MUCHOS AÑOS ANTES

1

El techo era blanco, pero para el hombre yacente en la camilla estaba lleno de imágenes y espejos. Las mismas imágenes que lo atormentaban cada noche desde hacía meses. Los espejos eran los de la realidad y la memoria, donde seguía viendo el reflejo de su cara.

Su cara de ahora, su cara de antes.

Dos figuras diferentes, la trágica magia de la transformación, dos peones que en su recorrido habían marcado el inicio y el fin de ese largo juego de sociedad que había sido la guerra. Habían participado muchos jugadores, demasiados. Algunos se habían quedado quietos por un tiempo, otros para siempre.

Nadie había ganado. Nadie, ni de una parte ni de la otra.

Pero a pesar de todo, él había vuelto. Había salvado la vida y la respiración y la posibilidad de mirar, pero había perdido para siempre el deseo de ser mirado. Ahora, para él, el mundo no llegaba más allá de su propia sombra y como castigo debería seguir corriendo hasta el fondo de la existencia, huyendo de algo que traía consigo, pegado como un anuncio en una pared.

Detrás de él, el coronel Lensky, el psiquiatra del ejército, estaba sentado en una butaca de cuero, una presencia amistosa aunque de su función había que defenderse. Hacía meses, tal vez años, en realidad siglos, que se encontraban en esa habitación que no lograba eliminar del aire y de la mente el leve olor a óxido que se respira en cualquier ámbito militar. Aun cuando no se trataba de un cuartel sino de un hospital.

El coronel tenía poco pelo y voz serena, y a primera vista recordaba más a un capellán que a un soldado. A veces vestía uniforme pero casi siempre iba de paisano. Ropa normal, colores neutros. Un rostro sin identidad, como el de esas personas con que nos cruzamos y a continuación olvidamos.

Que queremos olvidar enseguida.

Además, durante ese tiempo había escuchado su voz mucho más que visto su cara.

– Bueno, saldrás mañana.

Esas palabras contenían el sentido terminante de la despedida, el ilimitado valor del alivio, el significado inexorable de la soledad.

– Sí.

– ¿Estás preparado?

«¡No!-le habría gustado gritar-. No estoy preparado, como no lo estaba cuando empezó todo esto. No estoy listo ahora, y no lo estaré nunca. No lo estoy, después de haber visto lo que he visto y haber vivido lo que he vivido, después de que mi cuerpo y mi cara…»

– Lo estoy.

Su voz sonó calma. O tal vez sólo se lo pareció al pronunciar aquella frase que lo condenaba al mundo. Y si no lo había sido, seguro que el coronel prefería pensar que sí lo era. Como médico y como hombre, el coronel prefería creer que había cumplido con su deber, antes que admitir su fracaso. Estaba dispuesto a mentirle al paciente como se mentía a sí mismo.

– Entonces, muy bien. Ya he firmado los documentos.

El cabo Wendell Johnson oyó el crujido de la butaca y el roce de los pantalones del coronel cuando éste se levantaba. No se sentó en la camilla, sino que se quedó inmóvil. Por la ventana que daba al parque veía la fronda verde de los árboles y también fragmentos de cielo azul. Pero, desde donde estaba, no llegaba a ver lo que habría visto de haberse asomado. Sentados en bancos, o inmovilizados por el auxilio hostil de una silla de ruedas, de pie bajo los árboles y dependientes de los pocos y frágiles movimientos que solían definirse como autosuficientes, había otros hombres como él.

En el momento de partir los llamaban soldados.

Ahora los llamaban veteranos.

Una palabra sin gloria que, más que atención, provocaba silencio.

Una palabra que decía que eran supervivientes, que habían salido vivos del pozo infernal de Vietnam, donde nadie sabía qué pecado podía expiar, aun cuando todo lo que los rodeaba fuera una demostración de cómo hacerlo. Eran veteranos y cada uno llevaba encima, de modo más o menos evidente, el peso de su redención personal, que empezaba y terminaba en los confines de aquel hospital militar.

Antes de acercarse, el coronel Lensky esperó a que su paciente se levantara y se volviera. Le tendió la mano y lo miró a los ojos. El cabo Johnson advirtió el esfuerzo del coronel por evitar que su mirada se posase en las cicatrices que le desfiguraban la cara.

– Que tengas suerte, Wendell.

Era la primera vez que lo llamaba por su nombre.

«Pero un nombre no es una persona», pensó.

Por ahí había muchos nombres, grabados en tumbas coronadas con cruces blancas, colocadas en fila con la precisión de un relojero. Eso no cambiaba nada. No servía pará devolver la vida a esos muchachos, para quitar de sus pechos inertes el número asignado, que era como una medalla en honor de las guerras perdidas. Él siempre sería sólo uno entre otros. Había conocido a muchos como él, soldados que reían, se movían y fumaban porros o se chutaban heroína para olvidar que tenían en el pecho, todo el tiempo, la retícula de la mira de un arma. La única diferencia entre ellos era que él todavía vivía, aunque sintiera que también estaba debajo de una de esas cruces. Todavía estaba vivo, pero el precio que había pagado por esa insignificante diferencia había sido un salto en el grotesco vacío de la atrocidad.

– Gracias, señor.

Se volvió y fue hacia la puerta. Sentía en la nuca la mirada del doctor. Hacía tiempo que no empleaba el saludo militar. No se le exige a quien está siendo reconstruido trozo a trozo, en el cuerpo y la mente, con el objetivo de que recuerde durante el tiempo que le quede. Y el resto de la misión estaba cumplido.

«Que tengas suerte, Wendell.»

Que en realidad quería decir: es asunto tuyo, cabo.

Recorrió el pasillo verdoso, pintado con esmalte brillante hasta la altura de la cabeza, y a partir de allí con una pintura normal, opaca. La incierta luz que dejaba pasar la pequeña claraboya le traía el recuerdo de algunos días de lluvia en la selva, cuando las hojas eran tan brillantes como un espejo y la parte oculta parecía hecha de sombras. Sombras entre las que, en un momento u otro, podía asomar el cañón de un fusil.

Salió al exterior.

Fuera había diferentes árboles, y estaban el sol y el cielo azul. Árboles fáciles de aceptar y de olvidar. No eran pinos manchados ni bambú ni manglares ni manchas acuáticas de plantaciones de arroz.

No era dat-nuoc.

Una palabra que le reverberó en la cabeza, algo gutural cuando se pronunciaba bien. En la lengua que se hablaba en Vietnam quería decir «país», aun cuando una traducción literal sería «tierra-agua», un modo muy realista de denominar la esencia de aquel territorio. Para cualquiera era una imagen idílica, siempre que no se tuviera que trabajar con la espalda doblada o caminar cargando con una mochila y un MI6.

Ahora, la vegetación que lo rodeaba significaba «casa». Pero no sabía con exactitud qué lugar darle a ese nombre.

El cabo sonrió porque no encontraba otro modo de expresar su amargura. Sonrió porque era un gesto que ya no le causaba dolor. La morfina y las agujas hipodérmicas eran ya un recuerdo casi desteñido. Pero no el dolor, eso quedaría como una mancha blanca en la memoria cada vez que se desnudara ante un espejo o en vano intentara pasarse los dedos entre el cabello, encontrando sólo el áspero tacto de las cicatrices y marcas de quemadura.

Caminó por el sendero sintiendo el crujir de la grava bajo los pies, dejando a sus espaldas al coronel y todo lo que significaba. Se encontró con la cinta de asfalto de la calle principal y dobló a la derecha, dirigiéndose sin prisa a uno de los edificios blancos que destacaban en el parque. Allí se alojaba.

Desde el principio hasta el fin, ese lugar contenía toda la ironía de los hechos.

La historia se estaba cerrando donde había comenzado. Pocos kilómetros más allá estaba Fort Polk, el campo de adiestramiento superior antes de la partida hacia Vietnam. Al llegar encontrabas un grupo de muchachos que alguien había sustraído de su vida por la fuerza, con la pretensión de convertirlos en soldados. La mayoría de esos muchachos nunca había salido del estado donde vivían, y algunos ni siquiera del condado natal.

«No te preguntes lo que tu país puede hacer por ti…»

Nadie se lo preguntaba, pero tampoco estaba preparado para asumir lo que su país le pedía.

En el interior del cuartel, en la parte sur, habían reconstruido una aldea vietnamita en sus mínimos detalles. Techos de paja, madera, bambú y ratán. Herramientas y utensilios raros. Caras de instructores con aspecto asiático que eran, por nacimiento, más norteamericanos que él. No encontró ninguno de los objetos o materiales a los que estaba acostumbrado. Sin embargo, en aquellas construcciones, en esas expresiones metafísicas de un paraje lejano, a miles de kilómetros, había al mismo tiempo una amenaza y un aspecto cotidiano.

«Así son las casas de Charlie», le había dicho el sargento.

Charlie era el mote con que los soldados estadounidenses se referían al enemigo. El entrenamiento empezó y terminó. Les habían enseñado todo lo que debían saber. Pero lo habían hecho deprisa y sin demasiada convicción; claro, convicción había poca en aquellos tiempos. Cada uno tendría que haberse enseñado a sí mismo y por su cuenta, sobre todo a distinguir entre las caras idénticas que lo rodeaban quién era un vietcong y quién un campesino sudvietnamita amigo. La sonrisa con que se acercaban era la misma en ambos casos, pero lo que llevaban consigo podía ser muy diferente. Tal vez una granada.

Como en el caso del hombre negro que en ese momento se acercaba, empujando las ruedas de una silla con sus fuertes brazos. Entre los veteranos del hospital, a la espera de reconstrucción, era el único con quien Wendell había entablado amistad.

Jeff B. Anderson, de Atlanta. Había sido víctima de un atentado en Saigón cuando salía de un prostíbulo. A diferencia de quienes lo acompañaban, había sobrevivido, pero paralizado de la cintura hacia abajo. Ninguna gloria, ninguna medalla. Sólo curaciones y vergüenza. Pero en Vietnam la gloria era un hecho casual, y las medallas muchas veces no valían ni el metal con que estaban hechas.

Jeff detuvo la silla de ruedas apoyando las manos en el caucho.

– Hola, cabo. He oído cosas raras sobre ti.

– En este lugar, muchas de las cosas que se dicen suelen ser verdad.

– Entonces es cierto. ¿Vuelves a casa?

– Sí, vuelvo a casa.

La siguiente pregunta llegó tras una fracción de segundo, algo tan breve como interminable, porque era una pregunta que Jeff se había hecho a sí mismo muchas veces.

– ¿Podrás?

– ¿Y tú?

Ambos prefirieron no dar una respuesta y dejar al otro la facultad de imaginarla. El silencio entre ellos era el resumen de muchas conversaciones anteriores. Habían tenido muchas cosas de las que hablar, otras tantas que maldecir, y lo que ahora no decían era la síntesis.

– No sé si envidiarte -dijo Jeff.

– Si te interesa saberlo, yo tampoco lo sé.

El hombre de la silla de ruedas contrajo la expresión. Las palabras salieron de sus labios con la voz quebrada por una cólera tardía e inútil.

– Si sólo hubieran bombardeado esos malditos diques… -Jeff dejó la frase truncada. Sus palabras evocaban espectros que muchas veces ambos habían tratado de exorcizar sin lograrlo.

El cabo Wendell Johnson sacudió la cabeza.

Lo que se había hecho era parte de la historia, y lo que no se había hecho quedaba como una hipótesis sin posibilidad de ratificación. A pesar de los bombardeos masivos a que había sido sometido Vietnam del Norte, durante los cuales se había arrojado el triple de bombas que en la Segunda Guerra Mundial, nadie había ordenado machacar los diques del río Rojo. No pocos pensaban que hubiera sido un golpe decisivo, pues las aguas habrían anegado los valles, pero el mundo habría señalado como crimen contra la humanidad el genocidio resultante.

Pero tal vez la guerra hubiera terminado de otro modo.

Sólo tal vez.

– Habrían muerto centenares de miles de personas, Jeff.

