Con un gesto de revés, Jack dejó el número de Cosmopolitan en la mesita de la sala de médicos de la planta de quirófanos. Buscaba desesperadamente algo que leer, pero aquella revista en concreto no era de las suyas. Ya había acabado con todo lo demás, incluyendo los números atrasados de Time, People, National Geograpbic y Newsweek además de los periódicos del sábado. Incluso había intentado mirar un rato la CNN, pero no había podido concentrarse en el programa, especialmente después de las dos tazas de café que se había tomado. Habían dado las doce menos cuarto, y Laurie seguía en el quirófano, lo cual lo tenía cada vez más inquieto.
Jack había subido al segundo piso junto con la doctora Riley y el ordenanza para acompañar a Laurie; luego le había dado un último y tranquilizador apretón en el brazo antes de que ella y los demás desaparecieran hacia la sala de quirófanos. Con la esperanza de que Laura reconsiderara su negativa a permitirle permanecer como observador, había ido a los vestidores y se había puesto la ropa de trabajo del hospital después de dejar la suya en una taquilla sin candado. Sin embargo, Laura siguió mostrándose firme y le dijo que saldría a avisarle tan pronto como la intervención hubiera finalizado. Jack intentó distraerse para no obsesionarse con lo mucho que tardaba. Mientras esperaba, el turno y las caras de la sala cambiaron cuando entró el nuevo grupo encargado de ocuparse del ala de quirófanos.
Nadie lo molestó, y él lo agradeció porque no estaba de humor para ponerse a conversar.
Justo antes de la medianoche, la doctora Riley apareció por fin en la puerta de la sala. Cuando vio a Jack se le acercó, y él se puso en pie. Parecía agotada, pero afortunadamente sonreía.
– Lamento el suspense -dijo Laura-. Hemos tardado un poco más de lo que esperábamos, pero todo ha ido bien.
– Gracias a Dios -suspiró Jack-. ¿Cuál ha sido el problema?
– No dejaba de sangrar. Había perdido mucha sangre, y su nivel de coagulación no era el que deseábamos. En estos momentos se encuentra en la UCPA, y quiero que siga allí para que puedan controlar su nivel de coagulación y su presión sanguínea.
– Parece buena idea.
– Veo que se ha cambiado de ropa.
– Sí. Esperaba que cambiara de idea sobre dejarme entrar como observador.
– Lo siento -dijo Laura-. Sé por Laurie que su relación es algo más que profesional. En los casos de parto no tengo inconveniente a la hora de que las parejas participen; pero no cuando se trata de operaciones como esta.
– No tiene que disculparse -repuso Jack-. Ella está bien, y eso es lo único que importa.
– En realidad me alegro de que se haya cambiado porque he conseguido que le dejen pasar para una visita rápida, suponiendo que esté de acuerdo.
– Me encantaría, pero dígame una cosa: ¿se trataba de un embarazo ectópico?
– Sí -contestó Laura-. Estaba localizado en el istmo del oviducto, bastante cerca de la pared uterina, lo cual puede que explique el volumen de la hemorragia. El oviducto en sí tenía un aspecto anormal y hemos tenido que extirparlo junto con el ovario derecho. En el aspecto positivo, el oviducto y el ovario izquierdo eran perfectamente normales, de modo que su fertilidad no debería verse afectada.
– Eso es algo que le gustará saber -convino él.
Sabiendo ya que Laurie se encontraba en vías de recuperación, Jack se permitió pensar en el feto que había perdido y se sorprendió ante sus propias emociones. A pesar de que, tal como Laurie había señalado, creía que iba a experimentar alivio, lo cierto era que se sentía triste. Aunque lamentarse no le resultaba agradable en ninguna circunstancia, en aquella concreta veía un lado positivo porque le hacía pensar que podía estar más dispuesto a tener otro hijo de lo que hubiera pensado solo unos días antes.
