Tercera parte. El mar

1

El hielo no empezó a resquebrajarse hasta primeros de abril. En todos los años que llevaba en la isla, no lo había visto durar tanto. Ese año pude llegar a tierra a pie, sobre los caladeros, hasta finales de marzo.

Jansson venía con su hidrocóptero cada tres días y me informaba sobre el estado del hielo. Según decía, recordaba un invierno de la década de los sesenta tan largo como aquél, que trajo además islotes de hielo flotando por entre los atolones más remotos.


Aquél fue un largo invierno.

El blanco paisaje me cegaba mientras escalaba la montaña que se erguía detrás de la casa para contemplar el horizonte. A veces me colgaba al cuello los crampones del abuelo, tomaba un viejo bastón e iba atracando por las playas de los islotes y arrecifes próximos a los antiguos bancos de arenque, donde mi abuelo, como su padre, obtenía capturas hoy imposibles de soñar siquiera. Recorría los atolones en los que nada crece recordando cómo solía remar hasta ellos de niño. En las grietas podían ocultarse extraños vestigios de algún naufragio. En una ocasión encontré la maltrecha cabeza de una muñeca; en otra, una caja sellada que contenía discos de vinilo de setenta y ocho revoluciones. Mi abuelo le preguntó a una persona entendida en aquello y supo que se trataba de éxitos alemanes de la gran guerra que había terminado cuando yo era niño. No sabía adónde habrían ido a parar aquellos discos. Pero en uno de los islotes encontré también un gran diario de bitácora que algún capitán desesperado había arrojado al mar. Se trataba de un carguero que transportaba madera entre las serrerías y los puertos de carga de la costa norte de Irlanda, hambrienta de madera para sus casas. Era una embarcación llamada Flanagan, de tres mil toneladas. Pero nadie sabía por qué habría ido a parar al agua el diario. Mi abuelo intervino y habló con un maestro jubilado que pasaba los veranos en Lönö, en una cabaña que pertenecía a los herederos del piloto Grundström. Él lo tradujo, pero no encontró nada extraño en las anotaciones del día en que lo arrojaron al mar. Yo aún recordaba la fecha, el 9 de mayo de 1947. La última anotación hacía referencia a la necesidad de «engrasar el elevador del ancla lo antes posible». Después, nada de nada. El diario de bitácora estaba inconcluso y había sido arrojado al mar. Cuando eso sucedió, el barco había zarpado de Kubikenborg con una carga de madera hacia la lejana Belfast. Hacía buen tiempo, la mar estaba en calma, una anotación matutina atestiguaba que soplaba viento del sursureste a un metro por segundo.

Aquel largo invierno pensé a menudo en el diario y sus lagunas. Pensé que mi vida, después de la gran catástrofe, había transcurrido como si yo hubiese arrojado por la borda mi inconcluso diario de bitácora para después seguir navegando y arribando a distintos puertos sin dejar rastro. El insignificante diario que yo de hecho escribía, cuyo contenido versaba principalmente sobre una avecilla, el ampelis europeo, y los achaques de mis animales domésticos, carecía de interés incluso para mí mismo. Lo escribía porque constituía un recordatorio cotidiano de que yo vivía una vida vacía de sentido. Hablaba de ampelis para confirmar la existencia del vacío.

Fue también un invierno de retrospectivas. De repente empecé a soñar con mis padres. Me despertaba a menudo a medianoche a causa de extraños recuerdos, perdidos hacía tiempo, pero que ahora recuperaba en mis sueños. Veía a mi padre en la estrecha sala de estar, arrodillado, colocando en fila sus soldaditos de plomo e ilustrando los desplazamientos de la batalla de Waterloo o la de Narva. Mi madre, que desde su silla lo contemplaba dulcemente, sin moverse del asiento, sin hablar, pues siempre reinaba el silencio cuando él jugaba con sus soldaditos de plomo.

La marcha de los soldados de plomo garantizaba una gran paz momentánea en nuestro hogar. En mis sueños, yo rastreaba mi miedo por las discusiones que estallaban a veces. Mi madre lloraba y mi padre hacía un patético intento de mostrarse iracundo maldiciendo al propietario del restaurante que lo tuviese contratado en ese momento. Y, soñando, evoqué poco a poco mis raíces. De algún modo, intuí que andaba como con una azada en la mano, removiendo la tierra en busca de lo que me había perdido.

Pese a todo, fue aquél un invierno marcado por cuanto había recuperado. Harriet me había dado una hija y Agnes no me odiaba.

Fue también un invierno de cartas. Yo escribía cartas y recibía respuestas. Por primera vez en los doce años que viví en la isla, las constantes visitas de Jansson adquirieron sentido. Él seguía considerándome como su médico y me hacía constantes consultas sobre sus dolencias imaginarias. Pero ahora me traía correspondencia y yo solía darle un par de cartas para enviar.

La primera carta la escribí el mismo día en que regresé. A la grisácea luz de la mañana, llegué a mi casa cruzando el hielo. Mis mascotas parecían hambrientas, pese a que les había dejado comida más que suficiente. Cuando vi que ya habían saciado su hambre, me senté a la mesa de la cocina y le escribí una carta a Agnes:


«Disculpa mi precipitada partida. Puede que me sobrepasara el hecho de verte sabiendo que te había causado tanto sufrimiento. Yo querría haber hablado contigo de muchas cosas y puede que tú hubieras querido preguntarme sobre muchas otras. Pero ya estoy de vuelta en mi isla. La banquisa sigue cubriendo las bahías y se mantiene firme en las playas. Espero que mi súbita desaparición no nos lleve a perder el contacto».


No modifiqué una sola palabra. Al día siguiente se la envié a través de Jansson, que no parecía haber notado mi ausencia. Naturalmente, le intrigó la carta. Pero no me hizo ningún comentario. Aquel día, ni siquiera le dolía nada.

Por la noche empecé a redactar una carta para Harriet y Louise conjuntamente, pese a que no había recibido respuesta a la anterior. Resultó una misiva demasiado larga. Además, comprendí que no era adecuada. No podía enviar una única carta para las dos, puesto que yo sólo intuía lo que la una pensaba o sabía de la otra. Rompí la carta y comencé de nuevo. El gato estaba dormido en el sofá de la cocina mientras el perro suspiraba en el suelo, junto a los fogones. Intenté ver si le dolían las articulaciones. El animal no viviría más allá del otoño. Y tampoco el gato.

Le escribí a Harriet, le pregunté cómo estaba. Era una pregunta absurda, puesto que, naturalmente, estaba mal. Pese a todo, le pregunté. La pregunta que habría sido natural fue la imposible de formular. Después, le hablé de nuestro viaje:


«Visitamos la laguna. Estuve a punto de ahogarme y tú me salvaste. Ahora que me encuentro de nuevo en mi isla, he tomado conciencia de lo cerca que estuve de morir. Me habría congelado enseguida. Un minuto más en el agua, y todo habría acabado. Lo más extraordinario es, pese a todo, que me dio la sensación de que me perdonabas mientras me salvabas».


El solo recuerdo me erizó la piel. Aunque no por ello dejé de cavar mi hoyo en el hielo por las mañanas. Después de transcurridos varios días, comprendí, no obstante, que ya no necesitaba mis baños tanto como antes. Tras mi encuentro con Harriet y Louise, no me resultaba imprescindible exponerme a ese frío extremo. Mis baños matutinos eran cada vez más breves.

Aquella misma noche le escribí también a Louise. En una vieja enciclopedia de la Uggleserien, del año 1909, leí la entrada sobre Caravaggio. Comencé mi carta con una cita de la enciclopedia: «Su poderoso, aunque lúgubre colorido y su osada reproducción de la naturaleza despertó un enorme y justificado interés». Rompí el folio. Me sentía incapaz de fingir que aquélla era mi opinión. Tampoco quería desvelar que estaba copiando las palabras de un texto de casi un siglo de antigüedad, aunque atenuase lo pulido de la expresión.

Empecé desde el principio. Quedó una carta bastante breve:


«Me fui de tu caravana dando un portazo. No debería haberlo hecho. No logré controlar mi desconcierto. Y te pido perdón por ello. Espero que no sigamos viviendo como si ninguno de los dos supiese de la existencia del otro».


No era una maravilla de carta. Y, dos días después, comprendí que no había sido bien recibida. De repente, a medianoche, sonó el teléfono. Medio dormido, fui tambaleándome entre las patas de mis mascotas hasta que pude descolgar el auricular. Era Louise. Estaba fuera de sí y gritaba tan alto que me hería el tímpano.

– Estoy indignada contigo. ¿Cómo eres capaz de enviar una carta así? Cierras de un portazo porque la cosa se puso un tanto incómoda e íntima para ti.

Oí que hablaba atropelladamente. Eran las tres de la madrugada. Intenté calmarla, pero sólo conseguí empeorarlo; de modo que guardé silencio y la dejé que se desahogara.

«Ésa es mi hija», salmodiaba yo para mí. «Dice lo que tiene que decir. Y ya sabía yo desde el principio que aquella carta que le di a Jansson era un error.»

No recuerdo cuánto tiempo estuvo gritándome al teléfono. De repente, en medio de una frase, oí un clic y la conversación se cortó. El vacío retumbaba en mis oídos. Me levanté y abrí la puerta de la sala de estar. A la luz de la lámpara vi que el hormiguero seguía creciendo. Al menos, eso me parecía a mí. Pero ¿es posible que crezcan los hormigueros en invierno, cuando las hormigas están aletargadas? Lo ignoraba tanto como ignoraba el modo en que debía dirigirme a Louise. Comprendí que estaba enojada. Pero y ella, ¿me comprendía a mí? ¿Acaso había algo que comprender? ¿Puede uno ver a su hija como a una mujer adulta cuya existencia ni siquiera ha sospechado? Y además, ¿quién era yo para ella?

Aquella noche no logré conciliar el sueño. Me sobrevino un temor del que no supe defenderme. Me senté a la mesa de la cocina agarrado al hule azul que la cubría desde los días de mi abuela. El vacío y la impotencia me engullían. Louise se había aferrado a lo más hondo de mi ser con uñas y dientes.


Al alba salí afuera. Pensé que lo mejor habría sido que Harriet no hubiese aparecido nunca en medio del hielo. Yo habría podido vivir mi vida sin mi hija, del mismo modo en que Louise habría podido arreglárselas sin padre.

En el embarcadero me envolví en el viejo abrigo de piel de mi abuelo y me senté en el banco. No se veía ni al perro ni al gato. Ellos tenían sus propios caminos, como testimoniaban las huellas que dejaban en la nieve. Rara vez iban juntos. Me pregunté si también ellos se mentían sobre sus intenciones.

Me levanté del banco y lancé un grito al aire brumoso. El retumbar del eco fue atenuándose hasta morir del todo en la luz grisácea. El orden se había alterado. Harriet había llegado a poner mi vida patas arriba. Louise me había gritado al oído una verdad de la que no pude defenderme. Tal vez incluso Agnes desatase contra mí su ira inesperada.

Volví a desplomarme sobre el banco. Las palabras de mi abuela, su miedo, me invadieron. Si uno se adentraba a pie o a remo en la niebla, podía desaparecer para siempre jamás.

Llevaba doce años viviendo solo en la isla. Ahora me sentía como si la hubiesen invadido tres mujeres.

En realidad, debería invitarlas para el verano. Así podrían atacarme por turno en una hermosa noche estival. Finalmente, cuando apenas quedase algo de mí, Louise podría ponerse los guantes de boxeo y darme el golpe de gracia antes de la cuenta atrás.

Podrían contar hasta mil. Y yo no volvería a levantarme nunca más.

Pocas horas después cavé mi agujero y me hundí en las frías aguas. Noté que, en esa ocasión, me obligaba a mí mismo a permanecer allí más tiempo del habitual.

Jansson apareció con su hidrocóptero, puntual como de costumbre. Aquel día no traía ninguna carta para mí y yo tampoco tenía ninguna que entregarle. Justo cuando estaba a punto de marcharse, recordé que hacía ya tiempo que no se quejaba de dolor de muelas.

– ¿Qué tal van las muelas?

Jansson me miró inquisitivo.

– ¿Qué muelas?

No insistí. El hidrocóptero se esfumó en la niebla.

De camino a casa, desde el embarcadero, me detuve una vez más ante mi barco y, una vez más, alcé la lona. La mal cuidada superficie del casco lanzó un destello. Si lo dejaba apuntalado un año más, lo perdería para siempre.

Aquel día le escribí otra carta a Louise. Le pedía disculpas por todo lo imaginable y también por lo que tal vez se me escapase y por las molestias que pudiera causarle en el futuro. Y terminé la carta hablándole del barco:


«Tengo un viejo barco de madera que heredé de mi abuelo y que tengo estribado sobre unos tocones y cubierto por una lona. Es una vergüenza que lo haya descuidado tanto. Simplemente, no me he puesto a repararlo y aparejarlo. Como el barco, yo mismo he estado apuntalado sobre unos maderos, bajo una lona desde que vine para instalarme a vivir en esta isla. Jamás lograré aparejar el barco antes de haberme aparejado a mí mismo».


Pocos días después le di la carta a Jansson y, la semana siguiente, me trajo la respuesta de Louise. Tras varios días de deshielo había vuelto el frío. El invierno rehusaba ceder. Me senté a leer la carta en la cocina. El gato y el perro tuvieron que quedarse fuera. A veces, no los soportaba.

Louise me decía en su carta:


«En ocasiones me siento como si hubiese vivido una vida de labios secos y resquebrajados. Es algo que se me ocurrió una mañana en que la vida me parecía peor que de costumbre. No es preciso que te cuente qué tipo de vida he llevado, pues ya te lo dejé entrever suficientemente. Rellenar los huecos con detalles no cambia nada. Ahora estoy intentando encontrar el modo de vivir contigo, el troll que salió del bosque y resultó ser mi padre. Aunque sé que era responsabilidad de Harriet contármelo, no puedo dejar de sentir furia contra ti también. El portazo que diste al marcharte lo sentí yo como un golpe en la mandíbula. En un primer momento pensé que era mejor así. Pero la sensación de vacío resultó demasiado desbordante. Por eso espero que encontremos un camino que nos lleve a ser un día amigos, por lo menos».


Firmaba con una hermosa y elaborada ele mayúscula.

«Vaya, no es una historia bonita que digamos», pensé. «Harriet, Louise y yo. Louise tiene, en verdad, toda la razón de este mundo para dirigir su cólera contra nosotros.»


Pasó el invierno, salpicado de cartas que iban y venían entre la isla y la caravana. De vez en cuando también recibía una carta de Harriet, que ya estaba de vuelta en Estocolmo. Ni ella ni Louise me explicaron quién la llevó allí. Me escribió que se sentía muy cansada, pero que el recuerdo de la laguna y la idea de que Louise y yo nos hubiésemos conocido por fin le mantenían el ánimo. Yo le preguntaba por su estado físico, pero ella nunca me respondía.

Sus cartas emanaban una suerte de resignación sosegada, casi respetuosa. Lo contrario de lo que sucedía con las de Louise, que siempre ocultaban entre líneas la amenaza de un acceso de cólera.

Cada mañana, al despertar, me proponía en serio ponerme a ordenar mi vida. Ya no podía seguir permitiendo que los días se esfumasen inútilmente.

Pero no conseguía llegar a nada. No tomaba ninguna decisión. De vez en cuando levantaba la lona que protegía el barco y pensaba que, en realidad, la levantaba para observarme a mí mismo. Mío era el color desvaído, las grietas y la humedad. Tal vez también el olor a madera en estado de putrefacción.

Los días eran cada vez más largos. Las aves migratorias empezaban a volver en bandadas por lo general nocturnas. Con los prismáticos podía ver las aves marinas acercándose a los más remotos islotes helados del archipiélago.


Mi perro murió el 19 de marzo. Lo solté como de costumbre cuando bajé a la cocina por la mañana temprano. Era evidente que le dolían las patas, pues se levantó de la cesta con gran dificultad. Pero creí que viviría todo el verano. Tras darme un baño en el agujero y una vez que me hube secado en la cocina, bajé al cobertizo a buscar las herramientas que necesitaba para arreglar una fuga en una tubería del baño. Me extrañó que el perro no apareciese, pero no me molesté en ir a buscarlo. Fue aproximadamente a la hora de la cena cuando caí en la cuenta de que llevaba todo el día desaparecido. Hasta el gato parecía intrigado. Estaba sentado fuera oteando el entorno desde la escalera. Salí y llamé al perro, pero el animal no acudió. Entonces empecé a sospechar que había ocurrido algo. Me puse el chaquetón y salí a buscarlo. Cerca de una hora más tarde lo encontré al otro lado de la isla, junto a extrañas formaciones rocosas que parecían elevarse del hielo como columnas gigantes. Estaba tendido en una pequeña hondonada resguardada del viento. No sé cuánto tiempo me quedé allí contemplándolo. Tenía los ojos abiertos y relucientes como cristales, exactamente igual que la gaviota que había encontrado congelada a principios del invierno.

La muerte era un calvero y no quedaba en ella ninguno de los escondites propios de la vida.

Llevé el cuerpo del perro a la casa. Era más pesado de lo que me figuraba. Los muertos siempre pesan mucho.

Después, tomé un pico y logré cavar un hoyo lo suficientemente grande debajo del manzano. El gato seguía en la escalera observando el espectáculo. Cuando fui a poner el cuerpo del perro en el hoyo para cubrirlo de tierra, ya estaba rígido.

Dejé el pico y la pala junto a la fachada de la casa. Parecía que había vuelto la niebla matutina. Pero ahora eran mis ojos los que se nublaban. Lloraba la muerte de mi perro.

Anoté el fallecimiento en el diario y calculé que había vivido nueve años y tres meses. Se lo compré de cachorro a uno de los viejos pescadores de arrastre que, al final de sus días, decidió dedicarse a criar perros de dudoso pedigrí.