El hombre de la silla de ruedas alzó una mirada fluctuante, imprecisa. Quizá fuera una última demanda a una compasión suspendida entre el remordimiento y la añoranza. Después se volvió y miró un punto lejano, más allá de la copa de los árboles.

– ¿Sabes? Hay momentos en los que estoy despistado y apoyo las manos en la silla para levantarme. Después me acuerdo de mi estado y me maldigo. -Respiró profundamente, como si tuviera necesidad de mucho aire para decir lo que añadió-: Me maldigo por estar así, y sobre todo porque sacrificaría la vida de millones de aquellas personas si de ese modo pudiera recuperar mis piernas. -Volvió a mirarlo a los ojos-. ¿Qué ha ocurrido, Wen? Y, sobre todo, ¿por qué ha ocurrido?

– No lo sé. Y no creo que nadie llegue a saberlo nunca.

Jeff apoyó las manos en las ruedas y empezó a mover la silla adelante y atrás, como si con esa pantomima pudiera recordar que todavía estaba vivo. O quizá fuera sólo un gesto mecánico, de distracción, uno de esos instantes en los que pensaba que podía levantarse y salir caminando. Siguió pensando unos segundos antes de continuar.

– En cierta época decían que los comunistas se comían a los niños. -Miraba a Wendell sin verlo, como si estuviera visualizando las imágenes que evocaban sus palabras-. Nosotros combatimos a los comunistas. Quizá por eso no nos comieron.

Después de una nueva pausa su voz fue sólo un susurro.

– Sólo nos masticaron y nos escupieron.

Tomó aire y le tendió la mano. El cabo la estrechó, sintiéndola firme y seca.

– Que tengas suerte, Jeff.

– Que te den por culo, Wen. Y vete de una vez. Odio ponerme a lloriquear delante de un blanco. En mi piel hasta las lágrimas parecen negras.

Wendell se alejó con la clara sensación de que estaba perdiendo algo. Ambos lo estaban perdiendo. Además de lo que ya habían perdido. Había dado pocos pasos cuando la voz de Jeff lo hizo detenerse.

– Por cierto, Wen…

Se volvió y lo vio. Una sombra de hombre y máquina contra el atardecer.

– Fóllate una de mi parte. -E hizo un inequívoco gesto con las manos.

La respuesta de Wendell fue una sonrisa.

– Está bien. Cuando suceda, será en tu nombre.

El cabo Wendell Johnson se alejó, con un paso que todavía era el de un soldado, para su disgusto. Llegó al alojamiento sin saludar ni hablar con nadie. Entró en su cuarto. La puerta del baño estaba cerrada, siempre la mantenía así porque el espejo estaba colocado frente a la entrada. Quería evitar que su cara fuera la primera imagen que lo recibiera.

Se obligó a pensar que desde el día siguiente tendría que acostumbrarse. No existían los espejos benévolos, eran sólo superficies que reflejaban con exactitud lo que había. Sin piedad, con el involuntario sadismo de la indiferencia.

Se quitó la camisa y la lanzó sobre una silla, lejos de la seducción autoflagelante del otro espejo, el que había dentro del armario empotrado. Se quitó los zapatos y se echó en la cama con las manos bajo la nuca, piel áspera contra piel áspera, una sensación a la que ya estaba acostumbrado.

Desde la ventana, más allá de los batientes semicerrados, llegaba el golpeteo rítmico de un pájaro carpintero, atareado entre los árboles.

Tipi-tipi-tipi-tipi… Tipi-tipi-tipi-tipi…

Su memoria hizo una cabriola viciosa y ese sonido se transformó en la tos sorda de un AK-47, y después en una maraña de voces e imágenes.


– Matty ¿dónde coño están esos hijos de puta? ¿De dónde disparan?

– No lo sé. No veo nada.

– Lanza una granada entre esos matorrales a la derecha, con el M-79.

– ¿Y Corsini dónde está?

Es la voz de Farrell. Una voz sucia de tierra y miedo. Viene de un punto impreciso, a la derecha.

– Corsini se ha ido. También Me…

tipi-tipi-tipi-tipi…

La voz de Farrell también se ha disuelto en el aire.

– Wen, muévete. Levantemos el culo de aquí, nos están haciendo papilla.

tipi-tipi-tipi-tipi…

– No, por allí no. Hay un claro.

– Santo Dios. Están por todas partes.


Abrió los ojos y dejó que volvieran las cosas que lo rodeaban. El armario, la silla, la mesa, la cama, las ventanas con sus cristales insólitamente limpios. También allí olor a óxido y desinfectante. Ese cuarto había sido su hogar durante meses, después de todo el tiempo pasado en un pasillo, con médicos y enfermeras que se esforzaban tratando de aliviarle los sufrimientos de las quemaduras. Allí había logrado que la mente volviera a entrar casi intacta en su cuerpo destrozado. Había recuperado la lucidez y se había hecho una promesa.

El pájaro carpintero dio tregua al árbol al que estaba torturando. A Wendell le pareció que ese fin de las hostilidades era un buen augurio. De algún modo podía dejar atrás una parte del pasado.

Debía dejarlo atrás.

Al día siguiente estaría fuera.

Ignoraba qué tipo de mundo encontraría tras los muros del hospital. Tampoco sabía cómo sería recibido. Aunque en realidad ninguna de las dos cosas le importaba demasiado, porque al final de ese viaje lo esperaba el encuentro con dos hombres. Lo mirarían con ojos de miedo y estupor, la mirada de quienes se encuentran ante lo increíble. Después, él le hablaría a ese miedo, le hablaría a ese estupor.

En resumen, los habría matado.

Una sonrisa. Otra vez sin dolor. Sin percatarse, se deslizó en el sueño. Esa noche durmió sin oír voces y por primera vez no soñó con árboles de caucho.


2

Durante el viaje lo sorprendió el trigo.

A partir de cierto momento, mientras iba hacia el norte y se acercaba a casa, el trigo se asomaba por trechos, suave, a ambos lados de la carretera, dócil bajo la sombra del autocar Greyhound que avanzaba recto, impulsado por la gasolina y la indiferencia. Estriado por el viento y a la sombra de las nubes el trigo cobraba vida, también en la memoria de las manos. Un inesperado compañero de viaje, cálido color de cerveza fresca, con su hospitalidad de henil.

Conocía esa sensación. En cierta época se había nutrido de ese pan.

Cada vez que pasaba las manos por el cabello de Karen, otras manos, y respiraba su delicioso perfume de mujer, que era el de todas las cosas y el de ningún otro lugar en el mundo. Lo había vivido como una punzada dolorosa cuando se fue, después de haber estado en casa con una licencia de un mes, una ilusión efímera de invulnerabilidad que el ejército concedía a sus hombres antes de la partida. Le habían regalado treinta días de paraíso y de sueños posibles, antes de que la Army Terminal de Oakland se transformase en Hawái y, finalmente en Bien-Hoa, el centro de clasificación de tropas a cuarenta kilómetros de Saigón.

Y después Xuan-Loc, el lugar donde todo había comenzado, donde se había ganado su pequeña parcela de infierno.

Apartó la mirada de la carretera y bajó la visera de la gorra de béisbol. Llevaba gafas de sol sostenidas con una goma, porque casi no le quedaban orejas donde apoyar las patillas. Cerró los ojos y se escondió en esa frágil penumbra. En cambio recibió nuevas imágenes.

En Vietnam no había trigo.

No había mujeres de pelo rubio. Sólo alguna enfermera del hospital era rubia, pero él ya casi no tenía sensibilidad en los dedos y tampoco sentía deseos de tocar. Y sobre todo, de esto estaba seguro, nunca más una mujer tendría deseos de tocarlo a él.

Nunca más.

Un muchacho que dormía a su derecha, en la otra parte del pasillo, se despertó. Llevaba una camisa floreada y el pelo largo. Se restregó los ojos y se permitió un bostezo con sabor a sudor, sueño y marihuana. Se volvió y empezó a revolver en un bolso que llevaba en el asiento desocupado. Sacó una radio portátil y la encendió. Después de algunos maullidos de búsqueda de emisora acertó y las notas de Iron Maiden, una canción de Barclay James Harvest, se unieron al ruido de las ruedas y el motor y al murmullo del viento contra las ventanillas.

Por puro instinto, el cabo se volvió y lo miró. Cuando los ojos del muchacho, que debía de tener los mismos años que él, se posaron en su rostro, la reacción fue la esperada; era la renuencia que todas las veces leía en la cara de la gente, una reacción que había tenido que descifrar y aprender enseguida, como los tacos y las obscenidades en una lengua extranjera. El joven, que tenía una vida y Una cara, fueran éstas feas o hermosas, volvió a zambullirse en su bolso, fingiendo que buscaba algo. Después permaneció en su asiento, apoyado sobre una sola nalga, mirando por la ventanilla y escuchando música. Mirar por la ventanilla, mirar para otro lado.

El cabo apoyó la frente contra el cristal.

A ambos lados de la carretera se sucedían carteles publicitarios. A veces anunciaban productos que no conocía. El autocar era adelantado por coches deportivos, algunos modelos nunca los había visto. Un Ford Fairlane del 66 descapotable que venía en sentido contrario fue el único que la fortuna concedió a su memoria en ese momento. El tiempo, aunque poco, había pasado. Y junto al tiempo la vida, con todas las azarosas agarraderas que, día a día, ponía a disposición de quien quisiera escalarla.

Habían pasado dos años. Un parpadeo, un momento indescifrable en el cronómetro de la eternidad. Sin embargo, habían sido suficientes para borrarlo todo. Ahora, si levantaba la vista, frente a él sólo encontraba una pared lisa, con el único sostén de su rencor incitándolo a una escalada. Durante todos esos meses había logrado cultivarlo y alimentarlo, minuto a minuto, había conseguido que creciera y se transformara en odio en estado puro.

Y ahora volvía a casa.

No habría brazos abiertos ni palabras de gloria ni fanfarrias por el retorno del héroe. Nadie lo habría llamado así y, además, para todos, el héroe había muerto.

Había comenzado el viaje en Luisiana, donde un transporte del ejército lo dejó, sin ceremonia alguna, en la estación de autocares. De golpe se había encontrado solo, ya no era el protagonista de nada. Alrededor de él estaba el mundo, el verdadero, el mundo que no lo había esperado. Ya no estaban las paredes acogedoras del hospital. Mientras hacía cola para comprar el billete se había sentido como una figura para el casting de Freaks, la vieja película de Tod Browning. Y eso lo había hecho sonreír, el único modo de no hacer aquello que durante muchas noches había jurado que no volvería a hacer: llorar.

«Que tengas suerte, Wendell…»

– Dieciséis dólares.

De pronto, la voz del coronel Lensky se había transformado en la del taquillero que le mostraba el billete para la primera parte del viaje. Desde la aspillera de la taquilla, el hombre había mirado esa parte del rostro que Wendell ofrecía al mundo. El cabo había recibido la indiferencia que se merecía cualquier anónimo pasajero, lo que él deseaba.

Pero cuando había entregado al hombre el dinero que le pedía, y lo había hecho con la mano enfundada en un guante ligero de algodón, el tipo había levantado la vista; era delgado, con poco pelo, labios finos y ojos sin ningún brillo. Se había detenido un instante en su rostro y después había inclinado la cabeza. Su voz pareció llegar del mismo lugar de donde venía él, fuera cual fuere.

– ¿Vietnam?

No contestó enseguida.

– Sí.

Una sorpresa: el de la taquilla le había devuelto el dinero.

No tomó en cuenta su perplejidad. Tal vez era algo esperado. Añadió unas pocas palabras que resolvieron el motivo de la sorpresa. Palabras que para ambos se transformaron en un largo discurso.

– Mañana hará dos años que perdí un hijo. Ten el dinero, creo que te servirá más que a la empresa.

El cabo se alejó con la misma sensación que tuviera cuando dejó a Jeff Anderson en el hospital. Dos hombres solos para siempre, uno en su silla de ruedas, el otro en su taquilla, en un ocaso destinado a ser eterno para ambos.

