– ¡Shelly, cuidado! -gritó Laurie-. ¡Para!
Para su total espanto, su hermano corría a toda velocidad hacia un lago de aguas estancadas cuya orilla era un fangal capaz de tragarse un elefante. No podía dar crédito a lo que veía. Le había advertido del peligro, pero él no le hacía caso.
– ¡Shelly, detente! -repitió, gritando tan fuerte como pudo.
Presa de una terrible sensación de impotencia por no poder impedir lo que iba a acabar en desastre, Laurie echó a correr. Aunque sabía sin asomo de duda que no podría hacer nada cuando Shelly se adentrara en el lodazal, no podía permanecer allí impotente y dejar que la tragedia se desarrollara ante sus ojos. Mientras corría buscó frenéticamente un palo o un tronco largo que pudiera tender a su hermano cuando quedara atrapado en el lodo. Sin embargo, el paisaje circundante estaba desierto y no había nada, salvo roca desnuda.
Entonces, de repente, Shelly se detuvo a unos tres metros del fango que bordeaba el lago. Se volvió y miró a Laurie. Sonreía con la misma actitud desafiante de cuando eran niños.
Aliviada, Laurie dejó de correr. Jadeaba y no sabía si sentirse furiosa o agradecida. Acto seguido, y antes de que ella pudiera decir palabra, Shelly dio media vuelta y reanudó su loca carrera hacia el desastre.
– ¡No! -gritó Laurie, pero entonces Shelly llegó a la orilla del lago y corrió todo lo lejos que pudo antes de que sus piernas quedaran atrapadas sin remedio. De nuevo, volvió a mirar atrás; su sonrisa había desaparecido. En su lugar se veía una expresión de horror. Extendió los brazos hacia su hermana, que había corrido hasta el borde del terreno seco. Nuevamente, Laurie buscó algo que poder lanzarle, pero no había nada. Rápida e irremediablemente, Shelly se hundió en el lodo con sus suplicantes ojos fijos en los de ella hasta que desaparecieron en el cieno. Todo lo que quedó fue una mano que intentaba vanamente aferrarse a algo, y no tardó en ser engullida también por el fango circundante.
– ¡No! ¡No! ¡No! -gritó Laurie, pero su voz quedó apagada por el escandaloso repiqueteo que la arrancó de las tinieblas del sueño. Rápidamente se estiró y detuvo su viejo despertador de cuerda. Se dejó caer de nuevo en la cama y se quedó mirando el techo. Estaba sudando y respiraba pesadamente. Había sido una pesadilla que, por suerte, hacía años que no tenía.
Se sentó y puso los pies en el suelo. Se sentía fatal. La noche anterior se había quedado despierta hasta muy tarde, limpiando obsesivamente su sucio apartamento. Había sido consciente de que era una tontería hacerlo a aquella hora, pero le había parecido terapéutico. Era necesario limpiar las telarañas, tanto las reales como las simbólicas.
No podía creer lo mucho que había cambiado su vida en cuarenta y ocho horas. A pesar de que estaba convencida de que su lazo de amistad con Jack seguiría siendo fuerte, su relación íntima con él probablemente había acabado. Debía ser realista acerca de lo que ella necesitaba y sobre la forma de ser de él. A eso había que sumar los desvelos por su madre y la nueva preocupación por su propia salud.
Poniéndose en pie, Laurie fue al diminuto cuarto de baño y empezó su rutina matinal de ducharse, lavarse, secarse el cabello y ponerse la mínima cantidad de maquillaje a la que se había acostumbrado y que consistía en un poco de colorete, de lápiz de ojos y un toque de carmín natural. Cuando hubo acabado, se contempló en el espejo. No estaba satisfecha. A pesar de sus intentos por disimularlo, tenía un aspecto cansado, que tampoco consiguió mejorar con unos toques suplementarios de maquillaje.
Laurie siempre había gozado de buena salud y, salvo durante sus escarceos con la bulimia en su época del instituto, había llegado a dar por seguro el hecho de estar sana. Sin embargo, la repentina amenaza de ser portadora de un marcador para una mutación del gen BRCA-1 había cambiado completamente su percepción de sí misma. Que una conspiración genética anidara secretamente en cada una de sus trillones de células resultaba una idea inquietante y perturbadora. A pesar de que había confiado en que su búsqueda de la noche anterior le aportaría cierto consuelo, no había sido así. En esos momentos sabía mucho más del BRCA-1 desde un punto de vista académico: en esencia, que el gen normal actuaba como supresor de tumores, pero que en su forma mutada hacía exactamente lo contrario.
Por desgracia, la información de los libros no le servía de gran ayuda a la hora de afrontar el problema en el terreno personal, especialmente si la sumaba a su deseo de tener hijos. Ya era bastante malo tener que perder ambos senos desde un punto de vista profiláctico; pero quedarse sin ovarios resultaba mucho peor: una castración en toda regla. Para su espanto, se había enterado de que si era portadora del marcador del BRCA-1 no solo tenía más posibilidades de desarrollar un cáncer de mama antes de los ochenta años sino también uno de ovarios. En otras palabras, su reloj biológico hacía tictac con mucha más fuerza y deprisa de lo que había creído.
La situación resultaba muy deprimente, en especial si se combinaba con el cansancio derivado de la falta de sueño. La pregunta era: ¿debía hacerse una prueba para averiguar si era portadora del marcador? No estaba segura. Desde luego, no iba a permitir que le extirparan los ovarios; al menos hasta que hubiera tenido un hijo. ¿Y los pechos? Tampoco creía que fuera capaz de consentirlo, de modo que, ¿qué sentido tenía hacerse la prueba? En su opinión, dilemas como ese eran el mejor ejemplo de los problemas que planteaban las modernas pruebas genéticas: o bien no había cura para la enfermedad en cuestión o, si la había, resultaba demasiado terrorífica.
Tras un rápido desayuno de cereales y fruta, salió de su piso solo quince minutos más tarde de lo previsto. La señorita Engler no la decepcionó: abrió ligeramente la puerta en el momento justo y espió a Laurie con sus ojos enrojecidos mientras ella pulsaba repetidamente el botón del ascensor con la esperanza de que fuera más rápido. Laurie sonrió a la mujer y la saludó con la mano; la respuesta de la señorita Engler fue cerrar su puerta.