Durante varios días estuve acariciando la idea de hacerme con otro perro. Pero el futuro era incierto y el gato tampoco tardaría en dejarme. Entonces nada me ligaría a aquella isla, salvo yo mismo.

Les conté la noticia de la muerte del perro tanto a Harriet como a Louise. Y en las dos ocasiones me eché a llorar mientras escribía.

Sus respuestas fueron muy diferentes. Louise comprendió mi añoranza, en tanto que Harriet se preguntaba cómo podía lamentar la muerte de un viejo perro artrítico que por fin había encontrado la paz.

Pasaban las semanas y yo no hacía nada por mi barco. Era como si anduviese esperando algo. Tal vez debería escribirme una carta a mí mismo para exponerme cuáles eran mis planes de futuro.

Los días, cada vez más largos. La nieve se derretía ya en las grietas de las rocas. Pero el mar seguía cubierto de hielo.

Finalmente, también el hielo empezó a ceder. Una mañana apareció resquebrajado en grandes grietas hasta alta mar. Jansson se presentó en su motora, pues ya había guardado el hidrocóptero. Para el próximo invierno tenía pensado comprarse un aerodeslizador. No estoy seguro de haber comprendido lo que era exactamente, pese a que me ofreció una descripción detallada que yo no había solicitado. Me pidió que le examinara el omoplato izquierdo. ¿No notaba que tenía un bulto? ¿Un tumor, quizá?

Pero no había nada. Jansson seguía tan sano como de costumbre.

El mismo día, retiré totalmente la lona que cubría el barco y empecé a lijar la cubierta. Logré limpiar de pintura vieja todo el espejo de popa.

Mi intención era continuar al día siguiente. Pero algo me lo impidió.

Cuando iba camino del embarcadero para darme el habitual baño matutino, descubrí que un pequeño barco de motor había arribado a tierra.

Me quedé inmóvil y contuve la respiración.

La puerta del cobertizo estaba abierta.

Había recibido visita.

2

En el interior del cobertizo brilló un destello. No cabía en mi imaginación que pudiera ser la luz del sol sobre la hoja de una afilada espada. Pero era Sima quien estaba en el cobertizo; y salió de la oscuridad espada en mano.

– Creí que no ibas a despertarte nunca.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Qué barco es ese que has arrastrado a tierra?

– Lo cogí.

– ¿Lo cogiste?

– En el puerto. Estaba encadenado, pero a mí no hay cadenas que me aten.

– O sea, que lo has robado, ¿no?

Entre tanto, el gato había bajado hasta el embarcadero y ahora observaba a Sima a cierta distancia.

– ¿Dónde está el perro?

– Está muerto.

– ¿Cómo que está muerto?

– Pues muerto. Sólo hay una forma de estar muerto. Se está muerto. No vivo. Exánime. Muerto. Y mi perro está muerto.

– Yo tuve un perro una vez. Y también está muerto.

– Los perros se mueren. El gato tampoco vivirá mucho más. Él también es viejo.

– ¿Piensas pegarle un tiro? ¿Tienes escopeta?

– No pienso contestarte a esa pregunta. Quiero saber qué haces aquí y por qué has robado el barco.

– Quería verte.

– ¿Y eso por qué?

– No me caíste bien.

– ¿Y por eso querías verme?

– Quiero saber por qué no me caíste bien.

– Estás loca. ¿Y cómo es que sabes llevar un barco de motor?

– Viví durante un tiempo en un centro de rehabilitación junto al lago Vättern. Allí tenían un barco.

– ¿Cómo sabías que vivía aquí?

– Le pregunté a un viejo que rastrillaba hojas secas junto a una iglesia. No ha sido difícil. Simplemente, le pregunté por un médico que se esconde en una isla. Le dije que era tu hija.

Me rendí. Sima tenía respuesta para todas las preguntas. Ya sabía yo que Hugo Persson, el encargado de cuidar el camposanto, hablaba por los codos. Lo más probable era que le hubiese indicado el camino, que no era nada complicado: todo recto en dirección a Mirtbåden, donde está el faro, y después a través del estrecho de Järnsund, recortado por escarpadas paredes rocosas y una vez más todo derecho, hasta llegar a mi isla, donde había dos banderas junto a los escollos próximos al golfo.

Vi que estaba cansada. Tenía los ojos apagados, el rostro pálido, el cabello en un desgarbado recogido sujeto con horquillas baratas. Iba totalmente vestida de negro y calzaba unas zapatillas de deporte de rayas rojas.

– Ven conmigo a la casa -le dije-. Supongo que tienes hambre. Te daré de comer. Después llamaré a la guardia costera y les diré que estás aquí y que has robado un barco. Ellos vendrán a buscarte.

Ella no dijo nada, ni alzó la espada contra mí. Ya en la cocina, le pregunté qué quería.

– Gachas.

– Yo creía que ya nadie comía gachas.

– No sé qué hacen los demás. Pero yo quiero gachas. Puedo prepararlas yo misma.

Yo tenía un paquete de copos de avena y un tarro de puré de manzana que aún podía consumirse. Sima preparó unas gachas bastante espesas, apartó el puré de manzana y llenó el cuenco de leche. Comió despacio, con la espada sobre la mesa. Le pregunté si quería té o café, pero ella negó con un gesto. Sólo quería las gachas. Intentaba comprender por qué había venido a buscarme a mi isla. ¿Qué quería de mí? La última vez que la vi, salió corriendo hacia mí con la espada en alto. Ahora, en cambio, la tenía en mi cocina comiendo gachas. No me cuadraba. Sima enjuagó el cuenco y lo colocó junto al fregadero.

– Estoy cansada. Tengo que dormir.

– En la habitación contigua hay una cama. Puedes dormir ahí. Pero te advierto que hay un hormiguero y, puesto que es primavera, las hormigas han empezado a despertar.

Me creyó. Había puesto en duda que mi perro hubiese muerto. Pero lo del hormiguero se lo creyó. Y señaló el sofá de la cocina.

– Puedo dormir ahí.

Le di un almohadón y una manta. No se quitó ni la ropa ni los zapatos, se cubrió con la manta hasta la cabeza y se durmió. Esperé hasta estar seguro de que así era y fui a vestirme.

Junto con el gato, volví a la bahía. El barco era un Ryd, con un motor Mercury fuera borda de veinticinco caballos. El casco estaba muy dañado debido a las piedras del fondo. No cabía duda de que lo había arrastrado por las piedras de la orilla a propósito. Intenté comprobar si el plástico de la base se había resquebrajado y si había algún agujero, pero no vi nada.

Era día de correo. Jansson vería el barco, así que sólo disponía de un par de horas para tomar una decisión. No estaba tan claro que yo estuviese dispuesto a llamar a la guardia costera. Si existía la menor posibilidad, prefería convencerla de que regresase junto a Agnes sin la intervención de las autoridades. No sólo por ella, sino también por mí mismo. No era apropiado en absoluto que un viejo médico recibiese la visita de jovencitas que se dedican a robar barcos y a huir de sus hogares de acogida.

Con la ayuda de un bichero y un tablón logré deslizar el barco hasta el agua antes de empujarlo hacia el embarcadero. Le amarré mi barca a proa. El bote tenía un sistema de encendido eléctrico, pero era preciso utilizar una llave que, claro está, no se encontraba puesta cuando Sima la emprendió con el barco. Ella lo arrancó con la cuerda, y eso mismo hice yo. Al cuarto intento, el motor arrancó. La hélice y el piñón estaban en buen estado. Retrocedí desde el embarcadero rumbo a los dos islotes llamados Suckarna. [5] Entre ambos había un pequeño puerto natural difícil de ver desde fuera. Y allí podría dejar entre tanto el barco robado.

El asunto de por qué los islotes se llaman Suckarna es muy discutido. Jansson asegura que, hace ya mucho tiempo, vivía por la zona un cazador de aves llamado Måsse. Y cada vez que lograba atrapar un eider lanzaba un suspiro. Y por él recibieron su nombre los islotes.

No sé si es verdad. En mi mapa no figura el nombre de esos islotes. Pero a mí me gusta pensar que esas rocas peladas que se alzan de las aguas se llaman Suckarna. A veces tengo la sensación de que los árboles susurran, las flores murmuran, los arbustos canturrean melodías ignotas y los escaramujos que crecen en las grietas, detrás del manzano de mi abuela, interpretan hermosas tonadas con instrumentos invisibles. De modo que, ¿por qué no iban a suspirar las islas?


Cerca de una hora me llevó remar en mi barca para volver al embarcadero. Aquella mañana no hubo baño matutino, así que subí de nuevo a la casa. Sima seguía durmiendo bajo la manta. No había cambiado de posición desde que se acostó. Al mismo tiempo, oí el traqueteo del barco de Jansson. Bajé al embarcadero y esperé. Soplaba un leve viento del nordeste, no estaríamos a más de cinco grados y la primavera aún parecía lejana. Un lucio asomó a la superficie del agua para desaparecer enseguida.

Aquel día, Jansson tenía molestias en el cuero cabelludo. Temía estar quedándose calvo. Le propuse que acudiese a un peluquero. Pero él desenrolló una página que había arrancado de una revista y me pidió que la leyese. Contenía un anuncio a toda página sobre una medicina milagrosa que prometía resultados inmediatos si se utilizaba el susodicho fluido, compuesto según pude ver de lavanda, entre otros ingredientes. Pensé en mi madre y le dije a Jansson que no se creyese todo lo que escribían en anuncios publicitarios tan bien costeados.

– Quiero tu consejo.

– Ya te lo he dado. Vete a ver a un peluquero. Seguro que él sabe más que yo sobre la caída del cabello.

– ¿Es que no aprendíais nada sobre la calvicie en la carrera de medicina?

– Debo confesar que no mucho.

Se quitó el gorro e inclinó la cabeza, como si quisiera expresarme un súbito respeto. Pero yo no veía nada más que su aún abundante cabello, incluso en la coronilla.

– ¿No ves que tengo menos pelo?

– Bueno, es natural, con la edad.

– Pues según el anuncio, eso no es así.

– En ese caso, creo que lo que debes hacer es encargar esa porquería y masajearte con ella el cuero cabelludo.

Jansson arrugó la hoja de la revista.

– A veces me pregunto si de verdad eres médico.

– Bueno, por lo menos sé ver la diferencia entre los auténticos enfermos y los carteros con dolencias imaginarias.

Jansson estaba a punto de contestar cuando vi que su mirada se apartaba de mi cara y se clavaba en algo que había a mi espalda. Me di la vuelta y allí estaba Sima. Con el gato en el regazo y la espada colgada del cinturón. No dijo nada, tan sólo sonrió. Jansson se quedó boquiabierto. Dentro de un par de días, todo el archipiélago sabría que yo había recibido la visita de una joven de ojos oscuros, el cabello largo y salvaje y una espada de samurái.

– Pues creo que voy a encargar el tratamiento para el pelo -dijo Jansson en tono amable-. En fin, no te molesto más. Hoy no tienes correo.

Se marchó del embarcadero caminando hacia atrás mientras yo lo seguía con la mirada. Cuando me dio la espalda, Sima ya iba camino de la casa. Al gato lo había soltado en medio de la pendiente.

Entré y la vi fumando sentada a la mesa de la cocina.

– ¿Dónde está el barco? -me preguntó.

– Lo he trasladado a un lugar donde nadie pueda verlo.

– ¿Quién es el hombre con el que estabas hablando en el embarcadero?

– Se llama Jansson. Distribuye el correo por el archipiélago. Ha sido bastante desafortunado que te vea.

– ¿Por qué?

– Es un chismoso. No para de hablar.

– A mí no me importa.

– Ya, tú no vives aquí. Pero yo sí.

Sima apagó el cigarrillo en uno de los platos de la antigua vajilla de la abuela. No me gustó lo más mínimo.

– He soñado que me vaciabas encima un viejo hormiguero. Yo intentaba defenderme con la espada, pero se me quebró la punta. Y entonces me desperté. ¿Por qué tienes un hormiguero en el dormitorio?

– No deberías haber entrado.

– A mí me parece elegante. La mitad del tapete de la mesa ha desaparecido ya en su interior. En unos años habrá cubierto toda la mesa.

De pronto me percaté de algo que me había pasado inadvertido hasta ese momento. Sima estaba inquieta. Se movía nerviosamente y, cuando la observé a hurtadillas, vi que se frotaba los dedos.

Recordé que, hacía ya muchos años, un paciente al que había tenido que amputarle una pierna a causa de la diabetes, experimentaba un extraño picor similar al de Sima. Aquel paciente sufría una bacilofobia aguda y era, además, desde el punto de vista psiquiátrico, un caso límite con depresiones agudas recurrentes.

El gato se subió a la mesa de un salto. Hasta hace algunos años solía espantarlo para que bajase de allí. Pero ya he dejado de hacerlo. El gato ha ganado la batalla. Aparté la espada para que no se hiriese las patas. Sima se sobresaltó al verme tocar la empuñadura. El gato se enroscó sobre el hule y empezó a ronronear. Sima y yo lo mirábamos en silencio.

– Cuéntame -la animé-. Por qué estás aquí y adónde crees que vas. Después decidiremos cómo salir de ésta sin buscarnos problemas innecesarios.

– ¿Dónde está el barco?

– Lo he varado en una bahía que hay entre dos pequeñas islas llamadas Suckarna.

– ¿Cómo puede alguien llamar suspiro a una isla?

– Por aquí cerca hay un caladero que se llama Kopparändan. [6] Y el arrecife que hay al otro lado de Bogholmen se llama Fisen. [7] Las islas tienen nombres, como las personas. Y no siempre sabemos de dónde vienen.

– ¿Has escondido el barco?

– Sí.

– Gracias.

– No sé si es para darme las gracias. Pero si no me lo cuentas todo ahora mismo, echo mano del teléfono y llamo a la guardia costera. No tardarán ni media hora en venir a buscarte.

– Si tocas el teléfono, te corto la mano.

Contuve la respiración, pero le dije enseguida lo que ya sospechaba.

– No creo que quieras tocar la espada después de haberla tocado yo. Te asustan las bacterias ajenas. Te aterra pensar que tu cuerpo pueda verse invadido de enfermedades contagiosas.

– No sé de qué me hablas.

Supe enseguida que yo tenía razón. Un imperceptible estremecimiento atravesó todo su cuerpo. Se abrió una grieta en la dura superficie. Entonces contraatacó. Agarró a mi viejo gato del pescuezo y lo arrojó contra el arcón para la leña que había junto a los fogones. Después empezó a gritarme. No comprendí una palabra de lo que decía, pues me hablaba en su lengua. La miré y pensé que no era mi hija y, por tanto, tampoco era responsabilidad mía.

De repente, guardó silencio.

– ¿No piensas coger la espada? ¿No vas a tocar el puño? ¿No quieres atravesarme con ella?

– ¿Por qué eres tan malvado?

– A mi gato no lo trata nadie como lo has tratado tú.

– No soporto el pelo de gato. Soy alérgica.

– Eso no significa que tengas derecho a matarlo a golpes.

Me levanté y dejé salir al gato que, sentado junto a la puerta, me observaba con suspicacia. Salí con él de la cocina, pues pensé que Sima tal vez necesitase estar a solas un rato. El sol había atravesado la capa de nubes, no corría la menor brisa, era el día más cálido de la primavera, hasta entonces. El gato se perdió al doblar la esquina de la casa. Con suma cautela miré por la ventana. Sima estaba ante el fregadero, lavándose las manos. Después se las secó cuidadosamente, limpió la empuñadura de la espada con la bayeta y volvió a dejarla en la mesa.

Para mí era una persona del todo incomprensible. Ni siquiera podía figurarme lo que pensaba. ¿Qué había en su interior? Ni lo sospechaba.

Volví a entrar y la encontré sentada ante la mesa. No dije nada de la espada. Sima me miró y me dijo:

– Chara, así me gustaría llamarme, Chara.

– ¿Y eso por qué?

– Porque es bonito. Porque es un telescopio. Está en el monte Wilson, a las afueras de Los Ángeles. Pienso ir allí antes de morir. Por ese telescopio se ven las estrellas. Y cosas que uno no puede ni imaginar. Es el telescopio más potente de todos. -Aquí empezó a susurrar como exaltada o como si estuviese a punto de revelarme una preciada confidencia-. Es tan potente, que uno puede distinguir desde la Tierra a una persona que esté en la Luna. A mí me gustaría ser esa persona.

Intuía, más que comprendía, lo que intentaba explicarme. Una jovencita perseguida que huye de todo, y principalmente, de sí misma, pensaría que, puesto que era invisible aquí en la Tierra, podría hacerse visible a través de la lente de aquel potente telescopio.

Sentí como si detectase un pequeño fragmento de su identidad. Intenté continuar la conversación hablándole de los cuerpos celestes que podían verse en las claras noches otoñales de luna nueva. Pero ella se retiró, no quería, como si se arrepintiese de haber hablado.

Permanecimos un rato sentados y en silencio. Después volví a preguntarle por qué había venido a la isla.

– Petróleo -dijo de pronto-. Pienso ir a Rusia y hacerme rica. Allí hay petróleo. Después regresaré a Suecia y me volveré pirómana.

– ¿Y qué pretendes quemar?

– Todas las casas en las que he vivido contra mi voluntad.

– ¿Piensas quemar mi casa también?

– Será la única que dejaré entera. Ésta y la de Agnes. Pero el resto pienso quemarlo.

Empezaba a creer que la chica que tenía sentada frente a mí estaba loca. No sólo andaba por ahí con una espada bastante afilada; además tenía unos planes de futuro completamente absurdos.

Sima pareció leerme el pensamiento.

– ¿No me crees?

– Sinceramente, no.

– Pues puedes irte al cuerno.

– No pienso permitirte que hables así en mi casa. Puedo hacer que venga la guardia costera antes de lo que tú te crees.

