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Cinco semanas más tarde

Jasmine Rakoczi estaba segura de que había como mínimo dos francotiradores apostados en la azotea del destrozado edificio de su derecha. Justo delante de ella, se abría un espacio que conducía a otra construcción de mayor altura. Su plan era sencillo: cruzar a toda prisa la explanada, meterse en el edificio y dirigirse al tejado. Desde allí podría dar buena cuenta de los francotiradores y adentrarse en la devastada ciudad para cumplir su misión.

Frotándose las manos de expectación ante su inminente carrera por el terreno despejado, se preparó lo mejor que pudo. El corazón le latía aceleradamente y su respiración era rápida y superficial; pero, echando mano de su entrenamiento militar, se tranquilizó, respiró hondo y finalmente se lanzó.

Por desgracia, las cosas no le salieron como había planeado. A medio camino de la explanada, y justo cuando se encontraba totalmente al descubierto, algo atrajo la atención de su mirada periférica y la hizo vacilar. El resultado fue el previsible: los disparos la alcanzaron; o habiendo sido alcanzada, sin duda no iban a ascenderla.

Mascullando algunas imprecaciones escogidas de entre las que había aprendido con los marines, apartó las manos del teclado y se frotó vigorosamente el rostro. Llevaba varias horas concentrada jugando como recluta del Ejército Rojo en la batalla de Stalingrado del videojuego Call of Duty. Hasta ese momento lo había estado haciendo estupendamente, pero su fracaso significaba que tenía que empezar de nuevo. El objetivo consistía en completar una serie de misiones de dificultad progresiva y ser ascendida hasta llegar al grado de comandante de carros de combate. Sin embargo, no lo iba a conseguir. Al menos aquella noche.

Descansando las manos en el regazo, contempló el lado de la pantalla del ordenador para ver lo que la había distraído. Se trataba de una ventanita que se había abierto y parpadeaba para avisarle de que acababa de recibir un correo electrónico. Dando por hecho que se iba a enfadar aún más cuando descubriera que se trataba de un anuncio de Viagra o alguna estúpida oferta de pornografía, Jazz hizo «clic» en el recuadro. Para su agrado, ¡se trataba de un mensaje del señor Bob!

Un escalofrío le recorrió la espalda igual que una descarga eléctrica. Hacía más de un mes que no tenía noticias del señor Bob y había empezado a pensar que la Operación Aventar había sido cancelada. A lo largo de la última semana había llegado a deprimirse tanto como para sentir la tentación de recurrir al número de teléfono de emergencia que el señor Bob le había facilitado, únicamente para cuando ella, y solo ella, estuviera en un apuro. Puesto que no era el caso, se había resistido; pero al pasar los días y aumentar su descontento empezó acariciar la idea. Al fin y al cabo, estaba llegando el momento en que quizá tuviera que abandonar el Manhattan General, el hospital donde el señor Bob le había indicado concretamente que debía colocarse.

La razón de que Jazz estuviera pensando en marcharse se debía a que su relación con la enfermera encargada del turno de noche, Susan Chapman, se había deteriorado hasta un punto que rozaba lo ridículo. Aunque por otra parte lo mismo le había ocurrido con el resto de sus compañeras de turno. Jazz había llegado a la conclusión de que el turno de noche era el lugar donde las enfermeras más incompetentes se ocultaban del mundo. Ignoraba de qué modo había logrado Susan encaramarse hasta una posición de mando, especialmente en la quinta planta del Manhattan General. No solo era una gorda fofa, sino que no tenía idea de nada y siempre andaba dándole órdenes para que se encargara de eso o aquello y encontrando defectos en todo lo que ella hacía; cosa nada difícil teniendo en cuenta que las demás enfermeras no dejaban de fastidiarla, especialmente cuando se refugiaba en el cuarto trasero para descansar unos minutos y leer una revista.

Lo peor de todo era que Susan siempre le asignaba los casos peores -como si ella no tuviera nada más que hacer que tocarse las narices toda la noche- y dejaba que las demás se llevaran los más fáciles. Susan incluso había tenido la cara dura de llamarle la atención por husmear en los historiales médicos de los casos que no le correspondían y de preguntarle por qué bajaba con tanta frecuencia a la planta de obstetricia cuando se suponía que era su hora de almorzar. Susan le había dicho que la enfermera de Obstetricia se le había quejado.

En aquella ocasión, Jazz se había mordido la lengua y resistido la tentación de responderle como se merecía; o aún mejor, de seguirla hasta su casa y echar mano de la Glock para deshacerse de ella de una vez por todas. Sin embargo, se había inventado una excusa haciendo referencia a su necesidad de ampliar conocimientos. Fue todo mentira, pero pareció funcionar, al menos durante un tiempo. El problema estaba en que necesitaba pasar por Obstetricia y Neurocirugía casi cada noche para mantenerse al tanto de lo que ocurría en aquellos departamentos. Aunque no tenía pacientes que «sancionar», había seguido informando de los casos que terminaban mal, que en Obstetricia eran la mayoría, relacionados con el uso de medicamentos que daban lugar a que nacieran niños con malformaciones. Desgraciadamente, informar de aquello no resultaba divertido ni estimulante, y el dinero parecía calderilla comparado con lo que le pagaban por lo otro.

Conteniendo el aliento, Jazz abrió el correo del señor Bob.

– ¡Sí! -gritó mientras golpeaba el aire con ambos puños, como si fuera una ciclista profesional que acabara de ganar una etapa. El correo contenía un único nombre: «Stephen Lewis», ¡lo cual significaba que Jazz tenía una nueva misión! De repente, acudir al trabajo había dejado de ser la desagradable tarea en que se había convertido. Tener que soportar a Susan Chapman y al resto de idiotas no iba a resultarle más fácil, pero al menos tendría una motivación.

Presa de una gran agitación, Jazz comprobó rápidamente en internet el saldo de su cuenta en el extranjero y se dedicó a contemplarlo durante unos instantes de placer. Ascendía a treinta y ocho mil novecientos sesenta y cuatro dólares más unos pocos céntimos. Pero lo mejor era que al día siguiente sumaría cinco mil dólares más.

Para ella, la idea de tener dinero en el banco equivalía a poder. Aunque no fuera a emplearlo en nada concreto, sabía que podía. El dinero le brindaba opciones. Nunca había tenido dinero en un banco; el dinero que había ganado se lo había gastado en lo que le había apetecido en cada momento en un vano intento de ocultar la realidad de su vida. En el colegio y el instituto había sido en drogas.

