Mi hija no tiene ningún pozo.
Claro que la caravana no disponía de agua canalizada. Pero tampoco vi una sola bomba en el jardín. Para obtener agua debía recorrer el sendero que discurría pendiente abajo, a través de un soto, hasta llegar a una granja abandonada cuyas ventanas mostraban el interior vacío y en cuya chimenea se posaban cuervos vigilantes. Allí había una bomba oxidada que le proporcionaba el agua. Mientras yo accionaba la manivela arriba y abajo, el hierro oxidado chirriaba doliente.
Los cuervos no se inmutaron.
Eso fue lo primero que me pidió mi hija. Que fuese a buscarle dos cubos de agua. Me alegro de que no dijese nada más. Podía haber empezado a gritarme que me largase o haber sufrido un injustificado ataque de alegría al haber conocido por fin a su padre. Pero lo único que hizo fue pedirme que fuese a buscarle agua. Tomé los cubos y recorrí el sendero nevado. Me pregunté si ella iría a buscar agua con los tacones y el albornoz. Pero ante todo me preguntaba qué era lo que había sucedido tiempo atrás y por qué no me habían dicho nada.
La granja abandonada estaba a unos doscientos metros. Cuando Harriet me explicó que la mujer que apareció del interior de la caravana era mi hija, comprendí enseguida que decía la verdad. Harriet no sabía mentir. Empecé a buscar en mi memoria el instante en que fue engendrada. Lo más lógico, pensé mientras hundía mis pies en la nieve, era que Harriet hubiese descubierto su estado cuando yo ya me había marchado. Es decir, que la concepción debió de producirse aproximadamente un mes antes de que nos separásemos.
Intenté recordar.
El bosque callaba. Me sentía como si estuviese caminando de puntillas sobre la nieve, como un duende surgido de un viejo cuento. Nunca hicimos el amor en otro sitio que no fuera su sofá cama. De modo que allí concebimos a mi hija. Cuando me marché y Harriet se quedó esperándome en vano, aún no lo sabía. Cuando lo supo, yo ya no estaba.
Bombeé para sacar el agua. Después dejé los cubos y entré en la casa abandonada. La puerta de la entrada estaba destrozada y, cuando la empujé con el pie, se soltó de una de las bisagras.
Recorrí las habitaciones, que olían a moho y a madera podrida. Cuanto allí quedaba parecía los restos de barcos naufragados. Bajo el papel pintado hecho jirones de las paredes sobresalían viejos periódicos. Del diario Ljusnan, del 12 de marzo de 1969. «Se produjo un accidente de coche en…» Faltaba lo demás. «La señora Mattsson muestra en esta fotografía uno de sus últimos sombreros, creado con todo esmero…» La fotografía estaba rasgada y sólo se veía el rostro de la señora Mattsson y una mano, pero ningún sombrero. En el dormitorio se veían los restos de una cama de matrimonio, destrozada, como si la hubiesen roto con un hacha. Alguien, en un acceso de ira, la había hecho trizas para que nadie pudiese usarla nunca más.
Intenté imaginarme a las personas que habían vivido allí y que un día rompieron con aquel lugar y se marcharon para no volver jamás. Pero sus rostros miraban hacia otro lado. Las casas abandonadas son como los expositores de un museo que se hubieran quedado vacíos. Volví a salir pensando que, de forma por completo inesperada, me encontraba con que tenía una hija en los bosques al sur de Hudiksvall. Una hija que debía de tener treinta y siete años y que vivía en una caravana. Una mujer que apareció en la nieve con un albornoz rosa y zapatos de tacón.
Desde luego, algo sí que sabía.
Harriet no la había preparado para mi visita. Claro que ella sabía que tenía un padre, pero no que fuera yo. De modo que no era yo el único sorprendido. Harriet había conseguido asombrarnos a los dos.
Tomé los cubos y emprendí el camino de regreso. ¿Por qué viviría mi hija en una caravana en medio del bosque? ¿Quién era? En el momento de estrecharnos la mano, no me atreví a mirarla a los ojos. Un fuerte olor a perfume me azotó en la cara. Y tenía la mano sudorosa.
Dejé los cubos y estiré los brazos.
– Louise -dije en voz alta, como para mí mismo-. Tengo una hija que se llama Louise.
Aquellas palabras me dejaron mudo, un tanto asustado, pero también de buen humor. Harriet había llegado cruzando el hielo en el hidrocóptero de Jansson y me traía novedades sobre la vida, no sólo sobre la muerte que no tardaría en llevársela a ella.
Llevé los cubos hasta la caravana y llamé a la puerta. Me abrió Louise. Aún llevaba los zapatos de tacón, pero había sustituido el albornoz por unos pantalones y un jersey. Tenía muy buen tipo. Y eso me turbó.
La caravana no era muy amplia. Harriet estaba sentada detrás de una pequeña mesa que había junto a la ventana. Me sonrió. Y yo le devolví la sonrisa. El ambiente estaba caldeado. Louise estaba preparando café.
Tenía una voz hermosa, como su madre. Si el hielo podía cantar, también mi hija podía.
Eché una ojeada a mi alrededor. Varios ramilletes de rosas secas colgaban del techo y también había una estantería llena de papeles y cartas y, sobre un taburete, una vieja máquina de escribir. Tenía una radio, pero no vi ningún televisor. Empecé a preocuparme por el tipo de vida que en realidad llevaría. Parecía similar a la mía.
«Así has venido a mí», me dije. «Lo más inesperado que jamás me ha sucedido».
Louise colocó el termo y las tazas de plástico sobre la mesa. Yo me senté en la cama, junto a Harriet. Louise se quedó de pie, mirándome.
– Me alegro de no llorar -dijo-. Pero me alegro más aún de que no te hayas puesto histérico jurando y perjurando lo contento que estás ante la noticia.
– Lo más probable es que no haya comprendido aún del todo. Además, nunca me altero tanto como para perder el control.
– ¿Acaso no crees que sea verdad?
Pensé en los viejos documentos y protocolos que contenían los relatos, siempre parecidos, de los jóvenes que juraban no ser ellos los padres.
– Estoy convencido de que es verdad.
– ¿Te sientes triste por no haberme conocido antes, por verme entrar en tu vida tan tarde?
– Estoy bastante hecho a la tristeza -respondí-. Lo que más siento ahora es admiración. Hasta hace una hora, no tenía hijos. Y jamás pensé que me ocurriría.
– ¿A qué te dedicas?
Miré a Harriet. Estaba claro que jamás le había dicho nada a Louise sobre quién era su padre, ni siquiera que era médico. Me indignó. ¿Qué le había contado de mí? ¿Que su padre fue alguien que pasaba por allí?
– Soy médico. O al menos lo era.
Louise me observó con la taza en la mano. Vi que llevaba anillos en todos los dedos de la mano. Incluso en el pulgar.
– ¿Qué clase de médico?
– Cirujano.
Hizo una mueca. Pensé en la reacción de mi padre el día en que, a la edad de quince años, le revelé cuál sería mi elección profesional.
– ¿Puedes extender recetas?
– Ya no. Estoy jubilado.
– Una lástima.
Louise dejó la taza y se puso un gorro de lana en la cabeza.
– Aquí se hace pis detrás de la caravana. Luego le echas nieve encima. Si tienes que hacer algo de más envergadura, utiliza la letrina que hay junto a la leñera.
Desapareció por la puerta haciendo equilibrio sobre sus tacones. Yo me volví hacia Harriet.
– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¡Es una vergüenza!
– ¡No me hables a mí de vergüenzas! No sabía cómo ibas a reaccionar.
– Habría sido más fácil si me hubieras preparado.
– No me atrevía. ¿Y si me dejabas en el arcén e interrumpías el viaje? ¿Cómo iba yo a saber que querías tener hijos?
Harriet tenía razón. ¿Cómo iba a saber cuál sería mi reacción? Tenía todos los motivos imaginables para desconfiar de mí.
– ¿Por qué vive así? ¿De qué vive?
– Ella ha elegido vivir así. Y no sé de qué vive.
– Pero, algo sabrás, ¿no?
– Bueno, escribe cartas.
– Ya, pero de eso no se puede vivir, ¿verdad?
– Al parecer, es posible.
De repente caí en la cuenta de que las paredes de la caravana eran muy delgadas y de que mi hija tal vez estuviese con la oreja pegada, escuchando. Tal vez hubiese heredado mi vicio de escuchar a escondidas.
Bajé la voz y seguí en un susurro.
– ¿Por qué se viste así? ¿Por qué lleva tacones?
– Mi hija…
– ¡Nuestra hija!
– Nuestra hija siempre ha sido una persona muy especial. Ya cuando tenía cinco años, yo estaba convencida de que sabía lo que quería hacer con su vida y de que yo nunca la entendería.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Siempre quiso vivir sin preocuparse excesivamente de lo que pensaban o dejaban de pensar los demás. Por ejemplo, de sus zapatos. Son muy caros. De Ajello, fabricados en Milán. No es normal que la gente se atreva a vivir de ese modo.
Se abrió la puerta y la hija de ambos entró en la caravana.
– Tengo que descansar -dijo Harriet-. Estoy agotada.
– Tú siempre has estado agotada -replicó Louise.
– Pero no siempre he estado moribunda.
Por un instante se las oyó gruñir como dos gatas. Un gruñido no del todo amable, pero tampoco malvado. En cualquier caso, ninguna de las dos parecía sorprendida. Comprendí que, para Louise, no era ningún secreto el que Harriet estuviese muriéndose.
Me levanté para que ella pudiese tumbarse en la estrecha cama. Louise se calzó un par de botas.
– Salgamos un rato. Necesito hacer algo de ejercicio. Además, supongo que los dos estamos algo conmocionados.
Había un sendero que a fuerza de pasar se había abierto en dirección a la granja abandonada. Discurría ante una vieja despensa y nos condujo hasta un espeso bosquecillo de abetos. Louise caminaba deprisa y me costaba seguirla. De repente, se detuvo y se dio la vuelta.
– Creía que mi padre había desaparecido en América. Un padre llamado Henry, que adoraba las abejas y que dedicó su vida a investigar sobre ellas. Durante todos estos años transcurridos, jamás me envió ni siquiera un tarro de miel. Yo creí que habías muerto. Pero resulta que no estás muerto. Y he podido conocerte. Cuando volvamos a la caravana, os haré una fotografía a Harriet y a ti. Tengo montones de fotos de Harriet, sola o conmigo. Pero quiero tener una de mi padre y de mi madre antes de que sea demasiado tarde.
Continuamos sendero arriba.
Pensé que, en el fondo, Harriet le había dicho la verdad. O al menos toda la verdad que podía decir sin mentir. Yo me había marchado a América y, en efecto, de joven me interesé por las abejas. Además era innegable que, ciertamente, no estaba muerto.
Caminábamos sobre la nieve.
Louise tomaría la instantánea que quería de sus padres.
Aún no era demasiado tarde para hacer la fotografía que le faltaba.
El sol se ocultaba en el horizonte.
En un cercado vimos un ring de boxeo completamente cubierto de nieve. Se diría que lo habían dejado allí provisionalmente, en medio de tanta blancura. Dos bancos de madera desvencijados, que un día habrían podido servir en alguna iglesia o en un cine, yacían medio sepultados por la nieve.
– Boxeamos en primavera y en verano -dijo ella-. Solemos inaugurar la temporada a mediados de mayo. Entonces nos pesamos en la vieja báscula de una lechería.
– ¿Boxeamos? ¿Quieres decir que tú también boxeas?
– ¿Por qué no había de hacerlo?
– ¿Y contra quiénes boxeas?
– Mis amigos. La gente de por aquí, gente que ha elegido vivir como quiere. Leif, que vive con su anciana madre, la cual regentaba la más célebre destilería clandestina del lugar. Amandus, que es violinista y tiene unos puños fuertes.
– Pero, no se puede ser boxeador y tocar el violín, ¿no?
– Pregúntale a Amandus. Pregúntales a los demás.
Nunca supe quiénes eran los demás. Siguió subiendo el empinado sendero en dirección a un cobertizo que quedaba al otro lado del ring de boxeo. Mientras la observaba por detrás, me dije que su cuerpo me recordaba al de Harriet. Pero ¿qué aspecto habría tenido mi hija cuando era una niña? ¿O de adolescente? Avanzaba clavando los pies en la nieve mientras intentaba retroceder en el tiempo. Louise había nacido en 1967. Su adolescencia coincidió con los años de más éxito en mi carrera profesional. Sentí la cuchillada de un súbito acceso de cólera originado en lo más hondo de mi ser. ¿Por qué no me habría dicho nada Harriet?
Louise señaló unas huellas en la nieve y me dijo que eran de un glotón. Abrió la puerta del cobertizo. En el suelo había un candil que encendió y colgó del techo. Fue como entrar en un anticuado local de entrenamiento de boxeo o de lucha libre. Había en el suelo pesas y barras y del techo colgaba un saco de arena; y sobre un banco se veían algunas cuerdas y guantes de color rojo y negro perfectamente ordenados.
– Si estuviésemos en primavera, te habría propuesto un par de rondas -aseguró Louise-. Me cuesta encontrar un modo mejor de conocer a un padre al que no he visto nunca. En más de un sentido.
– Jamás, en toda mi vida, me he puesto un par de guantes de boxeo.
– Pero me imagino que te habrás visto envuelto en alguna pelea, ¿no?
– Cuando tenía trece o catorce años. Pero aquello fue más o menos como las peleas en el patio del colegio.
Louise se colocó junto al saco de arena y lo empujó con el hombro, de modo que empezó a oscilar lentamente. La luz del candil bañaba su rostro. Aún me parecía estar viendo a Harriet.
– Estoy nerviosa -confesó de pronto-. ¿Tienes más hijos?
Negué sin decir palabra.
– ¿Ninguno más?
– Ninguno en absoluto. ¿Y tú?
– No, ninguno.
El saco de arena seguía balanceándose.
– Yo estoy tan desconcertada como tú -dijo-. A veces, cuando pensaba que, pese a todo, yo también debía tener un padre, me ponía fuera de mí. Creo que por eso aprendí a boxear, para poder vencerlo el día en que surgiese de entre los muertos y, tras abatirlo, poder contar no hasta diez sino eternamente, como castigo por haberme abandonado.
La luz del candil daba también sobre las paredes agrietadas. Le conté cómo vi aparecer a Harriet de repente, en medio de la banquisa, le hablé de la laguna y del rodeo que me había propuesto.
– ¿No mencionó nada de mí?
– Sólo hablaba de la laguna. Después me dijo que quería que conociese a su hija.
– En realidad, debería haberla echado de aquí. Nos ha engañado tanto a ti como a mí. Pero claro, no puedes despachar a alguien que está tan enfermo.
Posó la mano sobre el saco de arena, para detener el balanceo.
– ¿Es cierto que morirá pronto? Tú eres médico. Debes de saber si dice o no la verdad.
– Está muy enferma. Pero no sé cuándo morirá. Eso no lo sabe nadie.
– No quiero que muera en mi casa -declaró Louise antes de soplar para apagar el candil.
Nos quedamos totalmente a oscuras. Nuestros dedos se rozaron. Y me agarró la mano. Era una mujer fuerte.
– Me alegro de que hayas venido -aseguró-. En realidad, creo que siempre supuse que habías desaparecido de forma transitoria.
– Yo nunca pensé que tendría una niña.
– No una niña, sino una mujer adulta ya casi en la madurez.
Cuando salimos del cobertizo, la vi caminar delante de mí como una silueta. Las estrellas del firmamento parecían cercanas, y centelleaban.
– En las noches de Norrland nunca reina la oscuridad absoluta -comentó-. En las ciudades ya no se ven estrellas. Por eso vivo aquí. Cuando vivía en la ciudad, añoraba la oscuridad y el silencio, pero, sobre todo, echaba de menos la luz de las estrellas. No comprendo cómo es posible que nadie, en este país, se haya dado cuenta de que poseemos fantásticos recursos naturales que están a la espera de que los explotemos. ¿Quién vende el silencio, como se venden los bosques o los metales?
Yo comprendía a qué se refería. El silencio, el cielo estrellado, tal vez también la soledad, eran ya apenas accesibles para la mayoría de las personas. Y pensé que mi hija tal vez se parecía a mí, después de todo.
– Tengo la intención de crear una empresa -me dijo-. Con mis compañeros de boxeo como socios. Empezaremos a vender estas noches silenciosas y estrelladas. Un día seremos ricos, estoy convencida.
– ¿Quiénes son tus amigos?
– A escasos kilómetros de aquí hay un pueblo abandonado. Un día, en la década de los setenta, perdió a su último habitante. Las casas estaban desiertas, nadie las quería ni como casas de veraneo. Pero Giaconelli, un italiano, viejo fabricante de zapatos, llegó hasta allí en su viaje hacia el silencio. Ahora está instalado en una de las casas y fabrica dos pares de zapatos al año. A primeros de mayo de cada año, un helicóptero aterriza en la plantación que hay en la parte posterior de su casa. En él viaja un hombre que viene de París para recoger los zapatos, le paga por su trabajo y le deja el pedido de los zapatos que Giaconelli debe fabricar el año siguiente. Un viejo cantante de rock vive en la tienda de ultramarinos de Sparrman, que cerró hace ya muchos años. Se llamaba Röda Björn, grabó dos singles amarillos y competía con Rock-Ragge y Rock-Olga para ver quién se constituía en soberano del reino del rock sueco. Tenía el cabello completamente rojo y grabó una versión divina de Peggy Sue. Pero cuando celebramos la fiesta de San Juan y ponemos la mesa en el ring de boxeo, todos le pedimos que cante The Great Pretender.