Le di un golpe al plato de mi abuela que ella había estado usando de cenicero. Los fragmentos quedaron esparcidos por el suelo de la cocina. Ella seguía impertérrita, como si mi arrebato no le incumbiese.

– No quiero que te enfades -dijo con calma-. Sólo quiero pasar aquí la noche. Después, me marcharé.

– Pero ¿para qué has venido?

Su respuesta me dejó perplejo.

– Pero si me invitaste tú.

– No lo recuerdo.

– Me dijiste que no creías que viniese. Y yo quería demostrarte que estabas equivocado. Además, yo a donde voy es a Rusia.

– No creo una palabra de lo que dices. ¿No puedes decir la verdad?

– Me temo que no querrás oírla.

– ¿Y por qué no?

– ¿Por qué piensas que llevo la espada? Quiero estar en condiciones de defenderme. En una ocasión no pude hacerlo. Ocurrió cuando tenía once años.

Comprendí que era verdad. Su vulnerabilidad anulaba por completo su ira.

– No te creo. Pero ¿por qué viniste aquí? ¿No hablarás en serio cuando dices que vas a Rusia?

– Sé que allí triunfaré.

– ¿Y qué vas a hacer? ¿Sacar petróleo con las manos? Ni siquiera te dejarán entrar. ¿Por qué no te quedas con Agnes?

– Tengo que irme. Le dejé una nota en la que le avisaba de que me iba al norte.

– Pero ¡si esto está al sur!

– Es que no quiero que me encuentre. A veces se comporta igual que un perro, olisqueando tras los que se van. Sólo quiero quedarme aquí por un tiempo. Después me iré.

– Pero comprenderás que eso no puede ser.

– Si permites que me quede, te dejaré.

– Me dejarás ¿qué?

– ¿Tú qué crees?

De pronto, comprendí qué era lo que me ofrecía.

– Pero ¿quién te has creído que soy? Olvidaré lo que acabas de decir. No lo he oído.

Me indigné tanto que me fui a la calle. Pensé en el rumor que, seguramente, Jansson estaría difundiendo por las islas. Me convertiría en Fredrik, el viejo que se entretenía en secreto con niñas importadas de algún país árabe.

Me senté en el embarcadero. Lo que Sima acababa de decirme no sólo me avergonzaba; también me entristecía. Y empecé a comprender de verdad la carga que soportaba la joven.

Al cabo de un rato, también ella bajó al embarcadero.

– Siéntate -le dije-. Puedes quedarte unos días.

Sentí su desasosiego. Le temblaban las piernas. No podía echarla de mi casa. Además, necesitaba tiempo para pensar. Una cuarta mujer había invadido mi vida y exigía una prestación cuya naturaleza yo aún ignoraba.

Nos comimos la última liebre que tenía en el congelador. Sima apenas si rozaba la comida. No habló mucho, pero parecía cada vez más inquieta. No quería dormir entre las hormigas, así que le preparé la cama en la cocina. No eran más de las nueve cuando me dijo que quería acostarse.

El gato tuvo que quedarse fuera aquella noche. Yo subí a la primera planta y me tumbé a leer. No se oía ningún ruido procedente de la cocina, aunque se veía el haz de luz que atravesaba la ventana. Aún no la había apagado. Cuando eché la cortina, vi que el gato se había sentado a la luz.

También el gato me dejaría en breve. Era como si ya se hubiese convertido en un ser transparente.

Leí uno de los libros de mi abuelo, de 1911, que trataba de aves zancudas insólitas. Debí de dormirme sin apagar la luz. Cuando abrí los ojos, aún no habían dado las once. Había dormido media hora, como máximo.

Me levanté y entreabrí la cortina. La luz de la cocina estaba apagada y el gato había desaparecido. Estaba a punto de acostarme, cuando presté atención. Oí un ruido procedente de la cocina que no fui capaz de identificar. Me acerqué a la puerta y agucé el oído. Y entonces lo oí claramente. Sima estaba llorando. Me quedé de pie. ¿Debía bajar con ella o querría que la dejase en paz? Tras un instante, el llanto pareció apagarse, así que volví a cerrar la puerta con cuidado y me acosté. Ya sabía dónde poner el pie para que el listón de madera del suelo no crujiese.

El libro de aves zancudas se había deslizado hasta caer al suelo. No me molesté en recuperarlo, sino que intenté tomar una decisión sobre qué hacer. Lo único correcto era llamar a la guardia costera. Pero ¿por qué iba a hacer siempre lo correcto? Resolví, pues, llamar a Agnes. Ella decidiría. Después de todo, Agnes era lo más parecido a un pariente para Sima, si no había entendido mal la historia.


Como de costumbre, me desperté poco después de las seis. El termómetro exterior indicaba que estábamos a cuatro grados. Y había niebla.

Me vestí y bajé la escalera. Aún con paso cauteloso, puesto que supuse que Sima seguía durmiendo. Pensé en llevarme la cafetera al cobertizo, donde tenía una vieja cocina eléctrica que lleva allí desde los tiempos de mi abuelo. Él la usaba para cocer una mezcla de alquitrán y resina que utilizaba para sellar el barco.

La puerta de la cocina estaba entreabierta. La abrí con cuidado, pues sabía que chirriaba un poco. Sima estaba tumbada sobre la cama, en ropa interior. La lámpara del rincón, junto al sofá, estaba encendida. El cuerpo y las sábanas estaban cubiertos de sangre.

Era como si un gran foco iluminase su cuerpo. Yo no daba crédito a mis ojos. Sabía que era verdad y, aun así, era como si no pudiese haber sucedido. Intenté reanimarla al tiempo que buscaba el lugar donde se había hecho las heridas más profundas. No había utilizado la espada, sino uno de los viejos cuchillos de pesca de mi abuelo. Por alguna razón, esto aumentó mi desesperación; como si Sima hubiese arrastrado al viejo pescador en su desgracia. Le grité para que despertara, pero su cuerpo estaba blando y tenía los ojos cerrados. Presentaba las heridas más graves en el vientre y en los tobillos. Y, curiosamente, también tenía bastantes cortes en la nuca, aunque no lograba comprender cómo se las había arreglado para dañarse esa parte del cuerpo. La peor lesión era la que se había infligido en el brazo derecho. El día anterior me fijé en que era zurda. De allí manaba la sangre a borbotones. Había perdido muchísima. Improvisé unas compresas con unos paños de cocina. Después le tomé el pulso. Era muy débil. No dejaba de intentar reanimarla, pero no sabía si habría ingerido alguna pastilla o si habría utilizado alguna droga. Desde luego, en la cocina había un olor que no me resultaba familiar. Olí el cenicero, otro de los platos de porcelana de mi abuela, y pensé que lo más probable era que hubiese fumado hachís o marihuana. Lancé una maldición al recordar que todo mi instrumental médico estaba en el cobertizo. Eché a correr para ir a buscarlo, tropecé con el gato, que estaba tumbado en el vestíbulo, tomé un tensiómetro y regresé a la cocina. Tenía la tensión muy baja. Su estado era grave.

Marqué el número de la guardia costera y me respondió Hans Lundman, con quien yo solía jugar de niño los veranos. Su padre, que era piloto, y mi abuelo eran buenos amigos.

– Soy Fredrik Welin. Tengo aquí a una joven que necesita ingresar en un hospital cuanto antes.

Hans es un hombre sensato. Sabía que nadie llamaba a la guardia costera por la mañana temprano si el asunto no era grave.

– ¿Qué ha pasado?

No pude por menos de decirle la verdad.

– Ha intentado suicidarse. Se ha cortado y ha perdido mucha sangre. Tanto el pulso como la tensión están muy bajos. Tiene que ingresar de inmediato.

– Hay niebla -observó Hans Lundman-, pero estaremos ahí en media hora.

– ¿Llamas tú a la ambulancia?

– Dalo por hecho.

Treinta y dos minutos tardé en oír los potentes motores de la embarcación de la guardia costera. Fueron los minutos más largos de mi vida. Más que cuando me robaron en Roma y creí que iban a matarme, más que en ninguna otra situación de mi vida. No podía hacer nada. Sima estaba muriéndose. No podía calcular cuánta sangre habría perdido. Ni podía ponerle nada, salvo las compresas caseras. Intenté susurrarle al oído cuando comprendí que de nada servía gritarle. Acerqué los labios a su oído y le susurré que debía vivir, que no podía morir así, sin más, que no era justo, no allí, en mi cocina, no ahora que era primavera, no en un día como el que acababa de empezar. No sabía si estaría oyéndome, pero seguí murmurándole al oído. Le conté fragmentos de historias que aprendí de niño, le hablé del perfume de las lilas y del cerezo aliso en flor. Le dije lo que cenaríamos aquella noche y le hablé de las extraordinarias aves que capturaban su presa como el rayo mientras se refrescaban en la orilla del mar. Le hablé por su vida y por la mía; tal era el pánico que sentía ante la idea de que muriera. Cuando por fin oí el paso apremiado de Hans Lundman y sus ayudantes, les grité que se apresurasen. Traían una camilla y no perdieron ni un segundo en trasladarla de la cama; acto seguido nos marchamos. Yo corrí hacia el barco en calcetines, con las botas bajo el brazo y ni siquiera me preocupé de cerrar la puerta.

Navegamos atravesando la niebla. Hans Lundman iba al timón y me preguntaba por el estado de Sima.

– No lo sé. Está perdiendo tensión.

Hans iba a toda velocidad, hendiendo la brumosa blancura. Su ayudante, al que yo no conocía, miraba nervioso a Sima, que yacía sujeta a la camilla. Me pregunté si el hombre no estaría a punto de desmayarse.

La ambulancia esperaba en el puerto. Todo seguía envuelto en la densa niebla.

– Esperemos que se salve -dijo Hans Lundman a modo de despedida.

Parecía preocupado. Probablemente, la experiencia le habría enseñado a contemplar a una persona acechada por la muerte.

Nos llevó cuarenta y tres minutos llegar al hospital. La mujer que iba sentada junto a la camilla en la ambulancia se llamaba Sonja y tenía unos cuarenta años. Le puso un gotero, actuando despacio y sistemáticamente, y de vez en cuando llamaba al hospital para informar del estado de Sima. Me preguntó un montón de detalles sobre la hora del suceso que yo no supe darle.

– ¿Sabes si ha tomado algo? ¿Alguna pastilla?

– No lo sé. Puede que haya fumado marihuana.

– ¿Es tu hija?

– No. Vino a visitarme inesperadamente.

– ¿Has llamado a sus familiares?

– No sé quiénes son. Vive en un centro de acogida. Sólo la había visto una vez en mi vida. Y tampoco sé por qué vino a mi casa.

– Llama al centro.

La mujer me tendió un teléfono que había colgado de la pared de la ambulancia. Llamé al servicio de información telefónica y me pusieron con la granja de Agnes. Cuando saltó el contestador, dije la verdad, a qué hospital nos dirigíamos y dejé el número de teléfono que me indicó Sonja.

– Vuelve a llamar -me dijo-. La gente suele despertarse si uno no se da por vencido.

– Puede que esté en los establos.

– ¿No tiene móvil?

Sentí que no tenía fuerzas para volver a llamar.

– No -contesté-. No tiene móvil. Agnes es distinta.

Hasta que Sima no entró en urgencias y quedó a cargo del equipo médico y yo me vi sentado en un banco del pasillo, con mis botas recortadas, no logré ponerme en contacto con Agnes. Se oía el pánico en su respiración.

– ¿Cómo está?

– Está muy mal.

– Dime la verdad.

– Cabe la posibilidad de que muera. Depende de cuánta sangre haya perdido, de la gravedad del trauma. ¿Sabes si tomaba somníferos?

– No lo creo.

– Tenemos que saberlo.

– Con Sima es difícil saber algo seguro. Pero no creo que los tomase.

– ¿Drogas?

– Fumaba hachís, pero no en mi presencia. No se lo permitía.

– ¿Pudo haber tomado alguna otra cosa?

– ¡No lo sé!

La enfermera que venía en la ambulancia entró en la habitación y le di el auricular.

– Es el pariente más próximo de la muchacha. Habla con ella. Ya le he dicho que su estado es grave.

Salí de la habitación. Un hombre de edad, desnudo de cintura para abajo, se lamentaba tumbado en una camilla. Al mismo tiempo, dos enfermeros trataban de tranquilizar a una madre histérica cuyo bebé lloraba a pleno pulmón en su regazo. Yo seguí andando por el pasillo y salí por la entrada de urgencias, ante la cual había aparcada una ambulancia con las luces apagadas. Pensé en lo que me había dicho Sima del telescopio con el que se podía ver a una persona que estuviese en la Luna. «Intenta vivir», susurré para mí. «Chara, pequeña Chara, intenta vivir y puede que un día te conviertas en esa persona a la que no se ve en la Tierra pero que se vengó saludándonos con la mano desde la Luna.»

Fue una plegaria, o tal vez un conjuro. Mientras estaba allí dentro e intentaba mantenerse con vida, Sima necesitaba toda la ayuda posible. Yo no creo en Dios, pero uno tiene derecho a crear sus propios dioses cuando los necesita.

Allí estaba, pues, elevando una plegaria a un telescopio instalado en un lugar llamado monte Wilson. Si sobrevivía, yo le pagaría el viaje a ese monte. Me enteraría de quién había sido el tal Wilson, el que le había dado nombre a la montaña.

Nada impide que un dios tenga nombre. ¿Por qué el Creador no iba a poder llamarse Wilson de apellido?

Si muriera, sería culpa mía. Si yo hubiese bajado al oírla llorar, tal vez no se habría cortado. Soy médico y debería haber comprendido… Ante todo, soy una persona que debería haber percibido parte de la ingente soledad que aquella niña de larga y afilada espada era capaz de sentir.

De repente sentí añoranza de mi padre. No lo hacía desde que falleció. Su muerte me causó gran dolor, aunque él y yo nunca hablamos con confianza, siempre imperó entre nosotros una muda comprensión mutua. Vivió lo suficiente para ver que lograba estudiar medicina y nunca ocultó el asombro y el orgullo que eso le producía. En los últimos años de su vida, cuando estaba en cama con aquel terrible cáncer que se extendió, de ser un pequeño lunar negro bajo el talón hasta convertirse en metástasis que él se imaginaba como el musgo sobre la piedra, hablaba a menudo de la bata blanca que yo tenía derecho a vestir. A mí me parecía vergonzoso que él considerase que el poder residía en la bata. Después comprendí que, para él, yo tenía que tomar la revancha. Él también había llevado una chaqueta blanca, pero a él lo habían pisoteado. Y a mí me tocaba vengarme. Nadie se atrevía a tratar con desprecio a un médico con su bata blanca.

Ahora lo echaba de menos. Y aquel mágico viaje al bosque, y las negras aguas de la laguna. Sentí deseos de irme, de volver, de que la mayoría de los sucesos de mi vida no se hubiesen producido. También mi madre me vino a la mente. Lavanda y lágrimas, una vida que nunca comprendí. ¿Habría llevado ella también una espada, pero invisible? ¿Estaría al otro lado del río de la vida, saludando a Sima?

Mentalmente, intenté hablar también con Harriet y con Louise. Pero las dos estaban extrañamente mudas, como si pensaran que esto era algo de lo que tenía que salir yo solo.

Volví adentro y encontré una pequeña sala de espera que estaba vacía. Tras unos minutos vino alguien del personal a decirme que el estado de Sima seguía siendo grave. Que la trasladarían a la unidad de cuidados intensivos. Seguí a la enfermera hasta el ascensor. Los dos celadores que empujaban la camilla eran negros. Uno de ellos me sonrió. Yo le devolví la sonrisa y estuve tentado de hablarle del extraordinario telescopio que había en el monte Wilson. Sima yacía con los ojos cerrados, seguía con el suero y recibía oxígeno a través de unos catéteres nasales. Me agaché un poco y le susurré al oído: «Chara, cuando te cures, podrás viajar al monte Wilson y verás que, en la Luna, hay una persona que se parece extraordinariamente a ti».

Un médico me explicó la difícil situación y me advirtió de que era posible que hubiese que operar. Le sorprendía que Sima no hubiese reaccionado aún a sus intervenciones. Me hizo algunas preguntas; yo le dije que ignoraba si padecía alguna enfermedad o si había intentado quitarse la vida antes. La mujer que podría responder a esas preguntas estaba en camino.

Agnes llegó poco después de las diez. De repente me pregunté cómo podría conducir con un solo brazo. ¿Tendría un vehículo especial? Bueno, aquello no tenía importancia. La conduje hasta el otro lado de la cortina donde descansaba Sima. Agnes empezó a llorar, sin apenas emitir un sollozo, pero yo no quería que Sima la oyese, de modo que me la llevé afuera otra vez.

– Está estable -le dije-. Pero el solo hecho de que hayas venido mejora la situación. Intenta hablar con ella. Necesita sentir que estás aquí.

– Pero ¿oirá mi voz?

– No lo sé. Esperemos que sí.

Agnes habló con el médico y respondió a todas sus preguntas. Ninguna enfermedad, ningún medicamento, ningún intento de suicidio anterior a éste, que ella supiera. El médico, que tendría mi edad, dijo que seguía sin mejorar, aunque estaba algo más estable que cuando ingresó. Y que, por el momento, no había motivo de preocupación.

Observé que sus palabras tranquilizaban a Agnes. Había una máquina de café en el pasillo. Aunando esfuerzos, logramos reunir las monedas necesarias para sacar dos tazas de un café bastante malo. Me sorprendió la habilidad con la que usaba su único brazo para hacer algo para lo que yo necesitaba los dos.

Le conté lo sucedido a Agnes, que me escuchaba moviendo la cabeza de un lado a otro.

– Bueno, no es impensable que, de hecho, fuese camino de Rusia. Sima siempre está intentando escalar montañas. Jamás se contenta con pasear por senderos normales y corrientes, como nosotros.

– Pero ¿por qué vendría a verme a mí?