El trayecto por la Primera Avenida transcurrió con normalidad. Hacía más frío que los días anteriores, pero, aun así, Laurie no quiso coger un taxi. Con el abrigo abrochado hasta el cuello iba bien abrigada y además de ese modo disfrutaba de la distracción que le proporcionaba la bulliciosa ciudad. Para ella, Nueva York tenía un dinamismo que no igualaba ningún otro lugar del mundo. Al final, sus problemas acabaron retirándose a los recónditos rincones de su mente y en su lugar surgieron pensamientos sobre el caso de los McGillin y la esperanza de que le llegaran los resultados de las pruebas de Maureen, así como el informe de Peter. También se preguntó qué tipo de casos la esperaban aquel día. Confiaba en que serían tan absorbentes y distraídos como el de Sean McGillin.
Entró en la oficina por la puerta principal. A diferencia de la mañana anterior, la recepción se encontraba vacía. También lo estaba la zona de administración que había a la izquierda. Saludó con la mano a Marlene Wilson, la recepcionista, que disfrutaba de su soledad hojeando el periódico de la mañana y que le devolvió el saludo con una mano mientras, con la otra, le abría a distancia la cerradura de la sala de identificación.
En las butacas de vinilo marrón estaban sentados dos de los forenses más veteranos, Kevin Southgate y Arnold Besserman, enfrascados en su conversación. Ambos saludaron a Laurie sin interrumpir su charla. Ella les correspondió y se fijó en que Vinnie Amendola no estaba en su lugar de costumbre, escondiéndose tras el periódico. Se acercó a la mesa donde una atareada Riva se encontraba repasando los casos que se habían presentado durante la noche, seleccionando los que debían ser objeto de autopsia y repartiéndolos entre los médicos. Riva alzó la mirada, miró a Laurie por encima de las gafas y sonrió.
– ¿Has dormido algo mejor esta noche? -le preguntó.
– No mucho más que ayer -confesó Laurie-. Me quedé hasta las dos limpiando el piso.
– Es algo que me resulta familiar -contestó Riva con una sonrisa comprensiva-. ¿Qué ocurrió en el hospital?
Laurie le contó la visita y que su madre se encontraba bien; le habló brevemente de su padre, pero no mencionó el problema del BRCA-1.
– Jack está ya en el foso -comentó Riva.
– Lo supuse al ver que Vinnie no estaba leyendo su sección de deportes.
Riva meneó la cabeza.
– Cuando yo llegué, antes de las seis y media, Jack ya estaba por aquí, husmeando los casos. Es demasiado pronto incluso para él. Me pareció patético, y le dije que se montara mejor la vida.
Laurie se echó a reír.
– Eso le habrá sentado bien.
– También le expliqué lo de tu madre. Espero no haber metido la pata. Me preguntó dónde habías estado ayer por la tarde. Según parece, pasó por tu despacho justo después de que te fueras al hospital, mientras yo estaba abajo hablando con Calvin.
– No pasa nada -contestó Laurie-. Ahora que me lo han dicho, ya no es ningún secreto.
– Te oigo -dijo Riva-, pero no puedo entender que tu madre no te lo contara. En fin, la verdad es que Jack parecía muy afectado. Te lo digo en serio.
– ¿Dijo algo en particular?
– No sobre tu madre. Estuvo callado un buen rato, cosa que tratándose de él no es muy normal.
– ¿Qué clase de caso tiene entre manos?
– Uno especialmente feo -contestó Riva-. Jack es increíble, tengo que reconocerlo. Cuanto más difícil es el caso, ya sea en lo emocional o en lo técnico, más le gusta; el que tiene era especialmente grave desde el principio. Se trata de una recién nacida de cuatro meses con gravísimas laceraciones que ingresó muerta en Urgencias. El personal de Urgencias se indignó cuando los padres intentaron decir que no tenían ni idea de cómo se las había hecho. Al final, los de Urgencias llamaron a la policía, y ahora los padres están en la cárcel.
– ¡Dios santo! -murmuró Laurie con un estremecimiento. A pesar de sus trece años como forense, todavía se le hacía muy cuesta arriba ocuparse de casos infantiles, especialmente los de malos tratos.
– Me encontraba en pleno follón cuando leí el informe de investigación -reconoció Riva-. No había duda de que a la niña había que hacerle la autopsia, pero yo no tenía a nadie que me cayera lo bastante mal para encargárselo.
Laurie intentó reír porque sabía que Riva estaba bromeando; sin embargo, apenas consiguió esbozar una sonrisa. A Riva le caía bien todo el mundo y viceversa. Laurie también sabía que Riva se habría encargado del caso personalmente si Jack no se hubiera presentado voluntario.
– Antes de bajar, Jack mencionó otro caso -dijo Riva mientras buscaba un expediente que finalmente blandió-. Me dijo que se encontró con Janice cuando llegó esta mañana, y que ella le contó que en el Manhattan General había otro caso de un adulto joven sorprendentemente parecido al de Sean McGillin. Jack me dijo que seguramente tú lo querrías y que te lo encargara. ¿Te interesa?
– ¡Desde luego! -contestó Laurie con el entrecejo fruncido al coger el expediente. Lo abrió y pasó rápidamente las páginas hasta dar con el informe de investigación. El nombre de la paciente era Darlene Morgan; edad, treinta y seis años.
– Era madre de un niño de ocho años -comentó Riva-. ¡Menuda tragedia para el crío!
– Y que lo digas -murmuró Laurie mientras ojeaba el informe-. Resulta parecido, sorprendentemente parecido. -Levantó la mirada-. ¿Sabes si Janice está todavía por aquí?
– No tengo ni la más remota idea. Lo estaba cuando pasé por la oficina de los ayudantes, pero eso fue sobre las seis y media.
– Creo que iré a comprobarlo -repuso Laurie-. Gracias por el caso.
– Ha sido un placer -contestó Riva, hablando con la espalda de Laurie porque ella ya estaba camino de la puerta que conducía a la sala de comunicaciones.
Laurie se dio prisa. En principio, Janice salía a las siete, pero con frecuencia se quedaba hasta más tarde. Era muy cuidadosa con sus informes y con frecuencia podía estarse hasta horas tan avanzadas como las ocho. Eran las ocho menos cuarto cuando Laurie cruzó la sala de archivos. Un minuto después se asomaba a la puerta del despacho de los investigadores. Bart Arnold levantó la mirada. Hablaba por teléfono.
– ¿Está Janice todavía por aquí? -preguntó Laurie.
Bart hizo un gesto con el pulgar señalando por encima del hombro hacia el fondo de la sala. La cabeza de Janice surgió de detrás de una pantalla de ordenador. Estaba sentada a un escritorio de un rincón.
