La noche del 3 de octubre llegó la escarcha.
En mis viejos diarios comprobé que nunca, en todos los años que llevaba en la isla, había estado a bajo cero ya en octubre. Seguía esperando que Louise se pusiera en contacto conmigo. Ni siquiera me había llegado una sola postal.
Aquella noche, sonó el teléfono. Era una mujer que preguntaba si yo era Fredrik Welin. Tanto su dialecto como su voz me resultaron familiares. Pero su nombre, Anna Ledin, no me decía nada.
– Soy policía. Ya nos conocemos.
Entonces caí en la cuenta. La mujer que encontramos muerta en la cocina. Anna Ledin era la joven policía que llevaba una cola de caballo bajo la gorra del uniforme.
– Te llamo por el perro -me dijo-. El spaniel de Sara Larsson que nos llevamos. Nadie lo reclamó. Y nos veíamos obligados a entregarlo para que lo sacrificaran. Así que me lo quedé yo. Es un perro muy hermoso. Pero resulta que estoy viviendo con un hombre que es alérgico a los perros. Es una hembra y no quiero que la sacrifiquen. Así que me acordé de ti. Anoté tu nombre y dirección, ¿recuerdas? Y quería preguntarte si tú podrías quedarte con ella. A ti seguro que te gustan los animales, puesto que te detuviste al verla en la carretera.
No dudé ni un instante.
– Mi perro murió hace poco. Puedo quedarme con ella. Pero ¿cómo llegará hasta aquí?
– Puedo llevártela yo. Me enteré de que Sara Larsson la llamaba Rubí. Un nombre algo insólito para un perro, pero yo no se lo cambié. Tiene cinco años.
– ¿Cuándo piensas venir?
– A finales de la semana que viene.
No me atrevía a traerla en mi barco, porque es demasiado pequeño. Así que lo acordé con Jansson. Me hizo un montón de preguntas sobre de dónde había salido el perro, pero yo le contesté evasivo diciéndole que lo había heredado. Y dejó de preguntarme.
A las tres de la tarde del 12 de octubre, Anna Ledin llegó con el perro. Su aspecto era muy distinto sin el uniforme.
– Vivo en una isla -le dije-. Así que ella será la única señora del lugar.
Anna Ledin me dio la correa y Rubí se sentó a mi lado.
– Me voy ahora mismo, antes de que empiece a llorar. ¿Puedo llamarte y preguntar qué tal le va?
– Por supuesto que sí.
Anna Ledin se sentó al volante y se marchó. Rubí no tironeó de la correa para seguir al coche. Y tampoco dudó a la hora de subir al barco de Jansson.
Cruzamos las negras aguas de la bahía. Un viento gélido soplaba procedente del golfo de Finlandia.
Cuando llegamos a tierra y una vez que Jansson se había marchado, la solté. Echó a correr y se perdió entre las rocas, pero media hora más tarde ya había vuelto. Ahora mi soledad era más liviana.
Ya había llegado otoño.
Yo seguía preguntándome qué me estaba pasando. Y por qué Louise no me llamaba nunca.
No me gustaba el nombre del perro.
Y tampoco a ella parecía gustarle, pues nunca acudía cuando la llamaba.
Rubí no es nombre para un perro. ¿Por qué la habría llamado así Sara Larsson? Un día en que Anna Ledin llamó para saber del animal, le pregunté si sabía por qué le habían puesto ese nombre. Su respuesta fue sorprendente.
– Corría el rumor de que Sara, en su juventud, había trabajado como limpiadora en un buque de carga que solía hacer escala en Amberes. Se despidió del buque y entró como limpiadora en una fábrica de pulido de diamantes. Tal vez el recuerdo de las gemas le inspirase ese nombre.
– Pero, en ese caso, habría sido más lógico «diamante».
De repente, empezaron a oírse martillazos al otro lado del hilo telefónico. Me llegaban voces lejanas que gritaban y rugían mientras alguien parecía estar golpeando una plancha de latón.
– Tengo que dejarte.
– ¿Dónde te encuentras?
– Deteniendo a un hombre que está saqueando un desguace.
Se interrumpió la conversación. Intenté imaginarme a la frágil y menuda Anna Ledin empuñando el arma y la cola de caballo balanceándose bajo la gorra. Seguro que no era agradable ser la víctima de una de sus detenciones.
Bauticé al perro con el nombre de Carra. Claro que, en parte, lo hice por mi hija, que nunca llamaba, y por su interés por Caravaggio. Pero ¿por qué se le da a un animal un nombre determinado? No lo sé.
Me llevó dos semanas de entrenamiento intensivo hacerla olvidar el nombre de Rubí y aceptar el de Carra, a cuyo grito acudía, a disgusto, correteando.
Pasó el mes de octubre con tiempo variable, una semana muy calurosa, como una canícula tardía, otros días de gélidos vientos del nordeste. A veces, cuando me ponía a contemplar el cielo, seguía las bandadas de pájaros que se reunían inquietos para, de repente, poner rumbo al sur.
Las aves migratorias inspiran con su partida hacia el sur una clase de melancolía de especial naturaleza. Del mismo modo que su regreso infunde alegría. El otoño cierra su capítulo, el invierno está cada vez más próximo.
Cada mañana, al despertar, me examinaba el cuerpo por ver si los achaques de la vejez comenzaban a salir a la luz. A veces me preocupaba que el flujo de la orina fuera debilitándose. Había algo especialmente humillante en el hecho de morir por algún fallo en las vías urinarias. Me costaba imaginar que los grandes filósofos griegos o los césares romanos hubiesen muerto de cáncer de próstata. Aunque, sin duda, así sucedió en algún caso.
Pensaba en mi vida y, de vez en cuando, anotaba en mi diario alguna vacuidad. Dejé de indicar de dónde soplaba el viento y los grados de temperatura real. En cambio, escribía vientos imaginarios y temperaturas inventadas. El 27 de octubre de ese año anoté para conocimiento de la posteridad que la isla había sufrido el azote de un tifón y que la temperatura nocturna era de treinta y siete grados.
Iba a sentarme en los distintos rincones que tenía para reflexionar. Mi isla estaba tan bien dispuesta que siempre había algún lugar al socaire. Los vientos nunca podían esgrimirse como excusa. Buscaba un lugar resguardado y me sentaba a meditar sobre por qué había elegido convertirme en el que era. Algunas de las bases eran, claro está, fáciles de descubrir. Había huido del miserable entorno de mi niñez en que el constante recuerdo de la dura vida que mi padre se veía obligado a llevar me infundió las fuerzas suficientes para romper con todo. Pero también era consciente de que debía agradecer a la casualidad el haber nacido en una época que posibilitaba tales cambios de clase. Una época en que los hijos de camareros humillados podían estudiar el bachillerato e incluso llegar a ser médicos. Pero ¿por qué me había convertido en una persona siempre a la búsqueda de escondites, en lugar de aspirar a la compañía? ¿Por qué no quería tener hijos? ¿Por qué había vivido siempre como un zorro, con la guarida llena de vías de escape?
La maldita amputación de la que no quise hacerme responsable era una de las razones. Pero yo no era el único traumatólogo del mundo al que le había sucedido algo así.
Hubo aquel otoño momentos en que el pánico se apoderaba de mí, abocándome a tardes interminables de absurdos programas televisivos y noches de insomnio en las que lamentaba y maldecía al mismo tiempo la vida que había vivido.
Finalmente, llegó una carta de Louise, como una especie de salvavidas para el que está a punto de ahogarse. Me decía, entre otras cosas, que había dedicado mucho tiempo a despejar el apartamento de Harriet. Me enviaba, además, un puñado de fotografías que había encontrado entre los papeles de su madre y de cuya existencia ella ni sabía. Atónito, observé las instantáneas de Harriet conmigo, tomadas hacía cerca de cuarenta años. A ella sí la reconocía, pero mi propia imagen me conmovió, pues me veía como a un extraño. En una de ellas, tomada en 1966 en algún lugar de Estocolmo, llevaba barba. Fue la única vez en mi vida que me dejé barba y ya lo había olvidado. No sabía quién había tomado las fotos, pero me fascinaba comprobar que, en el fondo, había un hombre que saludaba desde detrás de una botella de aguardiente.
A él sí lo recordaba, pero ¿adónde íbamos Harriet y yo aquel día?, ¿dónde estábamos?, ¿quién hizo la foto?
Hojeé curioso las demás fotografías. Tenía los recuerdos guardados en una sala que yo mismo había cerrado antes de arrojar la llave al mar.
Louise me confesaba que había descubierto muchos detalles de su niñez durante los días y las semanas que había dedicado a poner orden en el apartamento.
«Pero, ante todo, he comprendido que, en realidad, nunca supe nada de mi madre», decía. «Tenía cartas y diarios dispersos, casi siempre inconclusos, que contenían pensamientos y vivencias de los que mi madre jamás me hizo partícipe. Por ejemplo, soñaba con ser piloto de aviación. A mí, en cambio, me había dicho que la aterrorizaba la sola idea de emprender un viaje en avión. Quería plantar un jardín de rosas en Gotland, intentó escribir un libro que jamás concluyó. Pero lo que más me afectó fue descubrir todas las mentiras que me había contado. Surgen uno tras otro los recuerdos de mi niñez y, una y otra vez, la pillo en sus mentiras. En una ocasión, me dijo que una de sus amigas estaba enferma y tenía que ir a visitarla. Recuerdo que yo le pedí llorando que se quedara, pero su amiga estaba tan enferma que no le quedaba más remedio que marcharse. Ahora sé que se fue a Francia con un hombre con el que esperaba casarse, pero que no tardó en desaparecer de su vida. No quiero aburrirte con los detalles de lo que voy encontrando. Pero ahora sé que uno debe hacer limpieza antes de morirse. Me sorprende que Harriet, que sabía desde hacía tanto tiempo lo enferma que estaba, no abordase ella misma la tarea de desechar y quemar tantos papeles. Debía saber que yo los encontraría. La única explicación que se me ocurre es que ella quería que yo supiese que no era quien yo creía. ¿Sería importante para ella desvelarme la verdad, pese a que eso implicaría descubrir que me había mentido en tantas ocasiones? Aún no estoy segura de si debo admirarla o pensar que fue malvada. El apartamento ya está vacío. Echaré las llaves en el buzón antes de irme. Haré una visita a las cuevas y me llevaré a Caravaggio.»
