Era ya ocho de mayo, un cálido y soleado martes, y acababan de terminar las clases del día cuando la madre Agnes entró en el salón de la hermana Regina y cerró la puerta a sus espaldas.
– Ya llegó su dispensa -le avisó la madre.
La hermana Regina sintió como si el corazón le hubiera dado un vuelco hasta la garganta.
– ¡Oh! ¿Tan pronto? Me dijeron que tardaría seis meses.
La madre Agnes la miró.
– De tres a seis meses. Ya han pasado cinco, creo.
– Casi cinco… sí -la hermana Regina dio un paso atrás y se dejó caer en la silla de su escritorio, sin aliento-. ¿Por qué me siento tan aturdida?
– Acaba usted de dar un paso que cambiará totalmente su vida. Y es definitivo.
La hermana Regina trató de controlar sus emociones, pero la incertidumbre de lo que sería su futuro asomaba su cabeza como un dragón. Se quedó sentada, muy nerviosa; casi no oía lo que le decía la madre superiora.
– Su padre llegará a las cinco de la tarde para recogerla. Avisó que le traerá ropa. Mientras tanto, puede cambiar su cama, tenderla con ropa limpia y empacar sus pertenencias.
– ¿Dijo a las cinco? -ésa era la hora en que todas las demás hermanas estarían cantando maitines y laudes-, ¿No se me permitirá despedirme?
– Bajo estas circunstancias, la priora y la presidenta de la congregación preferirían que no lo hiciera.
Miró su salón vacío.
– ¿Y los niños? No tuve oportunidad de decirles a mis alumnos que me marcharía.
– Creo que es lo mejor, hermana.
"Yo no", pensó desafiante. Aquellos chiquillos no eran simples desconocidos que se sentaban en los bancos cinco días a la semana. Eran jóvenes por los que ella se preocupaba en muchos sentidos, pero la iglesia veía en cada uno de ellos a un sacerdote o una monja en potencia y no sería bueno hablar con franqueza acerca de una monja que dejaba de serlo. Podría hacer surgir la tan temida pregunta. ¿Por qué?
Así que debía partir sin despedirse. La madre superiora la estaba esperando.
– Le mostraré hasta dónde hemos llegado en nuestro libro de lectura y en el de aritmética; y le puse un separador a la página en la que nos quedamos de la novela que les he estado leyendo todos los viernes por la tarde.
Conforme la hermana Regina marcaba las páginas y le daba instrucciones verbales a la madre Agnes para que las transmitiera a la nueva maestra, su corazón se llenaba más y más de tristeza. Había pensado que se quedaría hasta el final del curso y que el último día haría un día de campo con los niños en los terrenos de la escuela, los vería abordar el autobús escolar y los despediría para terminar el año escolar como cualquier otro.
Sin embargo, todo estaba listo para que su partida fuera rápida y en secreto. Que desaparezca la traidora y finjan que se ha marchado a cualquier parte, menos a su verdadero destino: la libertad.
Llegó el momento de salir del salón por última vez.
– Por favor, madre, ¿podría estar a solas un momento?
– Sí, por supuesto.
La hermana Regina no imaginó que sería tan difícil, pero cinco años era mucho tiempo. Por fin se obligó a llegar hasta la puerta, pero se detuvo y se volvió, con lágrimas en los ojos. "Adiós, niños", pensó. "Los voy a extrañar mucho".
En el pasillo vio a la madre superiora que ya la esperaba a una distancia prudente. Desde el otro lado del auditorio oyó al señor Olczak que silbaba mientras limpiaba. "Le escribiré para explicarle por qué me marcho sin una palabra", pensó. "Adiós, señor Olczak. También lo extrañaré".
En su celda del convento puso ropa limpia en su cama y guardó sus pertenencias en la maleta de cartón. Eran muy pocas: ropa interior, el chal negro que su abuela Rosella le había tejido, libros de oraciones, rosarios, el crucifijo que sus padres le habían regalado cuando tomó sus votos, una copia empastada en cuero de la Santa Regla, champú, su cepillo de dientes, polvo dental y las fotografías de sus grupos de los últimos cinco años.