Laurie se acercó y cogió una silla. La acercó, tomó asiento y esperó a que Janice acabara con su bostezo de cansancio.
– Lo siento -dijo Janice una vez recuperada. Se frotó los enrojecidos ojos con los nudillos.
– Tienes todo el derecho -repuso Laurie-. ¿Ha sido una noche movida?
– En cuestión de cantidad fue muy normal. Nada que ver con la de ayer. De todas maneras hubo unos cuantos casos de esos que dejan hecho polvo. No sé qué me estará pasando. Yo no solía ser tan sensible. Espero que no acabe afectando a mi objetividad.
– Ya he oído lo de la recién nacida.
– ¿Te lo puedes imaginar? ¿Cómo puede hacer alguien algo así? No lo entiendo. Es posible que me esté haciendo demasiado blanda para este trabajo.
– El momento en que uno tiene que empezar a preocuparse es cuando ese tipo de casos ya no impresionan.
– Supongo -contestó Janice con un suspiro de cansancio. A continuación se enderezó recobrando la compostura-. En fin, ¿qué puedo hacer por ti?
– Acabo de echar un vistazo a tu informe de Darlene Morgan. El caso me parece inquietantemente parecido al de Sean McGillin.
– Eso ha sido exactamente lo mismo que le he dicho al doctor Stapleton esta mañana, cuando nos hemos cruzado.
– ¿Se te ocurre algo más que no figure aquí? -preguntó Laurie mostrando el informe-. No sé, tus impresiones mientras hablabas con la gente implicada, con las enfermeras, los médicos o incluso los miembros de la familia. Ya sabes, algo más allá de los fríos hechos. Algo que captaras por intuición.
Janice mantuvo los ojos fijos en los de Laurie mientras reflexionaba. Al cabo de un instante meneó la cabeza ligeramente.
– Creo que no. Sé a qué te refieres, algún tipo de impresión subliminal. Pero no se me ocurrió nada. No era más que otra tragedia clínica. Una mujer joven y en apariencia sana a la que se le había acabado el tiempo de repente. -Janice hizo un gesto de impotencia-. Cuando alguien así muere, te hace comprender que todos vivimos de prestado.
Laurie se mordió el labio mientras pensaba en qué más podía preguntarle.
– No hablaste con el cirujano, ¿verdad?
– No. No lo hice.
– ¿Fue el mismo médico que operó a Sean McGillin?
– No. Hubo otros dos traumatólogos implicados, y la impresión que me dio el residente fue que ambos tienen muy buena reputación.
– Según parece, ambos pacientes fallecieron a una hora de la madrugada más o menos parecida. ¿No te pareció extraño?
– La verdad es que no. Según mi experiencia, la franja horaria entre las dos y las cuatro de la mañana es cuando se producen más fallecimientos. Al menos es el momento de más trabajo en mi turno. Un médico me sugirió en una ocasión que podía estar relacionado con el nivel de hormonas circadianas.
Laurie asintió. Lo que Janice decía era seguramente cierto.
– El doctor Stapleton me ha dicho que te hiciste cargo del caso McGillin. ¿El que me estés haciendo estas preguntas se debe a que no hallaste demasiadas causas evidentes de la muerte?
– Es que no hallé ninguna -reconoció Laurie-. ¿Qué hay de la anestesia? ¿Alguna similitud entre el tratamiento o el personal?
– Debo confesar que eso no lo comprobé. ¿Tendría que haberlo hecho?
Laurie se encogió de hombros.
– Las dos víctimas llevaban unas dieciocho horas de postoperatorio, así que debían tener restos de anestesia. Creo que vamos a estar obligados a tenerlo en cuenta todo, incluyendo la medicación que les dieron, su orden y dosis. Le dije a Bart que me consiguiera el cuadro clínico de McGillin. Ahora voy a necesitar también el de Morgan.
– Puedo hacerte la petición antes de marcharme -se ofreció Janice.
Laurie se levantó.
– Te lo agradecería. Espero que no pienses que he venido porque tu informe me parezca mal. Es más bien todo lo contrario. Tus informes son siempre de primera.
Janice se ruborizó.
– Vaya, gracias. La verdad es que eso intento. Sé lo importante que es contar con toda la información, especialmente en los casos más misteriosos, como estos cuatro.
– ¿Cuatro? -preguntó Laurie sorprendida-. ¿Qué quieres decir con «cuatro»?
– Pues que si no recuerdo mal, la penúltima semana hubo otros dos, también en el Manhattan General, que desde mi punto de vista se parecen.
– ¿En qué se parecen? ¿Se trataba también de pacientes en su primer día de postoperatorio?
– Eso creo recordar. De lo que sí me acuerdo seguro es de que eran gente joven y en general con buena salud, de modo que esas crisis cardíacas fueron una sorpresa muy desagradable.
También me viene a la memoria que los dos fueron hallados por la ayudante de la enfermera que hacía la ronda comprobando la temperatura y los ritmos cardíacos de los recién operados. Así fue como encontraron a Darlene Morgan, lo cual sugiere que debió de sufrir algún tipo de crisis fulminante. Me refiero a que no hubo aviso alguno. No sé, al menos, Sean McGillin tuvo la oportunidad de pedir auxilio. En el caso de Darlene, el equipo de reanimación no la tuvo de ninguna manera. No consiguieron nada salvo una línea plana.
– Esto podría ser muy importante -dijo Laurie, satisfecha por haber preguntado a Janice.
– La verdad es que estaba pensando en hacer copias de los informes de investigación, pero todavía no he tenido tiempo.
– ¿Eran también casos de traumatología?
– No recuerdo exactamente de qué los operaron, pero no será difícil averiguarlo. Si tuviera que aventurar algo, diría que fueron casos de cirugía general, no de traumatología. ¿Quieres que los imprima?
– No te molestes porque voy a solicitar los expedientes completos. ¿Recuerdas quién les hizo la autopsia?
– Yo nunca lo sé. Salvo con el doctor Stapleton y contigo, no suelo tener mucho contacto con el resto de los forenses.
– ¿Recuerdas cuál fue la causa final y oficial de la muerte? -preguntó Laurie.
– Lo siento -reconoció Janice-. Ni siquiera sé si la han firmado ya. A veces sigo los casos que me interesan, pero no lo hice con esos dos de los que hablamos. Debo admitir que en su momento me parecieron dos casos rutinarios de complicaciones cardíacas graves e inesperadas. Sé que hablar de «rutina» y de «imprevisto» es una contradicción, así que puede que «rutina» no sea la palabra adecuada. Quiero decir que la gente se muere en los hospitales y, por trágico que sea, a menudo ocurre que no es por el problema que para empezar los llevó allí. No fue hasta esta mañana, cuando empecé a escribir el caso Morgan y reparé en el detalle de la ayudante de La enfermera, cuando me acordé de ellos.