La última frase de la carta me desconcertó. ¿Cómo iba a poder llevarse a Caravaggio a las cuevas francesas que quería proteger? ¿Habría alguna información oculta entre líneas que yo no era capaz de descifrar?
No me indicaba la dirección a la que podía escribirle. Aun así, aquella noche me senté a redactar una carta. Le hacía en ella comentarios sobre las fotografías, le hablaba de mi memoria, que fallaba, y le describía mis paseos por las rocas en compañía de Carra. Intenté explicarle cómo andaba a tientas por mi vida, como si hubiese ido a parar a un paisaje lleno de espinos en el que apenas si podía abrirme paso.
Pero sobre todo le decía que la echaba de menos. Lo repetía una y otra vez en la carta.
Cerré el sobre, le puse un sello y escribí su nombre. Después, la dejé en la mesa, a la espera de que un día me enviase su dirección.
Acababa de acostarme aquella noche, cuando sonó el teléfono. Me sobresalté, el corazón se me aceleró. A aquellas horas, no podía tratarse de una buena noticia. Bajé a la sala y contesté al teléfono. Carra, que estaba tumbada en el suelo, me miró inquisitiva.
– Soy Agnes. Espero no haberte despertado.
– No importa, de todos modos, duermo demasiado.
– Voy a ir a verte.
– ¿Estás en el muelle del puerto?
– No, aún no. Pensaba llegar mañana, si te va bien.
– Desde luego que sí.
– ¿Puedes ir a recogerme?
Oí el viento y las olas que se estrellaban contra los acantilados de Norrudden.
– Hace demasiado viento para mi barco. Pero lo arreglaré con alguien. ¿Cuándo llegas?
– A la hora del almuerzo.
– Ya procuraré que haya alguien esperándote para traerte.
Se despidió de forma tan brusca como había comenzado la conversación. Noté que estaba nerviosa. Al parecer, tenía prisa por venir.
Empecé a limpiar a las cinco de la mañana. Cambié la bolsa de la antigualla que tenía por aspiradora y comprendí que mi casa estaba, una vez más, llena de polvo.
Me llevó tres horas conseguir que quedase más o menos limpia. Después del baño, me sequé para entrar en calor y me senté a la mesa de la cocina para llamar a Jansson. Pero en lugar del suyo, marqué el número de la guardia costera. Hans Lundman se encontraba en uno de los barcos, pero me devolvió la llamada quince minutos después. Le pregunté si podía recoger en el embarcadero a una mujer y traerla a mi casa.
– Ya sé que no te está permitido llevar pasajeros -le dije-. Sé que está prohibido.
– Bueno, podemos hacer una patrulla por tu islote -respondió-. ¿Cómo se llama el pasajero?
– No, es una mujer. No puedes confundirte: sólo tiene un brazo.
Hans se parecía a mí. Al contrario que Jansson, ocultábamos nuestra curiosidad y apenas si hacíamos preguntas innecesarias. Sin embargo, no creo que Hans anduviese fisgando entre los papeles y pertenencias de sus compañeros.
Fui con Carra a dar un paseo por la isla. Era el 1 de noviembre, el mar se tornaba cada vez más gris, los árboles perdían sus últimas hojas. La visita de Agnes provocó en mí una gran expectación. Ante mi sorpresa, noté que me excitaba. Me la imaginaba en medio del suelo de la cocina, desnuda con el muñón al descubierto. Me senté en el banco junto al embarcadero y soñé una historia de amor imposible. Ignoraba qué querría Agnes, pero estaba seguro de que no venía a declararme su amor.
Tomé la espada y la maleta de Sima, que estaban en el cobertizo, y las llevé a la cocina. Agnes no me había dicho si pensaba quedarse, pero le preparé la cama en la habitación del hormiguero.
Había decidido sacar el hormiguero con la carretilla y asignarle algún lugar del prado, ya cubierto de arbustos y maleza. Pero como tantos otros planes, no había llegado a ponerlo en práctica.
Hacia las once me afeité y elegí una ropa que me puse para desecharla enseguida. Estaba nervioso como un adolescente ante aquella visita. Finalmente, volví a vestirme con la ropa de siempre, pantalón oscuro, mis botas recortadas y un jersey grueso con algún que otro cabo suelto. Ya por la mañana había sacado un pollo del congelador.
Recorrí la casa, quitando el polvo, aunque ya estaba limpio. A las doce me puse el chaquetón y bajé al embarcadero a esperarla. No era día de correo, así que Jansson no vendría a molestar. Carra estaba sentada en el borde del embarcadero y parecía intuir que algo iba a suceder.
Hans Lundman venía en el gran crucero de la guardia costera. Sus potentes motores se oían desde lejos. Cuando el barco asomó por la bocana de la bahía, me levanté del banco. Hans fondeó sólo por la proa, pues las aguas eran poco profundas junto al embarcadero. Agnes salió de la cabina de mandos con una mochila colgada al hombro. Hans llevaba el uniforme. Se inclinó apoyando las manos sobre la falca.
– ¡Gracias! -le grité.
– Tenía que pasar por aquí de todos modos. Vamos a Gotland a buscar un velero sin capitán.
Nos quedamos viendo cómo retrocedía la gran embarcación. El cabello de Agnes se agitaba al viento. Sentí un deseo casi irrefrenable de besarla.
– Esto es muy hermoso -comentó-. He intentado imaginarme tu isla muchas veces. Pero veo que mis figuraciones eran erróneas.
– ¿Qué veías en tu imaginación?
– La fronda. Pero no los acantilados de cara al mar abierto.
El perro se nos acercó y Agnes me miró inquisitiva.
– ¿No decías que tu perro había muerto?
– Me dieron otro. Una policía. Es una larga historia. Se llama Carra.
Emprendimos la subida hacia la casa. Yo quise llevarle la mochila, pero ella se negó. Cuando entramos en la cocina, lo primero que vio fue la espada y la maleta de Sima. Agnes se sentó en una silla.
– ¿Fue aquí donde ocurrió? Quiero que me lo cuentes todo. Inmediatamente. Ahora mismo.
Le fui dando cuenta de todos los detalles, tan desagradables que jamás se borrarían de mi memoria. Hasta que se le empañaron los ojos. Mi descripción resultó más bien un discurso fúnebre, no las observaciones clínicas de un suicidio que culminó en la cama de un hospital. Cuando terminé, Agnes no me hizo ninguna pregunta. Simplemente, revisó el contenido de la maleta.
– ¿Por qué lo hizo? -pregunté-. Algo debió de ocurrir para que viniese aquí. Jamás imaginé que intentaría quitarse la vida.
– Tal vez porque aquí encontró cierta seguridad. Algo inesperado para ella.
– ¿Seguridad? ¡Pero si se suicidó!
– Quizás esas situaciones sean tan desesperadas, que se precisan unas condiciones de tranquilidad para dar el último paso hacia la muerte. Quién sabe si no encontró esas condiciones aquí, en tu casa. Ella intentaba quitarse la vida de verdad. Sima no quería vivir. El que se hiciera los cortes no suponía un grito de socorro. Se los hizo para no tener que seguir oyendo el eco de sus propios gritos dentro de sí.
Le pregunté cuánto pensaba quedarse. Y ella me preguntó si podía quedarse hasta el día siguiente. Le mostré la cama en la habitación de las hormigas. Y se echó a reír. Por supuesto, me dijo, podía dormir allí sin problemas. Le dije que había pollo para cenar. Agnes fue al cuarto de baño y, cuando volvió, se había cambiado de ropa y se había recogido el pelo.
Me pidió que le mostrase la isla. Carra nos seguía. Le hablé del día que la vimos corriendo detrás del coche y cómo después nos guió hasta el cadáver de Sara Larsson. Noté que le molestaba mi charla. Quería disfrutar de lo que veía. Hacía un frío día otoñal, la fina alfombra de brezo se encogía al viento. El mar tenía un color plúmbeo y las rocas estaban cubiertas de olorosas algas. Algún que otro pájaro alzaba el vuelo desde las grietas y se dejaba llevar por las corrientes de aire que solían formarse frente a los acantilados. Llegamos hasta Norrudden, desde donde sólo se ven los atolones de Sillhällarna, los cuales apenas si dejan ver sus cimas sobre la superficie del agua, antes de que el mar abierto tome el relevo. Yo me quedaba un poco rezagado, observándola. Parecía emocionada ante lo que veía. Después, se volvió hacia mí y gritó:
– Hay algo que no te perdonaré jamás. Que ya no puedo aplaudir. Es uno de los derechos humanos, poder alegrarse por dentro y después poder expresarlo entrechocando las palmas de las manos.
Ni que decir tiene que no había nada que yo pudiese responder. Y ella lo sabía. Vino hacia mí, dándole la espalda al viento.
– Ya lo hacía de niña.
– ¿El qué?
