Capítulo 2

La hermana Regina hizo sonar la pequeña campana de cobre y esperó al lado de la puerta oeste a que los niños volvieran de su recreo. Bajaban corriendo del campo de juegos en la colina y se reunían en la estrecha acera que conectaba el edificio de la escuela con el convento. Se formaron en una doble fila; los obedientes lo hicieron de inmediato, mientras que los traviesos empujaban y molestaban a los demás. Cuando todos estuvieron formados, ella los guió al interior. Algunos niños se desviaron hacia los baños cuando la hermana colocó la pequeña campana en un extremo del pretil, donde se quedaba cuando no estaba en uso… ¡y pobre de aquel que la tocara sin permiso! Esperó al lado del bebedero afuera de su salón, con las manos ocultas en las mangas, vigilando el regreso de sus alumnos a clase.

La escuela parroquial de San José fue construida de manera simétrica, con tres habitaciones a cada lado de un gimnasio central, separadas de él por un grueso pretil, rematado con columnas cuadradas que creaban una nave en ambos lados. Cada nave tenía dos salones, en los que se daba clase a dos grados al mismo tiempo. El comedor se hallaba en el extremo noroeste; al sureste quedaba el salón floral, donde las monjas cultivaban plantas para el altar.

En el lado este, el gimnasio daba paso a una bodega. En la dirección contraria se hallaba un escenario con un viejo telón de lona decorado con un retablo de un canal de Venecia con algunas góndolas. En ese escenario se habían llevado a cabo innumerables recitales de piano, ya que el entrenamiento musical era una parte tan importante del programa de estudios de San José, que el gimnasio tenía el nombre de Salón Paderewski, en honor del famoso compositor polaco.

La hermana Regina mantuvo abierta la puerta de su salón para el último rezagado, que ponía a prueba su paciencia al continuar tomando agua del bebedero que estaba en el pasillo.

– Ya es suficiente, Michael. Entra.

El chico tomó tres tragos más y se limpió el rostro con el dorso mientras ella lo empujaba al interior con la puerta.

Dio un par de palmadas y luego cruzó los brazos.

– Bien, niños y niñas, empezaremos la tarde con una plegaria.

El ruido disminuyó y la habitación quedó en silencio.

– En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo…

Treinta y cinco niños se persignaron al mismo tiempo que ella.

Cuando la plegaria terminó, se sentaron con un ruido similar al que haría una parvada de gansos al aterrizar, mientras la hermana se colocaba detrás de su escritorio, frente a ellos. Era una mujer alta y delgada, de piel clara y dulces ojos color marrón. Tenía las cejas del mismo color castaño claro del pelo de la mazorca del maíz y la curva de sus labios era tan bella como la parte superior de una manzana. Su expresión nunca se volvía severa ni los labios perdían su bondadosa curvatura, incluso cuando algo no le gustaba. Su voz estaba llena de paciencia y serenidad.

– Los de tercer grado van a trabajar en su ortografía -las dos hileras de tercer grado ocupaban el lado derecho del salón. Repartió hojas con ejercicios y los puso a trabajar. Había reunido a los alumnos de cuarto año en torno a su escritorio para practicar las tablas de multiplicar, cuando alguien llamó a la puerta. La interrupción desató algunos murmullos, por lo que la hermana hizo que todos guardaran silencio mientras se dirigía a abrir.

En el pasillo estaban el padre Kuzdek y Eddie Olczak.

– Buenas tardes, padre. Buenas tardes, señor Olczak -se dio cuenta de inmediato de que algo terrible había pasado.

– Hermana, lamento mucho interrumpir su clase -comenzó el padre Kuzdek-. ¿Puede cerrar la puerta, por favor? -el padre estaba visiblemente perturbado y Eddie había estado llorando.

Cuando cerró la puerta, el padre prosiguió-: Tenemos muy malas noticias. Ocurrió un accidente. Esta mañana el tren mató a la esposa de Eddie.

La hermana Regina contuvo la respiración con suavidad y se llevó la mano a los labios.

– ¡Oh, no! -se persignó y luego rompió una regla fundamental al tocar a un lego-. ¡Oh, señor Olczak! -susurró mientras le ponía una mano sobre la manga-. ¡Su adorable esposa! Lo lamento tanto. ¿Qué… qué sucedió? -miró al padre en busca de respuesta.