Mientras pensaba en esas cosas, había cambiado de autocar y de compañeros de viaje, y también de estado de ánimo. Lo único que no podía cambiar era su aspecto.

Lo había hecho con parsimonia porque no tenía ninguna prisa en llegar. Además, su cuerpo era de fácil cansancio y difícil tregua, un cuerpo con el que tenía que negociar. Eligió un motel de tercera, durmió poco y mal, haciendo rechinar los dientes y con las mandíbulas apretadas. Sus sueños recurrentes. Síndrome de shock postraumático, había diagnosticado alguien. La ciencia siempre encontraba el modo de que la destrucción de una persona de carne y hueso se volviera parte de una estadística. Pero el cabo había aprendido en carne propia que el cuerpo nunca acaba de acostumbrarse del todo al dolor. Sólo la mente logra a veces habituarse al horror. Y dentro de poco surgiría el modo de demostrarle a alguien todo lo que había recibido sobre la piel.

Kilómetro a kilómetro, Mississippi se había vuelto Tennessee y, por el sortilegio de las ruedas, se había transformado en Kentucky, hasta que sus ojos recibieron la promesa del paisaje familiar de Ohio. Los paisajes se habían sucedido ante sus ojos y su mente como lugares ajenos, una línea que un lápiz de color trazaba en el mapa de un territorio desconocido a medida que pasaba el tiempo. Al costado de la carretera veía el tendido de la electricidad y el teléfono. Llevaban palabras y energía por encima de su cabeza. Había casas y personas, como marionetas en un pequeño teatro, a quienes aquellos cables ayudaban a moverse e ilusionarse con la vida.

Cada tanto se preguntaba qué energía y qué palabras necesitaba él en ese momento. Tal vez, cuando había estado echado en la camilla del coronel Lensky, todas las palabras ya habían sido pronunciadas y todas las fuerzas evocadas e invocadas. Era una liturgia quirúrgica que el coronel había celebrado en vano, porque la razón del cabo la había rechazado tal como un creyente rechaza una práctica pagana. Había escondido su pequeña fe en un rincón seguro de su mente, un lugar donde nadie pudiese arañarla o anularla.

Lo que había ocurrido no se podía cambiar ni anular.

Sólo recompensar.

La suave inercia del autocar que frenaba lo trajo a la realidad. El tiempo indicaba un ahora sin salvación, y el lugar estaba indicado en un cartel que confirmaba que habían llegado a Florence. Si se la juzgaba por el extrarradio, la ciudad era como cualquier otra, sin pretensiones de parentesco con su homónima de Italia. Había mirado un folleto de viajes una noche, en la cama y con Karen. Fotos y ojos y páginas y manos ansiosas.

Francia, España, Italia…

Florence, Florencia, la italiana, era la ciudad en que se habían centrado más que en otras. Karen le había explicado cosas que él desconocía sobre ese lugar, y lo había hecho soñar con cosas que no imaginaba que pudieran ser soñadas. En aquella época aún creía que las experiencias no costaban nada, antes de aprender que pueden tener un precio muy alto.

A veces, el de la vida.

A una Florence había llegado, después de todo. Con la ironía de una existencia que no agota sus reservas. Pero nada era como debería haber sido. Se acordó de las palabras de Ben, el hombre que para él más se había parecido a un padre.

«El tiempo es un naufragio, y sólo sale a flote lo que de verdad tiene valor.»

El suyo, su tiempo, se había mostrado sólo como la burlona agarradera de una balsa, un cansador atracadero en la realidad después de haberse hundido en su pequeña utopía privada.

El conductor llevó el dócil vehículo hasta la parte central de la estación de autocares. Se detuvo con una sacudida junto a una marquesina carcomida por el óxido y con las indicaciones desteñidas.

El cabo se quedó sentado en su butaca, a la espera de que bajaran los otros pasajeros. Una mujer Con apariencia mexicana, que tenía en brazos a una niña dormida, tuvo dificultades para moverse con la maleta que llevaba en la mano libre. Nadie hizo el menor gesto de ayudarla. El muchacho que estaba a su derecha recogió su bolso y no se resistió a la tentación de lanzarle una última mirada.

El cabo había decidido llegar a Chillicothe hacia la noche y prefería tomarse un descanso antes de atravesar la frontera del estado. Florence era un sitio como cualquier otro y por tanto era el sitio justo. En ese momento, cualquier sitio lo era. Desde allí trataría de llegar a su destino en autoestop, no obstante las complicaciones que tenía esta elección: para cualquier persona sería difícil aceptarlo en su coche.

La gente solía asociar la destrucción física con una propensión a la maldad, en modo directamente proporcional. No pensaban que el mal, para alimentarse, debe ser seductor e irresistible; debe atraer al mundo que lo rodea con la imponencia de la belleza y la promesa de una sonrisa. Y él ahora se sentía como el cromo que faltaba para completar el álbum de los monstruos.

El conductor echó un vistazo al espejo interior y se volvió con rapidez. El cabo no se preguntó si era una invitación a que bajase, o si el conductor sólo estaba comprobando si era verdad lo que acababa de entrever. En todo caso era a él a quien correspondía la iniciativa; se levantó y cogió el morral del portaequipajes. Se lo cargó a la espalda, cuidando de sostener la correa de lona con la mano protegida por el guante para evitar abrasiones.

Recorrió el pasillo mientras el conductor, un tipo al que asociaba curiosamente con Sandy Koufax, el pitcher de los Dodgers, parecía estudiar a fondo el salpicadero.

El cabo bajó unos pocos e interminables escalones y se encontró otra vez solo, en una plaza, bajo un sol que era el mismo en todas partes del mundo.

Miró a un lado y otro.

En el otro extremo de la plaza, dividida en dos por la carretera, había una estación de servicio de la Gulf, con un bar y cafetería y un aparcamiento que compartía con el Open Inn, un motel de aspecto destartalado que prometía cuartos libres y sueño profundo.

Arregló el morral con sus pertenencias y se dirigió al motel, dispuesto a comprar un poco de hospitalidad sin discutir el precio.

Mientras se quedara, sería un nuevo vecino de Florence, Kentucky.


3

Más allá de cualquier promesa, el motel era un lugar común de turismo a bajo precio. El color era el de la necesidad sin el gusto del placer. El hombre que estaba detrás del mostrador de recepción, un tipo bajo y con sobrepeso, con una calvicie precoz compensada con largas patillas y bigotes, no había mostrado la menor reacción cuando el cabo le solicitó una habitación, aunque no le dio la llave antes de recibir el dinero. No entendió si era una práctica habitual o un tratamiento exclusivo reservado para él. En todo caso, no le importaba.

La habitación olía a humedad y muebles viejos, y la moqueta estaba rota y manchada. La ducha que se había dado, escondido detrás de una cortina de plástico a los improbables ojos de quien quisiera espiarlo, fue una alternancia sin control de agua fría y caliente. El televisor funcionaba por momentos y, finalmente, decidió dejarlo sintonizado en el canal local, donde las imágenes y el sonido eran más nítidos. Estaban emitiendo un viejo episodio de The Green Hornet, una serie con Van Williams y Bruce Lee, que mucho tiempo atrás se había mantenido en antena durante un año.

Ahora estaba echado en la cama, desnudo y con los ojos cerrados. Un susurro lejano le traía fragmentos de las palabras de los dos héroes enmascarados y vestidos de manera irreprochable, empeñados en la lucha contra el crimen. Había apartado el cubrecama pero se había tapado con la sábana, para no ver de golpe el espectáculo de su cuerpo cuando abriera los ojos.

Siempre tenía la tentación de cubrirse la cara con la sábana, como se hace con los cadáveres. Había visto muchos cuerpos así, sobre la tierra, con una lona manchada de sangre cubriéndoles la cara, no por piedad sino para evitar que los supervivientes tuviesen una imagen clara de lo que podría ocurrirle a cualquiera de ellos en el momento menos pensado. Había visto a muchos muertos, hasta llegar él mismo a formar parte de esa legión aun estando vivo. La guerra le había enseñado a matar y permitido hacerlo sin acusaciones ni remordimientos por el simple hecho de llevar un uniforme. Ahora, todo lo que quedaba de aquel uniforme era una chaqueta verde que guardaba al fondo del morral. Y las reglas eran otra vez las de siempre.

Pero no para él.

Sin proponérselo, los hombres que lo habían enviado a afrontar la guerra y sus ritos tribales le habían regalado algo que antes sólo había tenido como una ilusión: la libertad.

Incluso la de seguir matando.

La idea lo hizo sonreír y siguió tendido en aquella cama que, sin amabilidad alguna, había acogido muchos otros cuerpos. En esas horas insomnes, con el solo vehículo de sus ojos cerrados, volvió a otros tiempos, a cuando todavía de noche…


dormía profundamente, como sólo los jóvenes duermen después de un día de trabajo. Un ruido sordo lo había despertado de golpe, después la puerta se había abierto llevándole a la cara un soplo de aire y una luz que lo enfocaba. Entre el resplandor había entrevisto la amenaza bruñida del cañón de un fusil a un palmo de su cara. Detrás de esa luz había sombras, como en su cerebro aún empañado por efecto del sueño.

Una de las sombras se había convertido en una voz, dura y precisa.

– No te muevas, cagarruta, o será la última cosa que hagas en tu vida.

Unas manos ásperas lo habían vuelto boca abajo sobre la cama. Sin amabilidad le habían colocado los brazos a la espalda.

Había sentido el sonido metálico de las esposas y desde ese momento sus movimientos y su vida dejaron de pertenecerle.

– Ya has estado en el reformatorio. ¿Conoces todo ese rollo de tus derechos?

– Sí. -Tenía la boca empastada y el monosílabo le salió con dificultad.

– Entonces hazte cuenta de que te los he leído. -La voz se había dirigido a la otra sombra con tono autoritario-: Will, echa un vistazo por ahí.

Mientras tenía la cara apretada contra la almohada, había oído los ruidos de un registro policial Cajones abiertos y cerrados. Objetos que caen. Rumor de ropa tirada o volando. Sus pocas cosas estaban siendo inspeccionadas con mano experta pero sin cuidado alguno.

Finalmente, otra voz, con algo de júbilo en el tono.

– ¡Eh, jefe! ¿Qué tenemos aquí?

Había sentido unos pasos que se acercaban y la presión en la espalda se había relajado un poco. Cuatro manos ásperas lo sentaron en la cama. Ante sus ojos, la linterna iluminaba una bolsita de plástico transparente, llena de hierba.

– Nos hacemos un porrito de vez en cuando, ¿eh? O a lo mejor también vendes esta mierda. ¿Sabes que te has buscado problemas, chico?

En ese momento se había encendido la luz de la habitación, dejando la linterna como un simple accesorio. Tenía ante sí al sheriff Duane Westlake en persona. Detrás de él, seco y larguirucho, con algo de barba en las mejillas picadas de viruelas, estaba Will Farland, uno de sus ayudantes. La sonrisa burlona que había compuesto era una mueca sin alegría y lo único que lograba era reafirmar la expresión malvada de sus ojos.

Él sólo había logrado balbucir unas palabras apresuradas, odiándose por haberlo hecho.

– Eso no es mío.

El sheriff había enarcado una ceja.

– Ah, no es tuya, ¿y de quién es, entonces? ¿Es mágico este lugar? ¿Es el ratón Pérez el que te trae la marihuana?

Había alzado la cabeza para mirarlos con firmeza, lo que los policías interpretaron como un desafío.

– La pusisteis ahí vosotros, hijos de puta.

El bofetón llegó veloz y violento. El sheriff era grande y tenía la mano pesada. Hasta parecía imposible que fuera tan rápido. Sintió en la boca el regusto dulzón de la sangre. Y también el otro, el sabor corrosivo de la furia. Instintivamente se lanzó hacia delante, tratando de golpear con la cabeza el estómago del sheriff Quizás el suyo fuera un movimiento previsible o tal vez el sheriff estaba dotado de una agilidad poco común en un hombre de su envergadura. Se encontró tirado en el suelo, con una terrible rabia unida a la frustración de no haber logrado nada.