Colocó las fotos encima de sus escasas pertenencias y cerró la maleta en el momento en que la hermana Agnes apareció con un envoltorio de papel blanco de carnicería atado con un cordel.
– Ya llegaron sus padres y le trajeron esto. Y aquí tiene sus papeles de dispensa, firmados por el papa Pío XII -le entregó un sobre blanco-. También encontrará un poco de dinero en efectivo. No es mucho, pero no sería justo ni correcto permitir que se marchara sin algo para vivir. Bueno, Regina, ¿cómo se siente? -ya no la llamó "hermana". Ahora era simplemente "Regina".
– Asustada.
La reverenda madre le sonrió.
– No debe estarlo. Dios la cuidará. Ahora, si se arrodilla, le daré mi última bendición…
Regina se arrodilló y sintió las manos de la monja en la cabeza.
– Bueno y amable Salvador nuestro, cuida a Regina ahora que se marcha de vuelta al mundo. Permite que siga practicando la obediencia a tus mandatos y que ofrezca al cielo, para tu mayor gloria, cualquier trabajo que elija hacer en el futuro. Que practique la caridad hacia todos y siga observando las virtudes cardinales de modo que al final de su vida temporal habite a tu lado en la vida eterna. Amén.
– Amén -repitió Regina.
Se puso de pie y miró a la madre superiora, cuyos ojos azules se veían más húmedos que de costumbre.
– Recuerde sus palabras: No temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo dondequiera que vayas. Ahora, vaya en paz.
Cuando la puerta se cerró detrás de la hermana Agnes, Regina abrió el bulto de papel y encontró una blusa blanca de algodón, de manga corta, con botones al frente y una hermosa falda azul estampada con diminutos capullos de rosas. Se dio cuenta de que la falda era hecha en casa. Los ojos se le llenaron de lágrimas al pensar en el amor con que su madre la había cortado y cosido para esa ocasión especial.
Bajo la falda encontró un par de calcetines blancos, una enagua de algodón recatada y un sostén usado, pero limpio, blanco y sin adornos. Tenía una nota, pegada con un alfiler, que escribió su madre: "No sé cuál es tu talla, así que éste es uno de los míos. Espero que te sirva hasta que podamos comprarte algunos".
Por última vez la hermana Regina se desvistió tal y como lo estipulaban las normas, en el orden inverso de como se había vestido aquella mañana. Besó cada parte de su hábito y lo colocó a un lado, con una plegaria para cada prenda. Se colocó a toda prisa el sostén, que le quedó muy grande. La blusa era comprada y de su talla. La falda estaba un poco ajustada en la cintura, pero de todos modos consiguió abotonársela. Los calcetines largos se veían ridículos con sus zapatos negros de cordones y tacón ancho, pero no tenía otros.
Cuando estuvo vestida, se quitó el austero anillo de oro que llevaba en el dedo anular de la mano izquierda y que le habían puesto cuando se convirtió en una esposa de Cristo. Con el corazón apesadumbrado colocó el anillo sobre las prendas que había doblado y puesto en la silla.
– Lo lamento -susurró-. Es sólo que no era la vida para mí.
Del escritorio tomó un pequeño espejo y un diminuto peine negro de bolsillo y los utilizó para arreglarse el cabello. Era de un rubio acaramelado y ella misma se lo recortaba sin prestar mucha atención al proceso. Mientras se peinaba sintió de pronto temor de salir a la calle como estaba, desaliñada y mal vestida.
Tenía tanto que aprender… pero lo haría. Sí, lo haría.
Abajo, en el salón de música, la esperaban sus padres.
– Hola mamá, papá. Muchas gracias por venir a recogerme.
Se pusieron en pie de un salto, como si los hubiera sorprendido haciendo algo indebido.
– Herm… -su madre se interrumpió, se miró avergonzada los pies y en seguida comenzó de nuevo-: Jean, querida, ¿cómo te quedó la ropa?
– Muy bien, madre. Gracias por hacerme la falda.
– No fui yo. La hizo tu hermana Elizabeth. También te mandó una chaqueta. No estaba segura de si tendrías algo para cubrirte al salir.
– Qué considerada.
Su padre aún no decía nada. Le sostuvo la chaqueta para que se la pusiera y por un instante ella sintió en los hombros la presión afectuosa de las manos de su padre a través de la cálida lana y las hombreras.