Yo recordaba perfectamente aquella canción que cantaron por primera vez The Platters. Harriet y yo la habíamos bailado. Y, si me esforzaba lo suficiente, podía recordar incluso toda la letra.
Röda Björn y sus singles amarillos, en cambio, me eran desconocidos.
– Parece que en esta zona viven muchos personajes curiosos.
– Están por todas partes, pero nadie los ve, porque son viejos. Vivimos en una época en que la gente mayor debe ser transparente como el vidrio. Simplemente, no debemos notar que existen. También tú te volverás transparente. Mi madre ya lo es.
Ambos callamos. En la distancia se atisbaba la luz de la caravana.
– A veces siento deseos de tumbarme aquí en la nieve y acostarme en el saco de dormir -dijo Louise-. Cuando hay luna llena, su luz azulada me produce la sensación de hallarme en un desierto. También allí hace frío por las noches.
– Yo nunca he estado en el desierto. A menos que las arenas movedizas de Skagen se cuenten como tal.
– Un día lo haré, me acostaré aquí fuera. Me arriesgaré a no despertar nunca más. No sólo tenemos cantantes de rock, sino también intérpretes de jazz. Cuando me vea aquí tendida, ellos tocarán un lento canto de dolor.
Yo la seguía por la nieve. En algún lugar, a lo lejos, un ave nocturna lanzó un chillido. Las estrellas se apagaban para, al parecer, volver a encenderse. Yo intentaba comprender lo que mi hija acababa de contarme.
Resultó una noche singular.
En la caravana, Louise preparaba la comida mientras Harriet y yo nos apretujábamos en la minúscula cama. Cuando le dije que debíamos pensar dónde pasaríamos la noche, Louise aseguró que cabríamos los tres en su cama. Yo tenía intención de protestar, pero no me atreví. Después, Louise sacó una garrafa de un vino muy fuerte con sabor a grosella. Harriet contribuyó con una de las botellas de aguardiente que aún le quedaban. Louise nos sirvió un guiso que, según ella, contenía carne de alce y algunas de las verduras que uno de sus amigos cultivaba en un invernadero que, aseguraba, también le servía de vivienda. Se llamaba Olof, dormía entre los pepinos y era uno de sus contrincantes en el ring cuando llegaba la primavera.
No tardamos en estar ebrios los tres, aunque Harriet más que ninguno. De vez en cuando daba una cabezada.
Louise tenía una forma curiosa de chasquear los dientes cuando apuraba un vaso. Yo intentaba no marearme, pero no lo logré.
En una conversación cada vez más desquiciada y desgarradora empecé a intuir algo de la historia común de Louise y Harriet. Siempre habían mantenido el contacto, discutían a menudo y no estaban de acuerdo en casi nada. Pero también se amaban. De modo que me encontraba con una familia gobernada por mucha ira, pero también unida por unos lazos de intenso amor.
Durante un buen rato, nuestra conversación trató principalmente de perros. No de los que andaban con correa, sino de los perros salvajes que poblaban las llanuras africanas. Mi hija decía que le recordaban a sus amigos del bosque, una jauría de perros africanos que meneaban sus rabos saludando a la jauría de boxeadores de Norrland. Le conté que yo tenía un perro cuya mezcla de razas resultaba difícil de determinar. Cuando Louise supo que el perro corría suelto por la isla de mis abuelos, asintió complacida. También mi viejo gato despertó su interés.
Harriet terminó durmiéndose por el cansancio, el aguardiente y el vino de grosella. Louise la cubrió amorosamente con una manta.
– Siempre ha roncado. Cuando yo era niña, fingía que no era ella, sino mi padre, quien venía roncando como una sombra a darme las buenas noches. ¿Tú roncas?
– Sí.
– ¡Menos mal! ¡Un brindis por mi padre!
– Por mi hija.
Llenó los vasos con mano vacilante, el vino rojo se derramó sobre la mesa y ella lo secó con la palma de la mano.
– Cuando oí el coche que se detenía y salí al jardín, me pregunté con qué clase de viejo se habría juntado Harriet en esta ocasión.
– ¿Es que suele venir con distintos hombres?
– Viejos. No hombres. Siempre encuentra quien la traiga hasta aquí y vuelva a llevarla a casa después. Es capaz de sentarse en una pastelería del barrio de Söder, en el centro de Estocolmo, con su aspecto triste y cansado. Siempre aparece alguien que le pregunta si puede ayudarla, tal vez llevarla a casa. Y una vez en el coche, últimamente hasta con el andador en el maletero, le cuenta que su casa está a unos trescientos kilómetros hacia el norte, justo al sur de Hudiksvall. Por sorprendente que parezca, casi nadie se niega a traerla hasta aquí. Pero pronto se cansa del mismo y suele cambiar. Mi madre es una mujer impaciente. Durante largos periodos de mi niñez y mi adolescencia, despertaba cada domingo con un hombre distinto. A mí me encantaba saltar a su cama y despertar a aquellos hombres hasta que hacían el desagradable descubrimiento de que yo existía. Después ella se pasaba largas temporadas sin mirar siquiera a los hombres.
Salí a orinar. La noche centelleaba. A través de la ventana vi cómo Louise ponía un almohadón bajo la cabeza de su madre. Sentí deseos de llorar. O de salir corriendo de allí, meterme en el coche y marcharme. Pero seguí mirándola por la ventana con la sensación de que ella sabía que yo estaba allí observándola a hurtadillas. De repente, volvió la cabeza hacia la ventana y me sonrió.
No me metí en el coche, sino que entré en la caravana.
Nos sentamos de nuevo en la angosta caravana a beber y a continuar con nuestra torpe conversación. Creo que, en el fondo, ninguno de los dos dijo lo que en verdad quería decir. Louise sacó unos álbumes de fotos de un cajón. Instantáneas descoloridas, en blanco y negro, pero sobre todo malas fotos en color, de las que se hacían en los años sesenta, cuando a casi todo el mundo le salían reflejos del flash en los ojos y los fotografiados miraban al espectador como vampiros. Había fotografías de la mujer a la que yo había abandonado y de la hija que yo habría querido tener más que nada. Una niña pequeña, no una mujer adulta. Había una expresión vigilante en su mirada. Como si en realidad no quisiera que la vieran.
Hojeé el álbum. Louise apenas hablaba, sólo respondía cuando yo preguntaba. ¿Quién había tomado la foto? ¿Dónde estaban? El verano que mi hija cumplió los siete años, ella, Harriet y un hombre llamado Rickard Munter pasaron varias semanas en la isla de Getterö, cerca de Varberg. Rickard Munter era un hombre corpulento y calvo, que siempre llevaba un cigarrillo entre los labios. Sentí un atisbo de celos. Él había estado con mi hija cuando era pequeña, como yo deseaba que fuese aún. Rickard Munter había muerto pocos años más tarde, cuando su relación con Harriet ya había terminado. Un tractor le volcó encima y lo aplastó. Ahora no quedaba de él más que aquella imagen con el cigarrillo en la boca y los reflejos rojos del flash en las pupilas.
Cerré el álbum. No tenía fuerzas para seguir viendo fotos. El contenido de la garrafa de vino iba disminuyendo. Harriet dormía. Le pregunté a Louise para quién escribía cartas. Ella negó con un gesto.
– Ahora no. Mañana, cuando despertemos y nos hayamos recuperado de la resaca. Ahora será mejor dormir. Por primera vez en mi vida podré acostarme entre mis padres.
– No creo que quepamos en esa cama -observé-. Yo dormiré en el suelo.
– Cabremos.
Louise movió con cuidado a Harriet y cerró la mesa después de retirar tazas y vasos. La cama era extensible, pero yo veía que, aun así, estaríamos terriblemente estrechos.
– No pienso quitarme la ropa delante de ti -me dijo-. Sal afuera. Daré unos golpes en la pared cuando me haya metido en la cama.
Hice lo que me pedía.
El firmamento parecía girar sobre mí. Di un traspié y me caí sobre la nieve. Me había enterado de que tenía una hija a la que tal vez yo llegase a gustarle, que tal vez llegase incluso a amarme a mí, a un padre al que jamás hasta ese momento había conocido.
Contemplé mi vida.
Hasta ahí había llegado. Quizá quedasen aún un par de encrucijadas. Pero no muchas. Y no por mucho tiempo.
Louise aporreó la pared. Había apagado todas las lámparas y había encendido una vela que tenía sobre el pequeño frigorífico. Vi los dos rostros, muy pegados el uno al otro. Harriet junto a la pared; junto a ella, mi hija. Para mí quedaba una delgada franja de la cama.
– Apaga la vela -me dijo Louise-. No quiero que ardamos la primera noche que duermo con mis padres.
Me quité la ropa, aunque me dejé los calzoncillos y la camiseta interior, apagué la vela y me arrebujé bajo el edredón. Era imposible evitar rozar a Louise. Noté con horror que pensaba dormir desnuda.
– ¿No podrías ponerte un camisón? -le pregunté-. No puedo dormir contigo desnuda a mi lado. Me imagino que lo comprendes.
Louise trepó por encima de mí y se puso algo que me pareció un vestido. Después se acostó de nuevo.
– Bien, ahora, a dormir -dijo-. Por fin podré oír roncar a mi padre. Estaré despierta hasta que te hayas dormido.
Harriet murmuró algo en sueños. Cuando se dio la vuelta, los demás tuvimos que hacer otro tanto. El cuerpo de Louise era cálido. Deseé que fuese una niña que durmiese segura junto a mí, con su camisón. No una mujer adulta que, de repente, irrumpía en mi vida.
No sé cuándo me dormí. Seguro que pasó un buen rato, hasta que la cama dejó de dar vueltas.
Cuando desperté, estaba solo en la cama.
La caravana estaba vacía. No tuve que levantarme y abrir la puerta para saber que se habían llevado el coche.
Me imaginaba perfectamente cómo le dio Louise la vuelta al coche y cómo partieron de allí. De repente se me ocurrió que quizá lo tendrían calculado desde el principio. Harriet fue a buscarme, me permitió encontrarme con mi hija desconocida y, después, se llevaron mi coche y se marcharon. Me habían dejado tirado en el bosque.
Eran las diez menos cuarto. El tiempo había cambiado y estábamos a varios grados sobre cero. El agua goteaba de la sucia caravana. Volví a entrar, me dolía la cabeza y tenía la boca seca. No habían dejado ningún mensaje que explicase su partida. Sobre la mesa vi un termo de café. Saqué una taza desportillada, decorada con publicidad de una cadena de herbolarios.
El bosque parecía estar acercándose más y más a la caravana.
El café era muy fuerte y la resaca muy pesada. Salí con la taza en la mano. Una húmeda niebla se había extendido sobre los árboles. A lo lejos, oí disparos de una escopeta. Contuve la respiración. Otro disparo. Después, nada más. Se diría que los sonidos se veían obligados a guardar cola para que se les diese acceso al silencio, con reservas, tan sólo un sonido cada vez.
Entré y comencé a registrar metódicamente el interior de la caravana. Pese a ser tan pequeña, contenía una sorprendente cantidad de espacios de almacenamiento. Louise lo mantenía todo en perfecto orden. Le gustaba vestir prendas de color castaño, a veces de un rojo apagado, principalmente los colores de la tierra.
En un pequeño cofre rústico que llevaba la fecha de 1822 pintada sobre la tapa encontré, para asombro mío, una gran cantidad de dinero. Billetes de mil y de quinientas que sumaban un total de cuarenta y siete mil coronas. Después seguí revisando unos cajones que contenían documentos y cartas. Lo primero que encontré fue una fotografía firmada de Erich Honecker. En el reverso decía que había sido tomada en 1986 y que la había enviado la embajada de la República Democrática Alemana en Estocolmo. En el cajón había además otra serie de fotografías, todas ellas firmadas. De Gorbachov, de Ronald Reagan, así como de lo que supuse eran dignatarios de estados africanos a los que yo no conocía. Asimismo, hallé la instantánea de un primer ministro australiano cuyo nombre no pude descifrar.
Continué mi revisión con el siguiente cajón, que estaba lleno de cartas. Tras haber leído cinco de ellas, empecé a intuir a qué se dedicaba mi hija. Escribía cartas a los líderes políticos de todo el mundo para protestar por su modo de tratar tanto a sus ciudadanos como a las personas de otros países. En cada sobre había una copia de la carta que ella misma había enviado, escrita con su abigarrada caligrafía, y la respuesta recibida. A Erich Honecker le había escrito, en inglés y con tono apasionado, que el muro que dividía Berlín era una vergüenza. La respuesta a aquella carta había sido una fotografía en la que Honecker aparecía sobre un podio saludando a una borrosa masa popular. En otra carta, Louise le decía a Margaret Thatcher que debía tratar con decencia a los mineros del carbón que estaban en huelga. No hallé ninguna respuesta de la Dama de Hierro. O, al menos, el sobre estaba vacío, salvo por la fotografía de la mencionada dama blandiendo el bolso. Pero ¿de dónde había sacado Louise el dinero? No conseguí averiguarlo.
Y no pude seguir. De pronto, oí el ruido del coche que se acercaba. Cerré los cajones y salí. Louise conducía muy deprisa. El coche se bamboleaba de un lado a otro sobre la nieve mojada.
Louise sacó el andador del maletero.
– No queríamos despertarte. Me alegro de que mi padre conozca el arte de roncar.
Le ayudó a Harriet a salir del coche.
– Hemos ido de compras -dijo ufana-. He comprado medias, una falda y un sombrero.
Louise sacó unas bolsas de ropa del maletero.
– Mi madre siempre se ha vestido fatal -aseguró.
Llevé las bolsas a la caravana mientras Louise sujetaba a Harriet por la resbaladiza pendiente.
– Nosotras ya hemos comido -explicó Louise-. ¿Tienes hambre?
La tenía, pero negué con un gesto. No me había gustado lo más mínimo que cogiese el coche sin preguntarme.
Harriet se echó a descansar un rato. Comprendí que la excursión le había sentado bien pero, al mismo tiempo, le había supuesto un esfuerzo. No tardó en dormirse. Louise sacó el sombrero rojo que Harriet se había comprado.
– Le va muy bien -aseguró-. Este sombrero parece hecho para ella.
– Jamás la he visto llevar sombrero. En nuestra juventud, nunca lo llevábamos. Ni siquiera cuando hacía frío.
Louise puso de nuevo el sombrero en la bolsa y miró a su alrededor en la caravana. ¿Habría dejado alguna pista? ¿Descubriría que había invertido mi tiempo en registrar sus cosas? Louise se volvió hacia mí y observó mis zapatos, que estaban sobre un periódico, junto a la puerta. Eran unos zapatos que tenía desde hacía muchos años. Estaban muy desgastados y los agujeros de los cordones desgarrados. Louise se levantó, tapó a Harriet con una manta y se puso el abrigo.
– Salgamos un momento -propuso.
Acepté encantado. El dolor de cabeza me atormentaba.
Nos quedamos ante la caravana, respirando hondo el aire hiriente. Pensé que, durante varios días, había descuidado mi costumbre de escribir en el diario. No me gusto a mí mismo cuando incumplo mis hábitos.
– Tienes el coche muy abandonado -afirmó Louise-. Los frenos funcionan mal.
– A mí me vale como está. ¿Adónde vamos?
– Vamos a visitar a un buen amigo. Quiero hacerte un regalo.
Hice girar el coche en el aguanieve. Cuando salimos a la carretera principal, me pidió que continuase por la izquierda. Varios camiones que iban cargados de troncos de madera levantaron nubes de nieve a su paso. Después de recorridos varios kilómetros me señaló a la derecha; una señal informaba de que íbamos camino de Motjärvsbyn. Los densos abetos poblaban los bordes de la carretera, que no estaba bien limpia de nieve. Louise miraba por la ventanilla. Iba tarareando una melodía que reconocí, aunque no sabía cómo se llamaba.
El camino se bifurcó y Louise señaló a la izquierda. Un kilómetro más adelante, el bosque se abrió y dio paso a un espacio poblado de granjas, una tras otra, cuyas casas estaban vacías, muertas, las chimeneas sin humo. Tan sólo la casa que había al final del camino, una vivienda de dos plantas construida de maderos, con el porche pintado de un verde ya descolorido, mostraba indicios de vida. Había un gato sentado en la escalera de la entrada y una delgada columna de humo surgía de la chimenea.
– Via Salandra, en Roma -dijo Louise-. Es una calle que tengo que visitar algún día. ¿Tú has estado en Roma?
– Sí, he estado allí en varias ocasiones. Pero no conozco esa calle.
Louise salió del coche y yo la seguí. Desde el interior de la casa, que debía de tener más de cien años, se oía una ópera.