Haciéndole un gesto para que lo siguiera, Laura lo condujo a la zona principal de quirófanos. Había varias enfermeras reunidas alrededor del mostrador, ocupadas con papeleo. De la pared de enfrente colgaba una pizarra de borrado rápido con una serie de casillas: a la izquierda figuraban los números de los quirófanos; en la parte superior, formando columnas, había espacios para el nombre de los pacientes, del cirujano, el anestesista, las enfermeras de turno y el tipo de intervención. Jack vio que había ocho casos en curso, y el nombre de Laurie tachado.
La UCPA se encontraba más allá del mostrador, y consistía en una amplia sala completamente blanca con dieciséis camas, ocho a cada lado, de las cuales solo estaban ocupadas cuatro. Los pacientes parecían dormidos a pesar de la frenética actividad y la intensa iluminación. Todos tenían su propia enfermera, que comprobaba constantemente desde las constantes vitales a las emisiones de orina; de las condiciones respiratorias a la temperatura interna del cuerpo y lo anotaban todo en las tablillas sujetas a las camas. Además de esas actividades, regulaban los goteos de las vías intravenosas, vigilaban los drenajes quirúrgicos o iban a buscar fluidos o medicamentos al almacén. Una enfermera rubia, de macizo aspecto y aires de bulldog, dirigía el mostrador centralizado. Sus maneras denotaban la autoridad de un sargento de instrucción. Laura se la presentó. Se llamaba Thea Papparis.
– Espero que comprenda que solo se podrá quedar unos minutos -dijo la enfermera, cuyo tono era tan enérgico como su presencia física.
– Le agradezco que me haya dejado entrar -contestó Jack mostrando un respeto hacia las normas impropio de él. En circunstancias normales, solía considerarlas simples guías orientativas, pero, dependiendo los cuidados de Laurie en parte de su conducta, había decidido mostrarse especialmente circunspecto, como lo demostraba que no hubiera irrumpido en el quirófano cuando la operación había empezado a alargarse.
– Tiene ahí una estupenda mujer, doctor -le dijo Thea-. Es un encanto, incluso bajo los efectos de la anestesia.
Durante un segundo, su atención se desvió hacia uno de los monitores empotrados en el mostrador: uno de los pacientes había tenido un latido a destiempo con la pausa correspondiente, y Jack aprovechó la ocasión para mirar a la doctora Riley, que puso cara de culpabilidad como diciéndole que había tenido que mentir acerca de su condición marital para que lo dejaran entrar en la UCPA.
Thea se volvió hacia su visitante.
– ¿Qué le estaba diciendo…? ¡Ah, sí! Su mujer es un ángel. La mayoría de la gente que tenemos no se enteran, y otros pueden mostrarse poco dispuestos a colaborar e incluso hostiles; pero su mujer no. Así da gusto.
– Gracias -repuso Jack-. Aprecio los cuidados que le brinda.
– Es nuestro trabajo.
Laura hizo un gesto a Jack para que la siguiera y se dirigieron hacia la cama más alejada. Un enfermero con un impresionante tatuaje de una sirena en el antebrazo estaba ajustando el gota a gota de Laurie.
– ¿Cómo evoluciona, Pete? -preguntó la doctora mirando brevemente la tablilla antes de acercarse al lado derecho de la cama.
– Todo va como la seda -contestó Pete-. La presión y el pulso se mantienen estables. Está dejando escapar un poco de orina, y de la sonda no ha salido nada.
– Bien -dijo la doctora cogiendo el brazo de Laurie y moviéndola suavemente para despertarla mientras la llamaba por su nombre.
Laurie abrió los ojos, pero no del todo; luego, frunció el entrecejo como si tuviera que hacer un esfuerzo para mantenerlos abiertos. Miró primero a Laura y después a Jack, que se había situado en el otro lado de la cama. Sonrió plácidamente y puso una mano flácida en la de él.
– ¿Recuerdas que te he dicho que la operación había finalizado? -le preguntó Laura.