– Me llevo tu maleta -fueron sus primeras palabras.
Sus padres salieron primero y Regina los siguió. Ni siquiera la madre superiora estaba en el pasillo para decirle adiós.
"No lo lamento", pensó Jean y salió a la tarde de primavera.
¡Ah, el viento! ¡El viento en su cabello! ¡Y en sus piernas! ¡Y en sus orejas descubiertas! Soplaba aquel atardecer mientras el Sol poniente le acariciaba con sus cálidos rayos la cabeza. Los tordos cantaban más fuerte de lo que recordaba y podía oírlos a la perfección sin la capa de tela blanca almidonada que le cubría antes los oídos.
Se acomodó en el asiento trasero del automóvil de su padre y, cuando comenzaron a avanzar, se preguntó si el señor Olczak estaría en el edificio de la escuela, limpiando su salón, o si ya se habría ido a casa y quién le diría que la hermana Regina se había marchado para siempre.
Tres días después de que Jean volvió a la granja de sus padres, el cartero le llevó una carta de Anne Olczak. El corazón le dio un vuelco cuando leyó la dirección del remitente.
Querida hermana Regina:
Papá dice que está bien que le escriba porque me sentí muy triste cuando usted se fue. Nunca pensé que también usted se marcharía y ahora odio la escuela. La hermana Clement no es muy buena maestra y se queda dormida todo el tiempo; el recreo ya no es divertido porque los niños son malos con nosotras y la hermana no los obliga a portarse bien.
Papá dice que la razón por la que no se despidió de nosotros es que cuando a las monjas les dicen que se marchen a cualquier parte, ustedes tienen que hacerlo de inmediato. No creo que eso esté bien, así que he decidido no ser monja cuando crezca. Iba a ser monja, pero ahora ya no.
Papá dice que está bien si le cuento que a veces jugaba a que usted era mi mamá después de que ella murió. Fingía que así era. Por eso me sentí mal cuando me dijeron que se había ido.
Lucy sacó diez en su examen de ortografía.
Espero que se encuentre bien. Papá dice que usted sí está bien y que no murió como mamá. Bueno, ya tengo que irme a limpiar la caja de arena de Azúcar.
Con amor,
Anne Olczak.
Jean esperó para responder hasta el último fin de semana de mayo, cuando Anne haría su primera comunión. Entonces le envió como regalo una estampa bendita y les escribió una carta a los tres.
Queridos señor Olczak, Anne y Lucy:
Escribo esta carta dirigida a los tres porque siempre los tengo presentes en mis pensamientos. Antes que nada tengo que disculparme por no avisarles que me marchaba. Si hubiera podido, les aseguro que lo habría hecho. Por desgracia, tuve que irme de prisa y no pude decirles adiós.
Niñas, probablemente ustedes se preguntarán la razón de mi partida, debo contarles que he hecho un gran cambio en mi vida y que ya no soy monja. Pedí una dispensa de mis votos al Santo Padre en Roma y llegó el día en que tuve que irme de Browerville. Ahora vivo con mis padres en su granja.
Es bueno estar de regreso con la familia, pero extraño mucho a mis alumnos. Anne, me dio mucho gusto recibir tu carta, aunque me entristeció saber que ya no te gusta la escuela. El año entrante será mejor. Espera y lo verás.
Anne, este domingo harás tu primera comunión y estoy muy orgullosa de ti. Voy a imaginarte con tu vestido blanco y tu velo y rezaré una plegaria por ti ese día. Desearía poder estar ahí, en la misa, contigo, porque como sabes, será un día glorioso en tu vida.
Lucy, el año entrante llegará tu turno de recibir por primera vez los sacramentos, así que debes estudiar mucho el catecismo durante el año escolar para prepararte. Anne me escribió que sacaste diez en uno de tus exámenes de ortografía. ¡Te felicito!
Señor Olczak, usted es un hombre bueno y amable y siempre admiré mucho la paciencia que tenía con los niños cuando llegaban un instante después de que había limpiado y volvían a ensuciarlo todo. Oraré por usted y por el reposo del alma de Krystyna. Espero que para estos momentos Dios ya le haya brindado algún consuelo en su vida.