– Aquí vive un genio -aseguró Louise-. Giaconelli Mateotti. Ahora ya es un anciano. Hace tiempo trabajó para la famosa familia de fabricantes de zapatos Gatto. Siendo un niño, le enseñó el propio Angelo Gatto, que puso en marcha su taller a principios del siglo veinte. Y ahora se ha venido a vivir al bosque, con todo el conocimiento acumulado a lo largo de los años. Se cansó del tráfico, de la gente importante que tenía por clientes, siempre impacientes y nada respetuosos con el hecho de que fabricar unos buenos zapatos exige paciencia y tiempo. -Louise me miró a los ojos y sonrió-. Quiero hacerte un regalo -reiteró-. Quiero que Giaconelli fabrique un par de zapatos para ti. Los que llevas son un insulto para tus pies. Giaconelli me ha hablado de la cantidad de huesecillos y músculos maravillosos que son condición indispensable para que podamos caminar y correr, ponernos de puntillas, bailar ballet o simplemente estirarnos para alcanzar algo que se halla en la parte más alta de una estantería. Sé que las cantantes de ópera no prestan atención ni a los directores de escena ni a los de orquesta, ni se preocupan de los trajes ni de los altísimos tonos que han de alcanzar, con tal de llevar un par de zapatos adecuados con los que poder cantar.
Me resultó extraño imaginar que mi padre y mi hija hubiesen podido tener tanto de lo que hablar.
Pero ¿y esos zapatos que me ofrecía? Quise protestar, pero ella alzó la mano, subió la escalinata, apartó al gato y abrió la puerta. La música nos recibió. Procedía de una de las habitaciones interiores. Atravesamos aquellas salas en las que vivía Mateotti y en las que guardaba las pieles y hormas para sus zapatos. En una pared se leía un lema pintado a mano, supongo que del puño de Giaconelli. Alguien llamado Zhuang Zhou había dicho que «Cuando el zapato se ajusta bien, nadie piensa en el pie».
Había una habitación repleta de hormas de madera, colocadas en estanterías que iban del suelo al techo. Cada par tenía una etiqueta con un nombre. Louise iba sacando las hormas de distintos lugares y no pude ocultar mi asombro al leer los nombres. Giaconelli había confeccionado zapatos para presidentes norteamericanos ya muertos, pero aún conservaba sus hormas. Había nombres de dirigentes políticos y actores, de personas que habían sido ejecutadas o beatificadas. Resultaba una experiencia alucinante la de ir paseándose entre pies tan célebres. Era como si las hormas hubiesen llegado caminando sobre la nieve y las ciénagas para que aquel maestro al que yo aún no había conocido tuviese la posibilidad de fabricar sus maravillosos zapatos.
– Un proceso de doscientos pasos -explicó Louise-. Se necesita mucho para fabricar un solo zapato.
– Debe de ser muy caro -observé yo-. Cuando los zapatos se convierten en joyas.
Louise sonrió.
– Giaconelli me debe un favor. Se alegrará de poder resarcirme.
«Resarcir.»
¿Cuándo había sido la última vez que había oído aquella palabra tan inusual? No lo recordaba. Tal vez en los bosques el idioma sobrevivía de forma distinta, mientras que en las grandes ciudades las palabras eran perseguidas como proscritos.
Continuamos caminando por la vieja casa. Por todas partes se veían hormas y herramientas; una de las habitaciones despedía un intenso olor a las pieles curtidas que aparecían amontonadas sobre sencillas mesas de madera.
La música había cesado, la ópera había llegado a su fin. Los viejos listones de madera del suelo crujían a nuestro paso.
– Espero que te hayas lavado los pies -dijo Louise cuando llegamos a la última puerta cerrada.
– ¿Y qué pasa si no lo he hecho?
– Giaconelli no dirá nada. Pero se entristecerá, aunque no te lo haga ver.
Louise llamó a la puerta antes de abrirla.
Junto a una mesa sobre la que descansaban ordenadas filas de herramientas había un anciano inclinado sobre una horma parcialmente revestida de piel. Llevaba gafas y, salvo unos mechones de pelo que le cubrían la nuca, estaba calvo. Era menudo, uno de esos hombres que pueden dar la impresión de ser ingrávidos. La habitación sólo tenía una mesa. Las paredes estaban vacías, sin estanterías ni otras hormas, tan sólo las vigas desnudas de las paredes. La música surgía de la radio que había en una de las ventanas. Louise se inclinó y besó al viejo en la coronilla. El hombre pareció encantado de verla y dejó enseguida y con delicadeza el zapato marrón que estaba confeccionando.
– Éste es mi padre -anunció mi hija-. Al fin ha vuelto, después de tantos años.
– Un buen hombre siempre vuelve -repuso Giaconelli en sueco con acento extranjero.
Se levantó y me dio un fuerte apretón de manos.
– Tienes una hija muy hermosa -me dijo-. Y, además, a una excelente boxeadora. Ríe mucho y me ayuda cuando lo necesito. ¿Por qué has estado al margen tanto tiempo?
El hombre seguía sin soltar mi mano y cada vez me la agarraba con más fuerza.
– No he estado al margen. Simplemente, no sabía que tenía una hija.
– Un hombre siempre sabe, en el fondo, si tiene hijos o no. Pero has vuelto. Louise está contenta. Eso es cuanto necesito saber. Lleva demasiado tiempo esperando a que aparezcas a través del bosque. Tal vez, sin saberlo, has estado todos estos años de camino. Resulta tan fácil perderse dentro de uno mismo como perderse por el bosque o en las ciudades.
Fuimos a la cocina de Giaconelli. En contraste con el aspecto ascético de su taller, la cocina estaba invadida de cacerolas, hierbas secas, trenzas de ajos colgadas del techo, candiles e hileras de tarros de especias amontonados en estanterías bellamente trabajadas. En el centro había una enorme mesa de gran solidez. Giaconelli siguió mi mirada y pasó la mano por la lisa superficie.
– Haya -explicó-. La misma maravillosa madera con la que fabrico las hormas. Antes me traían la madera de Francia. Las hormas no pueden fabricarse con ninguna otra madera que la de las hayas que crecen en zonas escabrosas, árboles que soportan la sombra y que no se ven afectados por los inesperados cambios del clima. Siempre había elegido personalmente los árboles que quería que cortasen. Dos o tres años antes de que necesitara reponer mi almacén elegía esos árboles. Siempre los talaban en invierno, los cortaban en largueros de dos metros, nunca más, y los almacenaban a la intemperie durante mucho tiempo. Cuando me vine a vivir a Suecia, me procuré un proveedor de Escania. Ahora ya soy demasiado viejo para emprender cada año un viaje y elegir los árboles. Eso me causa una gran pesadumbre. Pero yo cada vez fabrico menos hormas. Me paseo por esta casa pensando que pronto no fabricaré más zapatos. El hombre que elige los árboles que se han de talar me dio esta mesa de haya cuando cumplí los noventa.
El viejo maestro nos invitó a sentarnos y sacó una botella de vino tinto protegida por un envoltorio de mimbre. Cuando llenó las copas, no le tembló el pulso.
– Un brindis por el padre retornado -dijo alzando su copa.
El vino era excelente. Comprendí que, durante toda mi solitaria estancia en la isla, había estado añorando algo sin saberlo. Compartir un vaso de vino con mis amigos.
Giaconelli empezó a contar extrañas historias acerca de todos los zapatos que había fabricado en su vida, sobre los clientes que siempre volvían y cuyos hijos aparecían un día ante la puerta de su taller, cuando sus padres ya habían pasado a mejor vida. Pero, ante todo, habló de todos los pies que había visto y medido para poder fabricarles después la horma. Acerca del pie sobre el que todo reposaba, la parte del cuerpo que, a lo largo de mi vida, ya me había llevado a cuestas a lo largo de ciento cincuenta mil kilómetros. Sobre la importancia de la cabeza del talón -caput tali- para la fortaleza del pie. Tampoco dejaba de despertar en mí gran interés ese pequeño e insignificante huesecillo en forma de dado, el os cuboideum. Aquel hombre parecía saberlo todo sobre los huesos y los músculos del pie. Yo conocía por mis estudios de medicina muchas de las cosas a las que se refería; por ejemplo, la genial e increíble construcción anatómica que consistía en que todos los músculos debían ser cortos, con el fin de proporcionar fuerza, resistencia y flexibilidad.
Louise dijo que quería que Giaconelli me hiciese un par de zapatos. Él asintió pensativo y observó un buen rato mi rostro antes de centrar su atención en mis pies. Apartó un cuenco de barro lleno de cacahuetes y almendras y me pidió que me subiese sobre la mesa.
– Sin zapatos y sin calcetines. Sé que hay zapateros modernos que consienten en tomar las medidas del pie con los calcetines puestos. Pero yo soy de la vieja escuela. Quiero ver el pie desnudo y nada más.
Jamás en mi vida me había imaginado que, un día, alguien fuese a medirme el pie para hacerme un par de zapatos. Los zapatos eran algo que uno se probaba en una zapatería. Vacilé un instante, pero al final me quité mis viejos zapatos, me quité los calcetines y me subí a la mesa. Giaconelli observó apesadumbrado mis zapatos. Al parecer, Louise ya había presenciado cómo le medían los pies a la gente, puesto que se fue hacia una de las otras habitaciones y volvió con varias hojas de papel, un cartapacio y un lápiz.
Era como asistir a una ceremonia. Giaconelli miraba mis pies, pasaba por ellos los dedos y me preguntaba si me encontraba bien.
– Creo que sí.
– ¿Estás totalmente sano?
– Sufro cefaleas.
– ¿Y los pies, están bien?
– Por lo menos no me duelen.
– ¿No se te hinchan?
– No.
– Lo más importante para fabricar un zapato es medir el pie en condiciones de absoluta calma, nunca por la noche, nunca con luz artificial. A mí sólo me interesa ver tus pies cuando están bien.
Me pregunté si me estaban gastando una broma. Pero Louise parecía seria, dispuesta a empezar a escribir.
A Giaconelli le llevó algo más de dos horas hacer una valoración de mis pies y redactar un protocolo con todas las medidas que le permitirían fabricar mis hormas y, a partir de ellas, los zapatos que mi hija pensaba regalarme. Durante esas dos horas aprendí que el universo de los pies es mucho más complejo y amplio de lo que podía creerse. Giaconelli buscó largo rato el eje de longitud imaginario que determinaba si mi pie derecho o izquierdo señalaba hacia fuera o hacia dentro. Comprobó la forma de la planta y el empeine, intentó localizar deformaciones características, si tenía los pies planos, si tenía torcido el dedo meñique o si los pulgares se elevaban por encima de lo normal, como los dedos en martillo. Comprendí que existía una regla de oro que Giaconelli seguía rigurosamente: los mejores resultados se obtenían con los instrumentos de medición más sencillos. Así, él se contentaba con dos moldes de talón y una cinta métrica para zapateros. Dicha cinta, de color amarillo, contenía dos escalas. Con una se medía la longitud del pie en puntadas francesas, de 6,66 milímetros. La otra medía el ancho y el contorno del pie según el sistema métrico decimal, en centímetros y milímetros. Aparte de estos instrumentos utilizaba una vieja escuadra y, cuando me coloqué sobre el papel blanco, dibujó la silueta de mis pies con un simple lápiz. Entre tanto no cesaba de hablar, como cuando, según recordaba de mis años de cirujano, los médicos de más edad aludían a cada movimiento que hacían, valoraban cada corte, el flujo sanguíneo, el estado general del paciente. Del mismo modo, mientras dibujaba el contorno de mis pies, Giaconelli contaba que, al ejecutar aquello, el lápiz debía formar un ángulo de noventa grados exactamente. Si el ángulo era inferior a los noventa grados, explicó en su sueco de peculiar acento, los zapatos resultarían un número más pequeños, como mínimo.
Seguía con el lápiz la forma del pie desde el talón, siempre había que empezar por el talón, para continuar por la parte interior del pie hasta el dedo pulgar, pasar después las puntas de los demás dedos y dibujar luego la parte exterior hasta volver al talón. Me pidió que apretase los dedos contra el suelo. Eso dijo, pese a que me encontraba sobre la mesa y tenía un papel bajo los pies. Para Giaconelli, la base siempre era el suelo y nada más.
– Unos buenos zapatos han de ayudar al hombre a olvidar la existencia de sus pies -decía-. Nadie camina por la vida sobre una mesa ni tampoco sobre un papel extendido. El pie y el suelo que pisa forman una unidad.
Puesto que el pie izquierdo y el derecho nunca son exactamente iguales, tuvo que dibujar el contorno de ambos. Una vez listos los contornos, Giaconelli marcó la posición de los dedos primero y quinto, así como los puntos más sobresalientes del empeine y el talón. Dibujaba despacio, como si no sólo siguiese cuidadosamente el contorno de mi pie, sino que se hallase también inmerso en un proceso interior del que yo todo lo ignoraba, que yo sólo podía intuir. Ya había observado esa misma actitud en los cirujanos que más admiraba. Esos médicos creaban, durante sus operaciones, algo que guardaban secretamente para sí.
Cuando por fin pude bajarme de la mesa, repitió toda la operación mientras yo estaba sentado en una vieja silla de mimbre. Supuse que Giaconelli se la había traído de Roma cuando decidió continuar su trabajo en el corazón de los bosques de Norrland. Seguía mostrándose igual de exhaustivo pero, en lugar de hablar, tarareaba la ópera que estaba sonando cuando Louise y yo entramos en su casa.
Después, una vez concluidas las mediciones, pude ponerme los calcetines y los zapatos, en su lamentable estado, y nos tomamos otra copa de vino. Giaconelli parecía cansado, como si la operación de medirme los pies lo hubiese dejado exhausto.
– Propongo un par de zapatos negros con un matiz violeta -sugirió Giaconelli-. Un pespunte en la parte superior y agujeros para los cordones. Para mantener un tono discreto y, al mismo tiempo, darles un toque personal, utilizaremos dos clases de piel. Para la parte superior tengo un trozo de piel curtida hace doscientos años que otorgará un toque particular al color y la impresión que causen los zapatos.
Volvió a llenar las copas con el vino que quedaba en la botella.
– Dentro de un año estarán listos -aseguró-. En estos momentos estoy trabajando en los zapatos de un cardenal del Vaticano. Además, tengo un par para el dirigente Keskinen y le he prometido a la cantante Klinkowa un par de zapatos para sus actuaciones. Empezaré los tuyos dentro de ocho meses; dentro de un año estarán listos.
Apuramos las copas. Nos estrechó la mano y se marchó. Cuando salimos, volvimos a oír la música procedente de la habitación en la que tenía el taller.
Acababa de conocer a un maestro que vivía en un pueblo desierto de los grandes bosques. Muy lejos de las ciudades se escondían personas que poseían conocimientos maravillosos y sorprendentes.
– Un hombre extraordinario -comenté mientras nos dirigíamos al coche.
– Un artista -precisó mi hija-. Sus zapatos no pueden compararse con los demás, no pueden imitarse.
– ¿Por qué vino aquí, en realidad?
– La ciudad lo enloquecía. La angostura, la impaciencia que no le permitía realizar su trabajo con calma. Vivía en la Via Salandra. Y yo me he propuesto ir allí un día para ver lo que dejó atrás.
Recorrimos el creciente ocaso. Cuando nos acercamos a una parada de autobús, me pidió que me desviase y me detuviese.
El bosque estaba cerca. La miré antes de preguntar:
– ¿Por qué paramos?
Louise extendió la mano hacia mí. Yo la estreché entre las mías. Nos mantuvimos así, sentados y en silencio. Un camión que transportaba madera se acercaba atronador levantando nubes de polvo de nieve.
– Sé que registraste mi caravana mientras estábamos fuera. No importa. No encontrarás mis secretos en cajones y estanterías.
– Vi que escribes cartas y que, a veces, te responden. Pero no recibes las respuestas que deseas, ¿no?
– Recibo fotografías firmadas de políticos a los que acuso de algún crimen. La mayoría de ellos responde con evasivas, si es que responden.
– ¿Qué esperas conseguir con ello?
– Una diferencia tan nimia que, seguramente, no se percibe. Pero no por ello deja de ser una diferencia.
Yo tenía muchas preguntas, pero Louise me interrumpió antes de que me diese tiempo de formularlas.
– ¿Qué quieres saber de mí?
– Llevas una vida extraña, aquí en medio del bosque. Pero tal vez no pueda considerarse más extraña que la mía. Me cuesta preguntar acerca de todo aquello que me suscita una duda. Pero puedo ser un buen oyente. Los médicos deben serlo.
Louise permaneció en silencio un instante, antes de comenzar a hablar.
– Tu hija ha estado en la cárcel. Hace once años. No había cometido ningún crimen violento. Sólo estafas.
Entreabrió la puerta pese a que el frío se adueñaría enseguida del interior del coche, como así ocurrió.
– Yo digo la verdad -prosiguió-. Da la impresión de que tú y mi madre os habéis mentido todo el tiempo. No quiero ser como vosotros.
– Éramos jóvenes -me excusé-. Ninguno de los dos sabía lo bastante de sí mismo como para actuar siempre correctamente. La verdad puede resultar mucho más difícil de sobrellevar. Las mentiras son más simples.