– Tú vives en una isla. Al otro lado del mar está Rusia.

– Ya, aunque luego, una vez en mi isla, intenta quitarse la vida. No lo comprendo.

– Sima ha vivido en su vida experiencias que no podemos ni imaginar. No podemos distinguir la gravedad de las heridas que una persona puede tener en su interior, sólo observando su superficie.

– A mí me contó una parte.

– En ese caso, puedes figurarte algo.

Hacia las tres llegó una enfermera que nos comunicó que seguía estable. Que podíamos irnos a casa si queríamos, pues ella nos llamaría si había alguna novedad. Pero no teníamos adónde ir, de modo que nos quedamos todo el día y toda la noche. Agnes se acurrucó en un sofá bastante estrecho, y se quedó dormida. Yo, en cambio, estuve casi todo el tiempo sentado en una silla, hojeando manoseadas revistas en las que personas para mí desconocidas y ataviadas con ropas de alegres colores le contaban al mundo lo importantes que eran. De vez en cuando íbamos a comer, pero no nos quedábamos mucho tiempo fuera.


Justo después de las cinco de la mañana vino una enfermera a comunicarnos que el estado de Sima había cambiado de forma repentina. Que se habían producido graves hemorragias internas y que los médicos iban a intervenir inmediatamente para detenerlas en la medida de lo posible y volver a estabilizarla.

Nos habíamos relajado demasiado. De pronto, Sima se nos iba de nuevo.

El médico entró en la sala a las seis y veinte. Parecía muy cansado, se sentó en una silla, mirándose las manos. No habían logrado detener las hemorragias. Sima había fallecido. Nunca despertó. Si queríamos hablar con alguien, podía solicitar los servicios del psicólogo del hospital.

Entramos juntos para verla. Ya le habían quitado los tubos y el zumbido de las máquinas había cesado. Ya empezaba a apreciarse en su rostro ese color amarillento que otorga a los recién fallecidos el aspecto de una figura de cera. No recordaba a cuántas personas muertas había visto en mi vida. He visto morir a gente, he participado en reconocimientos forenses, he sostenido en mis manos los cerebros de los muertos. Pese a todo, fui yo quien rompió a llorar, en tanto que Agnes enmudecía de dolor. Me agarró el brazo con la mano, noté lo fuerte que era y deseé que nunca me soltase.

Yo quería quedarme, pero Agnes me pidió que volviese a casa. Ella se encargaría de Sima, yo ya había hecho cuanto había podido y me lo agradecía, pero quería estar sola. Me acompañó hasta el taxi que aguardaba a la salida. Hacía una hermosa mañana, aún algo fresca. En un seto que había junto a la rampa de acceso a urgencias crecían los tusilagos.

«El momento del tusilago», me dije. Aquél era ese momento, aquella mañana en la que Sima yacía muerta allí dentro. Por un instante, relució como un rubí. Y ahora era como si nunca hubiera existido.

Lo único que me asusta de la muerte es su gran indiferencia.

– La espada -recordé de pronto-. Y también tenía una maleta. ¿Qué hago con ellas?

– Ya te llamaré -respondió Agnes-. No puedo precisar cuándo, pero ya sé dónde estás.

La vi entrar al hospital. Un triste ángel de un solo brazo que había perdido uno de sus malogrados y extraordinarios hijos.

Entré en el taxi y le di la dirección al taxista. El hombre me miraba con suspicacia. Comprendí que mi aspecto era, cuando menos, sospechoso. La ropa arrugada, las botas recortadas con unas tijeras, ojeroso y sin afeitar.

– Solemos cobrar un anticipo cuando se trata de carreras de muchos kilómetros -aseguró el taxista-. Hemos tenido malas experiencias.

Me tanteé la chaqueta y me di cuenta de que ni siquiera llevaba la cartera. Así que me incliné hacia el taxista y le dije:

– Mi hija acaba de morir. Quiero irme a casa. Te pagaré, puedes estar seguro. Quiero que conduzcas despacio y con precaución.

Rompí a llorar. El hombre no dijo nada más y se mantuvo en silencio hasta que llegamos al puerto. Eran las diez y soplaba una leve brisa que apenas si rizaba el agua en la dársena. Le pedí al taxista que se detuviese ante la caseta roja de la guardia costera. Hans Lundman había visto llegar el taxi y apareció por la puerta. Por la expresión de mi rostro, supo que había terminado mal.

– Ha muerto -le dije-. Hemorragias internas. Inesperadamente. Creíamos que iba a salvarse… Necesito que me prestes mil coronas para pagar el taxi.

– Lo pagaré con mi tarjeta -dijo Hans antes de encaminarse al taxi.

Había terminado su turno hacía varias horas y comprendí que se había quedado para verme cuando yo volviera. Hans Lundman vivía en una de las islas del sur del archipiélago.

– Te llevo -me dijo.

– No tengo dinero en casa -le confesé-. Pido los reintegros a través de Jansson.

– ¿Y a quién le importa ahora el dinero? -me respondió.

Estar en alta mar me infunde siempre un gran sosiego. La embarcación de Hans Lundman era un viejo pesquero reconstruido que hendía las olas despacio. Hans podía tener prisa en el trabajo, de vez en cuando; pero nunca fuera del trabajo.

Atracamos en el embarcadero. El sol apretaba y hacía calor. Había llegado la primavera. Pero era como si eso no fuese cosa mía. Yo me encontraba al otro lado de la valla invisible de creciente verdor.

– En la bahía de Suckarna hay un bote amarrado -le dije-. Es robado.

Hans comprendió.

– Mañana iremos a buscarlo -respondió-. Patrullaré por allí casualmente. No sabemos quién es el ladrón.

Nos estrechamos la mano.

– No debería haber muerto -declaré de pronto.

– No -convino Hans Lundman-. No debería.

Me quedé en el embarcadero viendo cómo viraba para salir de la bahía. Alzó la mano para despedirse antes de desaparecer de mi vista.

Me senté en el banco. Y tardé bastante en subir la pendiente hacia mi casa, cuya puerta estaba abierta de par en par.

3

Los robles florecían tardíos este año.

Anoté en el diario que el gran roble que se erguía entre el cobertizo y lo que fue en su día el gallinero de mis abuelos no empezó a verdear hasta el 25 de mayo. El inmenso robledal que se extendía al norte de la isla junto al golfo incomprensiblemente llamado Tratan, [8] había empezado a echar hojas varios días antes.

Se dice que fue la Corona quien, a principios del siglo XIX, plantó los robles en las islas para obtener madera con la que construir los buques de guerra que se fabricaban en Karlskrona. En una ocasión, cuando yo era niño, cayó un rayo en el robledal. Recuerdo que mi abuelo segó los restos del tronco. Aquel árbol había echado raíces y había empezado a crecer ya en 1802. En tiempos de Napoleón, me contó mi abuelo. Yo entonces no sabía quién era Napoleón, pero comprendí que hacía mucho, mucho tiempo. Los anillos leñosos de aquel árbol me han acompañado desde entonces, durante toda mi vida. Beethoven vivió cuando el roble aún era un plantón. Cuando mi padre nació, se había convertido en un gran árbol.

El verano llegó, como suele suceder en las islas, en varias oleadas. Y nunca podía uno estar seguro de cuándo había venido para quedarse. Pero yo no lo noté mucho, salvo por las breves anotaciones que me obligaba a escribir a diario. La sensación de soledad disminuía por lo general cuando hacía más calor. Pero aquel año no fue así. Pasaba los días sentado junto a mi hormiguero, la acerada espada de Sima y su maleta medio vacía.

Por aquella época, hablaba con Agnes por teléfono bastante a menudo. Me contó que el funeral se había celebrado en la iglesia de Mogata. A excepción de Agnes y las dos muchachas que vivían con ella y a las que yo había conocido, Miranda y Aida, tan sólo asistió un hombre muy anciano que aseguraba ser pariente lejano de Sima. El hombre había llegado en taxi, Agnes temió que muriese allí mismo, tan frágil parecía. Nunca consiguió aclarar qué tipo de parentesco tenía con la muchacha. Tal vez el hombre la confundiese con otra persona. Cuando le mostró la fotografía de Sima, no la reconoció del todo.

Pero ¿qué importaba?, decía Agnes. La iglesia debería haber estado llena de gente para despedir a aquel joven ser humano que jamás tuvo la oportunidad de descubrir sus talentos ni de recorrer y aprender de un mundo que debería haberla estado esperando con los brazos abiertos.

El ataúd llevaba sobre la tapa un manojo de rosas rojas. Una mujer de la parroquia que llevaba consigo a un niño bastante inquieto y que se había colocado en la galería del coro entonó unos salmos, Agnes pronunció unas palabras, no sin antes haberle pedido al sacerdote que evitase hablar de un Dios omnisciente y misericordioso. Cuando supe que la tumba llevaría un número por toda leyenda, me ofrecí a pagar una lápida. Un día, Jansson me trajo una carta de Agnes con la fotografía de la lápida que habían encargado. Figuraría el nombre de Sima y la fecha. En la parte superior, Agnes proponía tallar una rosa.

Esa misma noche la llamé y le pregunté si no podrían tallar una espada de samurái en lugar de la rosa. Me comprendió y me dijo que ella también lo había pensado.

– Pero creará polémica -vaticinó-. Y no me veo con fuerzas para luchar por el derecho a tallar una espada en la lápida de Sima.

– ¿Qué quieres que haga con sus cosas? ¿Con la espada y la maleta?

– ¿Qué llevaba en la maleta?

– Ropa interior. Unos pantalones, un jersey. Un desgastado mapa del Báltico y del golfo de Finlandia.

– Iré a buscarlo todo. Quiero ver tu casa. Y, ante todo, quiero ver la habitación en la que Sima lloró la noche que se hizo los cortes.

– Ya te lo dije, sé que debería haber bajado a verla cuando la oí. Siempre lamentaré no haberlo hecho.

– No te culpo de nada. Sólo quiero ver el lugar donde empezó a morir. El lugar en el que culminó su muerte ya lo he visto contigo.

Agnes iba a venir a visitarme la última semana de mayo, pero algo se lo impidió. Llegó a cambiar la fecha dos veces. La primera, porque Miranda se había escapado; la segunda, porque se puso enferma. Cuando florecieron los robles, aún no había venido. La espada y la maleta con la ropa de Sima estaban en la habitación del hormiguero. Una noche me desperté de un sueño en el que las hormigas habían empezado a extender su hormiguero por la maleta y la espada. Eché a correr escaleras abajo y abrí la puerta de un tirón. Pero las hormigas seguían conquistando la mesa y el blanco tapete.

En cualquier caso, trasladé las cosas de Sima al cobertizo.

Un día, Jansson me contó, como de pasada, que la guardia costera había encontrado hacía unos días un barco de motor robado y amarrado cerca de las islas Suckarna. Comprendí que Hans Lundman había cumplido su palabra.

– Cualquier día lo atacan a uno -auguró Jansson ceñudo.

– ¿Quiénes?

– Los gánsteres. Llegan de todas partes. ¿Qué vamos a hacer para defendernos? ¿Coger el barco y hacernos a la mar?

– ¿Y a qué iban a venir aquí, qué iban a robar en las islas?

– Tan sólo de pensarlo me pongo nervioso por mi tensión.

Fui al cobertizo a buscar el tensiómetro. Jansson se tumbó en el banco. Tras cinco minutos de reposo le tomé la tensión.

– Excelente, ciento cuarenta y ochenta.

– Creo que te equivocas.

– Pues entonces, búscate otro médico.

Entré en el cobertizo y me quedé allí a oscuras, hasta que oí que Jansson salía del embarcadero.

Los días que precedieron a aquellos en que florecieron los robles emprendí por fin la reparación de mi barco. Cuando, después de un gran esfuerzo, logré retirar la gran lona, encontré una ardilla muerta en la sobrequilla. Me sorprendió, porque nunca había visto una ardilla en la isla y ni siquiera había oído hablar de que hubiese.

El barco estaba en mucho peor estado de lo que yo temía. Después de dos días de exhaustivo inventario de los daños y de las medidas que había que adoptar, me sentía dispuesto a abandonar aun antes de haber comenzado. Al día siguiente, no obstante, continué raspando toda la pintura descascarillada del casco. Llamé a Hans Lundman para pedirle consejo. Me prometió que se pasaría un día. El trabajo iba lento. No estaba acostumbrado a realizar ninguna tarea con regularidad, salvo el baño matutino y las anotaciones en el diario.

El mismo día que empecé a raspar el barco, fui a buscar el diario de mi primer año en la isla. Lo abrí por la fecha del día en que estábamos. Leí con asombro que había anotado que me emborraché. «Ayer bebí hasta emborracharme.» Sólo eso. Lo recordaba vagamente, pero no recordaba el porqué. El día anterior había escrito que arreglé un canalón. Al día siguiente de la borrachera eché las redes y capturé siete platijas y tres percas.

Dejé el diario. Ya era de noche. El manzano estaba en flor. Pensé que casi podía ver a mi abuela sentada en el banco, una figura resplandeciente que se fundía con el trasfondo, con el tronco del árbol, con las rocas, con las espinas de la maleza.

Al día siguiente, Jansson me trajo carta de Harriet y de Louise. Finalmente había sacado fuerzas de flaqueza para contarles la historia de la muchacha que vino a mi isla y hablarles de su trágica muerte. Empecé por leer la carta de Harriet. Como de costumbre, había escrito muchas líneas. Me escribía que, en realidad, se sentía demasiado cansada para redactar una carta. Mientras leía, fruncía el entrecejo. La caligrafía era difícil de descifrar, no como antes. Ahora las letras se retorcían sobre el papel.

Además, el contenido resultaba desconcertante. Me decía que se encontraba mejor, pero que se sentía más enferma. Pero nada decía sobre la muerte de Sima.

Dejé a un lado la carta. El gato se subió a la mesa de un salto. A veces envidio a los animales, porque no tienen que vérselas con mensajes que llegan en sobres cerrados. ¿Estaría Harriet aturdida por el efecto de los analgésicos cuando escribió la carta? Me preocupó, descolgué el teléfono y la llamé. Si estaba entrando en la última fase de su vida, quería saberlo. Dejé sonar muchos tonos de llamada, pero no me respondió. Lo intenté llamándola al móvil, pero tampoco allí contestaba. Le dejé un mensaje en el que le pedía que me llamara.

Después abrí la carta de Louise. Me hablaba del curioso sistema de galerías de las cuevas de Lascaux, en el oeste de Francia, donde, en el año 1940, unos niños encontraron por casualidad pinturas rupestres de diecisiete mil años de antigüedad. Algunos de los animales tallados y pintados en la roca tenían cuatro metros de largo. «Ahora», me decía, «sobre esas obras de arte antiquísimas se cierne la amenaza de la destrucción, pues unos insensatos han instalado aparatos de aire acondicionado en los pasajes. Los turistas americanos que las visitan no deben verse obligados a abstenerse de sus comodidades, uno de cuyos principales componentes es el aire enfriado de modo artificial. Las paredes se han visto atacadas por extensas colonias de moho. Si no se le pone remedio, si el mundo entero no se responsabiliza de esto, del museo más antiguo de que disponemos, el futuro sólo podrá ver esas imágenes en copias.»

Me contaba que ella pensaba actuar. Supuse que les escribiría cartas a todos los dirigentes políticos de Europa y me sentí orgulloso. Mi hija oponía resistencia.

Había escrito la carta a ratos. Tanto la caligrafía como el bolígrafo variaban. Entre los pasajes serios en que expresaba su indignación, intercalaba notas cotidianas. Se había torcido un pie mientras iba a buscar agua. Giaconelli había estado enfermo. Temían que fuese neumonía, pero ya empezaba a recuperarse. Y lamentaba el dolor que sentía por la muerte de Sima.

«Pronto iré a visitarte», concluía la carta. «Quiero ver la isla en la que te has escondido todos los años que has estado apartado del mundo. A veces soñaba que yo tenía un padre tan aterradoramente hermoso como Caravaggio. Ya sé que no puede decirse que sea así. Pero ahora, al menos, para mí no volverás a ser invisible. Quiero conocerte, quiero mi herencia, quiero que me expliques todo lo que aún sigo sin comprender.»

No decía ni una palabra sobre Harriet, y yo no lo comprendía. ¿Acaso no le importaba lo más mínimo su madre moribunda?

Marqué una vez más los números de Harriet, pero seguía sin responder. Llamé al móvil de Louise, y ella tampoco me contestó. Subí a la montaña por la parte trasera de la casa. Hacía un hermoso día de los que anuncian el verano. Aún no apretaba el calor, pero las islas habían empezado a reverdecer. En la distancia vislumbré uno de los primeros veleros del año rumbo a un puerto desconocido. Sentí un súbito deseo de liberarme de la isla. Era tanto el tiempo de mi vida que había malgastado en mis eternas idas y venidas entre el embarcadero y la casa…

Simplemente, quería irme de allí. Cuando Harriet apareció en medio del hielo con su andador, anuló la maldición en la que yo me había escudado como en una jaula. Descubrí que los doce años que llevaba en la isla habían sido años perdidos, un líquido que yo había vertido en una vasija rota. Y no podía dar un paso atrás, no podía volver a empezar.

Di un paseo por la isla. Olía intensamente a mar y a tierra. Unos cuantos ostreros correteaban ansiosos por la orilla picoteando con sus rojos picos. Era como si deambulase por una granja carcelaria pocos días antes de salir por la puerta y volver a ser un hombre libre. Pero ¿sería capaz de hacerlo? ¿Adónde iba a ir? ¿Qué vida me esperaba?

Me senté bajo uno de los robles de Tratan. De repente, comprendí que tenía prisa. Ya no había tiempo que perder. Sin importar lo que me esperase.