Encima de él se habían pronunciado otras palabras de escarnio.

– Nuestro joven amigo tiene la sangre caliente, Will. Quiere hacerse el héroe. A lo mejor le vendrá bien un sedante, ¿no?

Lo habían puesto en pie sin consideración. Después, mientras Farland lo sostenía, el sheriff le descargó un puñetazo en el estómago que lo dejó sin aire. Cayó como un saco de patatas sobre la cama deshecha, con la certeza de que no volvería a respirar.

El sheriff se dirigió a su ayudante con el tono con que se pregunta a un niño si ha hecho los deberes.

– Will, ¿estás seguro de que has encontrado todo lo que había?

– A lo mejor no, jefe. Voy a echar otro vistazo en esta ratonera.

Farland había metido una mano en la chaqueta y sacado un objeto envuelto en una lámina de plástico transparente. Se había vuelto hacia el sheriff, mirando a los ojos al muchacho.

Su mueca risueña se había ensanchado.

– Mire lo que he encontrado, jefe, ¿no le parece sospechoso?

– ¿Qué es?

– Visto así, parecería un cuchillo.

– Déjame ver.

El sheriff había sacado de su chaqueta un par de guantes de cuero y se los había puesto. Después había cogido el paquete que le mostraba el ayudante y había empezado a desenvolverlo, dejando ver el brillo de un largo cuchillo con mango de plástico negro.

– Vaya, Will, esto parece una espada. Visto así, bien podría ser el arma que acabó con esos dos hippies harapientos la otra noche, en el río.

– Sí, podría ser.

Tirado sobre la cama, él había empezado a entender. Y había tenido un escalofrío, como si la temperatura del cuarto hubiese bajado de golpe. Con voz rota por el puñetazo, había insinuado una débil protesta.

Todavía no sabía cuán inútil sería.

– No es mío… nunca lo he visto.

El sheriff lo miró con una expresión de ostentoso estupor.

– ¿Ah, no? Pero si está lleno de tus huellas.

Los policías se acercaron y lo pusieron boca abajo. Sosteniendo el cuchillo por la hoja, el sheriff lo obligó a coger el mango. La voz de Duane Westlake sonó tranquila mientras pronunciaba la sentencia:

– Me he equivocado cuando te he dicho que te habías buscado problemas, chico. En realidad estás con la mierda al cuello.

Al cabo, cuando lo arrastraban hacia el coche policial, había tenido la certeza de que su vida, tal como la había conocido hasta entonces, había terminado.


«… de la Guerra de Vietnam. Sigue la polémica por la publicación en el New York Times de "Pentagon Papers". Está previsto un recurso ante la Corte Suprema, para ratificar el derecho a hacerlo por parte de…».

La voz impostada de un locutor de las Daily News, que un rótulo identificaba como Alfred Lindsay, lo sacó del sopor sin descanso en el cual había caído. El volumen del televisor se había elevado solo, como impulsado por una voluntad interna. Como si esa noticia fuese algo que él debía escuchar. El argumento era siempre el mismo: la guerra, el conflicto que todos querían esconder como una suciedad camuflada bajo la alfombra y que, reptando como una serpiente, siempre conseguía asomar la cabeza por los bordes.

El cabo conocía esa historia.

Los «Pentagon Papers» eran el resultado de una minuciosa investigación sobre las causas que habían llevado a Estados Unidos a verse envuelto en lo de Vietnam, y también sobre los modos en que se hizo. Era una investigación solicitada por el secretario de Defensa McNamara y realizada por un grupo de treinta y seis expertos, funcionarios civiles y militares, basándose en documentos del Gobierno que partían de la época de Truman. La verdad había salido como un conejo en la chistera de los periodistas: era evidente que la administración Johnson había mentido a conciencia a la opinión pública sobre la evolución y conducción del conflicto. Pocos días antes el New York Times, periódico al que de un modo u otro habían llegado los documentos, había empezado a publicarlos. Con consecuencias que no era difícil imaginar.

Pero al final se convertirían sólo en palabras, como solía suceder con estas cosas. Palabras dichas o escritas que tendrían siempre el mismo peso.

¿Qué sabían ésos de la guerra? ¿Qué sabían de qué significaba encontrarse a miles de kilómetros de casa, combatiendo contra un enemigo invisible e increíblemente obstinado?, un enemigo dispuesto a pagar el más alto precio para obtener tan poco. Un enemigo al que, en el fondo de sus pensamientos, todos respetaban, aunque nadie tuviera la valentía de reconocerlo.

Se necesitarían treinta y seis mil expertos calientasillas, civiles o militares. Y aun así no llegarían a una conclusión porque nunca habrían olido el tufo del napalm o del agente naranja, el exfoliante que usaban para destrozar la selva donde el enemigo se escondía. No habían oído el tipi-tipi-tipi-tipi de las ametralladoras, el golpe sordo de un proyectil al perforar un casco, los gritos de dolor de los heridos, que parecían tan fuertes como para oírse en Washington, aunque a duras penas eran oídos por los camilleros.

«Que tengas suerte, Wendell…»

Apartó la sábana y se sentó en el catre.

– Vete a tomar por culo, coronel Lensky. Tú y tus síndromes de mierda.

Ahora, todo había pasado.

Chillicothe, Karen, la guerra, el hospital.

El río seguía su curso y sólo la ribera mantenía el recuerdo del agua que había pasado.

Tenía veinticuatro años e ignoraba si lo que le esperaba podía llamarse futuro. Pero había alguien para quien esa palabra pronto perdería todo significado.

Descalzo, se acercó al televisor y lo apagó. El rostro amistoso del locutor fue absorbido por la oscuridad y se transformó en una bolita luminosa en el centro de la pantalla. Como todas las ilusiones, sólo duró un instante y desapareció.


4

– ¿Seguro que no quieres que te lleve a la ciudad?

– No, aquí está bien. Muchas gracias, señor Terrance.

Abrió la puerta del vehículo. El conductor lo miró con una sonrisa en su rostro bronceado, y levantó las cejas componiendo un gesto de interrogación. A la luz del salpicadero, de pronto le recordó a un personaje de cómic de Don Martin.

– Quiero decir: muchas gracias, Lukas.

El hombre hizo un gesto levantando el pulgar.

– Así está mejor.

Se estrecharon la mano. Después, el cabo recogió su morral de detrás del asiento, salió del coche y cerró la puerta. La voz del conductor llegó a través de la ventanilla abierta.

– Sea lo que sea lo que busques, te deseo que lo encuentres. O que te encuentre a ti.

Las últimas palabras casi se perdieron entre el lamento del tubo de escape. En sólo un instante el vehículo en que había llegado se transformó en el ruido de un motor que se alejaba, el olor de gasolina esparcido por el viento y la distancia. La noche se tragó las luces traseras como si fueran su comida habitual.

Cargó el morral al hombro y echó a caminar. Un paso y otro. Como un animal, sentía la contigüidad, los aromas, los lugares. Pero no había ansiedad ni euforia por ese regreso.

Sólo determinación.

Unas horas antes, en la habitación del motel, había encontrado una caja de zapatos vacía en el armario, olvidada allí por otro huésped. La tapa tenía impreso el logotipo de los Famous Flag Shoes, un calzado que se compraba por correo. El que la caja todavía estuviera allí decía mucho sobre el cuidado en la limpieza del Open Inn. Había quitado las solapas de la tapa y escrito en la parte blanca interior CHILLICOTHE, en mayúsculas, repasándolo varias veces con un bolígrafo negro que guardaba en el saco. Había bajado a recepción con el morral al hombro y el cartel en la mano, una hipótesis de viaje. Detrás del mostrador había una muchacha anónima con los brazos demasiado delgados y el pelo largo y lacio recogido con una cinta roja. Era la sustituta del tipo de las patillas y el bigote. Cuando se acercó para devolver las llaves, la chica había perdido su expresión de ensoñación flower power y lo había mirado con trazas de miedo en sus ojos oscuros. Como si se hubiera acercado a ella con la intención de agredirla. Estaba aprendiendo a encajar ese tipo de actitud de la gente. Sospechaba que era una interrelación en la que él siempre sería el perdedor.

«Ahí tienes mi buena suerte, coronel.»

Por un instante había tenido la malévola tentación de darle a la chica un susto de muerte, de pagarle con la misma moneda la repulsión y la desconfianza instintiva que había sentido hacia él. Pero no eran ni el lugar ni el momento de buscarse problemas.

Con una delicadeza teatral había apoyado la llave en el cristal del mostrador, ante ella.

– Aquí están las llaves. La habitación da asco.

Su calma y sus palabras habían turbado aun más a la chica. Lo había mirado con expresión de alarma.

«Muérete, estúpida.»

– Lo siento.

Él había sacudido la cabeza de modo casi imperceptible. La había mirado fijamente dejándole imaginar sus ojos escondidos tras las gafas oscuras.

– ¿De veras? Los dos sabemos que te importa un pimiento.

Y se había marchado del motel.

Fuera, se reencontró con el sol de la plaza. A su derecha estaba la gasolinera con el logo celeste y anaranjado de la Gulf. Un par de coches hacían cola para el túnel de lavado, donde el agua fluía de las bombas con fuerza suficiente para obtener buenos resultados. Se encaminó hacia un coffee shop guiado por un anuncio en forma de flecha que lo presentaba al mundo como Florence Bowl y ofrecía comida casera y desayunos a cualquier hora del día. Pasó de largo, deseando a los clientes que el café y la comida fueran mejores que la fantasía del que le había puesto nombre al local.

Pasó delante de las propuestas de Canada Dry, Tab y Bubble Up y las sugerencias de hamburguesas. Había ignorado las ofertas de neumáticos a mitad de precio con alineado y cambio de aceite rebajados y se había apostado a la salida del área de servicio, para que los coches que salían del aparcamiento o del restaurante, o los que venían de repostar combustible, pudieran verlo.

Había puesto el morral en el suelo y se había sentado encima. Había alargado el brazo para que el cartel con el destino fuera visible.

Y había esperado.

Algunos coches reducían la velocidad. Uno incluso había parado, pero cuando él se incorporó y el conductor le vio la cara, aceleró como si hubiese visto al diablo.

Todavía estaba sentado en el saco, mostrando su patético cartel, cuando la sombra de un hombre se había dibujado en el asfalto, frente a él. Había alzado la mirada y sus ojos habían encontrado a un tipo vestido con un mono negro con bordados rojos. En el pecho y las mangas tenía marcas de sponsors de muchos colores.

– ¿Crees que lograrás llegar a Chillicothe?

Él había esbozado una leve sonrisa.

– Si las cosas siguen así, creo que no.

El hombre era alto, de unos cuarenta años, con un cuerpo enjuto y barba y pelo rojizos. Lo había mirado un instante antes de proseguir. Después había bajado la voz, para minimizar lo que estaba por decir.

– No sé quién te ha dejado así, y no es asunto mío. Sólo te pido una cosa, y si no me dices la verdad me daré cuenta. -Hizo una pausa para calibrar las palabras, o quizá para que tuviesen más peso-: ¿Tienes problemas con la ley?

Él se había quitado la gorra y las gafas y había mirado al hombre.

– No, señor. -A su pesar, el tono de aquel «no, señor» lo definió sin posibilidad de dudas.

– Eres un soldado.

La expresión del cabo fue una respuesta más que evidente. La palabra Vietnam no se había pronunciado pero gravitaba en él aire.

– ¿Sorteo?

Había negado con la cabeza.

– Voluntario.

Por instinto había bajado la mirada al pronunciar esa palabra, como si conllevara una culpa. Y se había arrepentido. Levantó otra vez la cabeza y clavó la mirada en aquel hombre de pie frente a él.

– ¿Cómo te llamas, muchacho?

Esa pregunta lo tomó por sorpresa. El hombre se percató de su titubeo y se encogió de hombros.

