LA VERDADERA HISTORIA DE UN NOMBRE FALSO

Durante el funeral de mi madre llovía y Vivien me sostenía la mano.

Mientras oía el sonido de la lluvia sobre el paraguas, vi el descenso del ataúd a la fosa. Estábamos en el pequeño cementerio de Brooklyn donde ya reposaban mis abuelos y, en ese momento, lamentaba no haber sabido quién fue de verdad Greta Light. Pero creo que con el tiempo llegaré a saberlo, gracias al recuerdo de todas las palabras que nos dijimos, los juegos a que jugamos y los momentos de serenidad que vivimos. Aun cuando intenté estropearlo todo, podré hacerlo con la ayuda de mi tía, que es una mujer fuerte e increíble, a pesar de las lágrimas que le anegaban los ojos, frágiles como los de cualquier persona cuando se encuentra ante la muerte.

El cura habló de polvo, de tierra y de regresos.

Cuando lo vi y escuché esas palabras, mi pensamiento derivó hacia el padre McKean y hacia todo lo que hizo por mí y por otros chicos como yo. Fue terrible saber qué había detrás de su mirada, lo que fue capaz de hacer, y también lo fue descubrir cómo el mal puede llegar a sitios que deberían estarle vedados.

Me han explicado que la culpa de sus acciones no tiene relación con su voluntad, sino sólo con una parte de él que estaba prisionera de algo malvado sobre lo que no tenía control alguno.

Como si dentro de su cuerpo hubieran vivido dos almas diferentes.

No ha sido fácil aceptarlo, pero sí entenderlo, porque yo misma lo he vivido.

Vi esa parte enferma que bajaba a la sepultura junto con el cuerpo de Greta Light, mi madre. Dos partes corruptibles, destinadas a volver a la tierra para transformarse en polvo. Ella y el padre McKean, sus esencias vivas y verdaderas, estarán siempre cerca de mí, de la persona en que me convertiré. Mientras miraba los ojos de Vivien a través del dolor y las lágrimas, supe que me encaminaría por el sendero apropiado.

Mi padre no estaba presente en el funeral.

Me llamó por teléfono y me dijo que estaba en el otro extremo del mundo y que no llegaría a tiempo. En otro momento me habría pesado su ausencia, incluso habría llorado. En este momento reservo mis lágrimas para cosas más importantes. Ahora, esta ausencia es sólo una nueva caja vacía en una larga serie de cajas vacías. Unas cajas que han dejado de ser una mala sorpresa desde que entendí que no me interesa descubrir qué esconden dentro.

Yo tengo una familia. Es él quien ha escogido no formar parte de ella.

Cuando terminó todo y la gente ya se estaba alejando, me quedé sola con Vunny ante la tierra fresca y removida. Con la lluvia despedía un aroma a musgo y regeneración.

En cierto momento, ella se dio la vuelta y yo seguí su mirada.

De pie bajo la lluvia había un hombre alto, sin sombrero ni paraguas, con una gabardina oscura. Enseguida lo reconocí. Era Russell Wade, el tipo que hizo con ella la investigación y que está publicando una serie de artículos en el New York Times, titulados «La verdadera historia de un nombre falso».

En el pasado salió en los periódicos como protagonista de historias bastante dudosas. Ahora parece que ha encontrado el modo de cambiarlo todo. Esto significa que todo puede cambiar cuando menos te lo esperas y, sobre todo, si quieres que cambie. Vivien me dio el paraguas y se acercó a él.

Hablaron brevemente y después Wade se alejó. Mientras se iba, mi tía se quedó mirándolo. La lluvia le caía en la cara y le quitaba la sal de las lágrimas.

Cuando volvió a mi lado advertí en sus ojos una nueva tristeza. Una tristeza diferente a la que sentía por la muerte de mamá.

Le apreté la mano y ella entendió. Estoy segura de que antes o después hablaremos del asunto.

Ahora estoy aquí, todavía en Joy, sentada en el jardín bajo un cielo ya despejado. Delante de mí, en un charco de agua se refleja el sol y me parece un buen augurio. Aun cuando en estos momentos la casa parece poblada por fantasmas, estoy segura de que en poco tiempo volveremos a hablar hasta que aprendamos a sonreír de nuevo. Aquí he entendido muchas cosas, y lo he hecho del modo más simple. Las he aprendido en el día a día. Mientras trataba de entender a los chicos que convivían conmigo, creo que empecé a conocerme a mí misma.