Jazz había crecido en un entorno de casi miseria, en un diminuto apartamento del Bronx de una sola habitación. Su padre, Geza Rakoczi, el único hijo de un opositor a la dictadura húngaro que había emigrado a Estados Unidos en 1957, la había engendrado a la edad de quince años. Su madre, Mariana, tenía la misma edad y provenía de una numerosa familia portorriqueña. Por motivos religiosos, los dos jóvenes habían sido obligados por sus respectivas familias a abandonar los estudios y a casarse. Jasmine nació en 1972.

Para ella, la vida fue una lucha constante desde el principio. Sus padres dejaron de ir a la iglesia, a la que culpaban de sus desgracias; se convirtieron en alcohólicos y en consumidores de droga y se peleaban continuamente cuando estaban lo bastante sobrios. Su padre trabajaba de modo esporádico en ocupaciones manuales, desaparecía de casa durante semanas y estuvo en la cárcel por varios delitos menores, incluyendo violencia doméstica. Su madre tuvo diversos empleos, pero la despedían continuamente por absentismo o por deficiencias en el trabajo a causa del alcohol. Al final se convirtió en obesa, circunstancia que aún limitó más sus posibilidades.

La vida de Jasmine fuera de su casa no resultó mejor. El vecindario y los colegios estaban sumidos en una espiral de violencia como resultado de la acción de las bandas callejeras y del tráfico de drogas que afectaba hasta las escuelas elementales. Incluso los profesores de los parvularios tenían que ocuparse más de los problemas de comportamiento que de enseñar.

Obligada a vivir en aquel mundo precario y peligroso donde la única norma era el cambio constante, Jasmine fue aprendiendo a salir adelante a fuerza de equivocarse. Cuando volvía a casa tras las clases, nunca sabía lo que le esperaba. Un hermano que había tenido a los ocho años, y que ella había considerado como su alma gemela, falleció a los cuatro meses del Síndrome de Muerte Infantil Repentina. Aquella había sido la última vez que Jasmine lloró.

Mientras contemplaba los casi cuarenta mil dólares de su cuenta en el extranjero, recordó la única otra vez en que había creído tener dinero. Había sido al año siguiente de la muerte de su hermanito, Janos. Nevó lo suficiente para que la nieve se acumulara en las calles, y Jasmine, con una pala que encontró en el sótano del edificio, se dedicó a recorrer el vecindario limpiando las aceras a paletadas. A las cinco de la tarde había amasado una fortuna: trece dólares.

Orgullosa, regresó a casa con el lío de billetes de dólar aferrado en la mano. Contemplándolo retrospectivamente, tendría que haberlo sabido; pero en aquella época no pudo evitar presumir de su nueva adquirida riqueza como prueba de su valía. El resultado, tal como Jazz llegaría a saber, fue el previsible: Geza le quitó el dinero diciendo que ya era hora de que contribuyera a las cargas familiares. Al final, acabó gastándoselo en tabaco.

Una leve sonrisa cruzó el rostro de Jazz al recordar cuál había sido su venganza. El único ser al que su padre quería en aquella época era un ruidoso chucho callejero de pelo largo y del tamaño de una rata que alguien le había regalado en uno de sus múltiples empleos. Un día, mientras Geza estaba bebiendo cerveza y mirando el boxeo en la televisión, ella se llevó al perro al baño, donde la ventana siempre estaba abierta para mitigar el hedor que salía del estropeado retrete. Podía recordar como si fuera el día antes la expresión del animal mientras ella lo sacaba al vacío, sujetándolo por el pellejo de la nuca, y él intentaba frenéticamente llegar a la ventana. Cuando lo soltó, el animal emitió un breve aullido antes de aplastarse contra el cemento, cuatro pisos más abajo.

Más tarde, su padre la despertó brutalmente para preguntarle si sabía algo de la muerte del can. Jazz lo negó vehementemente, pero aun así recibió una buena tunda, lo mismo que su madre, que aseguró con toda sinceridad no saber nada de la caída. De todas maneras, para Jazz la paliza valió la pena por muy aterrada que pudiera sentirse. Naturalmente, siempre tenía miedo cuando su padre la pegaba, lo cual sucedió casi a diario hasta que ella estuvo en condiciones de devolverle los golpes.

Jazz cerró la conexión a internet y miró la hora. Era demasiado pronto para ir a trabajar, pero tampoco le quedaba tiempo para ir al gimnasio. En cuanto a empezar una nueva sesión de Call of Duty, estaba demasiado inquieta para quedarse sentada; por lo tanto decidió acercarse a la tienda coreana de la esquina a comprar algunos productos básicos. Se le había acabado la leche, y sabía que le apetecería tomar un poco cuando regresara del hospital a la mañana siguiente.

Se puso el abrigo, y su mano fue instintivamente al bolsillo derecho, donde acarició la Glock. La sacó sin ninguna dificultad a pesar del largo silenciador y se apuntó en el pequeño espejo de pared que había al lado de la puerta. El orificio del cañón parecía la pupila de un maníaco tuerto. Jazz dejó escapar una risita mientras bajaba el arma y comprobaba el cargador. Estaba lleno, como de costumbre, y lo volvió a insertar con un suave «clic». A continuación cogió la bolsa de lona que utilizaba para salir de compras y se la echó al hombro.

Fuera, la temperatura era relativamente suave. Así era el mes de marzo en Nueva York: un día parecía que estuvieran en primavera y al siguiente en lo más profundo del invierno. Jazz caminó con las manos metidas en los bolsillos, una sujetando la Glock y la otra la Blackberry. Aferrar sus pertenencias le proporcionaba sensación de bienestar.

Puesto que no eran más que las ocho y media, había un buen número de peatones caminando por la acera y también tráfico de coches mientras Jazz se dirigía hacia Columbus Avenue. Al pasar ante su amado Hummer se detuvo un instante para admirar su reluciente superficie. Había utilizado como excusa el buen tiempo para lavarlo. Mientras seguía andando, se maravilló una vez más por la buena suerte que había tenido al tropezarse con el señor Bob.

Columbus Avenue se hallaba aún más abarrotada, con cantidad de gente, de autobuses, taxis y coches disputándose el espacio. El ruido de los motores diésel, los bocinazos y el chirrido de los neumáticos podrían haber sido insoportables si Jazz se hubiera detenido a prestarles atención, pero estaba acostumbrada a todo aquel barullo. El cielo que se veía entre los edificios era de un gris encapotado que reflejaba las luces de la ciudad. Apenas se veían las estrellas más brillantes.

