Primera parte. El hielo

1

Siempre me siento más solo cuando hace frío.

El frío del exterior me hace pensar en el de mi propio cuerpo. Me veo atacado desde dos frentes. Pero yo no dejo de oponer resistencia contra el frío y contra la soledad. De ahí que, cada mañana, salga a cavar un agujero en el hielo. Si alguien me observase desde la helada bahía con unos prismáticos, creería que estoy loco y que lo que hago es preparar mi propia muerte. ¿Un hombre desnudo en el gélido frío invernal, con un hacha en la mano cavando un agujero en el hielo?

En realidad, tal vez sea eso lo que espero, que un día haya alguien ahí fuera, una negra sombra que se recorte contra la inmensa blancura que me rodea, que me mire y se pregunte si llegará a tiempo de intervenir antes de que sea demasiado tarde. Pero no necesito que nadie me salve, puesto que no tengo intención de suicidarme.

Hace años, cuando la gran catástrofe, la desesperación y la ira se apoderaban de mí con tal violencia que, en alguna ocasión, sopesé la posibilidad de acabar con mi vida. Pero jamás lo intenté. La cobardía ha sido siempre para mí una fiel compañera. Entonces, como ahora, pensaba que la vida consiste en no cejar. La vida es una frágil rama que se mece sobre un abismo. Y seguiré colgado de ella tanto tiempo como yo mismo resista. Después me precipitaré al fondo, como todos, y no sé qué me espera. ¿Habrá algo sobre lo que caer o no existirá nada más que una oscuridad fría y dura precipitándose hacia mí?


El mar está helado.

El invierno se ha presentado duro este año, al principio del nuevo milenio. Esta mañana, cuando me desperté en las tinieblas propias del mes de diciembre, me pareció oír el canto del hielo. No sé de dónde he sacado la idea de que el hielo puede cantar. Tal vez sea algo que, de niño, le oí contar a mi abuelo, nacido aquí, en el archipiélago.

Pero el hecho es que me desperté en la oscuridad a causa de un ruido. Y no había sido el gato, ni el perro. El sueño de esos dos animales que me acompañan es más profundo que el mío. El gato es viejo y el perro está sordo del oído derecho y la capacidad auditiva de su oído izquierdo está seriamente mermada. Puedo incluso pasar junto a él sin que se dé cuenta.

Pero ¿y ese ruido?

Intenté orientarme en la oscuridad. Me llevó unos minutos comprender que debía de ser el hielo que se movía, pese a que aquí, en la bahía, tiene un grosor de varios decímetros. La semana pasada, un día en que me sentía más inquieto de lo habitual, fui hasta la frontera donde el hielo se encuentra con el mar abierto. Y se extendía un kilómetro más allá de los islotes más remotos. Es decir, que la placa de hielo no debería moverse aquí, en la bahía. Sin embargo, se elevaba y descendía, crujía y cantaba.

Presté atención al ruido aquel, y, de pronto, pensé que la vida ha pasado muy rápido. Y aquí me veo ahora.

Un hombre de sesenta y seis años, económicamente independiente, con un recuerdo que es para mí una tortura constante. Crecí en medio de una pobreza imposible de imaginar hoy en este país. Mi padre, que tenía sobrepeso, era un simple camarero y mi madre hacía milagros para estirar el dinero. Yo salí trepando de ese pozo de pobreza. Cuando era niño, pasaba los veranos jugando en este lugar, sin sospechar en absoluto que el tiempo siempre va a menos. En aquella época, mis abuelos aún trabajaban, la vejez no había reducido sus vidas a inmovilidad y espera. Él olía siempre a pescado y a mi abuela le faltaban todos los dientes. Pese a que siempre se portaba bien conmigo, había algo aterrador cada vez que su sonrisa le dibujaba en el rostro un agujero negro.

No hace nada que me encontraba en el primer acto. Y ya ha empezado el epílogo.

El hielo cantaba en la oscuridad y yo me pregunté si no estaría sufriendo un ataque al corazón. Me levanté y me tomé la presión sanguínea. Estaba bien, ciento cincuenta y cinco sobre noventa; y el pulso también era normal, sesenta y cuatro pulsaciones. Comprobé si me dolía algo. Sentía cierto dolor en la pierna izquierda. Suele sucederme, pero no me preocupa. El hielo, en cambio, hacía que me sintiese abatido. Sonaba como un extraño coro de voces ambiguas. Me senté en la cocina y aguardé el alba. Las vigas crujían, bien porque el frío tensaba la madera o a causa de algún ratón que circulaba por sus túneles secretos.


El termómetro del exterior marcaba diecinueve grados bajo cero.

Hoy haré lo que todos los días de invierno. Me pondré un albornoz, me calzaré un par de zuecos, tomaré el hacha y bajaré al muelle. Cavar un agujero no me lleva mucho tiempo, puesto que, donde voy haciendo el mío, el hielo no está demasiado duro. Después me quitaré la ropa y me mojaré en las turbias aguas. Es doloroso, pero cuando salgo y vuelvo a pisar el hielo, tengo la sensación de que el frío se transforma en intenso calor.

Me sumerjo en mi agujero negro para sentir que sigo vivo. Después es como si la soledad fuese esfumándose poco a poco. Hago pie, de modo que no corro el riesgo de perderme bajo la capa de hielo. Me quedaré en el agujero, cuya abertura no tardará en volver a congelarse. Y ahí me encontrará Jansson, el encargado de repartir el correo por el archipiélago.

Pero a mí no me importa. He acondicionado mi casa como una fortaleza inexpugnable en la isla que heredé. Cuando subo a la cima de la montaña que se alza detrás de la casa, veo el mar en toda su inmensidad. No hay nada más que islotes y arrecifes cuyas negras espaldas se entrevén justo a ras de la superficie del agua o de la banquisa. Si miro en la otra dirección, aumenta el número de islas. Pero por ninguna parte veo otra casa que la mía.


Claro que no era así como yo me había imaginado mi vida.

Ésta iba a ser mi casa de veraneo. No la última muralla a cuya defensa deba entregarme. Cada mañana, una vez que he terminado de practicar mi agujero o después de darme un baño en unas aguas templadas por el estío, vuelvo a preguntarme qué fue de mi vida realmente.

Yo sé lo que pasó. Cometí un error. Y me negué a aceptar sus consecuencias. De haber sabido entonces lo que sé hoy, ¿qué habría hecho? Lo ignoro. Lo único de lo que estoy seguro es de que no habría tenido que pasarme la vida aquí junto al mar abierto, como un prisionero.


Mi vida se habría desarrollado según el plan preestablecido.

Ya a muy temprana edad, decidí ser médico. Fue el día en que cumplí quince años y, ante mi asombro, mi padre me invitó a comer en un restaurante. Él, que era camarero y que, como manifestación de una batalla permanente por su dignidad sólo trabajaba durante el día, nunca por la noche. Si le ordenaban que cambiase al turno de tarde, se despedía. Aún recuerdo los accesos de llanto y de desasosiego de mi madre cuando, alguna que otra vez, llegaba a casa y nos comunicaba que había dejado el trabajo. Pero aquel día me llevó a comer a un restaurante. Oí que mis padres discutían sobre si era conveniente que yo fuese o no. La disputa terminó cuando mi madre se encerró en el dormitorio, cosa que solía hacer si las cosas se le ponían en contra. Durante periodos de dificultad extrema, se pasaba casi todo el tiempo encerrada en su habitación, donde siempre olía a lágrimas y a lavanda. Yo dormía en el sofá de la cocina y, en esas ocasiones, mi padre suspiraba y extendía un colchón en el suelo.

A lo largo de mi vida me he relacionado con muchas personas que lloraban. Durante los años que ejercí la medicina, me enfrentaba a los moribundos y a quienes se veían obligados a aceptar la enfermedad incurable de algún pariente. Pero jamás observé que sus lágrimas exhalasen un perfume similar al de las lágrimas de mi madre. Camino del restaurante, mi padre me explicó que mi madre era hipersensible. Aún me pregunto lo que yo contesté entonces. ¿Qué podía decir, en realidad? Mis primeros recuerdos consisten en imágenes de mi madre llorando porque no teníamos dinero, por la pobreza que consumía todos los aspectos de nuestra vida. Mi padre no parecía oír su llanto. Que, cuando él volvía a casa del trabajo, ella estaba de buen humor, estupendo. Que, por el contrario, se la encontraba en la cama llorando lágrimas con perfume de lavanda, le parecía igualmente estupendo. Mi padre solía pasarse las tardes ordenando su inmensa colección de soldaditos de plomo y colocándolos según reconstrucciones de batallas de la Historia. Antes de que me durmiese, venía a sentarse un rato en el borde de mi cama, me acariciaba la cabeza y me decía que lamentaba que mi madre adoleciese de una sensibilidad tal que resultaba imposible pensar siquiera en darme un hermano.

Crecí en una tierra de nadie, entre lágrimas y soldaditos de plomo. Y con un padre que se empecinaba en afirmar que un camarero y un cantante de ópera tenían en común la necesidad de disponer de unos buenos zapatos para realizar su trabajo.


Al final hicimos lo que él quería: fuimos al restaurante. Un camarero se acercó para tomarnos el pedido. Mi padre formuló abundantes y complejas preguntas sobre el asado de ternera por el que al final se decidió. Yo, por mi parte, opté por el arenque. Había aprendido a apreciar el pescado durante mis veranos en la isla. El camarero se retiró.

Era la primera vez que me permitían tomar vino. Y me embriagué enseguida. Después de la comida, mi padre me observó con una sonrisa y me preguntó a qué había pensado dedicar mi vida.

Yo no lo sabía. Él me había obligado a asistir a la escuela profesional, un centro docente desagradable donde los hubiera, con sus maestros hastiados y sus pasillos perfumados de lana que no me permitían reflexionar sobre el futuro. Se trataba de sobrevivir hasta el día siguiente, de que no te pillaran sin haber estudiado la lección y de no llevar observaciones en la ficha. El día de mañana estaba siempre muy próximo, era imposible imaginar un horizonte más allá del fin del próximo semestre. Aún hoy sigo sin recordar una sola ocasión en que mis compañeros y yo hablásemos del futuro.

– Tienes quince años -me dijo mi padre-. Ha llegado el momento de que empieces a pensar a qué vas a dedicarte en el futuro. ¿Quieres empezar en el ramo de la hostelería? Tal vez puedas ir a América si te pones a fregar platos cuando te hayas graduado. Sería bueno que fueras pensándolo. Pero recuerda que debes llevar un par de buenos zapatos.

– Yo no quiero ser camarero.

Respondí con absoluta resolución. Y no fui capaz de interpretar si para mi padre supuso una decepción o un alivio. Dio un pequeño sorbo al vino y se pasó el índice por el puente de la nariz antes de preguntarme si era cierto que no tenía ningún tipo de proyecto para el futuro.

– No.

– En algo debes de haber pensado. ¿Cuáles son las asignaturas que más te gustan?

– Música.

– Vaya, ¿sabes cantar? Eso sí que no lo sabía.

– No, no sé cantar.

– Y entonces, ¿por qué es la música lo que más te gusta?

– El profesor de música, Ramberg, no se fija en mí.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Él sólo se fija en los que cantan bien. A los demás, ni nos ve.

– O sea, que la asignatura que más te gusta es aquella en la que pasas inadvertido, ¿es eso?

– Bueno, la química tampoco está mal.

Mi padre estaba visiblemente sorprendido. Por un instante, dio la impresión de estar rebuscando entre remotos recuerdos de su miserable vida escolar por ver si tenían esa asignatura siquiera. Yo lo miraba como embrujado, pues se transformaba ante mis ojos. Hasta entonces, lo único que cambiaba en él era su ropa, sus zapatos y el color de su cabello, cada día más gris. Pero aquel día ocurrió algo imprevisto. Parecía como si fuese víctima de una suerte de indefensión repentina que yo no había detectado hasta entonces. Pese a que se sentaba a menudo al borde de mi cama o salía a nadar conmigo en la bahía, siempre había estado muy distante. Ahora, en ese estado de precariedad, lo sentí más próximo. Yo era más fuerte que el hombre que tenía frente a mí, al otro lado del blanco mantel del restaurante donde una banda interpretaba canciones que nadie escuchaba y el humo de los cigarrillos se mezclaba con olorosos perfumes mientras el vino desaparecía de su copa.

Entonces decidí en un segundo lo que iba a contestar. Descubrí mi futuro o lo inventé en aquel preciso momento. Mi padre me miró con sus ojos de color gris azulado como recuperado de su indefensión. Pero yo la había percibido y no la olvidaría jamás.

– ¿De modo que te atrae la química? ¿Por qué?

– Porque pienso ser médico. Y para eso hay que saber de sustancias químicas. Quiero operar a la gente.

Entonces, me miró con expresión de repugnancia.

– ¿Quieres decir que piensas ponerte a despedazar gente?

– Sí.

– Pero no podrás ser médico con el graduado en formación profesional, ¿no?

– Quiero seguir y estudiar el bachillerato.

– ¿Para luego hurgar en las entrañas de las personas?

– Quiero ser cirujano.

En ese instante, el plan de mi vida cobró forma. Jamás se me había pasado por la cabeza ser médico. No es que me desmayase al ver sangre o cuando me ponían una inyección, pero nunca había imaginado que mi vida pudiese transcurrir por los pasillos de un hospital o entre quirófanos. Cuando, aquella noche de abril, emprendimos el regreso a casa, mi padre algo ebrio y yo, un adolescente cansado por el alcohol, comprendí que no sólo le había dado una respuesta a mi padre, sino que además me había hecho una promesa a mí mismo.

Sería médico. Dedicaría mi vida a seccionar cuerpos humanos.

2

Hoy no hay correo.

Tampoco hubo ayer. En cambio, sí que viene Jansson, el cartero del archipiélago. No tiene correo para mí. Se lo he prohibido. Hace ya doce años le advertí que no llegase hasta mi muelle cuando sólo tuviese folletos publicitarios. Me cansé de todas esas ofertas especiales de ordenadores y solomillos. Le dije que no tenía ningún interés en exponerme a la influencia de personas que sólo querían dirigir mi vida persiguiéndome con sus ofertas especiales. Intenté explicarle que la vida no consiste en precios reducidos. La vida consiste, de hecho, en algo sustancial. No sé qué es, pero uno debe creer que la vida tiene una sustancia y que el sentido oculto se encuentra en un nivel que está por encima de todos los cupones de descuento y los sorteos.

Discutimos. Pero ésa no fue la última vez. A veces me da por pensar que es esa irritación nuestra la que nos mantiene unidos. Sin embargo, después de aquella ocasión nunca más volvió a traerme publicidad. La última vez que me trajo una carta, era del ayuntamiento. Y de eso hace siete años y medio. Fue un día de otoño de marea baja y fuerte ventisca del nordeste. Me comunicaban que me habían asignado una plaza en el cementerio. Según Jansson, se la daban a todo el mundo. Era un nuevo servicio: todos los contribuyentes vivos tenían derecho a saber dónde iban a ser enterrados, por si querían visitarlo y ver a quiénes iban a tener de vecinos.

Ésa es la única carta que he recibido en los últimos doce años. A excepción de los tristes justificantes de mi pensión, la declaración y los extractos del banco. Jansson siempre se presenta sobre las dos. Sospecho que tiene que llegar hasta aquí para poder exigirle a Correos la compensación económica por el uso del barco o del hidrocóptero. He intentado sonsacárselo, pero él no me ha dicho nada. Puede que sea por mí por quien sigue trabajando. Tal vez sea para poder atracar en mi muelle tres veces durante el invierno y cinco los veranos por lo que aún no lo han retirado.

Hace quince años había unos cincuenta habitantes permanentes en estas islas. Incluso había un barco que recogía a cuatro niños y los llevaba a la escuela del pueblo. Hoy quedamos siete, uno de ellos con menos de sesenta años: Jansson. Él es el más joven y, por ello, al que más le interesa que nos mantengamos vivos y sigamos aquí, en el archipiélago. De lo contrario, se quedará sin trabajo.

A mí me trae sin cuidado. A mí no me gusta Jansson. Es uno de los pacientes más pesados que he tenido nunca. Pertenece al grupo de los hipocondríacos más difíciles de tratar. En una ocasión, hace cuatro años, le miré la garganta y le tomé la tensión cuando, de repente, me dijo que creía que tenía un tumor cerebral que le afectaba a la vista. Le respondí que no tenía tiempo de prestar atención a sus fantasías. Pero él insistió. Algo estaba ocurriendo en su cerebro. Le pregunté por qué creía tal cosa. ¿Le dolía la cabeza? ¿Sufría vértigos? ¿Otros síntomas? No se dio por vencido hasta que lo metí en el cobertizo, que estaba más oscuro, y le examiné las pupilas con una linterna antes de explicarle que todo parecía normal.

Estoy convencido de que Jansson es, en el fondo, una persona sanísima. Su padre tiene noventa y siete años y vive en una residencia, pero conserva la cabeza. Jansson y su padre llevan sin hablarse desde 1970, cuando Jansson se cansó de trabajar ayudándole en la pesca de la anguila y empezó a trabajar en una serrería de Småland. Jamás he podido explicarme por qué eligió una serrería. Claro que comprendo que no soportase más al tirano de su padre. Pero ¿una serrería? De nada sirven mis esfuerzos por comprenderlo, puesto que carezco casi por completo de información. Pero, desde aquella ocasión, en 1970, no se hablan. Jansson no volvió de Småland hasta que su padre tuvo que mudarse a la residencia a causa de su avanzada edad. Y no se hablan.

Jansson tiene una hermana mayor llamada Linnea, que vive en tierra firme. Estuvo casada y regentaba una cafetería que abría los veranos. Pero después murió su marido, se cayó por la pendiente que lleva hasta el supermercado Konsum; entonces cerró la cafetería y se dedicó a la religión. Ella hace de mensajera entre padre e hijo.

Me pregunto qué pueden tener que decirse. ¿Acaso la hermana se dedica a transmitir el gran silencio que los separa a ambos, año tras año?

La madre de Jansson lleva ya muchos años muerta. Yo sólo la vi una vez. Y entonces ya estaba entrando en el horrible mundo de tinieblas de la senilidad y creyó que yo era su padre, que había fallecido en los años veinte. Fue una experiencia conmovedora.

De haber ocurrido hoy, mi reacción no habría sido tan desmesurada. Pero entonces yo era diferente.

En realidad, no sé nada en absoluto sobre Jansson, salvo que su nombre de pila es Ture y que es empleado de Correos. Ni yo lo conozco a él ni él me conoce a mí. Pero, cuando aparece rodeando el cabo, suelo esperarlo en el muelle. Me quedo allí, preguntándome por qué aun a sabiendas de que no obtendré respuesta.

Es como esperar a Dios o a Godot, sólo que yo espero a Jansson.

Me siento ante la mesa de la cocina y abro el diario que llevo escribiendo hace años, desde que vivo aquí. No tengo nada que contar ni a nadie que, un día, pudiera estar interesado en lo que escriba. Y, aun así, escribo. Todos los días del año, unos renglones cada día. Sobre el tiempo, la cantidad de pájaros que veo en los árboles por mi ventana, mi salud. Sólo eso. Si lo deseo, puedo abrirlo por cualquier fecha de hace diez años y constatar que había en el muelle un herrerillo común o una urraca de mar cuando bajé a esperar a Jansson.

Lo que escribo es la crónica de una vida que ha perdido el hilo.


Ya había pasado la mañana.

Había llegado la hora de ponerse el gorro, salir a enfrentarse con el amargo frío y ponerse a esperar en el muelle la llegada de Jansson. En este tiempo, debe de pasar un frío terrible en el hidrocóptero. A veces creo percibir un leve aroma a alcohol cuando atraca en el muelle. Y lo comprendo.

Cuando me levanté de la silla de la cocina, los animales se despertaron. El gato fue el primero en acercarse a la puerta; el perro es mucho más lento. Les abrí para que salieran y me puse el apolillado chaquetón de piel que un día perteneció a mi abuelo materno, me abrigué con la bufanda y me encajé bien el grueso gorro militar de la segunda guerra mundial. Después bajé al muelle. El frío cortaba la respiración. Me detuve a escuchar. Aún no se oía ningún ruido. Ni pájaros, ni siquiera el hidrocóptero de Jansson.

Podía imaginármelo perfectamente. Era como si condujese un viejo tranvía de esos cuyos conductores iban al descubierto. Su ropa de invierno era prácticamente indescriptible. Abrigos, capotes, trozos de algún tipo de piel, incluso en días tan frescos como hoy llegaba a ponerse encima un viejo albornoz. Antes solía preguntarle por qué no se compraba uno de esos acolchados monos modernos que he visto en las tiendas de tierra firme. Pero él me decía que no le inspiraban ninguna confianza. Aunque, naturalmente, lo decía sólo porque es un tacaño. En la cabeza suele llevar un gorro de piel como el mío. Se cubre el rostro con un pasamontañas y un par de viejas gafas de motorista.

Le pregunté si el Servicio de Correos no tenía el deber de proporcionarle ropa adecuada. Pero me respondió con un murmullo indescifrable. Jansson quiere que su relación con Correos se reduzca al mínimo posible, pese a que le da trabajo.