– La verdad es que no -reconoció Laurie sin apartar la vista de Jack.
– Bueno, pues ya está. Todo ha salido bien. Hemos detenido la hemorragia. Te diría que te relajaras, pero ya veo que es precisamente lo que estás haciendo.
Laurie volvió lentamente la cabeza hacia la médico.
– Gracias por todo lo que has hecho. Lamento haberte estropeado el sábado por la noche.
– No te preocupes. Ha sido visto y no visto.
– ¿Estoy ahora en la UCPA?
– Sí. Lo estás.
– ¿Y voy a quedarme a pasar la noche?
– Así es. He pedido que te tengan controlada hasta que venga a hacer mi ronda. La unidad de cuidados intensivos está llena; pero esto está igual de bien, y hasta puede que mejor. Espero que no te importe. Puede que te cueste dormir con tanta actividad.
– No me importa lo más mínimo -contestó Laurie dando un apretón a la mano de Jack.
– Bueno -añadió Laura-, ahora os voy a dejar a los dos. Nos veremos mañana por la mañana a las siete, Laurie. Estoy segura de que todo estará bien y de que podremos llevarte a alguna de las habitaciones de la planta de Obstetricia y Ginecología. Eso suponiendo que tengamos cama libre. Esta noche me consta que están hasta arriba; pero ya nos preocuparemos de eso mañana, ¿de acuerdo?
– De acuerdo -contestó Laurie.
La doctora Riley se marchó con un último saludo.
– ¿Qué hora es? -preguntó Laurie volviéndose hacia Jack.
– Las doce, más o menos.
– ¡Dios mío, qué rápido ha pasado la noche! El tiempo pasa volando cuando te diviertes.
Jack sonrió.
– Me alegro de comprobar que no has perdido tu sentido del humor. ¿Cómo te sientes?
– Estupendamente. Ya sé que parece ridículo, pero no siento ninguna molestia. Lo peor es que tengo la boca seca. No sé qué me habrán dado, pero me tiene en el séptimo cielo. Además, ahora que todo ha acabado, puedo reconocer que estaba francamente asustada. Fui una tonta dejando que el problema se me escapara de las manos.
– No creo que debas culparte.
– Pues sí. Mi falta de reacción ante síntomas tan claros es un buen ejemplo de uno de mis peores rasgos de personalidad: mi tendencia a apartar de mi mente cualquier asunto potencialmente desagradable, ya sea físico o emocional. En el fondo, me parezco a mi madre más de lo que me gustaría admitir.
– Estás empezando a asustarme con esta nueva introspección tuya que seguramente se debe a los efectos de la anestesia -bromeó Jack-. ¿Qué te han dado, alguna especie de suero de la verdad? Será mejor que no contestes. Hablemos de algo más banal: ¿te han contado que tuviste un embarazo ectópico con ruptura?
– Estoy segura de que sí, pero mi memoria a corto plazo todavía no funciona del todo.
– Tan pronto como me enteré de que estabas bien, me invadió una extraña emoción.
– Vaya, eso sí que es raro que me lo digas -dijo Laurie con una leve sonrisa en los labios-. ¿Qué te pasó, te llevaste un chasco al saber que iba a salir de esta?
– No me he explicado bien. A lo que me refiero es que, cuando comprendí que no tenía motivos para preocuparme por ti, me di cuenta de que estaba triste porque habíamos perdido a esa criatura.
Durante un momento, Laurie no dijo palabra, y su sonrisa se desvaneció mientras miraba a Jack con expresión de incredulidad.
– ¿Hola? -dijo este-. ¿Estás ahí?
Lentamente, Laurie levantó la mano libre y se secó una lágrima con el dedo mientras meneaba la cabeza como si no pudiera dar crédito a lo dicho por Jack.
– Si te he oído bien, y teniendo en cuenta las circunstancias, puede que haya sido lo más tierno que me has dicho nunca. Vas a hacerme llorar.