La tienda tenía verduras, fruta, flores y otras mercancías, todas expuestas en la calle. Al igual que la avenida, su interior estaba lleno de clientes que hacían cola ante la única caja registradora. Jazz dio una vuelta mientras hacía su selección, que incluía pan, huevos, unas cuantas PowerBars y agua mineral, además de leche. Una vez cogido todo, y no sin cierta tensión, salió fuera y fingió examinar la fruta. Entonces, cuando creyó que había llegado el momento oportuno -con el propietario ocupado en la caja y su mujer en el interior del almacén-, simplemente dio media vuelta y se encaminó hacia casa. Una vez que estuvo lo bastante lejos para estar segura de que nadie saldría tras ella y no se vería obligada a inventar ninguna excusa por haberse marchado sin pagar, se echó a reír pensando en lo tontos que eran los tenderos. Resultaba fácil salir disimuladamente de un comercio con varias entradas, y se preguntó por qué no lo hacía más gente. En cuanto a ella, ya había perdido la cuenta de las veces.

De vuelta en su apartamento, dejó las provisiones en la nevera y miró la hora. Seguía siendo demasiado temprano para ir a trabajar. Fue en ese momento cuando reparó en la pantalla del ordenador. Allí, sobre la imagen de fondo, parpadeaba el mismo recuadro que le anunciaba un e-mail.

Temiendo que hubieran cancelado la misión de Stephen Lewis, aunque eso no había pasado nunca, Jazz se sentó al teclado y abrió la ventana. Su inquietud aumentó al observar que se trataba de un segundo mensaje del señor Bob. Para su sorpresa y satisfacción contenía un nuevo nombre: «Rowena Sobczyk».

– ¡Sí! -exclamó cerrando los ojos con fuerza, haciendo una mueca y alzando los puños.

Después de un mes de no recibir ni un nombre, que le llegaran dos la misma noche era increíble. Nunca le había sucedido. Se sentía casi mareada de tanto contener el aliento cuando reabrió los ojos y contempló la pantalla. Quería asegurarse de que no eran imaginaciones suyas, y no lo eran: el nombre seguía allí, destacando nítidamente contra el fondo blanco. Se preguntó vagamente qué clase de apellido sería ese de Sobczyk, ya que la yuxtaposición de consonantes le recordaba el suyo.

Se levantó y empezó a quitarse la ropa de calle mientras se dirigía al vestuario. Seguía siendo temprano para que se presentara en el hospital, pero no le importó. Iría de todos modos. Estaba demasiado emocionada para sentarse sin hacer nada. Pensó que al menos podría realizar un reconocimiento del hospital y trazar un plan general de ataque. Sacó su uniforme de trabajo y se lo puso. A continuación hizo lo propio con la bata blanca. Mientras se vestía, pensó en su cuenta bancaria. Al día siguiente, a la misma hora, ¡el saldo sería casi de cincuenta mil dólares!

Una vez sentada en el Hummer, Jazz hizo lo necesario para tranquilizarse. Había estado bien celebrarlo durante un rato, pero había llegado el momento de ponerse serios. Sabía que despachar dos pacientes resultaría el doble de difícil que hacerlo solo con uno. Por un momento pensó en repartirse la tarea en dos noches, pero descartó la idea: si el señor Bob así lo hubiera querido, le habría enviado los mensajes en días consecutivos. Era evidente que se suponía que debía «sancionar» a ambos la misma noche.

De camino al hospital, ni siquiera se molestó en incordiar a los taxistas. Estaba decidida a mantener la compostura y la concentración. Aparcó el Hummer en su plaza habitual del primer piso y entró en el hospital. Tras dejar su abrigo donde siempre, se dirigió a la planta baja y entró tranquilamente en Urgencias. Le satisfizo comprobar que reinaba el caos de siempre. Tal como había hecho en anteriores misiones, consiguió hacerse sin problemas con las dos ampollas de cloruro potásico. Con una en cada bolsillo de su bata blanca volvió al ascensor y subió a la quinta planta.

En comparación con la sala de urgencias, parecía un remanso de tranquilidad. Sin embargo, Jazz era consciente de la actividad que reinaba. Un vistazo a la lista le dijo que todas las habitaciones estaban ocupadas. El que la sala de descanso se encontrara vacía le indicó que todas las enfermeras y sus ayudantes estaban con los pacientes. En las noches tranquilas, a esa hora, las enfermeras del turno de tarde ya se habían reunido en la habitación de atrás, charlando y disponiéndose a informar y pasar el testigo al personal de noche. La única persona a la vista era la recepcionista de planta, Jane Attridge, que estaba ocupada adjuntando una serie de informes del laboratorio a los respectivos historiales médicos. Jazz echó un vistazo en la sala de medicinas para asegurarse de que Susan Chapman no rondaba todavía por allí. Siempre llegaba antes de la hora.

Jazz se sentó ante el ordenador y tecleó «Stephen Lewis». Le complació averiguar que su habitación era la 324 del Ala Goldblatt. Aunque nunca había ido por allí, le pareció un buen augurio. Sabía que al estar en la zona VIP del hospital encontraría menos actividad de enfermeras que en los pisos normales, lo cual sin duda le facilitaría la tarea. Lo único que tenía que averiguar era si al paciente le habían asignado una enfermera particular, cosa que dudaba porque solo tenía treinta y tres años y estaba ingresado para una operación de clavícula.

Una vez averiguado el caso de Stephen, Jazz tecleó el nombre de Rowena Sobczyk. De inmediato, una sonrisa se dibujó en su rostro. Rowena estaba allí mismo, en la habitación 517, justo al final del pasillo. Se le ocurrió que sería una ironía que le asignaran el caso, situación perfectamente posible. Si así sucedía, le facilitaría la «sanción» todavía más. Fuera como fuese, estaba convencida de que ocuparse de ambos la misma noche sería tan fácil como tirar al blanco.

– Has llegado prontísimo -dijo una voz en tono burlón.

Jazz volvió la cabeza, y una descarga de adrenalina le corrió por las venas. Se hallaba frente al mofletudo rostro de Susan Chapman, cuyas orondas facciones aparecían subrayadas por un ligero sarpullido seborreico. La expresión de Susan era más desafiante que amistosa cuando miró la pantalla del ordenador por encima del hombro de Jazz. Jasmine aborrecía la forma en que Susan se recogía el pelo en un tirante moño pasado de moda, y no podía evitar pensar que parecía una especie de enfermera anacrónica, especialmente si añadía los antiguos zapatos de cordones con gruesas suelas de cuero.