Aquella tarde bajé al embarcadero, subí a mi bote y remé hasta Starrudden. Allí el fondo era liso. Eché un arrastre para pescar platijas, aunque no abrigaba la menor esperanza de capturar mucho, tal vez alguna platija o alguna perca de la que pudiese disfrutar el gato. La red se llenaría de las algas que ahora proliferan en el fondo del Báltico.

Tal vez el mar que se extiende ante mi vista en las hermosas noches primaverales esté transformándose, poco a poco, en una ciénaga.


Más tarde, aquella misma noche, hice algo que jamás llegaría a comprender. Fui a buscar una pala y cavé en el lugar donde el perro estaba enterrado. No tardé en toparme con el cuerpo en descomposición. Y desenterré todo el cadáver. La corrupción se había producido con gran rapidez. Los gusanos ya habían devorado la mayor parte de las mucosas de la boca, los ojos y los oídos y habían abierto el estómago. A la altura de la apertura anal había una bola blanca formada por gusanos. Dejé la pala y fui a buscar al gato, que dormía en la casa, tumbado en el sofá. Lo tomé en mis brazos y lo posé sobre el perro muerto. El gato dio un salto en el aire, como si se hubiese encontrado con una víbora, y desapareció por la esquina de la casa; allí se dio la vuelta, dispuesto a continuar su huida. Tomé en una mano algunos de los mantecosos gusanos y me pregunté si sería capaz de tragármelos o si las arcadas me lo impedirían. Después, los arrojé sobre el perro y volví a cubrir la tumba.

No sabía qué estaba haciendo. ¿Estaría cavando una tumba similar dentro de mí mismo? ¿Para atreverme a ver todo aquello que venía soportando en mi interior, quizás?

Me lavé las manos dejándolas largo rato bajo el agua corriente del fregadero. Me repugnaba lo que acababa de hacer.

Hacia las once llamé a Harriet y a Louise, pero ninguna de las dos contestó.


A la mañana siguiente, muy temprano, recogí el arrastre. Había dos platijas escuálidas y una perca muerta. Tal y como yo temía, las redes estaban llenas de limo y de algas. Más de una hora me llevó dejarlas más o menos limpias antes de colgarlas de la pared del cobertizo. Me alegré al pensar que mi abuelo se hubiese librado de ver cómo aquel mar que él tanto amó moría asfixiado. Después continué con el lijado del barco. Trabajaba medio desnudo e intentaba reconciliarme con el gato, que me miraba suspicaz desde que se encontró en el jardín con el perro muerto. Las platijas no le interesaron lo más mínimo, pero se llevó la perca a una grieta en la roca y se puso a mordisquearla despacio.

A las diez entré en la casa para llamar por teléfono. Ninguna de las dos me contestó. Tampoco hoy recibiría correo. No había nada que yo pudiese hacer.

Me cocí unos huevos para el almuerzo y hojeé un viejo folleto sobre pintura para botes de madera. Pero el folleto era de hacía ocho años.

Después de comer me tumbé a descansar en el sofá de la cocina. El esfuerzo de lijar el barco me había agotado bastante y me dormí.

Cuando desperté sobresaltado, era cerca de la una. A través de la ventana abierta de la cocina oí el ruido de un viejo motor diésel. Sonaba como el barco de Jansson, pero se suponía que hoy no iba a venir. Me levanté del sofá, me puse las botas y salí. El ruido del motor se acercaba. Ya no me cabía la menor duda de que se trataba del barco de Jansson, con el irregular sonido que emite al llevar el tubo de escape a veces bajo la superficie del agua, a veces por encima. Bajé al embarcadero y esperé a que llegara. Me sorprendió que fuese a tan poca velocidad. Finalmente asomó la roda por entre las rocas. El barco se deslizaba muy despacio.

Hasta que comprendí por qué. Jansson arrastraba una carga. En efecto, llevaba amarrada detrás una vieja barca para transportar ganado. Cuando yo era niño, veía cómo aquellas embarcaciones transportaban vacas hacia las islas que tenían pastos. Pero eso era entonces. No había visto transbordadores de ese tipo en los diez años que llevaba viviendo solo en la isla.

En la embarcación iba la caravana de Louise. Ésta se encontraba ante la puerta abierta, exactamente igual que la primera vez que la vi. Junto a la barandilla distinguí la figura de otra persona. Era Harriet, con su andador.

Si hubiese podido, me habría arrojado al agua y me habría ido de allí a nado. Pero no podía desaparecer. Jansson aminoró la marcha y soltó las cuerdas de su carga al tiempo que empujaba la embarcación para que entrase en la parte menos profunda del golfo. Yo me quedé paralizado viendo cómo encallaba en la playa. Jansson echó amarras en el embarcadero.

– Jamás creí que esta vieja barca volviese a serme útil. La última vez que la saqué fue para transportar dos caballos a Rökskär. Pero de eso debe de hacer veinticinco años, como mínimo -aseguró.

– Podrías haber llamado -le recriminé-. Haberme advertido.

Jansson se me quedó mirando con expresión de sincero asombro.

– Creí que sabías que iban a venir. Eso me dijo la mujer que se llama Louise. Bueno, tendremos que sacar la caravana con ayuda de tu tractor. Por suerte hay pleamar; de lo contrario habríamos tenido que soltar la caravana en el agua.

A mí nadie me había dicho nada. Aunque ahora ya comprendía por qué nadie respondía a mis llamadas. Louise ayudaba a Harriet con el andador. Noté que estaba mucho más delgada y débil que cuando la dejé en la caravana el día de mi súbita partida.

Bajé a la playa. Louise sujetaba a Harriet del brazo.

– Esto es muy hermoso -dijo Louise-. Yo prefiero el bosque, pero admito que es precioso.

– Supongo que debo daros la bienvenida -respondí.

Harriet alzó la cabeza y pude ver su rostro sudoroso.

– Si me paro, me caigo redonda -aseguró-. Me gustaría echarme un rato en la habitación de las hormigas.

Le ayudamos a subir hasta la casa. Le dije a Jansson que intentara arrancar mi viejo tractor. Harriet se tumbó sobre la cama. Respiraba con dificultad y parecía que tuviese algún dolor. Louise le dio una pastilla y fue a buscar agua. Harriet se tragó la pastilla con gran dificultad; después me miró y me tendió la mano.

– No viviré mucho tiempo más -auguró-. Dame la mano.

Yo obedecí y tomé entre las mías la calidez de la suya.

– Quiero quedarme aquí tumbada, escuchar el mar y teneros cerca a los dos. Sólo eso. Esta vieja os promete no molestaros sin necesidad. No gritaré cuando el dolor sea demasiado intenso. Simplemente, me tomaré las pastillas o Louise me pondrá una inyección.

Cerró los ojos. Louise y yo nos quedamos mirándola. Harriet no tardó en dormirse. Louise rodeó la mesa y se puso a observar el hormiguero, que cada vez era más grande.

– ¿Cuántas hormigas habrá? -preguntó susurrando.

– Dicen que puede haber hasta un millón, tal vez más.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo tienes?

– Este año hace once.

Salimos de la habitación.

– Podrías haber llamado -me lamenté.

Ella se colocó ante mí y me agarró los hombros con fuerza.

– Si lo hubiese hecho, habrías dicho que no. Y no quería exponerme a eso. Ahora estamos aquí. Nos lo debes a mí y a mi madre. Sobre todo, se lo debes a ella. Si es su deseo quedarse tumbada escuchando el mar en lugar de estar oyendo las bocinas de los coches mientras muere, pues así será. Y deberías alegrarte de que no tenga intención de perseguirte con mis acusaciones hasta que tú también mueras.

Dicho esto, se dio la vuelta y salió. Jansson había logrado arrancar el tractor. Tal y como yo venía sospechando todos estos años, tiene buena mano con los motores que se resisten.

Amarramos unas cuerdas a la caravana y logramos arrastrarla a tierra desde la embarcación. Jansson se encargó del tractor.

– ¿Dónde quieres que la deje? -preguntó a gritos.

– Aquí -respondió Louise mientras señalaba una porción de césped que había más arriba de la franja de arena que se extiende al otro lado del cobertizo.

– Yo quiero tener un día mi propia playa -aseguró Louise-. Es algo con lo que siempre he soñado.

Jansson hizo gala de no poca habilidad con el tractor, pues consiguió arreglárselas para dejar la caravana en el lugar indicado. Le pusimos debajo cajas viejas de pescado y trozos de maderos hasta que quedó firme.

– Quedará estupenda -afirmó Jansson ufano-. La única isla del archipiélago con una caravana en el jardín.

– Bueno, y ahora, te invitamos a un café -anunció Louise.

Jansson me miró inquisitivo, pero no dijo nada.

Era la primera vez, desde que me mudé a la isla, que Jansson entraba en mi casa y, ya en la cocina, miró con curiosidad a su alrededor.

– Esto está como yo lo recordaba -declaró-. No has cambiado casi nada. Si no me equivoco, el tapete es el mismo que el que tenían tus abuelos.

Louise preparó el café y preguntó si tenía algún bizcocho. Pero yo no tenía nada, así que fue a la caravana para buscar algún dulce.

– Es una mujer muy elegante -opinó Jansson-. ¿Cómo la has encontrado?

– No fui yo quien la encontró a ella: ella me encontró a mí.

– No habrás puesto un anuncio, ¿verdad? Yo he pensado en hacerlo.

Jansson no es demasiado espabilado. No se le puede acusar de actividad mental innecesaria, la verdad. Pero el que fuese capaz de creer que Louise era una dama a la que yo había conquistado, con caravana y todo, incluida una vieja moribunda…, me resultaba incomprensible.

– Es mi hija -le revelé-. ¿No te había contado que tengo una hija? Pues yo juraría que lo había hecho. Estábamos sentados en el banco. A ti te dolía el oído. Fue en otoño. Te conté que tenía una hija ya mayor. ¿Lo has olvidado?

Ni que decir tiene que Jansson ignoraba por completo de qué le estaba hablando. Pero no se atrevió a protestar. No es capaz de correr el riesgo de perderme como su siempre dispuesto facultativo.

Louise volvió con una bandeja de bollos. Jansson y mi hija parecieron caerse bien enseguida. Pensaba explicarle a Louise que ella podía ser señora en su caravana pero que, en mi isla, era yo y nadie más quien imponía las reglas, una de las cuales era precisamente que no había que invitar a Jansson a tomar café en mi cocina.

Jansson arrastró al mar el transporte para ganado y, bordeando el cabo, desapareció. No le pregunté a Louise cuánto le había pagado. Dimos un paseo por la isla, pues Harriet aún dormía. Le mostré dónde había enterrado al perro y después trepamos por los riscos en dirección sur para seguir la orilla.

Por un instante me sentí como si tuviese una niña pequeña. Louise hacía preguntas sobre todo lo que veía, las plantas, las algas, las islas que se vislumbraban a través de la neblina, los peces que habría en el fondo, aunque no se veían… Yo pude contestar a algo así como la mitad de sus preguntas. Pero a ella no le importaba, lo más importante era, al parecer, que yo la escuchase.

Había en el cabo de Norrudden unos bloques de piedra que la erosión del hielo había modelado hacía ya tiempo hasta convertirlos en una especie de altos tronos. Y allí nos sentamos.

– ¿De quién fue la idea? -pregunté.

– Creo que se nos ocurrió a las dos al mismo tiempo. Ya era hora de venir a visitarte y de reunir a la familia antes de que fuese demasiado tarde.

– ¿Qué opinan tus amigos, los que viven en el bosque?

– Saben que un día volveré.

– ¿Y por qué te has traído la caravana?

– Es mi cáscara. Nunca la dejo.

Me habló de Harriet. Uno de los boxeadores, un hombre llamado Sture que se ganaba la vida cavando pozos, la había llevado de vuelta a Estocolmo.

A partir de ahí empeoró muy rápido. Louise viajó hasta la capital para cuidarla, pues no quería ir a ninguna residencia. Y Louise peleó por el derecho a administrarle a Harriet los analgésicos que necesitaba. Lo único que podía hacerse ya era paliar su dolor. Ya habían renunciado a todo intento de impedir que el cáncer se propagara. Había empezado la cuenta atrás definitiva. Louise mantenía contacto diario con el hospital de Estocolmo.

Hablábamos sentados en nuestros tronos, mientras contemplábamos el mar.

– No creo que viva ni un mes más -dijo Louise-. Ya tengo que hacerle tomar grandes dosis de analgésicos. Morirá aquí. Será mejor que te hagas a la idea. Eres médico o, al menos, lo has sido. Así que estás más habituado que yo a la muerte. Aunque una cosa sí que he comprendido: que uno siempre está solo ante la muerte. De todos modos, podemos estar a su lado y prestarle ayuda.

– ¿Le duele mucho?

– A veces llega a gritar.

Reanudamos el paseo por la orilla. Cuando llegamos al cabo que da a mar abierto, nos detuvimos de nuevo. Mi abuelo colocó allí una vez un banco que él había fabricado con el esqueleto de un viejo carromato y unas planchas de roble bastante gruesas. Las contadas ocasiones en que él y mi abuela discutían y se enfadaban, él solía venir aquí a sentarse hasta que ella acudía a buscarlo para avisarle de que la cena estaba lista. Para entonces, ya se les había pasado el enfado. Cuando yo tenía siete años, grabé mi nombre en aquel banco. Seguro que a mi abuelo no le gustó que lo hiciera, pero nunca me dijo nada.

Había un grupo de eider, de somormujos y algunos negrones que se balanceaban sobre las ondas.

– Ahí delante hay una fosa profunda -le expliqué-. Por lo general, el fondo suele estar por aquí a una profundidad de entre quince y veinte metros. Pero de repente se abre una grieta de hasta cincuenta y seis metros. Cuando yo era niño y echaba un cabo desde mi bote, soñaba con descubrir que la fosa no tenía fondo. Ha habido ya varias expediciones de geólogos que pretendían averiguar por qué existe pero, por lo que yo sé, no han sabido dar ninguna explicación plausible, hasta ahora. Eso me encanta. No tengo fe en un mundo en el que puedan descifrarse todos los misterios.

– Yo creo en un mundo en el que se ofrece resistencia -declaró Louise.

– ¿Estás pensando en las cuevas francesas de las que me hablabas?

– Entre otras muchas cosas, sí.

– ¿Has escrito alguna carta?

– Las últimas, tanto a Tony Blair como al presidente Chirac.

– ¿Te han contestado?

– Por supuesto que no. Pero estoy preparando otras iniciativas.

– ¿Como cuáles?

Ella negó con un gesto, pues no quería responder.

Proseguimos nuestro deambular y nos detuvimos junto al cobertizo. El sol daba contra la pared al socaire.

– Cumpliste uno de los deseos de Harriet -dijo Louise-. Pero aún le queda uno.

– No pienso volver a la laguna.

– No, su deseo ha de realizarse aquí. Quiere celebrar una fiesta estival.

– ¿Y eso qué es?

Louise se impacientó.

– ¿Puede significar otra cosa que aquello a lo que alude su nombre? Una fiesta que se celebra en verano, por supuesto.

– Yo no suelo dar fiestas en la isla. Ni en verano ni en invierno.

– Pues entonces, ya va siendo hora de que lo hagas. Harriet quiere sentarse fuera en una hermosa noche de verano, en compañía de varias personas, disfrutar de una buena cena, de un buen vino y, después, volver a su lecho para morir lo antes posible.

– Bueno, eso lo podemos arreglar. Tú, yo y ella. Colocamos una mesa en el césped, ante la grosella.

– Pero Harriet quiere que haya invitados. Quiere ver gente.

– ¿Y a quiénes íbamos a invitar?

– Tú eres quien vive aquí. Invita a algunos de tus amigos. No tienen que ser tantos.

Louise se marchó en dirección a la casa. No esperó mi respuesta. Comprendí que no me quedaría otro remedio que organizar la fiesta. Podía invitar a Jansson, a Hans Lundman y a su esposa Romana, que trabaja de carnicera en el mercado del pueblo.

Harriet celebraría su última cena aquí, en mi isla. Era lo mínimo que podía hacer por ella.

4

Llovió casi sin cesar hasta la noche de San Juan. Fuimos adoptando sencillas medidas según empeoraba el estado de Harriet. En un principio, Louise dormía en su caravana, pero después de que Harriet se pasase dos noches consecutivas gritando de dolor se trasladó a mi cocina. Me ofrecí a turnarme con ella para administrarle a Harriet los analgésicos, pero ella quería seguir siendo la responsable de ese asunto. Extendió sobre el suelo un colchón que, por las mañanas, enrollaba y colocaba en el vestíbulo. Me contó que el gato solía tumbarse a sus pies.

Harriet dormía casi todo el tiempo, sumida en un estado de semiconsciencia provocado por la gran ingesta de calmantes. Casi nunca quería comer, pero Louise la obligaba, con una paciencia infinita, a ingerir el alimento suficiente. Derrochaba con su madre una ternura que me emocionaba. Era una ternura que yo no había visto antes. Yo me encontraba a su lado, pero jamás alcanzaría ese grado de intimidad.

Por las noches, nos sentábamos en la caravana de Louise o en mi cocina, y charlábamos. Ella se hacía cargo de la comida. Yo llamaba a la tienda para encargar el pedido que ella me indicaba y que luego nos traía el barco del correo. La semana anterior a la noche de San Juan intuí que a Harriet no le quedaba mucho tiempo. En sus momentos de vigilia preguntaba qué tiempo hacía, pero yo sabía que en lo que pensaba era en su fiesta estival. El siguiente día de correo, cuando llovía casi a diario y soplaban vientos fríos desde el lejano mar del Norte, invité a Jansson a la fiesta ese viernes.

– ¿Es tu cumpleaños?

– Todas las navidades te lamentas porque no pongo velas ni adornos. Todos los días de San Juan protestas porque ni siquiera accedo a tomarme un trago en el embarcadero. Así que ahora te invito a una fiesta. ¿Te cuesta tanto entenderlo? A las siete, si el tiempo lo permite.