– ¡No llores! -exclamó nerviosamente Jack al notar que el pulso de Laurie se aceleraba en la pantalla del monitor que había detrás de la cama. Lo que menos deseaba era alterar su estado-. Hablemos de otra cosa, eso suponiendo que tengamos tiempo -propuso mirando primero a Pete, que fingía no escuchar, y después a Thea, en el mostrador, para asegurarse de que no había visto la reacción de Laurie; por suerte, la enfermera se hallaba momentáneamente ocupada con otro asunto. Aliviado, Jack volvió su atención hacia Laurie-. No voy a poderme quedar mucho más, y no creo que me permitan entrar otra vez. Normalmente no me reprimiría tanto, pero te tienen como rehén. Temo que si me paso de la raya te lo harán pagar a ti de alguna manera. Ya sé que parece una tontería, pero me da la impresión de que este sitio lo dirige la Gestapo.
– ¿Qué has estado haciendo durante estas tres horas?
– Me he ido de juerga. No, yo… -contestó Jack intentando pensar en decir algo gracioso, pero no se le ocurrió nada. Rió, incómodo-. No lo puedo creer. Mi sentido del humor me ha abandonado.
– Lo que te pasa es que estás cansado y aburrido. ¿Por qué no te vas a casa a dormir un poco?
– ¿Dormir? -preguntó-. Eso queda descartado. En la sala de médicos me tomé dos tazas de café, así que no creo que consiga pegar ojo hasta el jueves.
– No puedes quedarte sentado aquí, en el hospital -dijo Laurie-. Si de verdad no crees que puedas dormir, ¿por qué no haces lo que te propuse antes y vas a mi oficina? Ya que vas a quedarte despierto, al menos aprovecha el tiempo.
– Pues mira, puede que lo haga -contestó mientras se le ocurría que quizá pudiera llevarse los papeles de Laurie a la sala de descanso de los médicos. Era el turno de noche, y quizá le ayudara a matar el tiempo el poder hablar con alguno de los sujetos de las listas de Roger. No obstante, cuando lo pensó de nuevo, tuvo que reconocer que el fatal destino de Roger hacía que se lo tomara con menos entusiasmo.
– Lamento interrumpir -dijo Thea, apareciendo al pie de la cama-, pero van a tener que posponer su reunión. Tenemos unos cuantos casos a punto de llegar.
– Solo un momento más -le rogó Jack.
Thea asintió y volvió a su puesto de mando.
– Escucha -dijo Jack inclinándose sobre Laurie-. Antes de marcharme quiero estar seguro de que te encuentras cómoda estando aquí. Sé sincera. De lo contrario, me instalaré al otro lado de la puerta y no me moveré.
– Me encuentro muy cómoda. Deberías dormir un poco.
– Ya te lo he dicho. No tengo intención de dormir. Estoy como una moto. ¡Listo para un triatlón!
– De acuerdo. Tranquilo. Si quieres mantenerte ocupado, vuelve a mi oficina y tráete aquí los papeles.
– ¿Seguro que estás cómoda?
– Seguro.
– De acuerdo -dijo Jack dándole un beso en la frente antes de ponerse en pie-. Tú puedes dormir por los dos. Volveré y trataré de venir a verte dentro de unas horas si esa valquiria me lo permite -comentó señalando por encima del hombro con el pulgar.
– Estaré bien -le aseguró Laurie-. No te preocupes.
Con un último apretón de la mano, Jack volvió al mostrador central. Mientras Thea hablaba por teléfono, Jack escribió su nombre y número de móvil.
– Gracias de nuevo por dejarme entrar -le dijo cuando ella se dio la vuelta y lo miró.
– No hay de qué -contestó Thea, que acto seguido se puso de puntillas mirando más allá de Jack y gritó-. ¡Sí, Claire! ¡Ese es el gota a gota al que me refería! Me parece que no funciona como es debido. -Volvió a mirar a Jack-. Lo siento. No se preocupe por su mujer, nosotros la cuidaremos.