Una gaviota yacía congelada sobre el hielo, junto al muelle. Tenía las alas cerradas y las patas rígidas y tiesas. Sus ojos parecían dos cristales relucientes. La dejé en la playa, sobre una piedra. Al mismo tiempo, oí el ruido del motor del hidrocóptero. No tenía que mirar el reloj para saber que llegaba puntual. Jansson venía de Vesselsö. Allí vive una vieja que se llama Asta Carolina Åkerblom. Tiene ochenta y ocho años y sufre intensísimos dolores en los brazos, pero se niega a abandonar el tipo de vida que lleva en la isla donde nació. Jansson me ha contado que no ve muy bien, pero que sigue tejiendo jerséis y calcetines para sus numerosos nietos, que viven repartidos por todo el país. Le pregunté cómo quedaban los jerséis. ¿Será posible tejer y seguir un modelo cuando se es medio ciego?

El hidrocóptero se acercó bordeando el cabo que da a Lindsholmen. Es un curioso espectáculo donde la nave, como un insecto gigantesco, se deja ver de repente con la figura de un hombre envuelto en mil capas de abrigo tras el volante. Jansson apagó el motor, la gran hélice dejó de hacer ruido por fin y el hombre bajó al muelle y se quitó las gafas y el pasamontañas. Tenía el rostro enrojecido y sudoroso.

– Me duelen las muelas -explicó tan pronto como, con algo de esfuerzo, puso el pie en el muelle.

– ¿Y qué quieres que haga yo?

– Tú eres médico.

– Pero no dentista.

– Me duele aquí abajo, en el lado izquierdo.

Jansson abrió la boca de par en par, como si, de repente, hubiese divisado una aparición horrenda detrás de mí. Mis dientes están en un estado bastante aceptable. Me basta con visitar al dentista una vez al año.

– Pues yo no puedo hacer nada. Tendrás que ir al dentista.

– Bueno, podrías mirar, por lo menos.

Jansson no se rendía. Entré en el cobertizo y busqué hasta encontrar una linterna y un depresor.

– ¡A ver, abre la boca!

– Ya la tengo abierta.

– Más.

– No puedo.

– Entonces no puedo ver nada. Vuelve la cara hacia mí.

Enfoqué la linterna en la boca de Jansson y aparté la lengua con el depresor. Tenía los dientes amarillos y llenos de sarro. Se veían muchos empastes, pero las encías parecían sanas y no descubrí ninguna caries.

– No veo nada.

– Pues a mí me duele.

– Tendrás que ir al dentista. ¡Tómate un analgésico!

– Se me han terminado.

Saqué del maletín una caja de analgésicos que él se guardó en el bolsillo. Como de costumbre, no hizo ni amago de preguntar cuánto era. Ni la consulta ni las pastillas. Jansson es un hombre que da por supuesta mi amable generosidad. Lo más probable es que ésa sea la razón por la que me disgusta. Es muy duro tener por mejor amigo a una persona que no te gusta.

– Hoy tengo un paquete para ti. Es un regalo de Correos.

– ¿Desde cuándo hace regalos Correos?

– Es un regalo de Navidad. Todo el mundo recibe su regalo de Correos.

– ¿Y eso por qué?

– No lo sé.

– Pues yo no quiero nada.

Jansson rebuscó en sus sacos y me dio un pequeño paquete. En el envoltorio había una nota: el director general de Correos me deseaba feliz Navidad.

– No cuesta nada. Si no lo quieres, tíralo.

– No querrás que me crea que Correos da algo gratis.

– No quiero que te creas nada. Te digo que todo el mundo recibe el mismo paquete. Y no cuesta nada.

La obstinación de Jansson podía llegar a resultarme agotadora. No tuve fuerzas para seguir discutiendo con aquel frío. Y abrí el paquete. Contenía dos adhesivos reflectantes y un mensaje: «Sea cauto con el tráfico. Saludos de Correos».

– ¿Y para qué quiero yo los reflectantes? Aquí no hay coches y yo soy el único peatón.

– Quizás un día te canses de vivir aquí. Entonces, pueden serte útiles. ¿Me das un poco de agua? Tengo que tomarme una pastilla.

Yo jamás le he permitido a Jansson que entre en mi casa. Y no tenía intención de hacerlo ahora tampoco.

– Tendrás que derretir un poco de nieve en una jarra junto al motor.

Entré en el cobertizo y busqué la vieja jarra de un termo y coloqué dentro una bola de nieve bien apretada. Jansson puso dentro una de las pastillas efervescentes. Aguardamos en silencio mientras la nieve se derretía junto al motor ardiendo. Después, Jansson apuró el contenido de la jarra.

– Volveré el viernes. No hay correo los días de Navidad.

– Lo sé.

– ¿Cómo piensas celebrar la Navidad?

– No pienso celebrar la Navidad.

Jansson señaló hacia arriba con la mano, en dirección a mi casa, de color rojo. Era tan aparatoso su atuendo que temí que se cayese hacia atrás como un caballero provisto de una armadura demasiado pesada que fuese abatido.

– Deberías decorar tu casa con unos hilos de luces. Eso anima mucho.

– No, gracias. La prefiero a oscuras.

– ¿Por qué no quieres crearte un ambiente algo agradable?

– Esto es, exactamente, lo que quiero.

Me di la vuelta y comencé a caminar hacia la casa. Arrojé los dos reflectantes en la nieve. Cuando llegué a la leñera, oí el rugido del motor del hidrocóptero al arrancar. Sonó como un animal a punto de morir. El perro me esperaba sentado en la escalera. Tiene suerte de estar sordo. El gato merodeaba por el manzano mientras observaba los ampelis que revoloteaban alrededor de una corteza de tocino.


En ocasiones, echo de menos tener a alguien con quien hablar. Mis conversaciones con Jansson no pueden calificarse de tales. Es simple charla. Charla en el muelle. Él me trae chismorreos sobre cosas que a mí no me interesan. Me pide que diagnostique sus enfermedades imaginarias. Mi muelle y mi cobertizo se han convertido en una especie de clínica privada con un único paciente. En el transcurso de los años he ido incorporando tensiómetros y otros instrumentos médicos y he ido retirando los viejos rollos de hilo de pescar que hay en el cobertizo. El estetoscopio está colgado de un perchero de madera, junto con un reclamo para la caza que mi abuelo fabricó hace muchos años. Guardo en un cajón los medicamentos que Jansson puede necesitar. El banco que hay en el muelle, en el que mi abuelo solía sentarse a fumar su pipa después de haber limpiado las artes para la pesca de la platija, lo utilizo yo ahora como camilla de exploraciones cuando Jansson debe tumbarse para que lo reconozca. En medio de una tormenta de nieve tuve que palparle el vientre en una ocasión, cuando creía que sufría cáncer de estómago, y allí mismo le examiné las piernas el día que se presentó convencido de que padecía algún tipo de enfermedad muscular degenerativa. A menudo se me ocurre que mis manos, que en otro tiempo utilizaba en complejas intervenciones quirúrgicas, sólo actúan ahora en torpes reconocimientos externos del cuerpo de Jansson, envidiablemente sano.

Pero ¿conversaciones? No, no puede decirse que nosotros nos comuniquemos conversando.

En ocasiones he estado tentado de preguntarle a Jansson qué opinaba sobre la vida y el abismo que nos aguarda. Pero no me comprendería. Su vida sólo consiste en cartas, sellos, cartas certificadas y giros, abonos y cobros y una cantidad ingente de publicidad. Además, tiene problemas tanto con su barco como con el hidrocóptero. Cuando el mar no está congelado, utiliza un barco de pescadores restaurado que compró en Västervik. Tiene un motor Säffle viejísimo, que en el mejor de los casos es capaz de alcanzar los ocho nudos. El hidrocóptero lo compró en Noruega y me ha confesado que lo engañaron como a un bobo. Con todos esos problemas, no creo que Jansson tenga una opinión sobre el abismo.

Todos los días doy una vuelta para inspeccionar mi barco, que tengo en tierra. Hace ya tres años que lo saqué del agua para arreglarlo, pero nunca lo termino. Es un viejo y hermoso barco de madera ya destrozado por el clima y la falta de cuidados. No debería ser así. Esta primavera me pondré en serio manos a la obra.

Me pregunto si lo haré.

Entré y seguí con mi rompecabezas. El motivo que representa es uno de los cuadros de Rembrandt, Ronda de noche. Lo gané hace muchos años en una rifa que organizaron en el hospital de Luleå, donde me acababan de contratar como cirujano, un cirujano que ocultaba su inseguridad con una gran dosis de satisfacción consigo mismo. Puesto que el dibujo es oscuro, el rompecabezas resulta muy difícil. En esta ocasión sólo logré encajar una pieza. Preparé la cena y escuché la radio mientras comía. El termómetro indicaba veintiún grados bajo cero. El cielo estaba sembrado de estrellas y, antes del alba, la temperatura descendería más aún. Todo parecía apuntar a que tendríamos un nuevo récord de frío. ¿Había hecho tanto frío antes? ¿Tal vez durante alguno de los inviernos de la guerra? Decidí preguntarle a Jansson, que suele saber esas cosas.

Algo me inquietaba.

Intenté tumbarme en la cama y ponerme a leer. Un libro sobre la introducción de la patata en nuestro país. Lo había leído ya varias veces, probablemente porque no plantea ningún riesgo. Podía pasar la página sin exponerme a nada desagradable e inesperado. Hacia medianoche, apagué la luz. Mis dos animales ya se habían dormido. Las vigas de las paredes crujían como quejándose.

Intenté tomar una decisión. ¿Debía seguir vigilando mi fortaleza? ¿O debía admitir mi derrota y hacer algo con lo que pensaba que me quedaba de vida?

No tomé ninguna decisión. Me quedé tumbado mirando la oscuridad pensando que mi vida seguiría como hasta ese momento. No acontecería nada decisivo.


Era el solsticio de invierno. La noche más larga del año, el día más corto. Después caería en la cuenta de que aquello había tenido un significado del que no fui consciente.

Fue un día como los demás. Un día en que hacía mucho frío y en que una gaviota muerta y un par de reflectantes de Correos yacían en la nieve junto a mi muelle helado.

3

Pasó la Navidad. Pasó Año Nuevo.

El 3 de enero, una tormenta de nieve arrasó el archipiélago desde el golfo de Finlandia. Yo estaba en la cima de la montaña, detrás de la casa, observando las negras nubes que se alzaban por el horizonte. La nieve alcanzó cuarenta centímetros de espesor en once horas. Me vi obligado a salir por una de las ventanas de la cocina para quitar un poco de nieve y despejar el acceso por la puerta.

Cuando pasó la nevada, anoté en mi diario: «Los ampelis han desaparecido. La corteza de tocino ha quedado abandonada. Seis grados bajo cero».

En total, setenta y nueve letras y algunos puntos. ¿Por qué hice tal cosa?

Ya era hora de ir a zambullirme en mi agujero. El viento me cortaba el cuerpo cuando, caminando con dificultad, bajé hasta el muelle. Volví a abrir el agujero y me metí en el agua. El frío me quemaba.

Justo cuando acababa de salir para regresar a casa cesó el viento racheado. Algo me asustó y contuve la respiración. Me di la vuelta.

En medio del hielo había una persona.

Una figura negra recortada contra la blanca inmensidad. El sol estaba bajo en el horizonte. Entrecerré los ojos para ver mejor quién era. Y comprobé que se trataba de una mujer. Parecía ir apoyada en una bicicleta. Después comprendí que era un andador. Yo temblaba de frío, de modo que, quienquiera que fuese, no podía quedarme allí desnudo junto a mi agujero. Me apresuré a subir a la casa con la duda de si no habría visto visiones.

Ya vestido, tomé los prismáticos y subí a la montaña.

No habían sido figuraciones mías.

La mujer seguía sobre la banquisa. Sus manos descansaban sobre el manillar del andador. Llevaba un bolso en un brazo y una bufanda enrollada alrededor del gorro, que le cubría la cabeza. Me costaba distinguir su rostro con los prismáticos. ¿De dónde vendría? ¿Y quién sería?

Intenté pensar. Si no se había perdido, venía a verme a mí, pues aquí no hay nadie más.

Esperaba que se hubiese extraviado. No quería recibir visitas.

La mujer seguía inmóvil, con las manos apoyadas en el manillar del andador. Sentí una creciente desazón. Había algo en aquella mujer que me resultaba familiar.

¿Cómo habría logrado llegar hasta allí en medio de la tormenta de nieve y cruzando el hielo con un andador? Hasta tierra firme había tres millas marinas. Resultaba increíble que hubiese recorrido a pie esa distancia sin morir congelada.

Me quedé mirándola con los prismáticos durante más de diez minutos. Justo cuando iba a retirarlos, se dio la vuelta y miró hacia donde yo estaba.

Fue uno de esos momentos de la vida en que el tiempo no sólo se detiene sino que, de hecho, deja de existir.

Con las lentes de los prismáticos la vi acercarse a mí y comprobé que era Harriet.

Pese a que hacía casi cuarenta años desde la última vez que la vi, sabía que era ella. Harriet Hörnfeldt, a la que un día amé más que a ninguna otra mujer.

Yo era médico desde hacía ya unos años, para infinita sorpresa de mi padre, el camarero, y orgullo casi fanático de mi madre. Había logrado romper con la pobreza y liberarme de ella. Entonces yo vivía en Estocolmo. La primavera de 1966 fue muy hermosa, parecía que la ciudad estuviese en proceso de fermentación. Algo estaba a punto de ocurrir, mi generación había atravesado los diques, había forzado las barreras de la sociedad y exigía cambios. Harriet y yo solíamos pasear por la ciudad al atardecer.

Ella era unos años mayor que yo y jamás se le había ocurrido seguir estudiando. Trabajaba como dependienta en una zapatería. Me dijo que me amaba, yo le dije que la amaba y, cada vez que la acompañaba a su pequeño apartamento de alquiler de la calle Hornsgatan, hacíamos el amor en un sofá cama que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.

Podría decirse que nuestro amor ardía salvajemente. Pese a todo, la decepcioné. El instituto Karolinska me concedió una beca para ampliar mis estudios en Estados Unidos. El 23 de mayo debía partir rumbo a Arkansas, para ausentarme durante un año. Eso fue, al menos, lo que le dije a Harriet. Pero el avión con escala en Amsterdam y con destino a Nueva York partió el 22 de mayo.

Ni siquiera me despedí. Simplemente me marché.

Durante el año que pasé en Estados Unidos, nunca me puse en contacto con ella. No sabía nada de su vida, y tampoco deseaba saber nada. A veces me despertaba en medio de una pesadilla en la que Harriet se quitaba la vida. Me remordía la conciencia, pero siempre conseguía adormecerla.

Harriet fue esfumándose poco a poco de mi conciencia.

Regresé a Suecia y empecé a trabajar en el hospital de Luleå. Y otras mujeres llegaron a mi vida. En ocasiones, en especial cuando estaba solo y había bebido demasiado, se me ocurría que tenía que averiguar qué había sido de ella. Entonces llamaba al servicio de información telefónica y preguntaba por Harriet Kristina Hörnfeldt. Siempre colgaba antes de que la señorita lo hubiese encontrado. No me atrevía a enfrentarme a ella. No osaba averiguar la verdad.

Y allí estaba en ese momento, en medio del hielo ayudándose de un andador.

Hacía exactamente treinta y siete años que desaparecí sin dar una explicación. Yo tenía sesenta y seis, de modo que ella tendría sesenta y nueve y no tardaría en cumplir los setenta. Deseaba entrar en casa y cerrar la puerta tras de mí. Cuando volviera a salir a la escalera de la entrada, ella habría desaparecido. No existía. Fuera lo que fuera lo que quisiera de mí, Harriet seguiría siendo una alucinación. Simplemente, yo no había visto lo que vi. Harriet jamás había estado allí en la banquisa.

Pasaron unos minutos.

El corazón me latía desbocado. La corteza de tocino que colgaba del árbol, al otro lado de la ventana, seguía allí sin que nadie le prestase atención. Las aves aún no habían regresado después de la nevada.

Cuando volví a mirar por los prismáticos, vi que estaba tendida en el hielo, boca arriba y con los brazos extendidos. Dejé los prismáticos y me apresuré a bajar hasta el borde de la banquisa. Me caí varias veces, hundido en la gruesa capa de nieve. Cuando llegué a la banquisa, comprobé en primer lugar su corazón y, después, me incliné sobre ella y noté que respiraba.

No tendría fuerzas para llevarla en brazos hasta la casa. Fui a buscar la carretilla que tenía detrás del cobertizo. Antes de haber logrado levantarla ya estaba empapado en sudor. No pesaba tanto cuando nos conocimos. ¿O habría perdido yo tanta fuerza? Harriet se encogió en la carretilla, una figura grotesca que aún no había abierto los ojos.

En la orilla de la playa, la carretilla se atascó. Durante un instante consideré la posibilidad de arrastrarla tirando de ella con una cuerda. Pero la deseché, era un procedimiento demasiado indigno. Fui al cobertizo a buscar una pala y limpié de nieve el sendero. El sudor corría sin cesar empapando mi camisa. No dejaba de vigilar a Harriet, que seguía inconsciente. Le tomé el pulso. Acelerado. Me puse a quitar nieve como si me fuese la vida en ello.

Finalmente conseguí llevarla a la casa. El gato estaba en el banco que había bajo la ventana y observaba el espectáculo. Puse unos tablones sobre los peldaños, abrí la puerta y tomé impulso con la carretilla. Al tercer intento logré meter la carretilla con Harriet en el vestíbulo de mi casa. El perro estaba tumbado bajo la mesa de la cocina, siguiendo mis movimientos con la mirada. Lo eché a la calle, cerré la puerta y tumbé a Harriet en el sofá de la cocina. Estaba tan sudoroso y jadeante que tuve que sentarme a descansar un instante antes de empezar a examinarla.

Le tomé la tensión arterial. Baja, pero no preocupante. Le quité los zapatos y palpé sus pies. Fríos, pero no helados. En otras palabras, no había empezado a congelarse. A juzgar por sus labios, tampoco estaba deshidratada.

El pulso fue bajando hasta las sesenta y seis pulsaciones por minuto.

Estaba a punto de ponerle un almohadón bajo la cabeza, cuando abrió los ojos.

– Te huele mal la boca -declaró entonces-. Tienes mal aliento.

Después de tantos años, aquéllas fueron sus primeras palabras. Yo la había encontrado en el hielo, me había esforzado como un loco por hacerla llegar a mi casa y lo primero que me dijo fue que me olía el aliento. En ese instante sentí la tentación de echarla fuera otra vez. Yo no le había pedido que viniera, no sabía lo que quería y el remordimiento se apoderaba de mí. ¿Habría venido para que le rindiera cuentas?

No lo sabía. Pero, por otro lado, ¿qué otra razón podía tener?

Comprendí que tenía miedo. Era como una trampa que se hubiese cerrado sobre mí.

4

Harriet miró despacio la habitación.

– ¿Dónde estoy?

– En mi cocina. Te vi en la banquisa. Te habías caído. Y te he traído aquí. ¿Cómo te encuentras?

– Bien. Pero cansada.

– ¿Quieres un poco de agua?

Harriet asintió. Fui a buscar un vaso. Ella negó con un gesto cuando quise ayudarle a levantarse y se puso de pie. Observé su rostro y pensé que, en realidad, no había cambiado especialmente. Se había hecho mayor, pero la veía igual.

– Debí de desmayarme.

– ¿Te duele algo? ¿Sueles desvanecerte?

– A veces.

– ¿Qué dice tu médico?

– Mi médico no dice nada porque yo no le he preguntado.

– Tienes la tensión normal.

– Jamás he tenido problemas de tensión.

Harriet observó una urraca que picoteaba la corteza del tocino al otro lado de la ventana. Después me dirigió una mirada totalmente limpia.

– Mentiría si te dijera que siento molestarte.

– No me molestas.

– Por supuesto que sí. Me he presentado aquí sin avisarte. Pero no me importa lo más mínimo.

Se acomodó mejor en el sofá. De repente, comprendí que sufría dolores.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? -le pregunté.

– ¿Por qué no me preguntas cómo te he encontrado? Sabía de esta isla, que tú pasabas aquí los veranos y que se encontraba en la costa este. No creas que fue sencillo dar contigo. Pero, al final, lo conseguí. Llamé a Correos porque caí en la cuenta de que ellos debían saber si aquí vivía alguien llamado Fredrik Welin. Y me dijeron que, además, había un cartero que te traía el correo.

Paulatinamente, un recuerdo emergió a mi memoria. Había soñado con un terremoto. Un violento tronar me rodeó, pero de repente volvió a reinar el silencio. El estruendo no me despertó; en cambio, abrí los ojos cuando volvió el silencio. Tal vez llevase despierto varios minutos, atento a la oscuridad. El gato roncaba a mis pies.

En ese momento comprendí que el ruido del sueño procedía del hidrocóptero de Jansson. Él había traído a Harriet hasta aquí y la había dejado en el hielo.

– Quería venir por la mañana temprano. Fue como viajar en una máquina del infierno. El hombre fue muy amable. Aunque demasiado caro -explicó Harriet.

– ¿Cuánto te pidió?

– Trescientas coronas por mí y doscientas por el andador.

– ¡Qué desfachatez!

– ¿Hay alguien más por aquí que tenga un hidrocóptero?

– Haré que te devuelva la mitad.

Harriet señaló el vaso.

Le serví más agua. La urraca había dejado la corteza. Me levanté y le dije que iba a buscar el andador. Mis botas habían dejado grandes charcos en el suelo. El perro apareció desde la parte posterior de la casa y me siguió hasta la playa.