– Iba conduciendo -respondió el sacerdote-. Al parecer trataba de… eh… -tragó saliva y empujó los anteojos hacia arriba para limpiarse las lágrimas-… trató de ganarle el paso al tren cuando iba camino de casa de sus padres.

La hermana sintió que la impresión le recorría todo el cuerpo. De todas las mujeres de la parroquia, Krystyna Olczak era en quien las monjas confiaban más para pedirle ayuda. Una de las damas más agradables y alegres del pueblo.

– ¡Oh, Dios! Esto es terrible.

Eddie trató de hablar, pero no pudo hacerlo.

– Tengo que… -tuvo que aclararse la garganta y comenzar de nuevo-. Tengo que decirle a las niñas.

– Sí, por supuesto -susurró la hermana, pero no hizo ningún movimiento para volver al salón a buscarlas. Se sentía renuente a ver su felicidad destrozada. Las hijas del señor Olczak eran unas niñas maravillosas: despreocupadas, amables, estudiantes sobresalientes, con la dulce disposición de Krystyna, que nunca causan problemas en el salón ni en el patio de juegos. Eran unas niñas por las que se preocupaban en su casa, siempre con lindos vestidos que su madre les hacía y que llevaban almidonados y planchados a la perfección. Muchas veces Anne y Lucy llegaban. A la escuela tomadas de las manos, con el cabello peinado en bucles o trenzas francesas, con los zapatos bien lustrados y el dinero para el almuerzo atado en la esquina de sus pañuelos de tela. Su madre siempre estuvo orgullosa de ellas y las enviaba a la escuela como si fueran pequeñas Shirley Temple, y cuando la familia Olczak caminaba a la iglesia los domingos, todos los miraban y sonreían.

Pero ahora Krystyna Olczak estaba muerta. Le resultaba algo muy difícil de imaginar.

"Pobres pequeñas", pensó la hermana. "Pobre señor Olczak".

Eddie Olczak era un hombre sencillo, diligente y de buen carácter de quien la hermana Regina nunca oyó queja alguna. Cuando ella llegó al pueblo, cuatro años antes, él ya era conserje de de la iglesia. Decenas de veces a la semana oía que la gente decía: "pregúntale a Eddie", o si la que hablaba era una monja, "pregunte al señor Olczak". Cualquier cosa que alguien necesitara, él la conseguía sin rechistar. No hablaba mucho, pero siempre estaba ahí cuando se le necesitaba.

Era una sensación muy extraña ver llorar a aquel hombre, verlo necesitar ayuda, mas así era en esta ocasión. Se encontraba de pie en el pasillo, con el brazo del padre rodeándole los hombros. Eddie se limpió los ojos e intentó reunir fuerzas para que le llevaran a sus hijas al pasillo.

– Estaré bien -logró decir con voz quebrada. Sacó un pañuelo rojo del bolsillo trasero-. Sólo tengo… -se aclaró la garganta y se sonó la nariz- sólo tengo que acabar con esto. Es todo.

– Por favor, traiga a las niñas, hermana.

"¡Oh, Señor! Dame fuerza", oró y volvió al salón para llevar a cabo la tarea más dura que le hubieran asignado.

Hizo que todos los chicos de cuarto grado volvieran a sus lugares. Todos menos Anne Olczak. Era una niña considerada. Tenía hermosos ojos azules y cabello castaño que ese día llevaba peinado de raya en medio, sujeto con un par de pasadores idénticos. Usaba un vestido a cuadros verde y marrón, con el cuello blanco.

Usaba un vestido a cuadros verde y marrón, con el cuello blanco. La hermana Regina le tocó el hombro y sintió un hueco en su interior como nunca había experimentado, formado por la empatía y el cariño hacia esa niña que esa mañana se había despedido de madre, con la confianza absoluta de que la encontraría en casa, esperándola, cuando volviera al terminar sus clases.

¿Quién esperaría de ahora en adelante a Anne y a Lucy?

A la mitad del pasillo más cercano a las ventanas, Lucy trabajaba en su ortografía; sujetaba el lápiz con tanta concentración que incluso sacaba la punta de la lengua. Ese día llevaba puesto un vestido amarillo almidonado. Se parecía a su hermana mayor, pero tenía el rostro salpicado de pecas y un hoyuelo en la mejilla izquierda. Se supone que las maestras no deben tener favoritos, pero la hermana Regina no podía evitar sentir preferencia por las niñas Olczak.

