OCHO MINUTOS

Empiezo a caminar.

Camino despacio porque no necesito correr. Camino despacio porque no quiero correr. Todo está previsto, hasta el tiempo de mis pasos. He calculado que me bastan ocho minutos. En la muñeca llevo un reloj barato y algo pesado en el bolsillo de la chaqueta. Es una chaqueta de tela verde, y en la parte frontal, sobre el bolsillo, sobre el corazón, antaño hubo cosida una tira con una graduación militar y un nombre. Pertenecía a una persona cuyo nombre se ha desteñido, como si su cuidado hubiera sido confiado a la memoria otoñal de un anciano. Sólo queda una ligera huella más clara, un pequeño cardenal sobre la tela, superviviente después de miles de lavados cuando alguien

¿quién?

¿por qué?

Arrancó esa tira y llevó el nombre a una tumba, en primer lugar, y después a la nada.

Ahora es una chaqueta y nada más.

Mi chaqueta.

He decidido ponérmela cada vez que salga para mi breve caminata de ocho minutos. Pasos que se perderán como murmullos entre el fragor de los millones de pasos dados cada día en esta ciudad. Minutos que se confundirán, como si fueran brumas del tiempo, serpentinas sin color, un copo de nieve sobre un campo nevado, el único copo diferente de los otros.

Debo caminar ocho minutos con paso regular para estar seguro de que la señal de radio tenga suficiente potencia para cumplir con su cometido.

En algún lugar he leído que si el sol se apagara de golpe, su luz persistiría sobre la tierra durante ocho minutos antes de precipitarlo todo en la oscuridad y el frío del adiós.

A veces me acuerdo de eso y me dan ganas de reír. Solo, entre la gente y en medio del tráfico, la mirada dirigida al cielo, con la boca abierta en una acera de Nueva York para sorpresa de un satélite espacial, me río. A mi alrededor muchas personas se mueven y miran a ese tipo, de pie en la esquina, que ríe como un demente.

Quizás haya quien piense que está realmente loco.

Y también hay quien se para y por un instante se une a mi carcajada, pero después se da cuenta de que no sabe qué la produce. Río hasta las lágrimas por la increíble e irrisoria vileza del destino. Algunos hombres han vivido para pensar y otros no pudieron hacerlo por estar obligados a la exclusiva tarea de sobrevivir.

Y otros a morir.

Una fatiga sin remisión, un estertor sin aire que aspirar, un signo de interrogación llevado sobre la espalda como el peso de una cruz, porque la ascensión es una enfermedad sin fin. Y nadie ha encontrado el remedio por una sencilla razón: no hay remedio.

Yo sólo hago una propuesta: ocho minutos.

Nadie entre las personas que se inquietan a mi alrededor conoce el momento en que comenzarán estos ocho minutos.

Yo sí.

Muchas veces tengo el sol en mis manos y puedo apagarlo cuando quiero. Alcanzo el punto que para mi paso y mi cronómetro representa la palabra, aquí, meto la mano en el bolsillo y mis dedos rodean un pequeño objeto, sólido y conocido.

Mi piel contra el plástico es una guía segura, un sendero para recorrer, una memoria vigilante.

Encuentro el botón y lo oprimo con delicadeza.

Y otro.

Y otro más.

Un instante o miles de años más tarde, la explosión es un trueno sin tormenta, en la tierra cobijada por el cielo, un momento de liberación.

Después, los alaridos y el polvo y el estruendo de los coches que chocan, y las sirenas que me avisan que para mucha gente los ocho minutos han pasado.

Éste es mi poder.

Éste es mi deber.

Éste es mi deseo.

Soy Dios.

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