– Aplaudía cada vez que salía al campo y veía algo hermoso. ¿Por qué habríamos de aplaudir sólo cuando vamos a un concierto o cuando alguien pronuncia un discurso? ¿Por qué no va uno a aplaudir aquí, en medio de un acantilado? Yo creo que no he visto nunca nada más hermoso que esto. Te envidio por vivir aquí.
– Yo puedo aplaudir por ti -le propuse.
Agnes asintió y me condujo hasta la roca más alta y saliente. Mientras ella gritaba ¡bravo!, yo aplaudía. Fue una experiencia extraordinaria.
Proseguimos nuestro paseo hasta que llegamos a la caravana, en la parte trasera de la casa.
– No hay ningún coche, ni tampoco ninguna carretera, pero sí una caravana -observó-. Y un par de preciosos zapatos de tacón de color rojo.
La puerta estaba abierta y fija con un trozo de madera que yo le había puesto para que no diese golpes con el viento. Los zapatos relucían en la entrada. Nos sentamos en el banco, al abrigo de la brisa. Y le hablé de mi hija y de la muerte de Harriet. Pero evité contarle mi traición. De repente, me di cuenta de que no me escuchaba. Su mente estaba ocupada en otro asunto y comprendí que existía una razón concreta para su presencia en mi isla. No sólo quería ver mi cocina y recuperar la espada y la maleta.
– Hace frío -observó-. Es posible que los mancos seamos más sensibles que los demás al frío. La sangre se ve obligada a tomar otros caminos.
Entramos y nos sentamos en la cocina. Encendí unas velas que coloqué sobre la mesa. Ya empezaba a atardecer.
– Van a quitarme la casa -confesó de pronto-. La tengo alquilada, pues nunca pude permitirme comprarla. Ahora los propietarios piensan quitármela. Sin la casa, no me es posible continuar. Claro que puedo encontrar trabajo en alguna institución estatal. Pero no es eso lo que yo quiero.
– ¿Quiénes son los propietarios?
– Dos hermanas millonarias que viven en Lausana. Se han agenciado una fortuna vendiendo falsos productos de salud. Al final, siempre terminan por verse obligadas a dejar de hacerles publicidad, porque sólo contienen un polvo sin propiedad alguna, mezclado con vitaminas. Pero enseguida vuelven a la carga con nuevos nombres y otros envases. La casa pertenecía a su hermano, que falleció sin más herederos que las hermanas. Y ahora quieren quitarme la casa puesto que los habitantes del pueblo se han quejado de mis muchachas. Y con la casa, me quitan también a las chicas. Vivimos en un país donde la gente pretende que aquellos que son diferentes vivan aislados en el bosque, o quizás en una isla como ésta. Sentía que necesitaba alejarme un tiempo para reflexionar. Tal vez para pasar mi luto. O tal vez para soñar que tenía dinero para comprar la casa. Pero no lo tengo.
– Si yo pudiera, la compraría.
– No he venido a pedirte nada semejante. -Se levantó de la mesa-. Voy a salir un rato -dijo-. Daré una vuelta por la isla antes de que anochezca.
– Llévate al perro -le propuse-. Si la llamas, se irá contigo. Es una buena compañera de viaje. Y no ladra nunca. Mientras, prepararé la cena.
Me quedé en la puerta mientras ella y el perro desaparecían por las rocas. Carra se volvió varias veces para ver si la llamaba. Comencé a preparar la comida al tiempo que imaginaba que besaba a Agnes.
De pronto caí en la cuenta de que hacía muchos años que no soñaba despierto. Había soñado despierto con la misma escasa frecuencia con que me había ejercitado en la vida erótica.
Agnes parecía menos abatida cuando regresó.
– He de confesar -dijo aun antes de quitarse el chaquetón y sentarse a la mesa-, he de confesar que no he podido resistir la tentación de probarme los zapatos rojos de tu hija. Me quedan como un guante.
– No podría regalártelos aunque quisiera.
– Mis muchachas me matarían si apareciera allí con tacones. Pensarían que había sufrido una transformación y que me había convertido en una persona distinta de la que creen que soy.
Se arrebujó en el sofá de la cocina siguiendo mis movimientos mientras yo ponía la mesa y la comida. Le hice algunas preguntas sobre lo que estaba ocurriendo pero, puesto que respondía con monosílabos, terminé por guardar silencio. Terminamos de cenar sin decir una palabra más. Al otro lado de la ventana reinaba la oscuridad. Después, tomamos café. Yo había encendido la vieja chimenea que sólo utilizo para calentarme en los días verdaderamente fríos del invierno. El vino que bebimos durante la cena me había afectado. Y Agnes tampoco parecía del todo sobria. Cuando hube servido el café, dejó de guardar silencio y, de pronto, empezó a hablar de su vida y de los años difíciles.
– Buscaba consuelo -confesó-. Intenté darme a la bebida. Pero vomitaba siempre que bebía. Y entonces me pasé al hachís, pero me producía sueño y me ponía enferma y acrecentaba mi angustia por lo ocurrido. Intenté encontrar amantes que soportasen el hecho de que me faltase un brazo, empecé a practicar deporte para discapacitados y me convertí en una corredora de distancia media bastante buena, pero cada vez más hastiada. Empecé a escribir poesía y cartas a distintos periódicos, estudié la historia de la amputación en medicina. Busqué trabajo como presentadora en todos los canales de la televisión sueca e incluso en algún canal extranjero. Pero en nada hallé consuelo, poder despertarme por la mañana sin tener que pensar en la terrible desgracia que me había sobrevenido. Intenté, cómo no, utilizar una prótesis, pero tampoco funcionó. Hasta que un día, tres años después de la operación, me coloqué desnuda ante el espejo, como si me hallase ante un tribunal, y admití que era manca. Y entonces, sólo me quedaba Dios. Busqué el consuelo en la genuflexión. Leí la Biblia, intenté acercarme al Corán, asistí a las reuniones de la Iglesia Evangélica de Pentecostés y de esa Iglesia horrenda llamada Palabra de Vida. Fui tanteando distintas sectas, pensé incluso en meterme a monja. Ese otoño viajé a España y recorrí el largo Camino de Santiago de Compostela. Seguí la ruta de los peregrinos y, según la costumbre, llevaba en la mochila una piedra que debía arrojar cuando hubiese encontrado la solución a mis problemas. Mi piedra era una caliza de cuatro kilos. La llevé todo el camino y no la solté hasta llegar a mi destino. En todo momento mantuve la esperanza de que Dios se me revelaría y se dirigiría a mí. Pero Dios hablaba en voz muy baja. Y nunca llegué a oírla. Alguien gritaba más que Él y ahogaba sus palabras.
– ¿Quién?
– El diablo. Gritaba sin cesar. Y aprendí que Dios habla con voz susurrante mientras que el diablo lo hace a gritos. Y en la lucha que los dos libraban no había lugar para mí. Cuando me cerré las puertas de la Iglesia, ya no me quedaba nada. No había consuelo que disfrutar. Aunque aquel hallazgo fue en sí un consuelo, según descubrí. De modo que decidí dedicarme a aquellos cuya situación era peor que la mía. De ese modo entré en contacto con esas chicas de las que nadie, salvo yo, quiere saber nada.
Bebimos el resto del vino y empezábamos a sentirnos cada vez más ebrios. A mí me costaba concentrarme en lo que decía, puesto que lo que deseaba era tocarla, hacerle el amor. Ya hablábamos entre risitas, a causa del alcohol, y ella empezó a describirme las distintas reacciones que provocaba su muñón.
– A veces contaba que un tiburón se había tragado el brazo en las costas de Australia. O que un león me lo había devorado en la sabana, en Botswana. Solía ser muy cuidadosa con los detalles, pues entonces la gente me creía. Para aquellos que, por distintas razones, no me caían bien, componía relatos truculentos y desagradables. Así, por ejemplo, era capaz de contarles que alguien me lo había aserrado con una motosierra, o que se me había quedado atrapado en una máquina que me lo había ido cortando centímetro a centímetro. En una ocasión conseguí que un tipo fuerte y robusto se desmayase. Lo único que nunca se me ha ocurrido decir es que cayó en manos de caníbales que lo cortaron en trocitos antes de comérselo.
Salimos a contemplar las estrellas y a escuchar el bramido del mar. Yo intentaba mantenerme lo más cerca de ella para poder rozarla. Pero ella no lo notó.
– Existe una música que nunca oímos -observó.
– El silencio emite un canto. Y eso sí puede oírse.
– No me refiero a eso. Estaba pensando en una música que nosotros no somos capaces de captar con nuestro oído. Algún día, en un futuro muy lejano, cuando nuestro oído se haya refinado y se hayan creado nuevos instrumentos, tendremos capacidad de oír e interpretar ese tipo de música.
– Es una hermosa idea.
– Pues yo creo que sé cómo sonará. Como las voces humanas, las más nítidas del mundo. Seres humanos cantando sin temor.
Volvimos a entrar. Yo estaba ya tan ebrio que me tambaleaba al andar. De nuevo en la cocina, me serví un coñac. Agnes tapó su copa con la mano y se levantó.
– Necesito dormir -afirmó-. Ha sido una noche extraña. Ya no estoy tan deprimida como cuando llegué.
– Quiero que te quedes aquí -le dije-. Y que duermas conmigo, en mi habitación.
Me levanté y la agarré. Ella no me empujó cuando la atraje hacia mí, pero cuando intenté besarla, empezó a oponer resistencia. Me decía que lo dejase, pero ya no había manera de dejarlo. Allí estábamos, en la cocina, tironeando y empujándonos. Ella me gritaba, pero yo la arrastré hasta ponerla contra el borde de la mesa y ambos nos deslizamos hacia el suelo. Entonces logró liberar su única mano y me arañó en la cara. Me asestó tal patada en el estómago que me quedé sin respiración. No podía ni hablar, buscaba una escapatoria que no existía mientras ella sostenía ante sí uno de mis cuchillos de cocina.
