzaba con cuidado sobre las sábanas.
Eddie bajó la mano y tocó a la gata.
– Hola, Azúcar.
Jean le rascó el suave pelambre.
– Me gustan los gatos -comentó.
El animal comenzó a ronronear. Ellos comenzaban a sentirse gratamente adormilados.
En eso, Jean se sentó de pronto sobre la cama y arrojó las mantas a un lado.
– ¡Oh, Dios! ¡Olvidé rezar mis oraciones!
Se bajó de la cama de inmediato, se puso de rodillas y juntó las manos, desnuda como un bebé al nacer, mientras él sonreía para sí en la oscuridad. No la interrumpió, pero tampoco se unió a ella. Ya había tenido suficientes rezos para un solo día con aquella larga ceremonia nupcial. Además, lo que habían hecho juntos le parecía a él casi como una plegaria.
Pronto terminó y volvió a la cama. Él levantó las mantas para ella y Jean encontró de nuevo el cómodo sitio en su hombro.
– ¿Y debes arrodillarte para poder rezar tus oraciones cada noche? -preguntó él.
– Es una vieja costumbre, difícil de romper.
– ¡Ah! -él comprendió.
– ¿Eddie?
– ¿Hum?
– Necesito conseguir un permiso para conducir, aunque antes tengo que aprender. ¿Me puedes enseñar?
– Claro. ¿Para qué?
– Para poder llevar a las monjas a Saint Cloud o a Long Prairie a que les examinen los ojos y les arreglen los dientes. Como lo hacía Krystyna.
– ¡Ah! Como ella.
– Sí.
Eddie sonrió. Siempre habría un pequeño vestigio de la hermana Regina en su esposa Jean, pero eso le parecía bien. Después de todo, él se había enamorado de la monja.
Cuando estaba a punto de quedarse dormido, Eddie le murmuró a Jean al oído:
– Buenas noches, hermana.
Pero ella ya estaba dormida y soñaba con tener sus bebés.