La hermana Regina se detuvo al lado de Lucy y se inclinó para susurrarle al oído:

– Lucy, tu padre está aquí y desea hablar contigo y con tu hermana. ¿Quieren salir al pasillo conmigo?

Lucy levantó la mirada.

– Sí, hermana -susurró. Dejó el lápiz amarillo en el surco de la parte superior de su banco, se levantó del asiento y junto con Anne fueron hacia la puerta. La hermana Regina abrió y siguió a las niñas al pasillo, con el corazón apesadumbrado.

Anne y Lucy sonrieron y exclamaron:

– ¡Hola, papi! -caminaron hacia él como si por alguna travesura hubiera ido a recogerlas más temprano.

Eddie puso una rodilla en el suelo y abrió los brazos.

– Hola, ángeles míos -las pequeñas se abrazaron a su cuello mientras el rostro del hombre reflejaba su dolor.

La hermana Regina contempló cómo los brazos del papá se colocaban en las cinturas de las niñas y aplastaban los moños de las cintas de sus vestidos que su madre ató por última vez aquella triste mañana, antes de enviarlas a la escuela. Las besó en la frente con fuerza y se sujetó de los pequeños cuerpos, mientras la hermana apretaba contra los labios el borde de las manos juntas y se decía que no debía llorar. Una línea de las Escrituras llegó a su mente: Dejad que los niños vengan a mí, y cometió un pecado venial al poner en tela de juicio la sabiduría de Dios al haberse llevado a la madre de aquellas pequeñas. ¿Por qué una mujer buena y joven como ella? ¿Por qué Krystyna Olczak, cuando aquí la necesitaba su familia?

Eddie se sentó sobre los talones y miró a sus hijas a la cara.

– Anne, Lucy… hay algo que papi tiene que decirles.

Ellas vieron sus lágrimas y se pusieron serias.

– Papi, ¿qué pasa? -preguntó Anne con una mano sobre el hombro de su padre.

– Bueno, corazón… -la mano abierta contra la espalda de la niña se veía inmensa. Cubría los cuadros de su vestido; Eddie se aclaró la garganta y trató de obligarse a decir las palabras que cambiarían para siempre sus vidas-… Jesús decidió llevarse… llevarse a tu mami al cielo.

Anne lo miró en silencio. Apretó un poco la boca.

Lucy simplemente dijo:

– No. Mi mami está en casa de la abuela haciendo conservas. Nos dijo que iba a ir hoy.

Eddie continuó con firmeza.

– No, mi amor. No está ahí. Quería ir y se puso en camino, pero nunca llegó.

– ¿No? -Lucy abrió los ojos desmesuradamente, pensativa, aún sin temor-. Pero, ¿cómo es posible?

– Un tren golpeó su auto en el cruce y mami murió -las últimas palabras las pronunció en un susurro entrecortado.

– ¡No es cierto! -exclamó Anne con furia-. ¡Ella está con la abuela! -se volvió y miró al padre Kuzdek, la máxima autoridad en San José-. Mi mami no está muerta, ¿verdad padre? Dígale a mi papi que no es cierto. Mi mami está haciendo conservas en casa de mi abuelita.

El padre Kuzdek colocó el considerable peso de su cuerpo sobre una rodilla y su sotana se arrugó en el piso.

– No sabemos por qué Jesús decidió llevarse a tu mami, Anne, pero desgraciadamente es cierto. Ahora ella está en el cielo, con los ángeles, y lo que tienes que recordar es que siempre estará ahí, mirándote, como tu ángel guardián especial que te amó y se preocupó por ti mientras estuvo en la Tierra. Y ahora seguirá haciéndolo, sólo que desde el cielo.

Annie se volvió, se lanzó contra su padre, que seguía arrodillado, y ocultó el rostro en su hombro.

– ¿Qué le pasa a Annie, papi? -preguntó Lucy con timidez.

La hermana Regina había comenzado a llorar; el rostro joven y terso permaneció sereno mientras las lágrimas le corrían por las mejillas y humedecían la toca blanca y almidonada que usaba debajo de la barbilla. No sabía por quién sentía más lástima, si por el padre o por las hijas. Aunque nunca había anhelado tener las libertades seculares, de pronto deseó poder abrir los brazos y estrechar a esos tres seres. Pero, por supuesto no lo hizo. La regla de San Benito, el libro por el cual se regían las monjas, prohibía el contacto físico con los legos. Así que se quedó quieta, en silenciosa plegaria en la que pedía fuerza para sí misma y para los Olczak. El padre Kuzdek se acercó a la hermana Regina y la llevó a un lado para sugerirle:

– Bajo estas circunstancias, hermana, creo que deberíamos suspender las clases por el resto del día.