– Siento en mis pulgares que el calor está ya en camino.

Según Jansson, él es capaz de encontrar manantiales con una varilla de rabdomante. Además, dice que tiene sensibilidad al clima justo en los pulgares.

No hice ningún comentario sobre sus pulgares. Ese mismo día llamé a Hans Lundman y lo invité a él y a su mujer.

– Me toca trabajar ese día, pero seguro que puedo cambiar el turno con Edwin -me dijo-. ¿Es tu cumpleaños?

– Siempre es mi cumpleaños -le respondí-. Os espero a las siete, si el tiempo lo permite.

Louise y yo planeamos la fiesta. Saqué los viejos muebles de jardín de mis abuelos que llevaban mucho tiempo guardados. Los pinté y reparé la mesa, en una de cuyas patas la madera ya estaba medio podrida.

La víspera de San Juan llovió a cántaros. Soplaba una gélida ventisca del noroeste y la temperatura bajó a doce grados. Louise y yo subimos con gran esfuerzo hasta la cima del monte, desde donde vislumbramos algunos barcos varados en el golfo, al socaire, al otro lado de Korsholmen, que es la isla más próxima que tengo como vecina.

– ¿Tú crees que mañana hará este tiempo? -preguntó Louise.

– Según los pulgares de Jansson, hará bueno -expliqué.

Al día siguiente amainó el viento. También la lluvia cesó, las nubes se dispersaron y subió la temperatura. Harriet había pasado dos malas noches en las que los analgésicos no parecían surtir mucho efecto. Después, súbitamente, se hizo la calma. Preparamos, pues, nuestra fiesta. Louise parecía saber con exactitud lo que quería Harriet.

– Un exceso sencillo -aseguró-. Es una tarea desesperante la de compaginar lo sencillo y lo lujoso. Pero a veces uno debe desear lo imposible.

Resultó aquélla una singular fiesta de verano que, según creo, ninguno de los asistentes olvidará nunca, aunque nuestros recuerdos no coincidan. Hans Lundman llamó la misma mañana y me preguntó si podía traer a su nieta, que estaba con ellos de visita, y a la que no podían dejar sola en casa. Se llamaba Andrea y tenía dieciséis años. Yo sabía que la nieta de Lundman tenía una minusvalía psíquica que, entre otras manifestaciones, afloraba bajo la forma de una confianza infinita en cualquier persona extraña. Le costaba comprender ciertas cosas, o aprenderlas, igual que a otras personas con ese tipo de minusvalías. Lo más característico de Andrea era, no obstante, su forma de relacionarse con los desconocidos. A cualquiera le daba la mano y, de niña, se sentaba sin vacilar en el regazo del primer extraño que apareciese.

Le dije que por supuesto que podían traerla. De modo que pusimos la mesa para siete personas, en lugar de seis. Harriet, que casi nunca se levantaba de la cama, se sentó en su sillón del jardín ya a las cinco de la tarde. Louise le había puesto un vestido de verano de color claro y le había arreglado el blanquísimo cabello en un hermoso rodete en la nuca. Y observé que incluso la había maquillado. El rostro demacrado de Harriet había recuperado parte de la fuerza que solía irradiar. Me senté a su lado, con una copa de vino en la mano. Ella me la arrebató y la dejó medio vacía de un trago.

– Sírveme más -me pidió-. Para evitar dormirme he reducido la dosis de todo aquello que mantiene a raya el dolor. Así que ahora me duele bastante, y más que me va a doler. Pero ahora quiero más vino blanco en lugar de todas esas pastillas blancas. ¡Dame vino!

Fui a la cocina, donde estaban las botellas ya descorchadas. Louise trajinaba con algo que iba a poner en el horno.

– Harriet quiere vino -dije.

– Pues ¡dáselo! Esta fiesta es para ella. Es la última vez en la vida que podrá beber hasta la euforia. Debemos alegrarnos si se emborracha.

Me llevé una botella al jardín. La mesa estaba puesta con buen gusto. Louise la había adornado con flores y ramas verdes y, con los desgastados paños de la abuela, había cubierto los platos fríos, que ya estaban servidos.

Brindamos y Harriet me tomó la mano.

– ¿Te disgusta que quiera morir en tu casa?

– ¿Por qué me iba a disgustar?

– Tú no querías vivir conmigo. Tal vez tampoco me quieras en tu casa ahora que estoy moribunda.

– No me extrañaría nada que nos sobrevivieras a todos.

– Pronto habré muerto. Ya noto cómo tira de mí. La tierra tira de mí. A veces, por las noches, cuando me despierta el dolor, justo antes de que me duela tanto que me veo obligada a gritar, me pregunto si temo lo que me espera. Y tengo miedo, pero como si no lo tuviera. Es más bien un vago desasosiego, estar a punto de abrir una puerta que no sabemos a ciencia cierta qué oculta. Después viene el dolor intenso y, entonces, es el dolor lo que temo. Y nada más.

Louise salió y se sentó con nosotros, provista también de su copa de vino.

– Aquí tenemos a la familia -anunció-. No sé si quiero apellidarme Welin o Hörnfeldt. Tal vez sea Louise Hörnfeldt-Welin. De profesión, epistológrafa.

Se había traído una cámara y nos fotografió a Harriet y a mí con las copas en la mano. Después tomó una instantánea donde también aparecería ella misma.

– Esta cámara que tengo es antigua -explicó-. He de revelar los carretes. Pero, de cualquier modo, ya tengo la foto con la que siempre soñé.

Brindamos por la noche de estío. Pensé que Harriet tenía que llevar pañales bajo su veraniego vestido de color claro y que la hermosa Louise era, de hecho, mi hija.

Louise fue a cambiarse a la caravana. El gato se plantó en la mesa de un salto y yo lo espanté. El animal se apartó ofendido. Ambos guardábamos silencio y escuchábamos el leve murmullo del mar.

– Tú y yo -dijo Harriet de improviso-. Tú y yo. Y, de pronto, todo habrá pasado.


Cuando dieron las siete, no soplaba nada de viento y estábamos a diecisiete grados.

Jansson y la familia Lundman llegaron al mismo tiempo. Los barcos iban uno tras otro como formando un pequeño convoy amistoso. Ambos llevaban banderas en la popa. Louise esperaba radiante en el embarcadero. Lucía un vestido tan corto que casi resultaba provocador, pero sus piernas eran preciosas y reconocí enseguida los zapatos rojos que tenía la primera vez que la vi salir de la caravana. Jansson se había puesto un viejo traje de chaqueta que le quedaba de lo más estrecho, Romana relumbraba de negro y rojo y Hans vestía de blanco e iba tocado con su gorra de marino. Andrea llevaba un vestido azul y una cinta amarilla en el pelo. Amarramos los botes y nos quedamos un rato en el embarcadero, un tanto apretujados, charlando sobre el verano, que se había dignado llegar por fin, antes de encaminarnos hacia la casa. Jansson tenía los ojos acuosos y daba algún que otro paso en falso, pero nadie pareció notarlo y, menos que nadie, Harriet, que se levantó por sí misma de la silla para estrecharle la mano.

Habíamos decidido decirles la verdad. Harriet era la madre de Louise, y yo su padre. Y que hubo un tiempo en que Harriet y yo estuvimos casi casados. Que ahora Harriet estaba enferma, pero no tanto como para que no pudiésemos pasar una noche cenando en el jardín bajo los robles.

Después, cuando todo pasó, pensé que nuestra fiesta fue, en un principio, como una pequeña orquesta cuyos miembros afinaban sus instrumentos. Poco a poco, fuimos hablando hasta dar con el tono adecuado. Entre tanto, íbamos comiendo y bebiendo y llevando adentro bandejas vacías mientras el eco de nuestras risas sobrevolaba las rocas. Harriet estuvo, en aquellos momentos, totalmente sana. Habló de bengalas de emergencia con Hans, con Romana, de los precios de la cesta de la compra y a Jansson le pidió que le hablase de todos los envíos extraños que debía de haber entregado durante todos los años que llevaba ejerciendo de cartero. Era su fiesta, ella era quien dominaba, quien dirigía y armonizaba todos los tonos para conseguir un todo. Andrea no decía nada, pero no tardó en pegarse a Louise, que la dejaba hacer. Ni que decir tiene que nos emborrachamos todos, Jansson el primero, pero no perdió el control en ningún momento. Le ayudó a Louise a retirar los platos y no se le cayó ni uno. Él fue, además, quien encendió las velas y las bengalas de jardín que Louise había comprado para mantener alejados a los mosquitos. Andrea observaba a los adultos con ojos escudriñadores. Harriet, que estaba sentada enfrente de ella, extendía a veces la mano para rozar las yemas de los dedos de Andrea. Cada vez que veía cómo sus dedos se encontraban me invadía una honda pesadumbre. Una de las dos mujeres no tardaría en morir, la otra jamás llegaría a comprender qué significa vivir. Harriet captó mi mirada y alzó su copa. La hizo tintinear contra la mía y bebimos en silencio.

Después, yo pronuncié un discurso. Nada que hubiese preparado de antemano, no. Al menos, yo no era consciente de haber formulado aquellas palabras cuando me levanté para que todos las oyesen. Hablé de la sencillez y del exceso. Sobre la perfección, que tal vez no existiese, pero que tal vez pudiese intuirse durante una noche de verano en compañía de buenos amigos. El verano sueco es caprichoso, nunca demasiado largo. Pero su belleza podía llegar a ser ensordecedora, como la de aquella noche.

– Vosotros sois mis amigos -declaré-. Sois mis amigos y mi familia y yo me he comportado como un príncipe mezquino al no permitiros entrar en mis dominios. Os agradezco la paciencia que me habéis mostrado, temo lo que hayáis podido pensar de mí y deseo que ésta no sea la última vez que nos veamos en estas circunstancias.

Bebimos. Una leve brisa nocturna se fundió con el follaje de los robles y rozó las llamas de las velas llevándose el humo que ascendía de las bengalas.

Jansson se puso en pie, después de dar unos toquecitos sonoros en su copa. Vaciló, pero se mantuvo erguido. No dijo nada. Y, de pronto, empezó a cantar. Con la voz de barítono más limpia que imaginarse pueda, entonó el Ave María de un modo que me hizo estremecer. Creo que todos experimentaron la misma sensación. Hans y Romana se mostraron tan perplejos como yo. Nadie parecía saber que Jansson tuviese una voz tan poderosa. Y los ojos se me anegaron de lágrimas. Allí estaba Jansson, con todas aquellas dolencias suyas imaginarias y su traje, que tan estrecho le quedaba, cantando como si un dios hubiese venido a sentarse entre nosotros en la noche estival. Sólo él podía explicar por qué había ocultado su talento.

De tal modo cantó, que hasta los pájaros callaron. Andrea escuchaba boquiabierta. Fue un momento grandioso, casi como un hechizo. Cuando Jansson terminó y volvió a sentarse, todos quedamos mudos. Hasta que Hans rompió el silencio con las únicas palabras que cabía pronunciar.

– ¡Ha sido increíble!

Jansson recibió un aluvión de preguntas. Qué bien cantaba. ¿Cómo no lo había hecho nunca antes? Pero Jansson no contestó. Y tampoco quiso volver a cantar.

– Ha sido mi discurso de agradecimiento -nos explicó-. Con un canto. Desearía que esta noche no terminase nunca.

Seguimos bebiendo y comiendo. Harriet había dejado su batuta y ahora la conversación iba a trompicones. Todos estábamos ebrios; Louise y Andrea se retiraron discretamente hacia el cobertizo y la caravana. A Hans se le ocurrió que Romana y él tenían que bailar, y se apartaron también, saltando y trotando en un baile que, según Jansson, pretendía ser un Rheinländer, para luego aparecer por la esquina, desde detrás de la casa, en algo que más se asemejaba a un hambo.

Harriet disfrutaba. Creo que hubo instantes de aquella noche en que no sintió ningún dolor, ni pensó en que no tardaría en morir. Yo serví más vino y un chupito para cada uno, salvo para Andrea. Jansson fue tambaleándose hasta los arbustos para orinar. Hans y Romana echaban un pulso con los dedos y, de mi aparato de radio, se oía una música que yo creí identificar como alguna onírica pieza de piano de Schumann. Fui a sentarme junto a Harriet.

– Fue mejor así -dijo ella de pronto.

– ¿A qué te refieres?

– Tú y yo no habríamos podido vivir juntos. Al final me habría cansado de tu constante espionaje y de tu hurgar en mis papeles. Era como tenerte dentro de mi propia piel. Me producías picazón. Como te amaba, no me molestaba demasiado. Creía que se pasaría. Y así fue. Pero no antes de que te hubieses marchado.

Alzó la copa y me miró a los ojos.

– Tú nunca has sido una buena persona -me recriminó-. Siempre has rehuido las responsabilidades que te correspondía asumir. Y nunca serás una buena persona. Pero puede que llegues a ser mejor. Procura no perder a Louise. Cuídala y ella te cuidará a ti.

– Deberías habérmelo dicho. Tantos años teniendo una hija, sin saberlo…

– Por supuesto que debí habértelo dicho. Y tienes razón, de haberlo querido de verdad, te habría encontrado. Pero estaba tan enfadada. Fue mi modo de vengarme, quedarme con tu hija para mí sola. Ahora recibo el castigo por lo que hice.

– ¿Qué castigo?

– El arrepentimiento.

Jansson apareció trastabillando y fue a sentarse frente a Harriet, sin importarle que estuviésemos manteniendo una conversación privada.

– Creo que eres una mujer excepcional -dijo con la voz empañada-. Una mujer totalmente excepcional, por sentarte en mi hidrocóptero sin vacilar lo más mínimo y aventurarte a cruzar el hielo.

– Fue toda una experiencia -respondió Harriet-. Pero es una excursión que no me gustaría repetir.

Me levanté y subí a la cima de la montaña. Desde el otro lado de la casa las voces me llegaban como tintineos y gritos difusos. Me pareció poder ver a mi abuela abajo, en el banco, junto al manzano; y al abuelo, tal vez subiendo por el sendero desde el cobertizo.

Fue una noche en que los muertos y los vivos podían celebrar una fiesta juntos. Fue una noche para los que aún tenían mucha vida por delante y para quienes, como Harriet, se encontraban muy cerca del límite invisible, aguardando ya la embarcación que los llevaría a la otra orilla.

Una embarcación en la que ella había viajado cuando vino con la caravana en el barco de Jansson. Ahora ya sólo le quedaba el último tramo.

Bajé al embarcadero. La puerta de la caravana estaba abierta. La rodeé y miré discretamente por la ventana. Andrea estaba probándose la ropa de Louise, haciendo equilibrio sobre sus altos tacones, un par de zapatos de color azul claro y luciendo un extraño vestido de brillantes lentejuelas.

Me senté en el banco. De pronto, recordé la noche del solsticio de invierno. Aquella noche, sentado en la cocina, pensé que mi vida nunca cambiaría. Y ahora, seis meses después, nada era como antes. Ahora, el solsticio de verano nos llevaba de nuevo a la oscuridad. En la distancia oí las voces que llenaban mi, por lo general, tan silenciosa isla. La risa chillona de Romana y, de repente, también la voz de Harriet sobreponiéndose a la muerte y al dolor y pidiendo a gritos más vino.

¡Más vino! Sonaba como un grito de guerra. Harriet había movilizado sus últimas fuerzas para afrontar la batalla final. Fui a la casa y descorché las dos botellas que nos quedaban. Cuando salí, Jansson abrazaba a Romana en una danza mimosa, semiinconsciente. Hans había ido a sentarse al lado de Harriet. Le sostenía la mano, o tal vez fuese al revés, y ella escuchaba mientras él intentaba explicarle, con gran esfuerzo y menos éxito, cómo alumbraban los faros de las vías marítimas para garantizar la navegación incluso a velocidades muy altas. Louise y Andrea aparecieron de entre las sombras. Nadie, salvo Harriet, se percató de lo hermosa que estaba Andrea ataviada con las imaginativas creaciones de Louise. Aún llevaba los zapatos de color azul claro. Louise vio que me quedaba mirando los pies de Andrea.

– Me los hizo Giaconelli -me susurró al oído-. Pero se los he regalado a esta joven, que encierra en su alma tanto amor, que nadie se atreve a tomarlo. Un ángel debe calzar zapatos de color azul claro creados por un maestro.

La noche se prolongaba y avanzó poco a poco hacia una fase onírica en la que ya no recuerdo con claridad qué hicimos ni qué dijimos. Pero en un momento en que yo fui a orinar, vi a Jansson sentado en la escalera de entrada a la casa, llorando en el regazo de Romana. Hans bailaba un vals con Andrea, Harriet y Louise se susurraban confidencias al oído y el sol surgía discreto de las aguas del mar.

Cuando, a las cuatro de la madrugada, emprendimos la senda que descendía hasta el embarcadero, formábamos un séquito tambaleante. Harriet iba detrás, con el andador y Hans, dócil, tras ella. Nos despedimos en el embarcadero, soltamos los cabos y vimos partir los botes.

Justo antes de que Andrea subiese a bordo del barco con sus zapatos celestes en la mano, se me acercó y me abrazó con esos brazos suyos escuálidos y marcados de picaduras de mosquito.

La sensación de aquel abrazo, de tener el cuerpo envuelto en una cálida membrana, me duró mucho después de que los barcos hubiesen desaparecido detrás del cabo.

– Voy a acompañar a Harriet a la casa -dijo Louise-. Tendré que lavarla bien. Será más fácil si lo hacemos a solas. Si estás cansado, puedes acostarte en la caravana.

– Iré quitando los platos.

– Eso podemos dejarlo para mañana.

Las vi tomar la pendiente hacia la casa. Harriet se sentía muy cansada y apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie, pese a que iba apoyada en el andador y también en su hija.

«Es mi familia», me dije. «Una familia que he empezado a tener cuando ya era demasiado tarde.»