– Quiero que sepas cómo lo he pasado. Cuando era niña, me veía a mí misma como un objeto de intercambio. O como si estuviese en casa de mi madre sólo de forma provisional, a la espera de mis verdaderos padres. Ella y yo manteníamos una guerra sin cuartel. Has de saber que no era fácil vivir con Harriet. De eso te has librado.
– ¿Qué pasó?
Louise se encogió de hombros.
– El lamentable repertorio de siempre. Todo según el orden habitual. Pegamento, disolvente, drogas, hacer novillos. Pero no me hundí. Salí a flote. Recuerdo aquel tiempo como una época de jugar a la gallina ciega. Vivía con una venda en los ojos. Mi madre, en lugar de ayudarme, me reprendía. Intentaba mostrar su amor por mí a gritos. Huí de casa en cuanto pude. Me vi envuelta en una maraña de deudas que me llevó a las estafas y, de ahí, a una puerta que se cerró tras de mí. ¿Sabes cuántas veces me visitó Harriet cuando estuve encerrada?
– No.
– Una. Justo antes de que me soltaran. Para asegurarse de que no tenía planes de mudarme a casa. Después de aquello estuvimos cinco años sin hablarnos. Y tardamos en recuperar el contacto.
– ¿Qué pasó después?
– Conocí a Janne, que era de aquí. Un día, su cuerpo amaneció frío a mi lado. El funeral de Janne se celebró en una iglesia del lugar. A él acudieron familiares de cuya existencia yo no tenía noticia. Me levanté de repente y dije que quería entonar un canto. No sé de dónde saqué el valor. Tal vez nació de la ira ante el hecho de encontrarme sola de nuevo y al ver a todos aquellos parientes, que no aparecieron cuando los necesitábamos. Lo único que me vino a la mente fue el primer verso de En sjöman älskar havets våg [3] Lo repetí dos veces y, después, con el tiempo, he llegado a pensar que en mi vida he hecho nada mejor. Cuando salí de la iglesia y vi los azulados bosques de Hälsingland, experimenté una sensación inequívoca de comunión con la espesura y la quietud que emanaba. Así vine aquí. No lo tenía planeado, sino que fue pura casualidad. Mientras los demás se marchan de aquí, yo elegí darle la espalda a la ciudad. Aquí conocí a personas de cuya existencia no tenía ni idea. Nadie me había hablado de ellas.
Interrumpió su relato y me dijo que hacía demasiado frío en el coche para continuar. Yo tenía la sensación de que lo que me había contado podría leerse en la contraportada de un libro. El resumen de una vida, vivida tanto tiempo. En realidad, aún lo ignoraba todo sobre mi hija. Pero al menos ya había empezado a hablar.
Puse el coche en marcha. Los faros rasgaron la oscuridad.
– Quería que lo supieras -dijo-. Poco a poco.
– Tardaremos lo que tengamos que tardar -respondí-. Uno se acerca mejor a los demás si avanza despacio. Tanto en tu caso como en el mío. Si vamos demasiado deprisa, podemos colisionar o encallar.
– ¿Como en el mar?
– Aquello que no vemos solemos descubrirlo demasiado tarde. No sólo cuando se trata de las vías marítimas no marcadas, también cuando se trata de las personas.
Giré para salir a la carretera comarcal. ¿Por qué no le hablé de la catástrofe que me sobrevino a mí? Tal vez sólo por el cansancio y el desconcierto que los sucesos del último día habían provocado en mí. Se lo contaría, pero no en ese momento. Era como si aún estuviese viviendo el instante en que salía de mi agujero en el hielo, cuando intuí que había algo a mi espalda y descubrí a Harriet en la banquisa, apoyada en su andador.
Me encontraba en el corazón de los melancólicos bosques de Norrland. Pese a todo, la mayor parte de mí seguía en el agujero.
Cuando regresara, si todo seguía helado, me llevaría mucho tiempo volver a cavarlo.
Los faros del coche y las sombras bailaban una danza sobre la nieve.
Salimos del coche en silencio. El cielo estaba despejado y plagado de estrellas, hacía más frío: la temperatura empezaba a descender. Una luz tenue se filtraba por una de las ventanas de la caravana.
Cuando entramos, oímos enseguida que la respiración de Harriet no era normal. No conseguí despertarla. Le tomé el pulso, acelerado e irregular. Tenía el tensiómetro en el coche y le pedí a Louise que fuese a buscarlo. Tanto la tensión sistólica como la diastólica eran demasiado altas.
La llevamos a mi coche. Louise me preguntó qué le pasaba. Le respondí que debíamos acudir con ella a un servicio de urgencias donde pudieran examinarla. Tal vez le hubiese dado un ataque de apoplejía, o quizás el fallo tuviese que ver con su estado. No lo sabía.
Atravesamos la noche en dirección a Hudiksvall. El hospital nos aguardaba como un buque iluminado. Dos enfermeras muy amables nos recibieron en la ventanilla de admisión de urgencias. Harriet había recuperado la conciencia y el médico no tardó en empezar a examinarla. Aunque Louise me miraba inquisitiva, yo no revelé que también era médico o que por lo menos lo había sido. Sólo dije que Harriet tenía cáncer y que tenía los meses contados. Que tomaba analgésicos para el dolor y eso era todo. Anoté en un papel el nombre de los medicamentos y se lo di al doctor.
Esperamos mientras el médico, que tenía mi edad, terminaba su examen. Después dijo que pensaba retenerla allí en observación durante la noche. Nada de lo que había podido comprobar hasta el momento indicaba una crisis. Lo más probable es que fuese una recaída debida a su estado general.
Harriet había vuelto a dormirse cuando la dejamos para salir otra vez a la oscuridad de la noche. Eran más de las dos y el cielo seguía despejado. Louise se paró en seco.
– ¿Crees que va a morir? -preguntó.
– No creo que muera esta noche. Ella es de los que se hacen de rogar. Si ha sido capaz de atravesar la banquisa con un andador, es que aún le quedan muchas fuerzas. Creo que, cuando llegue el momento, nos avisará.
– Cuando tengo miedo, siempre me da hambre -dijo-. Otros se marean. Pero yo tengo que comer cuando estoy asustada.
Nos sentamos en el coche, ya frío.
Yo había visto una hamburguesería abierta a la entrada de la ciudad, y allí nos dirigimos. Había allí unos roqueros obesos y calvos que aún parecían anclados en los remotos años cincuenta. Estaban ebrios, todos menos uno que, según lo habitual, era el que conducía. Ante la puerta del establecimiento había un enorme Chevrolet reluciente. Al pasar ante ellos percibí el olor a gomina.
Oí con asombro que hablaban de Jussi Björling. Louise también se percató de que estaban borrachos al oír su estridente charla. Señaló discretamente a uno de los cuatro hombres, que llevaba aros de oro en las orejas, tenía un prominente estómago que le colgaba por encima de los vaqueros y restos de salsa de la ensalada en la comisura de los labios.
– Bror Olofsson -dijo en un susurro-. Esa banda se llama Bröderna Brothers. [4] Bror tiene una hermosa y melódica voz. Cuando era joven, solía cantar de solista en la iglesia. Pero cuando de adolescente se convirtió en roquero, dejó de cantar. Hay quien opina que podría haber llegado muy lejos, incluso a cantante de ópera.
– ¿Por qué no hay por aquí gente normal? -pregunté mientras elegía el menú-. ¿Por qué toda la gente a la que conozco aquí es rara? Italianos que fabrican zapatos o viejos roqueros que hablan de Jussi Björling…
– No hay gente normal -respondió Louise-. Ésa es una imagen distorsionada del mundo, en la que nos quieren hacer creer los políticos. Que nos hallamos inmersos en una masa infinita de normalidad, sin posibilidad ni voluntad para afirmarnos como diferentes. Se habla tan condenadamente de una normalidad que no existe. O tal vez sólo sea una excusa para que ciertos políticos puedan tratarnos de forma despectiva. He pensado a menudo que debería empezar a escribir cartas también a políticos suecos. A la tripulación secreta.
– ¿Qué tripulación?
– Yo los llamo así. Los que tienen el poder. Los que reciben mis cartas y no contestan nunca, salvo con fotografías de sí mismos como ídolos. La tripulación secreta del poder.
Pidió un plato llamado Kungsmål, mientras que yo me contentaba con una taza de café, una bolsa de patatas fritas y una hamburguesa. Louise estaba muy hambrienta. Parecía que quería comerse de golpe todo lo que tenía en la bandeja.
No era un espectáculo agradable de ver. Sus modales a la mesa me avergonzaban.
«Como una niña pobre», me dije. Recordé un viaje que hice a Sudán con un grupo de traumatólogos que debían estudiar el mejor modo de construir clínicas para aquellos que necesitaban prótesis tras haber resultado heridos por las minas antipersonas. Entonces vi cómo los niños pobres se lanzaban con violenta desesperación sobre la comida, unos granos de arroz, una pieza de verdura, tal vez una galleta procedente de algún país cooperante.
Aparte de los cuatro roqueros que, como hombres de las cavernas, habían surgido del pasado, también se encontraban en el local varios camioneros. Cabeceaban sobre las bandejas vacías como si estuviesen durmiendo o como si estuviesen considerando su propia condición mortal. Había además unas cuantas chicas, muy jóvenes, apenas mayores de catorce o quince años. Hablaban entre susurros, hipando a veces de risa para luego seguir con sus cuchicheos. Yo recordaba aquello, aquellas confesiones imperturbables que, en la adolescencia, uno era capaz de hacer y escuchar. Prometíamos un silencio que no tardábamos en quebrantar, jurábamos mantener unos secretos que difundíamos tan pronto como se nos presentaba la ocasión. En cualquier caso, aquellas chicas eran demasiado jóvenes para estar en aquel local a medianoche. Me irrité. ¿No deberían estar durmiendo? Louise siguió mi mirada. Ya había devorado su bandeja, antes de que yo le hubiese quitado la tapa al vaso de plástico de mi café.
– No las había visto antes -aseguró-. No son de por aquí.
– ¿Acaso conoces a todos los habitantes de la ciudad?
– No, pero lo sé.
Intenté tomarme el café, pero sabía demasiado amargo. Pensé que deberíamos volver a la caravana y dormir unas horas, antes de que llegase el momento de regresar al hospital. Pero nos quedamos allí sentados hasta el amanecer. Para entonces, los roqueros se habían marchado. Y también las dos chicas. No me di cuenta de cuándo desaparecieron los camioneros. De repente, ya no estaban allí. Tampoco Louise advirtió su partida.
– Hay personas que se comportan como aves migratorias -afirmó-. Las grandes bandadas que vuelan hacia el sur o hacia el norte siempre lo hacen de noche. Y éstos volaron de aquí sin que nos diésemos cuenta.
Louise tomaba té. Los dos hombres de color que había detrás de la barra hablaban un sueco impenetrable que, poco a poco, se transformó en una lengua muy melódica, pero que a mí me sonó a melancolía. De vez en cuando, Louise me preguntaba si no deberíamos volver al hospital.
– Tienen tu número de teléfono por si ocurriese algo -la tranquilicé-. Así que podemos quedarnos aquí.
En realidad, teníamos pendiente una conversación interminable, una crónica que abarcaba casi cuarenta años. ¿Y si aquel restaurante, con sus luces de neón y su olor a fritura era el marco que necesitábamos?
Louise continuó hablando de su vida. Hubo un tiempo en que soñó con ser escaladora. Cuando le pregunté por qué, me respondió que porque tenía miedo a las alturas.
– ¿Tiene eso algún sentido? ¿Colgarse para trepar por escarpadas laderas cuando, en realidad, te asusta subirte a una escalera?
– Pensé que le sacaría más partido que quienes no sufren vértigo. Lo intenté en una ocasión, en Laponia. No era una montaña muy escarpada. Pero mis brazos no eran lo bastante fuertes. Así que abandoné mi sueño de escaladora entre el brezo de aquellas rocas. Aproximadamente a la altura de Sundsvall, dejé de llorar la pérdida de mi sueño y decidí sustituirlo por el de aprender a hacer juegos malabares.
– ¿Y qué tal te fue?
– Aún soy capaz de mantener en el aire tres bolas a la vez durante bastante tiempo. O tres botellas. Pero nunca llegué a ser tan buena como pretendía.
Esperé a que continuase. Alguien abrió la chirriante puerta del restaurante y una corriente de aire frío se coló antes de cerrarla de nuevo.
– Creí que jamás encontraría lo que buscaba -confesó-. Entre otras razones, porque jamás supe exactamente qué quería. O tal vez sea más apropiado decir que sabía lo que quería pero, también, que no lo encontraría jamás.
– ¿Un padre?
Louise asintió.
– Intentaba encontrarte en mis juegos. Cada undécimo hombre con el que me cruzaba por la calle, era mi padre. Al trenzar una corona de flores en la noche de San Juan, no soñaba con quién sería el hombre de mi vida. En cambio, me dediqué a trenzar una cantidad infinita de coronas de flores con el deseo de verte. Pero tú no aparecías nunca. Recuerdo una ocasión en que me encontraba en una iglesia en cuyo altar había un cuadro que representaba a Cristo flotando en el aire y rodeado de un resplandor que surgía desde sus pies. Dos soldados romanos se arrodillaban atemorizados por haberlo clavado en la cruz. De repente tuve la certeza de que tú eras uno de esos soldados. Tu rostro sería como el suyo. De modo que la primera vez que te vi llevabas la cabeza cubierta por un yelmo.
– ¿No tenía Harriet ninguna fotografía mía?
– Le pregunté. Y registré sus cosas. Pero no encontré ni una.
– Pues nos hacíamos muchas fotos. Y ella era la que se encargaba de colocarlas y guardarlas.
– A mí me dijo que no tenía nada. Si las quemó, debería darte una explicación.
Fue a pedir otra taza de té. Uno de los hombres que trabajaba en la cocina dormitaba sentado en una silla y apoyado contra la pared, con la barbilla hundida en el pecho.
Me pregunté con qué estaría soñando.
En la crónica de la vida de Louise, les tocó el turno al caballero y al caballo.
– Harriet nunca pudo permitirse que yo montase a caballo. Ni siquiera en los periodos en que, por ser jefa de la zapatería, ganaba más. Aún hoy me irrito a veces por lo tacaña que era. Tenía que quedarme al otro lado de la valla viendo cómo las demás niñas cabalgaban como pequeñas amazonas orgullosas. Me sentía en cierto modo obligada a ser tanto el caballo como el caballero. Y me dividí en esas dos personalidades. Cuando me sentía bien, cuando me resultaba fácil levantarme por las mañanas, lo hacía a lomos del caballo y nada quebrantaba mi vida. Pero los días en que me costaba un mundo levantarme, yo era el caballo y parecía como si me hubiese colocado en un rincón del establo y, por más que me azotasen con la fusta, no quisiera obedecer. Intentaba sentir que el caballo y yo éramos uno. Y creo que aquello me ayudó a superar las dificultades cuando era niña. Tal vez incluso después. Voy a lomos de mi caballo, que me lleva siempre, salvo cuando yo misma me descabalgo.
Calló de pronto, como si lamentase haber hecho tal confesión.
Eran las cinco. No había nadie más. El hombre que estaba sentado apoyado contra la pared seguía durmiendo. El otro iba llenando despacio los azucareros medio vacíos.
De repente, Louise soltó sin más:
– Caravaggio. No sé por qué me ha venido a la cabeza su figura, con toda la ira que abrigaba y aquellos cuchillos suyos tan peligrosos. Tal vez porque, si hubiese vivido en nuestra época, habría podido pintar de maravilla esta hamburguesería y a personas como tú y yo.
¿El pintor Caravaggio? No recordaba ninguno de sus cuadros, tan sólo el nombre. Una imagen desdibujada de colores oscuros, violentos, motivos siempre dramáticos, empezó a aflorar a mi agotado cerebro.
– No sé nada de arte.
– Yo tampoco. Pero en una ocasión vi el cuadro de un hombre que sostenía en su mano la cabeza de otro al que habían decapitado. Cuando comprendí que lo que el pintor había retratado era su propia cabeza, sentí que necesitaba saber más de él. Decidí visitar todos los lugares en los que hubiese un cuadro suyo en vez de contentarme con las reproducciones de los libros de arte. Así, no sería peregrina de conventos e iglesias, sino que seguiría los pasos de Caravaggio. Y en cuanto lograba reunir el dinero suficiente viajaba a Madrid o a cualquier otro lugar en el que hubiese un cuadro suyo. Me alojaba en los lugares más baratos y a veces dormía incluso en un banco del parque. Pero vi sus cuadros, aprendí quiénes eran las personas a las que retrató y las convertí en compañeros. Aún me quedan muchos viajes por hacer, y no estaría mal que tú me los pagaras.
– No soy rico.
– Pensé que los médicos ganaban mucho dinero.
– Ya hace muchos años que no trabajo. Estoy jubilado.
– ¿Y no tienes nada ahorrado en el banco?
¿Acaso no me creía? Decidí pensar que mi suspicacia se debía a la hora tan temprana y al ambiente cerrado del local. Las luces de neón del techo no nos iluminaban sino que nos observaban desde arriba, vigilándonos.