– ¿Qué estás haciendo, si es que puedo preguntarlo? -inquirió Susan.

– Únicamente intentando familiarizarme con nuestros casos -se las arregló para contestar Jazz, que se tragó la irritación que le provocaba aquella mujer y forzó una sonrisa-. Parece que estamos al completo.

Susan se quedó mirando a Jazz durante lo que pareció una eternidad.

– Estamos casi al completo. ¿Qué pasa con Rowena Sobczyk? ¿Acaso la conoces?

– No la he visto en mi vida -repuso Jazz. Seguía sonriendo, y su sonrisa parecía más auténtica porque ya se había repuesto del susto inicial de haber sido descubierta husmeando en la ficha de Rowena-. Estaba echando un vistazo a los nuevos pacientes que tenemos esta noche para familiarizarme.

– De eso me ocupo yo -contestó Susan.

– Lo que tú digas. -Jazz borró la pantalla y se levantó.

– Ya hemos hablado de esto en otras ocasiones -espetó Susan-. En este hospital tenemos unas normas que protegen la intimidad de nuestros pacientes. Si te vuelvo a pescar husmeando tendré que dar parte de tu conducta. ¿Me has entendido? Las fichas solo se consultan en caso de necesidad.

– Tengo que saber qué casos me han encargado.

Susan respiró hondo, como si estuviera exasperada, y miró a Jazz con los brazos en jarras, como una iracunda profesora de colegio.

– Tiene gracia -dijo Jazz rompiendo el silencio-, pero yo habría jurado que tú y los mandamases del hospital estimulabais la iniciativa individual. En fin, como veo que no es así, será mejor que me largue a la cafetería. -Arqueó las cejas interrogativamente y esperó un segundo por si había respuesta de Susan. Al ver que no, la obsequió con otra falsa sonrisa y se dirigió al ascensor. Mientras caminaba podía notar los ojos de Susan clavados en la espalda. Meneó imperceptiblemente la cabeza. Realmente, estaba aprendiendo a odiar a esa mujer.

Descendió hasta la planta baja por si acaso Susan estaba vigilando el indicador del ascensor y desde allí siguió por los pasillos hasta entrar en el vestíbulo del Ala Goldblatt. Podría haber bajado en la tercera planta o en la de pediatría y haber entrado desde allí, pero le preocupaba que Susan pudiera albergar sospechas de sus paseos por el centro.

Hasta en su planta baja el Ala Goldblatt era por completo distinta del resto del hospital. Las paredes estaban recubiertas de caoba y en ellas colgaban óleos con su respectiva iluminación; los corredores aparecían enmoquetados. Los visitantes que salían de los ascensores y se marchaban iban elegantemente vestidos, y los diamantes de las mujeres relucían.

A pesar de las complejas medidas de seguridad de la entrada, nadie puso objeciones a la llegada de Jazz por los accesos del hospital. Junto con otras enfermeras de servicio, se dirigió hasta los ascensores para esperar que llegara uno: se fijó en que todas ellas iban vestidas a la antigua, igual que Susan Chapman. Varias llevaban cofias.

Jazz fue la única persona que se apeó en la planta tercera. Igual que el vestíbulo de abajo, estaba revestida de madera, enmoquetada y decorada con obras de arte. Varios visitantes que se marchaban esperaban el ascensor, y algunos le sonrieron. Ella les devolvió el gesto.

No le parecía en absoluto hallarse en una clínica. Sus zapatillas de deporte apenas hacían ruido en la moqueta. Al asomarse a las habitaciones de los pacientes vio que estaban decoradas con el mismo refinamiento, con muebles tapizados y telas caras. Las horas de visita llegaban a su fin, y la gente se despedía. Cuando estuvo a la altura de la habitación 324 aminoró el paso. A unos veinte metros delante de ella se encontraba el mostrador de las enfermeras: un brillante centro de luz comparado con la tenue iluminación del vestíbulo.

La puerta de la habitación 324 estaba entreabierta, y Jazz miró a un lado y otro del pasillo para cerciorarse de que pasaba inadvertida. Se acercó al umbral y tuvo una vista completa del interior. Tal como esperaba, no había enfermera particular. Tampoco visitas. El paciente era un fornido afroamericano que estaba desnudo de cintura para arriba. Un aparatoso vendaje le cubría el hombro derecho, y tenía una vía intravenosa pinchada en el brazo izquierdo. Se hallaba sentado en la cama del hospital con el respaldo subido y miraba la televisión situada en lo alto de un rincón. Jazz no podía ver la pantalla, pero dedujo por el sonido que se trataba de algún acto deportivo.

Stephen apartó la vista del televisor y miró a Jazz.

– ¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó.

– Solo estoy comprobando que todo esté en orden -dijo Jazz sin faltar a la verdad. Estaba satisfecha. Iba a ser coser y cantar.

– Las cosas estarían un poco mejor si los Nicks se decidieran a jugar como saben -contestó Stephen.

Jazz asintió, se despidió con un gesto de la mano, volvió a la planta baja y se dirigió a la cafetería. Estaba satisfecha.


La primera mitad del turno de noche transcurrió como estaba previsto. Jazz estaba a cargo de once pacientes, lo que suponía más trabajo que el asignado a sus compañeras, pero no se quejó. La habían emparejado con la mejor de las ayudantes, lo cual equilibraba la situación. Por desgracia no le tocó Rowena Sobczyk. Con lo ocupada que estaba, no tuvo ocasión de hacer nada para el señor Bob hasta la pausa del almuerzo, que acababa de empezar.

Jazz bajó en el ascensor con otras dos enfermeras y dos ayudantes con las que compartía la pausa para comer, pero se aseguró de perderlas de vista antes de llegar a la cafetería: no quería verse metida en su conversación y que se le hiciera difícil marcharse. Devoró un emparedado y se bebió medio litro de leche desnatada sin sentarse siquiera. Únicamente disponía de treinta minutos, y tenía mucho que hacer.

En el transcurso de su turno, Jazz había añadido unas cuantas jeringas a las ampollas de potasio que llevaba en los bolsillos. Salió de la cafetería y se metió en el lavabo de señoras. Una rápida ojeada bajo las puertas de los excusados le reveló que no había nadie. Para mayor discreción entró en uno de ellos y cerró. Sacó las ampollas de una en una, las destapó con cuidado y preparó las inyecciones. Una vez tapadas las agujas con sus respectivos capuchones, las devolvió a las profundidades de los bolsillos de su bata.