– ¿Cuáles eran sus nombres? -preguntó Laurie notando un escalofrío de emoción. Ese curioso y totalmente inesperado fragmento de información era la razón por la que había querido precisamente hablar con Janice. La reforzaba en la convicción de que aquellos de sus colegas que hacían caso omiso de los conocimientos y experiencia de los investigadores forenses lo hacían en detrimento de sus resultados profesionales.
– Solomon Moskowitz y Antonio Nogueira. Los apunté con sus nombres de ingreso. -Janice le entregó una hoja.
Laurie la cogió y leyó los nombres. En realidad no sabía si lo que estaba buscando no era una distracción de sus verdaderos problemas. Lo que sí sabía era que había dado con una.
– Gracias, Janice -dijo Laurie sinceramente-. Tengo que darte todo el mérito. Relacionar estos casos puede ser importante.
Uno de los problemas de ser ocho médicos en el departamento era que la relación entre casos podía pasar inadvertida. Había una reunión los jueves por la tarde, donde los casos se debatían en un foro abierto; pero, habitualmente, solo se trataban los asuntos más interesantes desde un punto de vista académico, o los más macabros.
– De nada -contestó Janice-. Me siento bien al saber que formo parte de un equipo y que aporto mi granito de arena.
– Desde luego que sí -repuso Laurie-. ¡Ah!, de paso, cuando presentes la solicitud para el historial clínico de Morgan, ¿te importaría pedir también los de Moskowitz y Nogueira?
– Claro que no -contestó Janice, que escribió una anotación en un post-it y lo pegó en un lado de la pantalla del ordenador.
Con el cerebro convertido en un torbellino, Laurie salió a toda prisa de la sala de los investigadores y cogió el ascensor para la cuarta planta. Sus problemas relacionados con Jack y el BRCA-1 habían quedado relegados a un segundo plano. No podía apartar los ojos de los nombres que aparecían en la hoja que Janice le había entregado. Pasar de un caso curioso a cuatro representaba un adelanto significativo. La cuestión residía sencillamente en saber si esos cuatro casos estaban realmente relacionados. Para Laurie ese era el verdadero significado de ser forense. Si los casos estaban relacionados a través del uso de un mismo medicamento o procedimiento y si ella podía descubrirlo, tendría la recompensa de haber evitado muertes futuras. Naturalmente, dicho descubrimiento también le revelaría si los fallecimientos habían sido accidentales o si tras ellos se ocultaba un homicidio. La cuestión le provocó escalofríos.
Laurie entró en su despacho, colgó el abrigo tras la puerta y se sentó ante el ordenador. Tecleó el número de acceso de ambos casos enterándose de pasada de que ninguno de los dos llevaba la firma definitiva. Hasta cierto punto decepcionada, buscó los nombres de los médicos que habían realizado las autopsias: George Fontworth se había ocupado de Antonio Nogueira, y Kevin Southgate, de Solomon Moskowitz. Como había visto a Southgate en la sala de identificación, descolgó el teléfono y marcó su extensión. Lo dejó sonar cinco veces antes de colgar.
Laurie volvió al ascensor, bajó hasta la planta baja y se dirigió a la sala de identificación. Había confiado en que Kevin estuviera allí aún, charlando con Arnold, y no se equivocó. Esperó pacientemente a que ambos hicieran una pausa en la conversación. Hablaban apasionadamente de política; Kevin adoptaba la postura del inveterado progresista demócrata y Arnold, la del conservador republicano. Los dos llevaban más de veinte años en el departamento y habían llegado a parecerse: estaban gordos, eran de tez pálida y descuidados tanto con su higiene como con su forma de vestir. A los ojos de Laurie, eran la viva imagen de los forenses que aparecían en las películas de Hollywood.
– ¿Recuerdas haberte ocupado del caso de Solomon Moskowitz, hace un par de semanas? -preguntó Laurie a Kevin tras disculparse por interrumpirlos. Como de costumbre, él y Arnold parecían avergonzarse de su pugna dialéctica y dolidos porque ninguno de los dos tenía la más mínima posibilidad de cambiar las arraigadas opiniones del otro.
Tras bromear acerca de que no se acordaba de los casos del día anterior, el mofletudo rostro de Kevin se puso ceñudo mientras hacía memoria.
– Mira, creo que recuerdo a un tal Moskowitz -contestó-. ¿Sabes si era un caso del Manhattan General?
– Eso me han dicho.
– Ahora sé cuál es. Aparentemente, el paciente sufrió una crisis cardíaca. Si es el que yo creo, la autopsia no arrojó ningún resultado concluyente. Creo que no la he firmado todavía. Debo de estar esperando que lleguen las pruebas del microscopio.
«Sí, claro», pensó Laurie. Ni siquiera en las épocas de mayor trabajo, se tardaban dos semanas en conseguir esos resultados. De todas maneras, no le sorprendía: Kevin y Arnold eran conocidos por retrasarse de forma habitual con sus casos.
– ¿Recuerdas si el paciente había sido operado recientemente?
– Ahora sí que estás abusando de tu suerte. Mira, hagamos una cosa: pásate por mi despacho y te dejaré que eches un vistazo al expediente.
– Me parece buena idea -repuso Laurie, que se había distraído momentáneamente al ver entrar a George en la sala de identificación quitándose el abrigo. Dejó que Kevin y Arnold siguieran con su discusión y se reunió con Fontworth ante la máquina de café.
George llevaba casi tanto tiempo como Kevin y Arnold en el departamento, pero no había adquirido ninguna de sus costumbres. Su aspecto era bastante más elegante, con sus pantalones bien planchados, sus camisas limpias y sus coloristas corbatas, todas ellas prendas de moda, y así le gustaba presentarse. También parecía mucho más joven gracias a haber evitado el sobrepeso propio de la edad. Aunque Laurie sabía que Jack no lo tenía en gran estima profesional, a ella siempre le había resultado fácil trabajar con él.
– Tengo entendido que tu caso del tiroteo de ayer tuvo una conclusión inesperada.
– ¡Menudo calvario! -se quejó George-. La próxima vez que Bingham se ofrezca para ayudarme en un caso, recuérdame que debo declinar educadamente su oferta.