Louise siguió hablando de Caravaggio y, finalmente, comprendí parte de la pasión que la embargaba. Su persona era como un museo cuyas salas iba llenando una a una con sus propias interpretaciones de la obra del gran maestro. Era como si, para ella, Caravaggio no hubiese vivido hacía cuatrocientos años, sino que estuviese instalado en alguna de las casas abandonadas de los bosques que rodeaban su caravana.
Algún que otro madrugador entraba y se encaminaba a la barra, donde se aplicaban a leer el menú. plato para monstruos, plato para monstruos medianos, pequeños monstruos, menú para aves nocturnas. «También en este tipo de locales tan sórdidos pueden transmitirse las viejas leyendas de las sagas», me dije. En medio de la humareda del grill surgió por un momento una sala de arte.
Mi hija hablaba de Caravaggio como si hubiese sido familiar suyo, un hermano o un hombre al que amase y con el que soñase compartir su vida.
En realidad se llamaba Michelangelo. Su padre, Fermi, había muerto cuando Michelangelo tenía seis años. Él apenas si lo recordaba; Fermi no era más que otra de las muchas sombras que habían poblado su vida, un retrato inacabado en alguna de sus grandes galerías interiores. Su madre vivió mucho tiempo, hasta que él cumplió los diecinueve. Sobre ella no tenía Michelangelo más que silencio, una ira muda y convulsa.
Louise me habló de un retrato de Caravaggio que, cierta vez, había pintado a carboncillo rojo y negro un artista llamado Leoni. Era como una vieja descripción policial pegada a la pared. Rojo, negro, carbón y sangre. Él nos mira desde el cuadro, atento, vigilante. ¿Existimos de verdad o sólo en su imaginación? Tiene el cabello oscuro, barba, una nariz poderosa, ojos de párpados arqueados, un hombre guapo, dirían algunos. Para otros no era más que el que era, una naturaleza criminal, un ser lleno de odio y violencia, pese a su gran talento para retratar personas y movimientos.
Como un salmo que se hubiese aprendido de memoria, Louise citó el nombre de un cardenal cuyo nombre no oí bien, tal vez Borromeo. Éste escribió: «… en mi época conocí en Roma a un pintor que se comportaba dudosamente, tenía pésimas costumbres y siempre vestía ropas sucias y andrajosas. Este artista, célebre, por cierto, por su hosquedad y grosería, no aportaba con su arte nada de importancia. Sólo utilizaba sus pinceles para plasmar en el lienzo tabernas, borrachos, taimadas adivinas y jugadores. Su inexplicable felicidad consistía en retratar a esas personas despreciables».
Caravaggio era un pintor tocado por la gracia divina, pero también un hombre muy peligroso. Y lo era porque tenía un temperamento violento y pendenciero. Utilizaba puños y puñales y, en una ocasión, mató a una persona después de una disputa por culpa de un juego. Pero, ante todo, era peligroso porque sus cuadros confesaban que tenía miedo. El que no escondiese su miedo entre las sombras lo hacía, y aún hoy lo hace, peligroso.
Louise hablaba de Caravaggio y hablaba de la muerte. En todos sus cuadros aparece clara, en el agujero del gusano alojado en la manzana que corona el montón de una cesta de frutas, o en los ojos de aquel a quien están a punto de decapitar.
Louise decía que Caravaggio jamás encontró lo que buscaba. Siempre encontraba una cosa distinta. Como los caballos que pintaba echando espuma por la boca, como la espuma que él mismo llevaba en su interior.
Caravaggio lo pintó todo. Salvo el mar.
Louise dijo que sus cuadros la impresionaban tanto porque siempre se sentía muy próxima a ellos. Siempre había en sus pinturas un espacio en el que ella podía instalarse. Ella podía ser una de esas personas y no tenía que temer que la persiguiesen y la espantasen. A menudo buscaba consuelo en sus cuadros, en los amables detalles donde sus pinceles se convertían en yemas de dedos que acariciaban los rostros por él representados en oscuras tonalidades.
Louise convirtió la penumbrosa hamburguesería en una playa de la costa italiana, el 16 de julio de 1609. El calor es agobiante. Caravaggio va caminando por la playa al sur de Roma, transformado en los restos de un gran naufragio humano. Una pequeña felucca (Louise no supo averiguar nunca qué tipo de embarcación era exactamente) se aleja de él navegando. A bordo del navío están sus cuadros y pinceles, sus pinturas y un fardo con sus viejas y sucias ropas y sus zapatos. Está solo en la playa, el verano romano es asfixiante, tal vez una brisa refrescante sople envolviéndolo junto al mar, pero también están los mosquitos que le pican introduciéndole la muerte en las venas. En las calurosas y húmedas noches en que, exhausto, yace acurrucado en la arena; entonces le pican y le inoculan los parásitos de la malaria, que empiezan a propagarse por el hígado. Las primeras crisis febriles no tardan en presentarse, como si fuese víctima de un inesperado ataque de piratas. No sabe que va a morir, pero los cuadros que aún no ha terminado sino que todavía están en su interior quedarán petrificados en su cerebro. «La vida es como un sueño huidizo», había dicho en alguna ocasión. O tal vez fue Louise quien formuló aquella poética verdad.
Yo la escuchaba lleno de admiración. Hasta entonces no la había visto como era. Tenía una hija que realmente conocía, al menos de forma parcial, lo que significaba ser persona.
No cabía la menor duda de que el pintor Caravaggio, muerto hacía ya tantos años, era uno de sus mejores amigos. Louise era capaz de codearse con los muertos con la misma soltura que con los vivos. Tal vez incluso mejor.
Me habló sin interrupción hasta que, de repente, guardó silencio. El hombre que había detrás de la barra se había despertado. Abrió una bolsa de plástico con patatas fritas que sumergió en el aceite caliente, sin dejar de bostezar.
Permanecimos sentados y en silencio largo rato, al cabo del cual Louise se levantó y fue a llenar su taza.
Cuando volvió, le hablé de la ocasión en que le amputé a una persona el brazo sano. No me había preparado en absoluto; simplemente, el relato surgió de mi boca, como si ya fuese inevitable describir un suceso que, en ese momento, yo había tenido por el más decisivo de mi vida. En un principio, Louise no pareció comprender que lo que le explicaba se refería a mí. Pero al fin vio con claridad que lo que estaba contándole era mi propia historia. Hacía doce años de aquel error fatal. Me reprendieron, introdujeron unas observaciones en mi expediente, algo que apenas me habría detenido en mi carrera profesional si yo lo hubiese aceptado. Pero lo consideré injusto. Me defendí aduciendo que la situación laboral era inadecuada. Las colas de enfermos graves crecían al tiempo que se recortaban continuamente los presupuestos. Yo no hacía otra cosa más que trabajar. Y, un día, falló la red de seguridad. En el transcurso de una intervención, poco después de las nueve de la mañana, una joven perdió su brazo derecho, sano, que le fue amputado justo por encima del codo. No se trataba de una operación complicada; cierto que una amputación jamás es una medida rutinaria. Pero nada hubo que me hiciera sospechar siquiera que estaba cometiendo un error tan catastrófico.
– ¿Cómo pudo pasar? -quiso saber Louise cuando dejé de hablar.
– Pudo pasar -respondí-. Si vives lo suficiente, llegarás a comprender que no hay nada imposible.
– Tengo pensado llegar a vieja -aseguró-. Pero, dime, ¿por qué pareces enojado? ¿Por qué te has puesto tan desagradable?
Yo alcé los brazos en un gesto de resignación.
– No era mi intención. Tal vez porque estoy cansado. Pronto serán las seis y media de la mañana y llevamos toda la noche aquí. Deberíamos dormir unas horas.
– Bueno, pues vamos a casa -dijo Louise al tiempo que se levantaba-. No han llamado del hospital.
Yo me quedé sentado.
– No puedo dormir en esa cama tan estrecha.
– Bien, pues me acostaré en el suelo.
– Creo que sólo nos dará tiempo de llegar a la caravana y ya tendremos que volver al hospital.
Louise volvió a sentarse. Me di cuenta de que estaba tan cansada como yo. El hombre que había detrás de la barra había vuelto a dormirse con la barbilla incrustada en el pecho.
Las luces de neón del techo seguían observándonos como los burlones ojos de un dragón.
El alba llegó como una liberación.
A las ocho y media regresamos al hospital. Habían empezado a caer ligeros copos de nieve. Vi en el retrovisor mi rostro cansado y sentí un pinchazo, una sensación de muerte, de fatalidad.
Caía en picado, inmerso en mi propio epílogo. Me quedaban una serie de entradas y salidas, pero poco más.
Absorto en mis cavilaciones me pasé la salida hacia el hospital. Louise me miró inquisitiva.
– Tendríamos que haber girado a la derecha.
No respondí, sino que di la vuelta a la manzana y entré por donde debía. Ante la puerta de urgencias se encontraba una de las enfermeras con la que habíamos hablado durante la noche. Estaba fumándose un cigarrillo y nos dio la impresión de que no se acordaba de nosotros. De haber vivido en otra época, me dije, aquella mujer podría haber formado parte de uno de los cuadros de Caravaggio.
Entramos. La puerta de la habitación en la que habíamos dejado a Harriet estaba abierta. La sala, vacía. Le pregunté por Harriet a una enfermera que venía por el pasillo. La mujer nos miró curiosa. Debíamos de parecer dos escarabajos que se hubiesen arrastrado a la superficie después de pasar la noche bajo las frías piedras.
– La señora Hörnfeldt no está -explicó la enfermera.
– ¿Adónde la han enviado?
– No la hemos enviado a ninguna parte. Se marchó. Se vistió y desapareció. Y nosotros no podemos hacer nada.
La mujer parecía enojada, como si Harriet la hubiese traicionado a ella personalmente.
– Alguien debió de verla salir, ¿no? -pregunté.
– El personal de guardia iba a controlar sus constantes de forma periódica. A las siete y cuarto ya no estaba.
Miré a Louise, que movió los ojos de un modo que yo interpreté como una señal.
– ¿Se dejó algo olvidado? -preguntó Louise.
– Nada.
– En ese caso, seguro que se ha ido a casa.
– Si no quería quedarse aquí, debería habernos avisado.
– Bueno, ella es así -dijo Louise-. Es mi madre.
Salimos del hospital por la puerta de urgencias.
– Yo la conozco bien -insistió Louise-. Y sé dónde está. Ella y yo hicimos un trato cuando yo era niña. Si nos perdíamos, nos veríamos en la cafetería más cercana.
Rodeamos el hospital hasta llegar a la puerta principal. Allí, en el gran vestíbulo de la entrada, había una cafetería.
Harriet estaba sentada a una mesa, con una taza de café. Cuando nos vio acercarnos, nos hizo una seña. Casi parecía contenta de vernos.
– Aún no sabemos qué es lo que te ocurre -la reprendí en tono severo-. Deberías haber dejado que los médicos comprobasen los resultados de las pruebas.
– Tengo cáncer y voy a morir -sentenció Harriet-. No dispongo de tiempo para quedarme ingresada en un hospital agobiándome. No sé qué me pasó ayer. Supongo que bebí demasiado. Pero ahora quiero irme a casa.
– ¿A la mía o a Estocolmo?
Harriet se agarró al brazo de Louise para levantarse. Tenía el andador junto a una estantería con periódicos. Se aferró al manillar con sus frágiles dedos. No conseguía explicarme cómo me sacó de la laguna.
Cuando volvimos a la caravana, nos tumbamos los tres sobre la estrecha cama. Yo ocupaba el sitio del borde exterior, con un pie apoyado en el suelo, y no tardé en caer vencido por el sueño.
Mientras dormía se me apareció Jansson con el hidrocóptero. Se recortaba en la neblina como un tiburón visto a través del hielo. Yo me escondí tras una roca hasta que desapareció. Cuando me levanté, vi a Harriet con el andador en medio del hielo. Estaba desnuda y, a sus pies, había un gran agujero.
Me desperté sobresaltado. Las dos mujeres dormían. Pensé fugazmente que debería ponerme el chaquetón y salir de la caravana. Pero me quedé allí. Y no tardé en volver a dormirme.
Nos despertamos al mismo tiempo. Era la una. Salí a orinar. Había dejado de nevar y las nubes empezaban a despejarse.
Nos bebimos un café y Harriet me pidió que le tomase la tensión, pues le dolía la cabeza. Constaté que estaba un poco alta. Louise quiso que se la tomase también a ella.
– Será uno de los primeros recuerdos que tenga de mi padre, el día en que me tomó la tensión -dijo-. Primero, los cubos de agua; luego esto.
La tenía muy baja. Le pregunté si sufría mareos.
– Sólo cuando estoy borracha.
– Y de lo contrario, ¿nada?
– Jamás en mi vida he sufrido un desmayo.
Guardé el tensiómetro. Nos tomamos el café y ya eran las dos y cuarto. Hacía calor en la caravana. ¿Quizá demasiado? Un calor pobre en oxígeno, sofocante, que a lo mejor las hizo perder el buen humor. Como quiera que fuese, de repente me vi atacado desde dos frentes al mismo tiempo. Todo empezó cuando Harriet me preguntó cómo me sentía al saber que tenía una hija, ahora que ya habían pasado varios días desde que recibí la noticia.
– ¿Que cómo me siento? Creo que no puedo contestarte.
– Tu indiferencia es aterradora -aseguró ella.
– Tú no tienes ni idea de cómo me siento -respondí.
– Te conozco.
– ¡Llevamos casi cuarenta años sin vernos! No soy el mismo de entonces.
– No sólo eres demasiado cobarde para admitir que tengo razón. En aquella ocasión, no tuviste el valor de decirme que querías que lo dejásemos. Huiste entonces como huyes ahora. ¿No podrías decir la verdad, por una vez en tu vida? ¿No hay en ti el menor vestigio de verdad?
Antes de que alcanzase a contestar, Louise replicó que, de un hombre capaz de abandonar a Harriet como yo lo hice, no cabe esperar otra reacción que la de la indiferencia ante la inesperada noticia de que tiene un hijo; tal vez miedo, en el mejor de los casos, cierta curiosidad.
– No pienso admitir lo que decís -repuse-. He pedido perdón por lo que hice entonces y no tenía por qué saber que tenía un hijo, puesto que tú nunca me lo dijiste.
– ¿Cómo iba a contártelo si desapareciste?
– Cuando íbamos en el coche, camino de la laguna, tampoco me dijiste que hubieses intentado localizarme.
– ¿Estás acusando de mentirosa a una moribunda?
– No estoy acusando a nadie.
– ¡Di la verdad! -gritó Louise-. Responde a su pregunta.
– ¿Qué pregunta?
– Sobre la indiferencia.
– No soy indiferente. Me siento feliz.
– Pues yo no veo en ti el menor rastro de felicidad.
– La caravana es demasiado pequeña para ponerse a bailar sobre la mesa, si es eso lo que quieres ver.
– No te creas que hago esto por ti -exclamó Harriet-. Lo hago por ella.
Nos gritamos. En el reducido espacio de la caravana, las paredes parecían a punto de reventar. Como es natural, en el fondo, yo sabía que ellas tenían razón. Las había decepcionado y, seguramente, no había dado muestras de especial alegría ante el inesperado encuentro con mi hija. Pese a todo, no pude soportarlo. Ignoro cuánto tiempo nos dedicamos a aquel griterío absurdo, a aquella airada discusión. En varias ocasiones creí que Louise cerraría su puño de boxeador para asestarme un golpe. No me atrevía a imaginar siquiera a cuánto subiría la tensión de Harriet. Al final me levanté, agarré mi maleta, mi chaquetón y los zapatos.
– ¡Ahí os quedáis! -grité antes de salir de la caravana.
Louise no salió a buscarme. Ninguna de las dos me llamó. El silencio era absoluto. Fui descalzo hasta el coche, me senté al volante y me marché de allí. Ya en la carretera principal me detuve, me quité los calcetines mojados y me puse los zapatos en los pies desnudos.
Aún estaba indignado por las acusaciones. Una y otra vez, durante el viaje, acudía a mi mente la conversación. A veces modificaba ligeramente lo que había dicho, exponía mi defensa de forma más clara, más exhaustiva. Pero ellas respondían siempre lo mismo.
Conducía a demasiada velocidad y llegué a Estocolmo a medianoche, dormí varias horas en el coche, hasta que empecé a sentir frío, y reemprendí la marcha hacia Södertälje. Una vez allí y sin fuerzas para continuar, entré en un motel y me dormí en cuanto me metí en la cama. Hacia la una de la tarde reemprendí el viaje en dirección sur, después de haber llamado a Jansson y dejarle un mensaje en el contestador. ¿Podría recogerme a las cinco y media? No estaba seguro de si le gustaba volar en la oscuridad. Lo único que podía hacer era confiar en que escuchase el contestador y que el hidrocóptero tuviese buenos focos.
Cuando llegué al puerto, Jansson estaba esperándome. Me contó que les había dado de comer a los animales. Le di las gracias y le dije que tenía prisa por llegar a casa.
Una vez allí, Jansson no me quiso cobrar.
– Uno no puede cobrarle a su médico.
– Yo no soy tu médico. Ya haremos cuentas la próxima vez que vengas.