– Un nombre vale lo que otro. Es sólo para saber cómo dirigirme a ti. Yo soy Lukas Terrance.

Se levantó y estrechó la mano que Terrance le ofrecía.

– Wendell Johnson.

A Lukas Terrance no lo habían sorprendido los guantes de algodón. Con un gesto de la cabeza indicó una gran camioneta negra y roja que tenía pintadas a los lados los mismos distintivos que el mono. Estaba junto a uno de los surtidores y un empleado negro le ponía gasolina. En el remolque llevaba un monoplaza para competiciones en circuitos de tierra. Era un artefacto raro, con ruedas al aire y una cabina donde costaba imaginar que pudiera caber un hombre. Una vez había visto un coche así en la portada de Hot Rod, una publicación de motores.

Terrance había aclarado la situación.

– Estoy viajando hacia el norte, hacia Cleveland, al MidOhio Speedway. Chillicothe no me queda exactamente de camino pero podré desviarme un poco. Si estás de acuerdo en viajar sin prisas ni aire acondicionado puedo llevarte hasta allí.

Había respondido con una pregunta.

– ¿Es usted piloto, señor Terrance?

El hombre rio. En la cara bronceada, al lado de los ojos, se le formaban arrugas como una telaraña.

– Oh, soy una especie de hombre para todo. Mecánico, chófer, asistente de parrilla… parrilla de salida y de barbacoa si fuera necesario.

Hizo un gesto con la mano, un gesto con el que resumía los hechos de la vida.

– En este momento Jason Bridges, o sea mi piloto, está viajando en avión, muy cómodo él. A los currantes nos esperan las fatigas, a los pilotos, la gloria. Pero, si te soy honesto, mucha gloria no llega. Como piloto es un fracaso. Sin embargo, sigue corriendo; es algo que ocurre cuando tu padre tiene la cartera llena. Los coches pueden comprarse, las pelotas no.

El muchacho negro había terminado de llenar el depósito y buscaba con la mirada al dueño de la camioneta. Cuando lo encontró hizo un ademán elocuente dando a entender que detrás había una fila de coches esperando. Terrance hizo un gesto que pretendía borrar todas las palabras dichas.

– Bien, ¿vamos? Si aceptas, desde este momento puedes llamarme Lukas.

Recogió el morral y siguió a Lukas Terrance.

La cabina de la camioneta era un revoltijo de mapas de carretera mezclados con números de Mad y Playboy. Terrance le había hecho sitio en el asiento del copiloto, apartando un paquete de galletas Oreo y una lata vacía de Wink.

– Lo siento. No es que tenga muchos pasajeros en este carromato.

Habían dejado atrás la gasolinera, con parsimonia, y después Florence y también Kentucky. Dentro de poco, esos instantes y esos lugares se convertirían en recuerdos. Ni siquiera malos recuerdos. Los bonitos, los verdaderos, los que había ansiado toda la vida, aún tenía que creárselos. Para eso iba allí.

Había sido un viaje agradable.

Había escuchado con atención las anécdotas sobre el mundo de las carreras que atesoraba su chófer. Y sobre todo las que concernían al piloto para quien trabajaba. Terrance era un buen hombre, soltero, sin domicilio fijo. Había vivido siempre en el ambiente de las carreras, pero no había logrado hacerse un sitio en aquellas realmente importantes, como la NASCAR o la Indy. Citaba nombres de pilotos famosos, como Richard Petty, Parnelli Jones o A. J. Foyt como si los hubiese conocido personalmente. Quizá los había conocido, ¿por qué no? En cualquier caso parecía darle placer el pensarlo y para los dos había sido una buena charla.

Ni una sola vez surgió el tema de la guerra.

Una vez cruzada la frontera del estado, la camioneta, con su cáscara de carreras a las espaldas, había enfilado la carretera 50, sin prisas y sin aire acondicionado. Era la carretera que llevaba a Chillicothe. En su asiento, con la ventanilla abierta y mientras escuchaba las historias de Terrance, poco a poco había visto cómo el atardecer se preparaba para volverse noche, con esa típica y persistente luminosidad propia de las tardes estivales. Poco a poco los lugares se le iban haciendo familiares, hasta que por fin apareció el cartel de «Bienvenidos a Ross County».

Estaba en casa.

O, mejor, estaba donde quería llegar.

Unos tres kilómetros después de Slate Mills le había pedido a su sorprendido compañero que parara. Lo había dejado solo y perplejo, para que continuara su viaje. Ahora caminaba en campo abierto como un fantasma. Lejos sólo se veían las luces de unas casas que en el mapa de carreteras figuraban con el nombre de North Folk Village, unas luces que le indicaban el camino. Y cada paso le parecía más agotador que todos los que había dado en el légamo del Vietnam.

Por fin, alcanzó la que había sido su meta desde que partiera de Luisiana. Menos de una milla antes de llegar al pueblo torció por un sendero a la izquierda, y después de un centenar de metros llegó a una construcción de cemento rodeada por una valla metálica. En la parte de atrás había un espacio iluminado por tres focos, donde había aparcados una grúa de ocho ruedas, Una furgoneta Volkswagen y un camión Mountaineer Dump con su correspondiente pala quitanieves.

Ésa había sido su casa en Chillicothe. Y sería su soporte en la última noche que pasara allí.

En el interior de la construcción no se veían luces que revelaran presencias.

Antes de seguir, se aseguró de que no había nadie en los alrededores. Finalmente siguió caminando, con la valla a la derecha hasta la parte más protegida por la oscuridad. Llegó a un matorral que lo resguardaba de ser visto. Puso el morral en el suelo y extrajo un par de pinzas que había comprado en una gasolinera durante el viaje. Cortó los alambres sólo lo suficiente para poder entrar. Imaginó la figura robusta de Ben Shepard allí, ante la abertura, y oyó la voz sibilante que gruñiría contra esos «malditos hijos de puta que no respetan la propiedad privada».

Ya dentro, se dirigió a una pequeña puerta metálica junto al portón corredero azul que se usaba como entrada de vehículos a la nave. Sobre el portón había un gran cartel blanco con letras azules. Indicaba, a quien estuviera interesado, que aquel lugar era la sede de la «Ben Shepard – Demoliciones, Reestructuraciones y Construcciones». No había conservado la llave, pero conocía el sitio donde su antiguo patrón dejaba una copia, si es que conservaba el hábito de hacerlo.

Abrió la portezuela del extintor. Detrás del tubo rojo estaba la llave. La cogió con una sonrisa en los labios martirizados y fue a abrir la puerta. La hoja se deslizó hacia el interior sin chirridos.

Un paso y estuvo dentro.

La poca luz que penetraba desde el exterior a través de los vidrios superiores, en los cuatro lados del almacén, dejaba ver el espacio ocupado por herramientas y maquinaria. Cascos de protección, monos colgados en ganchos, dos hormigoneras de diferente tamaño. A la izquierda había un largo banco de trabajo lleno de instrumentos para la labor en hierro y madera.

El calor húmedo, el olor y la penumbra le eran familiares. Hierro, cemento, madera, cal, cartón enyesado, lubricante. Un vago hedor a cuerpo sudado de los monos de trabajo colgados. Todo familiar. En cambio, el sabor que sentía en la boca era del todo nuevo. Era el regusto ácido de la laceración, la regurgitación de todo lo que le habían quitado. La vida de cada día, el afecto, el amor. El poco amor que había conocido cuando Karen le enseñó qué era lo que merecía tal nombre.

Avanzó en la semioscuridad hacia una puerta a la derecha, cuidando dónde poner los pies. Hizo un esfuerzo por no pensar que ese lugar áspero y anguloso había sido para él todo lo que el resto de muchachos tenían en su casa, con paredes recién pintadas y un coche en el garaje.

Encontró el único cuarto del almacén, a un lado del local, pegado como un molusco a las rocas. Tenía una sola ventana, protegida por rejas. En un rincón la cocina, en el otro el cuarto de baño. Era todo lo que daba forma al que había sido su domicilio habitual. Cuando había sido guardián, obrero y único inquilino.

Llegó a la puerta y la empujó.

Y la sorpresa lo dejó con la boca abierta.

Allí las formas eran más nítidas. La luz de las farolas del aparcamiento entraba por la ventana y enviaba a casi todas las sombras a refugiarse en los rincones.

La habitación estaba en perfecto orden, como si no se hubiera ido años antes, como si se hubiera ausentado hacía poco rato. En el aire no había rastros de polvo en suspensión, y se advertían señales de una minuciosa limpieza reciente. Sólo el catre estaba cubierto con una tela de plástico transparente.

Estaba por dar un nuevo paso en su viejo hogar cuando de golpe sintió que algo se deslizaba entre sus piernas. De inmediato, una silueta oscura saltó sobre la cama haciendo crujir el plástico que la recubría.

Cerró la puerta y se acercó a la mesilla de noche para encender la lámpara de lectura. La iluminación tenue que se añadió a la de la ventana reveló el morro de un gran gato negro. Lo miraba con dos enormes ojos verdes.

– ¡Walzer, por Dios, todavía estás aquí!

El animal se le acercó sin temor, lentamente, para olerlo y reconocerlo. Él extendió la mano para cogerlo y el minino se dejó hacer. Se sentó en la cama y lo puso en las rodillas. Empezó a rascarlo con delicadeza en el cogote y el felino empezó a ronronear como él esperaba.

– Todavía te gusta, ¿eh? Eres el mismo filósofo regalón de siempre.

Mientras lo acariciaba, con la otra mano llegó al punto donde debería estar la pata derecha posterior.

– Veo que durante este tiempo no te ha crecido.

Había una historia extraña relacionada con el nombre de ese gato. Wendell estaba haciendo una reparación que le había encargado Ben en Casa de la doctora Paterson, la veterinaria. Entonces había llegado una pareja con un gatito envuelto en una frazada ensangrentada. Explicaron que un gran perro había entrado en su jardín y lo había mordido con saña en una pata, tal vez haciéndole pagar la culpa de existir. La doctora se había ocupado del gato y lo había operado enseguida, pero no había sido posible salvarle la pata. Cuando la doctora salió del quirófano y se lo explicó a los dueños, los dos se habían mirado con desazón.

Después, esa mujer, una tía sin gracia que vestía un twin-set azul celeste y que trataba de corregir con color unos labios demasiado finos, le había dicho a la veterinaria con tono de duda:

– ¿Dice que sin una pata?

Y se había vuelto hacia el hombre que la acompañaba buscando confirmación.

– ¿Qué opinas, Sam?

El hombre había hecho un gesto impreciso.

– Bueno, es seguro que el pobre sufrirá mucho sin una pata. Será un inválido. Tal vez en este caso sería mejor… -Había dejado la frase sin concluir.

La doctora Paterson lo había mirado con aire de interrogación, agregando la palabra que el hombre no había pronunciado:

– ¿Sacrificarlo?

Los dos se habían consultado con miradas de alivio, satisfechos de haber encontrado confirmación profesional de esa solución, que en realidad ya habían decidido.

– Veo que usted está de acuerdo, doctora. Entonces hágalo. No sufrirá, ¿verdad?

En ese momento los ojos azul claro de la veterinaria eran de hielo, y tenía la voz recubierta de escarcha. Pero esos dos tenían demasiada prisa por irse como para percatarse de lo que pasaba.

– No, no sufrirá.

Habían pagado y se habían largado un poco más deprisa de lo que cabía esperar, cerrando con cuidado la puerta. A continuación un coche que se marchaba confirmó la condena del pobre gatito. Él había asistido a la escena sin dejar de trabajar. Después de que se fueran, había dejado el yeso que estaba mezclando y se había acercado a Claudine Paterson. Los dos estaban blancos, ella por la bata y él por el yeso en el mono de trabajo.

– No lo mate, doctora. Yo me lo quedaré.

Ella lo había mirado sin pronunciar palabra. Sus ojos lo escrutaron largamente antes de responder sólo dos palabras:

– De acuerdo.