Intenté pensar con claridad.

Después de más de treinta años, Harriet había vuelto del pasado. De modo que la protección que yo me había procurado aquí, en el archipiélago, había resultado engañosa. Fui víctima de un caballo de Troya con la forma del hidrocóptero de Jansson. Él había quebrantado mi adarve y, además, había cobrado por ello.


Salí a la banquisa.

Soplaba un leve viento del nordeste. Una bandada de pájaros surcó el cielo volando a ras del horizonte. Islotes e islas yacían blancos sobre el mar. Hacía uno de esos días de extraña calma que sólo pueden vivirse cuando el mar se ha convertido en hielo. El sol brillaba bajo en el cielo. El andador se había quedado congelado pegado al suelo. Lo solté con cuidado y empecé a empujarlo hacia tierra. El perro venía trotando tras de mí. En breve tendría que deshacerme de él. Y también del gato. Los dos eran viejos y sufrían los achaques de sus cuerpos torturados.

Cuando llegamos a la playa, entré en el cobertizo para buscar una manta que extendí sobre el banco de mi abuelo. No podía volver a la casa sin saber antes qué iba a hacer. Sólo podía existir una razón que hubiese movido a Harriet a venir: quería pedirme cuentas. Después de todos estos años, quería saber por qué la había abandonado. Y ¿qué iba a contestar? Pasó la vida, y pasó lo que tuvo que pasar. Además, habida cuenta de cómo me fue a mí, Harriet debería estar agradecida de que desapareciese de su vida.

Empecé a sentir frío sentado en el banco. Estaba a punto de levantarme cuando oí un ruido a lo lejos. Las voces y los ruidos de motores podían atravesar largas distancias por el agua y el hielo. Comprendí que debía de ser Jansson con su hidrocóptero. Hoy no habría correo. Pero tal vez estuviese fuera ejerciendo su actividad de taxi ilegal. Subí a la casa. El gato me esperaba fuera sentado en la escalera. Pero no lo dejé entrar.

Antes de ir a la cocina eché una ojeada a mi rostro en el espejo del vestíbulo. Un rostro ojeroso y sin afeitar. El cabello despeinado, los labios apretados y los ojos hundidos. No era una visión hermosa, desde luego. A diferencia de Harriet, que apenas había cambiado, yo sí que había sufrido la transformación propia de los años transcurridos. Creo que fui guapo cuando era joven. Al menos gustaba a muchas chicas en aquellos años. Hasta que ocurrió lo que terminó con mi vida profesional, yo me preocupaba por mi aspecto y mi vestimenta. Pero cuando me trasladé a vivir aquí, a esta isla, empezó mi decadencia. Hubo un periodo durante el cual eliminé los tres espejos que había en la casa. No quería verme. Y podían pasar seis meses sin que fuese a tierra firme para cortarme el pelo.

Me pasé los dedos por el cabello y entré en la cocina.

El sofá estaba vacío. Harriet se había ido. La puerta de la sala de estar se veía entreabierta, pero allí no había nadie. Tan sólo el gran hormiguero. Después, oí el ruido de la cisterna del baño. Harriet volvió a la cocina y ocupó de nuevo el sofá.

Una vez más advertí, por cómo se movía, que sentía dolores, aunque no supe decir en qué parte de su cuerpo.

Estaba sentada de modo que la luz de la ventana iluminaba su rostro. Sentí como si pudiese verla tal y como era en las claras noches de primavera en que recorríamos Estocolmo, cuando yo planeaba marcharme sin decir adiós. Cuanto más se acercaba el día, tanto más le aseguraba que la amaba. Tenía miedo de que me descubriese, de que descubriese mi premeditada traición. Pero ella me creía.

Harriet miró por la ventana.

– Hay una urraca en el trozo de carne que cuelga del árbol.

– Es una corteza de tocino, no un trozo de carne. Los pájaros se marcharon cuando empezó a soplar el viento frío que trajo la tormenta de nieve. Suelen esconderse cuando sopla fuerte. No sé adónde van.

Ella se volvió hacia mí.

– Tu aspecto es espantoso. ¿Estás enfermo?

– Tengo el aspecto que suelo tener. Si hubieras venido mañana después de las doce, me habrías encontrado recién afeitado.

– La verdad, no te reconozco.

– Pues tú no has cambiado.

– ¿Por qué tienes un hormiguero en la sala de estar? -preguntó resuelta.

– Si no hubieras abierto la puerta, no lo habrías visto.

– No era mi intención curiosear en tu casa. Estaba buscando el baño.

Harriet me observaba con sus claros ojos.

– Tengo una pregunta que hacerte -dijo al fin-. Claro que debería haber avisado de que venía. Pero no quería arriesgarme a que desaparecieras de nuevo.

– No tengo adónde ir.

– Todo el mundo tiene adónde ir. Pero yo quería asegurarme de que estabas aquí. Quiero hablar contigo.

– Sí, lo comprendo.

– Tú no comprendes nada. En fin, tengo que quedarme aquí unos días y me cuesta subir y bajar las escaleras. ¿Puedo dormir en el sofá?

Al ver que Harriet no pensaba reprocharme nada por el momento, pensé que podría consentir cualquier cosa. Claro que podía dormir en el sofá, si ése era su deseo. De lo contrario, podía ofrecerle una cama plegable de cámping que podía colocar en la sala de estar. A menos que tuviese algo en contra de dormir junto a un hormiguero. Pero a Harriet no le importaba. Fui a buscar la cama y la coloqué tan lejos como pude del hormiguero. En el centro de la habitación había una mesa con un tapete blanco. El hormiguero estaba justo al lado. La parte superior alcanzaba casi el borde de la mesa. La parte del tapete que colgaba por debajo había desaparecido en el interior del hormiguero.

Hice la cama y le puse un almohadón más, pues recordaba que Harriet quería tener la cabeza alta cuando dormía.

Aunque no sólo cuando dormía.

También cuando hacía el amor. No tardé en aprender que siempre quería tener varios almohadones bajo la nuca. ¿Le pregunté alguna vez por qué era tan importante para ella? No lo recordaba.

Puse el edredón y miré por la puerta entreabierta. Harriet me observaba. Encendí los dos radiadores, los toqué con la mano para comprobar que empezaban a calentarse y fui a la cocina. Harriet parecía haber empezado a recuperar las fuerzas. Pero tenía ojeras. Algo le dolía. La expresión de alerta ante un dolor que podía volver a atacar en cualquier momento no abandonaba su rostro.

– Me tumbaré a descansar un rato -dijo al tiempo que se levantaba del sofá.

Le abrí la puerta. Antes de que se hubiese acostado, ya la había vuelto a cerrar. Sentí un repentino deseo de echar la llave y arrojarla lejos. Hasta que, un día, Harriet se hubiese convertido en parte de mi hormiguero.

Me puse el chaquetón y salí a la calle.

Hacía un día despejado. El viento soplaba cada vez menos racheado. Presté atención por si oía el hidrocóptero de Jansson. ¿Sería el sonido de una motosierra en la distancia lo que oía? Podría tratarse de alguno de los propietarios que sólo venían en verano y que había decidido aprovechar los días anteriores a la festividad de Reyes para hacer limpieza en el jardín.

Bajé al muelle y entré en el cobertizo. Allí tenía un bote de remos colgado de unas cuerdas con poleas. Hace ya mucho tiempo que en las islas dejó de usarse la brea para los barcos y las artes de pesca. Aunque yo tengo algunas latas que abro de vez en cuando, sólo por el olor. No hay nada que me proporcione un sosiego tan intenso.

Intenté rememorar cómo fue nuestra despedida, que en realidad no fue tal, aquella noche de primavera de hacía treinta y siete años. Habíamos cruzado el puente de Strömbron, seguimos por el de Skeppsbrokajen y continuamos hasta Slussen. ¿De qué íbamos hablando? Harriet me contó cómo había pasado el día en la zapatería. Le encantaba hablar de sus clientes. Hasta de un par de botas y un tarro de betún negro podía hacer toda una aventura. Volvía a recordar sucesos y conversaciones. Fue como si en mi interior se hubiese abierto un archivo que llevaba cerrado mucho tiempo.

Me quedé un rato sentado en el banco antes de regresar a la casa. Me puse de puntillas ante la sala de estar para poder mirar por la rendija de la puerta entreabierta. Harriet dormía acurrucada como una niña. Se me hizo un nudo en la garganta. Siempre había dormido así. Subí a la cima de la montaña, por detrás de la casa, para contemplar la blanca bahía. Era como si no hubiese comprendido hasta ahora lo que hice en aquella ocasión, hacía muchos años. Jamás me atreví a preguntarme a mí mismo cómo habría vivido Harriet lo sucedido. ¿Cuándo comprendió que yo no volvería? Sólo con un gran esfuerzo podía imaginar el dolor que debió de sentir cuando supo que la había abandonado.

Cuando llegué a la casa, Harriet ya se había despertado y me esperaba sentada en el sofá de la cocina. Tenía a mi viejo gato en su regazo.

– ¿Has podido dormir? -le pregunté-. ¿Te han dejado las hormigas?

– El hormiguero huele bien.

– Si te molesta el gato, podemos echarlo.

– ¿Te parece que estoy molesta?

Le pregunté si tenía hambre y empecé a preparar la comida. Guardaba en el congelador una liebre que había cazado Jansson. Pero tardaría en descongelarse y llevaría mucho tiempo prepararla. Desde el sofá, Harriet seguía mis movimientos con la mirada. Freí unas chuletas y puse a cocer unas patatas. Apenas nos dirigimos la palabra y me puse tan nervioso que me quemé la mano con la sartén. ¿Por qué no hablaba? ¿Para qué había venido?

Comimos en silencio. Quité la mesa y puse café a calentar. Mis abuelos maternos siempre hacían café de marmita. En aquellos tiempos no había cafeteras. Yo también hago café de marmita y cuento hasta diecisiete desde que empieza a hervir. Entonces lo retiro, pues así es exactamente como me gusta. Saqué las tazas, le puse comida al gato en su cuenco y me senté en mi silla. Ya había oscurecido. Yo seguía a la espera, todo el tiempo a la espera, de que Harriet me explicase el motivo de su visita. Le pregunté si quería más café. Pero ella apartó la taza. El perro empezó a arañar la puerta. Lo dejé entrar, le di de comer y lo encerré en el vestíbulo, donde había dejado el andador.

– ¿Se te había ocurrido que volveríamos a vernos?

– No lo sé.

– Te pregunto qué creías que pasaría.

– No sé qué creía.

– Eres tan esquivo como aquel día.

Harriet adoptó una actitud retraída. Recordé que siempre lo hacía, cuando se sentía herida. Sentí deseos de extender el brazo y tocarla. ¿Tendría ella ganas de tocarme a mí? Era como si un silencio de cerca de cuarenta años deambulase entre los dos. Una hormiga avanzaba despacio sobre el hule. ¿Vendría del hormiguero de la sala de estar o se habría perdido de camino al hormiguero que yo sospechaba que había en las vigas de la fachada sur?

Me levanté y le dije que iba a soltar al perro. Su rostro quedaba en la sombra. Había un cielo estrellado, todo estaba en calma. A veces, cuando veo un cielo así, me gustaría saber componer música. Bajé al muelle, no sabía cuántas veces había bajado ya aquel día. El perro echó a correr por el hielo a la luz de la lámpara del cobertizo y se detuvo en el lugar en que se había desmayado Harriet. La situación era irreal. En una vida que yo empezaba a contemplar como acabada se había abierto, súbitamente, una puerta; y la hermosa mujer a la que un día amé y traicioné había regresado. Entonces, cuando éramos jóvenes, ella solía llevar a un lado la bicicleta cuando iba a buscarla a la salida del trabajo en la zapatería de la calle de Hamngatan. Ahora lo que llevaba era un andador. Me sentí desorientado. El perro volvió y ambos nos encaminamos a la casa.

Me dirigí a la parte posterior y miré por la ventana de la cocina.

Harriet se hallaba sentada a la mesa. Me llevó unos minutos comprender que estaba llorando. Esperé hasta que hubo terminado y, cuando la vi enjugarse las lágrimas, entré. Al perro lo dejé en el vestíbulo.

– Necesito dormir -aseguró Harriet-. Estoy cansada. Mañana te contaré por qué he venido.

No esperó mi respuesta, sino que se puso de pie, me dio las buenas noches y me miró un instante, escrutándome. Después cerró la puerta. Yo fui a la habitación donde tengo el televisor, pero no lo encendí. El encuentro con Harriet me había dejado exhausto. Ni que decir tiene que temía las acusaciones que sabía me esperaban. Y ¿qué podía decirle, en realidad? Nada.

Me quedé dormido en la silla.

Ya era medianoche cuando desperté con un tirón en el cuello. Fui a la cocina y apliqué el oído a la puerta de la habitación donde dormía Harriet. Silencio. No se veía luz por la rendija de la puerta. Limpié la cocina, saqué del congelador una barra de pan y un bizcocho, dejé entrar al gato y al perro y fui a acostarme. Pero no podía conciliar el sueño. Me lo impedían los golpes de la puerta de acceso a todo cuanto yo creía ya pasado para siempre. Era como si Harriet y el tiempo que viví con ella me hubiesen alcanzado como un potente vendaval.

Me puse el albornoz y bajé de nuevo a la cocina. Los animales dormían. Fuera estábamos a siete grados bajo cero. En el sofá de la cocina estaba el bolso de Harriet. Lo puse en la mesa y lo abrí. Tenía un peine y un cepillo, el monedero, unos guantes, un llavero, un móvil y dos frascos de medicinas. No conocía el nombre de los preparados. Así que intenté leer los componentes con el fin de comprender para qué las usaba. Eran analgésicos y antidepresivos. Recetados por un tal doctor Arvidsson de Estocolmo. Empecé a sentir cierto desasosiego. Seguí registrando su bolso. En el fondo había una agenda desgastada, muy usada y llena de números de teléfono. Al abrirla por la letra uve doble, vi con asombro que el número de teléfono que tuve en Estocolmo a mediados de los sesenta seguía allí.

Ni siquiera estaba tachado.

¿Había tenido la misma agenda durante tantos años? Estaba a punto de volver a guardarla en el bolso, cuando vi que había un papel entre las páginas. Lo abrí y leí lo que ponía.

Después, me fui al vestíbulo. El perro estaba sentado a mi lado.

Seguía sin saber por qué había venido Harriet a mi isla.

Pero lo que había encontrado en el bolso era un documento en el que se le comunicaba que estaba gravemente enferma y que le quedaba poco tiempo de vida.

5

El viento soplaba, luego cesaba, y así durante toda la noche.

Dormí mal y me quedé tumbado escuchando los silbidos. Puesto que azotaba más la ventana de la fachada norte que la de aquella que da al este, pude determinar la dirección. Viento racheado del noroeste. Lo anotaría en mi diario al día siguiente. Pero me preguntaba si sería capaz de escribir que Harriet había venido a visitarme.

Ella dormía en la cama plegable, bajo el suelo de mi habitación. Repasé mentalmente, una y otra vez, el documento que había encontrado en su bolso. Tenía cáncer de estómago, que se había extendido a otras partes del cuerpo mediante metástasis. Las sesiones de quimioterapia no habían surtido más que un efecto transitorio y se excluía la posibilidad de intervenir. El 12 de febrero debía presentarse en el hospital para hablar con su médico.

Yo aún era médico, lo suficiente como para poder interpretar el documento. Harriet iba a morir. Los remedios que se habían adoptado no la sanarían, apenas si prolongarían su vida. El dolor, en cambio, podía mitigarse. Estaba a punto de entrar en la fase terminal y paliativa, en términos médicos.

Ningún remedio, pero sufrimiento innecesario, tampoco.

Mientras pensaba tumbado en la oscuridad, una idea me daba vueltas en la cabeza: era Harriet quien iba a morir, no yo. Pese a que fui yo quien cometió el gran pecado al abandonarla, era ella la que resultaba castigada. Yo no creo en Dios. Salvo por un periodo muy breve durante mis primeros años de estudios de medicina, jamás me he visto afectado por remordimientos religiosos. Nunca he mantenido conversación alguna con los representantes de lo extraterrenal. Ninguna voz interior me ha exhortado a arrodillarme. En ese momento, ahí tumbado, me sentía aliviado de no ser yo el enfermo. No dormí mucho esa noche. Me levanté a orinar dos veces y ambas fui a escuchar junto a la puerta de Harriet. Tanto ella como el hormiguero parecían dormir.

A las seis de la mañana me levanté por fin.

Fui a la cocina y vi con asombro que ella ya había desayunado. Al menos había tomado café. Se había calentado los restos de la tarde anterior. El perro y el gato estaban fuera. Harriet debía de haberlos dejado salir. Abrí la puerta. Una fina capa de nieve recién caída se había extendido sobre la antigua capa durante la noche. Había huellas de las patas del perro y del gato. Pero también las de una persona.

Harriet había salido.

Intenté ver algo en la oscuridad. El alba tardaría aún en llegar. ¿Se oía algo? El viento seguía soplando de forma intermitente. Las tres huellas conducían en la misma dirección, hacia la parte posterior de la casa. No tuve que caminar mucho. Entre los manzanos hay un viejo banco de madera en el que solía sentarse mi abuela. Allí tejía con sus ojos miopes, o descansaba con las manos en el regazo escuchando el continuo murmullo del mar. Pero no era la fantasmal figura de la abuela la que ahora ocupaba el banco, sino la de Harriet. Había encendido una vela que tenía en el suelo y se había sentado de modo que la roca contigua la resguardase del viento. El perro estaba tumbado a sus pies. Tenía el mismo aspecto que el día anterior, cuando la descubrí en medio del hielo. El gorro hasta las orejas y la bufanda alrededor. Fui a sentarme a su lado. Nos encontrábamos a varios grados bajo cero pero, como el viento nocturno había remitido, el frío no resultaba tan insoportable.

– Esto es muy hermoso -afirmó ella.

– Está oscuro. No creo que veas nada. Ni siquiera se oye el mar, puesto que está congelado.

– He soñado que el hormiguero crecía alrededor de la cama.

– Si quieres, puedo poner la cama en la cocina.

El perro se levantó y se marchó. Avanzaba con movimientos cautos, pues un perro que carece del sentido del oído debe de sentirse angustiado. Le pregunté a Harriet si había notado que el perro estaba sordo. Pero me dijo que no. El gato se acercó lentamente. Nos observó y volvió a desaparecer en la oscuridad. Tuve el mismo pensamiento de siempre, que nadie conoce los caminos de un gato. Y yo, ¿conocía yo los míos? Y Harriet, ¿conocía ella los suyos?

– Como es natural, te preguntarás por qué he venido hasta aquí -dijo Harriet.

La llama de la vela danzaba en la noche, sin llegar a apagarse.

– No esperaba que vinieras.

– ¿Te habías imaginado alguna vez que volverías a verme? ¿Lo has deseado alguna vez?

No contesté. Una persona que ha abandonado a otra sin explicarle la razón no tiene, en el fondo, nada que decir. Hay desengaños que no pueden ni perdonarse ni apenas explicarse. Y lo que yo le había hecho a Harriet era precisamente eso. De modo que no contesté. Me quedé sentado mirando la llama de la vela y esperando.

– No he venido para acusarte, sino para pedirte que cumplas tu promesa.

Enseguida supe a qué se refería.


La laguna del bosque.

Donde fui a nadar de niño; el verano en que cumplí los diez años y mi padre y yo hicimos aquel viaje al corazón de Norrland, donde él había nacido. Le prometí aquella laguna cuando regresara de América. Entonces emprenderíamos un viaje hasta allí y nadaríamos juntos en las oscuras aguas bajo el claro cielo nocturno. Yo me lo imaginaba como una hermosa ceremonia. Las negras aguas, el remoto lamento del colimbo, la laguna que, según decían, no tenía fondo. Iríamos allí a nadar y, después, nada podría separarnos.

– ¿O acaso has olvidado tu promesa?

– Recuerdo perfectamente lo que dije.

– Pues quiero que me lleves allí.

– Es invierno. La laguna está helada.

Pensé en el agujero que yo cavaba cada mañana. ¿Sería capaz de cavar toda una laguna de Norrland, donde el hielo era como el granito?

– Quiero ver la laguna. Aunque esté cubierta de nieve y hielo. Para saber que es verdad.

– Pero lo es. La laguna existe.

– Nunca me dijiste cómo se llama.

– Es demasiado pequeña para tener nombre. Este país está lleno de pequeños lagos sin nombre. Apenas si hay una calleja o carretera comarcal que no tenga nombre, pero en el corazón de los bosques proliferan los lagos y las lagunas innominadas por todas partes.

– Quiero que cumplas tu promesa.

Harriet se levantó del banco con esfuerzo. La vela se volcó y se apagó crepitando. Todo quedó a oscuras a nuestro alrededor. La luz de la ventana de la cocina no llegaba hasta allí. Pese a todo, pude ver que se había llevado el andador. Cuando le tendí la mano para ayudarle, desechó mi ofrecimiento con un gesto.

– No quiero que me ayudes. Quiero que cumplas tu promesa.