Laurie rió, y ambos charlaron del caso unos minutos antes de que ella abordara el asunto que le interesaba. Del mismo modo que había hablado con Kevin sobre el caso Moskowitz, le preguntó a George si recordaba el de Antonio Nogueira, de hacía un par de semanas.
– Dame una pista -contestó Fontworth.
– No puedo precisarte los detalles porque no estoy segura -dijo Laurie-, pero diría que era alguien joven que había sido operado durante las últimas veinticuatro horas en el Manhattan General y cuya causa de la muerte fue algún tipo de crisis cardíaca.
– Vale. Me acuerdo del caso. Un auténtico embrollo. En la autopsia no encontré nada de nada, y las pruebas microscópicas tampoco me dieron donde agarrarme. Tengo el expediente en mi mesa a la espera de que Toxicología me diga algo. De lo contrario me veré obligado a firmar que se trató de una fibrilación ventricular espontánea o una muerte cardíaca fulminante que fue tan repentina y total que no dio tiempo a que se desarrollara patología alguna. Naturalmente, eso significa que, fuera cual fuese la causa que lo provocó, desapareció por arte de magia. De una manera u otra, el corazón se detuvo. Quiero decir que no pudo ser que se le interrumpiera la respiración, porque no había señales de cianosis. -Hizo un gesto de impotencia con las manos.
– ¿De modo que las pruebas del microscopio no detectaron nada en los conductos coronarios?
– Casi nada.
– ¿Y el músculo cardíaco parecía normal? No sé, ¿no había señales de nada que hubiera producido arritmia? ¿No había indicios de inflamación?
– Nada de nada. Era perfectamente normal.
– ¿Te importaría si esta tarde me acerco para echarle un vistazo al expediente?
– En absoluto, pero ¿a qué viene tanto interés? ¿Cómo te enteraste?
– Me lo dijo Janice -contestó Laurie-. Me interesa porque ayer tuve un caso sorprendentemente parecido. -Se sintió culpable por no mencionar los otros dos casos, pero no lo hizo por una razón: sus sospechas de que podían estar relacionados eran simple especulación; además, en esos momentos no podía evitar sentirse la dueña exclusiva de lo que empezaba a creer que se trataba de algún tipo de serie.
Salió de la sala de identificación y bajó en busca de Marvin. Lo encontró en el despacho. Tal como había esperado, estaba vestido con su ropa de trabajo.
– ¿Listo para el baile? -le preguntó Laurie, impaciente por comenzar.
– Cuando digas, hermana -contestó Marvin como si se estuviera repitiendo la escena del día anterior.
Laurie le dio el número de identificación de Darlene Morgan antes de entrar en el vestuario para cambiarse. Estaba nerviosa. Era la primera vez en su carrera como forense que deseaba no encontrar nada en una autopsia porque eso significaría que el caso de Darlene Morgan sería igual que los de McGillin, Moskowitz y Nogueira. Cuanto más tiempo le dedicara a la idea de la serie, mejor sería la distracción y menos ocasión tendría para sus problemas personales.
Salió del vestuario, fue hasta la sala de almacenamiento y recogió su batería de la fila de cargadores. Un cuarto de hora más tarde se había puesto el traje lunar y entraba en el foso después de haberse lavado las manos y puesto los guantes. Solo había un caso en marcha, y no tuvo ninguna dificultad en distinguir a Jack y a Vinnie, puesto que este era bastante más bajo y menos corpulento. Jack miraba a través de la lente de una cámara montada en un trípode. Laurie intentó no mirar el pequeño y desnudo cuerpecillo extendido sobre la mesa, y parpadeó con el destello del flash.
– ¿Eres tú, Laurie? -preguntó Jack enderezándose y volviéndose hacia ella en respuesta al ruido de la puerta al cerrarse.
– Sí -contestó Laurie. Al no encontrar a Marvin en la sala, se dio la vuelta para mirar a través del cristal alambrado de la puerta que daba al corredor. Marvin se acercaba tirando de una camilla. Por detrás la empujaba Miguel Sánchez, otro de los técnicos. Laurie supuso que habrían tenido algún problema. Marvin era supereficiente y siempre la esperaba con todo listo.
– Ven, acércate -le dijo un alterado Jack-. Quiero enseñarte algo. ¡Este caso es realmente algo serio!
– Estoy segura -contestó Laurie-, pero creo que prefiero que me lo expliques cuando hayas terminado. Ya sabes que las autopsias de niños no son mi fuerte.
– Estoy casi convencido de que este caso es como los de ayer -dijo Jack-. Estoy seguro en un noventa por ciento de que las causas de la muerte van a sorprender a todo el mundo. Te lo digo, ¡es de libro!
A pesar de su renuencia a ocuparse de niños en la sala de autopsias, la curiosidad profesional la hizo acercarse. No sin cierta dificultad se obligó a mirar a la desdichada criatura. Tal como Riva le había dicho, la pobre niña aparecía magullada, lacerada y quemada por todo el cuerpo, incluyendo el rostro. Lo terrible de la imagen hizo que Laurie se tambaleara, como si se hubiera mareado, y tuvo que plantar bien los pies en el suelo para mantener el equilibrio. Oyó que la puerta se abría a su espalda y el chirrido de las ruedas de la vieja camilla al ser introducida en la sala.
– ¿Qué te parece si te digo que todas las radiografías que le hemos hecho a este cuerpo no han revelado fracturas de ningún tipo, ni recientes ni antiguas? -le preguntó Jack-. ¿Influiría eso en tu enfoque?
– No especialmente -dijo Laurie.
Intentó mirar a Jack a los ojos, pero con las luces reflejándose en su máscara de plástico le resultó difícil. No se habían visto ni hablado desde hacía casi veinticuatro horas, y cuando se habían encontrado por la mañana, ella había esperado que hiciera algo más que representar su alegre y profesional papel de siempre.
– ¿Y si te dijera que además de que las radiografías son normales su frenillo está intacto?
– Eso desde luego no pondría en duda lo que estoy viendo -repuso Laurie. A pesar de su repugnancia, se inclinó para ver de cerca las lesiones, especialmente donde Jack había practicado una pequeña incisión en una de las abrasiones. No había ni sangre ni edema. Entonces, supo de repente a qué se refería Jack al señalar los indicios que sugerían que los pretendidos malos tratos no eran tales-. ¡Parásitos! -exclamó de repente, enderezándose.
– ¡Que alguien dé un premio a esta chica! -exclamó Jack como un animador de feria-. Como era de prever, la doctora Montgomery ha corroborado expertamente mis impresiones. Naturalmente, Vinnie, aquí presente, no está convencido; de modo que me ha apostado cinco pavos a que no encontraremos evidencia específica de muerte por asfixia cuando hagamos la autopsia interna, y todos sabemos lo que eso implicaría.