A continuación, salió del excusado y envolvió rápidamente los vacíos recipientes en toallas de papel. Seguía estando sola. Dejando los envoltorios en el suelo, los aplastó con la punta de la zapatilla. El vidrio hizo un débil sonido al quebrarse. Luego, Jazz arrojó los restos de papel y cristal al contenedor de basura.

Se miró en el espejo. Se pasó los dedos por el corto cabello, se ajustó la bata y se colocó bien el estetoscopio que llevaba al cuello. Satisfecha, se dirigió a la salida, armada y dispuesta para la acción. Había sido tan simple como eso. Estaba empezando a apreciar la eficiencia de ocuparse de dos casos la misma noche. Era como hallarse en una línea de montaje.

Cogió el ascensor principal hasta el tercer piso evitando el vestíbulo del Ala Goldblatt para no llamar la atención de los guardias de seguridad. La tercera planta estaba dedicada plenamente a pediatría, y mientras recorría el pasillo hacia el Ala Goldblatt, la idea de niños enfermos le despertó desagradables recuerdos del pequeño Janos. Fue ella quien lo encontró aquella fatídica mañana. La pobre criatura estaba tiesa como una tabla y ligeramente azulada, boca abajo sobre su arrugada sábana. Siendo pequeña todavía, Jazz se había dejado llevar por el pánico y, desesperada en busca de ayuda, fue corriendo a donde dormían sus padres para intentar despertarlos; sin embargo, ninguno de sus esfuerzos pudo arrancarlos de su etílico sueño. Al final, Jazz acabó llamando a la policía y dejando pasar personalmente al equipo sanitario de emergencia.

Una pesada puerta antiincendios separaba el Ala Goldblatt del resto del hospital. Era como si nunca la hubieran abierto y, tras un par de infructuosos intentos, tuvo que apoyar la pierna en la jamba y utilizar toda la fuerza de sus músculos para conseguir que se moviera. Cuando cruzó al otro lado, volvió a caer en la cuenta de lo distinta que era la decoración de la zona Goldblatt. Lo que más le llamó la atención fue la iluminación: en lugar de los habituales fluorescentes, había apliques de pared y las lámparas de los cuadros, cuya intensidad había sido reducida desde su última visita.

Volvió a empujar la puerta antiincendios con el hombro para asegurarse de que se abriría cuando volviera. Esa vez se movió con mucho menos esfuerzo que antes. Echó a andar por el pasillo con paso decidido. Era consciente por experiencia de que no había que mostrarse vacilante porque eso llamaba la atención. Sabía adónde se dirigía, y actuó en consecuencia. A pesar de echar un vistazo por el largo pasillo no vio a nadie, ni siquiera en el distante mostrador de enfermeras. A medida que iba pasando ante las habitaciones de los pacientes oyó el ocasional pitido de un monitor e incluso vio alguna enfermera atendiendo a un paciente.

Al acercarse a su objetivo, experimentó la misma emoción que había sentido en combate, en Kuwait, en 1991. Era algo que solamente los soldados que habían estado en el frente podían comprender. A veces, sentía algo parecido cuando jugaba una partida de Call of Duty, pero no era comparable. Para ella era un poco como el «speed», solo que mejor y sin la resaca. Sonrió para sus adentros: que le pagaran por lo que iba a hacer lo convertía en aún más placentero. Llegó a la habitación 324 y no lo dudó. Entró directamente.

Stephen seguía sentado en la cama, pero totalmente dormido. El televisor estaba apagado. La habitación estaba relativamente a oscuras: la única iluminación provenía de una luz de seguridad y de una luz empotrada del baño. La puerta del lavabo estaba entreabierta y proyectaba sobre el suelo y la cama una estrecha franja de luz igual que una tira de pintura fluorescente. La vía intravenosa seguía en su sitio.

Jazz comprobó la hora. Eran las tres y catorce minutos. Rápida pero silenciosamente fue hasta la cama y abrió la vía intravenosa. Dentro de la cámara Millpore, el goteo se convirtió en un flujo constante. Jazz se inclinó y observó el punto donde la aguja penetraba en el brazo de Stephen. No se apreciaba hinchazón. La intravenosa funcionaba perfectamente.

Volvió a asomarse al pasillo para asegurarse por última vez. No había nadie a la vista. Todo estaba en calma. Mientras volvía al lado de la cama se subió las mangas de la bata por encima de los codos para que no le estorbaran. A continuación, sacó una de las jeringas y le quitó el capuchón de seguridad con los dientes mientras sostenía la línea intravenosa con la mano izquierda. A pesar de su nerviosismo, se serenó antes de clavar la aguja. Se enderezó y escuchó. No oyó nada.

Jazz vació el contenido de la jeringa en el conducto con un fuerte y constante impulso. Mientras lo hacía, vio que el nivel de la cámara Millpore aumentaba, lo cual esperaba que sucediera.

La solución de cloruro potásico hacía que el fluido intravenoso se retirara. Lo que no esperaba fue el ruidoso gemido de Stephen, ni que sus ojos se abrieran de repente; pero aún más inesperado fue que la mano del paciente surgiera de repente y la aferrara por la muñeca con sorprendente fuerza. Un ahogado grito de dolor brotó de los labios de Jazz cuando unas afiladas uñas se le clavaron en la piel.

Dejó caer la jeringa a un lado de la cama e intentó desesperadamente deshacer la presa del brazo, pero no pudo. Al mismo tiempo, el gemido de Stephen se convirtió en un grito. Abandonando todo intento de soltarse, Jazz le tapó la boca con su mano libre al tiempo que apoyaba en ella todo el peso de su torso en un frenético intento de silenciarlo. Lo consiguió a pesar de que Stephen se retorció intentando liberarse.

El forcejeo se prolongó unos instantes, pero las fuerzas de Stephen menguaron rápidamente. Cuando su presa en el brazo de Jazz se debilitó, sus uñas le desgarraron la piel haciéndola gritar de nuevo.

El episodio terminó tan bruscamente como había empezado. Stephen puso los ojos en blanco, su cuerpo quedó inerte y la cabeza se le desplomó sobre el pecho.

Jazz se liberó. Estaba furiosa.

– ¡Maldito cabrón! -masculló para sí.