– Le he anotado el número de mi móvil -dijo Jack entregándole el papel-. Si se produce algún cambio en su estado le agradecería que me llamara.
– Haremos lo que podamos -respondió Thea cogiendo la nota y dejándola en la mesa. Sonrió brevemente a Jack y se volvió hacia una de las enfermeras que se acercaba para preguntarle algo.
Con una última mirada hacia Laurie, Jack salió de UCPA y cruzó la sala de médicos. Los rostros habían cambiado, pero no la escena. Entró en el vestuario de caballeros y se cambió de ropa.
El vestíbulo del hospital estaba extrañamente silencioso y ofrecía un curioso contraste con el bullicio matutino. Cuando salió por la puerta principal se alegró de ver que unos cuantos taxis esperaban pacientemente en la acera. La lluvia que habían pronosticado había empezado a caer.
El taxi lo dejó en la plataforma de carga del depósito, y Jack pasó directamente ante la garita de seguridad. Carl Novak, el agente de guardia, saltó de su asiento tirando al suelo el libro de bolsillo que estaba leyendo, como si lo hubieran pillado desprevenido. Se asomó por la puerta y preguntó:
– Doctor Stapleton, ¿ocurre algo?
– Nada, Carl -contestó Jack por encima del hombro.
Mike Passano, uno de los técnicos del depósito, tuvo una reacción parecida cuando escuchó el eco de la voz de Jack resonando por el alicatado pasillo. Mientras este esperaba el ascensor, Mike sacó la cabeza y preguntó:
– ¿Hay algún caso del que debamos ocuparnos?
– No -repuso Jack-. Es que este sitio me gusta tanto que no puedo mantenerme alejado.
El cuarto piso apenas estaba iluminado, de tal modo que las puertas color naranja de los despachos se veían de un tono parduzco. Una vez dentro del despacho de Laurie, Jack encendió la luz y parpadeó bajo la relativa claridad. Se sentó al escritorio de Laurie y examinó su contenido. Había dos pilas de historiales clínicos. Al lado estaban las listas de Roger y una libreta con las anotaciones de Laurie sobre la relación que existía entre unos casos y otros. En la pared frente a la mesa había dos post-it: uno era un recordatorio para mostrar el ECG de Sobczyk a un cardiólogo; el otro, para preguntar qué clase de prueba era un MFUPN. Encima de la mesa había otro post-it lo bastante arrugado para que resultara difícil de leer. Escrito con la letra de Laurie ponía: «MEF2A positivo». Jack no tenía ni idea de qué significaba «MEF2A».
Lo que no vio fue el CD que recordaba haber visto a Laurie copiar en el despacho de Roger, y miró brevemente bajo los historiales y las listas. Incluso abrió los cajones de la mesa que, a diferencia de los suyos, estaban pulcramente ordenados. El CD no estaba. Se rascó la cabeza, perplejo. ¿Dónde podía haberlo puesto? Miró el reloj. Eran casi la una y media de la madrugada.
Respiró hondo e intentó poner en orden sus pensamientos. Su corazón latía a todo galope por culpa del café, pero su mente funcionaba a paso de tortuga. Le resultaba difícil concentrarse. Con Laurie en una situación tan delicada, no le gustaba estar alejado del Manhattan General; aun así, se habría vuelto loco si hubiera tenido que quedarse en la sala de descanso de los médicos sin hacer nada. Tal como le había dicho ella, se llevaría el material del escritorio al hospital; pero antes se le ocurrió que quizá tuviera tiempo para hallar la respuesta a las preguntas de los post-it. Con varios hospitales cerca, solo le llevaría un momento, y podía ser importante.