Laurie asintió. Existía más de una probabilidad de que la criatura que tenía delante hubiera muerto del Síndrome de Muerte Infantil Repentina, que en las autopsias aparecía como fallecimiento por asfixia. A pesar de que, a primera vista, había pensado que las lesiones externas habían sido infligidas antes de la muerte, en esos momentos creía probable que hubieran sido ocasionadas por una diversidad de alimañas como arañas, cucarachas y probablemente también ratones. Si así se demostraba, entonces la muerte pasaba de considerarse homicidio a ser accidental. Naturalmente, aquello no disminuía la tragedia que suponía la pérdida de una criatura; pero, desde luego, tenía implicaciones totalmente distintas.
– Bueno, será mejor que me dé prisa con esto -dijo Jack mientras desmontaba la cámara del trípode-. Esta niña ha sido víctima de la pobreza, no de malos tratos. He de hacer que sus padres salgan de la cárcel. Mantenerlos en ella es como añadir el insulto a la bofetada.
Intentando olvidarse del desengaño que le había provocado la aparente indiferencia de Jack, Laurie se dirigió a la mesa de autopsias donde Marvin estaba alineando la camilla. Por otra parte, tampoco podía dejar de preguntarse si el caso de Jack no era otro aviso subliminal para recordarle que las cosas no eran siempre lo que parecían a simple vista.
– ¿Has tenido algún problema? -le preguntó a Marvin cuando los dos técnicos hubieron colocado el cuerpo en la mesa, y este dejó colocada la cabeza de la difunta en un bloque de madera.
– Un pequeño tropiezo -reconoció Marvin-. Mike Passano debe de haber apuntado mal el número del compartimiento. De todas maneras, con ayuda de Miguel no tardé en localizar el cuerpo. ¿Alguna petición especial para el caso?
– No debería presentar complicaciones -contestó Laurie mientras comprobaba el nombre y el número de entrada-. En realidad espero que sea un calco del primero que hicimos ayer.
Marvin le respondió con una mirada de perplejidad mientras Laurie comenzaba el examen externo.
El cuerpo era el de una mujer de raza blanca de unos treinta años, morena y de complexión normal que parecía haber gozado de buena salud y que solo presentaba cierta acumulación adiposa en el vientre y los muslos. Su piel tenía la habitual palidez de la muerte y parecía libre de lesiones salvo por algunas inocuas marcas de nacimiento. No había indicios de cianosis y tampoco de consumo de drogas. A ambos lados de la rodilla izquierda se veían dos incisiones laterales sin señales de inflamación o infección. Tenía clavada una vía intravenosa en el brazo izquierdo que tampoco presentaba indicios de hemorragia. El tubo endotraqueal estaba correctamente insertado en la tráquea y sobresalía de la boca.
«Por ahora vamos bien», se dijo Laurie considerando que el examen externo era comparable al de Sean McGillin hijo. Cogió el escalpelo que Marvin le tendía y empezó con la fase interna. Trabajó con rapidez y concentración. La actividad en el resto de la sala a medida que entraban otros casos quedó relegada a un segundo plano en su mente.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, Laurie se enderezó tras un último esfuerzo recorriendo las venas de las piernas hasta la cavidad abdominal. No había encontrado coágulos. Aparte de algunas fibrosidades uterinas y de un pólipo en el intestino, no había hallado patología alguna, y desde luego, nada que pudiera explicar el fallecimiento de la mujer. Igual que en el caso McGillin, iba a tener que esperar las pruebas microscópicas y toxicológicas si deseaba averiguar la causa de su muerte.
– Un caso limpio -comentó Marvin-. Exactamente como dijiste.
– Muy curioso -observó Laurie. Se sentía reivindicada. Miró la sala a su alrededor, que se había llenado casi del todo durante su intensa concentración. La única mesa que no estaba siendo utilizada era la vecina a donde Jack había estado trabajando. Según parecía, había terminado y se había marchado sin decir palabra. A Laurie no le sorprendió; parecía encajar con su comportamiento más reciente.
En la mesa de al lado de la suya creyó reconocer la menuda figura de Riva; cuando Marvin salió en busca de la camilla, Laurie se acercó para comprobarlo. Efectivamente, era ella.
– ¿Un caso interesante? -le preguntó Laurie.
Riva alzó la mirada.
– No especialmente, al menos desde un punto de vista profesional. Se trata de un caso de atropello y fuga en Park Avenue. Era una turista del medio oeste y tenía cogida la mano de su marido cuando fue atropellada. Él iba solo un paso por delante. Teniendo en cuenta lo rápido que se mueve el tráfico, siempre me sorprende que los peatones no vayan con más cuidado en una ciudad como esta. ¿Qué tal el tuyo?
– Muy interesante -contestó Laurie-. Ningún indicio de patología.
Riva miró de reojo a su compañera de despacho.
– ¿Interesante y sin patología? Eso no me suena propio de ti.
– Te lo explicaré más tarde. ¿Sabes si me espera alguno más?
– Hoy no. Se me ocurrió que no te vendría mal un poco de tiempo libre.
– ¡Pero si estoy bien! De verdad, no quiero un trato de favor.
– No te preocupes. Hoy es un día relativamente tranquilo, y ya tienes bastante de lo que ocuparte.
Laurie asintió.
– Gracias, Riva -le dijo a pesar de que habría preferido mantenerse ocupada.
– Te veré arriba.
Laurie volvió a su mesa y, cuando Marvin regresó con la camilla, le dio las gracias por su ayuda y le dijo que ya habían acabado por lo que quedaba de día. Diez minutos después, tras la habitual rutina de limpieza, colgó su traje lunar y enchufó la batería al cargador. Cuando se disponía a pasar por Histología y Toxicología, se sorprendió al ver a Jack bloqueándole la salida de la sala de almacenamiento.
– ¿Puedo invitarte a un café? -preguntó él.
Laurie contempló sus ojos, castaño claro, e intentó adivinar su estado de ánimo. Estaba cansada de sus frivolidades porque, considerando las circunstancias, le resultaban muy humillantes. No obstante, no se apreciaba rastro de la maliciosa sonrisa que había exhibido la tarde anterior en su despacho. Su expresión era más seria, casi solemne; ella lo agradeció, puesto que se correspondía mejor con lo que ocurría entre ellos.
– Me gustaría hablar -añadió Jack.