– Sí, padre.

– Hablaré primero con sus estudiantes.

– Sí, padre.

Dejaron a los Olczak en el pasillo y entraron en el salón, donde se había creado cierto desorden. La presencia del padre acalló a los niños de inmediato y los envió a toda prisa a sus asientos.

– Buenas tardes, niños -saludó.

– Buenas tardes, padre -respondieron a coro.

– Niños y niñas -comenzó, pero luego fijó su atención en el piso de madera, donde un rayo de Sol tiñó los tablones de color amarillo miel-. Todos ustedes saben lo que es la muerte, ¿no es así? Les hemos enseñado lo importante que es hallarse en estado de gracia cuando mueran. Nunca sabemos cuándo vamos a morir, ¿verdad? -prosiguió y aprovechó para incorporar una lección de catecismo en lo que tenía que decirles. Cuando por fin les comunicó que la madre de Anne y Lucy había muerto aquel día, la hermana Regina advirtió un cambio en ellos. Algunos hicieron gestos, levantaron las cejas o se mordieron el labio inferior en una silenciosa señal de consternación. Otros lo miraron sin poder creerle.

El padre Kuzdek les dio tiempo para asimilar la noticia; siguió hablando varios minutos más y luego anunció que la escuela estaría cerrada el resto del día y que se irían a casa tan pronto como pudieran llamar a los autobuses escolares. Terminó, como siempre, con una plegaria.

– En el nombre del Padre…

La hermana Regina se persignó y unió las manos. El padre al pidió a los niños que guardaran silencio y fueran obedientes mientras él y la hermana no estuvieran en el salón. Le pidió a ella que fuera a los otros tres salones para informar a las monjas que las clases terminarían temprano y que les explicara la razón.

Al regresar al pasillo, la hermana no se sorprendió al encontrarse con dos de los hermanos de Eddie y sus esposas que oyeron la noticia y ya estaban ahí, junto con algunas de las sobrinas y sobrinos mayores y una de las hermanas de Krystyna, Irene Pribil, que lloraba a raudales en los brazos de Eddie. También habían llegado los padres de Krystyna; abrazaban a sus nietas, llorando. Browerville era tan pequeño que la noticia de que una de sus jóvenes había muerto en forma trágica corrió como reguero de pólvora. Krystyna Olczak era muy querida por las mujeres del pueblo. Hacía vestidos y aplicaba permanentes en su cocina para ganar algún dinero extra. Contribuía con tartas y pasteles a las ventas de repostería y llevaba a las monjas a Long Prairie cuando necesitaban que les revisaran los ojos; en verano llevaba en su auto a muchos niños al lago Horseshoe, a nadar. Para el pueblo ella era lo que Eddie para San José: la persona con la que uno podía contar para hacer más de lo que le correspondía.

– Nadie ha dado aún las campanadas fúnebres -dijo Silvestre, el hermano de Eddie-. Lleva a las niñas a casa. Yo lo haré.

Ya sin llanto en los ojos, pero todavía tembloroso, Eddie replicó:

– No, Sylvester. Quiero hacerlo yo. Ella era mi esposa y ahora se ha ido; yo he hecho doblar las campanas por todos los que han muerto en los últimos doce años y ahora lo haré por ella. Tengo que hacerlo, ¿lo entiendes? Gracias por ofrecerte, pero ése… -la voz de Eddie se quebró- ése es mi trabajo. Aunque te agradecería que llevaras a Anne y a Lucy a casa.

– De acuerdo, Eddie -respondió Sylvester y le sujetó el brazo.

– Niñas -Eddie se volvió hacia ellas y puso una rodilla en el suelo-. Vayan con el tío Sylvester y los demás; yo estaré allá en un rato más. ¿De acuerdo?

– Como tú digas, papá -respondió Anne-, pero antes tengo que ir por mi suéter.

– También yo -agregó Lucy.

La hermana Regina había vuelto al salón y guiaba a los niños en una plegaria final cuando la puerta se abrió y entraron Anne y Lucy Olczak.

La oración se detuvo y en la habitación se hizo el silencio.