Finalmente, me levanté y me senté en una silla.
– ¿Por qué has hecho eso?
– Lo siento. No era mi intención. Esta soledad me enloquece.
– No te creo. Puede que estés solo, no lo sé. Pero no ha sido ésa la razón de que te lanzaras sobre mí.
– Quisiera que pudieras olvidarlo. Perdóname. No debería beber.
Agnes dejó el cuchillo y se colocó ante mí. Su rostro irradiaba ira y decepción. No había nada que yo pudiese decir para disculparme. De modo que empecé a llorar. Ante mi asombro, sentí que no lloraba para escabullirme. Mi vergüenza era auténtica.
Agnes se sentó en el sofá con el rostro vuelto, mirando a través de la oscura ventana. Me enjugué las lágrimas y me soné la nariz.
– Sé que es imperdonable. Lo lamento, quisiera borrarlo.
– No sé qué haces ni qué te has creído. Si pudiera, me iría ahora mismo. Pero es de noche y no es posible. Así que me quedaré hasta mañana.
Se levantó y salió de la cocina. Oí que colocaba una silla contra el picaporte de la puerta. Salí e intenté mirar por la ventana. Pero ella había apagado la luz. Tal vez sospechaba que yo estaría fuera intentando verla. La perra apareció de entre las sombras, pero la aparté con el pie. En estos momentos no soportaba su presencia.
Aquella noche me quedé despierto en la cama. A las seis, bajé a la cocina y apliqué el oído a la puerta, pero no pude saber si estaba despierta o si seguía dormida. Me senté a esperar. A las siete menos cuarto, abrió la puerta y apareció en la cocina, ya con la mochila en la mano.
– ¿Cómo puedo salir de aquí?
– Hay calma chicha. Si esperas a que se haga de día, puedo llevarte yo mismo.
Agnes empezó a ponerse las botas.
– Quisiera decirte algo de lo que pasó anoche.
Ella levantó la mano con un gesto enérgico.
– No hay nada que decir. No eres la persona que yo creía. Quiero marcharme de aquí lo antes posible. Esperaré a que claree sentada en el embarcadero.
– Por lo menos, podrías escuchar lo que quería decirte.
Ella no se molestó en contestar. Simplemente, se colgó la mochila al hombro, tomó la maleta y la espada de Sima en la mano y se perdió en la oscuridad.
No tardaría en amanecer. Comprendí que ella no me prestaría atención si bajaba a hablar con ella en el embarcadero. Así que me senté a la mesa de la cocina y escribí una carta:
«Las chicas podrían trasladarse aquí. Deja que las hermanas y la gente del pueblo se queden la casa como ellos quieren. Tengo licencia para construir una casa sobre los cimientos de piedra del viejo establo. En el cobertizo hay una habitación que podría aislarse bien y acondicionarse. Y dos de las habitaciones de la casa nunca se usan. Además, si ya tengo una caravana, podría traer otra más. Aquí no falta el espacio».
Bajé al embarcadero. Ella se puso de pie y subió al barco. Le di la carta sin decirle nada. Ella vacilaba, sin saber si aceptarla o no. Finalmente, se la guardó en la mochila.
El mar relucía como un espejo. El ruido del motor rasgaba la calma y espantaba a los patos que, a nuestro paso, iban huyendo hacia mar abierto. Agnes iba sentada en la cubierta de proa, dándome la espalda.
Fondeé en la parte más baja del muelle y apagué el motor.
– Aquí para un autobús -le dije-. En aquella pared tienes los horarios.
Ella trepó hasta el muelle sin decir una palabra.
Yo volví a casa y me acosté a dormir. A mediodía, saqué mi viejo rompecabezas de Rembrandt y esparcí las piezas sobre la mesa. Volví a empezarlo desde el principio, aun sabiendo que jamás lo terminaría.
Al día siguiente de la partida de Agnes se desató un vendaval de componente nordeste. Me despertó el golpeteo de una de las ventanas. El viento era casi huracanado. Me vestí y bajé para comprobar las amarras del barco. Había marea alta. El oleaje se estrellaba contra la cumbre de los acantilados, salpicando la pared del cobertizo. Aseguré el ancla con un anclaje extra. El viento aullaba contra las paredes. Cuando yo era niño y el viento soplaba con tal intensidad, me asustaba. Del cobertizo, cuando había tormenta, emanaban sonidos semejantes a gritos de personas que estuviesen atacándose. Ahora, en cambio, aquel viento me contagiaba una sensación de seguridad. En aquel momento, en medio del vendaval, me sentía inaccesible.
La tormenta se prolongó dos días más. Uno de esos días, Jansson vino con el correo. En contra de lo habitual, llegaba con retraso. Cuando se aproximó al embarcadero, me contó que se le había parado el motor entre Röholmen y Höga Skärsnäset.
– Nunca había tenido problemas antes -se lamentó-. Claro que es normal que el motor falle con este tiempo.
Tuve que soltar un ancla de arrastre y, aun así, estuve a punto de encallar en las escolleras de Röholmen. Si no hubiera conseguido arrancarlo otra vez, habría naufragado por ahí.
Jamás lo había visto tan conmocionado. Sin que él me lo pidiera, le sugerí que se sentara en el banco, para tomarle la tensión. La tenía un poco alta, pero no más de lo esperable tras una situación como la que acababa de vivir.
Volvió a subir al barco, que se mecía chocando contra el embarcadero.
– Hoy no tengo correo -me dijo-. Pero Hans Lundman me encargó que te trajera un periódico.
– ¿Por qué?
– No lo sé. Es de ayer.
Jansson me entregó un ejemplar de uno de los grandes diarios.
– ¿No te comentó nada?
– Sólo que te lo diera. Hans no habla a menos que sea absolutamente necesario, ya lo sabes.
Cuando Jansson empezó a retroceder en contra del fuerte viento, le empujé por la proa para que pudiera salir del embarcadero. Poco faltó para que encallase al virar. En el último momento logró que la fuerza del motor lo sacase de la bahía.
Al alejarme del embarcadero descubrí un objeto blanco flotando en la orilla, en el lugar donde estaba la caravana. Me acerqué y comprobé que se trataba de un cisne muerto. Su largo cuello se enroscaba como una serpiente por entre las algas. Volví al cobertizo, dejé el periódico sobre la estantería de las herramientas y me enfundé un par de guantes de trabajo. Después, saqué el cuerpo del cisne. Un cordel de nailon se le había enrollado en las plumas y le había causado un profundo corte en el cuerpo. Se había muerto de hambre, al no poder buscar alimento. Coloqué el cuerpo sobre una de las rocas. Los cuervos y las gaviotas no tardarían en devorarlo. Carra me seguía, olisqueando el ave.
– No es para ti -le dije-. Es para otros.
De repente, el rompecabezas empezó a aburrirme. Bajé al cobertizo, rebusqué hasta encontrar una de las viejas redes de platija y me senté con ella en la cocina, dispuesto a remendarla. Mi abuelo se había armado de paciencia y me había enseñado a empalmar cabos y a remendar redes. Mis dedos aún conservaban la técnica. De modo que estuve allí sentado, remendando carreras, hasta que cayó la tarde. En mi mente mantuve una conversación con Agnes a propósito de lo que había sucedido. En el mundo imaginario, podíamos hacer las paces.
Por la noche, cené los restos del pollo. Después de comer, me tumbé en el sofá de la cocina a escuchar el aullido del viento. Estaba a punto de poner la radio para oír las noticias cuando recordé el periódico que Jansson me había traído. Cogí la linterna y bajé de nuevo al cobertizo.
Hans Lundman no solía hacer nada sin una intención concreta. Me senté, pues, a la mesa y empecé a revisar a conciencia las páginas del diario. En alguna de ellas había una noticia que él quería que yo viese.
Lo encontré en la página número cuatro, en la sección internacional. Era una fotografía de una cumbre de dirigentes europeos, presidentes y primeros ministros. Se habían puesto de pie para la foto. En el fondo, se veía a una mujer desnuda que sostenía una pancarta. El texto al pie de la imagen aludía con pocas palabras a la vergonzosa interrupción. Una mujer vestida con una gabardina negra había accedido a la sala de la conferencia de prensa con una identificación falsa. Una vez allí, se quitó la gabardina y alzó la pancarta. Varios guardias de seguridad acudieron diligentes a sacarla de la sala. Observé bien la fotografía y sentí una punzada en el estómago. En uno de los cajones de la cocina tenía una lupa. Con ella, volví a inspeccionar la instantánea. Mi desasosiego crecía a medida que se confirmaban mis sospechas. Aquella mujer era Louise. Reconocí su rostro, aunque estaba parcialmente girado. No cabía la menor duda de que era Louise, con la pancarta por encima de la cabeza y un gesto triunfante y retador.
El texto de la pancarta hablaba de las cuevas donde el moho corrompía las antiquísimas pinturas rupestres.
Hans Lundman era un hombre muy perspicaz y la había reconocido. Tal vez incluso ella le hubiese hablado durante la fiesta de aquellas cuevas que ella pretendía proteger a cualquier precio.
Tomé un paño de cocina para secarme el sudor que me empapaba la camisa. Me temblaban las manos.
Salí y, arrostrando el viento, llamé al perro y me senté en la oscuridad, en el banco de la abuela.
Sonreí. Louise estaba ahí, en algún lugar, y me devolvía la sonrisa. En verdad que tenía una hija de la que podía estar orgulloso.