Poniéndose en pie, buscó entre los historiales hasta que encontró el de Sobczyk. Le fue fácil encontrar la tira de ECG porque Laurie la había marcado con una regla. La estudió una y otra vez hasta que no tuvo más remedio que reconocer que carecía de sentido para él. En su opinión, dudaba que nadie pudiera hallárselo. Básicamente era el registro de unas células cardíacas al borde de la extinción. Con cuidado sacó la página con la tira, la cogió junto con los dos post-it, salió del despacho dejando la luz encendida y se encaminó hacia el ascensor. La puerta se abrió nada más apretar el botón, cosa que nunca sucedía durante el día: era la única persona en el edificio.
Mientras bajaba planificó su estrategia a pesar de que su mente divagaba. Pensaba dirigirse al centro médico NYU Bellevue, entrar en Urgencias y hablar con el cardiólogo de guardia. Jack no creía que le llevara demasiado tiempo porque era más que probable que el cardiólogo estuviera trabajando; a continuación planeaba pasar por el laboratorio para ver si podía encontrar al supervisor nocturno. Si alguien podía decirle qué tipo de análisis era el MFUPN y qué significaba dar positivo en MEF2A, ese era el supervisor. Se preguntó si ambas incógnitas estarían relacionadas.
Fuera seguía lloviznando, de manera que Jack corrió literalmente hacia la Primera Avenida con la hoja del historial de Sobczyk protegida bajo la chaqueta. La sala de urgencias del Bellevue tenía el mismo aspecto que la del General cuando había ido a ver a Laurie. La afluencia de gente no solía disminuir hasta las tres de la madrugada. Jack se dirigió a recepción y consiguió la atención de un enfermero que por su planta bien podría haber sido portero de discoteca; su nombre era Salvador, y llevaba una docena de cadenas de oro sobre su velludo pecho.
– Soy el doctor Stapleton -se identificó Jack-. ¿Podría decirme quién es el cardiólogo de guardia?
– No lo sé, pero lo averiguaré -contestó antes de preguntar a voces a un colega que se hallaba en la zona de tratamiento que se abría al otro lado del mostrador. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor la respuesta. El otro sujeto se hallaba fuera de la línea de visión de Jack.
– Es la doctora Shirley Mayrand -repuso el enfermero volviéndose hacia Jack.
– ¿Sabe usted si la doctora se encuentra aquí en estos momentos?
– Ni idea -contestó el enfermero encogiéndose de hombros.
– ¿Cómo puedo localizarla?
– Yo puedo hacerlo por usted -propuso Salvador, que cogió el teléfono y marcó el número de la centralita-. ¿Quiere que la llame a Urgencias?
Jack asintió.
– La esperaré aquí mismo.
Jack se dio la vuelta y contempló la escena, que en cualquier caso resultaba visualmente animada. Repartida ante él, e instalada en las sillas de vinilo de la sala de espera, había una amplia muestra de la vida de Nueva York que abarcaba desde lo más alto a lo más bajo: de bebés que lloraban a viejos babeantes; de mendigos sin hogar a tipos vestidos a la última moda; de borrachos a perturbados; de heridos a enfermos. Todos aguardaban turno para que se ocuparan de ellos.
– ¡Un momento! -chilló Thea por teléfono mientras intentaba llenar un impreso. Al no conseguir hacer ambas cosas a la vez, lo dejó estar y reanudó la conversación. Se trataba de la supervisora del turno de noche, Helen Garvey.
– ¿Cuál es el recuento de camas? -preguntó Helen sin más preámbulos.
– ¿Ocupadas o vacías? -quiso saber Thea.
– Es la pregunta más tonta que he escuchado esta noche.
– Estás de mal humor.
– Estoy en mi derecho. Según me acaban de avisar de Urgencias, nos va a llegar una avalancha de casos con todo tipo de traumatismos. La primera oleada ya está en camino. Se ha producido un choque frontal entre un autobús y una furgoneta, y el autobús ha saltado por encima del guardarraíl. Según tengo entendido, han repartido a los heridos, pero a nosotros nos ha tocado la parte del león. He llamado a todo el personal de guardia para poner en marcha los veinte quirófanos. Va a ser una larga noche.