Me quedé en el embarcadero hasta que desapareció tras las rocas y las luces de los focos empezaron a difuminarse. De repente me encontré con que el perro y el gato habían venido al embarcadero y estaban sentados a mi lado. Me agaché para acariciarlos. El perro parecía más delgado. Dejé la maleta en el embarcadero, estaba demasiado cansado para preocuparme de ella.
En aquella isla éramos tres, como en la caravana. Sólo que aquí nadie me atacaría. Fue una liberación verme de nuevo en la cocina. Les eché de comer a los animales, me senté ante la mesa y cerré los ojos.
Aquella noche me costó conciliar el sueño. No paré de levantarme una y otra vez. Había luna llena y el cielo estaba despejado. La luz de la luna bañaba las rocas y el blanco hielo. Me puse las botas y el abrigo de piel y bajé al embarcadero. El perro no se dio cuenta de que había salido; el gato entreabrió los ojos, pero no se movió del sofá. Fuera hacía frío. La maleta se había abierto y las camisas y los calcetines estaban esparcidos por el hielo. Por segunda vez, lo dejé todo allí.
Y mientras estaba en el embarcadero, comprendí de repente que me quedaba otro viaje por hacer. Durante doce años había conseguido convencerme de que no era necesario. Pero el encuentro con Louise y nuestra larga conversación nocturna habían alterado las circunstancias. No es que me viese obligado a emprender ese otro viaje; yo mismo deseaba hacerlo.
La joven a la que le había amputado el brazo sano debía de encontrarse en algún lugar. La muchacha contaba entonces veinte años, es decir, que ahora tendría treinta y dos. Recordaba su nombre, Agnes Klarström. Y mientras estaba en el embarcadero, al claro de luna, rememoré todos los detalles, como si acabase de leer su historia clínica. Procedía de uno de los grandes suburbios del sur, Aspudden o Bagarmossen. Todo había empezado con un dolor en el hombro. Se dedicaba a la natación profesional. Su entrenador y ella creyeron durante mucho tiempo que el dolor era consecuencia del sobreesfuerzo. Cuando, al final, llegó un momento en que no podía ni meterse en la piscina sin que le doliese el hombro, decidió acudir al médico para que la examinasen a fondo. Después, todo fue muy rápido: se le diagnosticó un tumor óseo maligno, la única salida era la ablación, pese a que para ella suponía una catástrofe. De ser una nadadora célebre, pasaría a tener el resto de su vida un solo brazo.
Ni siquiera debía intervenirla yo. Era paciente de uno de mis colegas, pero su esposa sufrió un grave accidente de tráfico y las operaciones que tenía planificadas se distribuyeron de forma algo caótica entre otros traumatólogos. Agnes Klarström fue a parar a mi mesa de operaciones.
La intervención me llevó algo más de una hora. Aún recuerdo toda la historia: cómo el personal fue lavando y preparando el brazo sano. Era mi obligación comprobar que el brazo en el que yo intervenía con mi instrumental era el correcto. Pero confié en el personal.
Un mes más tarde me llegó una carta de la Seguridad Social: había una denuncia contra mí.
Ya habían pasado más de doce años. Había destrozado la vida de Agnes Klarström, pero también la mía. Y lo peor de todo fue que un examen ulterior demostró que la ablación del brazo afectado por el tumor también era innecesaria.
Jamás se me ocurrió pensar que, un día, se me pasaría por la cabeza ir a verla. Jamás hablé con ella, salvo después de la operación, cuando aún estaba bajo los efectos de la anestesia.
La dejé como un caso concluido. Hasta que me llegó la notificación de la Seguridad Social.
Eran las dos de la mañana. Volví a subir a la casa y me senté a la mesa de la cocina. Aún no había abierto la puerta de la habitación de las hormigas. Tal vez temiese que salieran por la puerta como un ejército si la abría.
Llamé al servicio de información telefónica, pero no había nadie en Estocolmo con ese nombre. Le pedí a la telefonista, que se presentó como Elin, que buscase en toda Suecia.
Había una Agnes Klarström que podía ser la que yo buscaba. Vivía en el municipio de Flen, en el campo, en Sångledsbyn. Así que anoté su número y su dirección.
El perro dormía. El gato estaba fuera, tendido a la luz de la luna. Me levanté y entré en la habitación en la que aún se hallaba el telar de mi abuela, con una alfombra a medio tejer. No existe otra imagen más clara para mí, ésa es la imagen de la muerte; se presente en el momento que se presente, siempre viene a molestar. Una alfombra que nunca se termina, como nuestras vidas. En una estantería en la que antes había madejas y retales de tela, guardaba yo una serie de documentos que me habían acompañado a través de los años. Un delgado montón de documentos, desde mis deficientes calificaciones de estudiante, que mi padre se aprendió de memoria de puro orgullo, hasta la dichosa copia del informe de la amputación. Siempre me ha resultado fácil deshacerme de los documentos que otros consideran importante conservar. El primero del montón era el testamento que un abogado descaradamente caro me había redactado. Ahora me veía obligado a cambiarlo, puesto que tenía una hija. Pero no fue ésa la razón por la que entré en la sala de tejer de mi abuela, donde aún se conservaba su perfume. Busqué el informe de la operación del 9 de marzo de 1991. Pese a que conocía el texto de memoria, lo coloqué ante mí sobre la mesa y lo leí.
Cada una de las palabras actuaba como una piedra afilada colocada sobre el camino que conducía a la destrucción. Desde las primeras palabras «Diagnóstico: condrosarcoma húmero proximal izquierdo», hasta la última, «vendaje».
«Vendaje.» Y eso fue todo. La operación había concluido, el paciente fue trasladado a la unidad de postoperatorio. Con un brazo menos, pero aún con el maldito tumor en el hueso del otro hombro.
Leí: «Examen preoperatorio. Mujer, 20 años, diestra, buen estado general hasta ahora, atendida en Estocolmo por una inflamación en el hombro izquierdo. La RMN muestra condrosarcoma de estadio inicial en el hombro izquierdo. El examen complementario confirma el diagnóstico, el paciente acepta la amputación de la porción proximal del húmero, lo que da un buen margen de seguridad. Intervención: anestesia por intubación, posición de tumbona, campo quirúrgico: miembro superior expuesto. Habitual profilaxis con antibióticos. Sección desde apófisis coracoides por el borde inferior del deltoides, hasta la parte posterior de la axila. Se conecta la sección con el pliegue de la axila. Se liga la vena cefálica y se libera el pectoral de la fascia. Se identifican nervios y vasos, se ligan las venas, sobre la arteria se practica una doble ligadura. Una vez identificados los nervios, se desplazan. Se diseca el deltoides del húmero, el dorsal ancho y el redondo mayor se disecan por su base. Las cabezas larga y corta del bíceps y el coracobraquial se seccionan justo bajo el nivel de amputación. Se secciona el húmero por su cuello quirúrgico y se procede a limarlo. Se cubre el muñón con el tríceps, que se ha disecado, al igual que el coracobraquial. Sutura del pectoral al borde lateral interno del húmero. Drenaje y sutura de los bordes de la piel sin tensión. Oclusión con vendaje».
Pensé que Agnes Klarström debía de haber leído aquel texto muchas veces y que habría pedido que se lo explicaran. Y que seguramente reaccionó ante el hecho de que, entre todos los términos técnicos, apareciese, de repente, una palabra bastante común. La habían operado en posición de «tumbona», como si hubiese estado en la playa o en un porche, con el brazo desnudo, y las lámparas del quirófano habrían sido lo último que vio antes de sucumbir a los efectos de la anestesia. Yo la había expuesto a una agresión terrible mientras ella descansaba como en una tumbona.
¿Habría más de una Agnes Klarström? En aquel entonces era joven. ¿Se habría casado y se habría cambiado el apellido? Según el servicio de información, no aparecía bajo ninguna profesión.
Fue una noche aterradora pero también decisiva. Ya no podía seguir escabulléndome. Tenía que hablar con ella, explicarle lo que pudiera explicarse y decirle que, en muchos sentidos, yo también me había amputado a mí mismo.
Me eché encima de la cama y me quedé allí un buen rato despierto antes de dormirme. Cuando abrí los ojos, ya era de día. Jansson no vendría hoy con el correo. Así que podría cavar mi hoyo en el hielo tranquilamente.
Me vi obligado a utilizar una palanca para abrir una brecha en la gruesa capa de hielo. El perro estaba sentado en el embarcadero y observaba mis esforzados movimientos. El gato se había metido en el cobertizo para buscar ratones. Al final logré abrir el agujero y bajé al frío abrasador del agua. Pensé en Harriet y en Louise mientras me preguntaba si hoy sería capaz de llamar a Agnes Klarström para preguntarle si ella era la mujer que yo buscaba.
No llamé ese día. En un arrebato de ira limpié la casa de arriba abajo, pues estaba llena de polvo por todas partes. Logré poner en marcha mi vieja lavadora y lavé las sábanas, tan sucias que parecían las de un pordiosero. Después fui a dar una vuelta por la isla a contemplar con los prismáticos el vacío de la banquisa y pensé que debía tomar una decisión.
Una vieja que apareció sobre el hielo con su andador, una hija desconocida que vivía en una caravana. A los sesenta y seis años de edad, todo aquello que yo daba por resuelto y decidido empezaba a cambiar.
Por la tarde, me senté a la mesa de la cocina y escribí dos cartas. Una para Harriet y Louise, la otra para Agnes Klarström. Jansson se quedaría muy sorprendido cuando le entregase las dos cartas para que las echase al correo. Por si acaso, pensaba sellarlas con cinta adhesiva. No me fiaba de él. Tal vez fuese capaz de, con una resolución que yo no le conocía, abrir las cartas que le daba.
¿Qué escribí? A Harriet y a Louise que ya se me había pasado el enfado. Que las comprendía, pero que no podía verlas, por el momento. Que había regresado a mi isla para encargarme de los animales que había dejado abandonados. Pero que daba por hecho que nos volveríamos a ver pronto. Nuestras conversaciones y nuestra relación debían continuar, por supuesto.
Me llevó largo rato escribir aquellas líneas. El suelo de la cocina estaba lleno de bolas de papel cuando, por fin, me di por satisfecho. Lo que había escrito no era cierto. No se me había pasado el enfado. Mis animales podían arreglárselas con Jansson algo más de tiempo. Tampoco sabía si volveríamos a vernos pronto. Necesitaba tiempo para pensar. Sobre todo, en lo que le diría a Agnes Klarström, si es que la encontraba.
La carta que escribí para Agnes Klarström no me costó lo más mínimo. Comprendí que la había llevado escrita dentro de mí durante años. Sólo quería verla, nada más. Le daba mi dirección y firmaba con mi nombre, el mismo que ella no habría podido olvidar con el paso del tiempo. Esperaba habérsela escrito a la persona adecuada.
Cuando Jansson llegó al día siguiente, había empezado a soplar el viento. Anoté en mi diario que la temperatura había descendido durante la noche y que el viento racheado oscilaba entre el oeste y el suroeste.
Jansson llegó puntual. Le di trescientas coronas por haberme recogido y me negué a aceptar el dinero cuando quiso devolvérmelo.
– Quiero que eches estas cartas al correo -le dije tendiéndole los dos sobres.
Había sellado con cinta adhesiva los cuatro lados. Jansson no ocultó su asombro cuando las vio.
– Sólo escribo cuando es necesario. De lo contrario, no lo hago.
– La postal que me enviaste era muy bonita.
– ¿Un jardín cubierto de nieve? ¿Qué puede tener de hermoso algo así? -Noté que empezaba a impacientarme-. ¿Qué tal va tu dolor de muelas? -le pregunté esforzándome por ocultar mi irritación.
– Viene y va. Donde más lo noto es aquí arriba, a la derecha.
Jansson abrió la boca de par en par.
– No veo nada -admití-. Ve a visitar a un dentista.
Jansson cerró la boca. Y se oyó un crujido. La mandíbula le colgaba de modo que quedó con la boca medio abierta. Se notaba que le dolía mucho. Era muy difícil comprender lo que intentaba decirme. Con mucho cuidado presioné con los pulgares ambos lados de la cara, buscando la mandíbula, y la froté rítmicamente hasta que pudo cerrar la boca.
– Me ha dolido mucho.
– Intenta evitar bostezos y no abras la boca demasiado durante varios días.
– ¿Es síntoma de alguna enfermedad grave?
– En absoluto. Puedes estar tranquilo.
Jansson se llevó mis cartas. El viento me azotaba el rostro mientras volvía a mi casa.
Aquella tarde abrí la puerta de la habitación de las hormigas. En el creciente hormiguero parecía haberse colado otro trozo de mantel. Pero la habitación y la cama donde Harriet había dormido estaban como las dejamos.
Nada sucedió en los días posteriores. Salí a la banquisa hasta que llegué a mar abierto. En tres ocasiones medí el grosor de la capa de hielo. No me hizo falta consultar mis anteriores diarios para saber que, en todos los años que llevaba en la isla, jamás había sido tan gruesa.
Un día quité la lona para sopesar si mi barco podría hacerse a la mar. ¿Llevaría demasiado tiempo en tierra? ¿Tendría yo el aguante suficiente para volver a equiparlo? Dejé caer la lona sin haberme dado una respuesta.
Una noche sonó el teléfono. Era rarísimo que llamase alguien y quienes lo hacían eran por lo general vendedores que querían convencerme de que cambiase de compañía telefónica o que instalase la banda ancha. Cuando se enteran de que vivo en una isla desierta y que, además, estoy jubilado, los abandona el entusiasmo. Ni siquiera sé qué es la banda ancha.
En esta ocasión, en cambio, cuando levanté el auricular, fue para oír la voz de una mujer extraña.
– Soy Agnes Klarström. He recibido tu carta.
Contuve la respiración, sin decir nada.
– ¿Hola? ¡Hola!
No respondí. La mujer intentó sacarme de mi cueva un par de veces más, antes de colgar.
Agnes Klarström existía. La había encontrado. La carta había llegado a su destinatario. Vivía a las afueras de Flen.
En uno de los cajones de la cocina guardaba un viejo mapa de Suecia. Creo que era de mi abuelo. Él solía decir que, un día, emprendería un viaje para visitar Falkenberg. Aunque ignoro por qué deseaba viajar a esa ciudad precisamente. Sin embargo, en toda su vida ni siquiera visitó Estocolmo y tampoco cruzó nunca las fronteras de Suecia. De modo que se llevó a la tumba su sueño de ir a Falkenberg.
Desplegué el mapa sobre la mesa y busqué hasta localizar Flen. No era un mapa muy detallado, por lo que no pude encontrar Sångledsbyn. Me llevaría como máximo dos horas ir allí en coche. Estaba decidido. Iría a verla.
Dos días después crucé el hielo hasta mi coche. En esta ocasión, no dejé ninguna nota en la puerta. No le dije nada a Jansson, que se quedaría con la incógnita. Les había puesto bastante comida al perro y al gato. El cielo estaba despejado, no soplaba el viento y nos encontrábamos a dos grados. Me puse en marcha en dirección norte, giré hacia tierra firme y llegué a Flen poco después de las dos de la tarde. En una librería, compré un buen mapa donde pude localizar Sångledsbyn. Estaba a pocos kilómetros de Harpsund, donde los primeros ministros suecos tienen su residencia de verano. Hace tiempo vivió allí un hombre que se había hecho millonario con el corcho. Y le dejó su casa al Estado. Junto con la finca iba una barca en la que habían paseado dirigentes extranjeros cuyos nombres ningún joven recordaba hoy.
Yo sabía todo esto sobre Harpsund porque mi padre había sido camarero allí durante un tiempo, cuando el entonces primer ministro Erlander tuvo invitados extranjeros. Mi padre nunca se cansaba de hablar de aquellos hombres -siempre eran hombres, nunca mujeres- que se sentaban a la mesa para discutir aspectos importantes de la situación mundial. Era durante la guerra fría, y mi padre se esforzaba especialmente para moverse sin hacer el menor ruido, recordaba el menú y los vinos que sirvió. Por desgracia, también ocurrió algo que estuvo a punto de hacer estallar un escándalo. Mi padre lo refería como si él mismo hubiese sido partícipe de un gran secreto que, tras no poca vacilación, terminó por revelarnos a mí y a mi madre. Uno de los invitados se emborrachó más de la cuenta. Y pronunció un incomprensible e inopinado discurso de agradecimiento al anfitrión, cosa que generó un desconcierto transitorio entre los camareros que, no obstante, lograron controlar la situación; interrumpieron su actividad y aguardaron antes de servir los vinos del postre. El hombre ebrio se desplomó más tarde sobre el césped, ante la puerta de la casa.
– La borrachera de Fagerholm fue un gran desacierto -decía mi padre con gesto grave.
Ni mi madre ni yo supimos nunca quién era aquel Fagerholm. Aunque años después, ya muerto mi padre, averigüé que el borracho tenía que ser uno de los representantes de los trabajadores finlandeses.
Ahora, en las proximidades de Harpsund, vivía una mujer a la que yo le había arrebatado un brazo.