Un día, a mediados de noviembre, llegó por fin la carta que tanto había esperado. Todo el archipiélago sabía que había sido mi hija la protagonista de los disturbios ante la reunión de los jefes de Estado europeos. Yo me alegraba de que Hans Lundman hubiese tenido la sagacidad de reconocer a Louise, de modo que fui el primero en enterarse. Su costumbre de otear el horizonte en busca de objetos extraños lo había convertido sin duda en un buen observador también a la hora de hojear el periódico.
Pero, en fin, todos lo sabían. Seguramente, Jansson había contribuido a la difusión y magnificación del rumor. Hans Lundman me lo confirmó. Se decía que Louise había ejecutado un striptease total ante el grupo de señores boquiabiertos, se desnudó por completo y empezó a inclinarse de un lado a otro, describiendo una serie de eróticos movimientos, mientras la sacaban de allí. Entonces atacó a los guardias, mordió a uno de ellos, y unas gotas de sangre salpicaron los zapatos de Tony Blair. Podrían haberla condenado a una larga pena de cárcel.
Un día, recibí una carta de alguien que firmaba «verdadero cristiano» y que expresaba su opinión de que mi hija y yo éramos de esas personas que «no son necesarias». Por un instante, sentí un profundo malestar. Pudiera ser que, un buen día, un grupo de verdaderos cristianos se presentase en mi isla para atacarnos a Louise y a mí.
Louise estaba en Amsterdam. Me escribió que se alojaba en un pequeño hotel próximo a la estación de ferrocarril y del barrio rojo de la ciudad. Se dedicaba a descansar y visitaba a diario una comparativa de Rembrandt y Caravaggio. Tenía bastante dinero. Varias personas que no conocía en absoluto le hicieron regalos, los periodistas le pagaron sumas fabulosas por su relato. Y nunca la castigaron por lo que hizo. Terminaba su carta diciéndome que pensaba venir a primeros de diciembre.
En esta carta sí me daba una dirección. Le respondí de inmediato y le di la carta a Jansson, junto con la otra que aún no le había enviado. Vi la curiosidad en el rostro de Jansson al ver el nombre de Louise, pero no me hizo el menor comentario.
La carta de Louise me infundió valor para escribirle a Agnes. No sabía nada de ella desde que se marchó después de su visita. Me sentía avergonzado. Por primera vez en mi vida, no lograba hallar una excusa para mi comportamiento. No podía ignorar lo sucedido aquella noche.
Le escribí pidiéndole perdón. Sólo eso. Una carta de diecinueve palabras, escogidas con mucho esmero. No había una sola expresión aduladora ni intento alguno de buscar subterfugios.
Dos días después, me llamó. Me había dormido frente al televisor y creía que era Louise quien llamaba cuando eché mano del auricular.
– He recibido tu carta. Lo primero que pensé fue tirarla sin abrirla siquiera. Pero la leí. Acepto tu disculpa si es sincera.
– Cada una de las palabras que te escribí.
– Creo que no sabes a cuál me refiero. Hablaba de lo que decías de mis muchachas y tu isla…
– Por supuesto que podéis venir.
– No me atrevo a creérmelo.
– Pues es verdad.
Oía su respiración.
– Venid aquí -la animé.
– Ahora no. Todavía no. Tengo que pensar.
Y me colgó.
Volví a sentir la misma euforia que con la carta de Louise. Salí a contemplar las estrellas y pensé que pronto haría un año desde que Harriet apareció en el hielo y mi vida empezó a cambiar.
A finales de noviembre, la costa sufrió las consecuencias de una nueva y durísima tormenta. Era de componente este y culminó la noche del segundo día. Bajé al embarcadero y vi que la caravana se mecía vacilante al viento. Con ayuda de dos piedras de lastre y varios troncos arribados a la orilla la afiancé por la parte posterior. Ya había sacado del armario un viejo radiador eléctrico y un cable, con el fin de caldearla para cuando llegara Louise.
Cuando pasó la tormenta, di una vuelta por la isla. Los vendavales del este solían arrastrar muchos maderos a las playas. Pero en esa ocasión no encontré nada. Sin embargo, sí que hallé la vieja cabina de un pesquero. Al principio creí que era la parte superior de un buque que se habría dislocado durante la tormenta. Pero cuando me acerqué vi que no era más que aquella cabina que se había estrellado contra mis acantilados. Tras un instante de reflexión, entré en casa y llamé a Hans Lundman. A pesar de todo, lo que había encontrado podrían ser los restos de un buque pesquero. Una hora después, la guardia costera arribaba a mi isla. Logramos arrastrar la cabina a tierra y afianzarla con cuerdas. Hans constató que era antigua y que no tenían ningún informe de pesqueros extraviados.
– Supongo que habrá estado en tierra en algún lugar y que el viento la arrojó al mar. Se ve completamente podrida y lleva mucho tiempo sin usarse en un barco. Lo más probable es que tenga treinta o cuarenta años.
– ¿Qué debo hacer con ella? -pregunté.
– Si tuvieras niños pequeños, podrías haberla convertido en una casita de juegos. Pero en tu caso no sirve más que para hacer leña.
Le conté que Louise vendría a casa en diciembre.
– En realidad, no comprendo cómo pudiste verla en la foto del periódico. Era muy mala. Y aun así, descubriste que era ella.
– Uno nunca sabe por qué ve lo que ve. Andrea la echa de menos. No pasa un día sin que se ponga los zapatos y pregunte por ella. Así que la recordamos a menudo.
– ¿Le mostraste a Andrea la fotografía?
– Por supuesto que sí.
– Pues no creo que sea apropiada para niños. Después de todo, ¡estaba desnuda!
– ¿Y qué? No es bueno para los niños ocultarles la verdad. Los niños sufren con las mentiras, al igual que los adultos.
Hans desapareció tras la rueda del timón y metió la marcha atrás. Yo fui al cobertizo a buscar un hacha, volví y corté la cabina en pedazos. Me resultó bastante fácil, puesto que la madera estaba podrida.
Acababa de terminar y estaba estirando la espalda cuando sentí en el pecho un dolor punzante. Puesto que había diagnosticado angina de pecho muchas veces en mi vida, supe enseguida a qué se debía el dolor. Me senté sobre una piedra, respiré hondo, me desabotoné la camisa y aguardé. Después de unos diez minutos, pasó el dolor. Esperé otros diez minutos antes de volver a casa, caminando muy despacio. Eran las once de la mañana. Llamé a Jansson. Tuve suerte, era uno de los días en que no salía a repartir correo. No le dije nada de mi dolor, sólo que viniese a buscarme.
– Pues vaya una decisión más repentina -observó.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Por lo general, sueles preguntarme con una semana de antelación.
– ¿Puedes venir a recogerme o no?
– Estaré en el embarcadero dentro de media hora.
Cuando llegamos a tierra, le dije que lo más probable era que volviese ese mismo día, pero que no podía precisar la hora. Jansson estallaba de curiosidad, pero no le di ninguna pista.
En el centro de salud expliqué lo que me había sucedido. Tras una breve espera me sometieron a los exámenes habituales, me hicieron una ecografía y pude hablar con un médico. Pensé que sería uno de los médicos contratados que van y vienen entre los centros de salud de pueblos que no logran atraer a personal dispuesto a quedarse periodos más largos. Me dio la medicación y el tratamiento que yo esperaba. Y también un volante para el hospital, donde me examinarían más a fondo.
Llamé a Jansson y le pedí que viniese a recogerme. Luego compré dos botellas de coñac y volví al puerto.
Y fue después, ya de vuelta en la isla, cuando sentí miedo. La muerte había venido a probar mi capacidad de resistencia. Me tomé una copa de coñac. Entonces subí a la cumbre y lancé al mar un grito, con todas mis fuerzas. Grité para deshacerme del miedo, que yo disfrazaba de ira.
El perro estaba sentado a cierta distancia, observándome.
Ya no quería estar solo. No quería llegar a ser como algunas de las rocas, mudos testigos del paso inexorable de los días y del tiempo.
El 3 de diciembre me hicieron las pruebas en el hospital. Mi corazón no presentaba ningún fallo grave. Los medicamentos, algo de ejercicio y una alimentación adecuada podrían mantenerme vivo muchos años aún. El médico tenía más o menos mi edad. Y le dije la verdad, que yo también había sido médico pero que ahora me encargaba de un puerto pesquero de la costa. Mostró un amable desinterés por mi confidencia y, a modo de despedida, me dijo que padecía una angina de pecho nada grave.
Louise llegó el 7 de diciembre. La temperatura había descendido, el otoño empezaba a dejar paso al invierno. El agua de lluvia que formaba charcos en las rocas empezó a congelarse por las noches. Louise me llamó desde Copenhague y me pidió que avisase a Jansson para que la recogiera. La comunicación se interrumpió antes de que yo pudiese hacerle más preguntas. Encendí el radiador en la caravana, cepillé sus zapatos, barrí y puse sábanas limpias en la cama.
El dolor en el pecho no se había repetido. Le escribí una carta a Agnes para preguntarle si había terminado de pensárselo. Recibí una postal por respuesta. Era una reproducción de un cuadro de Van Gogh, y me decía simplemente: «Aún no».
Me pregunté qué habría pensado Jansson cuando la leyó.
Louise bajó al embarcadero sin más equipaje que la misma mochila que llevaba cuando partió. Pensé que aparecería arrastrando grandes maletas llenas de todo lo que hubiese ido comprando durante su expedición. Pero la mochila se veía más vacía si cabe que cuando se marchó.
Jansson parecía querer quedarse en el embarcadero. Le tendí un sobre con la cantidad que solía pedir por cada carrera y le di las gracias. Louise saludó al perro. El animal y ella parecieron conectar de inmediato. Abrí la puerta de la caravana, que estaba caldeada. Ella dejó la mochila y vino conmigo a la casa. Antes de entrar, se detuvo un instante ante el pequeño túmulo bajo el manzano.