Cuando Harriet, con su andador verde, entró en el haz de luz que esclarecía la nieve, fue como si la viese en una calle lunar. Cuando nos conocimos, hacía ya casi cuarenta años, decidimos considerarnos, en un juego bastante infantil, como adoradores de la luna. ¿Se acordaría Harriet de ello? La miré de perfil mientras avanzaba a duras penas con el andador sobre las piedras que se ocultaban bajo la nieve. Me costaba imaginarme que estuviese moribunda. Un ser humano que se aproximaba al límite donde tomaría el relevo otro mundo, otra oscuridad. Dejó el andador junto a la escalera y se agarró bien de la barandilla para subir los tres peldaños. Justo cuando abrió la puerta, el gato se escurrió hacia dentro por entre sus piernas. Harriet entró en su habitación. Y yo me quedé escuchando desde el otro lado, con el oído pegado a la puerta cerrada. Se oyó el leve tintineo de una botella. Supuse que tomaba muchos medicamentos contra el dolor que suelen llevar aparejados los tumores incurables. El gato maulló y se frotó contra mis piernas. Le di de comer y me senté a la mesa de la cocina.


Fuera seguía oscuro.

Intenté ver la temperatura que indicaba el termómetro, pero el cristal que cubría la banda de mercurio se había empañado. Se abrió la puerta, y apareció Harriet. Se había cepillado el cabello y se había cambiado el jersey. El que ahora llevaba era de color azul lavanda. Enseguida me hizo pensar en mi madre y en sus lágrimas mezcladas con el aroma de esa flor. Pero Harriet no lloraba. De hecho, sonreía mientras se sentaba en el sofá de la cocina.

– Jamás habría podido imaginarme que te convertirías en alguien capaz de vivir con un perro, un gato y un hormiguero.

– La vida rara vez resulta como uno se la figura.

– No he venido para que me cuentes cómo te ha ido en la vida. Lo que sí quiero es que cumplas tu promesa.

– Ni siquiera creo que pueda encontrar el camino hasta la laguna.

– Estoy segura de que sí. Nadie tenía tu sentido de la orientación.

No pude contradecirla, tenía razón. Siempre encuentro el camino en los más caóticos entramados urbanos. Y tampoco me pierdo en el bosque o en el campo.

– Bueno, quizá lo encuentre, si me esfuerzo un poco por recordar. Es sólo que no comprendo por qué.

– ¿Quieres saber por qué deseo ver esa laguna?

De repente, su voz adoptó otro timbre.

– Sí -confesé-. Quisiera saberlo.

– Porque es la promesa más hermosa que me han hecho en la vida.

– ¿La más hermosa?

– La única verdaderamente hermosa.

Ésas fueron sus palabras textuales. La única promesa verdaderamente hermosa. Fueron palabras importantes. Y yo sentí como si, con ellas, una gran orquesta hubiese empezado a tocar en mi cabeza. Allí estaba yo, en medio de todos los instrumentos, los arcos a mi lado y los de viento detrás de mí.

– A uno le hacen promesas sin cesar -prosiguió ella-. Nos hacemos promesas a nosotros mismos. Escuchamos las promesas de los demás. Los políticos nos hablan de una vida mejor para los que envejecen, de una sanidad donde nadie sufra en la espera. Los bancos nos prometen mejores intereses, los alimentos nos prometen mejor línea y las cremas nos garantizan una vejez con menos arrugas. La vida no consiste más que en navegar en nuestra pequeña embarcación cruzando un mar de promesas siempre cambiantes pero inagotables. ¿Cuántas de esas promesas recordamos? Olvidamos lo que queremos recordar y solemos recordar aquello de lo que más deseamos librarnos. Las promesas no cumplidas son como sombras que danzan a nuestro alrededor en el ocaso. Cuanto más me acerco a la vejez, más claras las veo. La promesa más hermosa de toda mi vida fue la que me hiciste al prometerme esa laguna. Quiero verla y soñar que nado en sus aguas antes de que sea demasiado tarde.

Comprendí que no me quedaría más remedio que llevarla a la laguna. Lo único que podría evitar, quizás, era que partiésemos en medio del invierno. Pero tal vez ella no se atreviese a esperar hasta la primavera, por su enfermedad.

Pensé que debía decirle la verdad, que sabía que estaba enferma. Pero no lo hice.

– ¿Comprendes lo que quiero decir, lo de todas esas promesas que nos rodean a lo largo de nuestra vida?

– He intentado evitar dejarme engatusar por las promesas. Si lo haces, es fácil que te engañen.

Harriet puso su mano sobre la mía.

– Hubo un tiempo en que sabía quién eras. Paseábamos por las calles de Estocolmo. Cuando, en mis recuerdos, caminamos por allí, siempre es primavera. Apenas si puedo evocar un día de oscuridad o de lluvia. El hombre que iba entonces a mi lado no es la misma persona que ahora tengo ante mí. Aquel hombre podía convertirse en cualquier cosa, salvo en un viejo solitario que vive en una isla remota.

Su mano seguía posada sobre la mía. Yo intenté no tocarla.

– Y tú, ¿recuerdas algún tipo de oscuridad? -quiso saber Harriet.

– No. Siempre había claridad.

– No sé lo que pasó.

– Yo tampoco.

Harriet me apretó la mano.

– No tienes por qué mentirme. Por supuesto que lo sabes. Me causaste una pena infinita. Creo que aún no lo he superado. ¿Quieres saber cómo me sentí?

No le contesté. Ella retiró la mano y echó la cabeza hacia atrás en el sofá.

– Lo único que quiero es que cumplas tu promesa. Tendrás que dejar la isla por unos días. Después, podrás volver y no te molestaré más.

– No puede ser -me opuse yo-. Es un viaje demasiado largo. Y mi coche, demasiado viejo.

– Entonces, sólo te pido que me indiques el camino.

Comprendí que no pensaba rendirse. La promesa de la laguna me había dado alcance después de tantos años.

Al otro lado de la ventana había empezado a clarear. Terminaba la noche.

– Me casé, ¿sabes? -reveló Harriet de improviso-. Y tú, ¿qué hiciste?

– Yo estoy separado.

– Así que también te casaste. ¿Con quién?

– No conoces a ninguna.

– ¿A ninguna?

– Me casé dos veces. La primera se llamaba Birgit y era enfermera. Dos años después de casarnos no teníamos nada más que decirnos. Además, quería estudiar para ingeniero de montes. ¿Qué sabía yo de rocas, grava y minas? La segunda se llamaba Rose-Marie y era tratante de antigüedades. No te imaginas cuántas veces salí del hospital, tras una larga operación, para acompañarla a alguna subasta y luego arrastrar a casa un armario de segunda mano. Ni sé cuántas sillas y mesas decapé en bañeras desechadas. Después de cuatro años se acabó.

– ¿Tienes hijos?

Negué con un gesto. Hubo un tiempo, ya muy lejano, en que me veía a mí mismo rodeado de niños que me alegrasen la vejez. Ahora ya era demasiado tarde.

Soy como mi barco, el que está en tierra, boca abajo, protegido por una lona.

Miré a Harriet.

– Y tú, ¿tienes hijos?

Ella me miró largo rato, antes de contestar.

– Tengo una hija.

Pensé que podía haber sido mía. Si no hubiese huido de Harriet para no volver a llamarla nunca más.

– Se llama Louise -explicó.

– Un nombre muy bonito -contesté.

Me levanté y comencé a preparar café. Ya había amanecido por completo. Esperé a que hirviese el café y lo dejé reposar. Saqué las tazas y corté unos trozos del bizcocho, que ya se había descongelado. Éramos dos ancianos que, en una mañana de enero, se disponían a compartir un café con dulces. Entre los miles de cafés que se toman al día en este país, uno era el nuestro. Me preguntaba si las circunstancias de los demás eran tan extrañas como las que concurrían en mi cocina.

Después del café, Harriet se encerró en la habitación del hormiguero.

Por primera vez en muchos años suspendí mi baño invernal. Estuve dudando un buen rato cuando, ya a punto de quitarme la ropa e ir a buscar el hacha, cambié de idea. No volvería a darme ningún baño en las heladas aguas hasta que hubiese llevado a Harriet a la laguna.

En lugar del albornoz me puse el chaquetón y bajé al muelle. Inesperadamente, el tiempo había cambiado y parecía época de deshielo. La nieve se quedaba adherida a la suela de las botas.

En el muelle disfruté de unas horas de soledad. El sol se abrió paso por entre las nubes y la nieve del techo del cobertizo empezó a derretirse y a gotear. Entré, tomé uno de los tarros de brea y lo abrí. El olor me infundió un gran sosiego y estuve a punto de dejarme vencer por el sueño a la pálida luz del sol.

Evoqué el tiempo en que Harriet y yo estábamos juntos. Me sentí como si ahora yo, en realidad, perteneciese a una época pretérita. Vivía en un espacio extrañamente desierto destinado a los que sobraban, a los que habían perdido pie en su propia época y no eran capaces de incorporarse a la vida de los nuevos tiempos. Cuando Harriet y yo estábamos enamorados, todo el mundo fumaba. A todas horas y en todas partes. Mi juventud entera transcurrió entre montones de ceniceros. Aún recuerdo a los muchos médicos y profesores fumadores que me educaron para convertirme en alguien con derecho a llevar una bata blanca. Entonces el cartero de las islas se llamaba Hjalmar Hedelius. En invierno se colocaba un par de esquís para llevar el correo de isla en isla. La saca debía de pesar muchísimo, pese a que el despropósito de la avalancha de publicidad de los últimos tiempos no existía aún.

El ruido del hidrocóptero al acercarse interrumpió el hilo de mis pensamientos.

Jansson había ido a casa de la viuda Åkerblom y se apresuraba ahora a visitarme a mí para hablar de sus achaques. Ya se le había pasado el dolor de muelas que venía sufriendo desde Navidad. La última vez que se detuvo junto a mi muelle fue para que examinase unas manchas de color marrón que le habían aparecido en el dorso de la mano izquierda. Lo tranquilicé diciéndole que se debían a las modificaciones propias del envejecimiento. Que él nos sobreviviría a todos los habitantes del archipiélago. Cuando todos los viejos hayamos desaparecido, Jansson seguirá navegando en su viejo barco de pesca y surcando los aires con el hidrocóptero. Si no lo han despedido antes, lo cual es más que probable.

Jansson giró y se detuvo junto al muelle, paró el motor y empezó a deshacerse de todas las prendas de abrigo y los gorros que llevaba. Tenía el rostro encendido y el cabello alborotado.

– He venido para desearte feliz año -dijo una vez en el muelle.

– Gracias.

– El invierno se mantiene.

– Sí, así es.

– He tenido molestias de estómago desde Año Nuevo. Me cuesta hacer de vientre. Estreñimiento, en otras palabras.

– Come ciruelas.

– ¿Puede ser síntoma de algo?

– No.

A Jansson le costaba ocultar la curiosidad. De vez en cuando miraba hacia mi casa.

– ¿Cómo celebraste el Año Nuevo? -me preguntó.

– Yo no celebro el Año Nuevo.

– Pues yo, este año, hasta compré unos cohetes. Hacía ya mucho tiempo desde la última vez. Por desgracia, uno fue a dar directamente en la leñera.

– Para la medianoche, yo ya estoy dormido. No veo razón para cambiar esa costumbre sólo porque es el último día del año.

Sabía que Jansson tenía unas ganas irrefrenables de hablar de la presencia de Harriet. Seguro que ella no le había contado quién era, tan sólo que venía a visitarme a mí.

– ¿Tengo algo de correo?

Jansson me observó perplejo. Era la primera vez que le hacía tal pregunta.

– Nada -respondió-. Así suele ser siempre a principios de año.

Tanto la conversación como la visita médica se habían acabado. Jansson lanzó una última ojeada a mi casa y volvió a su nave. Me di la vuelta y me marché de allí. Cuando puso en marcha el motor del hidrocóptero, me tapé los oídos. Me volví para verlo desaparecer en una nube de polvo de nieve al bordear el cabo que la gente llama cabo de Antonsson, en recuerdo de un marinero que, en un día de borrachera, se perdió por el monte cuando iba a dejar en tierra su embarcación para el invierno.

Harriet estaba sentada en la cocina cuando entré.

Vi que se había maquillado un poco. Al menos, no estaba tan pálida. Pensé una vez más que aún conservaba su hermosura y también que fui un imbécil al dejarla.

Me senté a la mesa.

– Te mostraré la laguna -confirmé-. Cumpliré mi promesa. Nos llevará dos días llegar allí en mi viejo coche. Tendremos que pasar una noche en un hotel. Y no estoy seguro de poder encontrarla sin problemas. En estas tierras, los senderos para el transporte maderero cambian de trazado según el lugar de las explotaciones. Además, no es seguro que el camino correcto esté transitable. Tal vez tenga que contratar a alguien que lo despeje. En total necesitaremos cuatro días. ¿Adónde quieres que te lleve después?

– Puedes dejarme por el camino.

– ¿En el camino, con el andador?

– Conseguí llegar hasta aquí, ¿no?

Percibí la dureza del tono de su voz y no quise insistir. Si prefería que la dejase por el camino, no sería yo quien se opusiera.

– Podemos partir mañana mismo -le dije-. Jansson puede llevarte a tierra con el andador.

– Y tú, ¿qué vas a hacer?

– Yo cruzaré el mar helado.

Me levanté de la mesa, pues de repente comprendí que tenía un montón de cosas que hacer. Ante todo, debía abrir una gatera en la puerta para que el gato entrara y saliera y procurar que el perro pudiese utilizar la caseta que tantos años llevaba sin usar. Les pondría comida para una semana. Los animales se lo comerían todo sin prevenir. El ahorro para el futuro era un concepto que ellos no tenían. Pero se arreglarían sin alimento un par de días.

Dediqué el día a aserrar el ventanuco de salida para el gato y le puse unas bisagras a la portezuela antes de intentar que aprendiese a usarlo. Lo consiguió con una rapidez sorprendente. La caseta del perro estaba en peor estado de lo que yo creía. Clavé en el techo un trozo de cartón embreado para impermeabilizarla y puse dentro unas mantas viejas sobre las que el perro pudiese tumbarse. En cuanto terminé, el perro entró y se echó sobre ellas.

Aquella noche llamé a Jansson. Algo que nunca había hecho con anterioridad.

– Empleado de Correos Ture Jansson, dígame.

Sonó como si de un título nobiliario se tratase.

– Soy Fredrik. ¿Llamo en mal momento?

– En absoluto. Tú no sueles llamar.

– No, nunca te había llamado hasta ahora. Me pregunto si puedes hacer un viaje mañana.

– ¿Una señora con un andador?

– Puesto que le cobraste una suma tan desorbitada cuando la trajiste aquí, doy por supuesto que el viaje de mañana es gratis. De lo contrario te denunciaré por desarrollar una actividad de transporte ilegal en el archipiélago.

Oía la respiración de Jansson en el auricular.

– ¿A qué hora? -preguntó al fin.

– Mañana no tienes que llevar correo. ¿Podrías estar aquí a las diez?

Harriet se pasó el día descansando mientras yo me encargaba de los preparativos para el viaje. Me preguntaba si aguantaría tanto esfuerzo. Pero, en realidad, ése no era mi problema. Lo único que yo tenía que hacer era cumplir mi promesa. Sólo eso. Descongelé la liebre y la puse en el horno para la cena. Mi abuela tenía una receta copiada a mano en uno de sus libros de cocina. Yo había seguido sus consejos culinarios con éxito en otras ocasiones, como también sucedió en ésta. Cuando nos sentamos a la mesa, Harriet tenía nuevamente los ojos llorosos. Comprendí que el tintineo que de vez en cuando se oía desde su habitación no era de los frascos de medicinas, sino de una botella de alcohol o de vino. Harriet se encerraba a beber a escondidas en su habitación. Hinqué el diente en el asado y pensé que el viaje hasta la laguna helada podía resultar más complicado aún de lo que yo me había imaginado.

La liebre estaba riquísima. Pero Harriet apenas la probó. Yo sabía que los enfermos de cáncer solían sufrir una pérdida crónica de apetito.

Después tomamos café. Les eché los restos del asado al perro y al gato. Suelen ser capaces de compartir la comida sin pelearse y sin arañarse. A veces los veo como una pareja de ancianos, igual que mi abuelo y mi abuela.

Le dije que Jansson vendría al día siguiente, le di las llaves de mi coche y le expliqué cómo era y dónde estaba aparcado. Podía esperarme allí mientras yo llegaba a tierra a través del mar helado.

Harriet tomó la llave y se la guardó en el bolso. De repente me preguntó si nunca la había echado de menos en todos aquellos años.

– Sí -respondí-. Te eché de menos. Pero la añoranza sólo consigue abatirme. Me infunde temor.

Harriet no me hizo más preguntas, sino que se marchó a su habitación y, cuando volvió, sus ojos estaban aún más vidriosos. Aquella noche no hablamos mucho. Creo que los dos teníamos miedo de estropear el viaje. Además, siempre nos resultó fácil estar juntos en silencio.

Nos sentamos a ver una película cuyos protagonistas se devoraban unos a otros. Cuando terminó, no lo comentamos en absoluto. Pero estoy seguro de que los dos pensábamos lo mismo.

Era una película muy mala.

Aquella noche tuve un sueño inquieto.

Intentaba imaginarme todo lo que podía salir mal durante el viaje que nos aguardaba. Al mismo tiempo, me preguntaba si Harriet me habría dicho toda la verdad. Albergaba la creciente sensación de que lo que ella quería, en realidad, era otra cosa, que la razón por la que había venido a buscarme después de tantos años era otra.

Antes de que, por fin, lograse conciliar el sueño, decidí que me conduciría con cautela. Naturalmente, yo no podía predecir lo que sucedería.

Deseaba, ante todo, estar preparado.

El desasosiego persistía con su muda voz de alarma.

6

Hacía una mañana clara y sin viento cuando partimos.

Jansson llegó puntual con su hidrocóptero. Subió a bordo el andador y después echó una mano a Harriet para que se acomodase en el asiento que quedaba detrás de su ancha espalda. No le dije nada de que yo también partiría. La próxima vez que viniese y no me encontrase en el muelle, subiría hasta la casa. Tal vez pensaría que me había muerto allí dentro. Así que le escribí una nota y se la puse en la puerta: «No estoy muerto».

El hidrocóptero desapareció tras el golfo. Le había puesto a mis botas un par de viejos crampones para no resbalar por el hielo.

Mi mochila pesaba nueve kilos. Había comprobado el peso en la báscula de baño de mi abuela. Caminaba deprisa, pero procurando no transpirar. Andar sobre mares helados me inspira siempre una sensación de temor. Justo en las proximidades de la parte este del golfo del archipiélago hay una fosa llamada Lersänkan. Su punto más profundo está a cincuenta y seis metros. Es como hallarse encima de un frágil tejado sobre un abismo.

Entrecerré los ojos. El sol, que se reflejaba en el hielo, brillaba intensamente. Vi a lo lejos a varias personas que hacían esquí de fondo. Iban camino de las islas más alejadas. Por lo demás, el hielo estaba vacío. En invierno, el archipiélago era como un desierto. Un mundo abandonado con alguna que otra caravana de gente que hacía esquí de fondo. Y algún que otro nómada como yo. Por lo demás, nada.

Cuando llegué a tierra, al viejo puerto pesquero que casi nadie utilizaba ya, Harriet me aguardaba sentada en el coche. Guardé el andador en el maletero y me senté al volante.

– Gracias -dijo Harriet-. Gracias por cumplir tu promesa.

Y me acarició fugazmente el brazo. Puse el motor en marcha y comenzamos nuestra larga andadura hacia el norte.


El viaje no empezó bien.

Apenas dos kilómetros después de la partida se nos cruzó un alce en el camino. Fue como si el animal hubiese estado esperando entre bambalinas e hiciese su repentina entrada en escena cuando pasábamos. Di un frenazo y, con gran dificultad, logré evitar la colisión con el pesado cuerpo del rumiante. El coche se deslizó por la resbaladiza carretera, no pude controlarlo y nos atascamos en un montículo de nieve que había en el arcén. Todo sucedió muy rápido. Yo solté un grito, pero Harriet no abrió la boca. Nos quedamos sentados y en silencio. El alce desapareció a grandes zancadas hacia el corazón del espeso bosque.

– No iba a mucha velocidad -expliqué en un patético e innecesario intento por excusarme. Como si hubiese sido culpa mía que el alce hubiese aguardado en el soto para plantarse de pronto en mitad de la carretera.

– Bueno, no ha pasado nada -contestó Harriet.

Me quedé mirándola. Tal vez uno no se inquiete por la aparición de un alce cuando sabe que va a morir pronto.

El coche estaba atrapado. Tomé la pala y me puse a quitar la nieve que había alrededor de las ruedas y después corté unas ramas de abeto y las coloqué sobre la calzada. El coche salió de un empellón y pudimos continuar. Noté que tenía el pulso acelerado. La gente que no padece una enfermedad mortal reacciona con miedo a la aparición de un alce en su camino.

Después de recorridos unos diez kilómetros, noté que el coche empezaba a desviarse hacia la izquierda. Me detuve en el arcén y salí. Se me había pinchado una de las ruedas delanteras. Pensé que el viaje no habría podido empezar peor. El tener que arrodillarse, atornillar tuercas y manejar los sucios neumáticos se me antoja una experiencia desagradable. La exigencia de esterilidad del cirujano aún pervive en mí.

Cuando por fin hube cambiado la rueda, estaba empapado en sudor. Además, me sentía indignado. Jamás conseguiría encontrar la laguna. Harriet sufriría un colapso y, con toda probabilidad, habría alguien en su entorno que se presentaría para acusarme de haber actuado de modo irresponsable al salir de viaje con una persona gravemente enferma.