– Un café me parece estupendo -contestó Laurie, que tuvo que hacer un esfuerzo para controlar sus expectativas sobre lo que Jack pudiera tener en la cabeza. Aquel comportamiento parecía demasiado correcto en él.
– Podríamos subir a la sala de identificación o ir a la cafetería. Tú decides.
La cafetería se encontraba en el primer piso y era una ruidosa sala con un suelo de un linóleo pasado de moda, paredes desnudas y una hilera de máquinas expendedoras de bebidas y dulces. A esa hora de la mañana estaría bastante llena de secretarias y personal en su hora de descanso.
– Vayamos a la sala de identificación -propuso Laurie-. Deberíamos tenerla para nosotros solos.
– Anoche te eché de menos -le dijo Jack mientras esperaban el ascensor.
Vaya, se dijo Laurie. A pesar de sus preocupaciones, su esperanza de poder mantener una conversación de verdad aumentó.
No era costumbre de Jack admitir abiertamente sus sentimientos. Lo miró para asegurarse de que no pretendía ser sarcástico, pero no pudo decirlo a ciencia cierta porque estaba concentrado mirando los números de los pisos que había encima de la puerta. Se iban iluminando con desesperante lentitud. El ascensor de atrás se destinaba a montacargas, y se movía a ritmo glacial.
Las puertas se abrieron y ambos entraron.
– Yo también te eché de menos -reconoció Laurie. Consciente de que podía estar poniéndose en situación vulnerable, se sintió invadida por una embarazosa timidez y evitó mirarlo a los ojos.
– En la cancha de baloncesto me porté como un novato -añadió Jack-. No supe dar una a derechas.
– Lo siento -contestó Laurie, que enseguida lamentó haberlo dicho porque había sonado como si estuviera disculpándose cuando en realidad solo pretendía mostrarse comprensiva.
– Tal como había imaginado, el examen interno de mi caso se correspondió con lo que había conjeturado en cuanto a Síndrome de Muerte Infantil Repentina -comentó Jack para cambiar de tema. Saltaba a la vista que se sentía igualmente incómodo.
– ¿De verdad? -repuso Laurie.
– ¿Cómo te fue a ti? -preguntó Jack cuando el ascensor empezaba a subir-. Cuando me encontré con Janice me dijo que el tuyo era un caso parecido al de McGillin, así que le dije a Riva que seguramente te interesaría.
– Te lo agradezco -contestó Laurie-. Lo cierto es que lo quería. Fue preocupantemente igual que el caso McGillin.
– ¿A qué te refieres con lo de «preocupante»?
– Estoy empezando a creer que tu comentario de ayer acerca de que la ciencia forense puede descubrir causas de la muerte distintas de las esperadas podía ser de aplicación a esto. Creo que puedo tener entre manos un caso de asesinato, una especie de caso Cromwell pero al revés. En otras palabras, que puedo haberme topado con un asesino múltiple. No puedo dejar de pensar en aquellos horribles asesinatos de los hospitales, especialmente los recientes de Nueva Jersey y Pennsylvania. -Laurie no tenía los mismos reparos en confesar sus sospechas a Jack que a Fontworth.
– ¡Caramba! Cuando hablaba de las sorpresas que nos depara la ciencia forense, lo hacía en general. No estaba sugiriendo nada que estuviera relacionado con tu caso.
– Pues yo pensé que sí.
Jack meneó la cabeza cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja.
– Pues no, para nada. Y debo decir que estás dando un salto muy grande al sospechar que el caso que me comentaste puede tratarse de un asesinato. ¿Cómo es posible que se te haya ocurrido? -Hizo un gesto a Laurie para que saliera primero.
– Porque en dos días llevo hechas las autopsias de dos individuos jóvenes y sanos que han muerto repentinamente y no presentan patología asociada alguna. ¡Ninguna!
– ¿En tu caso de hoy tampoco has encontrado coágulos ni anomalías cardíacas evidentes?
– Absolutamente ninguna. ¡Estaba limpio! Sí, había algunas fibrosidades uterinas, pero eso fue todo. Al igual que McGillin, hacía menos de veinticuatro horas que la habían operado con anestesia general. Al igual que McGillin, se había mantenido completamente estable y sin complicaciones y entonces… ¡paf, sufre una crisis y no la pueden reanimar! -Laurie hizo chasquear los dedos para dar énfasis a sus palabras.
Cruzaron la sala de comunicaciones. Las secretarias estaban reunidas, charlando. Por el momento, los teléfonos estaban tranquilos. Tras el barullo matutino de la gente que iba a trabajar, la muerte solía tomarse un respiro.
– Dos casos no hacen una serie -declaró Jack, confundido por la sugerencia de Laurie de un asesino múltiple.
– Creo que tenemos cuatro casos, no dos -dijo Laurie-, y eso son demasiados para tratarse de una coincidencia.
Mientras se servían de la cafetera colectiva, Laurie le describió las conversaciones que había mantenido con Kevin y George.
Mientras hablaba, ella y Jack se acomodaron en las mismas butacas de vinilo marrón que antes habían ocupado Kevin y Arnold.
– ¿Y qué dice Toxicología? -preguntó Jack-. Si resulta que no hay patología evidente ni histología, entonces la respuesta tiene que venir de Toxicología, haya habido algo raro o no.
– George me dijo que todavía está pendiente de recibir los resultados de su caso. Está claro que yo tendré que esperar los de los míos; pero, sea como fuere, nos enfrentamos a un cúmulo de curiosas circunstancias.
Jack y Laurie tomaron un sorbo de sus respectivas tazas mirándose por encima del borde. Ambos estaban al tanto de lo que pensaba el otro con respecto a la teoría del asesino de Laurie. La expresión de Laurie era desafiante, mientras que la de Jack reflejaba su opinión de que no venía a cuento.
– Si quieres mi opinión -dijo Jack finalmente-, creo que estás dando rienda suelta a tu imaginación. Puede que estés alterada por nuestros problemas y estés buscando una especie de pasatiempo.
Laurie notó que la invadía una oleada de indignación. Provenía de la actitud paternalista de Jack y de la posibilidad de que estuviera en lo cierto. Evitó su mirada y respiró profundamente.
– ¿De qué querías que habláramos? Dudo que fuera de nuestros respectivos casos.
– Riva me contó ayer lo de tu madre -dijo Jack-. Estuve tentado de llamarte anoche para preguntar por ella y que le transmitieras mis mejores deseos; pero, dadas las circunstancias, me pareció mejor hacerlo en persona.
– Gracias por tu interés. Se encuentra bien.