Para cenar preparé bacalao, que Louise comió como si llevase tiempo pasando hambre. Me pareció más pálida y quizá también más delgada que cuando se marchó. Me contó que, cuando dejó la isla, ya había estado madurando la idea de irrumpir en alguna de las cumbres políticas que se celebraban cada año.
– Lo planeé todo sentada en el banco que hay junto al cobertizo -confesó-. Me daba la sensación de que las cartas no tenían la menor repercusión. Comprendí que tal vez nunca la hubiesen tenido, salvo para mí misma. Y, en esta ocasión, opté por otra vía.
– ¿Por qué no me dijiste nada?
– No te conozco lo suficiente. Quizás hubieses intentado impedírmelo.
– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?
– Harriet siempre intentaba convencerme para que hiciese lo que ella quería. ¿Por qué ibas a ser tú distinto?
Yo quería hacerle más preguntas sobre su viaje, pero ella negó con un gesto. Estaba cansada y necesitaba dormir.
Hacia la medianoche la acompañé a la caravana. El termómetro del exterior indicaba un grado. Louise se estremeció de frío y me tomó del brazo. Era la primera vez que hacía algo así.
– Echo de menos el bosque -confesó-. Y echo de menos a mis amigos. Pero ahora la caravana está aquí. Has sido muy amable al caldearla antes de mi llegada. Esta noche dormiré profundamente y soñaré con todos los cuadros que he visto durante los meses que he estado fuera.
– También he cepillado los zapatos rojos -advertí.
Louise me besó en la mejilla antes de entrar en la caravana.
Se mantuvo algo apartada los primeros días después de su llegada. Venía a comer cuando la llamaba, pero hablaba poco y llegaba incluso a irritarse cuando le hacía demasiadas preguntas. Una noche bajé a la caravana a mirar por la ventana. Estaba sentada a la mesa, escribiendo algo en un bloc de notas. De repente, volvió el rostro hacia la ventana. Yo me agaché como un rayo y contuve la respiración. No abrió la puerta y yo confiaba en que no me hubiese visto.
Mientras esperaba a que volviese a ser accesible, me dediqué a dar a diario un paseo con el perro, para mantenerme en forma. El mar tenía un color plúmbeo y las aves escaseaban cada vez más. El archipiélago estaba encerrándose en su cascarón invernal.
Una noche, redacté lo que sería mi nuevo testamento. Por supuesto, Louise heredaría todo cuanto poseía. Me angustiaba la idea de la promesa que le había hecho a Agnes. Pero hice lo que siempre hacía, ahuyentaba el desasosiego y pensaba que, seguramente, hallaríamos una solución llegado el momento.
La mañana del decimoctavo día de su llegada, encontré a Louise sentada a la mesa de la cocina cuando yo bajé a desayunar, hacia las siete.
– Ya me he repuesto del cansancio -declaró-. Ahora ya estoy en disposición de volver a ver gente.
– Agnes -propuse-. Me gustaría invitarla a venir. Tal vez tú puedas convencerla de que venga con las chicas.
Louise me miró inquisitiva, como si no me hubiese oído bien. Pero no intuí el inminente peligro. Le conté la visita de Agnes, aunque, claro está, nada dije de lo sucedido entre nosotros.
– Se me había ocurrido que Agnes y sus chicas podrían mudarse aquí cuando pierdan la casa en la que tienen el centro de rehabilitación.
– ¿Piensas regalar la isla?
– Aquí no estamos más que el perro y yo. Todo este espacio podría empezar a ser otra vez de alguna utilidad, ¿no te parece?
Louise golpeó fuera de sí la taza que tenía delante y que, junto con el plato, cayó al suelo rompiéndose en mil pedazos.
– ¿Piensas regalar mi herencia? ¿Ni siquiera me darás la satisfacción de poder heredarte? Yo, que hasta ahora no he recibido nada de nada.
Más que responder, balbuceé:
– No voy a darle nada. Simplemente, le permitiré vivir aquí.
Louise se quedó observándome un rato. Parecía una serpiente. Después, se levantó de la silla con tal violencia que la volcó. Agarró su cazadora y se marchó dejando la puerta abierta. Esperé que volviese hasta el último instante.
Al cabo de unos minutos cerré la puerta. Por fin había comprendido qué había supuesto para ella el hecho de que yo, un buen día, apareciese ante la puerta de su caravana. Con ello le había otorgado un entorno al que pertenecer. Incluso había abandonado el bosque por el mar, por mí y por mi isla. Y ahora creía que pensaba arrebatárselo todo.
Yo había apartado todo pensamiento acerca de lo que sería de la isla cuando yo faltase. Salvo Louise, nadie podía reclamarla en herencia. En alguna ocasión, sopesé la idea de donarla a alguna fundación del archipiélago. Pero tal gesto no conduciría más que a facilitarles a los avariciosos políticos la posibilidad de sentarse a disfrutar del mar en mi embarcadero. Ahora, en cambio, todo era distinto. Si fallecía aquella misma noche, Louise aparecería como mi única heredera por línea directa. Lo que hiciese a partir de ese momento, sería su opción y su responsabilidad.
Louise no volvió a subir a la casa en todo el día. Por la noche, bajé a la caravana y la encontré tumbada en la cama. Tenía los ojos abiertos, pero dudé antes de dar unos golpecitos en la puerta.
– ¡Vete de aquí!
Me gritó con voz chillona y tensa.
– No puede ser que no podamos hablar de ello.
– Me voy.
– Nadie podrá quitarte la isla nunca. No tienes por qué preocuparte.
– ¡Fuera!
– ¡Abre la puerta!
Tanteé el picaporte y comprobé que no había echado la llave. Pero no me dio tiempo a abrirla, pues ella se adelantó y me la estampó en la boca. Me reventó los labios y, al caer hacia atrás, me golpeé la cabeza contra una piedra. Antes de que hubiese logrado levantarme, ella se me vino encima y me golpeó en el rostro con los restos de una vieja cinta de corcho que había en el suelo.
– Para ya, estoy sangrando.
– Sí, pero no lo suficiente.
Logré agarrar la cinta y arrancársela de las manos. Entonces empezó a golpearme en la frente con el puño. Finalmente, conseguí zafarme de su ataque.
Y nos quedamos los dos de pie, jadeando.
– Ven conmigo a casa, debemos hablar.
– Tienes un aspecto horrible. No era mi intención golpearte con tanta fuerza.
Volví a la cocina y, cuando me vi la cara, lancé un grito. La tenía llena de sangre. Comprendí que no habían sido sólo los labios, sino que también me había reventado la ceja derecha. «Me ha dejado KO», pensé. «Para algo aprendió a boxear, aunque fue la puerta la que me asestó el peor golpe.»
Me limpié el rostro, envolví unos cubitos de hielo en un paño y me los apliqué contra la boca y el ojo. Pasó un buen rato hasta que oí sus pasos al otro lado de la puerta. Al verme, se asustó.
– ¿Es muy grave?
– Sobreviviré. Pero las habladurías volverán a correr por el archipiélago. Mi hija no sólo se desnuda ante los hombres que gobiernan el mundo. Además vuelve a casa y se comporta como una loca violenta contra su anciano padre. Tú, que te has dedicado al boxeo, deberías saber cómo se queda la cara.
– No era mi intención.
– Por supuesto que sí lo era. De hecho, creo que en realidad me matarías antes de permitirme que redactase un testamento en virtud del cual tú quedases desheredada.
– Me indigné.
– No tienes que darme ninguna explicación. Pero te equivocas. Lo único que pretendía era ayudar a Agnes y sus muchachas. Ni ella ni yo sabemos por cuánto tiempo. Eso es todo, sólo eso. Ni promesas ni regalos.
– Creí que pensabas abandonarme otra vez.
– Yo nunca te abandoné. Abandoné a Harriet. No sabía ni que existieras. Tal vez, de haberlo sabido, las cosas habrían sido diferentes.
Puse nuevos cubitos en el paño, pero ya tenía el ojo casi cerrado por la inflamación.
Empezábamos a calmarnos. Nos sentamos a la mesa de la cocina. Me dolía toda la cara. Extendí la mano y la posé sobre la de Louise.
– No voy a arrebatarte nada. Esta isla es tuya. Si no quieres que Agnes venga con sus chicas y que viva aquí mientras encuentran otro hogar, puedes dar por supuesto que les diré que no es posible.
– Siento haberte hecho tanto daño. Pero hace un rato, yo tenía el mismo aspecto, sólo que por dentro.
– Bueno, vamos a dormir -propuse-. Mañana mis moretones serán perfectos.
Me levanté y me fui a mi habitación. Oí a Louise cerrar la puerta tras de sí.
Habíamos estado muy cerca del ojo del huracán. Pasó a nuestro lado, pero no llegó a envolvernos del todo.
«Aquí está sucediendo algo», me dije casi animado. «Nada definitivo, pero aun así… Vamos camino de algo nuevo y desconocido.»
Los días de diciembre se presentaron nublados y plúmbeos. El 12, anoté en mi diario que estuvo nevando un rato por la tarde, una nevada leve y escasa que no tardó en cesar. Las nubes pendían inquietas en el cielo.
Las heridas y los moretones de la cara me dolían y sanaban muy despacio. Jansson me observó estupefacto la mañana siguiente a la pelea, cuando lo recibí en el embarcadero. Louise bajó a saludarlo. Y le sonrió. Yo intenté sonreír también, pero sin éxito. Jansson no pudo contenerse y preguntó por lo ocurrido.
– Un meteoro -le dije-. Una piedra que cayó del cielo.
Louise seguía sonriendo. Pero Jansson no volvió a preguntar.