Proseguimos nuestro viaje.

La carretera, flanqueada por elevados montones de nieve, estaba resbaladiza. Nos cruzamos con un par de camiones y dejamos atrás un viejo Amazon que había estacionado en el arcén y del que salió un hombre con un perro. Harriet no hablaba, sólo miraba por la ventanilla.

Empecé a pensar en el viaje que en una ocasión hice con mi padre. Lo habían despedido por negarse a trabajar por las noches en el restaurante en el que acababan de contratarlo. Partimos desde Estocolmo hacia el norte y pasamos la noche en un hotel barato situado a las afueras de Gavie. Creo recordar que se llamaba Furuvik, pero puede que me equivoque. Dormimos en la misma habitación, era el mes de julio y hacía bochorno, uno de esos calurosos veranos de finales de la década de los cuarenta.

Puesto que mi padre había trabajado en uno de los restaurantes más renombrados de Estocolmo, había ganado bastante dinero. Fue durante un periodo en que mi madre lloraba especialmente poco. Un día, mi padre llegó a casa con un sombrero nuevo y ella lloró de alegría. Justamente aquel día le había servido la mesa al director de uno de los bancos más importantes del país; el hombre estaba borracho ya desde el primer plato y le dio a mi padre una propina exagerada.

Yo había intuido ya que a mi padre le resultaba tan humillante recibir demasiada propina como demasiado poca o ninguna en absoluto. Pero en aquella ocasión convirtió la propina en un sombrero rojo para mi madre.

Ella no quiso acompañarnos cuando mi padre le propuso que emprendiésemos un viaje al norte, permitirnos el lujo de unos días de vacaciones antes de que tuviese que ponerse a buscar trabajo de nuevo.

Teníamos un coche muy viejo. Seguro que mi padre había estado ahorrando para comprárselo desde que era joven. Y en él abandonamos Estocolmo una mañana muy temprano, por la carretera de Uppsalavägen.

Dormimos en aquel hotel que tal vez se llamase Furuvik. Recuerdo que me desperté justo antes del alba porque mi padre estaba desnudo ante la ventana, mirando a través de la cortina. Era como si se hubiese quedado congelado en mitad de un pensamiento. Durante un instante que se me antojó infinito, me horrorizó la idea de que estuviese escapándoseme. De que lo único que había allí era su piel. Y, en el interior de la piel, un gran vacío. Ignoro cuánto tiempo estuvo allí inmóvil, pero recuerdo el pánico sin límites que sentí al pensar que fuese a abandonarme. Al final se dio la vuelta, echó una ojeada hacia la cama, donde yo estaba tumbado con el edredón hasta la barbilla y los ojos medio cerrados. Volvió a la cama y yo, acurrucado con la cabeza contra la pared, no pude dormirme hasta que no oí que respiraba profundamente.

Llegamos a nuestro destino al día siguiente.

La laguna no era muy grande. El agua, totalmente negra. En la orilla contraria a la nuestra se alzaban varios roquedales de gran altura, pero por lo demás todo era bosque espeso. No había playa ni tránsito entre el agua y el bosque. Era como si la laguna y los árboles se abrazasen con fuerza sin que ninguno de los dos pudiese dejar al otro a un lado.

Mi padre me dio una palmadita en el hombro.

– Vamos a bañarnos -me animó.

– No me he traído el bañador.

Mi padre me observó risueño.

– ¿Crees que yo me lo he traído? ¿Crees que hay alguien que pueda vernos? ¿Peligrosos trolls ocultos entre los árboles?

Mi padre empezó a desvestirse. Observé a hurtadillas y con rubor su enorme cuerpo. Tenía un estómago inmenso que sobresalió de repente cuando se quitó los calzoncillos.

Yo, por mi parte, me quité la ropa con la sensación de que, pese a todo, alguien me estaba viendo. Mi padre se adentró en las aguas y se tiró de cabeza. Parecía como si su cuerpo avanzase revolcándose, como una ballena gigantesca, revolucionando toda la laguna. La brillante superficie se quebró, el agua empezó a estrellarse contra las piedras de la otra orilla. Yo me metí en el agua y, enseguida, sentí frío. Por alguna razón, esperaba que tuviese la misma temperatura que el aire. El calor que despedía el interior del bosque era bochornoso. Pero el agua estaba fría. Así que me mojé rápido y salí corriendo del agua.

Mi padre nadaba dando brazadas y moviendo los pies enérgicamente, alborotando el agua a su alrededor. Y además cantaba. No recuerdo qué, pues más bien parecía un rugido de gozo que una canción, una sonora cascada de agua negra que se incorporaba al singular canto de mi padre.

Cuando me vi sentado en el coche con Harriet a mi lado pensando en aquel remoto recuerdo, comprendí que no existía en mi vida ningún otro recuerdo que hubiese permanecido tan claro en mi memoria. Pese a que hacía ya cincuenta y cinco años, vi mi vida sintetizada en aquella imagen: mi padre nadando solo en las aguas de la laguna. Yo, desnudo entre los árboles, estoy de pie, mirándolo. Éramos dos personas unidas por una relación, pero ya separadas.

Así era la vida: una persona nada, la otra la contempla.

Empecé a sentir el anhelo del reencuentro con la laguna. No era ya cuestión de cumplir la promesa que en su día le hice a Harriet. Me concedería a mí mismo la alegría de volver a ver algo que nunca creí que podría revivir.

Atravesamos un paisaje invernal.

Sobre los blancos campos pendían nubes de polvo de nieve y una gélida neblina. El humo formaba una densa columna sobre las chimeneas. De todas las antenas parabólicas que volvían sus ojos metálicos hacia los remotos satélites colgaban carámbanos.

Un par de horas después, giramos para detenernos en una gasolinera. Tenía que poner más líquido limpiaparabrisas. Y, además, necesitábamos comer algo. Harriet desapareció en dirección al bar, que formaba parte del complejo de la estación de servicio. Observé que se movía con extrema cautela, paso a paso, vencida por el dolor. Cuando entré, ella ya se había sentado y había empezado a comer. El menú del día era salchicha de manteca. Yo opté por un filete de pescado de la carta. Harriet y yo estábamos prácticamente solos en el local. La mesa del rincón la ocupaba un camionero que dormitaba ante una taza de café. En su chaleco se leía: «Mantenemos Suecia en marcha».

«¿Qué hacemos aquí?», me pregunté. «Harriet y yo viajando hacia el norte… ¿Puede decirse que también nosotros mantenemos el país en marcha o que somos seres insignificantes de los suburbios de la vida?»

Harriet masticaba despacio su salchicha. Contemplé sus manos rugosas y pensé que hubo un tiempo en que aquellas manos acariciaron mi cuerpo generando en mí una sensación de bienestar que difícilmente había vuelto a experimentar después.

El camionero se levantó y abandonó el establecimiento.

Una jovencita maquillada en exceso y con un delantal muy sucio se acercó a la mesa con mi plato de pescado. Desde algún lugar indeterminado se oía una radio. Comprendí que eran las noticias, pero no lo que decían. Yo había sido una persona siempre ansiosa de noticias, las leía, las escuchaba, las veía. El mundo exigía mi presencia. Un día se ahogan dos niñas en el canal de Gota; otro día matan a tiros a un presidente. Sentía en todo momento la obligación de saber. Durante los años de creciente aislamiento que pasé en la isla de mis abuelos, aquella costumbre fue desapareciendo. No leía los periódicos y sólo veía las noticias de la televisión de vez en cuando.

Harriet dejó la mayor parte de lo que tenía en el plato. Fui a buscarle un café. Al otro lado de la ventana habían empezado a caer leves copos de nieve. El local seguía desierto. Harriet tomó el andador para ir al baño. Cuando volvió, observé que tenía de nuevo aquel brillo en los ojos. Su debilidad me indignaba, sin saber por qué. De ningún modo podía reprocharle que intentase mitigar su dolor. Ni tampoco podía considerarme responsable de que bebiese a escondidas.

Fue como si Harriet me hubiese leído el pensamiento. De improviso, me preguntó en qué estaba pensando.

– En Roma -contesté evasivo-. No sé por qué. Allí participé una vez en un congreso de cirugía agotador y mal organizado. Los dos últimos días no asistí a las ponencias y me dediqué a pasear sin rumbo por Villa Borghese y me trasladé del lujoso hotel donde vivían los ponentes del congreso a la pensión de los Dinesen donde Karen Blixen solía alojarse en otro tiempo. Partí de Roma con la sensación de que jamás volvería.

– ¿Sólo eso?

– Sólo eso. No estaba pensando en otra cosa.

Pero no fue así. Dos años más tarde volví a Roma, pese a todo. Se había producido la gran catástrofe y yo salí huyendo de Estocolmo, enfurecido, para poder estar en paz. Los únicos vuelos hacia el sur de Europa tenían como destino Madrid y Roma. Y elegí Roma, pues el viaje era más corto.

Durante toda una semana deambulé por las calles con el alma emponzoñada por la gran injusticia que me habían infligido. Bebí demasiado y, en varias ocasiones, me vi rodeado de malas compañías hasta que, la última noche, me golpearon y me robaron lo que llevaba encima. Regresé a Suecia con un muñón ensangrentado por nariz. Un médico del hospital Södersjukhuset me la colocó en su lugar y me recetó analgésicos. Después de aquello, Roma se convirtió en el lugar del mundo al que menos ganas tenía de volver.

– Yo he estado en Roma -dijo Harriet-. Porque los zapatos han protagonizado mi vida. Lo que yo, en mi juventud, creía algo transitorio, el hecho de ser dependiente en una zapatería, puesto que mi padre había trabajado como jefe de Oscaria, en Örebro, me ha acompañado toda la vida. En realidad nunca hice otra cosa que levantarme por la mañana y empezar a pensar en zapatos casi al mismo tiempo. En una ocasión viajé a Roma y me quedé durante un mes como aprendiza de un viejo maestro zapatero que confeccionaba zapatos para los pies más ricos del mundo. Cada par era como un Stradivarius. Solía describir los pies como seres con personalidad propia. Así, había una cantante de ópera, ya no recuerdo su nombre, cuyos pies él describía como malvados, pues nunca se tomaban en serio los zapatos ni les mostraban respeto. Los pies de un hombre de negocios húngaro, en cambio, sí parecían sentir cariño por su calzado. De aquel anciano aprendí no sólo sobre zapatos, sino también sobre arte. A partir de entonces, vender zapatos ya nunca fue lo mismo.

– La mayoría de los viajes de nuestra vida nunca se realizan -le dije-. O los emprendemos en nuestro interior. La ventaja es que siempre hay espacio suficiente para las piernas cuando uno viaja por las vías aéreas internas.


Reanudamos el viaje.

Me había puesto a pensar dónde pasaríamos la noche. Aún no había empezado a atardecer, pero yo prefiero no conducir de noche. Desde hace unos años veo peor cuando está oscuro.

El paisaje invernal gozaba de una belleza especial por su uniformidad. Atravesábamos un entorno en el que no sucedía prácticamente nada.

Claro que aquello eran figuraciones mías. Siempre ocurre algo que viene a romper la uniformidad. Justo cuando acababa de pasar por la cima de una colina, ambos descubrimos al mismo tiempo la presencia de un perro sentado junto al arcén. Frené para no atropellado si echaba a correr hacia la carretera. Cuando lo dejamos atrás, Harriet dijo que el perro llevaba una correa. Vi por el espejo retrovisor que nos seguía. Volví a frenar y el animal nos alcanzó.

– Viene siguiéndonos -constaté.

– Creo que lo han abandonado.

– ¿Por qué iba a ser un perro abandonado?

– Los perros que corren tras los coches suelen ladrar, pero éste no ladra.

Harriet tenía razón. Me desvié al arcén y detuve el coche. El perro se sentó con la lengua fuera. Extendí el brazo para acariciarlo y no se apartó. Lo tomé por la correa y vi que había grabado en ella un número de teléfono. Harriet sacó su móvil y marcó el número. Cuando empezó a oírse el tono de llamada, me dio el aparato. Pero nadie contestó.

– No hay nadie.

– Si continuamos, el perro seguirá corriendo detrás de nosotros hasta reventar.

Harriet marcó otro número de teléfono. Cuando empezó a hablar, comprendí que había llamado al servicio de información telefónica.

– El abonado se llama Sara Larsson y vive en la granja Högtunet, en Rödjeby. ¿Tenemos algún mapa?

– Ninguno tan detallado.

– No podemos dejar al perro aquí, en la carretera.

Salí y abrí la puerta trasera. El perro entró de un salto y se acurrucó en el asiento. «Un perro solitario», me dije. «Como un ser humano muy solo.»

Tras haber recorrido unos diez kilómetros, llegamos a una pequeña aldea en la que había un comercio. Entré y pregunté por la granja Högtunet. El dependiente, que era joven y llevaba una gorra con la visera hacia atrás, me dibujó un mapa.

– Nos hemos encontrado un perro -le expliqué.

– Sara Larsson tiene un spaniel -contestó el dependiente-. ¿Tal vez se alejó de la granja y se perdió?

Volví al coche, le entregué a Harriet el mapa dibujado por el dependiente y di la vuelta por la misma carretera por la que habíamos llegado. El perro seguía enroscado en el asiento trasero. Me di cuenta de que estaba alerta. Harriet me guió hacia un desvío que apenas se distinguía entre los montones de nieve. Fue como entrar en un mundo donde todas las direcciones y puntos cardinales hubiesen dejado de existir. La carretera caracoleaba por entre los abetos vencidos por el peso de la nieve. Estaba despejada de nieve, pero ningún coche había transitado por ella desde la última vez que nevó.

– Hay huellas de animal -observó Harriet-. Conducen hacia atrás, hacia la carretera.

El perro se había sentado. Olisqueaba mirando por la luna delantera con las orejas alerta. La piel se le estremecía, como si tuviese frío. Cruzamos un viejo puente de piedra y, al borde del arcén, se atisbaban fincas abandonadas. El bosque se abrió de pronto. Sobre una colina se alzaba una casa que llevaba muchos años sin pintar. También había un trastero y un cobertizo medio derruido. Me detuve y dejé salir al perro, que echó a correr hacia la puerta y empezó a arañarla para luego sentarse a esperar. Observé que no salía humo de la chimenea. Las ventanas estaban cubiertas de escarcha. La lámpara de la escalinata estaba apagada. Y no me gustó lo que vi.

– Es como contemplar un cuadro -opinó Harriet-. Lo han expuesto aquí, en el bosque, como si fuera el caballete de la naturaleza. El artista se ha marchado.

Salí del coche y saqué el andador. Harriet negó con un gesto, pues prefería quedarse dentro. Me detuve en el jardín y agucé el oído. El perro seguía inmóvil sentado sin apartar los ojos de la puerta. De entre la nieve, como un pecio, sobresalía una quitanieves oxidada. Todo parecía abandonado y no se veían por ninguna parte otras huellas que las del perro. Me sentía cada vez más incómodo. Subí la escalinata y llamé a la puerta. El perro se puso de pie de un salto.

– ¿Quién me abrirá la puerta? -le pregunté en un susurro-. Dime, ¿a quién esperas? ¿Por qué estabas solo en la carretera nacional?

Volví a golpear la puerta y tanteé el picaporte. La llave no estaba echada. El perro se coló por entre mis piernas hacia el interior de la casa. Olía a cerrado, no porque no la hubiesen aireado, sino como si el tiempo se hubiese detenido y hubiese comenzado a despedir un olor a decadencia. El animal corrió hacia lo que yo intuí era la cocina, pero regresó enseguida. Di una voz, pero nadie respondió. A mi izquierda había una habitación con muebles antiguos y un reloj cuyo péndulo se movía mudo tras el cristal. A la derecha se hallaba la escalera que conducía al piso de arriba. Seguí al perro y me detuve en la puerta de la cocina.

En el suelo de linóleo gris yacía boca abajo el cuerpo de una anciana. Comprendí al momento que estaba muerta. Pese a todo, hice lo que había que hacer, me arrodillé y le busqué el pulso en el cuello, en la muñeca y en la sien. En realidad, no era necesario, puesto que el cuerpo estaba helado y rígido a aquellas alturas. Supuse que era Sara Larsson. Hacía frío en la cocina, pues la ventana estaba entreabierta. Adiviné que por allí habría salido el perro para ir en busca de ayuda. Me levanté y miré a mi alrededor. La cocina estaba en perfecto orden. Lo más probable era que Sara Larsson hubiese muerto por causas naturales. Se le pararía el corazón, una vena habría reventado en su cerebro. Calculé que tendría entre ochenta y noventa años. Llevaba el abundante cabello gris recogido en un moño en la nuca. Con sumo cuidado le di la vuelta al cadáver. El perro observaba mis movimientos con gran interés. Una vez que la mujer estuvo boca arriba, el animal se acercó a olisquearle el rostro. Era como si estuviese contemplando otro cuadro, distinto al que había visto Harriet. Éste representaba una soledad imposible de revestir con palabras. El rostro de la mujer muerta era hermoso. Hay una clase especial de belleza que sólo se advierte en los rostros de mujeres de edad muy avanzada. En su cara surcada de arrugas se ven todas las señales y los recuerdos de la vida pasada. Mujeres ancianas, cuyos cuerpos ya reclama la tierra.

Pensé en mi padre, en los últimos días antes de su muerte. El cáncer se extendía por todo su cuerpo. Junto a su lecho de muerte tenía un par de zapatos cepillados de forma impecable. Pero no decía nada. Temía tanto a la muerte que enmudeció. Y perdió tanto peso que estaba irreconocible. La tierra también gritaba pidiendo su cuerpo.

Fui hasta donde se encontraba Harriet, que había salido del coche y esperaba apoyada en el andador. Vino conmigo hasta el interior de la casa y se agarró con fuerza a mi brazo para subir la escalinata. El perro seguía en la cocina.

– Está en el suelo -le expliqué-. Está muerta y rígida y el rostro presenta un tono amarillento. No tienes por qué verla.

– No temo a la muerte. Lo único que me resulta desagradable es tener que estar muerta tanto tiempo.

«Estar muerto tanto tiempo.»

Después recordaría aquellas palabras de Harriet mientras estábamos en el penumbroso vestíbulo, a punto de entrar en la cocina donde yacía la mujer muerta.

Ambos guardábamos silencio. Luego echamos un vistazo a la casa. Buscaba indicios de que hubiese algún pariente con el que poder ponerme en contacto. Hubo un tiempo en que también vivía en la casa un hombre. Se deducía de las fotografías que colgaban de las paredes. Pero por entonces ella vivía sola con su perro. Cuando bajé del piso de arriba, Harriet estaba cubriendo el rostro de Sara Larsson con un paño. Le costó un gran esfuerzo agacharse. El perro se había tumbado en su cesta, junto a los fogones, y seguía nuestros movimientos con expresión vigilante.

Llamé a la policía. Me llevó un rato hacerles entender dónde me encontraba.

Salimos a la escalinata con la intención de esperar fuera. Ambos nos sentíamos sobrecogidos. No decíamos nada, pero noté que intentábamos permanecer cerca el uno del otro. Al cabo de un rato, vimos los faros cortando el bosque y un coche de policía se detuvo ante la casa. Los policías que salieron del coche eran muy jóvenes. Uno de ellos, una mujer con el cabello largo y rubio recogido en una cola de caballo bajo la gorra del uniforme, no aparentaba más de veinte años, quizá veintiuno. Se llamaban Anna y Evert. Entraron en la cocina. Harriet se quedó en la escalera mientras yo los acompañaba.

– ¿Qué será del perro?

– Nos lo llevaremos.

– ¿Qué ocurrirá después?

– Tendremos que dejarlo en un calabozo hasta que encontremos a algún familiar que lo reclame. De lo contrario, irá a parar a la perrera. En el peor de los casos, lo matarán.

Los receptores que llevaban en los cinturones emitían un carraspeo incesante. La joven anotó mi nombre y mi número de teléfono.

Nos dijo que no tendríamos que esperar mucho tiempo. Me acuclillé ante la cesta para acariciar al spaniel. ¿Cómo se llamaría? ¿Qué sería de ella ahora?


Avanzábamos a través del creciente ocaso. A la luz de los faros veía indicadores con nombres de lugares de los que jamás había oído hablar.

Conducir a través de un paisaje nevado es como haber traspasado la barrera del sonido. Todo es silencio, tanto a tu alrededor como en tu interior. El verano o la primavera rebosan de sonidos. Nunca hay silencio. Pero el invierno es mudo.

Llegamos a un cruce. Me detuve y divisé una señal en la que se anunciaba que, después de recorrer nueve kilómetros, llegaríamos a la hospedería de Rävhyttan. No tenía ni idea de qué tipo de lugar sería, pero Harriet y yo teníamos que encontrar algún sitio donde pasar la noche.

La hospedería resultó ser un edificio parecido a una casa señorial con dos alas que se erguía sobre una gran zona ajardinada. Había muchos coches aparcados ante la fachada principal.

Dejé a Harriet en el coche y entré en el bien iluminado vestíbulo, donde un hombre de edad avanzada y actitud ausente tocaba un viejo piano. Al oírme llegar se levantó. Le pregunté si tenían habitaciones libres para una noche.

– Está casi completo. Tenemos un gran grupo que celebra el regreso de un familiar estadounidense.

– ¿No disponéis de ninguna habitación libre?

El hombre escrutó el libro de reservas.

– Nos queda una.

– Necesito dos.