Se miró el brazo. Algunos de los arañazos sangraban. Le entraron ganas de golpear al responsable, pero se controló porque sabía que ya estaba muerto. Recogió la jeringa y se puso a cuatro patas para buscar el maldito capuchón que había tenido entre los dientes y que había soltado al gritar. No tardó en dejarlo. Como alternativa dobló la aguja ciento ochenta grados antes de guardarse la jeringa en el bolsillo de la bata. Apenas daba crédito a lo sucedido. Desde que había empezado a despachar enfermos aquella era la primera vez que se encontraba con un paciente tan fuerte.

Tras reducir el goteo de la intravenosa, dejarlo como estaba y volver a ponerse el estetoscopio alrededor del cuello, Jazz fue rápidamente hasta la puerta y miró a un lado y otro del pasillo.

Por suerte, nadie parecía haber oído el grito de Stephen ya que el corredor seguía tan silencioso como un depósito de cadáveres. Se bajó apresuradamente las mangas de la bata para ocultar los arañazos de su antebrazo, miró de nuevo a Stephen para asegurarse de que no se olvidaba nada y salió.

Sin pérdida de tiempo volvió sobre sus pasos hasta llegar a la puerta de incendios. Una vez al otro lado se apoyó contra ella. Se encontraba algo nerviosa por culpa de las inesperadas complicaciones, pero enseguida recobró la compostura. Razonó que, a pesar de planificarlo, era normal que se topara con problemas de vez cuando. Luego, se examinó el brazo con mejor luz. Tenía tres rasguños en la parte interior del antebrazo que le habían dejado tres marcas que descendían hacia la muñeca. Dos de ellas sangraban ligeramente. Meneó la cabeza pensando que Stephen, desde luego, se había merecido lo que le había pasado.

Jazz volvió a bajarse la manga con cuidado. Eran las tres y veinte, y todavía le quedaba una «sanción» por ejecutar. Sabía que era el momento oportuno porque la enfermera asignada a Rowena tenía el mismo rato libre que ella y todavía tardaría unos diez minutos en volver. De todas maneras, no podía entretenerse. Caminando rápidamente, volvió al ascensor principal y subió a su planta.

En el mostrador de enfermeras solo había una persona. Era Charlotte Baker, una menuda auxiliar, y estaba ocupada escribiendo unas notas para las enfermeras. Jazz miró en la salita y en el cuarto de medicamentos cuya puerta estaba abierta. Ambos se encontraban vacíos.

– ¿Dónde está nuestra intrépida jefa? -preguntó mirando el pasillo en ambas direcciones sin ver a nadie.

– Creo que la señora Chapman está en la habitación 502 echando una mano con una cateterización -repuso Charlotte sin levantar la mirada-, pero no estoy segura. Llevo un cuarto de hora aquí, vigilando el fuerte.

Jazz asintió y miró hacia la 502. La habitación se hallaba en la dirección opuesta a la de Rowena. Intuyendo que no tendría mejor ocasión, se apartó del mostrador que cerraba el cuarto de enfermeras, se aseguró de que Charlotte no le prestaba atención y se encaminó hacia la 517. De nuevo, el pulso se le aceleró ante la expectativa de la acción, solo que esta vez la emoción tenía un leve tinte de ansiedad por lo ocurrido con Stephen Lewis. El ligero dolor de los arañazos era un aviso de que no podía controlar todas las variables.

Un paciente vio a Jazz cuando esta pasó rápidamente ante la puerta de su habitación y la llamó, pero ella hizo caso omiso. Miró el reloj y calculó que disponía de seis minutos antes de que sus compañeras volvieran de la pausa, incluyendo la enfermera que se ocupaba de Rowena; pero teniendo en cuenta que ninguna era puntual, eso le daba cierto margen. Seis minutos era mucho tiempo.

La escena se parecía a lo que había encontrado en la habitación de Stephen, solo que sin la moqueta, las cortinas buenas y los muebles tapizados. La única luz provenía de una lámpara de seguridad. La puerta del baño estaba entreabierta; pero la luz, apagada. Rowena Sobczyk se encontraba en la cama, durmiendo y con los dos pies vendados tras una operación bilateral de los tobillos. Estaba boca arriba y roncaba ligeramente. Jazz la observó. A pesar de que tenía veintiséis años, parecía mucho más joven con sus pequeñas facciones y el negro y rebelde cabello desparramado en la almohada.

Jazz abrió la vía intravenosa para que corriera libremente y se inclinó para comprobar que no hubiera hinchazón. Puesto que no la encontró, todo estaba dispuesto. Sacó la segunda jeringa sosteniéndola con la mano derecha y cogió el conducto intravenoso con la izquierda. Igual que había hecho en la habitación de Stephen Lewis, utilizó los dientes para retirar el capuchón. Clavó sin tardanza la aguja en la entrada auxiliar de la vía y situó el pulgar en el émbolo. Tras respirar hondo un segundo, lo apretó lentamente.

Rowena se agitó de cintura para arriba. Jazz retiró la jeringa y entonces escuchó pasos en el pasillo. Su intuición la puso en guardia inmediatamente porque el sonido la hizo pensar en los zapatones de enfermera de Susan. Miró rápidamente hacia la puerta del corredor entreabierta y después a Rowena, que se sujetaba el brazo de la vía intravenosa y emitía sonidos gorgoteantes.

Asustada, Jazz se metió la jeringa y el capuchón en el bolsillo y se apartó de la paciente. Por unos segundos pensó en esconderse en el baño en caso de que Susan hubiera oído los ruidos, pero enseguida descartó la idea, no fuera que empeorara la situación. Pensando que la mejor defensa era un ataque, se encaminó hacia la puerta.

Confirmando sus peores temores, nada más cruzar el umbral casi se dio de bruces con Susan, que entraba en el cuarto.

La enfermera dio un paso atrás con aire indignado y miró a Jazz con la misma actitud desafiante de antes.

– Charlotte me ha dicho que estabas aquí. ¿Qué demonios estás haciendo? Esta paciente es de June.

– Pasaba por el pasillo cuando ella llamó.

Susan se inclinó hacia un lado para esquivar a Jazz, que llenaba el hueco de la puerta, y miró el interior de la habitación sumida en penumbra.

– ¿Qué le pasaba?

– Creo que estaba soñando.

– Parece que se agita y… ¡Pero si tiene la vía intravenosa completamente abierta!

– ¿De verdad?

Susan se abrió paso obligando a Jazz a apartarse. Se acercó a Rowena y disminuyó el flujo en la vía.

– ¡Oh, Dios mío! -exclamó, y volviéndose hacia Jazz añadió-: ¡Enciende la luz! ¡Tenemos una emergencia!