Le escribí a Agnes una carta en la que la invitaba a venir a conocer a mi hija. Me contestó pocos días después diciéndome que todavía era demasiado pronto. Tampoco había decidido aún si aceptar o no mi oferta. Sabía que no podía dejar que pasara mucho tiempo, pero seguía sin estar segura. Comprendí que continuaba ofendida y decepcionada.
Pero creo que también sentí cierto alivio al saber que no vendría, pues seguía sin confiar en que Louise no estallase en un nuevo ataque.
Recorríamos juntos la isla todos los días en compañía del perro. Yo escuchaba mi corazón. Me había acostumbrado a tomarme la tensión a diario, un día en estado de reposo, otro no.
Pero mi corazón latía tranquilo dentro de las costillas. Como un caminante apacible, mi más fiel compañero de viaje al que no había prestado mucha atención a lo largo de mi vida. Paseaba por la isla, hacía equilibrio por las resbaladizas rocas, me detenía de vez en cuando y observaba el horizonte. Si me mudaba de aquella isla, lo que más echaría en falta serían el horizonte y las rocas. Este mar interior que, poco a poco, se transformaba en una ciénaga, no siempre despedía un olor agradable. Era un mar poco aseado que olía agrio como la resaca. En cambio el horizonte era limpio, como las rocas.
Cuando daba mis paseos diarios con las botas recortadas, era como si llevase el corazón en la mano. Aunque todas mis constantes estuviesen bien, a veces me sobrevenía el pánico. «Voy a morir ahora mismo, dentro de unos segundos se me parará el corazón. Todo habrá pasado; la muerte me asestó su golpe de gracia sin que yo estuviese preparado.»
Pensé que debería hablar con Louise de mi temor. Pero no le dije nada.
Se acercaba el solsticio de invierno. Un día, Louise se sentó en mi silla, en medio de la cocina, y me pidió que le sostuviese un espejo. Cortó su larga melena con las tijeras de la cocina, se tiñó el resto de rojo y, al cabo de unas horas, al contemplar el resultado, rió satisfecha.
Ahora se apreciaba mejor su rostro. Era como un seto que hubiesen limpiado de malas hierbas.
Al día siguiente, me tocó a mí el turno. Yo había intentado oponerme, pero su tozudez me venció. Así que me senté en la silla de la cocina mientras ella me cortaba el pelo. Notaba sus dedos ligeros en torno las gruesas tijeras. Me dijo que estaba perdiendo pelo por la coronilla y que, además, me quedaría bien el bigote.
– Me encanta tenerte aquí -le dije-. En cierto modo, todo es más evidente ahora. Antes, cuando observaba mi rostro en un espejo, nunca estaba seguro de lo que veía. Ahora sé que me veo a mí, no una cara transitoria que atisbo de pasada.
Louise no respondió. Pero noté que le caía una lágrima en la mejilla. Mi hija estaba llorando. Y yo también empecé a llorar. Ella no dejaba de cortarme el pelo. Ambos lloramos en silencio, ella detrás de la silla con las tijeras en la mano, yo con mi toalla sobre los hombros. Nunca nos dijimos nada al respecto después, tal vez porque nos sentíamos avergonzados, o porque no era necesario.
Ésa es una herencia que compartimos mi hija y yo. Ninguno de los dos hablamos sin motivo. Ambos somos bastante callados.
La gente de las islas no suele ser escandalosa ni usar muchas palabras. El horizonte siempre es demasiado grande para expresarlo en palabras.
Un día, Louise le puso a Carra un lazo rojo en el cuello. El animal no pareció apreciar el detalle, pero tampoco intentó quitárselo.
La noche víspera del solsticio de invierno, me senté un rato en la cocina a hojear mi diario. Después anoté:
«El mar está en calma, no hay viento, un grado bajo cero. Carra lleva un lazo rojo, la relación entre Louise y yo es ya íntima».
Pensé en Harriet. Sentí que la tenía justo a mi lado, a mi espalda, leyendo lo que acababa de escribir.
Louise y yo decidimos celebrar el hecho de que, a partir de entonces, los días empezarían a ser más largos. Louise prepararía la comida. Por la tarde, me tomé las medicinas y me tumbé a descansar en el sofá de la cocina.
Había pasado medio año desde que estuvimos sentados en el jardín, celebrando la fiesta en la penumbra de la noche estival. Esa noche del solsticio de invierno, Harriet no nos acompañaría. Tomé conciencia de repente de que la añoraba como no lo había hecho jamás. Aunque estaba muerta, la notaba más cerca que nunca. ¿Por qué iba a dejar de echarla en falta sólo porque estuviese muerta?
Me quedé tumbado en el sofá y dejé pasar un buen rato hasta que me obligué a mí mismo a levantarme para afeitarme y cambiarme de ropa. Me puse un traje que no usaba casi nunca. Con mano inexperta, me hice el nudo de la corbata. El rostro que me devolvía el espejo me llenó de temor. Me había hecho viejo. Le hice un mohín y bajé a la cocina. Ya caía el ocaso que precedería a la noche más larga del año. El termómetro indicaba dos grados bajo cero. Fui a buscar una manta y me senté en el banco, bajo el manzano. El aire era fresco, gélido, inusitadamente salado. En la distancia, los gritos de las aves, cada vez más dispersos, más escasos.
Debí de dormirme en el banco. Cuando desperté, ya había anochecido. Tenía frío. Eran las seis, es decir, que había dormido durante casi dos horas. Louise estaba ante los fogones cuando entré. Me sonrió.
– Dormías como una viejecita -me dijo-. No quise despertarte.
– Soy una viejecita -respondí-. Mi abuela solía sentarse en ese banco. Siempre tenía frío, salvo cuando soñaba con el suave rumor de los robles. Tal vez me esté convirtiendo en ella.
En la cocina hacía calor. Louise había encendido tanto los fogones como el horno, y los cristales de la ventana se habían empañado.
Una serie de extraños aromas empezaron a inundar la cocina. Louise sostenía en la mano una cuchara que había sacado de una olla humeante.
Aquello sabía, en cierto modo, como madera vieja calentada al sol. Agrio y dulce a un tiempo y, además, amargo, atractivo, exótico.
– Suelo mezclar mundos en mis guisos -explicó-. Cuando comemos, encontramos el camino al hogar de personas que viven en partes del mundo que jamás hemos visitado. Los olores son nuestros recuerdos más inveterados. La leña con la que nuestros antepasados alimentaban sus hogueras, cuando se escondían en las cavernas y grababan y pintaban en las paredes aquellos animales ensangrentados, debía de oler como lo hace hoy. No sabemos lo que pensaban, pero sí cómo olía la leña.
– En otras palabras, en todo lo cambiante existe algo permanente -observé yo-. Siempre hay alguna anciana pasando frío sentada en un banco bajo un manzano.
Louise tarareaba mientras cocinaba.
– Tú viajas sola por el mundo -le dije-. Pero allá en el norte, en el bosque, estás rodeada de hombres.
– Hay muchos hombres buenos. Pero es más difícil encontrar un hombre de verdad. -Al ver que yo quería continuar la conversación, alzó la mano en señal de protesta-. No, ahora no, después tampoco, nunca. Cuando tenga algo que contarte, te lo contaré. Claro que hay hombres en mi vida. Pero son míos, no tuyos. Soy de la opinión de que no hay que compartirlo todo. Si ahondamos demasiado en los demás, nos arriesgamos a que se malogre la amistad.
Mientras hablaba, le di unos agarradores que, según recordaba, siempre habían estado en aquella cocina, desde que yo era niño. Ella levantó una gran cazuela y retiró la tapadera. Olía intensamente a pimienta y limón.
– Tiene que quemarte la garganta -explicó-. Ningún plato está bien preparado si no te pones a sudar mientras lo comes. Los platos que no contienen ningún secreto llenan el estómago de decepción.
Yo la observaba mientras removía el contenido de la cazuela para mezclarlo bien.
– Las mujeres remueven -dijo-. Los hombres golpean y cortan y destruyen y talan. Las mujeres remueven, remueven y remueven.
Salí a dar un paseo antes de comer. Cuando llegué al embarcadero, volví a sentir de pronto ese dolor ardiente en el pecho. Me dolía tanto, que estuve a punto de caer desmayado.
Llamé a Louise a gritos y, cuando llegó, creí que iba a perder el conocimiento. Ella se sentó enseguida acuclillada a mi lado.
– ¿Qué te pasa?
– El corazón. Angina de pecho.
– ¿Te estás muriendo?
Lancé un rugido que se abrió paso a través del dolor.
– ¡No pienso morirme! Hay un bote con unas pastillas azules junto a mi cama.
Ella echó a correr y regresó con una pastilla y un vaso de agua. Yo sostuve su mano y, al cabo de un rato, se me pasó el dolor. Estaba sudoroso y me temblaba todo el cuerpo.
– ¿Se te ha pasado?
– Sí, ya pasó. No es peligroso, pero duele mucho.
– Tal vez sea mejor que te tumbes a descansar un rato.
– De eso nada.
Caminamos despacio hacia la casa.
– Ve a buscar unos cojines del sofá de la cocina -le dije-. Nos sentaremos un rato aquí fuera en la escalera.
Louise volvió con los cojines y nos sentamos muy juntos, ella con su cabeza sobre mi hombro.
– Me mantendré con vida.
– Piensa en Agnes y en sus muchachas.
– No sé si al final saldrá.
– Vendrán, ya lo verás.
Le apreté la mano. El corazón ya me latía sosegado, pero el dolor seguía acechando en sus entresijos. Aquél era el segundo aviso. Aún podía vivir muchos años, pero todo tenía un fin, yo también.