– Bueno, tenemos una habitación doble con vistas al lago. En la primera planta, muy silenciosa. Estaba reservada, pero uno de los miembros del grupo se puso enfermo. Ésa es la que nos queda.

– ¿Tiene dos camas? ¿Con una mesilla en medio?

– Hay una cama doble, comodísima. Nadie se ha quejado nunca de que resulte difícil dormir en ella. Uno de los príncipes más ancianos del país, ya fallecido, durmió en ella en numerosas ocasiones, y jamás se quejó. Pese a que soy monárquico, he de admitir que nuestros huéspedes de la realeza a veces pueden ser extremadamente exigentes. Tanto la generación de más edad como la más joven.

– ¿Puede dividirse la cama?

– No, salvo con una sierra.

Salí y le expliqué a Harriet la situación. Una habitación y una cama doble. Podíamos seguir nuestro camino y buscar en otro lugar.

– ¿Hay comida? -preguntó Harriet-. Yo puedo dormir en cualquier sitio.

Volví, pues, a la hospedería. La melodía que el hombre intentaba interpretar al piano me resultaba familiar. Me sonaba a alguna canción que había sido muy popular en mi juventud. Harriet seguro que sabía cuál era.

Pregunté si servían cenas.

– Tenemos una degustación de vinos que les recomiendo.

– ¿Eso es todo?

– ¿No es suficiente?

La respuesta dejó traslucir su displicencia.

– Nos quedamos con la habitación -le dije-. Nos quedamos con la habitación y nos encantará disfrutar de la degustación.

Volví a salir y le ayudé a Harriet a salir del asiento. Noté que aún sufría dolores. Caminamos despacio por la nieve, subimos por la rampa para las sillas de ruedas y entramos en el cálido ambiente. El hombre estaba otra vez sentado al piano.

– Non ho l'età -dijo Harriet-. Nosotros la bailábamos. ¿Recuerdas quién la cantaba? Gigliola Cinquetti. Ganó el festival de Eurovisión en 1963 o 1964.

Lo recordaba. Al menos, me empeñé en que así era. Después de todos aquellos años de soledad en la isla de mis abuelos, ya no confiaba en mi memoria.

– Bajaré a formalizar el registro más tarde -le dije-. Primero, vamos a la habitación.

El hombre tomó una llave y nos condujo por un largo pasillo que desembocaba en una única puerta con el número incrustado en la oscura madera. Ocuparíamos la habitación número tres. Abrió con la llave y encendió la luz. Era amplia y muy hermosa. Pero la cama doble era más pequeña de lo que yo había imaginado.

– La cocina cierra dentro de una hora.

El hombre se marchó y Harriet se dejó caer pesadamente y se sentó en el borde de la cama. De pronto, la situación se me antojó irreal. ¿En qué me había metido? ¿Iba a compartir la cama con Harriet después de tanto tiempo? ¿Por qué lo consentía ella?

– Seguro que hay algún sofá en el que yo pueda dormir -le dije.

– A mí me da igual -aseguró Harriet-. Nunca me has dado miedo. Y yo, ¿te doy miedo a ti? ¿Temes que te aseste un hachazo mientras duermes? Necesito estar a solas un momento. Me gustaría comer dentro de media hora. Y no te preocupes. Pagaré mi parte.

Fui a la recepción, donde el hombre seguía al piano, y formalicé el registro. Desde la parte del comedor que estaba separada por una puerta corredera se oía el murmullo del grupo que le daba la bienvenida a su pariente americano. Entré en una de las salas y me senté a esperar. Había sido un día muy largo. Me sentía inquieto. Los días siempre transcurrían lentos en la isla. Ahora me sentía como atacado por unas fuerzas de las que no me veía capaz de defenderme.

Por la puerta entreabierta vi que Harriet se acercaba por el pasillo apoyada en su andador. Era como si viniese remando a bordo de una extraña embarcación. Avanzaba con paso vacilante. ¿Habría vuelto a beber? Entramos en el comedor. La mayoría de las mesas estaban vacías. Una solícita camarera de piernas hinchadas y doloridas nos asignó una mesa en un rincón. Tal y como mi padre me había enseñado, comprobé si los zapatos que llevaba la camarera eran buenos y adecuados. Y lo eran, pero estaban sucios. A diferencia de lo que había sucedido la vez anterior que nos detuvimos a comer, en esta ocasión Harriet sí tenía hambre. Yo, en cambio, no. Pero bebí ansioso los vinos que nos iba ofreciendo un joven escuálido con el rostro sembrado de acné. Harriet le hizo algunas preguntas, pero yo me limité a apurar lo que me servían. Eran vinos australianos y algunos de Sudáfrica. Pero ¿qué importancia tenía eso? En aquel momento, lo único que me interesaba era el vértigo.

Brindamos y noté que Harriet se emborrachaba enseguida. No era sólo yo quien bebía demasiado. ¿Cuándo fue la última vez que me emborraché hasta el punto de no poder controlar mis movimientos? En contadas ocasiones, cuando la melancolía se adueñaba de mí en la isla, me sentaba a beber en la cocina. Siempre acababa echando a la calle al perro y al gato y durmiéndome vestido en la cama sin deshacer. Durante los seis meses de invierno apenas me sucedía. Eran más bien las claras tardes de primavera o de principios de otoño; entonces la angustia hacía su aparición y yo sacaba algunas de las botellas que siempre tenía a mano. A través de Jansson, podía hacer pedidos al Systemet, [1] pero a mí no se me había pasado por la cabeza permitirle que conociese mis hábitos de bebida. Yo compraba mis botellas personalmente.


El comedor cerró. Nosotros fuimos los últimos comensales. Habíamos comido y bebido y, como por un acuerdo tácito, no abordamos en la conversación ni nuestras vidas ni adónde nos dirigíamos. Ni siquiera hablamos de Sara Larsson y su perro. Anoté la cena en la cuenta de la habitación, pese a las protestas de Harriet. Después, nos marchamos con paso indeciso. De algún modo que se me escapaba, Harriet parecía poder tropezar con el andador. Abrí la puerta y le dije que saldría a dar un paseo. Ni que decir tiene que no era cierto, pero no quería que Harriet se sintiese incómoda quedándome allí mientras ella se metía en la cama. Supongo que así también me evitaría a mí mismo esa incomodidad.

Me senté en una sala de lectura llena de estanterías con libros y revistas antiguos. La sala estaba vacía. El hombre del piano había desaparecido. Y no sabía dónde se habría metido el gran grupo de huéspedes. Agucé el oído, pero no se oía nada. El sueño me sobrevino, como si se hubiese arrojado sobre mí. Cuando desperté, no sabía dónde me encontraba. Miré el reloj y comprobé que había estado durmiendo casi una hora. Me levanté, me tambaleé por los efectos de tanto vino y regresé a la habitación. Harriet estaba dormida. Había dejado encendida la lámpara de mi mesilla. Me desvestí despacio, me lavé un poco y me acurruqué en la cama. Intenté averiguar, por el ruido de su respiración, si Harriet dormía o sólo fingía dormir. Estaba tumbada de lado. Me sentí tentado de acariciarle la espalda. Llevaba un camisón de color azul claro. Apagué la luz y me quedé a oscuras, escuchando su respiración. Había en mí un núcleo de desasosiego. Sin embargo, también había otro sentimiento que llevaba tiempo añorando. La sensación de no estar solo. Así de sencillo. La soledad, ahuyentada por un instante.

Debí de dormirme. Me desperté por los gritos de Harriet. Medio dormido, logré encender la lámpara de la mesilla. Estaba sentada en la cama y gritaba de dolor y desesperación. Cuando intenté tocarle el hombro, me golpeó con fuerza en la cara.

Empecé a sangrar por la nariz.

Ya no dormimos más aquella noche.

7

El alba surgió como un humo gris sobre el lago nevado.

Yo estaba junto a la ventana pensando que había visto a mi padre en aquella misma postura. Claro que yo no estoy tan obeso como él, aunque mi estómago también ha empezado a sobresalir. Pero ¿quién me veía a mí junto a la ventana? Nadie, salvo Harriet, que se había sentado en la cama tras acomodar los almohadones a su espalda.

Pensé en lo que había sucedido después de que sus gritos me despertasen y ella me atizase con el puño en la nariz.

Podría decirse que yo era un hombre medio desnudo en un paisaje invernal.

Reflexioné sobre si debía bajar hasta el lago helado y cavar un agujero. Añoraba el dolor de exponerme al agua gélida. Pero sabía que no lo haría. Me quedaría en la habitación, con Harriet. Debíamos vestirnos, desayunar y proseguir el viaje.

Pensé en el sueño que habría despertado a Harriet entre gritos. Lo que me contó parecía bastante confuso en un principio. Se diría que rebuscaba el sueño en su memoria y que no encontraba más que fragmentos. Alguien le había clavado clavos en el cuerpo, porque ella se había negado a cederlo. Alguien que se había empeñado en arrancarle las costillas. Ella se había opuesto, se hallaba en una habitación o tal vez en un paraje natural, y estaba rodeada de personas cuyos rostros no reconocía. Sus voces se asemejaban a gritos de aves amenazantes.

Finalmente gritó de verdad y me despertó. Al intentar tocarla y tranquilizarla, o tal vez tranquilizarme a mí mismo, aún se encontraba en la zona fronteriza del sueño y la vigilia, donde cuesta saber quién resulta vencedor, si el sueño o la realidad. De ahí que me golpease; en realidad, estaba defendiéndose de los seres sin contorno que querían arrancarle el pecho. Me propinó un buen golpe que me recordó al dolor que sentí el día en que me golpearon y me robaron en Roma.

En esta ocasión, no obstante, no llegó a rompérseme el tabique nasal.

Me puse papel higiénico en la nariz, me apliqué en el cuello una toalla empapada en agua muy fría y, tras un instante, noté que dejaba de sangrar. Harriet dio unos golpéenos en la puerta del baño y me preguntó si podía hacer algo por mí. Yo quería que me dejara en paz, así que le dije que no. Cuando salí del baño con las bolitas de papel en la nariz, Harriet ya había vuelto a la cama. Se había quitado el camisón y lo había dejado en el cabecero. Clavó en mí su mirada.

– No era mi intención pegarte.

– Por supuesto que no. Estabas soñando.

– Alguien me arrancaba el cuerpo a trozos. Mi lado de la cama está empapado en sudor. Por eso me he quitado el camisón.

Me senté en una de las sillas que había junto a la gran ventana que daba al lago. Fuera, aún estaba oscuro. En la distancia se oían los ladridos de un perro.

Ladridos aislados, como frases entrecortadas. O como cuando uno habla sin que lo escuche nadie.


Harriet me contó su sueño.

La miraba pensando que era la misma que yo había conocido y amado. Pese a lo mucho que había cambiado. Me pregunté qué me movía a pensar en aquellos términos. Al final comprendí que su voz no había cambiado en absoluto en los años transcurridos. En muchas ocasiones le había dicho que siempre se las arreglaría trabajando como telefonista. Por teléfono tenía la voz más bonita que jamás había oído.

– Una caballería hostil esperaba en el bosque -explicó-. De repente, avanzaron y atacaron sin darme la menor oportunidad de defenderme. Pero ya pasó. Además, sé bien que ciertas pesadillas nunca se repiten. Cuando nos sobrevienen, se vacían de toda su fuerza y dejan de existir.

– Sé que estás muy enferma -confesé.

No había planeado en absoluto decírselo. Simplemente, las palabras surgieron de mi boca. Harriet me miró inquisitiva.

– Había una carta en tu bolso. Estaba buscando una explicación a tu desmayo en el hielo. Encontré el papel y lo leí.

– ¿Por qué no me lo dijiste antes?

– Me avergonzaba de haber curioseado en tu bolso. Si alguien me hiciese a mí algo parecido, me pondría furioso.

– A ti siempre te ha gustado husmear. Siempre has sido así.

– Eso no es cierto.

– Lo es. Ninguno de los dos tiene ya fuerzas para mentir. ¿No crees?

Me sonrojé. Harriet tenía razón. Siempre había fisgoneado en las pertenencias ajenas. Incluso he llegado a abrir cartas de otros y, tras haberlas leído, he vuelto a pegar el sobre. Mi madre tenía una colección de cartas cuando era joven, en las que se confiaba a una amiga. Decía que, cuando muriese, debíamos quemar esas cartas juntas, atadas con un lazo, como ella las dejó. Y lo hice, pero después de haberlas leído. Fisgaba en los diarios de mis novias y en sus cajones, y era capaz de trastear en los escritorios de mis colegas. Hubo pacientes en cuyas carteras indagué a conciencia. Nunca me llevé dinero. Eso no me interesaba. Tan sólo los secretos. Los puntos débiles de las personas. Saber lo que nadie más sabía.

Harriet fue la única que me descubrió.

Fue un día en casa de su madre. Me dejaron solo un instante y empecé a revisar un escritorio, cuando Harriet entró en la habitación sin hacer ruido y me preguntó qué estaba haciendo. Ella ya se había dado cuenta de que yo le registraba el bolso. Fue uno de los peores momentos de mi vida. No recuerdo qué contesté. Jamás volvimos a hablar del asunto. Pero tampoco volví a husmear en sus cosas. Sin embargo, sí seguí investigando las vidas de amigos y colegas. Y ahora, ella me hizo recordar qué tipo de persona era yo.

Alisó la colcha y me invitó con un gesto a sentarme a su lado. La idea de que estuviese desnuda bajo las sábanas me excitó de repente. Obedecí y posé la mano sobre su brazo. Harriet tenía una serie de lunares. Los recordaba. «Todo es lo mismo», me dije. «Tras todo el tiempo pasado somos, en realidad, los mismos que en el punto de partida.»

– No quería contártelo -admitió ella-. Podías creer que ésa era la razón por la que había venido a verte, en busca de una ayuda que no existe.

– No hay que perder nunca la esperanza.

– Ni tú ni yo creemos en los milagros. Si suceden, suceden. Pero creer en ellos, esperarlos, no es más que un modo de perder el tiempo que nos toca. Puede que viva un año, puede que medio. De todos modos, creo que me arreglaré unos meses más con el andador y los analgésicos. Pero no me digas que no hay que perder la esperanza.

– Se hacen progresos continuamente. A veces ocurre con una rapidez sorprendente.

Harriet se incorporó un poco más, apoyada en los almohadones.

– ¿Tú crees lo que me estás diciendo?

No respondí. Recordé que alguien me había dicho en una ocasión que la vida era como la relación que tienen las personas con sus zapatos. Uno no podía esperar ni creer que se adaptaban al pie. El que los zapatos apretasen era algo que pertenecía a la realidad.

– Quisiera pedirte algo -declaró Harriet de repente, rompiendo a reír-. ¿No podrías quitarte esas bolitas de papel de la nariz?

– ¿Era eso lo que querías pedirme?

– No.

Fui al cuarto de baño y retiré el papel empapado. Había dejado de sangrar. Me dolía la nariz y vi que se me inflamaría y que me saldría un moretón. Fuera seguía oyéndose el mismo ladrido solitario e inopinado del perro.

Volví y me senté de nuevo en el borde de la cama.

– Quiero que te acuestes aquí a mi lado, sólo eso.

Hice lo que me pedía. Despedía un olor intenso. A través de las sábanas sentía el contorno de su cuerpo. Yo estaba tumbado a su izquierda, como siempre. Harriet extendió el brazo y apagó la lámpara. Eran entre las cuatro y las cinco. A través de la cortina se filtraba la débil luz de una farola solitaria que se alzaba junto a una fuente del jardín.

– Tengo verdaderos deseos de ver la laguna que me -confesó-. Nunca me regalaste ningún anillo. Y tampoco creo que lo hubiese querido. Pero me diste la laguna. Y quiero verla antes de morir.

– Tú no vas a morir.

– Por supuesto que voy a morir. Llega un momento en que a uno ya no le quedan fuerzas para negar lo que se avecina. El hombre es un ser que tiene la muerte como único acompañante seguro durante toda la vida. Incluso los locos suelen presentir cuándo ha llegado la hora. -Harriet guardó silencio. El dolor cedía y se intensificaba continuamente-. A menudo me he preguntado por qué nunca me dijiste nada -prosiguió al cabo de un rato-. Comprendo que encontrases a otra o, simplemente, que ya no quisieras más. Pero ¿por qué no me lo dijiste?

– No lo sé.

– Claro que lo sabes. Tú siempre sabías lo que hacías, incluso cuando asegurabas lo contrario. ¿Por qué te escondiste? ¿Dónde estabas mientras yo te esperaba en el aeropuerto? Permanecí allí durante horas. Aunque al final, el único avión que quedaba era un chárter que partía con retraso a Tenerife. Después pensé que tal vez te hubieses escondido detrás de una columna, que me estarías observando desde allí. Y riéndote.

– ¿Por qué crees que iba a reírme? Yo ya me había marchado.

Ella reflexionó un instante antes de responder.

– ¿Que ya te habías marchado?

– A la misma hora, en el mismo avión, pero el día anterior.

– ¿Lo tenías planeado?

– No sabía si podría tomar el avión. Pero me fui al aeropuerto. Y resultó que un pasajero no se presentó, así que pude cambiar mi vuelo.

– No te creo.

– Te aseguro que así pasó.

– Sé que no. Tú no eras así. Tú no hacías nada sin haberte preparado antes. Solías decir que un cirujano no podía permitirse aprovechar una ocasión. Solías decir que eras cirujano hasta la médula. Sé que lo habías planeado. ¿Cómo osas pedirme que crea algo que no es más que una mentira? Eres el mismo de entonces. Te pasas la vida mintiendo. Me di cuenta demasiado tarde.

Harriet había empezado a hablar con voz chillona, a gritar. Intenté calmarla, le pedí que pensara en las personas que dormían en la habitación contigua.

– No me importan lo más mínimo. Dime cómo es posible que alguien actúe igual que tú en aquella ocasión.

– Ya te he dicho que no lo sé.

– ¿Les has hecho lo mismo a otras mujeres? ¿Las has atrapado en tus redes para luego dejarlas sin más?

– No te entiendo.

– ¿No tienes nada más que decir?

– Estoy intentando ser honrado.

– Mientes. No hay ni una palabra de verdad en lo que dices. ¿Cómo te soportas a ti mismo?

– No tengo nada más que decir.

– Me pregunto qué estará pasándote por la cabeza.

De improviso, me dio un golpecito en la frente con el dedo.

– ¿Qué tienes ahí dentro? ¿Nada? ¿Sólo sombras? -Después se tumbó dándome la espalda. Yo tenía la esperanza de que se le hubiese pasado-. ¿De verdad que no tienes nada que decir? ¿Ni siquiera «perdón»?

– Perdón.

– Si no estuviese tan enferma, te golpearía. Y no volvería a dejarte en paz nunca más. Casi conseguiste arruinarme la vida. Y lo único que quisiera es que pudieses decir algo que me ayudase a comprender.

No respondí. Tal vez algo la hubiese aliviado. Las mentiras siempre son como lastres, aunque al principio parezcan ingrávidas. Harriet se tapó hasta la barbilla.

– ¿Tienes frío? -pregunté tímidamente.

Ella contestó con calma manifiesta.

– Yo no he tenido frío en toda mi vida. He buscado el calor en los desiertos y en los países tropicales. Pero siempre he llevado dentro de mí un pequeño témpano de hielo. La gente siempre arrastra algo. Dolor los unos, desasosiego otros. Yo arrastro un témpano. Tú ese hormiguero que tienes en la sala de estar de tu vieja casa de pescadores.

– Nunca utilizo esa habitación. En invierno allí no pongo la calefacción. En verano la aireo un poco, nada más. Tanto mi abuelo como mi abuela murieron en esa habitación. En cuanto entro en ella casi puedo oír la respiración y sentir el olor de ambos. En una ocasión descubrí que había hormigas dentro. Cuando abrí la puerta varios meses después, vi que habían empezado a construir un hormiguero. Y las dejé hacer.

Harriet se dio la vuelta.

– ¿Qué fue lo que pasó? Te pregunto con toda sinceridad. ¿Por qué te mudaste allí? Por lo que me dijo el hombre que me llevó hasta tu casa, llevas viviendo en esa casa cerca de veinte años.

– Jansson es un canalla. Siempre exagera. Llevo doce años en la isla.

– ¿Un médico que se jubila a los cincuenta y cuatro?

– No quiero hablar de eso. Pasó algo…

– A mí me lo puedes contar.

– No quiero.

– Si me voy a morir muy pronto.

Entonces fui yo quien le dio la espalda pensando que no debía haber accedido. No era la laguna lo que le interesaba. Era yo.

No logré concluir aquel razonamiento.

Sentí que se me acercaba y se apretaba contra mí. El calor de su cuerpo me envolvió al punto y llenó lo que yo llevaba años sufriendo como un absurdo recipiente. Así dormíamos siempre. Yo la transportaba hasta el sueño sobre mi espalda. Durante un instante, pensé que siempre habíamos estado así, durante casi cuarenta años, un extraño sueño del que ambos empezábamos a despertar en aquel momento.

– ¿Qué te ocurrió, dime? Ahora ya puedes contármelo -me animó Harriet.

– Cometí un error fatal durante una operación. Después insistí en que yo no tenía ninguna responsabilidad en lo ocurrido. Me condenaron. No en un juicio, pero sí las autoridades sanitarias. Me dieron un aviso que no pude sobrellevar. No soporto la idea de contarte más, por ahora. Deja de preguntar.