He sabido que, gracias al interés del gobierno y de muchas otras personas que echarán una mano, la comunidad Joy no dejará de existir. Aun cuando Vivien me propone ir a vivir con ella, he decidido quedarme aquí, para ayudar en lo que pueda si me aceptan. Ya no necesito a Joy, pero albergo la ilusión de que Joy me necesite a mí.

Me llamo Sundance Green y mañana cumpliré dieciocho años.


Aprieto el botón y la voz de mi secretaria llega con la eficiencia que la caracteriza.

– Sí, señor Wade.

– No me pase llamadas durante un cuarto de hora.

– Bien. Buena lectura, señor Wade.

Hay una chispa de diversión en su voz. Creo que ha entendido por qué me tomo estos minutos. Además, fue ella quien me ha traído hace un rato el New York Times que en este momento tengo frente a mí, en el escritorio. La primera plana trae un titular con unas letras que podrían verse desde un avión.

«La verdadera historia de un nombre falso – Tercera parte.»

Pero lo que más me interesa es el nombre del autor.

Empiezo a leer el artículo y me bastan un par de columnas para darme cuenta de que es asombrosamente bueno. La sorpresa es tan grande que postergo el sentimiento de orgullo para después. Russell tiene la capacidad de atraer al lector y atraparlo sin remedio. Desde luego, la historia es muy cautivadora, pero debo reconocer que él la sabe contar de modo magistral.

Se enciende el piloto del intercomunicador y oigo la voz de la secretaria.

– ¿Quién es? He dicho que no quería ser molestado.

– Su hijo está aquí.

– Hágalo pasar.

Escondo el periódico en el cajón del escritorio. Podría decir que lo he hecho para no incomodar a mi hijo, pero mentiría. En realidad es para evitar mi propia incomodidad. Es una sensación que detesto; a veces he perdido centenares de miles de dólares con tal de evitarla.

Poco después entra Russell. Se lo ve tranquilo y de aspecto reposado. Viste una ropa decorosa e incluso se ha molestado en afeitarse.

– Hola, papá.

– Hola, Russell. Te felicito. Parece que te has hecho famoso. Estoy seguro de que esto te reportará un montón de dinero.

Él se encoge de hombros.

– Hay cosas en la vida que el dinero no puede comprar.

Respondo con un gesto parecido.

– Estoy seguro, pero no tengo mucha experiencia al respecto. En mi vida siempre me he ocupado de las otras cosas.

Se sienta frente a mí. Me mira a los ojos. Es una buena sensación.

– Después de esta lección de filosofía barata, ¿qué puedo hacer por ti?

– He venido a darte las gracias. Y por negocios.

Espero a que continúe. Pese a todo, mi hijo siempre ha tenido el don de despertarme la curiosidad. Además del de sacarme de mis casillas como ninguna otra persona.

– Sin tu ayuda no habría conseguido este resultado. Te lo agradeceré todo la vida.

Unas palabras que me dan mucho placer. Nunca imaginé que las oiría alguna vez de boca de Russell. Pero la curiosidad permanece.

– ¿Y de qué clase de negocios se trata?

– Tienes algo mío que querría recuperar, pagándolo.

Al fin entiendo y no logró reprimir la sonrisa. Abro el cajón y de abajo del periódico saco el contrato firmado por él, que tuve a cambio de mi ayuda. Lo pongo sobre el escritorio.

– ¿Te refieres a esto?

– Exacto.

Me retrepo en mi asiento y lo miro a los ojos.

– Lo lamento, hijo, pero como bien has dicho hay cosas que el dinero no puede comprar.

Él sonríe.

– Pero yo no pensaba ofrecerte dinero.

– ¿Ah, no? ¿Y con qué pretendes pagarme?

Se mete la mano en el bolsillo y saca un pequeño objeto gris, de plástico. Una grabadora portátil.

– Con esto.

La experiencia me ha enseñado a permanecer impasible. Esta vez también lo logro. El problema consiste en que él conoce esta habilidad mía.

– ¿Qué es?, si puede saberse -pregunto para ganar tiempo, pero sé muy bien de qué se trata y qué contiene. Y él me lo confirma.

– Es una grabación con las llamadas que le hiciste al general Hetch. Este minúsculo objeto a cambio de ese contrato.

– Nunca te atreverías a usarlo en mi contra.