Nuestra cena festiva se malogró. Cenamos, sí, pero no nos quedamos mucho tiempo de sobremesa. Yo subí a mi habitación y me llevé el teléfono. En mi dormitorio había una toma que nunca utilizaba. Mi abuelo la había hecho instalar en los últimos años, cuando tanto él como mi abuela empezaron a tener achaques. Quería poder llamar si alguno de los dos estaba tan mal que la escalera fuese un obstáculo demasiado largo y pesado de salvar. No fui capaz de decidir si llamar o no. Al final, era ya cerca de la una, pero marqué el número sin el menor reparo. Ella contestó casi de inmediato.
– Disculpa que te despierte a estas horas.
– No, no estaba dormida.
– Sólo quería saber si has tomado una decisión.
– He estado hablando con las chicas. En cuanto oyen hablar de la isla me gritan que no; ellas no saben lo que implica vivir sin asfalto y sin coches. Les infunde miedo ese cambio.
– Pues tienen que elegir entre el asfalto y tú.
– Creo que yo soy lo más importante.
– ¿Quiere eso decir que os venís?
– No voy a contestarte ahora, a medianoche.
– Pero ¿puedo confiar en lo que creo que pasará?
– Sí. Pero déjalo ya. Es muy tarde.
Se oyó el clic al colgar el auricular. Me tumbé en la cama y pensé que, aunque no me lo había dicho claramente, ya podía dar por seguro que vendría.
Me quedé despierto largo rato. Hacía un año, tal día como hoy, pensaba que ya no me sucedería nada más. Ahora, en cambio, tenía una hija y, además, angina de pecho. La vida había girado el timón y había tomado otro rumbo.
Cuando desperté, ya habían dado las siete y Louise estaba levantada.
– Tengo que ir a pasar un tiempo en los bosques -me dijo-. Pero ¿puedes quedarte solo? ¿Me prometes que no te vas a morir?
– ¿Cuándo piensas volver? -pregunté-. Si no te quedas mucho tiempo, podré mantenerme con vida.
– Hasta la primavera. Pero no permaneceré en el bosque todo el tiempo. Haré algún que otro viaje.
– ¿Adónde?
– Cuando la policía me soltó, conocí a un hombre que quería que hablásemos de las cuevas y las pinturas destruidas por el moho. Y al final terminamos hablando de otras cosas.
Yo deseaba preguntarle quién era. Pero ella se puso el índice en la boca, ordenándome silencio.
– Ahora no.
Al día siguiente, llegó Jansson a recogerla.
– Bebo muchísima agua -me gritó cuando el barco empezaba ya a retroceder para salir del embarcadero-. Aun así, siempre estoy sediento.
– Hablaremos de ello después -le contesté.
Fui a la casa a buscar los prismáticos y seguí su partida hasta que la embarcación desapareció en la niebla, por detrás de Höga Siskäret.
Ahora ya sólo quedábamos el perro y yo. Mi buena amiga Carra.
– Esto se quedará tan silencioso como siempre -le dije al perro-. Al menos, por un tiempo. Después, se construirán casas. Y las muchachas pondrán la música demasiado alta, gritarán y blasfemarán y, a veces, sentirán que odian la isla. Pero vendrán a vivir aquí, y tendrán que aceptarlo. Una manada de caballos salvajes está en camino.
Carra seguía luciendo el lazo rojo. Se lo quité y lo dejé aletear al viento.
Ya bien entrada la noche me senté ante el televisor, aunque le quité el sonido. Y me puse a escuchar mi corazón.
Tenía el diario en la mano y anoté en él que el solsticio de invierno había pasado.
Después, me levanté, dejé el diario y tomé uno nuevo.
Al día siguiente empezaría a escribir algo muy distinto. Tal vez una carta dirigida a Harriet, aunque fuese demasiado tarde ya para enviársela.
El hielo no llegó a asentarse aquel invierno.
Cuajó en tierra y en los golfos de las islas, pero las bahías quedaron abiertas al mar. Hacia finales de febrero hubo un periodo de intenso frío y vientos del norte, pertinaces y heladores. Pero a Jansson no se le presentó la ocasión de usar el hidrocóptero, con lo que yo tampoco tenía que taparme los oídos los días que venía con el correo.
Un día, justo después de que la gran helada hubiese dado paso a un tiempo más clemente, ocurrió algo que jamás olvidaré. Acababa de abrir a hachazos la delgada capa de hielo que cubría mi agujero y de darme mi baño, cuando descubrí al perro que, tumbado en el embarcadero, mordisqueaba lo que se me antojó el esqueleto de un pájaro. Puesto que los perros pueden dañarse la garganta con los huesos, me acerqué y se los quité de la boca. Después los arrojé a las heladas algas que flotaban en la orilla y llamé al perro para que me siguiese hasta la casa.
Y más tarde, cuando ya me había vestido y había entrado en calor, volví a recordar el esqueleto. Aún sigo sin saber qué me movió a hacer aquello pero, me calcé las botas y bajé al embarcadero para buscarlo. Aquel trozo de hueso no procedía, de ningún modo, de un pájaro. Así que me senté en el embarcadero dándole vueltas en la mano pensando si no sería de un visón o de una liebre.
Al cabo de un rato comprendí qué era lo que sostenía en la mano. No podía ser otra cosa. En efecto, se trataba de un hueso de mi gato desaparecido. Lo dejé en el embarcadero, a mis pies, preguntándome dónde lo habría encontrado el perro. Sentí en mi interior un gélido dolor ante la idea de que el gato, por fin, hubiese vuelto.
Me fui a dar una batida por la isla con el perro, pero el animal no olfateó más restos, no había ni rastro por ninguna parte. Tan sólo aquel pequeño hueso, como si el gato hubiese enviado un saludo para decirme que no debía seguir buscando ni indagando. Estaba muerto, y muerto llevaba ya mucho tiempo.
En mi diario, escribí acerca del hueso. Tan sólo unas palabras.
«El perro, el hueso, el duelo.»
Enterré el hueso del gato junto a las tumbas del perro y de Harriet. Era día de correo, así que bajé al embarcadero. Jansson llegó a la hora de siempre, anunciado por el zumbido de su motor. Fondeó en el embarcadero y me contó que se sentía cansado y que tenía una sed constante. Por las noches, había empezado a notar tirones en las corvas.
– Podría ser diabetes -apunté-. Suele presentar esos síntomas. Yo no puedo examinarte aquí, pero creo que debes acudir al centro de salud.
– ¿Es una enfermedad mortal? -me preguntó atemorizado.
– No necesariamente. Tiene tratamiento.
No pude evitar sentir cierta satisfacción al comprobar que el bueno de Jansson, siempre tan sano, hubiese recibido el primer arañazo en la armadura, como todos los demás mortales.
Él pareció sopesar mi respuesta y, acto seguido, se inclinó y sacó del barco un gran paquete, que me entregó sin decir nada.
– No espero ningún paquete, no he pedido nada.
– A mí no me lo cuentes. El paquete es para ti. Y viene con el porte pagado.
Cogí el paquete que, ciertamente, llevaba escrito mi nombre con bellas mayúsculas. Pero no indicaban el nombre del remitente.
Jansson se alejó del embarcadero. Aunque padeciese diabetes, viviría muchos años. Al menos nos sobreviviría a mí y a mi corazón, que ya me había enviado las primeras señales de aviso.
Me senté en la cocina y abrí el paquete. Contenía un par de zapatos negros con tonos violáceos. Giaconelli había escrito una nota en la que me aseguraba que «es un honor y una satisfacción para mí presentarles mis respetos a tus pies».
Me cambié de calcetines y me puse los zapatos, que probé dando unos pasos por la cocina. Se adaptaban a mi pie con tanta perfección como él me había prometido. El perro me observaba desde el umbral de la puerta del vestíbulo. Entré en la habitación del hormiguero y les mostré a las hormigas mis zapatos nuevos.
No recordaba la última vez que sentí una alegría semejante.
A partir de aquel día y durante todo el invierno, daba un par de vueltas diarias por la cocina con los zapatos de Giaconelli. Jamás los usé fuera y siempre los volvía a colocar en su caja.
A principios de abril llegó la primavera. La capa de hielo aún cubría mi golfo. Pero tampoco ahí tardaría mucho en derretirse.
Una mañana, bien temprano, empecé a retirar el hormiguero.
Ya había llegado el momento. No podía dejarlo más.
Utilicé una pala para despegarlo poco a poco y lo coloqué en la carretilla.
De pronto, la pala tintineó al chocar contra un objeto. Cuando lo liberé de pinochas y hormigas, comprobé que se trataba de una de las botellas vacías de Harriet. Pero había algo dentro de la botella, así que la abrí. Era una fotografía enrollada, una instantánea de nosotros dos cuando éramos jóvenes, un recuerdo de los últimos días en que estuvimos juntos.
Nos encontrábamos junto a un lago. Quizás en Riddarfjärden. El aire enredaba el cabello de Harriet y yo sonreía a la cámara. Recordé que le habíamos pedido a un extraño que nos hiciese una foto.
Le di la vuelta y vi que Harriet había dibujado en el reverso un mapa. Representaba una isla. Debajo del dibujo se leía lo siguiente: «Hasta aquí llegamos tú y yo».
Permanecí largo rato en la cocina, contemplando la fotografía.
Después proseguí con mi tarea de conducir a las hormigas a su nuevo futuro. Cuando cayó la tarde, yo ya había terminado. El hormiguero se había mudado de lugar.
Di un paseo por mi isla. Las bandadas de pájaros sobrevolaban el mar.
Era como si Harriet hubiese escrito: «Aquí habríamos llegado tú y yo».
No más lejos. Pero sí hasta aquí.