Me gustaría mucho seguir en contacto con ustedes y saber cómo están.
¡Que Dios los bendiga a todos!
Jean Potlocki (Regina)
Tres semanas después de que la hermana Regina se marchó, Eddie encontró la carta en su apartado postal. Fueron las tres semanas más largas y tristes de su vida. Había sufrido mucho, pero le bastó leer el nombre en el sobre para sentir que su ánimo empezaba a mejorar. Se quedó de pie en Main Street y leyó la carta dos veces.
Esa noche, durante la cena, se la leyó en voz alta a las niñas.
Cuando terminó, lo miraron con la boca abierta.
– ¿Ya no es monja? -preguntó Anne.
– No, ya no.
– Pero, ¿cómo es posible?
– Bueno, tuvo que pedirle permiso al mismísimo Papa para que firmara una dispensa y la dejara ser una persona común y corriente otra vez.
– Pero, ¿por qué renunció? ¿por qué? ¿Ya no quería ser nuestra maestra? -inquirió Lucy y en su rostro se reflejó la desilusión.
– Corazón, ser monja es mucho más que sólo ser maestra. Estoy seguro de que tuvo otras razones para marcharse.
– ¿Como cuáles?
– Querida, no te lo puedo decir, porque no lo sé.
– ¿Te refieres a que es una especie de secreto?
– Bueno, digamos que en cierta forma lo es. Es su secreto. Sus motivos son privados.
Lucy preguntó con cierta timidez:
– ¿Y ya no va a usar su hábito negro ni su velo?
– No. Supongo que ahora se viste como cualquier otra mujer.
– Pero… las monjas no tienen pelo.
Él contuvo su impulso de reír y le preguntó:
– ¿Cómo lo sabes?
Lucy se encogió de hombros lentamente.
Anne volvió a tomar la palabra e intervino con más seriedad que su hermana.
– ¿Volveremos a verla alguna vez, papá?
Eddie pensó; "Si me salgo con la mía, sí", pero decidió que era mejor responder:
– No lo sé.
Contó una a una las semanas desde que ella se había marchado y se convenció de que no debía apresurarse. Tres semanas y ya había recibido una carta. Una semana más y las niñas estarían de vacaciones de verano. Siete semanas y los espacios yermos del patio de juegos comenzarían a cubrirse de pasto. ¿Cuánto tiempo debe esperar un hombre para acercarse a una monja que acaba de abandonar la orden para que nadie hable mal de ella?
Esperó dos largos meses y el ocho de julio, un domingo, se le agotó por fin la paciencia. Sin embargo, decidió que se vería mejor si llevaba a las niñas. Después de la iglesia les preguntó, tratando de parecer indiferente:
– ¿Qué les parece si damos un paseo esta tarde? Pensé que tal vez podríamos ir a visitar a la hermana Regina.
– ¿De veras, papá?
– Bueno, no sabemos si la encontraremos en casa, pero podemos arriesgarnos e ir.
No estaba seguro de quién estaba más impaciente por verla, si él o las niñas. A medio camino Anne le pidió que detuviera la camioneta para que pudieran recoger unas rosas silvestres para la hermana. Luego se corrigió a sí misma:
– Quiero decir, para Jean.
A todos les sonaba extraño.
A unos cien metros de la granja de los padres de Jean, Eddie vio que disfrutaban de un día de campo familiar. Había autos y camionetas estacionados por todo el lugar; tenían mesas en el césped y varios grupos de personas se hallaban de pie, conversando, mientras unos niños con pantalones cortos entraban y salían de una tina llena de agua.
No podía seguirse de largo. Cada par de ojos en la reunión se volvería para identificar a quienes pasaban por aquel tranquilo camino rural. Además, las niñas se decepcionarían.
¿Qué otra cosa podía hacer sino detenerse justo en la entrada? Al principio no consiguió identificar a Jean entre tantas personas desconocidas para él. Algunas de ellas dejaron de hacer lo que estaban haciendo y se acercaron para ver de quién se trataba tan pronto como las puertas de la camioneta se cerraron. En ese instante, una mujer que estaba a punto de lanzar una herradura se volvió, miró la conocida camioneta y dejó caer la herradura a sus pies. Saludó a los visitantes moviendo los brazos con energía por encima de su cabeza y corrió hacia ellos.