– Ponme a prueba. Ya lo tengo todo planeado. Se titulará «Verdadera historia de la verdadera corrupción».

Adoro el ajedrez. En ese juego, cuando se ha perdido, debe rendirse homenaje al adversario. En mi mente cojo el rey y lo humillo sobre el tablero. Después agarro el contrato y con un gesto teatral lo rompo en pedacitos y lo arrojo a la papelera.

– Ya está. No tienes más ataduras.

Russell se levanta y deja la grabadora en el escritorio.

– Sabía que llegaríamos a un acuerdo.

– Ha sido un chantaje.

Me mira con expresión divertida.

– Por supuesto que sí.

Russell mira la hora, en un Swatch de pocos dólares. El reloj de oro que una vez le regalé lo habrá vendido.

– Tengo que irme. Larry King me espera para una entrevista.

Conociéndolo, bien podría tratarse de una broma. Pero con la fama que le ha llegado de golpe no me sorprendería que fuera verdad.

– Adiós, papá.

– Adiós. No puedo decir que haya sido un placer.

Se aleja hacia la puerta. Sus pasos en la moqueta no suenan. Ni siquiera la puerta, cuando la abre. Lo llamo.

– Russell…

Se vuelve hacia mí. Tiene esa cara que todos dicen que es una calco de la mía.

– ¿Sí?

– Un día de éstos, si te apetece, podrías ir a comer a casa. Creo que tu madre se sentiría muy dichosa de verte.

Me mira con unos ojos que en el futuro deberé aprender a conocer. Tarda un poco en responder.

– Lo haré con mucho gusto. Sí, con mucho gusto.

Después sale y se va.

Por un momento me quedo pensando. Durante toda mi vida he sido un hombre de negocios. Creo que hoy he hecho uno muy bueno. Alargo la mano y cojo la grabadora. Pulso el play.

Vaya. Siempre pensé que mi hijo era un muy mal jugador de póquer, pero debe de ser una de esas personas capaces de aprender de sus propios errores.

La cinta está vacía.

Nada, nada de nada.

Me levanto y me acerco a la ventana. Nueva York está ahí abajo, es una de las muchas ciudades que he logrado conquistar a lo largo de mi vida. Hoy me parece un poco más valiosa, mientras un alegre pensamiento cruza mi mente.

Mi hijo, Russell Wade, es un gran periodista y un gran cabrón.

Creo que este segundo aspecto de su personalidad lo ha heredado de mí.


Estoy en Boston, en el cementerio donde descansan los restos de mi hermano. He abierto la puerta vidriada y entrado en el panteón de la familia, un lugar que desde hace tiempo acoge a los Wade. La lápida es de mármol blanco, como todas. Robert me sonríe inmutable desde su foto transformada en un relieve de cerámica, en el cual su rostro no envejecerá.

Ahora tenemos más o menos la misma edad.

Hoy he estado almorzando con mis padres. No recordaba que su casa fuese tan grande, tan opulenta. Cuando me vieron entrar, los del personal de servicio me echaron un vistazo con las mismas miradas que habrá recibido Lázaro después de la resurrección. Alguno de ellos nunca me había visto en persona.

Henry me abrió la puerta y, mientras me acompañaba para el encuentro con mis padres, me apretó el brazo y me miró con complicidad.

Después me susurró:

– «La verdadera historia de un nombre falso.» De verdad es un gran trabajo, señor Russell.

Durante la comida, en esa casa donde fui niño y donde viví tantos momentos con Robert y con mis padres, después de años de distanciamiento los recelos no se han borrado del todo. Todo aquel silencio y todas aquellas crudas palabras no pueden borrarse en un instante sólo por obra de la buena voluntad. De todos modos, tomamos manjares exquisitos y hablamos como no lo habíamos hecho en mucho tiempo.

A los cafés, mi padre dijo haber oído por ahí que mi nombre sonaba para el Pulitzer. Cuando repuse que esta vez no podrían quitármelo, sonrió. También sonrió mi madre, y yo, al fin, pude respirar.

Fingí que no pasaba nada y miré la sabrosa infusión que humeaba en la taza.

Me acordé de la llamada que hice mientras volvía de Chillicothe. Desde el avión de mi padre telefoneé al New York Times, me anuncié y pedí por Wayne Constance. Muchos años antes, en la época de mi hermano, Wayne era el responsable de Internacional. Ahora era nada menos que el director del periódico.