Me dormí en el banco y me desperté cuando noté que Louise me rozaba el hombro.

– Ya se ha dormido. También nosotros debemos dormir.

El sol se veía ya alto en el horizonte. Me dolía la cabeza y tenía la boca reseca.

– ¿Crees que está contenta? -le pregunté.

– Eso espero.

– ¿No te ha dicho nada?

– Estaba casi inconsciente cuando la tumbé en la cama.

Subimos a la casa. El gato, que llevaba casi toda la noche desaparecido, se había tumbado en el sofá de la cocina. Louise me tomó la mano.

– Me pregunto quién eres -aseguró de pronto-. Tal vez un día lo averigüe. Pero la fiesta ha sido un éxito. Y me han gustado tus amigos.

Extendió el colchón en el suelo. Y yo subí a mi habitación y me tumbé en la cama, sin quitarme nada, salvo los zapatos.

En mis sueños oí graznar a las gaviotas y las golondrinas de mar. Se acercaban cada vez más mientras volaban y, súbitamente, enfilaban sus picos precipitándose a toda velocidad contra mi rostro.

Cuando desperté, comprendí que los gritos venían de la planta baja. Era Harriet, que volvía a gritar de dolor.

La gran fiesta había tocado a su fin.

5

Una semana después desapareció el gato. Pese a que Louise y yo lo buscamos en cada grieta de la isla, el gato no aparecía y siguió sin aparecer. Durante los días de búsqueda, pensé a menudo en el perro. Él habría encontrado al gato enseguida. Pero el perro estaba muerto y comprendí que lo más probable era que el gato hubiese corrido la misma suerte. Vivía en una isla llena de animales muertos, con una moribunda que sufría sus últimos días de padecimientos junto a un hormiguero que, poco a poco, iba apoderándose de cuanto había en la habitación.

El gato no volvió. Y el calor de pleno verano pesaba sobre mi isla. Navegué hasta tierra en mi bote para comprar un ventilador, que colocamos en la habitación de Harriet. Por las noches dejábamos las ventanas abiertas. Los mosquitos bailaban estrellándose contra las viejas mosquiteras que una vez fabricara mi abuelo. Incluso había escrito la fecha, con un lápiz de carpintero, en uno de los laterales del marco: 1936. Pese al frío del comienzo, empecé a creer que la prolongada ola de calor del mes de julio convertiría aquel verano en uno de los más calurosos de mi vida en la isla.

Louise se bañaba por las tardes. El estado de Harriet era ya tan grave que procurábamos encontrarnos siempre lo bastante cerca de ella para poder oírla. Alguno de los dos tenía que mantenerse en las proximidades de la habitación. El dolor se presentaba cada vez con más frecuencia. Louise llamaba cada tres días para hacer consultas al hospital, donde tenían la responsabilidad última de la evolución de Harriet. La segunda semana de julio enviarían a un médico para que la examinase. Yo me encontraba en el vestíbulo cambiando una bombilla mientras Louise hablaba con ellos. Ante mi sorpresa, la oí decir que no era necesario que enviasen a nadie, puesto que su padre era médico.

Yo cogía el bote periódicamente para ir a la farmacia a comprar más analgésicos para Harriet. Un día, Louise me pidió que le llevase unas cuantas postales. No le importaba de qué tipo. De modo que compré un montón de postales y de sellos y, cuando Harriet dormía, ella les escribía a sus amigos del bosque. De vez en cuando trabajaba también en la redacción de una carta que, según empecé a comprender, sería muy larga. Pero no quiso revelarme a quién iba dirigida. Nunca dejaba nada encima de la mesa, sino que, cuando terminaba, se llevaba todos los papeles a la caravana.

Le advertí que era muy probable que Jansson leyese todas y cada una de las postales que le entregase para que las enviara.

– ¿Por qué iba a hacer tal cosa?

– Porque es curioso.

– Yo creo que respetará mis postales.

Y no volvimos a hablar del asunto. Cada vez que Jansson atracaba en el embarcadero, ella le daba las últimas postales escritas. Él se las guardaba en la saca sin mirarlas siquiera.

Y tampoco se quejaba ya de ningún achaque. El verano en que Harriet murió en mi casa, Jansson pareció quedar liberado de todas sus dolencias imaginarias.

Puesto que Louise era la encargada de cuidar a Harriet, yo hacía la comida. Desde luego que Harriet era la protagonista, pero Louise gobernaba la casa como si fuese el capitán de un buque. Y yo no tenía nada que objetar.

Los días calurosos eran una tortura para Harriet. Así que fui a comprar otro ventilador, que no mejoró mucho la situación. Llamé varias veces a Hans Lundman para preguntarle por los pronósticos de los meteorólogos de la guardia costera.

– Estamos sufriendo una extraña ola de calor que no se comporta como es habitual. Las altas presiones suelen venir de algún punto para desplazarse hacia otro, aunque lo hagan de forma tan lenta que apenas si lo notamos. Pero esto es insólito. Este anticiclón no se mueve lo más mínimo. Los historiadores del clima aseguran que se trata del mismo tipo de ola de calor que azotó Suecia el caluroso verano de 1955.

Yo recordaba aquel verano. Tenía entonces dieciocho años y dedicaba la mayor parte de mi tiempo a navegar a vela en el barco de mi abuelo. Fue un verano de desasosiego al ritmo del retumbar de la pulsión adolescente. Me había tendido desnudo sobre las ardientes rocas a soñar con mujeres. Las más hermosas de mis maestras deambulaban por mi mundo imaginario, sustituyéndose mutuamente como mis amantes.

Hacía ya casi cincuenta años.

– Debéis de tener un pronóstico -insistí-. ¿Cuándo remitirá el calor?

– Por ahora, el anticiclón es estable. En los campos ya se han producido autoigniciones. Y se declaran incendios en islas donde no se conocían.

De modo que seguimos viviendo con aquel calor. De vez en cuando, una bandada de oscuras nubes surgía en el horizonte de tierra firme y nos llegaban atronadoras tormentas desde el interior. A veces se interrumpía el suministro eléctrico, pero mi abuelo había dedicado muchos e interminables días a construir un ingenioso sistema de reconducción de los rayos que protegía tanto la casa como el cobertizo.

La primera vez que comprendimos que se acercaba la tormenta, la noche de uno de los días más calurosos, Louise me habló de su miedo. Habíamos consumido la mayor parte de las bebidas que habíamos comprado para la fiesta. Tan sólo quedaba media botella de coñac. Y ella se sirvió una copa.

– No creas que finjo -me advirtió-. Te digo de verdad que siento un miedo atroz.

Después, tomó la copa y se sentó bajo la mesa de la cocina. La oía gritar cada vez que caía un rayo seguido del trueno. Cuando pasó la tormenta, salió de su escondite con la copa vacía y la cara pálida.

– No sé por qué será -confesó-. No existe ninguna otra cosa que me asuste tanto como la luz de los rayos y el retumbar de los truenos.

– ¿Pintó Caravaggio alguna tormenta? -le pregunté.

– Seguro que les tenía tanto miedo como yo. Lo cierto es que solía pintar aquello que le infundía temor, pero, que yo sepa, nunca plasmó en el lienzo una tormenta.

La lluvia que seguía a las tormentas refrescaba la tierra y también a los que la habitábamos. Cuando pasaba el temporal, era yo quien solía entrar a ver a Harriet. Aunque antes me iba afuera para ver si había salido el arco iris. Harriet yacía con la cabeza en alto para mitigar los dolores que se irradiaban desde la columna. Me senté en la silla que había junto a la cama y tomé su mano, menuda y fría.

– ¿Sigue lloviendo?

– No, ya ha parado. Desde las montañas discurren hacia el mar canalillos de aguas furiosas.

– ¿Ha salido el arco iris?

– No, esta tarde no.

Harriet guardó silencio un instante.

– No he visto al gato -dijo al fin.

– Ya no está. Lo hemos buscado, pero no lo encontramos.

– Pues entonces estará muerto. Los gatos se esconden cuando notan que les ha llegado la hora. Hay gente de ciertas tribus que hace lo mismo. Los demás nos aferramos todo el tiempo posible a quienes esperan que nos muramos de una vez.

– Yo no estoy esperando tal cosa.

– Por supuesto que sí. Quien acompaña a alguien cuya muerte está próxima, alguien que sufre una enfermedad incurable, no puede hacer otra cosa que esperar. Y la espera nos vuelve impacientes.

Hablaba entrecortadamente, como si estuviese subiendo una escalera interminable y tuviese que detenerse a menudo para recobrar el aliento. Muy despacio, extendió la mano en busca del vaso de agua. Se lo di y le sujeté la cabeza mientras bebía.

– Te agradezco que me recibieras en tu casa -me dijo-. Podría haberme congelado de frío ahí fuera, en el hielo. Podrías haber fingido que no me habías visto.

– El hecho de que te abandonara una vez no significa que sea capaz de hacerlo una vez más.

Ella negó con la cabeza, moviéndola de forma casi imperceptible.

– Tanto como has mentido, y ni siquiera has aprendido a hacerlo bien. La mayor parte de lo que uno dice debe ajustarse a la verdad. De lo contrario, la mentira resulta imposible de manejar. Sabes tan bien como yo que habrías sido capaz de abandonarme una segunda vez. ¿Has abandonado a alguien más?

Reflexioné antes de responder. Quería que lo que iba a decir fuese verdad.

– Sí, a una persona -respondí.

– ¿Cómo se llamaba esa otra?

– No fue a una mujer. Sino a mí mismo.

Ella meneó la cabeza despacio.

– Ya no tiene sentido seguir dándole vueltas a lo mismo. De nuestras vidas se hizo lo que se hizo. Pronto habré muerto. Tú vivirás un tiempo aún. Después, también desaparecerás. Y entonces se borrarán las huellas. La luz centellea un instante entre dos oscuridades inmensas.

Extendió la mano, esta vez para aferrarse a mi muñeca. Sentí su pulso acelerado.

– Quiero decirte algo que seguramente ya sospechas. Jamás he amado a un hombre como te amé a ti. Por eso te busqué, para reencontrarme con ese amor. Para devolverte la hija que te había arrebatado. Pero, ante todo, porque quería morir cerca del hombre al que siempre había amado. Tampoco he odiado a nadie como te odié a ti. Pero el odio duele y yo ya tengo bastante dolor. El amor es un alivio, un remanso, tal vez incluso una seguridad que le resta horror al encuentro con la muerte. No hagas ningún comentario sobre lo que acabo de decirte. Sólo créeme. Y dile a Louise que venga. Me estoy dando cuenta de que me he mojado.

Fui a buscar a Louise, que se encontraba sentada en la escalera.

– Esto es muy hermoso -dijo-. Casi como en el corazón del bosque.

– A mí me da miedo la espesura del bosque -respondí-. Siempre me ha aterrado la idea de perderme si me alejaba demasiado del sendero.

– Tú tienes miedo de ti mismo. De nada más. Lo mismo que yo. O que Harriet, o que la maravillosa y joven Andrea. O que Caravaggio. Tenemos miedo de nosotros mismos y de lo que de nosotros vemos en los demás.

Entró en la habitación de Harriet para cambiarle el pañal. Yo me senté en el banco, bajo el manzano, justo al lado de la tumba del perro. En la distancia, se oía el sordo ronroneo del motor de un gran buque. ¿Tal vez la marina ya había iniciado sus maniobras habituales de otoño?

Harriet me había dicho que jamás había amado a nadie como a mí. Y eso me alteró el ánimo. No me lo esperaba. Era como si, finalmente, viese con claridad lo que para los dos había implicado mi traición hacia ella.

Yo la traicioné porque temía ser traicionado. Mi miedo a atarme, a sentimientos tan intensos que no podía controlarlos, me hizo alejarme. Ignoraba por qué había sido así. Pero yo sabía que no estaba solo. Que vivía en un mundo lleno de hombres que sufrían mi mismo miedo.

Había intentado verme a mí mismo en la figura de mi padre. Pero su miedo era otro. Él jamás había dudado en mostrar el amor que sentía por mi madre o por mí mismo, por más que mi madre no fue una persona con la que resultase fácil convivir.

Tenía que comprender todo aquello, me dije. «Antes de morir, tengo que saber por qué he vivido. Aún me queda algún tiempo. Y debo emplearlo bien.»

Sentí un enorme agotamiento repentino. La puerta de la habitación estaba entreabierta. Subí la escalera. Ya tumbado en la cama, encendí la lámpara de la mesita. En la pared, junto a la cama, hubo siempre unas cartas marinas que mi abuelo había encontrado en la playa. Están dañadas por el agua y son difíciles de descifrar. Pero representan Scapa Flow, cerca de las islas Orcadas, donde la flota inglesa constituyó su base durante la primera guerra mundial. En numerosas ocasiones he seguido con la mirada las angostas vías marítimas de Pentland Firth, recreando la imagen de las naves inglesas y sus avanzadillas, temerosas de descubrir el periscopio de un submarino alemán en la bocana de los puertos.

Me dormí con la lámpara encendida. Hacia las dos me despertaron los gritos de Harriet. Me cubrí los oídos con las manos y aguardé hasta que los analgésicos le hubiesen hecho efecto.

Vivíamos en mi casa, sumidos en un silencio que podía quebrarse en cualquier momento por los enloquecidos gritos de dolor. Pensaba cada vez con más frecuencia que, en realidad, deseaba que Harriet muriese pronto. Por ella, quería que se librase de tanto padecimiento, pero también por mí, y por Louise.


La intensa ola de calor se mantuvo hasta el 24 de julio. Aquel día anoté en el diario que soplaba un viento del nordeste y que había empezado a descender la temperatura. Un tiempo inestable de bajas presiones que se acumulaban sobre el mar del Norte vino a sustituir al largo periodo de calor. La noche del 27 de julio, una tormenta de componente norte arrasó el archipiélago. Un par de planchas del tejado, cerca de la chimenea, se soltaron y se estrellaron contra el suelo. Logré subir al tejado para sustituirlas por otras que llevaban muchos años almacenadas en uno de los trasteros, después de que derribasen los establos a finales de 1960.

Harriet empeoraba cada día. Ahora que las tormentas y el frente frío azotaban la costa, sólo permanecía despierta unos minutos al día. La cuidábamos entre los dos. Lo único que Louise hacía sola era lavarla y cambiarle los pañales.

Y yo me alegraba de no tener que hacerlo. Era una experiencia que no quería vivir con Harriet.

Se acercaba la época de la oscuridad otoñal. Las noches eran cada vez más largas, el sol ya no calentaba como hacía unas semanas. Louise y yo nos hicimos a la idea de que Harriet podía morir en cualquier momento. Su respiración era entrecortada y jadeante y rara vez salía de su estado de sopor. Cuando estaba despierta, solíamos sentarnos los dos a su lado. Louise quería que nos viera juntos. Harriet no hablaba mucho en los momentos de lucidez; preguntaba qué hora era, si no era ya la hora de comer. Su pérdida de orientación era cada vez más evidente. A veces creía que se encontraba en el bosque, dentro de la caravana; otras, que estaba en su casa de Estocolmo. En su conciencia no existía ninguna isla, ninguna habitación con hormiguero. Tampoco tenía conciencia de que estaba muriéndose. Cuando despertaba, lo hacía como si todo fuese lo más natural del mundo. Bebía un poco de agua, tomaba unas cucharadas de sopa y volvía a dormirse. La piel del cráneo estaba tan tensa que temía que se le quebrase y dejase el hueso al descubierto. «Es fea la muerte», pensé. Ya apenas si quedaban vestigios de la hermosa Harriet. Se había convertido en un esqueleto, pálida como la cera, cubierta por una manta; nada más.

Una de aquellas tardes de principios de agosto, Louise y yo nos sentamos en el banco del manzano. Nos habíamos abrigado y ella se había puesto en la cabeza una de mis viejas gorras.

– ¿Qué vamos a hacer cuando muera? -pregunté-. Supongo que habrás pensado en ello. ¿Sabes, quizá, qué quiere que hagamos con su cuerpo?

– Quiere que la incineren. Hace un par de meses me mandó por correo el folleto de una funeraria. Puede que aún lo tenga. O quizá lo haya tirado a la basura. Había señalado en él el ataúd más barato y una urna que estaba rebajada.

– ¿Tiene algún terreno para la inhumación?

Louise frunció el entrecejo.

– ¿A qué te refieres?

– ¿Sabes si hay algún panteón familiar? ¿Dónde están enterrados sus padres? A cada uno suele corresponderle una región, o una ciudad. Al menos antiguamente se hablaba de un terreno para la inhumación.

– Sus familiares están enterrados por todo el país. Jamás la he oído decir que haya ido a llevar flores a la tumba de sus padres. Ni tampoco ha dicho que quiera nada especial. Lo que sí tiene decidido es que no desea que le pongamos una lápida. Creo que prefiere que esparzamos sus cenizas al viento. Y, de hecho, no hay nada que lo impida.

– Bueno, es necesario un permiso -le advertí-. Jansson me contó que los pescadores de antaño pedían que esparciesen sus cenizas por los viejos bancos de arenque.

Guardamos silencio, pensando en lo que sucedería con Harriet. Yo tenía una sepultura. No había razón alguna que impidiese que a ella la enterraran a mi lado.

De pronto, Louise posó su mano sobre mi brazo.

– En realidad, no tenemos por qué pedir ningún permiso -aseguró-. Harriet podría muy bien ser una de tantas personas que hay en este país y que no existen.

– Todo el mundo dispone de un número de identidad -observé-. No podemos desaparecer de cualquier manera. Hasta que morimos, ese número de identidad existe.

– Bueno, siempre hay recursos -sugirió Louise-. Va a morir en tu casa. Podemos incinerarla como lo hacen en la India. Después, vertemos sus restos en el mar. Yo daré de baja su alquiler en Estocolmo y me llevaré sus cosas. Sin indicar una dirección de contacto. Dejará de retirar su pensión. Y yo le comunicaré al hospital que se ha muerto. Es lo único que les interesa saber. Puede que alguien empiece a preguntar dónde está. Pero puedo decir que llevo meses sin saber de ella. Y que su visita aquí fue breve y luego se marchó.