Y se dio la vuelta para entrar de nuevo en la consulta, dejándolo solo y amo de un gato de tres patas. De allí había nacido su nombre, Walzer. Guando fue creciendo, su modo de caminar le recordaba el compás del vals: un-dos-tres, un-dos-tres, un-dos-tres…

Y Walzer se quedó.

Estaba por apartar al gato, que seguía ronroneando tranquilamente a su lado, cuando de golpe alguien abrió la puerta de una patada. Walzer se asustó, y con un ágil salto sobre sus tres patas corrió a refugiarse bajo la cama. Una voz autoritaria se expandió por la habitación y entró en lo que quedaba de las orejas del joven.

– Seas quien seas, lo mejor que puedes hacer es salir con las manos a la vista y sin movimientos bruscos. Tengo un fusil y no vacilaré en usarlo.

Por un instante se quedó inmóvil.

Después se levantó sin decir palabra, dirigiéndose hacia la puerta con calma. Antes de llegar al umbral iluminado levantó los brazos. Era el único movimiento que todavía le provocaba un poco de dolor.

Y una marea de recuerdos.


5

Ben Shepard se parapetó detrás de una hormigonera, una buena posición si tenía que disparar contra la puerta. Una gota de sudor en la sien le recordó cuán calurosa y húmeda era la nave. Tuvo la reacción instintiva de secarse pero prefirió no soltar el Remington. Quienquiera que fuere el intruso, él no sabía cómo reaccionaría. Y tampoco sabía si estaba armado o no. De todos modos, el hombre estaba sobre aviso. Él empuñaba un fusil semiautomático y nunca hablaba por hablar. Había luchado en Corea. Si ese tipo, o tipos, no creían que era capaz de usarlo, se equivocaban.

No sucedió nada.

Había preferido no encender luces. En penumbras, el tiempo se transformaba en un asunto personal entre él y los latidos de su corazón. Esperó unos instantes que parecían insertos en la eternidad.

Era una casualidad que estuviese allí a esa hora.

Volvía de una partida de bolos con su equipo. Estaba en la Western Avenue y apenas había dejado atrás el North Folk Village, cuando una luz en el salpicadero de la vieja furgoneta indicó que el aceite estaba en la reserva. De haber continuado, habría podido fundir el motor. A pocos metros de allí estaba el desvío hacia la nave. Lo enfiló a toda velocidad, invadiendo el carril contrario para describir una larga curva sin verse obligado a pisar el freno. Después, apagó el motor y lo dejó en punto muerto para aprovechar la pendiente y llegar así al portón.

Cuando se acercaba a la construcción sintiendo el ripio bajo las ruedas, que perdían velocidad y producían un sonido cada vez más grave, por un instante le pareció entrever una luz tenue en las ventanas. Esto interrumpió de golpe unos pensamientos no muy edificantes dirigidos a alguna deidad protectora de los automovilistas.

Detuvo la furgoneta de golpe. Cogió el Remington de detrás del asiento y comprobó que estaba cargado. Se apeó sin cerrar la puerta y se acercó a la nave caminando por la hierba para no hacer ruido con sus pesados zapatos. Pensó que cuando se había ido, un par de horas antes, bien podría haberse olvidado las luces encendidas.

Eso era, claro.

Pero de todos modos, prefería estar en lugar seguro: la culata de un fusil. Ya lo decía su padre: «De mucha prudencia no se muere nadie.»

Siguió caminando junto a la valla y encontró la parte que había sido cortada. Después vio la luz en el interior de la habitación y una sombra que pasaba por la ventana.

La mano sobre la culata del Remington empezó a humedecerse más de lo debido. Enseguida escudriñó con la mirada.

No vio ningún coche aparcado por allí, y esto le dio que pensar. La nave estaba llena de materiales y herramientas. No eran cosas de gran valor, y todas más bien pesadas, pero de todos modos podían tentar a un ladrón. No obstante, le parecía raro que alguien hubiera ido a pie a limpiarle el taller.

Cruzó la valla y llegó a la puerta de entrada, junto al paso de vehículos. Fue a abrirla pero la encontró abierta. Al tacto, sintió la llave en la cerradura y la poca luz de los focos, que rebotaba en el muro claro, le mostraron que el sitio del extintor estaba abierto.

Raro. Muy raro.

Él era el único que sabía de la existencia de aquella llave de reserva.

Tan curioso como circunspecto, fue hasta la habitación y abrió la puerta de una patada. Encañonó el interior.

Una figura de hombre apareció bajo el marco con las manos alzadas, dio un par de pasos y se detuvo. En respuesta, Ben se movió hacia la mole rechoncha y sin gracia de la hormigonera, como para protegerse. Desde allí podía tener bien apuntadas las piernas del tipo. Si hacía algún movimiento raro, lo ayudaría a perder treinta centímetros de estatura.

– ¿Estás solo?

La respuesta llegó rápida, pero calma y sosegada, aparentemente franca:

– Sí.

– Bien. Ahora saldré. Si tú o algún amigo tuyo os proponéis hacerme una broma pesada, te hago un agujero en el estómago, del tamaño de un túnel ferroviario. ¿Entendido?

Ben esperó un momento y después salió con cautela de su refugio. Tenía el fusil a la altura de la cadera y apuntaba directamente al estómago del hombre. Dio un par de pasos hacia el intruso, hasta verle la cara.

Y lo que vio le puso la carne de gallina. Aquel hombre tenía la cara y la cabeza totalmente desfiguradas por lo que parecían cicatrices de tremendas quemaduras. Bajaban hasta el cuello y se perdían dentro de la camisa. No tenía oreja derecha, y de la otra sólo quedaba un trozo, pegado como una burla a un cráneo donde un áspero cuero cabelludo había sustituido el pelo.

Sólo la zona que circundaba los ojos estaba intacta. Y ahora esos ojos lo miraban mientras se acercaba, con un repaso más irónico que preocupado.

– ¿Y tú quién coño eres?

El hombre sonrió, si lo que aparecía en su rostro podía considerarse una sonrisa.

– Gracias, Ben. Por lo menos no me has preguntado «qué» soy.

El intruso bajó los brazos sin pedir permiso, y en ese momento Ben se dio cuenta de que llevaba las manos enguantadas.

– Sé que no es fácil reconocerme. Esperaba que por lo menos mi voz fuera la misma de antes.

Ben Shepard desencajó los ojos. El cañón del fusil bajó sin que él se lo propusiera, como si de golpe los brazos se le hubieran vuelto tan débiles que no pudieran sostener el arma. Después le llegó la palabra, como si antes no hubiera sabido hablar.

– Dios santo, Jesús bendito, Little Boss. Eres tú. Todos creíamos que habías…

La frase quedó suspendida, como habían quedado sus vidas durante todo ese tiempo. El otro hizo un gesto impreciso con la mano.

– ¿Muerto? -La siguiente frase la profirió como un pensamiento en voz alta, o una esperanza enterrada-. Y, según tú, ¿no lo estoy?

De pronto, Ben se sintió viejo. E intuyó que la persona que tenía frente a sí se sentía más vieja que él. Todavía confundido por aquel encuentro inesperado, sin saber bien qué hacer o decir, se acercó a la pared y tendió la mano hacia el interruptor. Una insuficiente luz de servicio se expandió en el recinto. Cuando hizo el gesto de encender otra, Little Boss lo detuvo con un gesto.

– No te preocupes. Te aseguro que con más luz no mejoro.

Ben se dio cuenta de que tenía los ojos húmedos y se sintió inútil y estúpido. Por fin, hizo lo único que le dictaba el instinto. Dejó el Remington sobre unas cajas, se acercó y abrazó con delicadeza a ese soldado cuyos ojos sólo mostraban destrucción.

– Mierda, Little Boss. Me alegro mucho de verte vivo.

Notó cómo los brazos del muchacho le rodeaban la espalda.

– Little Boss no existe más, Ben. Pero es bueno estar aquí contigo.

Se quedaron así un momento, envueltos en un afecto que era el de padre e hijo. Con la esperanza absurda de que cuando deshicieran el abrazo estarían otra vez en un momento del pasado, que todo sería normal y que Ben Shepard, pequeño empresario de la construcción, había entrado en la nave para darle a su ayudante instrucciones para la próxima jornada.

Se separaron y volvieron a ser los de ahora, uno frente al otro.

Ben hizo un gesto con la cabeza.

– Ven conmigo. Habrá quedado alguna cerveza, si te apetece.

El muchacho sonrió y respondió arropado por la antigua confianza.

– Nunca hay que rechazar una cerveza de Ben Shepard. Podría cabrearse y no es un buen espectáculo verlo así.

Entraron en la habitación. Little Boss se sentó en la cama, hizo un gesto de llamada y Walzer salió de su escondite y se sentó en sus rodillas.

– Lo has dejado todo como estaba. ¿Por qué?

Ben se dirigió a la nevera y ocultó la cara mientras respondía.

– Premoniciones de vidente o las esperanzas indestructibles de un viejo. Lo que prefieras.

Cerró la nevera y se volvió con dos cervezas en la mano. Señaló al gato con una botella. El felino estaba encantado con las caricias de su recuperado amo.

– Periódicamente he encargado que limpiaran tu cuarto, y cada día le he dado de comer a esa sabandija que tienes en las rodillas.

Le tendió la cerveza al muchacho, que permanecía sentado en la cama. Buscó una silla y se sentó frente a él. Bebieron en silencio. Los dos estaban llenos de preguntas a las que sería difícil dar respuesta.

Ben entendió que debía ser el primero.

Haciendo el esfuerzo de no desviar la mirada, preguntó:

– ¿Qué te ocurrió? ¿Quién te dejó en este estado?

Antes de responder, el muchacho se tomó su tiempo, un tiempo largo como una guerra.

– No es una historia breve, Ben. Y es más bien fea. ¿Estás seguro de querer oírla?

Ben se apoyó en el respaldo de la silla y la inclinó hasta llegar a la pared.

– Tengo tiempo. Todo el tiempo…

– … y todos los hombres que necesito, soldado. Mientras tú y tus compañeros no comprendáis que en este país seréis derrotados.

Estaba sentado en el suelo, contra el tronco de un árbol sin ramas, con las manos atadas a la espalda, en un terreno surcado por raíces muertas. Comenzaba a amanecer. A su espalda sentía la presencia de su compañero, inmovilizado de la misma manera que él; hacía rato que no hablaba ni se movía. Quizá se había dormido. O tal vez estuviera muerto. Ambas opciones eran posibles. Hacía dos días que estaban así, inmóviles. Dos días de escasa comida, de sueño interrumpido por los dolores en las articulaciones y los calambres en las posaderas. Ahora tenía mucha sed y hambre, y el uniforme se le adhería al cuerpo por el sudor y la suciedad. El hombre de la cinta roja en la cabeza se había agachado frente a él y sostenía ante sus ojos las placas de identificación. Las había dejado oscilar con un efecto casi hipnótico. Después las había vuelto hacia sí, como para comprobar los nombres, aunque los conocía perfectamente.

– Wendell Johnson y Matt Corey. ¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales? ¿Es que en vuestra casa no tenéis nada que hacer?

«Claro que tenemos cosas que hacer, baboso hijo de puta», había aullado mentalmente. Ya había aprendido qué precio había que pagarle a aquella gente por expresar ciertas cosas.

El vietcong era un tipo seco, de edad indefinible, con unos ojos pequeños y hundidos. Algo más alto que el promedio de sus compatriotas, hablaba un buen inglés, algo manchado con pinceladas guturales. Había pasado un tiempo

¿Cuánto?

desde que su pelotón había caído, aplastado por un ataque sorpresa del Vietcong. Todos habían muerto, menos ellos dos. Y enseguida había comenzado un calvario de desplazamientos continuos, de mosquitos, de marchas forzadas hechas de pasos guiados por la voluntad, uno y otro y otro más…

Y de golpes.

De vez en cuando se encontraban con otros grupos de combatientes. Caras todas iguales de hombres que transportaban armas y suministros en bicicleta, por senderos casi invisibles trazados en la vegetación.