– Hola, Russell. ¿Qué puedo hacer por ti? -Un poco de frialdad. Desconfianza. Curiosidad.

No esperaba algo diferente. Sabía que no me merecía otra cosa.

– Soy yo quien puede hacer algo por ti, Wayne. Tengo entre manos una verdadera bomba.

– ¿Ah, sí? ¿De qué se trata? -Menos frialdad y un poco de curiosidad. Un matiz de ironía y la misma desconfianza.

– Por ahora no puedo decirlo. Sí puedo anticiparte que si quieres puedes tener la exclusiva.

Se tomó su tiempo para responder.

– Russell, ¿no crees que te has enfangado bastante en los últimos años?

Sabía que la mejor respuesta era darle la razón.

– Del modo más absoluto. Pero esta vez es diferente.

– ¿Y quién me lo asegura?

– Nadie. Pero tú me recibirás y comprobarás lo que te llevo.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Por dos motivos. El primero, que eres más curioso que una mofeta. El segundo, que no dejarías pasar la ocasión de machacarme a posteriori.

Se rio, pero los dos sabíamos que era verdad.

– Russell, si me haces perder el tiempo ordenaré a los de seguridad que te tiren por la ventana y comprobaré personalmente que te estrelles contra el suelo.

– Eres grande, Wayne.

– Tu hermano sí que era grande. Sólo por su memoria echaré un vistazo a lo que quieres mostrarme.

No volví a hablar con él hasta después de la noche en Joy, cuando las certezas de todos se derrumbaron para dejar lugar a una enorme incomprensión. A un estupor por lo limitado de nuestros conocimientos sobre el hombre, su naturaleza, el mundo que lo rodea, el mundo que todos tenemos dentro.

Mientras esperábamos la llegada de la policía para que se hiciera cargo de todo, busqué una habitación con ordenador y conexión a Internet. Cuando la encontré, me encerré y escribí mi primer artículo. Lo escribí como si alguien a mis espaldas me dictase las palabras, como si siempre hubiera sido el dueño de esa historia, como si la hubiese vivido mil veces y otras tantas veces la hubiese narrado.

Después la envié al periódico como archivo adjunto en un correo electrónico.

El resto son hechos conocidos. Lo que falta trataré de reconstruirlo día a día.

Han pasado dos semanas desde el funeral de la hermana de Vivien. Dos semanas desde la última vez que la vi, desde la última vez que hablamos. Desde entonces mi vida ha transcurrido en un tiovivo tan veloz que las imágenes se superponen sin que pueda distinguir una de otra. Ya es hora de que ese calidoscopio se detenga, porque sigo sintiendo un vacío que los focos de los estudios de televisión, las entrevistas y mis fotos en las primeras planas, esta vez sin ningún cargo de conciencia, no pueden llenar. Todo esto me ha enseñado que las palabras no expresadas con claridad, o no dichas del todo, a veces son más peligrosas y dañinas que las que se pronuncian a viva voz. Me ha enseñado que, a veces, el único modo de no correr riesgos es arriesgarse, al menos en algunos casos. Porque el único modo de no tener deudas es no contraerlas.

O pagarlas.

Y es exactamente lo primero que haré cuando regrese a Nueva York.

Por eso estoy aquí, ante la sepultura de mi hermano y miro su rostro que me sonríe. Le devuelvo la sonrisa esperando que pueda ver la mía. Después le digo, con todo el afecto que cabe en este y el otro mundo, algo que soñaba decirle desde hace años.

– Lo he conseguido, Robert.

Acto seguido, me vuelvo y me alejo.

Ahora los dos somos libres.


El ascensor llega a la planta de mi apartamento y apenas se abre la puerta veo algo que me sorprende. En la pared de enfrente, pegada con cinta adhesiva, hay una foto.

Me acerco para mirarla.

El personaje de la foto soy yo. Estoy de perfil en el despacho de Bellew, con expresión abstraída, y el pelo me proyecta un poco de sombra en la cara. El objetivo me ha pillado en un momento de reflexión y ha logrado capturar a la perfección la duda y el sentimiento de inutilidad que tenía en ese momento.

Vuelvo la cabeza y en la pared de la izquierda, pegada encima del timbre, hay otra foto.

La cojo y a la luz del rellano la observo con atención.