– Pues mejor háblame de la laguna -susurró ella.

– Es negra, dicen que no tiene fondo, sin playa. Un insignificante pariente pobre de todos los hermosos lagos de aguas claras. Al verla, cuesta creer que exista, que no sea sólo una gota de tinta de la naturaleza que se haya derramado por error. En una ocasión, cuando yo era pequeño, vi a mi padre nadar en ella. Ya te lo conté. Pero nunca te dije que, en aquella ocasión, comprendí lo que era la vida. La gente se une para separarse, nada más.

– ¿Hay peces en esa laguna?

– No lo sé. Pero si los hay, deben de ser completamente negros. Incluso invisibles, porque tampoco se los podrá distinguir de las aguas. Peces negros, ranas negras, arañas negras. Y en el fondo, si es que lo hay, una anguila solitaria que se mueve despacio entre dunas.

Harriet se pegó a mí con más fuerza. Pensé que estaba moribunda, que su calor no tardaría en empezar a transformarse en un frío incipiente. ¿Qué era lo que me había dicho? ¿Que llevaba un témpano en su corazón? De modo que para ella la muerte era hielo y sólo eso. La muerte nunca es igual para todos, la sombra que nos sigue se nos presenta a cada uno de modo distinto. Yo quería darme la vuelta y abrazarla tan fuerte como pudiese. Pero algo me lo impedía. Tal vez aún temía lo que en su día me hizo abandonarla. Demasiada cercanía, sentimientos a los que no era capaz de enfrentarme.

No lo sabía. Pero tal vez ahora sí quisiera saberlo.


Debí de quedarme dormido un rato. Me desperté al notar que ella se había sentado en el borde de la cama. Vi con horror cómo se arrodillaba y se arrastraba hacia la puerta del baño. Estaba desnuda, los pechos caídos y el cuerpo más viejo de lo que yo me había figurado. Ignoro si iba gateando hacia el baño porque estaba demasiado cansada para caminar o si no quería despertarme con el chirrido del andador. Se me llenaron los ojos de lágrimas y, cuando ella cerró la puerta del baño, tenía la vista nublada. Ya había conseguido ponerse de pie cuando salió del baño. Pero le temblaban las piernas. Y volvió a tumbarse muy pegada a mí.

– No puedo dormir -le dije-. No sé qué me pasa.

– Que recibiste una visita inesperada en la isla. Una vieja vino desde el pasado, caminando sobre el hielo. Y ahora vas camino de cumplir una promesa.

Noté que olía a alcohol. ¿Tendría una botella escondida en la bolsa de aseo?

– La mayoría de las medicinas no deben mezclarse con el alcohol -le advertí.

– Si me viese obligada a elegir, optaría por esos tragos que me tomo de vez en cuando.

– Te escondes para beber.

– Comprenderás que me he dado cuenta de que tú has notado que huelo a alcohol. Pero, de todos modos, a mí me gusta fingir que lo hago a escondidas.

– ¿Qué es lo que bebes?

– Aguardiente sueco normal y corriente. Mañana tendrás que parar en un Systembolaget. Ya casi no me queda nada del que me había traído.

Nos quedamos allí tumbados, esperando el amanecer.

Harriet daba una cabezada de vez en cuando. El perro que había oído ladrar por la noche guardó silencio. Una vez más, me levanté para colocarme junto a la ventana. Pensé que me había transformado en mi propio padre. Desde una distancia de cincuenta y cinco años, fuimos acercándonos hasta convertirnos en una única persona.

Descubrí su soledad junto a la laguna. Ahora comprendía que aquella soledad también era mía.

Y eso me aterrorizó. No quería esa soledad.

No quería ser aquel hombre que se bañaba en un agujero en el hielo, en las gélidas aguas del mar, para sentirse vivo.

8

Dejamos la hospedería poco antes de las nueve.

La bruma se desgajaba ante nosotros aquella mañana, estábamos a pocos grados de temperatura y soplaba una suave brisa. El hombre del piano no había vuelto. Y en la recepción había ahora una joven. Nos preguntó si habíamos dormido bien y si estábamos satisfechos. Harriet se había quedado a unos metros de mí, con el andador.

– Hemos dormido de maravilla -mintió-. La cama era grande y cómoda.

Pagué la cuenta y le pregunté si tenían algún mapa. La joven se marchó para regresar tras unos minutos con un librito lleno de mapas.

– Es gratis -explicó-. Un huésped que venía de Lund y pasó aquí una noche hace un par de semanas se lo dejó olvidado.

Nos marchamos de allí y nos adentramos en la bruma.

Era como si nos encontrásemos en un país sin caminos. Conducíamos despacio, pues la niebla era muy espesa. Pensé en todas las ocasiones en que, cerca de mi isla, había remado en un cinturón de densa bruma. Cuando los bancos de niebla venían como rodando desde alta mar, yo detenía los remos y, a veces, me dejaba envolver por toda aquella blancura. Siempre me había parecido una extraña mezcla de seguridad y amenaza. Sentada en el banco que había junto al manzano, mi abuela me hablaba de la gente que se había perdido remando en la niebla. Aseguraba que había en ella un agujero que te absorbía y del que jamás podías regresar.

De vez en cuando surgía la luz de unos faros, divisábamos un coche o un camión antes de quedarnos solos de nuevo.

En uno de los pueblos por los que pasamos había un Systembolaget y entré a comprar lo que Harriet me pidió. Insistió en pagar ella. Vodka, aguardiente, coñac, todo ello en botellas de medio litro.

La niebla empezó a despejarse despacio. Sentía la nieve en el ambiente.

Harriet se tomó un trago de una de las botellas antes de que me hubiese dado tiempo de arrancar el motor. No dije nada, pues nada había que decir.

De repente, recordé.

Aftonlöten. [2] Recordé el nombre del monte que se alzaba cerca de la laguna donde había visto nadar a mi padre como una morsa feliz.

Aftonlöten.

Recuerdo que le pregunté qué significaba. Él no lo sabía. O al menos no me dio ninguna respuesta.

Aftonlöten.

Sonaba como una palabra tomada de una vieja canción pastoril. Un pequeño monte de poco más de seiscientos metros de altura situado entre Ytterhogdal, Linsjön y Älvros.

Aftonlöten. No le dije nada a Harriet, puesto que aún no estaba seguro de poder localizar la laguna.

Le pregunté cómo se encontraba. Ella no respondió hasta casi cinco kilómetros más tarde. La escasez de palabras y la distancia van juntas. Es más fácil mantenerse callado cuando nos queda un largo camino.

Me dijo que no le dolía. Puesto que no era cierto, no me molesté en volver a preguntar.


Nos detuvimos a comer cerca de la frontera con Härjedalen. En el aparcamiento había un coche solitario. Había algo en aquel lugar que me desconcertaba, sin que yo supiese decir qué exactamente. En el interior de la vieja casa de vigas de madera ardía un fuego. Olía a jugo de arándano. Un olor que yo reconocía de mi niñez. Creía que el jugo de arándano ya ni existía casi. Pero aquí lo servían.

Nos sentamos en el comedor, cuyas paredes estaban formadas de troncos de madera adornadas con cornamentas de alce y pájaros disecados que nos observaban. En una estantería había un cráneo. No pude evitar empeñarme en averiguar de qué era. Me llevó un buen rato descubrir que era el cráneo de un oso. La camarera, que nos recitó los platos entre los que podíamos elegir, entró y me vio con el cráneo en la mano.

– Murió por causas naturales -explicó-. Pero mi marido quería que dijera que él lo había cazado. Ahora que está muerto, puedo decir la verdad. Lo encontramos muerto. Junto a Risvattnet. Un oso viejo que se tumbó a morir junto a unos abetos caídos.

De repente, supe que ya había estado en aquel lugar. Durante aquel viaje que hice con mi padre. Tal vez fuese el aroma a jugo de arándano lo que me hizo evocar el recuerdo. Yo ya había estado en aquel comedor, con mi padre, cuando era muy pequeño y comimos y yo bebí jugo de arándano.

Esos pájaros disecados, ¿colgaban ya entonces de las paredes y miraban a los comensales con sus pétreos ojos? No lo recordaba. Pero sabía que ya había estado allí. Podía ver a mi padre limpiarse la boca con la servilleta, mirar el reloj y decirme después que me apresurase a terminar de comer. Que aún nos quedaba mucho trecho por recorrer.

En la pared que había junto a la chimenea y el fuego había un mapa. Allí estaban Aftonlöten, Linsjön y un monte que no recordaba.

Se llamaba Fnussjen.

Un nombre incomprensible, como un chiste. Un chiste de quinientos metros de altura recubierto de boscaje. A diferencia de Aftonlöten, que era un nombre serio y hermoso a la vez.

Comimos guiso de vaca. Yo terminé antes que Harriet y me senté ante el fuego a esperarla.

Cuando se levantó de la mesa, vi que le costaba cruzar el umbral con el andador, así que me levanté para prestarle ayuda.

– Puedo sola.

Su voz sonó como un repentino rugido.

Caminamos despacio sobre la nieve de regreso al coche. «Jamás vivimos juntos», pensé. «No obstante, todos aquellos que ahora nos ven nos toman por un viejo matrimonio que se profesa una paciencia infinita.»

– No tengo fuerzas para seguir hoy -confesó Harriet una vez en el coche.

Vi el sudor que había aflorado a su frente por el esfuerzo. Tenía los ojos entrecerrados, como si estuviese a punto de dormirse. «Se va a morir», pensé. «Se va a morir aquí en el coche.» Yo siempre me he preguntado en qué instante me iba a morir. En mi cama, en una calle, en una tienda o en el muelle de mi isla, mientras espero a Jansson. Pero jamás me imaginé muriendo en un coche.

– Necesito descansar -me dijo-. De lo contrario, no sé qué pasará.

– Debes decirme lo que puedes hacer y lo que no. -Pues eso es lo que estoy haciendo. Mañana dedicaremos el día a la laguna. Hoy no.


Encontré una pequeña pensión en el siguiente pueblo. Un edificio amarillo situado detrás de la iglesia donde nos recibió una mujer muy solícita. Al ver el andador, nos dio una amplia habitación de la planta baja. En realidad, a mí me habría gustado tener mi propia habitación, pero no se me ocurrió decir nada. Harriet se echó a descansar. Yo hojeé un montón de revistas viejas que había en una mesa, antes de caer vencido por el sueño. Unas horas más tarde fui a comprar una pizza en un establecimiento desierto donde vi sentado a un hombre de edad que, en compañía de su perro, murmuraba para sus adentros.

Comimos sentados en la cama. Harriet estaba muy cansada. Después de comer volvió a echarse. Le pregunté si quería que hablásemos, pero ella negó con un gesto.

Salí para pasear en el ocaso por el pequeño pueblo lleno de comercios vacíos. En los escaparates habían fijado carteles con los números de teléfono a los que debían llamar quienes quisieran alquilar algo allí. Era como un grito de socorro, un pequeño pueblo sueco a punto de naufragar. La isla de mis abuelos formaba parte de ese inmenso archipiélago sueco abandonado, que nadie necesitaba y que no sólo se componía de las islas que salpicaban nuestras largas costas, sino también de todos esos pueblos diminutos establecidos en los bosques y en el interior. No había en ellos muelles desde los que bajar a tierra, ni iracundos hidrocópteros que levantasen la nieve con sus hélices al acercarse para traer el correo y la publicidad. Pese a todo, caminar por aquellas calles desiertas le infundía a uno la sensación de ir paseando por un islote remoto. La luz azul del televisor se filtraba por las ventanas incidiendo sobre la nieve; a veces también se filtraba el sonido, de cada ventana un fragmento de distintos programas televisivos. Así me imaginaba la soledad, la gente viendo el mismo programa sólo de forma excepcional. Por las noches, varias generaciones, las familias, se enterraban en los diversos mundos que les arrojaban desde diversos satélites.

Antes, al menos, los programas de los que se hablaba eran los mismos. ¿De qué hablaba la gente ahora?

Me detuve junto a lo que había sido la estación de ferrocarril y me enrollé bien la bufanda. Hacía frío y, además, había empezado a soplar el viento. Caminé por el andén solitario. En un apartadero cubierto de nieve había un solitario vagón de mercancías, como un toro abandonado en su establo. A la débil luz de una única farola intenté leer el viejo horario que había fijado a la pared de la estación, tras un cristal destrozado. Miré mi reloj. Dentro de unos minutos habría pasado un tren con destino al sur. Esperé pensando que no sería nada extraordinario que un tren fantasma apareciese en la oscuridad para después esfumarse hacia el puente que se extendía sobre el río helado.

Pero no llegó ningún tren. No llegó nada. Si hubiese tenido algo de heno, lo habría amontonado junto al solitario vagón. Seguí caminando. El cielo estaba totalmente despejado. Intenté detectar algún movimiento allá arriba, una estrella fugaz, un satélite, tal vez un susurro de alguno de los dioses que dicen habitan el firmamento. Pero nada. El cielo nocturno estaba mudo. Continué hacia el puente que cruzaba las heladas aguas del río. Incrustado en el hielo, sobresalía un madero. Un punto negro en medio de tanta blancura. De repente, no pude recordar el nombre del río. Creía que era Ljusnan, pero no estaba seguro.

Permanecí largo rato en el puente. De pronto, sentí como si ya no estuviese solo bajo la alta armazón de hierro. Había otras personas y comprendí que eran yo mismo. A todas mis edades, desde el niño que corría jugando en la isla de mis abuelos hasta el joven que, muchos años después, abandonó a Harriet y, finalmente, el que era ahora. Por un instante osé verme a mí mismo, tal y como había sido y tal y como había llegado a ser.

Busqué, entre las figuras que me rodeaban, alguna que fuese diferente, que contuviese la persona en quien podría haberme convertido, pero no la hallé. Ni siquiera hallé al hombre que, como su padre, se hubiese dedicado a ser camarero en distintos restaurantes.

Ignoro cuánto tiempo me quedé en el puente. Cuando regresé a la pensión, las figuras que me rodeaban habían desaparecido.

Me tumbé en la cama, rocé el brazo de Harriet y me dormí.

Aquella noche soñé que trepaba por las barandillas de hierro del puente. Me colocaba sobre el punto más alto de la enorme armazón y sabía que, muy pronto, me precipitaría contra el hielo.


Cuando, al día siguiente, comenzamos a buscar el camino correcto, nevaba levemente. No recordaba en absoluto cómo era aquel camino. No había nada en aquel paisaje uniforme que le indicase la dirección a mi memoria. Lo único que sabía era que nos encontrábamos cerca. En algún lugar, en medio del triángulo formado por Aftonlöten, Ytterhogdal y Fnussjen se extendía la laguna que buscábamos.

Harriet parecía encontrarse algo mejor aquella mañana. Cuando desperté, ella ya se había levantado y estaba vestida. Desayunamos en un pequeño comedor donde no había más huéspedes que nosotros. También Harriet había tenido un sueño durante la noche. Un sueño que trataba sobre nosotros, en el que evocaba una excursión que hicimos una vez a una isla del Malaren. Yo no tenía más que un recuerdo difuso de aquello.

Pero asentí cuando Harriet me preguntó si me acordaba. Claro que sí lo recordaba. Yo recordaba todo lo que nos había sucedido a los dos.

Los montículos de nieve se alzaban enormes, había pocas salidas y, muchas de ellas, estaban llenas de nieve. De repente, recordé algo de mi juventud. Los caminos de los madereros. O más bien la sensación de uno de ellos.

Pasé un verano en casa de uno de los parientes que mi padre tenía en Jämtland. Mi abuela estaba enferma y aquel verano no podía irme a la isla. Hice un amigo, un niño de mi edad, cuyo padre era jurista. Juntos descendimos al mundo de los juicios imaginarios y estrechamos nuestra relación entre informes judiciales e investigaciones policiales. Lo que buscábamos eran los casos de paternidad dudosa, y todos los sorprendentes y atractivos detalles que contenían acerca de lo acontecido en los asientos traseros de los coches durante las noches de los sábados. Esos coches siempre se detenían en caminos de madereros. Daba la sensación de que no existiese por allí ninguna persona que no hubiese sido concebida en el asiento trasero de un coche. Devorábamos las declaraciones de los jóvenes citados a juicio que, a regañadientes y sin profusión de detalles, intentaban explicar lo que había sucedido o dejado de suceder en determinado camino de madereros. En esas declaraciones siempre nevaba, nunca podía recurrirse a verdades sencillas y claras, todo resultaba muy dudoso, pues los jóvenes se declaraban inocentes, mientras que las muchachas juraban y perjuraban que había sido él y ningún otro, aquel asiento trasero y ningún otro, aquel camino de madereros y ningún otro. Disfrutábamos de los detalles secretos y creo que, hasta que nos tocó vivir la realidad, estuvimos soñando con estar un día cerca de una mujer en el asiento trasero de un coche aparcado en algún camino de madereros cubierto por la nieve.

Así era la vida. Nuestros sueños se desarrollaban siempre en un camino de madereros.

Sin saber por qué, empecé a contárselo a Harriet. Empecé a tomar todos los desvíos que encontrábamos.

– Yo no pienso contarte ninguna de mis experiencias en los asientos traseros de los coches -advirtió ella-. No lo hice mientras estábamos juntos y tampoco lo haré ahora. Siempre hay un toque de humillación en las vidas de todas las mujeres. Para muchas de nosotras, lo peor es lo que nos pasó cuando éramos muy jóvenes.

– Cuando yo era médico, hablaba de vez en cuando con mis colegas sobre la cantidad de gente que ignora quién es su verdadero padre. Muchos negaban su paternidad, otros asumían responsabilidades que no les correspondían. Ni siquiera las madres tenían siempre la certeza de quién era el padre de su hijo.

– Lo único que recuerdo de aquellos primeros y desesperados intentos eróticos era el olor tan extraño que yo despedía. Y el del chico que tuviese encima. Eso es cuanto recuerdo: la acuciante excitación y un montón de olores extraños.

De improviso, como un monstruo gigantesco, apareció ante nosotros una taladora en medio del camino. Frené de golpe y el coche patinó hasta encajarse en un montón de nieve. El hombre que conducía el monstruo bajó de la cabina y me ayudó empujando mientras yo daba marcha atrás. Finalmente y con bastante esfuerzo, logramos sacar el coche. Me apeé. El hombre tenía restos de tabaco de mascar en la comisura de los labios. En cierto modo, se parecía a la máquina gigantesca que conducía, con sus garras y sus brazos elevadores.

– ¿Te has perdido? -preguntó.

– Estoy buscando una laguna.

El hombre entrecerró los ojos.

– ¿Que estás buscando una laguna?

– Así es, una laguna.

– ¿Y cómo se llama?

– No tiene nombre.

– Y, aun así, ¿la buscas? Pues aquí hay cientos de lagunas. Puedes elegir. ¿Y para qué la buscas?

Comprendí que tan sólo un loco se ponía a buscar una laguna sin nombre en medio del bosque y en pleno invierno. Así que le conté la historia. Pensé que podía ser lo suficientemente extraña como para parecer del todo verosímil.

– Veamos, estuviste con tu padre nadando en una laguna cerca de Aftonlöten hace cincuenta años, ¿lo he entendido bien?

– Le prometí a la mujer que hay en el coche que la llevaría a verla. Está enferma.

Vi que dudaba antes de decidirse a creerme. La verdad solía ser extraordinaria, me dije.

– ¿Se curará si la llevas a la laguna?

– Tal vez.

El hombre asintió, con expresión reflexiva.

– Hay una laguna al final del camino. ¿Crees que puede ser ésa?

– Recuerdo que era totalmente redonda, no demasiado grande, y que el bosque crecía espeso hasta el borde del agua.

– Pues podría ser ésa. Si no, no sé de cuál podría tratarse. El bosque está lleno de lagunas.

Me tendió la mano y me la estrechó.

– Me llamo Harald Svanbäck. Uno no se encuentra a mucha gente por estos caminos en pleno invierno. Es muy raro. Pero en fin, te deseo suerte. Cuida de tu madre.

– No es mi madre.

– Bueno, pues será la madre de alguien, ¿no?

Volvió a subir a su máquina, puso el motor en marcha y continuó por el camino de madereros. Yo regresé al coche.

– ¿En qué hablaba? -preguntó Harriet.

– En la lengua del bosque. Yo creo que en estos parajes cada uno tiene su propio dialecto. Se entienden entre sí, pero cada uno habla a su manera. Así es más seguro. En las regiones más remotas puede llegar a parecer que cada persona constituye una raza aparte. Un pueblo aparte, una familia aparte con su propia historia. Si se quedan totalmente solos, nadie echará de menos la lengua que muera con ellos. Aunque, claro está, siempre hay algo que sobrevive.

Continuamos el viaje por el camino. El bosque era espesísimo, la calzada ascendía levemente. ¿Era así aquella vez que yo recorrí el camino con mi padre, en aquel Chevrolet azul que él cuidaba con tanto mimo? Tuve la firme sensación de que íbamos por buen camino. Dejamos atrás un montón de maderos recién apilados. El bosque se veía estragado por la acción de la enorme máquina gobernada por Harald Svanbäck. De repente, todas las distancias parecían infinitas. Miré por el retrovisor, para ver si el bosque volvía a crecer cerrándose a nuestras espaldas. Me sentí como si estuviese viajando al pasado. Recordé mi paseo de la noche anterior, el puente, las sombras de mi pasado. ¿Íbamos, tal vez, camino de un lago estival, adonde mi padre y yo esperábamos llegar?