Sångledsbyn se componía de varias fincas diseminadas por la orilla de un lago alargado. Los campos y los pastos estaban cubiertos de nieve. Me había llevado los prismáticos y trepé a una colina para abarcar mejor el panorama. De vez en cuando aparecía alguien trajinando por las fincas, afanándose entre el almacén y el cobertizo, entre la casa y el garaje. Ninguna de las personas que vi a través de los prismáticos podía ser Agnes Klarström.
De repente di un respingo. Un perro olisqueaba mis pies. Por la carretera caminaba un hombre que llevaba un abrigo largo y un par de botas. Llamó al perro y me saludó con la mano. Yo oculté los prismáticos y bajé a la carretera. Conversamos brevemente sobre las vistas, sobre el largo y seco invierno.
– ¿Vive aquí una mujer llamada Agnes Klarström? -pregunté al cabo.
El hombre señaló la casa más alejada.
– Sí, allí vive, con sus malditas niñas -repuso el hombre-. Antes de que llegasen ellas, yo no tenía perro. Pero ahora todo el mundo tiene.
Dicho esto, asintió irritado y reanudó su camino. No me gustó lo que acababa de oír. No deseaba mezclarme en algo que me trajese más líos de los que ya tenía en mi vida. Así que decidí marcharme y volví al coche. Pero algo me retenía. Seguí, pues, cruzando el pueblo y me detuve en una vía de servicio sin acondicionar. Por allí podría acercarme a la última casa por la parte de atrás, a través de una arboleda.
Era media tarde y pronto empezaría a anochecer. Fui avanzando por la nieve y me detuve cuando vi la casa entre los árboles. Retiré la nieve que vencía unas ramas para despejar la visión. Observé que la casa estaba en buen estado. Ante ella había un coche con un cable que iba del motor a una toma de la pared.
Alguien apareció de repente en el campo de visión de mis prismáticos. Una niña. Miraba directamente hacia donde yo estaba. De repente sacó algo que llevaba oculto a la espalda. Una espada reluciente. Y echó a correr hacia mí blandiendo la espada sobre su cabeza.
Aparté los prismáticos, me di la vuelta y emprendí la carrera. Tropecé con la raíz de un árbol o con una piedra y me caí. Aún no había conseguido levantarme cuando la niña de la espada me dio alcance.
Clavó en mí una mirada llena de odio.
– La gente como tú estáis por todas partes -me espetó-. Siempre andan espiando entre los arbustos con sus prismáticos.
Tras ella apareció corriendo una mujer que se colocó a su lado y le quitó la espada, con la mano izquierda. Y comprendí que era Agnes Klarström. Tal vez en lo más hondo de mi memoria conservaba también la imagen del rostro de la joven que, doce años atrás, se había expuesto sobre una camilla a mis manos esterilizadas y enfundadas en guantes de goma.
Llevaba una cazadora azul abrochada hasta el cuello. La manga derecha, vacía, estaba sujeta al hombro con un imperdible. La niña que seguía a su lado me miraba con encono.
Deseé que Jansson hubiese aparecido y se me hubiese llevado de allí. Por segunda vez en un breve espacio de tiempo, una placa de hielo se había desprendido bajo mis pies y me llevaba a la deriva impidiéndome llegar a tierra.
Me levanté del suelo nevado, retiré la nieve de mis ropas y me presenté. La niña empezó a darme patadas, pero Agnes la reprendió y la pequeña se marchó.
– Yo no necesito ningún perro guardián -me dijo Agnes-. Sima ve todo lo que sucede y a todo aquel que se acerca a la casa. Tiene la vista de una comadreja. En realidad, creo que iba para ave de rapiña.
– Creí que me rebanaría con la espada.
Agnes me lanzó una mirada fugaz, pero no respondió. Y comprendí que, de hecho, cabía dentro de lo posible.
Entramos y nos sentamos en su despacho. En algún lugar de la casa retumbaba a todo volumen un disco de música rock. Agnes no parecía oírla. Se quitó la cazadora con tanta soltura como si hubiese tenido dos brazos y dos manos.
Me senté en una silla. En el escritorio no había más que un bolígrafo; por lo demás, estaba totalmente vacío.
– ¿Cómo crees que reaccioné ante tu carta? -preguntó Agnes.
– No lo sé. Seguro que con sorpresa. Tal vez ira.
– Sentí un gran alivio. Por fin, me dije. Pero después me pregunté, ¿por qué ahora? ¿Por qué no ayer o hace diez años?
Se echó hacia atrás en la silla. Tenía el cabello castaño y largo, llevaba un sencillo pasador y sus ojos eran de un límpido azul claro. Parecía fuerte, resuelta.
Había dejado la espada de samurái sobre una estantería junto a la ventana y me sorprendió mirándola.
– Me la regaló un hombre que decía que me amaba. Cuando murió el amor, se llevó la vaina, por alguna extraña razón, y me dejó la afilada espada. Tal vez esperaba que me abriese el estómago ante la desesperación de verme abandonada.
Se expresaba apresuradamente, como si tuviese poco tiempo. Le hablé de Harriet, de Louise, de que al haber tomado conciencia de todas mis traiciones me vi obligado a buscarla, a averiguar si seguía viva.
– Y qué esperabas, ¿que estuviese muerta?
– Hubo un tiempo en que sí. Pero ya no.
Sonó el teléfono. Ella contestó, escuchó, respondió parcamente y sin vacilación. No quedaban plazas en su hogar para niñas abandonadas. Ya tenía tres adolescentes de las que ocuparse.
Accedí a un mundo del que nada sabía. Agnes Klarström vivía en aquella casa enorme junto con tres jóvenes adolescentes que, en mi juventud, se habrían considerado como bastante mal educadas. La niña llamada Sima procedía de alguno de los peores suburbios de Gotemburgo. Resultaba imposible precisar su edad. Llegó a Suecia sola, como refugiada, acurrucada en un camión que alcanzó tierra sueca en Trelleborg. Durante su larga huida desde Irán le habían aconsejado que se deshiciese de sus documentos tan pronto como pusiese el pie en suelo sueco, que se cambiase el nombre y que borrase toda huella de su identidad. De ese modo nadie podría repatriarla, aunque todos quisieran hacerlo. Lo único que traía era un trozo de papel en el que habían anotado las tres palabras que se suponía que podría necesitar.
«Refugiada», «perseguida», «sola».
Cuando el camión se detuvo ante el aeropuerto de Sturup, el conductor le señaló el edificio de la terminal y le explicó que debía buscar la comisaría de policía. Cuando llegó tendría once o doce años, ahora contaría unos diecisiete y la vida que había llevado en Suecia la había obligado a no sentirse segura más que cuando empuñaba en su mano la espada de samurái
En la casa de Agnes Klarström vivían otras dos muchachas, aunque una de las dos se había fugado y estaba huida en aquellos momentos. La casa no estaba cercada por ninguna valla, no era una casa de puertas cerradas con llave. Aun así, a quien se marchaba sin permiso se le consideraba un fugitivo. Si el suceso se repetía demasiadas veces, Agnes perdía la paciencia y llegaba la hora de la institución para menores, donde las puertas eran pesadas y los manojos de llaves, abundantes.
La chica que había huido hacía dos días se llamaba Miranda, era africana, de Chad, y seguramente, se habría marchado a casa de una de sus amigas que, sin que nadie supiese la razón, se hacía llamar Tea-Bag. Miranda tenía dieciséis años y había llegado con su familia como integrante de alguna cuota de las Naciones Unidas, procedente de un campo de refugiados.
Su padre, un hombre sencillo, que sabía trabajar la madera y era profundamente religioso, no tardó en perder el temple ante el frío permanente y la sensación de que nada resultaba como él había imaginado. Se encerró en la habitación más pequeña de las tres que había en la casa donde vivía la gran familia, la única habitación donde no había ningún mueble, tan sólo un pequeño montón de tierra africana que habían recogido de sus viejas maletas cuando llegaron al país de acogida. Su esposa colocaba una bandeja de comida ante la puerta, tres veces al día. Por las noches, cuando todos dormían, iba al baño y tal vez también se diese algún paseo nocturno. Al menos eso creían ellos, pues a veces, cuando despertaban por la mañana, encontraban huellas de pisadas mojadas en el suelo.
Llegó un día en que Miranda no lo soportó más y una noche se marchó, tal vez para recorrer el mismo camino que los había llevado hasta su actual hogar. El nuevo país había resultado ser un callejón sin salida. Poco tiempo después, la policía la había detenido tantas veces por hurtos y pequeños robos que empezó a transitar regularmente por distintas instituciones.
Y ahora había huido otra vez. Agnes Klarström estaba fuera de sí y no pensaba rendirse hasta que la policía hiciese todo lo posible para encontrarla y llevarla de vuelta a su casa.
En la pared, fijada con alfileres, había una fotografía de Miranda. Llevaba el cabello trenzado en artística composición muy pegada al cuero cabelludo.
– Si te fijas bien verás que, a la altura de la sien izquierda, ha trenzado la palabra «mierda» -me advirtió Agnes Klarström.
Y comprobé que tenía razón.
En aquella especie de centro de acogida que era la misión y el sustento de Agnes Klarström vivía una tercera muchacha. Era la más joven, tan sólo catorce años, un ser escuálido que más parecía un animal enjaulado. Agnes lo ignoraba casi todo de ella. Parecía surgida del viejo cuento sobre la niña que, un día, apareció en una plaza sin saber cómo se llamaba ni de dónde venía.
Una noche de hacía ya dos años, uno de los empleados de la estación de ferrocarril de Skövde que estaba a punto de cerrar, la encontró sentada en un banco. El hombre le dijo que tenía que marcharse, pero ella no pareció comprender y le mostró un papel en el que se leía «tren a Karlsborg», así que el hombre empezó a preguntarse quién de los dos estaría loco, pues hacía más de quince años que no había tráfico ferroviario entre Skövde y Karlsborg.
Pocos días después empezó a aparecer en los diarios como «la niña de la estación de Skövde». Nadie parecía reconocerla, pese a que su fotografía no tardó en verse por todas partes. No tenía nombre, los psicólogos que la examinaron, y los intérpretes, expertos en los más curiosos campos del lenguaje, intentaron hacerla hablar, pero no pudieron indicar una procedencia verosímil. El único eslabón con su pasado era el enigmático letrero con la leyenda «tren a Karlsborg». Recorrieron entonces al milímetro el pequeño municipio a orillas del lago Vättern. Pero nadie la conocía ni comprendía por qué esperaba un tren cuya línea había desaparecido hacía ya quince años. Finalmente, un diario vespertino le asignó, mediante una votación entre sus lectores, el nombre de Aida. Le concedieron la ciudadanía sueca y un número de identidad, una vez que los médicos acordaron que tenía doce años, como máximo trece. Por su negro y espeso cabello y sus ojos color aceituna, supusieron que procedía de algún lugar de Oriente Medio.
Aida siguió guardando silencio. Durante dos años no pronunció una sola palabra. Probaron todas las posibilidades, sin resultado, y hasta que Agnes Klarström apareció en escena no se produjo ningún cambio. Una mañana bajó y se sentó a desayunar. Agnes Klarström no había dejado de hablar con ella en todo momento, como parte de su programa para eliminar las barreras que rodeaban el interior de Aida. Y, como de costumbre, le preguntó qué quería desayunar.
– Leche fermentada -respondió Aida en un sueco casi perfecto.
A partir de ahí empezó a hablar. Los psicólogos que acudían a ella como las moscas a la miel supusieron que había aprendido el idioma escuchando a cuantos habían estado esforzándose por hacerla hablar. Sobre todo, porque resultó que la muchacha dominaba y comprendía una gran cantidad de términos de psicología y medicina que de ningún modo se incluían en el vocabulario de la gente de su edad.
La muchacha hablaba, pero no tenía nada que decir sobre su identidad ni tampoco sobre lo que pretendía hacer en Karlsborg. Cuando le preguntaban por su verdadero nombre, decía lo único que cabía esperar:
– Me llamo Aida.
De nuevo apareció en los periódicos. Se alzaron voces oscuras que murmuraban que los había engañado a todos, que todo había sido mero teatro para despistar y anular toda resistencia y para que se le concediese la entrada al país como un miembro digno de la comunidad sueca. Pero Agnes Klarström estaba convencida de que la explicación era muy distinta. Ya la primera vez que se vieron, Aida se quedó mirando su brazo amputado. Fue como si encontrase allí un punto de apoyo, como si hubiese estado nadando en las profundidades durante años y, por fin, hubiese alcanzado el fondo sobre el que afianzar el pie. Tal vez el brazo amputado de Agnes infundiese en Aida una sensación de seguridad. Tal vez hubiese visto cómo les amputaban los miembros del cuerpo a otras personas. Los que amputaban eran sus enemigos, los mutilados, los únicos en quienes podía confiar.
La mudez de Aida se debía a que había presenciado lo que nadie, y menos aún un niño, debería verse forzado a presenciar.
Ni siquiera cuando empezó a hablar contó nada sobre su vida. Era como si, poco a poco, estuviese liberándose de los últimos vestigios de vivencias horrendas y ahora, día a día, estuviese consiguiendo comenzar una vida digna de ser vivida.
En compañía de aquellas tres muchachas dirigía Agnes Klarström esa especie de pequeña institución, que recibía la ayuda de distintas instancias provinciales. Muchos pedían que les abriese las puertas a otras niñas que deambulaban por ahí al margen de la sociedad. Pero ella se negaba, no tendría las mismas posibilidades de ayudar ni de brindar seguridad si permitía que aquello creciera. Las muchachas que vivían con ella solían huir de vez en cuando, pero casi siempre regresaban. Se quedaban con ella mucho tiempo y, cuando por fin la dejaban para siempre, tenían otra vida a la que dedicarse. Pero nunca eran más de tres.
– Aquí podría tener mil niñas -aseguró-. Mil muchachas iracundas, abandonadas, de las que odian su soledad y su sensación de no ser bienvenidas en el lugar donde han de vivir. Mis niñas han aprendido que quien no tiene dinero, sólo merece desprecio. Mis niñas se cortan, clavan cuchillos en la carne de gente extraña pero, en el fondo, gritan de un dolor que no comprenden.
– ¿Cómo empezaste con esto?
Agnes Klarström señaló el brazo que yo le había amputado.
– Yo me dedicaba a la natación, como recordarás. Esa información debía de figurar en mi documentación. No sólo prometía, sino que podría haber llegado muy lejos. Haber ganado medallas. Te diré, sin acritud, que mi baza no eran las piernas, sino la fuerza de mis brazos.
Un joven con el pelo largo recogido en una cola de caballo entró en la habitación.
– ¡Ya te he dicho que llames antes de entrar! -le gritó-. Vuelve a salir y hazlo bien.
El joven retrocedió, se marchó, llamó a la puerta y volvió a entrar.
– Medio bien. Tienes que esperar hasta que te haya dicho que puedes entrar. Bueno, ¿qué quieres?
– Aida está enfadada. Anda amenazando a todo el mundo. Sobre todo a mí. A Sima dice que la va a ahogar.
– ¿Qué ha pasado?
– No lo sé. Me pregunto si no será que se aburre, simplemente.
– Pues eso es algo que tiene que aprender. Déjala.
– Quiere hablar contigo.
– Dile que ya voy.
– Es que quiere que vayas ahora mismo.
– Ya voy.
El joven se marchó.
– Un inútil -dijo con una sonrisa-. Creo que necesita a alguien detrás todo el tiempo. Pero no se toma a mal que lo reprenda. Siempre puedo achacar mi humor a lo del brazo. Lo conseguí a través de algún tipo de apoyo a la contratación. Sueña con participar en alguno de esos programas de televisión en los que se acuestan unos con otros ante las cámaras. Si no lo consigue, le gustaría ser, por lo menos, presentador de un programa. Pero eso de ayudarme en la sencilla tarea de ser el único hombre entre mis chicas es algo que lo supera. Así que no creo que Mats Karlsson haga ninguna carrera digna de mención en el mundo mediático.
– Eso suena bastante cínico.
– En absoluto. Yo amo a mis muchachas, amo incluso a Mats Karlsson. Pero no le hago ningún favor alimentando sus falsos sueños o permitiendo que crea que está haciendo algo de provecho aquí. Le doy la posibilidad de verse a sí mismo y de ver dónde es probable que encuentre su camino en la vida. En el mejor de los casos estaré equivocada. Y tal vez un día se corte el pelo y pruebe a hacer algo de provecho en la vida.
Se levantó, me llevó a una sala común y me dijo que no tardaría. La música rock seguía retumbando en algún lugar de la planta de arriba.
La nieve derretida goteaba desde el tejado, al otro lado del cristal de la ventana. Los pájaros se movían entre las ramas de los árboles como veloces sombras fugaces.
De repente me sobresalté. Sima había entrado en la sala, a mi espalda. En esta ocasión no empuñaba ninguna espada. Se sentó en el sofá y encogió las piernas sobre los cojines. La joven no abandonaba su actitud de alerta.
– ¿Por qué me observabas con los prismáticos?
– No era a ti a quien miraba.
– Pues yo te vi, so pederasta.
– ¿Qué quieres decir?
– Conozco a la gente como tú. Sé cómo sois.
– He venido a ver a Agnes.
– ¿Por qué?
