Laurie no tardó tanto como había temido en regresar al trabajo; pero, de nuevo, el viaje en taxi le agravó notablemente las molestias abdominales. Marvin la estaba esperando con todo preparado, de modo que se puso a trabajar inmediatamente en la autopsia del sujeto custodiado por la policía, lo cual le resultó una buena terapia. Cuando hubo terminado, el dolor había desaparecido y en su lugar quedaba una cierta sensación de presión. Mientras se quitaba el traje de protección, se palpó la zona con los dedos. A diferencia de por la mañana, el contacto empeoró la situación. Más confundida que nunca, fue al baño para mirar si todavía manchaba, pero descubrió que no.
Subió a su despacho y contempló el teléfono. Una vez más pensó en llamar a Laura Riley, pero seguía reacia: apenas conocía a aquella mujer, y no le gustaba empezar su relación importunándola en pleno fin de semana con un problema que sin duda podría esperar hasta el lunes; al fin y al cabo, hacía días que sufría esos síntomas. La súbita aparición de unas pocas gotas de sangre era la única novedad destacable, y hasta eso parecía que había cesado.
Molesta consigo misma por su indecisión, Laurie pensó en llamar a Calvin. Podía comunicarle las últimas noticias sobre Roger y hacerle un resumen de la autopsia del custodiado por la policía en cuya garganta había descubierto amplios traumatismos que denotaban malos tratos por parte de las fuerzas del orden. Los casos así siempre resultaban complicados desde el punto de vista político, y se hacía necesario prevenir a Calvin. Sin embargo, no parecía haber presiones por parte de los medios de comunicación, y todavía faltaban los análisis de toxicología. Al final, Laurie decidió que el asunto podía esperar hasta el lunes a menos que fuera el propio Calvin quien la llamara.
En lugar de telefonear, Laurie optó por dedicar un poco de tiempo de verdad a los historiales de Queens y a las listas de Roger. Sentía que se lo debía ya que, en cierto sentido, él había dado la vida por la causa.
Lo primero en que se fijó fue en que los historiales del St. Francis eran notablemente distintos de los del General. Si este último funcionaba también como centro académico, el St. Francis era un simple hospital donde no había internos ni residentes tomando notas constantemente, de modo que los historiales eran mucho menos voluminosos. Hasta las anotaciones de las enfermeras y los médicos responsables resultaban muy breves, lo cual le facilitó la tarea.
Tal como esperaba después de haber leído los informes de los investigadores forenses, los perfiles encajaban con los del Manhattan General. Todas las víctimas eran relativamente jóvenes y habían muerto a las veinticuatro horas de haber sido operados por voluntad propia; también habían gozado todos de buena salud, lo cual hacía aún más trágica su muerte.
Laurie recordó entonces que Roger le había comentado haber averiguado que los casos del General eran de gente recién suscrita a AmeriCare. Al examinar los datos personales del historial que tenía entre manos, Laurie comprobó que también era el caso. Rápidamente verificó los otros cinco. Todos los pacientes eran suscriptores de AmeriCare desde hacía menos de un año; y dos de ellos solo llevaban dos meses.
Laurie meditó sobre aquella curiosa coincidencia y se preguntó si tendría algún significado. No lo sabía, pero de todos modos cogió una libreta y anotó: «Todas las víctimas son subscritores recientes de AmeriCare». Debajo, añadió: «Todas las víctimas fallecidas a las veinticuatro horas de la anestesia, todas con vía intravenosa puesta, todas jóvenes o de mediana edad, todas con buena salud».
Contempló su lista e intentó pensar en otros aspectos que los fallecidos pudieran tener en común. No se le ocurrió ninguno, de modo que dejó la libreta a un lado y volvió a los historiales. Aunque sabía que los casos del General habían ocurrido en distintas secciones del hospital, la mayoría habían sucedido en la quinta planta. Ignoraba lo relativo al St. Francis, pero no tardó en saber que también se habían repartido por todo el centro.
Dado que los historiales de Queens eran mucho más delgados, Laurie se sintió tentada de leer todas las páginas, incluso las órdenes de admisión, que eran un formulario estandarizado. Allí se describía la operación que se debía realizar, se prohibía comer nada después de medianoche y se enumeraban los distintos análisis de rutina. Al repasar la lista, se detuvo en una prueba que no conocía. Se hallaba junto a los análisis de sangre, de modo que supuso que sería algún tipo de variante. Se llamaba MFUPN. Laurie nunca había oído hablar de él y se preguntó si las letras «PN» corresponderían a «proteína nuclear»; pero, si así era, ¿qué significaba «MFU»? No lo sabía; pero, si estaba en lo cierto con respecto a la proteína nuclear, entonces cabía la posibilidad de que la prueba fuera algún tipo de exploración inmunológica.