Pasamos varias curvas muy cerradas. Los montículos de nieve eran muy altos.

Y se acabó el camino.

Ante mí se extendía la laguna oculta bajo un manto blanco. Me detuve y apagué el motor. Habíamos llegado. No había más que decir. No me cupo la menor duda. Aquélla era la laguna. Después de cincuenta y cinco años había vuelto a visitarla.

La blanca superficie parecía un mantel de lujo que nos daba la bienvenida. Sentí, de repente, una honda veneración por Harriet, por el hecho de que me hubiese encontrado en mi isla. Era una enviada, aunque sólo enviada de sí misma. ¿O la habría reclamado yo inconscientemente? ¿Acaso había estado esperándola todos aquellos años?

Lo ignoraba. Pero por fin habíamos llegado a nuestro destino.

9

Le dije que allí estaba la laguna. Ella se quedó largo rato mirando tanta blancura.

– O sea, que bajo la nieve hay agua, ¿verdad?

– Aguas negras. Ahora todo duerme, todos los insectos que viven en el agua. Pero ésta es la laguna que buscábamos.

Salimos. Saqué el andador, que se hundió en la nieve, y fui a buscar la pala que guardaba en el maletero.

– Siéntate dentro. Pondré el motor en marcha y estarás más caliente. Entre tanto, yo limpiaré de nieve un sendero para ti. ¿Adónde quieres ir? ¿A la orilla?

– Quiero llegar al centro del lago.

– No es un lago. Es una laguna.

Puse el motor en marcha, le ayudé a entrar y empecé a retirar nieve. A varios decímetros bajo la nieve más superficial me topé con una capa de hielo que resultaba difícil de quitar. Podía venirme abajo y morir por el esfuerzo.

La idea me aterró. En el último control médico que me había hecho detectaron que el índice de HbAlc estaba un tanto alto. Todos los demás valores metabólicos eran normales. Pero un ataque al corazón puede deberse a causas ocultas. Puede azotarnos de forma inesperada, como si una bomba suicida estallase en alguna de las cámaras del corazón.

A mi edad, no es nada inusual que la gente se mate quitando nieve. Mueren de muerte repentina y casi humillante con una pequeña pala entre los dedos engarrotados.

Me llevó largo rato retirar toda la nieve para abrir un camino hasta el centro de la laguna. Acabé sudoroso, con la espalda y los brazos doloridos, cuando por fin llegué al objetivo. Los gases del tubo de escape quedaban suspendidos en el aire como una nube detrás del coche. El silencio era absoluto. Ni un solo pájaro, ningún movimiento surgía de los mudos árboles.

Deseé poder verme a mí mismo desde cierta distancia. Oculto entre los árboles, escondido, un observador que se contempla a sí mismo.

Cuando volví al coche, pensé que pronto todo habría pasado.

Dejaría a Harriet donde ella me indicase que deseaba despedirse de mí. Lo único que sabía era que vivía en Estocolmo, pero no dónde exactamente. Podría volver a mi isla. Decidí que le enviaría una postal a Jansson durante el camino de regreso. Jamás pensé que algún día le escribiría. Pero ahora lo necesitaba. Compraría una tarjeta postal con una fotografía de los bosques interminables, preferentemente una donde los árboles apareciesen cubiertos de nieve. Dibujaría una cruz en medio de los árboles y escribiría: «Estoy aquí. Volveré pronto. Dales de comer a mis animales».

Harriet ya había salido del coche y tenía su andador. Recorrimos juntos el camino que yo había preparado. Tuve la sensación de que formábamos parte de una procesión camino de un altar.

Me pregunté qué estaría pensando. Harriet miró a su alrededor, buscando algo de vida entre los árboles. Pero todo estaba en silencio salvo el sordo ronroneo del motor del coche.

– El hielo siempre me ha dado miedo -dijo de pronto.

– Y, aun así, ¿te atreviste a llegar hasta mi isla?

– Que me dé miedo no significa que no me atreva a oponerme a lo que me asusta.

– Aquí el fondo no está congelado -repliqué-. Pero casi. El hielo tiene varios metros de grosor. Soportaría el peso de un elefante, llegado el caso.

Ella se echó a reír.

– ¿No sería extraordinario? Un elefante en medio del hielo, sólo para tranquilizarme. Un elefante sagrado para redimir a quienes temen que el hielo sea demasiado delgado.

Llegamos al centro de la laguna.

– Creo que puedo imaginármela cuando no hay hielo.

– Cuando más hermosa está es cuando llueve -expliqué-. Me pregunto si hay algo capaz de superar la apacible lluvia estival sueca. Otros países tienen edificios imponentes o cimas vertiginosas y terribles acantilados. Nosotros tenemos la lluvia estival.

– Y el silencio.

Callamos durante un rato. Yo intentaba comprender el significado del hecho de que hubiésemos llegado hasta aquí. Se había cumplido una promesa, con muchos años de retraso. Eso era todo. Ahí terminaba nuestro viaje. Ahora sólo quedaba el epílogo, una serie de kilómetros a lo largo de carreteras heladas, en dirección al sur.

– Jamás comprendí el porqué -dijo Harriet-. ¿Por qué querías traerme precisamente aquí?

– Y ahora, ¿lo comprendes?

– Puede que sí. Me figuro que esto es muy hermoso en verano.

Harriet me miró.

– ¿Habías estado aquí antes, desde que me dejaste? ¿Has estado aquí con otra persona?

– Ni siquiera se me pasó por la cabeza.

– ¿Por qué me abandonaste?

La pregunta me azotó con una fuerza imprevista. Vi que volvía a estar indignada, que golpeaba con los nudillos el manillar del andador.

– Me expusiste a un dolor infernal -aseguró-. Me vi obligada a invertir tantas fuerzas en olvidarte… Y jamás lo logré. Y ahora que por fin me veo aquí, sobre tu laguna, me arrepiento de haberte buscado. ¿Qué me había creído? Ya no lo sé. Pronto moriré. ¿Por qué habría de dedicar mi tiempo a hurgar en viejas heridas? ¿Por qué estoy aquí?

Nos mantuvimos en silencio durante un minuto, no más. Silencio, miradas que no se cruzan. Después hizo girar el andador y empezó a desandar lo andado. Yo me rezagué unos segundos, antes de seguir sus pasos. Pronto se acabaría todo. La excursión tocaba a su fin.

En la nieve había algo que yo no vi mientras despejaba el camino para Harriet. Era un objeto negro. Entrecerré los ojos sin lograr distinguir de qué se trataba. ¿Un animal muerto? ¿Una piedra? Harriet no reparó en que yo me había detenido. Salí del camino y me adentré en la nieve para acercarme al objeto.

Tenía que haber comprendido el peligro. Mi intuición y mis conocimientos sobre el hielo y su carácter caprichoso deberían haberme alertado. Caí en la cuenta demasiado tarde de que lo negro era el hielo mismo. Sabía que, por diversas razones, una zona de la banquisa podía quedar extremadamente delgada pese a que el hielo hubiese adquirido un grosor considerable a su alrededor. Apenas si logré detenerme a tiempo y dar un paso atrás. Pero ya era demasiado tarde. El hielo se rajó y yo me hundí. El agua me llegaba hasta la barbilla. Debería haber estado acostumbrado al repentino choque con el agua helada gracias a mis baños invernales. Pero esto era distinto. No estaba preparado, no había perforado el agujero yo mismo. Lancé un grito. Harriet no se dio la vuelta ni me vio en el agujero hasta que grité por segunda vez. El frío había empezado a paralizarme, me quemaba el pecho mientras yo, con movimientos convulsos, inspiraba hasta el interior de los pulmones aquel aire helador y, desesperado, buscaba bajo mis pies un fondo inexistente. Agarré con las manos el borde de hielo, pero tenía los dedos engarrotados.

Grité aterrado ante la proximidad de la muerte. Después, Harriet me contó que había tenido la sensación de oír el grito de un animal.

Pensé que era la persona menos indicada para ayudarme a salir de allí. Puesto que apenas podía sostenerse a sí misma.

Pero me sorprendió. Tanto como se sorprendió a sí misma al verse cruzando el hielo. Avanzó con su andador hasta donde yo me encontraba, moviéndose todo lo rápido que podía. Luego se tumbó en el hielo después de haber volcado el andador, que fue empujando hacia el borde del hielo de modo que yo pudiese agarrarme a una de las ruedas. No sé cómo conseguí subir. Ella debió de tirar con los brazos al tiempo que se arrastraba hacia atrás sobre la nieve. Una vez fuera, eché a andar trastabillando y arrastrándome en dirección al coche. Oía su voz a mi espalda, aunque no sabía qué me decía. Sin embargo, tenía la certeza de que si me detenía y caía desplomado sobre la nieve, ya no tendría fuerzas para levantarme. No había estado en el agua más que unos minutos, pero casi fue suficiente para matarme. No recuerdo el trecho recorrido entre el agujero y el coche. No vi nada, quizá caminaba con los ojos cerrados para evitar ver la distancia que aún me quedaba hasta el vehículo. Cuando pegué la cara al maletero, sólo tenía una idea en la cabeza: quitarme la ropa mojada y envolverme en la manta que había en el asiento trasero. Tampoco recuerdo cómo lo hice. Flotaba a mi alrededor un fuerte olor a gas cuando logré quitarme la última prenda y envolverme en la manta. A partir de ahí, no recuerdo qué pasó.


Cuando desperté, ella me abrazaba y estaba tan desnuda como yo.

En lo más hondo de mi conciencia, el frío se había transformado en una sensación de estar ardiendo. Cuando abrí los ojos, lo primero que vi fue el cabello y la nuca de Harriet. Poco a poco, recuperé el recuerdo.

Estaba vivo. Harriet se había desnudado y me abrazaba también bajo la manta para calentarme.

Notó que estaba despertando.

– ¿Tienes frío? Podías haber muerto.

– El hielo se abrió bajo mis pies, nada más.

– Creí que era un animal. Jamás te había oído gritar así.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Una hora.

– ¿Tanto?

Cerré los ojos. Sentía mi cuerpo incandescente.

– No quería que murieras por que yo viese la laguna -aseguró ella.

Ya había pasado. Dos viejos, desnudos en el asiento trasero de un viejo coche. Habíamos estado hablando de lo que solía suceder antiguamente, y quizá también en nuestros días, en los asientos traseros de viejos coches aparcados en solitarios caminos de madereros. La gente hacía el amor y se liberaba imprecando. Pero nosotros dos, que juntos sumábamos ciento treinta y cinco años, sólo nos aferrábamos el uno al otro, uno por haber sobrevivido, el otro por no haber sido abandonado solo en el bosque.

Tras una hora más, aproximadamente, se pasó al asiento delantero y se vistió.

– Resultaba más fácil cuando era joven -admitió-. A una vieja sin agilidad como yo le cuesta vestirse dentro de un coche.

Sacó ropa para mí de la mochila que tenía en el maletero. Antes de ponérmela la calenté sujetándola un rato delante del volante, por donde salía el calor del motor. A través de la ventanilla vi que había empezado a nevar. Me preocupé ante la idea de que la nieve se amontonase y nos impidiese salir a la carretera nacional.

Me vestí tan aprisa como pude, con torpeza, como si hubiese estado ebrio.

Cuando dejamos la laguna, nevaba intensamente. Pero el camino aún no estaba intransitable.

Regresamos a la pensión. En esta ocasión, fue Harriet quien salió con el andador para comprar la pizza que constituyó nuestra cena.

Compartimos una de sus botellas de coñac.

Lo último que vi antes de dormirme fue su rostro.

Estaba muy cerca. Tal vez sonreía. Espero que así fuese.

10

Cuando me desperté al día siguiente, Harriet estaba sentada con el mapa abierto. Me dolía todo el cuerpo, como si hubiese participado en una pelea. Me preguntó cómo me encontraba y le contesté que bien.

– Los intereses -dijo con una sonrisa.

– ¿Los intereses?

– De la promesa. Después de tantos años.

– ¿Y qué me pides?

– Que des un rodeo.

Señaló en el mapa el punto en que nos encontrábamos. En lugar de hacia el sur, deslizó su dedo hacia el este, hacia la costa y Hälsingland. Cerca de Hudiksvall detuvo el dedo.

– Allí.

– ¿Y qué te espera allí?

– Mi hija. Quiero que la conozcas. Nos llevará un día más, quizá dos.

– ¿Por qué vive allí?

– ¿Por qué vives tú en la isla aquella?

Desde luego que hicimos lo que ella quería. Nos dirigimos a la costa. El paisaje era el mismo por todas partes, las mismas casas aisladas con sus antenas parabólicas y sus jardines vacíos.

Ya entrada la tarde, Harriet me dijo que no podía más. Nos detuvimos en un hotel de Delsbo. La habitación era pequeña y polvorienta. Harriet se tomó sus pastillas y sus analgésicos y se durmió exhausta. Tal vez bebiese algo sin que yo lo notara. Salí a buscar una farmacia y compré la revista farmacéutica PatientFASS. Después, me senté en una pastelería y me apliqué a leer sobre los medicamentos de Harriet.

Me resultaba irreal encontrarme en la pastelería, con un café y unas pastas sobre la mesa, rodeado de niños que gritaban para atraer la atención de sus madres, absortas en la lectura de alguna revista, intentando comprender lo enferma que estaba Harriet. A medida que pasaban las horas me iba dando cuenta de que estaba de visita en un mundo que había perdido durante los años vividos en la isla de mis abuelos. Durante doce años había negado la realidad de una existencia fuera de las playas y los acantilados que me rodeaban, un mundo que, de hecho, me atañía. Me había convertido en un eremita que no sabía lo que sucedía fuera de la cueva en que se escondía.

Pero en la pastelería de Delsbo comprendí que no podía seguir viviendo esa vida. Desde luego que regresaría a mí isla, no tenía otro lugar al que acudir, pero nada volvería a ser como antes. En el instante en que descubrí la negra sombra en el hielo, una puerta se cerró tras de mí, para nunca más abrirse.

Había comprado en un quiosco una postal que representaba un jardín vallado completamente cubierto de nieve. Se la envié a Jansson.

Le pedía en ella que les diese de comer a los animales. Nada más.

Cuando volví, Harriet estaba despierta. Movió la cabeza con desaprobación al ver la revista farmacéutica.

– Hoy no quiero hablar de mis miserias.

Bajamos para cenar en el bar de al lado.

«Vivimos en la era de la comida precocinada, en la era de la grasa», pensé mientras contemplaba los humeantes fogones. Harriet no tardó en apartar el plato asegurando que no podía comer un solo bocado más. Intenté convencerla de que tomase un poco más, pero ¿por qué hice tal cosa? Un moribundo no come más de lo que necesita para lo poco que le queda de vida.

Enseguida volvimos a nuestra habitación. Las paredes estaban desnudas. En una habitación contigua oímos a dos personas que hablaban, alzando y bajando la voz. Tanto Harriet como yo intentamos entender lo que decían, pero sin lograrlo.

– ¿Te sigue gustando escuchar a hurtadillas?

– En mi isla no hay ningún tipo de conversaciones que puedan escucharse a hurtadillas.

– Siempre escuchabas mientras yo hablaba por teléfono, aunque fingías desinterés mientras hojeabas algún libro o un periódico. Así intentabas ocultar tu curiosidad. ¿Lo recuerdas?

Me indigné. Pero claro que tenía razón. Yo siempre escuchaba a escondidas, desde que tuve oportunidad de oír las susurrantes y angustiosas conversaciones que mantenían mis padres. Me escondía tras puertas entreabiertas para escuchar lo que decían mis colegas, los pacientes, las conversaciones íntimas de las gentes en los cafés o en los metros. Aprendí que la mayoría de esas conversaciones contenían pequeños atisbos de mentiras, apenas perceptibles. «¿Fue siempre así?», me preguntaba. «¿Necesitaban acaso las conversaciones de la gente de imperceptibles anomalías mendaces para que pudiesen conducir a algo?»

La charla en la habitación de al lado cesó. Harriet estaba cansada. Se tumbó y cerró los ojos.

Yo me puse el chaquetón y salí al pueblo desierto. Por todas partes se reflejaban las luces azules que se filtraban por las ventanas. Motocicletas solitarias, un coche a demasiada velocidad, después, de nuevo el silencio. Harriet quería que yo conociese a su hija. Me preguntaba por qué. ¿Sería para demostrarme que se las había arreglado bien sin mí, que había tenido el hijo que no se me había concedido a mí? Una sensación de pesadumbre me invadió mientras caminaba en la tarde invernal.

Me detuve junto a una pista de hielo iluminada donde unos jóvenes jugaban al bandy con una pelota roja. Sentí cercana mi juventud. El sordo sonido de los patines cortando el hielo, los palos al golpear la pelota, los gritos aislados, alguno que otro que se caía para volver a levantarse enseguida… Así lo recordaba yo, aunque jamás tuve un palo de bandy entre las manos, pues siempre me tocó jugar en una pista de hockey, donde sospecho que el juego era más doloroso que el que yo veía desarrollarse ahora ante mis ojos.

«Levantarte inmediatamente cuando te caías.»

Ésa era la regla de oro aprendida en las heladas pistas de hockey de la niñez. Y seguiría teniendo vigencia en la vida que me esperaba.

Levantarte siempre de inmediato cuando te caes. Nunca quedarte en el suelo. Pero eso era precisamente lo que yo había hecho. Me había quedado tumbado en el suelo cuando cometí aquel gran error.

Observé el juego y, tras un instante, descubrí a un niño muy pequeño, el más bajito de todos y, además, gordo, o quizá sólo llevase más ropa de la cuenta. Pero era el mejor. Aceleraba más que los demás, dirigía la bola con su palo sin mirarla siquiera, hacía un amago, como el rayo, y terminaba colocándose siempre en posición para recibir un pase. Y me di cuenta de que todos los jugadores eran conscientes de que él era el mejor con diferencia. Un niño pequeño y regordete que patinaba más rápido que los demás. Intenté verme a mí mismo como uno de los jugadores que había en la pista. ¿Cuál de ellos habría sido yo, con mi palo de hockey, mucho más pesado que los suyos? Desde luego, no aquel pequeño tan rápido, con tanto talento para el juego. Yo habría sido uno de los otros, uno del montón, del que podrían prescindir en cualquier momento para sustituirlo por otro del montón.

«Nunca quedarse en el suelo sin necesidad.»

Yo hice lo que no se debía hacer.

Regresé al hotel. No había recepcionista de guardia por la noche; la puerta se abría con la llave de la habitación. Harriet estaba acostada y tapada con el edredón. En su mesilla de noche vi una de las botellas de aguardiente.

– Creía que te habías marchado -confesó-. Voy a dormirme. Me he tomado un trago y un somnífero.

Harriet se dio la vuelta. Pronto estaría dormida. Con sumo cuidado le tomé el pulso poniéndole la mano en la muñeca. Setenta y ocho pulsaciones por minuto. Me senté en una silla, encendí el televisor y me puse a ver las noticias con el volumen al mínimo, de modo que ni siquiera mi aguzado oído de curioso entendía lo que se decía. Las imágenes parecían las mismas de siempre. Gente sangrando, muriendo de hambre, torturada. Y luego la larga hilera de hombres elegantemente vestidos que pronunciaban interminables discursos, sin piedad, siempre sonrientes y arrogantes. Apagué el televisor y me acosté encima de la colcha. Antes de dormirme, pensé en la joven policía de rubios cabellos.


A la una del día siguiente llegamos cerca de Hudiksvall. Había dejado de nevar y no había hielo en la carretera. Harriet señaló un cartel en el que se leía Rångevallen. Era una mala carretera, muy transitada por grandes máquinas de las que se utilizan en el bosque. Volvimos a girar, ahora para tomar una carretera de un solo sentido. El bosque era espesísimo. Me pregunté qué clase de persona sería la hija de Harriet para poder vivir sola en el corazón del bosque. Eso era lo único que le había preguntado durante el viaje, si Louise tenía marido e hijos. Pero me dijo que no. Aquí y allá aparecían pilas de vigas de madera amontonadas. El camino me recordó al que nos había llevado a la casa de Sara Larsson.

Cuando se abrió el bosque vi varios edificios en ruinas y varios jardines. Había allí, además, una caravana con una amplia tienda de campaña anexa.

– Hemos llegado -anunció Harriet-. Ahí es donde vive mi hija.

– ¿En la caravana?

– ¿Acaso ves alguna otra casa que no se haya venido abajo?

Le ayudé a salir del coche y saqué el andador. De lo que parecía haber sido una caseta de perro se oía el ruido de un motor. No podía ser otra cosa que un generador. En el techo de la caravana había una antena parabólica. Las vistas desde el otro lado de la caravana eran muy hermosas. Nos quedamos allí unos minutos, pero no sucedió nada. Yo añoraba intensamente regresar a mi isla.

Entonces se abrió la puerta de la caravana y vimos salir a una mujer.

Llevaba un albornoz de color rosa y zapatos de tacón. Pensé que no resultaba fácil determinar su edad. Sostenía en la mano una baraja de cartas.

– Ésta es mi hija -dijo Harriet.

Después empezó a caminar con el andador en dirección a la mujer, que intentaba guardar el equilibrio sobre la nieve con los zapatos de tacón.

Yo me quedé donde estaba.

– Éste es tu padre -le dijo Harriet a su hija.

La nieve podía respirarse. Pensé en Jansson y deseé que hubiese podido venir a recogerme en su hidrocóptero.

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