Jazz hizo lo que le decían mientras la enfermera jefe hacía sonar la alarma. A continuación, Susan le ordenó que fuera al otro lado de la cama y bajara los barrotes. Segundos más tarde, la llamada de emergencia sonaba a través de los altavoces del hospital.

– ¡Tiene el pulso irregular! -gritó Susan poniendo los dedos en el cuello de Rowena para notar la carótida-, ¡o al menos lo tenía! -Retiró la mano y saltó encima de la cama poniéndose de rodillas y a caballo sobre la paciente-. ¡Tenemos que empezar una reanimación cardiopulmonar! ¡Ocúpate tú del boca a boca y yo haré las compresiones!

Con gran reticencia, Jazz le tapó la nariz a Rowena y puso su boca sobre la de ella, soplando e hinchándole los pulmones. No encontró resistencia, lo cual indicaba que la paciente estaba inerte. Era la única que sabía que intentar resucitar a Rowena, llegada a ese estado no era más que una broma pesada.

Charlotte y otra enfermera llamada Harriet llegaron y lograron conectar y poner en marcha un electrocardiograma. Susan seguía con las compresiones, y Jazz, para mantener las apariencias, con la respiración asistida.

– Tenemos una cierta actividad eléctrica -anunció Harriet-, pero me parece extrañamente compleja.

En ese instante se presentó el equipo de reanimación y se hizo rápidamente cargo del asunto. Jazz fue apartada mientras Rowena era entubada con mano experta y conectada a oxígeno puro. Se solicitaron medicamentos y fueron prestamente administrados. Se tomó una muestra de sangre arterial y se envió al laboratorio para un informe estadístico sobre gases en la sangre. Los extraños registros verificados por Harriet habían desaparecido del todo. El electrocardiograma trazó una línea recta, y el equipo de internos empezó a desanimarse. Rowena parecía no responder.

Mientras la reanimación proseguía sin esperanzas, Jazz salió de la habitación y volvió al cuarto de las enfermeras. Entró en la salita y se sentó con la cabeza entre las manos. Necesitaba unos minutos para recobrarse. Se había puesto muy nerviosa con el incidente de Stephen, y que además las cosas se le hubieran torcido también con Rowena había sido demasiado. No lo podía creer. Nunca había tenido problemas en los casos anteriores. No podía evitar preguntarse si se asustaría en su próxima misión.

Por el rabillo del ojo vio a Susan acercándose al mostrador de enfermeras. Jazz no la había oído, pero imaginó que había preguntado a la auxiliar encargada, porque esta señalaba en su dirección. Cuando Susan fue hacia ella, Jazz comprendió que iba a tener que capear un nuevo enfrentamiento.

Susan entró y cerró la puerta. No dijo nada, ni siquiera después de haberse sentado. Simplemente se quedó mirándola fijamente.

– ¿Siguen intentando resucitar a la paciente? -preguntó Jazz, incómoda por el silencio. Si iban a discutir, que se acabara cuanto antes.

– Sí -respondió la enfermera jefe secamente antes de hacer una nueva pausa. A Jazz le dio la impresión de que era una especie de extraño concurso de miradas. Por fin, Susan dijo-: Quiero preguntarte otra vez qué hacías en el cuarto de Rowena Sobczyk. Me has dicho que la paciente te llamó. ¿Qué te dijo?

– No recuerdo si fueron palabras. Solo la oí, así que fui a ver, ¿vale?

– ¿Hablaste con ella?

– No. Estaba dormida, así que di media vuelta y salí.

– O sea, que no viste que la intravenosa estaba abierta.

– Así es. No miré la intravenosa.

– ¿Y ella te pareció normal?

– ¡Pues claro! Por eso salía cuando casi tropezamos.

– ¿Qué son esos arañazos del brazo?

Por la forma en que Jazz estaba sentada, las mangas de la bata se le habían subido dejando al descubierto las tres raspaduras y un poco de sangre seca.

– Ah, ¿esto? -preguntó cambiando las manos y bajándose las mangas-. Me las hice en el coche, cuando venía hacia aquí. No es nada.

– Pero han sangrado.

– Puede que un poco, pero no hay problema.

Jazz se vio de nuevo en ese extraño duelo de miradas, como si la estuvieran sometiendo a un tercer grado. Susan no decía nada y apenas parpadeaba. Al final, Jazz se levantó.

– Bueno, tengo que volver al trabajo -dijo sorteando a la enfermera jefe.

– Me parece una extraña coincidencia que estuvieras en esa habitación -dijo Susan volviéndose para encararse con ella.

– Está claro que cuando la paciente llamó debía hallarse al comienzo de lo que fuera que le ha causado la crisis. Lo que ocurre es que yo no vi nada cuando entré. Puede que hubiera debido comprobarlo mejor; pero ¿qué pretendes, hacer que me sienta peor de lo que ya me siento?

– No, la verdad es que no -admitió la enfermera jefe y miró hacia otra parte.

– Bueno, pues lo pretendas o no, lo estás consiguiendo -replicó Jazz antes de salir en busca de la auxiliar que le había sido asignada para aquella noche.

Al principio, creyó que con sus palabras había conseguido librarse de una situación peligrosa con Susan; pero, a medida que fue transcurriendo el resto de su turno, se fue preocupando más. Tenía la impresión de que cada vez que se daba la vuelta, Susan la estaba mirando. Cuando llegó la hora del relevo y las enfermeras de día estaban siendo informadas de los incidentes de la noche, incluyendo el de Rowena Sobczyk, el problema había adquirido proporciones ridículas. Teniendo en cuenta la conducta de Susan, a Jazz no le cabía la menor duda de que ella sospechaba. En su mente solo había sitio para el comentario del señor Bob de que no debían verse ondas sobre la superficie. En lo que a ella hacía referencia, la situación con Susan no amenazaba con crear ondas en la superficie, sino un verdadero maremoto.

Su mayor temor era que, tras el informe, Susan fuera a ver directamente a la supervisora, Clarice Hamilton, una gigantesca afroamericana a quien Jazz consideraba tan estúpida como Susan para trasladarle sus sospechas. Si eso llegaba a ocurrir, sin duda se organizaría un buen follón y a ella no le quedaría más remedio que recurrir al número de emergencia para llamar al señor Bob. En cualquier caso, lo que el señor Bob podía hacer en ese momento era francamente poco.