– ¿Una breve visita?

– ¿Quién crees que vendría a preguntarle a Jansson o a Hans Lundman por su siguiente destino después de dejar la isla?

– Exacto, eso es. Pero ¿adónde se fue? ¿Quién la llevó a tierra?

– Tú. Hace una semana. Nadie sabe ya si sigue aquí.

Empecé a comprender que Louise hablaba en serio. Dejaríamos que Harriet muriese aquí y nos encargaríamos de su entierro. ¿Saldría bien? No hablamos más del asunto esa tarde. Por la noche me costó conciliar el sueño. Al final, yo también empecé a creer que sería viable.

Dos días después, mientras cenábamos, Louise dejó el tenedor en la mesa.

– ¡El fuego! -dijo de pronto-. Ya sé cómo podemos encenderlo sin que nadie empiece a hacer preguntas.

Escuché su propuesta. Al principio, me resistí. Pero después comprendí que era un plan muy hermoso.

La luna desapareció. La oscuridad se extendió sobre el archipiélago. Los últimos veleros del verano se deslizaban alejándose hacia sus puertos. La Marina seguía con sus prácticas al sur de las islas. De vez en cuando nos alcanzaba la onda de presión de algún cañonazo remoto. Harriet dormía casi las veinticuatro horas. Nos turnábamos para estar con ella. En mi época de estudiante de medicina, me gané un dinero extra haciendo guardias nocturnas. Aún recordaba la primera vez que cuidé de una persona que murió ante mis ojos. Ocurrió sin el menor movimiento, sin un sonido. Tan infinitamente breve era aquel gran paso. Durante una unidad de tiempo apenas mensurable, el ser vivo pasaba a estar entre los muertos.

Recuerdo que pensé: este ser humano que ahora está muerto es una persona que, en realidad, no existió nunca. Con la muerte se erradica todo cuanto existió. La muerte no deja huella, salvo la de aquello que a mí siempre me costó tanto. El amor, los sentimientos. Huí de Harriet porque conseguimos un alto grado de intimidad. Y ahora no tardará en desaparecer.

Louise se mostró triste los últimos días de la vida de Harriet. Yo, por mi parte, experimentaba un miedo creciente, consciente de que también yo me acercaba a aquello por lo que en ese momento pasaba Harriet. Temía la humillación que me esperaba y confiaba en que se me concediese una muerte dulce, que no me obligase a estar postrado largo tiempo antes de alcanzar la última orilla.


Harriet murió al alba, poco después de las seis del día 22 de agosto. Pasó la noche inquieta, los analgésicos ya no parecían surtir ningún efecto. Yo estaba haciendo café cuando Louise entró en la cocina. Se colocó a mi lado y esperó a que hubiese terminado de contar los diecisiete segundos del café.

– Mamá ha muerto.

Entramos en la habitación donde yacía Harriet. Le tomé el pulso con los dedos y le puse el estetoscopio para escuchar su corazón. Y, verdaderamente, estaba muerta. Nos sentamos en la cama. Louise lloraba tranquila, casi sin hacer ruido. En cambio yo no sentí más que un tormentoso alivio egoísta ante el hecho de no ser yo mismo quien yacía allí muerto.

Estuvimos en silencio unos diez minutos. Volví a comprobar los latidos de su corazón, pero no oí nada. Después, extendí sobre su rostro una de las toallas bordadas de mi abuela.

Nos tomamos el café, aún caliente. A las siete, llamé a la guardia costera. Hans Lundman me respondió en persona.

– Gracias por la fiesta del otro día. Debería haberte llamado.

– No, gracias a ti.

– ¿Qué tal está tu hija?

– Bien.

– ¿Y Harriet?

– Se fue.

– Andrea va por ahí luciendo sus preciosos zapatos de color celeste. Díselo a Louise.

– Lo haré. Te llamo para avisarte de que hoy pienso quemar un montón de basura. Por si alguien llama creyendo que hay un incendio.

– Bueno, la sequía ha pasado, al menos por este año.

– Ya, en fin, por si alguien cree que es mi casa la que está en llamas.

– Has hecho bien en llamar.

Salí al jardín. No corría la menor brisa. Una capa de nubes tenía encapotado el cielo. Bajé al cobertizo y saqué la lona que había preparado para cubrir el cuerpo. Ya la había embadurnado de brea y la extendí en el suelo. Louise le había puesto a Harriet el hermoso vestido que llevó en la fiesta estival. La había peinado y le había puesto carmín en los labios. Seguía llorando, tan en silencio como antes. Nos quedamos un rato abrazados.

– La voy a echar de menos -confesó-. He estado tan enfadada con ella durante tantos años. Y ahora comprendo que ha horadado en mi interior un pozo que siempre permanecerá abierto y por el que la tristeza entrará como un soplo, mientras yo viva.

Comprobé los latidos del corazón de Harriet una última vez. Su piel había empezado a adquirir ese tono amarillento que otorga la muerte.

Esperamos una hora. Después la sacamos de la casa y enrollamos su cuerpo en la lona. Yo tenía unos bidones de gasolina de reserva y con ellos preparé el lugar en el que su cuerpo ardería hasta consumirse.

La subimos en mi viejo barco y anegamos el cadáver y la cubierta con la gasolina.

– Será mejor que nos apartemos -advertí-. La gasolina prenderá lanzando grandes llamaradas. Si estás demasiado cerca, las llamas podrían alcanzarte.

Retrocedimos unos pasos. Miré a Louise. Ya había dejado de llorar. Asintió, yo encendí el extremo de un cordel embreado y lo arrojé al barco.

El barco rugió al arder. La lona impregnada en brea chisporroteaba y crujía. Louise me tomó la mano mientras yo pensaba que por fin le había encontrado utilidad a mi viejo barco. En efecto, en él podría enviar a Harriet a ese otro mundo en el que ni ella ni yo creíamos, aunque ambos abrigábamos la secreta esperanza de que existiese.

Mientras ardían las llamas, bajé al cobertizo, saqué una vieja sierra para metal, y comencé a aserrar el andador. Tras unos minutos, comprendí que la sierra estaba inservible. Dejé el andador en la barca junto con dos piedras y otras tantas cadenas. Remé rumbo a Norrudden y arrojé al fondo del mar el andador con las cadenas y el lastre. Allí no iba nadie a fondear ni tampoco a pescar, de modo que el andador no emergería a la superficie.

Una larga columna de humo ascendía hacia el cielo. Volví remando a la isla mientras pensaba que Jansson no tardaría en llegar. Encontré a Louise acuclillada, contemplando el barco en llamas.

– Desearía saber tocar algún instrumento -se lamentó-. ¿Sabes cuál era la música favorita de mamá?

– Creo que le gustaba el jazz tradicional. Cuando estábamos juntos, solíamos escuchar mucho jazz en el barrio de Gamla Stan.

– Te equivocas. Su canción favorita era Sail Along Silvery Moon. Una melodía bastante sentimental de los años cincuenta. No se cansaba de escucharla. Ahora la habría interpretado para ella, como salmo de despedida.

– Ni siquiera sé cuál es.

Louise tarareó la canción, algo insegura de la melodía. Tal vez la hubiese oído en alguna ocasión, pero nunca interpretada por un grupo de jazz.

– Hablaré con Jansson -le dije-. Harriet se marchó ayer. Yo la llevé. Un familiar vino en coche a recogerla para llevarla al hospital de Estocolmo.

– Dile que le manda saludos -advirtió Louise-. Así no le extrañará tanto que se haya ido.

Jansson llegó puntual, como de costumbre. Llevaba en el barco a un agrimensor que tenía un cometido que cumplir en Bredholmen. Nos hicimos un gesto a modo de saludo. Jansson bajó al embarcadero y observó la hoguera.

– He llamado a Lundman porque creí que tu casa estaba ardiendo -me dijo.

– No, he quemado el barco -expliqué-. Era imposible hacerlo navegar otra vez. Y no soportaba la idea de estar viéndolo arrumbado un invierno más.

– Has hecho bien -opinó Jansson-. Los barcos viejos se niegan a morir del todo, a menos que uno los astille o los queme.

– Harriet se ha ido. Yo mismo la llevé a tierra ayer. Me dijo que te despidiera de su parte.

– Muy amable. Salúdala de mi parte. Me cayó muy bien. Una señora muy agradable. Se encontraba mejor, espero.

– Iba directamente al hospital. No creo que esté mejor. Pero, en fin, te mandó sus saludos.

Jansson no tenía correo para mí y siguió su travesía con el agrimensor. Cayeron unas gotas dispersas que no tardaron en cesar. Volví a la hoguera. El espejo de popa ya se había soltado y empezaba a resultar imposible distinguir la madera calcinada del envoltorio de lona y su contenido. No olía a carne quemada. Louise estaba sentada en una roca. De pronto, pensé en Sima y me pregunté si mi isla no atraería la muerte. En efecto, aquí se había cortado la muchacha las venas para poner fin a su vida y aquí había venido a morir Harriet. El perro estaba muerto y enterrado y el gato, desaparecido.

Me sobrevino un súbito desaliento de mí mismo. ¿Tenía yo acaso algún contenido que pudiese llamar verdaderamente mío? Seguro que yo no era una mala persona. No era un hombre violento, ni un criminal. Pero había engañado a Harriet y también a otras personas. En los diecinueve años que mi madre estuvo ingresada en la residencia de ancianos, después de la muerte de mi padre, sólo la visité una vez. Y, para entonces, había pasado ya tanto tiempo, que ni siquiera me reconoció. Creía que yo era su hermano, que había fallecido hacía ya cincuenta años. No intenté convencerla de que era yo. Simplemente, me senté a su lado abrazándola. Claro que soy tu hermano, el que murió hace muchos años. Después la dejé. Y nunca volví a visitarla. Ni siquiera acudí a su entierro. Le dejé el encargo a una funeraria y, cuando me llegó la factura, la pagué. Aparte del cura y del organista, tan sólo había en la capilla un representante de la funeraria.

Y no asistí porque nadie podía obligarme. Ahora comprendía que no fui porque yo despreciaba a mi madre. Y, en cierta manera, también había despreciado a Harriet.

Tal vez hubiese vivido con el corazón lleno de desprecio por todo el mundo. Pero, ante todo, me despreciaba a mí mismo.

Ya no sabía si era un buen cirujano traumatólogo. Era un ser insignificante y asustado al comprobar en la persona de mi padre hasta qué punto la vida adulta puede convertirse en un infierno.

Pasó el día, al mismo ritmo lento de las nubes por el cielo. Cuando el fuego empezó a extinguirse, arrojé a la hoguera unos maderos que previamente había humedecido con gasolina. Incinerar a una persona era un proceso que requería tiempo, en especial si no se disponía de un horno en el que la temperatura pudiese alcanzar los mil grados, de modo que también se calcinasen los huesos.

El fuego ardía mientras llegaba el ocaso. Arrojé más leña al fuego y limpié las cenizas. Louise sacó una bandeja con comida. Nos bebimos el coñac que había quedado después de la fiesta y no tardamos en emborracharnos. Lloramos y reímos de dolor, pero también de alivio al saber que los padecimientos de Harriet habían terminado. Ahora que ella no se interponía entre nosotros recordándome el día en que la abandoné, la relación entre Louise y yo se tornó más íntima. Estábamos sentados en el césped, apoyados el uno en el otro, mientras veíamos cómo el humo de la pira funeraria se perdía en la oscuridad.

– Me quedaré en esta isla para siempre -declaró Louise.

– Quédate hasta mañana, por lo menos -le dije yo.

Ya al amanecer, dejé que el fuego se convirtiese en ascuas.

Louise se había quedado dormida acurrucada en el césped. La tapé con mi chaqueta. Cuando empecé a arrojar cubos de agua marina sobre las ascuas, se despertó. Ya no quedaba nada de Harriet ni tampoco del barco. Louise observaba las cenizas que yo iba amontonando.

– Nada -sentenció-. Hasta hace unos minutos era un ser vivo. Y ahora ya no queda nada.

– He pensado que podríamos llevarnos las cenizas en la barca y esparcirlas por el mar.

– No -se opuso ella-. No puedo. Debemos conservar sus cenizas como mínimo.

– No tengo ninguna urna donde guardarlas.

– Un tarro, lo que sea. Quiero conservar las cenizas. Podemos enterrarlas junto al perro.

Louise se encaminó al cobertizo. Me desagradó la idea de que el suelo bajo el manzano empezase a convertirse en un cementerio. Oí trajinar a Louise en el cobertizo, hasta que la vi salir con un tarro que había contenido lubricante para el viejo barco de motor del abuelo. Yo lo había lavado para guardar en él clavos y tornillos. Ahora estaba vacío. Sopló para eliminar el polvo y lo colocó junto al montón de cenizas antes de empezar a llenar el tarro con las manos. Entre tanto, bajé al cobertizo a buscar una pala. Después, cavé un hoyo junto a la sepultura del perro. Colocamos en él el tarro y cubrimos el agujero. Louise se perdió por entre las rocas y volvió al cabo de un rato con una roca en que los sedimentos habían conformado lo que se asemejaba a una cruz, y la colocó sobre la tumba.

Había sido un día muy duro y ambos estábamos agotados. Cenamos en silencio. Louise se fue a dormir a la caravana y yo rebusqué un buen rato en el armario del baño, hasta dar con un somnífero. Me dormí casi de inmediato y desperté diez horas después: no recordaba la última vez que había dormido tantas horas seguidas.


Cuando bajé a la cocina por la mañana, vi que Louise estaba sentada ante la mesa. La puerta de la habitación estaba abierta. Había limpiado todas las huellas visibles tras la lucha por la vida que en ella se había mantenido.

– Me marcho -anunció-. Hoy mismo. El mar está en calma. ¿Podrías llevarme en coche al puerto?

Me senté a la mesa. No estaba preparado en absoluto para su partida.

– ¿Adónde vas a ir?

– Tengo varias cosas que hacer.

– El apartamento de Harriet puede esperar unos días, ¿no?

– No estaba pensando en el apartamento. ¿Recuerdas las cuevas con las pinturas atacadas por el moho?

– Pensé que ibas a enterrar a los políticos con tus cartas.

Louise negó con un gesto.

– Las cartas no sirven para nada. Tengo que hacer algo más.

– ¿Qué?

– No lo sé. Aún no lo sé. De todos modos, también quiero ir a ver unos cuadros de Caravaggio. Ahora tengo dinero. Harriet me dejó casi doscientas mil coronas. De vez en cuando me daba algún dinero. Además, yo siempre he sido muy ahorrativa. Seguro que te preguntaste de dónde había sacado el dinero que viste cuando husmeabas en mi caravana. Pues ahorrando, simplemente. No sólo me dedico a escribir cartas. De vez en cuando también trabajo, como todo el mundo. Y nunca he malgastado mi dinero.

– ¿Cuánto tiempo estarás fuera? Si no vas a volver, quiero que te lleves la caravana. No pinta nada aquí en la isla.

– ¿Por qué te enfadas tanto?

– No estoy enfadado, estoy triste, porque te marchas y lo más probable es que no vuelvas nunca más.

Louise se levantó airada.

– Yo no soy como tú. Yo sí vuelvo. Además, aviso cuando me voy. Y si mi caravana no puede quedarse ahí, te sugiero que la quemes también. Y ahora me voy a hacer la maleta. Estaré lista dentro de una hora. ¿Vas a llevarme o no?

La mar estaba en calma, como un espejo, cuando la llevé en el barco de motor que, justo junto al embarcadero, lanzó un resoplido ominoso; una falsa alarma, en fin, pues fue bien todo el camino. Louise iba sentada en la proa, sonriente. Yo lamentaba haber estallado de aquel modo.

Un taxi la esperaba en el puerto. Sólo llevaba una mochila.

– Te llamaré -prometió-. Y te escribiré postales.

– ¿Adónde puedo llamarte yo?

– Tienes mi número. No puedo asegurarte que esté siempre encendido, pero sí te prometo enviarle una postal a Andrea.

– Mándale otra a Jansson. Se pondrá loco de contento.

Se agachó para estar más cerca de mí.

– Arregla la caravana mientras estoy fuera. Límpiala. Y sácale brillo a los zapatos rojos que me he dejado allí.

Me acarició la frente y entró en el taxi, que se perdió pendiente arriba. Tomé el bidón de gasolina vacío y fui a llenarlo. El puerto estaba prácticamente desierto. Los veleros de recreo del verano habían desaparecido.

Cuando volví fui a dar un paseo por la isla y a buscar al gato una vez más. No lo encontré. Estaba más solo que nunca en toda mi vida.


Pasaron varias semanas. Todo volvió a ser como siempre. Jansson venía en su barco, de vez en cuando con una carta de Agnes, pero nada de Louise. La llamaba, pero no respondía. Los mensajes que le dejaba en el contestador se convirtieron en pequeñas anotaciones en el diario, vacías de contenido, acerca de cosas sin importancia y del gato, que seguía misteriosamente perdido.

Lo más probable era que lo hubiese atrapado un zorro que habría dejado la isla a nado.

Me sentía cada vez más inquieto. Pensé que no lo soportaría durante mucho más tiempo. Tenía que marcharme de la isla. Pero no sabía adónde.

Llegó septiembre con una tormenta de componente nordeste. Aún sin noticias de Louise. Y hasta Agnes había dejado de comunicarse conmigo. Por lo general, me pasaba el tiempo sentado a la mesa de la cocina mirando por la ventana. El paisaje parecía helarse allá fuera. Era como si la casa entera se viese poco a poco envuelta en un gigantesco hormiguero que, mudo, no paraba de crecer.

El otoño endureció el clima. Yo seguía esperando.

Загрузка...