– ¡Hola! -los saludó con una sonrisa mientras se acercaba-. Anne, Lucy… -llegó hasta donde se encontraban y apretó con entusiasmo las dos manos de Anne, con todo y las rosas silvestres, y luego las de Lucy-. ¡Qué sorpresa! ¡Dios mío, es maravilloso! -su sonrisa era radiante al sostener las manos de Lucy-. Las dos están aquí. ¡Soy tan feliz!
Las niñas se quedaron mirándola como hipnotizadas, tratando de unir la imagen de esa mujer con la de la monja que conocían. Tenía el cabello del color de la miel, de un tono rubio ni muy claro ni muy oscuro y lo llevaba muy corto, con un leve rizado natural. Usaba un arrugado vestido de algodón de color rosa, con un adorno de encaje blanco y, sobre éste, un mandil también blanco.
Se hallaba descalza.
Jean soltó finalmente las manos de Lucy.
– Y el señor Olczak, qué gusto verlo de nuevo -a Eddie le habló en forma menos efusiva que a las niñas y le tendió la mano con timidez. Sólo se la estrechó un instante, mientras le sonreía, y el trató de recobrar el aliento. Jean giró rápidamente y gritó:- ¡Mamá, papá, miren! ¡Es el señor Olczak! ¡Y trajo a las niñas!
Frank se acercó desde donde estaban jugando a lanzar herraduras y Berta se levantó de una silla en el césped donde estaba conversando con otras señoras.
Frank llegó hasta donde se encontraba Eddie y lo saludó dándole un fuerte apretón de mano.
– Vaya, hola de nuevo, señor Olczak. Me da gusto saludarlo.
Berta se quedó un paso atrás, con una sonrisa reservada y menos entusiasmo.
– Hola -para ella era más fácil ser amable con las niñas que con Eddie-. Así que éstas son las niñas de las que tanto he oído hablar. ¿Quién de ustedes le escribió esa carta a Jean?
Anne levantó la mano.
– Fui yo.
– Bueno, pues déjame decirte que fue una carta muy bonita. La hizo sentirse muy feliz.
Jean la interrumpió.
– Vengan a conocer a los demás. Éste es mi hermano George, mi cuñado Curt y mi tía Bernice -Eddie Olczak perdió la cuenta de los miembros de la familia-. Y ésta es mi hermana especial, Liz. Somos las más cercanas en edad.
– Hola, Eddie -respondió Liz en voz baja-. He oído hablar mucho de ti.
"¿De verdad?", pensó Eddie, pero no tuvo tiempo de ahondar en el asunto.
Sus hijas se apretujaban a él y Jean les prestaba más atención a ellas. Les preguntó si querían una rebanada de pastel.
Se volvieron hacia Eddie para pedirle permiso y él asintió.
– Vengan conmigo -invitó Jean y las llevó hasta una mesa en la que unos paños de cocina blancos mantenían a las moscas lejos de lo que quedaba de la comida.
Los hombres se llevaron a Eddie cerca de un enorme tanque de agua galvanizado, de donde sacaron una cerveza fría y se la pusieron en la mano. Hablaron sobre las cosechas y de cómo Truman había reducido la edad de reclutamiento, de que el granero de Frank y Berta necesitaba un techo nuevo y que todos se reunirían para colocarlo en el otoño, después de recoger la cosecha.
Eddie hizo su mejor esfuerzo por mostrarse interesado, pero no podía dejar de mirar a Jean. Ahora tenía cintura y curvas arriba y abajo; y tenía en las piernas un leve bronceado. ¡Y esos pies descalzos! También su rostro parecía distinto, sin aquel velo almidonado blanco a su alrededor.
Jean estaba tratando de organizar a toda la tribu de niños en algún juego de correr, y sólo hasta que vio que Lucy y Anne estaban participando alegremente, atravesó el patio con paso lento para dirigirse hacia donde estaba él.
– ¿Le gustaría sentarse unos minutos a charlar? -le preguntó a Eddie-. Me encantaría saber cómo les va a las niñas. Anne ya hizo su primera comunión y Lucy me contó que está tomando lecciones de natación.