– Aquí tenemos trece pacientes y solo tres camas libres.
– Malo. ¿Qué situación tienen esos pacientes?
Thea recorrió sus dominios con la vista mientras repasaba mentalmente la situación de cada caso.
– Todos están más o menos bien salvo uno que tiene un aneurisma que le vuelve a sangrar. No se pude mover de aquí porque es posible que vuelvan a abrirlo. Sigue perdiendo sangre por el drenaje.
– ¿Y los demás están estables?
– Por el momento.
– Pues ya puedes hacer sitio porque se avecina una gorda.
Thea colgó. Se sentía como una moto. Desafíos como aquel eran su punto fuerte.
– ¡Escuchad! -llamó a sus tropas-. Vamos a pasar a situación de desastre, ¡y no se trata de ningún ejercicio!
El desbloqueo de las ruedas de la cama sacó a Laurie de su anestesiada somnolencia y la medio despertó. Parpadeó ante la intensa claridad de los fluorescentes del techo y por un momento no supo dónde ni en qué momento estaba. Hubo otra sacudida cuando la cama empezó a moverse, y aquella brusquedad le recordó que acababa de sufrir una operación abdominal. De golpe, Laurie supo dónde se encontraba, y el gran reloj que había en la puerta de la UCPA, hacia donde se dirigía, le dijo la hora: las dos y veinticinco.
Volviendo la cabeza en respuesta al parloteo de unas voces, Laurie captó un atisbo de la frenética actividad del mostrador central. Luego, echó la cabeza hacia atrás y miró al ayudante que se la llevaba. Era un afroamericano delgado como una espiga y de tez clara, con un bigote muy fino y pelo entrecano. Los músculos del cuello se le tensaban mientras se esforzaba por alinear la cama con las puertas batientes.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Laurie.
El celador no respondió, sino que se concentró en frenar la cama antes de hacerla retroceder unos pasos. Las puertas de la UCPA se abrieron de golpe. Una nueva cama entraba a toda prisa llevando a un paciente recién salido del quirófano. Había alguien en la cabecera, empujando, y otra persona en los pies, tirando. Los acompañaba un anestesista que mantenía abiertas las vías respiratorias del paciente sosteniéndole la mandíbula. Los tres hablaban al mismo tiempo.
Laurie repitió la pregunta al ayudante que la llevaba. Notaba una difusa angustia en la boca del estómago. Algo sucedía. Según le habían dicho, no iban a trasladarla hasta que su doctora fuera a verla por la mañana.
– Va usted a su habitación -dijo el celador, ocupado en maniobrar la cama de Laurie para dejar pasar la que llegaba.
– Pero se suponía que iba a quedarme aquí -repuso Laurie con creciente alarma.
– Allá vamos -dijo el hombre como si no la hubiera oído, soltando un gruñido al conseguir poner en movimiento la cama.
– ¡Espere! -gritó Laurie. El esfuerzo le provocó una mueca de dolor de la cicatriz.
Sorprendido por la súbita reacción de Laurie, el ayudante detuvo la cama y la miró con aire preocupado.
– ¿Qué pasa?
– Se supone que no debo salir de aquí -aseguró Laurie.
Tenía que hablar en voz muy alta para hacerse oír por encima del barullo de la sala, y para reducir en lo posible las molestias de la operación se apretaba con la mano la parte superior del abdomen evitando que las sacudidas movieran la zona intervenida. Cuando Jack había ido a verla, no sentía ningún tipo de molestia, pero desgraciadamente ya no era así.
– Tengo órdenes estrictas de llevarla a su habitación -dijo el asistente con expresión medio confundida y medio desafiante. Sacó una hoja de papel de su bolsillo y la miró-. Usted es Laurie Montgomery, ¿verdad?