En ésta, el objetivo me ha captado en el salón de la casa de Lester Johnson en Hornell. Tengo ojeras de cansancio, pero mi expresión es voluntariosa; estoy mirando la foto de Wendell Johnson y Matt Corey en Vietnam. Me acuerdo bien de ese instante. Fue un momento en el que todo parecía perdido y, de pronto, había reaparecido la esperanza.

La tercera foto está pegada en el centro de la puerta.

Yo de nuevo, esta vez en la casa de Williamsburg. La primera vez que me puse a estudiar los dibujos de aquella carpeta. Cuando aún no sabía que no eran sólo trazos chapuceros, sino también el modo ingenioso que un hombre había encontrado para dibujar el mapa de su propia enajenación. Recuerdo mi estado de ánimo en ese momento, pero no era consciente de mi expresión, acaso porque en aquel momento ya no la podía dominar.

Entonces me percato de que la puerta está entreabierta. Empujo y se abre con un chirrido.

En la pared del recibidor hay otra foto.

A la escasa luz que se filtra en la penumbra de mi casa, no logro descifrarla. Imagino que también aparezco en ésta.

Se enciende la luz del pasillo. Avanzo un paso, con más curiosidad que preocupación.

Vuelvo la cabeza y de pronto algo se adueña de mi estómago. Es enorme y liviano y bate como si todas las alas del mundo batieran juntas.

En el centro del salón, a mi derecha, está Russell. Me sonríe y hace un gesto cómico con las manos.

– ¿Me arrestarás por allanamiento de morada?

Ruego a Dios que no me permita decir una estupidez. Antes de que Dios tenga tiempo de intervenir, lo logro sin su ayuda.

– ¿Cómo has entrado?

Me muestra la palma izquierda, sobre la que descansan las llaves de mi casa.

– He entrado con el juego de llaves que nunca te devolví. Por lo menos no me acusarán de allanamiento de morada.

Me acerco y lo miro a los ojos. No logro creerlo, pero me está mirando como quise que me mirara desde el primer momento que lo vi. Se aparta un poco y señala la mesa. Me doy la vuelta y veo que está preparada para dos, con un mantel blanco de lino, platos de porcelana y cubiertos de plata. Hay una vela encendida en el centro.

– Te había prometido una cena, ¿recuerdas?

Quizá no sepa que me ha conquistado. O tal vez lo sepa y quiere ir paso a paso. En cualquier caso, no tengo ninguna intención de escapar. No sé qué expresión he puesto, pero aun en mi confusión logro pensar que es un pecado no tener una foto de mi cara en este momento.

– Bien, aquí la tenemos: una cena preparada por el chef preferido de mi padre. Langosta, ostras, caviar y otras exquisiteces de las que no recuerdo el nombre.

Con un gesto elegante señala una botella en un cubo de hielo.

– Para el pescado disponemos de un buen champán.

Después coge una botella de vino tinto con etiqueta de colores.

– Y para lo demás Il Matto, este maravilloso vino italiano.

Los latidos de mi corazón alcanzan su cota máxima.

Me acerco y le rodeo el cuello con los brazos.

Mientras lo beso, siento que todo pasa y todo llega al mismo tiempo. Que todo existe y que nada existe sólo porque lo estoy besando. Y cuando me devuelve el beso pienso que moriría si él no estuviera y que quizá muera por él, ahora, en este momento.

Me separo un momento. Sólo un momento, porque más no puedo.

– Vamos a la cama.

– Pero ¿y la cena?

– Al diablo con la cena.

Me sonríe. Sonríe sobre mis labios y su aliento es maravilloso.

– La puerta del apartamento ha quedado abierta.

– Al diablo con la puerta.

Llegamos al dormitorio y por un momento que se me antoja infinito me siento necia y estúpida, puta y hermosa, amada y adorada, ama y esclava.

Después, sólo queda su cuerpo junto al mío y una claridad insinuada a través de las cortinas y su respiración tranquila mientras duerme. Entonces me levanto, me pongo el albornoz y me acerco a la ventana. Dejo que mi mirada, ya libre de ansiedad y miedo, vaya más allá de los cristales.

Fuera, indiferente a las luces y los hombres, una ligera brisa sube por el río.

Quizá persigue algo, o es perseguida por algo. Pero es agradable estar aquí y oírla susurrar entre los árboles. Es un soplo fresco y etéreo, de los que secan las lágrimas de las personas e impiden que los ángeles lloren.

Y yo, por fin, puedo dormir.

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