Ésos eran los únicos momentos de alivio.

«¿Adónde nos llevan, Matt?»

«No lo sé.»

«¿Tienes idea de dónde estamos?»

«No, pero saldremos de ésta Wen, tranquilízate.»

Y de descanso.

El agua. La bendita agua que en otros lugares llegaba con el simple gesto de abrir un grifo, era un instante de paraíso en la tierra, un instante que sus guardianes parecían administrar con sádico placer.

Su carcelero no había esperado una respuesta. Sabía que no llegaría.

– Lamento que el resto de tus compañeros hayan muerto.

– No lo creo -se le escapó.

Enseguida tensó el cuello, a la espera de un guantazo. Pero no llegó; en cambio, en la cara del vietcong apareció una sonrisa en la que sólo el brillo burlón de sus ojos traslucía crueldad. En silencio, encendió un cigarrillo.

Después respondió con un tono neutro que parecía extrañamente sincero.

– Te equivocas. La verdad es que me hubiese gustado teneros vivos. A todos, se entiende.

El mismo tono con el que había dicho:

«No te preocupes cabo. Ahora se te curará…»

Y de inmediato le había descerrajado un balazo en la cabeza a Sid Margolin, que estaba en el suelo y se quejaba de una herida en el hombro.

Desde un lugar a sus espaldas llegó el rumor crepitante de una radio. Después, otro vietcong, un muchacho muy joven, se había acercado a su comandante. Los dos mantuvieron un diálogo apresurado en esa lengua incomprensible de un país que Wendell nunca llegaría a entender.

Después, el jefe volvió a dirigirle la palabra.

– Para el día de hoy se pronostica una situación más bien divertida.

Se puso en cuclillas frente a él. Quería verle la cara de cerca.

– Habrá un ataque aéreo. Hay un ataque todos los días, pero el próximo será justamente en esta zona.

En ese momento lo entendió. Había hombres que iban a la guerra porque debían hacerlo. Otros sentían que hacerlo era su deber. Pero el hombre de la cinta roja estaba en la guerra porque le gustaba. Era probable que cuando la guerra terminara, ese hombre se inventara otra, tal vez sólo suya, para seguir combatiendo.

Y matando.

Ese pensamiento le dibujó una expresión que el otro captó.

– ¿Qué pasa? ¿Te sorprende, soldado? ¿Crees que los monos amarillos, o Charlie, como nos llamáis, no estamos capacitados para las operaciones de inteligencia?

Con la palma de la mano le dio un cachete en la mejilla. La burla estuvo en la suavidad absoluta del golpe, una especie de caricia.

– Pues sí que somos capaces. Y hoy podrás descubrir para quién combates.

Se levantó de golpe e hizo un gesto. De inmediato cuatro hombres armados con AK-47 y fusiles los rodearon apuntándoles. Un quinto hombre les desató las muñecas. Con un gesto brusco les indicó que se levantaran.

El comandante señaló un sendero, delante de ellos.

– Por allí. Deprisa y en silencio, por favor.

Los empujó en aquella dirección, sin amabilidad alguna. Después de unos minutos de caminata a marcha veloz llegaron a un gran claro arenoso, rodeado a la derecha por lo que parecía una plantación de árboles de caucho, colocados a una distancia tan regular entre ellos que parecían una puntilla de la naturaleza en medio del caos de la vegetación circundante.

Los separaron y ataron a dos troncos en los extremos del claro, de modo que entre ellos hubiera una larga hilera de árboles. Después de ajustarle las ataduras a las muñecas, les pusieron mordazas bien apretadas. La misma suerte para los dos, pero por un arranque de rebeldía su compañero se ganó un golpe en la espalda con la culata de un fusil.

El hombre de la cinta roja se acercó con aire burlón.

– Vosotros, que lo usáis con tanta facilidad, debéis saber qué efectos tiene el napalm. Mi gente lo sabe desde hace mucho. -Y señaló un punto impreciso en el cielo-. Los aviones llegarán desde allí, soldado norteamericano.

Volvió a colgarles la placa de identificación. Luego se fue, seguido por sus hombres, en silencio como sólo ellos sabían andar. Se quedaron solos, mirándose desde lejos y preguntándose cuándo, cómo y por qué. Después, ante ellos y desde un punto en el cielo, llegó el ruido de un motor. El Cessna L-19 Bird Dog surgió del borde de la vegetación como el fruto de un sortilegio. Era una misión de reconocimiento y estaba volando a baja cota. Casi había pasado de largo cuando el piloto hizo un viraje, haciendo que el aparato bajara un poco más, tanto como para que pudiera verse con claridad la silueta de dos hombres en la cabina. Poco después, terminado ese juego de habilidad, el aeroplano enfiló otra vez el cielo, hacia el lugar del que había llegado. El tiempo había pasado en el silencio y el sudor, en cantidades indefinibles. Después, un silbido y una pareja de Phantom llegó a una velocidad que su miedo fragmentó en fotogramas y trajo consigo el trueno. Sólo después, como una extravagancia, el relámpago. Vio crecer el resplandor y cómo se transformaba en un reguero de fuego que avanzaba como en una danza después de haberlo devorado todo en su camino, y el reguero llegó a ellos y los embistió…


– …le dio de lleno a mi compañero, Ben. Fue literalmente incinerado. Yo estaba más lejos y sólo me llegó una oleada de calor, lo que me redujo a este estado. No sé cómo me salvé. Tampoco sé cuánto tiempo estuve allí hasta que llegó la asistencia sanitaria. Tengo recuerdos muy confusos, Ben. Sé que me desperté en un hospital, todo vendado y con las venas llenas de agujas. Y creo que se necesitan las vidas de muchos hombres para sentir el dolor que sentí en esos pocos meses.

El muchacho hizo una pausa. Ben entendió que lo hacía para permitirle asimilar lo que le había contado. O para prepararlo para lo que seguía.

– Los del Vietcong nos usaron como escudos humanos. Y los del avión de reconocimiento nos habían visto. Sabían que estábamos allí y atacaron igual.

Ben se miró los zapatos. En ese momento habría sido inútil comentar nada sobre esa experiencia. Decidió volver al presente y sus incertidumbres.

– Y ahora ¿qué quieres hacer?

Little Boss encogió los hombros con desinterés.

– Sólo necesito apoyo durante unas horas. Debo ver a un par de personas. Después vendré a buscar a Walzer y me iré.

El minino, indiferente como buen gato, abandonó las rodillas de su amo y acomodó sus tres patas sobre la cama, en una posición más cómoda.

Ben separó la silla de la pared y la afirmó en el suelo.

– Intuyo que estás por meterte en líos.

El muchacho sacudió la cabeza, escondido detrás de su no sonrisa.

– Yo no puedo meterme en líos.

Se quitó los guantes de algodón y extendió hacia Ben unas manos llenas de cicatrices.

– ¿Ves? No tengo impresiones digitales. Están borradas. Toque lo que toque no dejo huellas. -Pareció reflexionar un momento, como si de pronto hubiese encontrado una definición exacta para sí-. No existo. Soy un fantasma. -Miró a Ben con unos ojos que todo lo pedían, aun cuando estaban dispuestos a conceder poco-. Ben, dame tu palabra de honor de que no dirás a nadie que he estado aquí.

– ¿Ni siquiera a…?

El muchacho lo interrumpió con determinación.

– A nadie, he dicho. Nunca.

– ¿Y si lo hiciera?

Un segundo de silencio. Después, de aquella boca martirizada salieron unas palabras tan frías como las de los muertos.

– Te mataría.

Ben Shepard comprendió que el mundo había desaparecido para aquel muchacho. No sólo su mundo interior, sino también el mundo de fuera. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se había ido, junto a otros hombres de su país, para combatir en una guerra contra otros hombres a los que les habían ordenado odiar y matar. Después de lo ocurrido, los papeles se habían invertido.

Había vuelto a casa pero, para todos, ahora el enemigo era él.


6

Aguardaba sentado en la oscuridad.

Había esperado ese momento durante tanto tiempo que, ahora que había llegado, la ansiedad y las prisas habían desaparecido. Le parecía que su presencia en ese lugar era algo normal y previsto. Como el amanecer o el ocaso, o cualquier otra cosa que debiera ser día tras día.

Tenía una pistola Colt M1911 sobre las rodillas, el arma de reglamento en el ejército. Su amigo Jeff Anderson, a quien le habían quitado las piernas pero no las mañas de traficante, se la había conseguido sin hacer preguntas. Y, quizá por primera vez en su vida, no le había pedido nada a cambio. La había llevado en el morral durante todo el viaje, envuelta en un trapo.

De todo lo que llevaba consigo, era lo único liviano.

Se encontraba en un salón con un sofá y dos sillones en el centro, dispuestos frente a un televisor contra la pared. La decoración común de una casa corriente estadounidense. Una casa en la que, estaba claro, vivía un hombre solo. Pocos cuadros en las paredes, una alfombra que no revelaba sentido de la limpieza, y en el fregadero algún plato sucio. Olor a tabaco por todas partes.

A la derecha, ante él, la puerta de la cocina. A la izquierda otra puerta a través de la cual, tras un pequeño recibidor, se entraba a la casa por la puerta del jardín. A sus espaldas, protegida por un sobretecho de obra, estaba la escalera que llevaba a la planta superior. Cuando llegó y se percató de que no había nadie en la casa, forzó la puerta de atrás y entró rápidamente.

Mientras lo hacía, podía oír en su interior la voz del sargento instructor de Fort Polk.

«Antes que nada, reconocimiento del lugar.»

Después de haber entendido cuál era la disposición de la habitación, había preferido esperar en el salón para tener controladas ambas entradas, la principal y la de servicio.

«Comprobar las armas.»

Y mientras esperaba, su pensamiento volvió a Ben.

Todavía veía la expresión de su amigo cuando él lo había amenazado. Sin trazas de miedo, sólo desilusión. En vano había buscado borrar aquellas dos palabras cambiando de tema. Y había preguntado lo que en realidad habría querido preguntarle desde el primer momento.

– ¿Cómo está Karen?

– Bien. Ha tenido un niño. Te escribió. ¿Por qué no le respondiste nunca? -Tras una pausa siguió hablando en tono más bajo-. Cuando le dijeron que habías muerto, vertió todas las lágrimas que puedan llorarse.

Había algo de reproche en las palabras y en el tono. Él se levantó de golpe señalándose con las manos.

– ¿Me ves, Ben? En el cuerpo tengo las mismas cicatrices que en la cara.

– Ella te amaba. -Y se corrigió-: Te ama.

Él sacudió la cabeza, como para quitarse un pensamiento importuno.

– Ama a un hombre que ya no existe.

– Estoy seguro de que…

Lo detuvo con un gesto de la mano.

– Las certezas no son para este mundo, Ben. Y las pocas que hay casi siempre son negativas.

Se volvió hacia la ventana para que Ben no le viese bien la cara. Pero sobre todo para no ver la de su amigo.

– Sí, sí, ya sé qué pasaría si voy a ella: me echaría los brazos al cuello. Pero ¿hasta cuándo?

Otra vez se volvió hacia Ben. Primero se había escondido un poco, por instinto. Pero ahora quería mirar la realidad de frente y dejar que la realidad le viese la cara.

– Digamos que todos los problemas, las barreras entre nosotros, pudieran resolverse, pero… su padre y el resto… ¿Cuánto tiempo duraría? Lo he pensado muchas veces, desde la primera vez que me dejaron mirarme en un espejo y supe en qué me había convertido.

Ben vio que en sus ojos asomaban lágrimas, diamantes de bajo precio, los únicos que podían comprarse con la paga del soldado. Y comprendió que el muchacho se había repetido esas palabras miles de veces, en silencio.

– ¿Te imaginas qué puede significar despertarse cada mañana y ver mi cara, que eso sea lo primero que se vea? ¿Cuánto duraría, Ben, cuánto?

No esperó una respuesta. No porque no quisiera saberla, sino porque ya la sabía.

La sabían los dos.

Otra vez cambió de tema.