En cuanto la presentación de informes hubo concluido, Jazz se quedó donde estaba y fingió tener cosas que hacer. Susan pasó cinco minutos más despachando algunos asuntos con la jefa de día. Por lo cerca que se encontraba, Jazz pudo escuchar la mayor parte de la conversación. Por suerte, Susan no dijo nada relacionado con ella. Cuando hubo acabado, la enfermera jefe cogió su abrigo y, charlando y riendo junto con June, se dirigió al ascensor. Entonces Jazz recuperó su abrigo y tomó de paso un par de guantes de látex del mostrador.

A aquella hora de la mañana, con el cambio de turno, la zona de ascensores estaba abarrotada. Jazz se aseguró de mantenerse en la periferia, tan lejos de Susan y June como le fuera posible, y cuando llegó el ascensor se metió tan al fondo como pudo. Desde allí podía distinguir a la enfermera jefe por su ridículo moño.

Cuando la cabina se detuvo en el primer piso, Jazz se abrió camino y salió junto con una docena de personas, incluyendo a Susan. Sabía que la enfermera, al igual que ella, llegaba al trabajo en coche. Como una bandada de gallinas, el grupo salió por la puerta que daba a la pasarela hasta el aparcamiento. Jazz se quedó atrás para cerrar la marcha y, entretanto, se puso los guantes de látex.

Una vez en el aparcamiento, el grupo se dividió hacia sus respectivos vehículos. Jazz avivó entonces el paso. Tenía las manos en los bolsillos, y con la derecha aferraba la Glock. Redujo la distancia que la separaba de Susan, de modo que, cuando la enfermera rodeó el lado del conductor de su Ford Explorer, ella hizo lo mismo por la parte del pasajero. En cuanto oyó que se abrían los cerrojos, abrió la puerta y se deslizó en el asiento delantero.

Jazz lo había calculado a la perfección. Fue como si ella ya hubiera estado sentada cuando Susan se puso al volante. En otras circunstancias, la expresión de sobresalto de su superiora le habría parecido graciosa. El problema era que a Jazz nada de aquello le parecía divertido ya.

– ¿Qué demonios…? -protestó la enfermera jefe.

– Pensé que podríamos hablar un momento en privado y limar asperezas -dijo Jazz. Tema ambas manos en los bolsillos, con los brazos rectos y los hombros subidos.

– No tengo nada de qué hablar contigo -le espetó Susan, que introdujo la llave de contacto y puso en marcha el motor-. Ahora sal de mi coche. Me voy a casa.

– Yo creo que tenemos mucho de qué hablar. No has dejado de mirarme en toda la noche y quiero saber el motivo.

– Pues porque eres un bicho raro.

Jazz rió con desprecio.

– Lo que dices tiene gracia viniendo de ti.

– Esa es la clase de comentario que confirma mi impresión -replicó Susan-. Para serte sincera, nunca me he fiado de ti. No sé por qué te has hecho enfermera. No te llevas bien con nadie y careces de compasión. Todas las noches tengo que asignarte los casos más fáciles.

– ¡Y una mierda! -saltó Jazz-. ¡Siempre me das los más complicados!

Durante un segundo, Susan contempló a Jazz del mismo modo que lo había hecho durante el turno de noche.

– No pienso discutir contigo. La verdad es que si no sales de mi coche ahora mismo pienso llamar a Seguridad y hacer que se encarguen de ti.

– Todavía no me has dicho por qué no me has quitado el ojo de encima. Quiero saber si tiene algo que ver con Rowena Sobczyk.

– ¡Claro que tiene que ver! Es demasiada coincidencia que salieras de su habitación cuando no eras su enfermera. Además, resulta que me acuerdo de que te vieron saliendo del cuarto de Sean McGillin, y él tampoco era tu paciente. Pero no me corresponde a mí hablar contigo de esto. Es cosa de la supervisora de enfermeras, y yo pienso asegurarme de que habla contigo.

– Ah, ¿sí? -se burló Jazz-. Me parece que no deberías estar tan segura, maldita perdedora.

Jazz sacó la pistola sin esfuerzo aparente.

Susan vio el arma, pero no pudo más que levantar la mano cuando Jazz le disparó dos veces en un lado del pecho. Susan fue arrojada contra la portezuela y se quedó allí, con la mejilla aplastada contra el vidrio.

A pesar del silenciador, el ruido en el interior del habitáculo fue superior a lo que Jazz esperaba, lo mismo que el olor de la cordita. Con la mano libre, apartó el humo. Luego, dándose la vuelta, miró por la ventanilla de atrás. Muchos coches circulaban por el aparcamiento, pero en su mayoría subían o bajaban las rampas porque todas las plazas de aquella planta estaban ocupadas. Unos pocos vehículos salían. Jazz estaba segura de que con todo aquel tráfico y movimiento, nadie habría podido oír las detonaciones de la Glock. Se guardó el arma en el bolsillo.

Extendió el brazo, agarró a Susan por el moño y la sentó debidamente en el asiento, dejando que la cabeza le cayera sobre el pecho pero manteniéndola recta.

¡Menuda perdedora!, se dijo mientras colocaba los inertes brazos de la mujer en el volante. ¡Y los perdedores merecen morir!

Apagó el motor y a continuación abrió el bolso de Susan rebuscando en su interior hasta que encontró la cartera. La abrió, se quedó el efectivo y tiró por el suelo las tarjetas de crédito con la intención de que pareciera un atraco. Volviéndose de nuevo, miró por la ventanilla de atrás hacia la puerta que daba a la pasarela. En ese momento, un grupo de enfermeras salió y las mujeres se despidieron mientras se dirigían a sus respectivos vehículos. Jazz se agachó para ocultarse hasta que se perdieron de vista. Sentándose de nuevo, miró su Hummer. Se hallaba a solo dos coches de distancia. Tras un rápido vistazo para asegurarse de que todo estaba despejado, se apeó del vehículo de Susan y se alejó dando la vuelta por delante del coche de al lado.

Cuando estuvo en su Hummer se quitó los guantes de látex y los guardó en el bolsillo. Puso en marcha el motor, salió marcha atrás y se dirigió hacia la salida. Al pasar ante el coche de Susan le echó un vistazo. Parecía que la enfermera estuviera echando una cabezada tras una noche de duro trabajo. Perfecto.

Cuando se incorporó al tráfico de la mañana se permitió respirar hondo. No se había dado cuenta de lo tensa que estaba.

Había sido una noche difícil, pero estaba convencida de haberla resuelto satisfactoriamente: era diez mil dólares más rica y se había deshecho de un problema potencial. La Operación Aventar seguía en marcha. La vida le sonreía.

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