Yendo al final del historial, donde estaban grapados todos los resultados de laboratorio, Laurie buscó el resultado, pero no lo encontró. Aunque vio otros, el MFUPN no estaba.
Picada en su curiosidad, miró el resto de historiales de Queens. Todos tenían su respectiva solicitud de un MFUPN, pero ninguno el resultado. Lo mismo sucedía en los historiales del General.
Laurie cogió su libreta y anotó: «A todas las víctimas se les encargó un MFUPN, pero ninguna tiene los resultados. ¿Qué es un MFUPN?».
Al pensar en las pruebas de laboratorio, Laurie se acordó de la tira de ECG obtenida por el equipo de reanimación e incluida en el historial de Sobczyk. Rebuscó entre las carpetas hasta que halló la correspondiente. No le costó porque era la que tenía una regla metida. La abrió, desdobló la tira de papel y releyó el post-it donde había anotado el recordatorio para enseñársela a un cardiólogo. Dejando la carpeta abierta por el punto del ECG, comprobó que ninguna tuviera un ECG relacionado con un intento de reanimación. No recordaba haber visto ninguno, pero quería estar segura.
– Espero no estar interrumpiendo nada -dijo una voz.
Laurie se volvió. Jack se hallaba de pie en el umbral del despacho. En lugar de su habitual expresión de ligera ironía, su rostro denotaba inquietud.
– Pareces terriblemente ocupada -añadió.
– Prefiero mantenerme así -repuso Laurie cogiendo la silla de Riva y acercándola a su mesa-. Me alegro de verte. Pasa y siéntate.
Jack se acomodó y contempló el abarrotado escritorio de Laurie.
– ¿Qué estás haciendo?
– Quería asegurarme de que los casos de Queens eran iguales que los del Manhattan General, y lo son hasta un grado sorprendente. También he descubierto algo curioso: ¿sabes algo de un análisis de sangre llamado MFUPN? Está claro que se trata de un acrónimo, pero nunca lo había oído.
– Yo tampoco -dijo Jack-. ¿Dónde lo has visto?
– Forma parte de las órdenes preoperatorias estándar en todos los casos -repuso Laurie, que cogió una carpeta al azar y se la mostró-. Figura en todos los historiales. Supongo que debe de formar parte del proceso estándar de AmeriCare, al menos en esos dos hospitales.
– Interesante -comentó Jack, meneando la cabeza-. ¿Has mirado detrás para ver en qué están expresados los resultados? Eso podría darnos una idea.
– Lo he intentado, pero no he encontrado ningún resultado.
– ¿En ningún historial?
– No. ¡En ninguno!
– Bueno, estoy seguro de que el lunes podremos averiguar algo si se lo pedimos a alguno de nuestros investigadores.
– Buena idea-contestó Laurie anotándolo en un post-it-. Hay más cosas curiosas con respecto a esas víctimas. Todas ellas, sin excepción, eran abonadas recientes a AmeriCare y habían suscrito sus pólizas hace menos de un año.
– ¡Vaya, ese sí que es un pensamiento reconfortante si tenemos en cuenta que esa es exactamente nuestra situación!
Laurie dejó escapar una breve risa.
– Caramba, no lo había pensado.
– El número de pólizas está creciendo tan rápidamente que imagino que un buen porcentaje de suscriptores cae dentro de esa categoría.
– Cierto, pero me sigue pareciendo curioso.
– ¿Algo más digno de mención? -preguntó Jack.
Laurie contempló las carpetas esparcidas en la mesa.
– Hay otra cosa. -Cogió la de Sobczyk con la tira del ECG desdoblada y se la pasó-. ¿Te dice algo esta lectura? La obtuvieron mientras intentaban reanimar a la víctima y justo antes de que se les fuera.
Jack contempló la gráfica, demasiado avergonzado para reconocer que, ni en la mejor de las circunstancias, se podía considerar ducho en esas lides. Desde el principio de sus estudios tenía decidido que iba a ser oftalmólogo y no había prestado demasiada atención a las materias que no iba a necesitar. Se la devolvió haciendo un gesto negativo con la cabeza.