– ¿Sabes por qué fui voluntario a Vietnam?

– No, nunca pude entender esa decisión.

Volvió a sentarse y acariciar a Walzer. Y le contó todo lo que había sucedido. Ben escuchó en silencio. Mientras hablaba sólo le miraba la cara, deslizando la vista por aquella piel martirizada. Cuando terminó, Ben se tapó la cara con las manos y su voz se filtró entre los dedos.

– Pero ¿no piensas que Karen…?

Se levantó de golpe para acercarse a la silla donde estaba sentado su antiguo patrón. Como para subrayar mejor sus palabras.

– Creía que te había quedado claro, Ben. Ella no sabe que estoy vivo y no debe saberlo.

En ese momento, Ben se levantó y lo abrazó de nuevo, en silencio, esta vez con más fuerza. Él no logró responder al abrazo. Se quedó con los brazos laxos a ambos lados del cuerpo, hasta que el otro se separó.

– Hay cosas que nadie tendría que probar en esta vida, querido muchacho. No sé si está bien que lo haga. Por ti, por Karen, por el niño. Pero, por lo que me concierne, yo no te he visto.

Cuando Little Boss se fue, Ben se quedó en la puerta de la nave. No le había preguntado adónde iba ni qué pensaba hacer, pero sus ojos delataban el amargo convencimiento de que pronto lo sabría. Mientras se alejaba, Wendell sentía la mirada de Ben, cómplice a pesar suyo.

En ese momento sólo dos cosas eran ciertas para ambos.

La primera era que Ben no lo traicionaría.

La segunda, que no se volverían a ver.

Había atravesado la ciudad y recorrido a pie la distancia hasta la casa, al fondo de Mechanic Street. Prefería caminar unos kilómetros antes que pedirle prestado el coche a Ben. Quería evitar involucrarlo en esa historia más de lo necesario. Y no tenía ninguna intención de dejarse pillar tratando de robar un coche.

Mientras caminaba, Chillicothe había desfilado inmóvil ante él, sin percatarse de su presencia, como siempre. Sólo era una localidad más de Estados Unidos. El lugar donde él se había conformado con unas migajas de esperanza cuando muchos chicos de su edad se movían despreocupados entre un montón de cosas seguras.

Había recorrido calles, evitado a personas y esquivado luces, y cada paso era un pensamiento y cada pensamiento…

El ruido de un coche en la entrada lo devolvió a la atención que por un momento había perdido. Se levantó del sofá y se acercó a la ventana. Apartó una cortina que olía a polvo y miró. Un Plymouth Barracuda último modelo estaba detenido con el morro apuntado a la cortina metálica del garaje. Las luces de los faros se extinguieron en el cemento y a continuación, primero uno y después el otro, Duane Westlake y Will Farland bajaron del vehículo.

Los dos iban de uniforme.

El sheriff estaba un poco más gordo que la última vez que lo había visto. Demasiada comida y demasiada cerveza. Cada vez más lleno de mierda. El otro seguía siendo el tipo enjuto, flaco y ruin que recordaba.

Los dos se acercaron a la entrada. Charlaban.

No daba crédito a su buena suerte.

Había creído que esa noche tendría que hacer dos visitas. Ahora el albur le estaba ofreciendo en bandeja de plata la posibilidad de ahorrarse una. Y de lograr que cada uno de los dos supiera…

La puerta se abrió y antes de que la claridad invadiera la habitación pudo ver ambas siluetas proyectadas en el recuadro que la luz recortaba en el suelo.

El claro y lo oscuro.

El grande y el pequeño.

Lo malo y lo peor.

Se dirigió hacia la escalera y se quedó allí, apoyado en la pared y oyendo las voces. Escuchando lo que decían. En su cabeza, el diálogo pasó como las páginas de un texto teatral que Karen le había hecho leer una vez.

Westlake: ¿Qué has hecho con esos chicos que detuvimos?

Farland: Cuatro vagabundos de paso. Lo de siempre. Pelo largo y guitarras. No tenemos nada contra ellos, pero a la espera de averiguaciones pasarán la noche a la sombra. -Una pausa-. Le he dicho a Rabowsky que los meta en el calabozo con alguno de los duros, si hay.

Oyó una risita que parecía el chillido de una rata, claramente emitida por el ayudante del sheriff.

Farland: Esta noche en vez del amor harán la guerra.

Westlake: Quién dice que no les vengan ganas de cortarse las melenas y buscar un trabajo.

En su escondite, sonrió con sabor amargo.

«El lobo pierde el pelo pero no las mañas.»

Pero ésos no eran lobos. Eran chacales, y de la peor especie.

Se desplazó con cuidado, protegido por la penumbra y el reparo de la pared. El sheriff encendió el televisor, lanzó el sombrero sobre la mesa y se hundió en un sillón. Poco a poco el brillo espasmódico de la pantalla se agregó a la luz de la habitación.

Y el comentario sobre un partido de baloncesto.

– ¡Mierda! Ya estamos al final y perdemos. Ya lo sabía yo que jugar en California nos iba mal.

Se volvió hacia su ayudante.

– Hay cerveza en la nevera. Trae una para mí.

El sheriff era el jefe absoluto y le gustaba recordarlo, aun con las visitas. Little Boss se preguntó si se hubiera comportado con los mismos modales si en esa habitación, en vez de su ayudante, estuviera el juez Swanson.

Decidió que ése era el momento. Salió de su escondite apuntando con la pistola.

– La cerveza puede esperar. Manos arriba.

Will Farland, que estaba a su derecha, dio un respingo cuando oyó su voz. Y cuando le vio la cara, palideció.

Westlake se había vuelto de golpe. Y al verlo se quedó pasmado por un momento.

– ¿Y tú quién carajo eres?

«Una pregunta equivocada, sheriff. ¿Estás seguro de querer saberlo?»

– Por el momento no tiene importancia. Levántate y ponte en el centro de la sala. Y tú ponte a su lado.

Mientras ambos obedecían, Farland intentó llevar la mano a la funda de su pistola.

Previsible.

Little Boss dio un par de pasos rápidos, de costado para encararlo directamente, y sacudió la cabeza.

– Ni lo intentes. Sé usar muy bien esta pistola. ¿Me crees o quieres que te lo demuestre?

El sheriff alzó las manos en gesto que pretendía ser tranquilizador.

– Escucha, amigo, no perdamos la calma. No sé quién eres ni qué buscas, pero te recuerdo que estás cometiendo un delito. Además, estás amenazando con un arma a dos representantes de la ley. ¿No crees que tu situación ya es lo suficientemente grave? Antes de hacer más tonterías te aconsejo que…

– Sus consejos atraen el mal, sheriff Westlake.

Sorprendido de oír su nombre, el sheriff arqueó las cejas y ladeó un poco su gran cabeza.

– ¿Nos conocemos?

– Dejemos las presentaciones para después. Ahora, Will, siéntate en el suelo.

Farland estaba demasiado pasmado como para sentir curiosidad. Sin saber qué hacer, dirigió la mirada a su superior.

Sin embargo, Little Boss eliminó toda vacilación:

– Él ya no manda, mierda mal cagada, ahora mando yo. Si prefieres morir, puedo complacerte.

El hombre se agachó sobre sus largas piernas y se ayudó apoyando las manos en el suelo. En ese momento, el cabo señaló al sheriff con el cañón de la pistola.

– Ahora, con calma y sin movimientos bruscos ponle las esposas a la espalda.

Mientras obedecía doblado por la cintura, Westlake se puso rojo por el esfuerzo. El seco y doble clic de las esposas marcó el inicio del cautiverio del ayudante Will Farland.

– Ahora coge las tuyas y póntelas en la muñeca derecha. Después date la vuelta con los brazos a la espalda.

Los ojos del sheriff destilaban furia. Pero ante esos ojos había una pistola. Obedeció y enseguida una mano segura le colocó la otra esposa en la muñeca libre.

Y ése fue el inicio de su propio cautiverio.

– Ahora siéntate a su lado.

El sheriff no podía ayudarse con las manos. Dobló las rodillas y cayó torpemente, apoyando su corpachón con violencia contra la espalda de Farland. Por un momento pareció que ambos caerían.

– ¿Quién eres?

– Los nombres van y vienen, sheriff. Sólo quedan los recuerdos.

Durante un momento desapareció detrás de la pared de la escalera. Cuando volvió, traía un bidón de gasolina. Durante la inspección de la casa lo había encontrado en el garaje, junto a la segadora. Seguramente era la reserva que el sheriff guardaba por si el depósito del aparato se vaciaba mientras cortaba el césped del jardín. Ese descubrimiento insignificante le había dado una pequeña idea que lo llenó de júbilo.

Se puso la pistola en la cintura y se acercó a los dos hombres. Con calma, comenzó a verterles encima el contenido del bidón. Sus ropas se tiñeron de oscuro mientras el olor acre y aceitoso de la gasolina se propagaba por la estancia.

Will Farland se apartó instintivamente para que el líquido no le tocara el rostro y dio un cabezazo en la sien del sheriff. Westlake no tuvo ninguna reacción. El dolor en las muñecas había sido anulado por el pánico que comenzaban a reflejar sus ojos.

– ¿Qué quieres, dinero? En casa no tengo mucho, pero en el banco…

Por una vez en la vida, el ayudante interrumpió a su jefe con la voz chillona del terror.

– Yo también tengo. Veinte mil dólares. Te los daré todos.

«¿Qué hacen dos buenos chicos norteamericanos en medio de estos arrozales?»

Mientras seguía echándoles la gasolina, le daba placer pensar que las lágrimas de esos tipos no eran sólo por los efluvios del carburante. Habló con el tono tranquilo que alguien le había enseñado hace tiempo.

«No te preocupes, cabo. Ahora se te curará…»

– Bien, tal vez podamos ponernos de acuerdo.

Una ráfaga de esperanzas llegó a la cara y las palabras del sheriff.

– Está bien. Mañana a primera hora nos acompañas al banco y coges un montón de pasta.

– Sí. Podríamos hacerlo así. -Aquel tono que dispensaba ilusiones cambió de golpe-: Pero no lo haremos.

Con lo que quedaba de gasolina en el bidón, trazó en el suelo una línea hasta la puerta. Sacó un Zippo del bolsillo. Un olor nauseabundo se agregó al que ya invadía la habitación: Farland se había cagado en los pantalones.

– No, te lo ruego. No lo hagas, no lo hagas, por el amor de…

– Cierra esa boca de mierda.

Westlake interrumpió ese inútil lloriqueo. Recuperó un poco de orgullo impulsado por el odio y la curiosidad.

– ¿Quién eres, bastardo?

El muchacho que había sido soldado lo miró en silencio un instante.

«Los aviones llegarán desde allí…»

Después dijo su nombre.

El sheriff desencajó los ojos.

– No es posible. Tú estás muerto.

Movió la ruedecilla del mechero. Los ojos aterrorizados de los dos hombres se quedaron fijos en la llama. Sonrió y por una vez se alegró de que su sonrisa fuera una espantosa mueca.

– No, hijos de puta. Sois vosotros los que estáis muertos.

Con un gesto teatral, abrió la mano y dejó caer el Zippo. No sabía cuánto podría durar para esos hombres la caída del mechero. Pero sí sabía que sería un trayecto muy largo.

Para ellos no hubo trueno.

Sólo el ruido metálico del Zippo al golpear contra el suelo. Después, un luminoso bufido caliente y una lengua de llamas que avanzaba bailando para tragárselos, una anticipación del infierno que les esperaba.

Se quedó para oír cómo aullaban y ver cómo se revolvían y quemaban, hasta que en la habitación se esparció el olor de la carne chamuscada. Lo respiró a todo pulmón, disfrutando de que esta vez la carne no fuera la suya.

Después abrió la puerta y salió. Comenzó a alejarse de la casa mientras los gritos que oía lo acompañaban como una bendición.

Al rato, cuando los gritos se apagaron, supo que el cautiverio del sheriff Duane Westlake y su ayudante Will Farland había tocado a su fin.

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