– Es asunto nuestro.
– ¿Es que Agnes te pone cachondo?
Me quedé atónito y abochornado.
– Creo que será mejor que dejemos el tema.
– ¿Qué tema? ¡Contéstame!
– No hay nada que contestar.
Sima dejó de hacer preguntas. Volvió el rostro, como si se hubiese cansado de intentar mantener conmigo una conversación. Me sentía humillado. El que me acusasen de pederastia sobrepasaba cuanto había podido imaginar. La miré a hurtadillas. Se mordía las uñas con frenesí. Su cabello, que alternaba entre el rojo y el negro, aparecía enredado, como si se lo hubiese peinado con movimientos furiosos. Tras la dura superficie intuía yo la existencia de una niña muy pequeña vestida con ropas demasiado grandes, demasiado negras.
Agnes entró en la sala. Sima se levantó en el acto y se marchó. El domador había hecho su aparición y la fiera se retiraba, me dije. Agnes se acomodó en el mismo lugar en que Sima se había sentado y encogió las piernas sobre el cojín, imitando a Sima, como si la copiase.
– Aida es una niña que hace agua por todas partes -sentenció.
– ¿Qué ha pasado?
– Nada en absoluto. Simplemente, le recordaron quién es. Una gran nada sin remedio, como ella misma dice. Una perdedora entre perdedores. Si en Suecia se fundase el Partido de los Perdedores, no serían pocos los que podrían asumir responsabilidades y aportar su experiencia. Yo tengo treinta y tres años, ¿y tú?
– El doble.
– Sesenta y seis. Es bastante. En cambio treinta y tres es poco. Pero lo suficiente como para saber que nunca antes había sufrido este país tensiones como las de hoy. Aunque nadie parece percatarse, al menos no quienes deberían hacernos reflexionar. Existe aquí un sistema de muros invisibles que no cesa de crecer, que separa a la gente, que hace crecer las distancias. Desde fuera puede parecer lo contrario. Si te sientas en un metro de Estocolmo y vas a los suburbios, verás que la distancia en kilómetros no es muy larga, pero, en realidad, es gigantesca. Y decir que se trata de otro mundo es un absurdo. Es el mismo mundo, pero cada estación que te aleja del centro constituye otro muro. Finalmente, cuando alcanzas lo más profundo de la periferia, puedes elegir entre ver la verdad o no verla.
– ¿Cuál es la verdad?
– Que lo que tú crees que es el margen último es, en realidad, el centro que está recreando Suecia poco a poco. Muy despacio, el eje se disloca, dentro y fuera, cerca y lejos, centro y periferia cambian de lugar. Mis chicas se encuentran en una tierra de nadie donde no ven ni hacia delante ni hacia atrás. Nadie las quiere, son superfluas, desechadas. No es extraño que lo único en lo que confían sea la falta de dignidad que les hace muecas cada mañana, cuando se levantan. ¡Y ellas no quieren despertar! ¡No quieren levantarse! Tenían el alma impregnada de amargura ya a la edad de cinco o seis años.
– ¿De verdad que están tan mal?
– Están peor.
– Yo vivo en una isla. Allí no hay suburbios, sólo pequeños atolones e islotes. Y, desde luego, ninguna niña desgraciada que aparezca a la carrera empuñando una espada de samurái.
– Les hacemos tanto daño a nuestros niños que al final no tienen otra forma de expresarse que la violencia. Antes era cosa de chicos pero hoy en día ya tenemos crueles bandas de chicas que no dudan en tratar a otras con la violencia más horrible. Es la peor derrota, que las chicas, en su desconcierto, crean que su salvación consiste en comportarse como los peores gánsteres de que se acompañan sus novios.
– Sima me llamó pederasta.
– A mí me llama puta cuando le viene bien. Pero lo peor es lo que se llama a sí misma. Ni siquiera me atrevo a formularlo mentalmente.
– ¿Qué dice?
– Que está muerta. El corazón suspira en su pecho. Escribe extraños poemas que, sin mediar palabra, me deja sobre la mesa o en los bolsillos. Dentro de diez años es muy posible que esté muerta. Puede haberse quitado la vida, o puede que otro se la quite. Puede sufrir un accidente relacionado con las drogas y otras mierdas que se meta en el cuerpo. Ése es un final de lo más probable para su terrible historia. Pero también puede que le vaya bien, aunque eso exige que yo triunfe. Que yo logre oxigenar su ser, que ahora sólo resiste con sangre podrida, con sentimientos podridos.
Agnes se levantó.
– Tengo que conseguir que la policía se esfuerce un poco en encontrar a Miranda. Date un paseo por los establos mientras tanto; seguiremos hablando después.
Salí de la sala. Sima estaba detrás de una cortina, en el piso de arriba, vigilando mis movimientos. Unos cachorros de gato trepaban entre las balas de heno en el interior del establo. Los caballos y las vacas descansaban en sus cuadras y establos. Reconocí vagamente el olor de los primeros años de mi niñez, cuando mis abuelos maternos criaban animales en su isla. Acaricié el hocico de los caballos y les di unas palmaditas a las vacas. Agnes Klarström parecía tener su vida controlada. ¿Qué habría hecho yo, si un cirujano hubiese cometido conmigo semejante error? ¿Me habría convertido en un borracho amargado y me habría muerto de cirrosis en poco tiempo, sentado en algún banco del parque? ¿O habría salido adelante? No tenía ni idea.
Mats Karlsson entró en el cobertizo y se puso a echarles manojos de heno a los animales. Trabajaba despacio, como obligado a ejecutar una tarea repugnante.
– Agnes quiere que entres -dijo de pronto-. Se me olvidó decírtelo.
Volví a la casa. Sima ya no estaba en la ventana. Soplaba el viento y nevaba ligeramente y yo me sentía helado y exhausto. Agnes me esperaba en el vestíbulo.
– Sima se ha fugado -me dijo.
– Pero ¡si acabo de verla!
– Hace un rato, sí. Pero ya se ha marchado. En tu coche.
Tanteé el bolsillo con la mano, donde tenía las llaves del coche. Sabía que lo había cerrado. Cuando uno se hace viejo, se le acumulan cada vez más llaves en el bolsillo, aunque viva solo en una isla desierta del archipiélago.
– Ya veo que no me crees -observó Agnes-. Pero he visto partir el coche. Y la cazadora de Sima no está. Tiene una especial para fugas, la que siempre se pone para irse de aquí. Tal vez crea que esa cazadora la hace invulnerable, invisible. También se ha llevado la espada. ¡Maldita jovenzuela!
– Ya, pero ¡yo tengo en el bolsillo las llaves del coche!
– Sima tuvo un novio, Filippo, un joven amable, italiano, que le enseñó a abrir un coche cerrado con llave y a poner el motor en marcha. Él solía robar coches aparcados ante piscinas cubiertas o en lugares donde él sabía que había clubes de juego ilegales. Así se aseguraba de que los propietarios se mantendrían apartados un tiempo. Según él, tan sólo los aficionados robaban coches en los aparcamientos normales. Además, las piscinas cubiertas y los clubes de juego están más céntricos que el aparcamiento del aeropuerto de Arlanda, por ejemplo. No tenía sentido viajar tanto para robar un coche, decía.
– ¿Y tú cómo sabes todo eso?
– Sima me lo contó. Confía en mí.
– Ya, bueno, pero aun así se ha fugado en mi coche.
– Eso también puede considerarse indicio de confianza. Confía en que la comprenderemos.
– Pues yo quiero recuperar mi coche.
– Sima suele quemarles el motor. Al venir aquí corrías ese riesgo. Aunque, claro está, tú no lo sabías.
– Cuando llegué, me encontré con un hombre que paseaba su perro. Y dijo algo así como «malditas niñas».
– Sí, claro, yo también lo digo. ¿Qué perro tenía?
– No lo sé. Era marrón y lanudo.
– Ah, entonces era Alexander Bruun. Un viejo tramposo que trabajaba en una caja de ahorros y se quedaba con el dinero de los clientes. Falsificaba firmas, mentía acerca de sus conocimientos sobre acciones y obligaciones y se dedicó a vender opciones hasta que todo se fue al garete. Ni siquiera lo metieron en la cárcel. Ahora vive bien con los fondos que malversó en su día y que la policía no consiguió encontrar. Alexander me odia a mí y odia a las chicas.
Entramos en su despacho, llamó a la policía y les explicó lo sucedido. Yo escuchaba cada vez más indignado lo que parecía una jovial conversación con un oficial de policía, el cual tampoco parecía preocuparse especialmente por una fugitiva que, a aquellas alturas, estaría acabando con mi ya maltrecho vehículo.
Agnes colgó por fin.
– ¿Qué pasará ahora? -pregunté.
– Nada.
– Bueno, algo tendrán que hacer, ¿no?
– No disponen del personal suficiente para ponerse a buscar a Sima y tu coche. Ya se le acabará la gasolina. Entonces dejará el coche y tomará el tren o un autobús. O quizá se le ocurra robar otro coche. En una ocasión volvió con un motocarro. Tarde o temprano, siempre vuelve. La mayoría de las que se escapan lo hacen sin un destino concreto. ¿Tú no te has escapado nunca?
Pensé que la única respuesta sincera sería decir que llevaba huyendo más de doce años. Pero no lo dije. No dije nada.
Hacia las seis nos sentamos a cenar Agnes, Aida, Mats Karlsson y yo. Aida había puesto cubierto también para las dos chicas fugadas.
La cena consistió en un insulso pescado gratinado. Yo comí demasiado rápido, pues estaba preocupado por mi coche. Aida parecía tensa por la huida de Sima y hablaba sin cesar. Mats Karlsson la escuchaba e intervenía con algún que otro comentario alentador mientras que Agnes Klarström comía en silencio.
Después de la cena, Aida y Mats Karlsson quitaron la mesa y se encargaron de fregar los platos. Agnes y yo fuimos al cobertizo.
Le pedí disculpas y le expliqué, tan detalladamente como pude, qué había ido mal aquel funesto día. Hablaba despacio y de forma prolija, para no pasar por alto ningún detalle. Pero en realidad podría haberlo explicado en muy pocas palabras. Había ocurrido algo que no debía haber sucedido. Al igual que el comandante de un avión es el responsable último de la revisión externa de su aparato antes del despegue…; pero eludí mi responsabilidad y no comprobé que el brazo expuesto era el correcto.
Estábamos sentados cada uno en una bala de paja. Agnes me miraba sin apartar la vista de mí mientras yo hablaba. Cuando terminé, se levantó y les dio a los caballos unas zanahorias que fue sacando de un saco. Después volvió a sentarse a mi lado en la bala de paja.
– Te he maldecido constantemente -confesó-. Nunca comprenderás lo que, para una persona que ama la natación, supone tener que dejarla. Soñaba con ir a buscarte un día y cortarte el brazo con un cuchillo romo. Con enrollarte un ovillo de alambre de púas alrededor del cuerpo y arrojarte al mar. Pero ahora que te veo y te he escuchado, toda mi amargura se ha esfumado. El odio puede ser fuente de energía sólo por un tiempo limitado. Nos infunde la ilusión de ser fuertes pero, ante todo, es un parásito que nos devora. Ahora las chicas son lo más importante.
Agnes me estrechó la mano.
– Vamos a dejarlo -dijo-. Terminaremos poniéndonos sentimentales. Y no me gustaría. Los mancos somos proclives a la sensiblería.
Volvimos a entrar. Desde la habitación de Aida se oía la música, de nuevo a todo volumen. El chirriar de guitarras, el retumbar de los bajos, las paredes vibraban. Entonces sonó el teléfono que Agnes llevaba en el bolsillo. Respondió, escuchó y no contestó más que unos monosílabos.
– Era Sima. Te manda saludos.
– ¿Que me manda saludos? ¿Dónde está?
– Eso no me lo ha dicho. Sólo quería que Aida la llamase.
– No te he oído decirle que vuelva con mi coche.
– Porque me limité a escuchar. Era ella quien hablaba.
Agnes se levantó, subió la escalera y empezó a gritar para hacerse oír con la música tan alta. Pensé que había encontrado a Agnes Klarström, pero que no se había enfurecido conmigo. No me había abrumado con acusaciones. Ni siquiera había levantado la voz cuando me explicó que, en sus sueños, deseaba matarme.
Tenía mucho sobre lo que reflexionar. En pocas semanas, tres mujeres habían aparecido en mi vida súbitamente. Harriet, Louise y ahora Agnes. Y quizá debería añadir a Sima, Miranda y Aida.
Agnes volvió abajo y nos tomamos un café. No se veía a Mats Karlsson por ninguna parte. La música rock seguía retumbando.
Llamaron a la puerta y, cuando Agnes abrió, se encontró con tres policías que llevaban a una muchacha. Comprendí que se trataba de Miranda. Los oficiales la sujetaban por los brazos, como si fuese peligrosa.
Tenía uno de los rostros más hermosos que había visto en mi vida. Una María Magdalena rodeada de soldados romanos.
Miranda no dijo nada, pero por lo que pude colegir de la conversación entre Agnes y los policías, la había atrapado un granjero cuando estaba a punto de robarle una ternera. Agnes protestó enérgicamente, no entendía para qué querría Miranda robar un animal. La conversación iba subiendo de tono, los policías parecían hastiados, nadie escuchaba y Miranda ni se movía.
Los oficiales se marcharon sin haber logrado aclarar la supuesta tentativa de robo de la ternera. Agnes le hizo a Miranda algunas preguntas en tono severo. La muchacha del bello rostro respondió tan bajo que no conseguí entender lo que decía.
Desapareció escaleras arriba y la música cesó. Agnes se sentó en el sofá observándose las uñas.
– Miranda es una chica que yo habría querido como hija. De todas las muchachas que han pasado por aquí, que han llegado y se han ido, es la que se las arreglará mejor, creo yo. Siempre y cuando encuentre el horizonte que lleva dentro.
Agnes me condujo a una habitación que había detrás de la cocina, y en la que yo podría dormir. Me dejó, pues tenía mucho trabajo que hacer en su despacho. Me tumbé en la cama recreando la imagen de mi coche. El motor echaba humo. Junto a Sima, en el asiento del acompañante, relucía la punzante espada. ¿Qué habría pasado si mis abuelos hubiesen estado vivos y yo hubiera intentado contárselo? No me habrían creído, o no lo habrían comprendido. ¿Y qué habría dicho el modoso camarero que tuve por padre? ¿Mi llorona madre? Apagué la luz y me quedé tumbado en la oscuridad, rodeado de voces susurrantes que me decían que los doce años que había pasado en la isla me habían hecho perder el contacto con el mundo en que, de hecho, vivía.
Debí de dormirme. Sentí un objeto frío en la garganta que me arrancó del sueño. Se encendió la lámpara que había junto a la cama. Abrí los ojos y allí estaba Sima, con la espada contra mi garganta. Ni sé cuánto tiempo me mantuve sin respirar, hasta que ella retiró el arma.
– Me ha gustado tu coche -explicó la joven-. Es viejo y no corre mucho. Pero me ha gustado.
Me senté en la cama y ella dejó la espada en el alféizar de la ventana.
– Ahí lo tienes -prosiguió-. No le ha pasado nada.
– De todos modos, no me gusta que nadie se lleve mi coche sin pedírmelo.
Sima se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en el radiador.
– Háblame de tu isla -rogó.
– ¿Y por qué iba a hacer tal cosa? Además, ¿cómo sabes que vivo en una isla?
– Yo sé lo que tengo que saber.
– Está muy lejos, en medio del mar y, en estos momentos, se encuentra rodeada de hielo. En otoño suelen soplar fuertes vendavales que arrastran a tierra los barcos que no están bien amarrados.
– ¿Y de verdad vives solo allí?
– Bueno, tengo un gato y un perro.
– ¿No te da miedo que esté tan vacía?
– Las rocas y los helechos no suelen amenazar con espadas. Son las personas las que hacen cosas así.
Sima guardó silencio un instante, antes de levantarse y tomar su espada.
– En fin, puede que vaya a hacerte una visita algún día -prometió.
– No lo creo.
La chica sonrió.
– Yo tampoco. Pero suelo equivocarme.
Intenté volver a conciliar el sueño. Hacia las cinco, me di por vencido. Me vestí, le escribí una nota a Agnes para avisarle de que no me había fugado y se la pasé por debajo de la puerta del despacho.
Cuando partí, toda la casa dormía.
El motor olía a quemado, le puse aceite cuando reposté en una estación de servicio abierta las veinticuatro horas. Poco antes del amanecer llegué al puerto.
Fui paseando hasta el embarcadero. Soplaba un viento fresco. Pese a que el mar estaba helado, el olor a sal llegaba a tierra desde alta mar. Varías luces aquí y allá iluminaban el puerto, donde algunos pesqueros abandonados rozaban los neumáticos que protegían las paredes.
Aguardé hasta el alba para que la luz me ayudase a llegar a casa cruzando el hielo. No tenía la menor idea de cómo iba a administrar mi vida después de todo lo ocurrido.
Allá en el embarcadero, con el viento azotándome la cara, empecé a llorar. Todas las puertas de mi fuero interno golpeteaban al viento, cuya intensidad parecía aumentar a cada minuto.