– Me alegro. ¿Te parece apropiado que le mande unas flores?
– Eso es decisión tuya.
– Entonces lo haré -dijo Jack. Hizo una pausa, se agitó incómodo y a continuación preguntó vacilante-: No sé si debería preguntar esto acerca de tu madre, pero…
Pues no lo hagas, pensó Laurie. Se sentía decepcionada porque al final había permitido que la alteraran. No deseaba hablar de su madre.
– …pero estoy seguro de que sabes que el cáncer de mama tiene un aspecto hereditario.
– Lo sé -contestó mirando a Jack, exasperada, y preguntándose adónde pretendía llegar con aquella conversación.
– No sé si a tu madre le han hecho las pruebas de marcadores que indican la presencia de mutaciones del gen BRCA-1, pero los resultados tendrían mucha importancia de cara a posibles tratamientos. Y lo que es más importante para ti, serían relevantes en lo que a prevención se refiere. De un modo u otro, creo sinceramente que tú deberías hacerte las pruebas. Me refiero a que no pretendo asustarte, pero me parece que has de ser prudente.
– Mi madre ha dado positivo en cuanto a la mutación del BRCA-1 -reconoció Laurie. Su irritación, pero no su desengaño, se había mitigado al comprender que Jack pretendía mostrarse solícito con respecto a su salud y no solamente por su madre.
– Pues mayor motivo aún para que te hagas las pruebas -repuso Jack-. ¿Lo has pensado ya?
– Lo he pensado -reconoció Laurie-, pero no estoy convencida de que vayan a ser relevantes; al contrario, puede que contribuya a aumentar mi ansiedad. No pienso permitir que me extirpen los senos ni los ovarios.
– La mastectomía o la histerectomía no son las únicas medidas preventivas posibles -comentó Jack-. Anoche estuve mirando en internet y leí un poco del asunto.
Laurie estuvo a punto de sonreír, y se preguntó si ella y Jack habrían estado mirando las mismas páginas.
– Otra opción es hacerse mamografías con más frecuencia -añadió Jack-. Al final puede que incluso consideres la posibilidad de un tratamiento con Nolvadex, pero sería al final de todo. El caso es que tiene sentido que te hagas las pruebas. Me refiero a que si esa información predictiva está disponible, deberías tenerla. La verdad es que me gustaría pedirte que te las hicieras… No, lo retiro. Te pido por favor, te ruego que te las hagas, por mí.
Para sorpresa de Laurie, Jack se inclinó hacia delante y la cogió del brazo con fuerza para subrayar la importancia de su compromiso en el tema.
– ¿Estás convencido de verdad? -preguntó Laurie, maravillada por el «hazlo por mí».
– Desde luego, no hay vuelta de hoja -contestó Jack-; por mucho que el efecto sea que tengas que hacerte chequeos más a menudo. Tendría efectos muy positivos. ¡Por favor, Laurie!
– ¿No es más que un simple análisis de sangre? Es que no tengo ni idea.
– Sí. Un simple análisis. ¿Tienes médico de cabecera en el Manhattan General, ahora que estamos obligados a ir allí?
– Todavía no -admitió Laurie-, pero puedo llamar a Sue Passero, mi antigua compañera de la universidad. Estoy segura de que se podría ocupar de mí.
– Perfecto -contestó Jack. Se frotó las manos-. ¿Te parece mejor que la llame yo para estar seguros de que te lo haces?
Laurie rió.
– Lo haré. Lo haré.
– Hoy.
– ¡De acuerdo, por amor de Dios! ¡Lo haré hoy!
– Gracias -dijo Jack soltándole el brazo-. Ahora que hemos zanjado ese asunto, quiero preguntarte si podemos llegar a algún tipo de compromiso en lo que se refiere a tu marcha.
Por un momento, Laurie se quedó perpleja. Justo cuando creía que no iba a plantear la cuestión de su relación, Jack sacaba el tema.
– Como te he dicho -prosiguió él-, anoche te eché de menos. Y lo que es aún peor, jugué al baloncesto desastrosamente. Todas las defensas que me había preparado con tanto cuidado ante tu ausencia se anularon por un inesperado encuentro con unas medias tuyas.
– ¿Qué medias? -preguntó Laurie poniéndose nuevamente en guardia y evitando a propósito reírse de los agudos sarcasmos de Jack. Para ella no había nada gracioso en su sugerencia de que sus proezas con el baloncesto eran un factor determinante a la hora de que le pidiera que volviera.
– Un par que dejaste en el baño. Pero no te preocupes, están a salvo y guardadas en el cajón.
– ¿A qué te refieres cuando hablas de compromiso? -preguntó Laurie, dubitativa.
Jack se agitó en su asiento. Resultaba evidente que la pregunta lo incomodaba. Laurie le dejó que se tomara su tiempo. Al final, Jack hizo un gesto que denotaba su confusión y se encogió de hombros.
– Podemos empezar acordando que hablaremos del asunto de manera regular.
A Laurie se le encogió el corazón.
– Eso no es ningún tipo de compromiso -dijo en un tono que reflejaba su decepción-. Jack, los dos sabemos a qué nos enfrentamos. En nuestra situación, hablarlo no va a resolver nada. Sé que suena a lo contrario que siempre he dicho acerca de la comunicación. Lo importante de la cuestión es que yo he estado haciendo componendas desde el principio y especialmente durante el último año. Creo haber entendido la carga que arrastras, y te comprendo; eso es lo que me ha mantenido en una circunstancia que no satisfacía mis necesidades. Es tan sencillo como eso. Creo que nos queremos, pero que estamos en una encrucijada. Yo necesito una familia, un compromiso estable. Por utilizar una de tus expresiones, la pelota está en tu alero. Tú decides. Seguir hablando resulta superfluo. Llegados a este punto, no voy a intentar convencerte, que es lo que parecería si empezáramos a hablar. Y hay otra cuestión que quiero aclarar: no me fui por un arrebato del momento. Fue algo que venía de lejos.
Durante unos minutos, se quedaron mirándose sin moverse. Al final, fue Laurie la que tomó la iniciativa y le dio un cariñoso apretón en la pierna.
– Esto no implica que dejemos de hablar de otras cosas. No quiere decir que vayamos a dejar de ser amigos. Solo significa que, a menos que estés decidido a comprometerte, yo estoy mejor en mi apartamento. Ah, y entretanto, seguiré con mi «distracción».
Laurie se levantó, sonrió a Jack sin rencor y salió cruzando la sala de comunicaciones camino del ascensor.