– Tenemos que recoger nuestros suéteres -explicó Anne. Las dos niñas caminaron reposadamente hasta sus bancos, como les habían enseñado: nada de correr en la escuela; tomaron los suéteres del respaldo de sus asientos. Sus compañeros las miraban en muda fascinación, sin saber lo que se esperaba de ellos. Cuando ya se marchaba, Lucy se detuvo frente a su maestra, la miró y la llamó moviendo un dedo. La hermana Regina se inclinó para que la niña pudiera susurrarle al oído.

– Mi mami murió, así que tenemos que irnos a casa.

Anne le dio un codazo y susurró:

– Anda, Lucy. Vamonos.

La hermana Regina pensó que su corazón iba a explotar al oír las palabras de la niña que todavía no alcanzaba a entender la importancia de la tragedia que había ocurrido aquel día. De nuevo deseó abrazar a las dos niñas, reconfortarlas y al mismo tiempo consolarse a sí misma.

Mas la Sagrada Regla se lo prohibía. En vez de ello, sólo dijo:

– Rezaré por ustedes.

De algún modo, ese día, la promesa de una simple plegaria le pareció inadecuada.


Todos se marcharon y dejaron solo a Eddie, como él lo deseaba. Lucy y Anne se fueron con sus tíos Sylvester y Romaine, con las esposas de ellos, Marjorie y Rose, y con el resto de sus parientes. Llegaron los autobuses escolares y los alumnos partieron.

Solo por fin, Eddie permaneció de pie en la penumbra del Salón Paderewski. Las lágrimas le corrían por las mejillas, pero no tenía fuerzas para enjugarlas. En vez de ello metió las manos en los grandes bolsillos de su mono y caminó hacia la iglesia.

Entró por una de las puertas centrales. La cerró tras él y quedó aislado en el vestíbulo en medio de aquel pesado y silencioso aroma ele madera antigua y de velas apagadas, de las tradiciones del lejano país que sus abuelos y los abuelos de sus coetáneos, los inmigrantes polacos, habían llevado hasta ahí desde finales del siglo anterior.

Las cuerdas de las campanas colgaban a su izquierda, al lado del radiador, tres de ellas suspendidas de una torre de ornato, a cuarenta y seis metros por encima de su cabeza. Él sabía cuál de las cuerdas tocaba la nota más baja y deprimente. La cuerda era tan gruesa como la cola de una vaca, suave, deslucida y aceitada por sus propias manos durante aquellos doce años.

Se requería de una cantidad de fuerza sorprendente para tañer una campana inmóvil de ese tamaño, pero Eddie lo había hecha tan a menudo que era como una segunda naturaleza para él.

Aquel día, sin embargo, cuando sus manos sujetaron la cuerda no sucedió nada. "Puedo hacerlo", pensó. "Lo haré por Krystyna".

Apretó con mayor fuerza. Encorvó ligeramente los hombros. Los ojos le ardían.

¡Bong!

La campana sonó una vez por el primer año de su vida; nació en la cama de la habitación de sus padres, en la granja en la que ellos aún vivían.

Esperó todo un minuto, el más largo de toda su vida.

¡Bong!

La campana sonó de nuevo por el segundo año de su vida, cuando… seguramente todo aquello no era más que un error. Cuando terminara y volviera a casa, su esposa Krystyna estaría ahí, como siempre, con un delantal puesto, de pie frente a la mesa de la cocina, poniéndole rizadores en el cabello a alguna mujer del pueblo. Pero, no lo haría más. Nunca más.

¡Bong!

La campana dobló veintisiete veces. Eddie tardó veintisiete minutos en decirle al pueblo que Krystyna se había marchado y permaneció estoico y sin llorar mientras cumplía con su deber. Y luego, al final, según la costumbre, sujetó las tres cuerdas al mismo tiempo y envió un glorioso repiqueteo de regocijo: ¡vida eterna amén! Y fue entonces, mientras las campanas tocaban al unísono, que Eddie por fin se desmoronó. Rodeado por el sonido ensordecedor de las campanas, las lágrimas brotaron de pronto y, junto con ellas, la furia y la condena. Tiró de aquellas cuerdas como si pretendiera castigarlas, o castigarse a sí mismo, o maldecir a un destino demasiado cruel para poder soportarlo; por momentos tiraba de las cuerdas con tanta fuerza que el peso de las campanas levantaba sus botas varios centímetros del piso; lloraba y gritaba su pena y su rabia donde sólo Dios y Krystyna podían verlo, mientras que sobre él, las campanas derramaban una celebración por su llegada al cielo.

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