Haciendo caso omiso, Laurie levantó la cabeza de la almohada y miró hacia el mostrador central, que era un hervidero de actividad. Las puertas batientes se abrieron de nuevo y metieron a toda velocidad en la UCPA a otro paciente recién operado. De nuevo, el ayudante tuvo que apartar la cama de Laurie para dejarlo entrar.
– Quiero hablar con la enfermera jefe -exigió Laurie.
El celador miró a Laurie y el mostrador central con obvia indecisión y meneó la cabeza.
– Usted no me va a llevar a ninguna parte -afirmó Laurie-. Se supone que debo quedarme aquí. Necesito hablar con el supervisor, con quien sea que esté al cargo.
Haciendo un gesto de resignación, el celador fue al mostrador dejando la cama de Laurie en medio de la sala y sujetando en la mano el papel que había sacado del bolsillo. Laurie lo observó mientras el hombre intentaba que alguien le prestara atención. La persona que lo hizo le indicó a una maciza mujer con un casco de cabello rubio. Laurie observó mientras el celador mostraba la hoja a Thea y señalaba en su dirección.
Thea se llevó la mano a la frente como si ocuparse de aquel problema fuera lo último que necesitara. Salió de detrás del mostrador y fue directamente hacia Laurie con el celador siguiéndola de cerca.
– ¿Qué problema tiene? -preguntó con las manos en la cintura.
– Se supone que tengo que quedarme en la UCPA hasta que la doctora Riley me vea -dijo Laurie mientras se esforzaba para que se le ocurriera algo más que decir. El hecho de que acabaran de despertarla sumado al efecto de la anestesia hacían que su mente funcionara lentamente.
– Deje que le asegure que no solo evoluciona usted favorablemente, sino que su condición es más estable que el peñón de Gibraltar. Usted no necesita la UCPA, y por desgracia tenemos un montón de pacientes que sí. Nos encantaría agasajarla toda la noche, pero tenemos trabajo que hacer. Por lo tanto, ¡que lo pase usted bien! -Dando un último apretón en el brazo del celador para tranquilizarlo, la enfermera regresó al mostrador central para seguir ladrando órdenes a otra enfermera sobre otro paciente.
– Perdón -la llamó inútilmente Laurie-. ¿Podría usted avisar a mi médico o simplemente llamar a alguien?
Thea ni siquiera se dio la vuelta. Estaba inmersa en un nuevo problema.
El celador volvió a situarse tras la cabecera de la cama y la empujó hacia delante. Apuntó a las puertas de la UCPA y la cama chocó contra ellas, abriéndolas. Una vez fuera, la situó paralelamente al pasillo antes de seguir empujando. Laurie se fijó en que había varias camillas aparcadas junto a la pared con pacientes que esperaban para ser llevados a quirófano.
– Tengo que hacer una llamada -dijo Laurie cuando pasaron ante el mostrador de quirófanos.
– Tendrá que esperar a llegar a su habitación -respondió el ordenanza encaminándose hacia la salida.
Cuando llegaron a los ascensores, una sensación de desespero se apoderó de Laurie. La estaban alejando rudamente de su prometido santuario para abandonarla a su suerte, y no podía hacer nada para evitarlo. Víctima de la debilidad causada por la pérdida de sangre y limitados sus movimientos por el dolor de la intervención, no podía imaginarse más vulnerable, y, acordándose del perfil de los pacientes de su serie comprendió que encajaba en él: tenía la edad adecuada, gozaba de buena salud, llevaba un gota a gota, la acababan de operar y era abonada reciente de AmeriCare. Su único consuelo eran las estadísticas y el hecho de que Najah había sido detenido.
– ¿Adónde me lleva? -preguntó Laurie intentando hallar un rayo de esperanza-. ¿No será a Obstetricia y Ginecología?
El ordenanza consultó su hoja de papel.
– No. Allí están completos. Va usted a la habitación 509, en la quinta planta.