– Claro -respondió él y se fue siguiéndola mientras contemplaba desde atrás su hermoso cabello color caramelo e intentaba acostumbrarse al hecho de que ahora ya podía acercarse a ella como a cualquier otra mujer.
Se sentaron en el césped, a la sombra de algunos abedules, cerca de donde los niños jugaban. Ella se sentó en flor de loto, con los pies ocultos debajo de la falda con encaje. Charlaron de las niñas; de Browerville, y ella le preguntó por todos sus parientes.
Él estaba sentado a su izquierda; miraba en la misma dirección que ella. Jean ni siquiera lo veía cuando comentó:
– Me está mirando fijamente.
– ¡Oh! -sintió que se sonrojaba-. Lo lamento. Es que sí se ve diferente.
– Sí, lo sé. Tarda uno un poco en acostumbrarse, ¿verdad?
– Mi hija Lucy insistía en saber lo que íbamos a hacer si usted no tenía cabello.
Ella rió y arrancó algunas briznas de pasto.
– Y no sólo tiene cabello, sino que está descalza. ¿Puede culparme por no poder dejar de mirarla?
– No, pero mi madre nos observa.
Él volvió la vista hacia donde se encontraban las demás mujeres. Jean tenía razón.
– Mamá no lo está aceptando muy bien.
– ¿Y usted?
– Yo… me está costando trabajo. Viví en un convento más de once años y a veces siento que en realidad ya no hay sitio para mí.
– ¿Lamenta haber renunciado?
– No -respondió sin pensarlo-, pero verá, en realidad ya no tengo una rutina ni un hogar. Tengo a mi familia, pero siento como si tuvieran que cargar conmigo.
– Estoy seguro de que ellos no lo ven así.
– No, supongo que no. Sólo es idea mía, pero es extraño ser una mujer adulta que vuelve a vivir a la casa de sus padres.
Él lo pensó un poco y después agregó:
– Pensé que daría clases.
– No me lo permiten. Al menos no en una escuela católica. Verá usted, creen que soy una mala influencia.
– ¿Usted? ¿Una mala influencia? -repuso él, indignado.
– No para los estudiantes, sino para las otras monjas.
– ¡Ah! Ya entiendo, ya entiendo, algunas podrían decidirse a dejar los hábitos también.
– Se le llama la preservación de la orden.
– Discúlpeme, pero es algo estúpido.
– Por eso cuando me marché tuve que hacerlo en secreto. Ni siquiera me avisaron cuándo me iría. La madre Agnes sólo llegó a mi salón ese día y me dijo que tenía que ir a empacar -se volvió para mirarlo a los ojos-. Hubiera querido buscarlo y…
– ¡Hola! ¿Les molesta si me siento con ustedes? -estaban tan concentrados en la conversación que no vieron que Liz se aproximaba. Eddie sintió como si hubiera saltado desde lo más alto de un árbol y se le hubieran atorado los tirantes en una rama. Y sintió que se había quedado ahí, colgado en el aire, con las emociones de Jean reveladas a medias.
Ella no pudo hacer más que sonreírle a su hermana e invitarla a unirse a la charla.
– No, por favor… siéntate.
Charlaron y charlaron y poco a poco otros miembros de la familia se les unieron, y antes de que Eddie se diera cuenta notó que ya era hora de regresar a casa.
Para su gran desencanto, no tuvo oportunidad de terminar su conversación privada con Jean. Reunió a las niñas y se dirigieron a la camioneta. Una vez en ella y con el motor encendido, las manos de Jean fueron las últimas que colgaron del borde de la ventana.
– Adiós, niñas. Salúdenme a todos por allá.
– Adiós, hermana -respondieron las dos. Se habían olvidado que ya no era una monja y la llamaron como lo hacían antes. Ella sólo sonrió ante la equivocación.
– Adiós, señor Olczak. Por favor, vuelvan a visitarme.
– Eso haré. Adiós -era difícil para Eddie llamarla Jean.
Sin embargo, cuando condujo la camioneta marcha atrás sobre el camino de grava, se prometió que lo haría. Y sería pronto. Tan pronto como pudiera regresaría a verla. Sin las niñas.