– Si me obligaran a dar mi opinión, diría que parece que su sistema cardiovascular se estuviera derrumbando, pero eso salta a la vista con esta distribución de las ondas. Mi consejo es que se lo enseñes a un cardiólogo.
– Eso tenía pensado -dijo, recogiendo la carpeta y dejándola con las demás.
– ¿Y qué hay de las listas de Roger? ¿Has tenido tiempo de echarles un vistazo?
– Aún no. Lo primero que he tenido que hacer ha sido ocuparme del caso de ese sujeto custodiado por la policía, así que solo llevo aquí media hora o menos. Empezaré con las listas cuando haya acabado con los historiales porque creo que estos serán los que más nos ayudarán. Tiene que haber algo que se me está escapando.
– ¿No crees que sea el azar?
– No. Tengo muy claro que hay un denominador común en todos estos casos que los vincula más allá de lo que ya conocemos.
– Yo no estoy seguro. Creo que estos casos son simplemente los de unas víctimas que se hallaban en el lugar equivocado en el momento inoportuno.
Se produjo una pausa, y al final Laurie preguntó:
– ¿Y a vosotros? ¿Qué tal os ha ido con Najah?
– Bien y mal -repuso Jack-. Lo cogieron enseguida, pero él no coopera. Dice que lo están discriminando por razón de raza. Lo tienen detenido, pero no quiere hablar hasta que no esté presente su abogado, que llegará mañana por la mañana para la vista preliminar.
– ¿Y la pistola?
– La han enviado a Balística, pero los resultados tardarán en llegar. Entretanto, estoy seguro de que lo dejarán salir bajo fianza.
– ¿Qué opina Lou de él?
– Se muestra optimista, especialmente por su actitud. Según Lou, cuando son inocentes, suelen estar encantados de colaborar. Pero claro, Lou está centrado únicamente en averiguar quién se cargó a aquella enfermera. No piensa en tu serie.
– ¿Y tú?
– Como te dije, me gusta la hipótesis del anestesista. Con sus conocimientos podría haberse cargado a esos pacientes de un modo que no pudiéramos descubrir. En cuanto a que haya sido él quien ha disparado a la enfermera y a Rousseau, me parece que no tenemos más pruebas que el hecho de que tiene una nueve milímetros. El problema es que hay cantidad de pistolas como esa por ahí.
– ¿Tú no crees que la persona que liquidó a esos pacientes fuera la misma que liquidó a Chapman y a Roger?
– No estoy seguro.
– Pues yo sí -aseguró Laurie-. Tiene lógica. Seguro que esa enfermera vio algo que le resultó sospechoso. La asesinaron la misma mañana en que dos nuevos casos se sumaron a los de mi serie. En cuanto a Roger, si fue a hablar con alguien a quien él creía sospechoso potencial, bien pudo haberse encarado con Najah. Es posible que incluso lo descubriera en la habitación de Pruit.
– Está bien visto.
– Me alegro de que hayan detenido a Najah -comentó Laurie-. Si es él, lo pensará dos veces antes de meterse en más líos teniendo a Lou encima; lo cual significa que esta noche dormiré un poco mejor. Entretanto, repasaré con mucho cuidado las listas de Roger en caso de que Najah no sea nuestro hombre.
Jack asintió varias veces para indicar su conformidad con el plan de Laurie; se produjo una breve pausa hasta que dijo:
– Ya sé que quizá no sea muy oportuno, pero ¿podríamos volver a donde lo dejamos anoche?
Laurie lo miró con cautela. Mientras habían estado charlando, ella había notado que la típica expresión irónica de Jack había reaparecido, lo cual en ese momento en que la conversación derivaba hacia temas más personales le pareció mala señal. Una combinación de enfado y frustración empezó a bullir en su interior. Con todo lo que le estaba ocurriendo, desde su sensación de culpa por la muerte de Roger hasta los dolores abdominales, no estaba dispuesta a enfrentarse a nuevos desengaños.
– Bueno, ¿qué pasa? -preguntó Jack ante el silencio de Laurie, y, malinterpretándolo, alzó las cejas y añadió-: ¿Este sigue sin ser ni el momento ni el lugar?
– ¡Mira, pues tienes razón! -espetó Laurie luchando por controlarse ante el tono de Jack-. El depósito de cadáveres de la ciudad difícilmente es el lugar adecuado para hablar de formar una familia. Es más, para serte sincera, me doy cuenta de que estoy cansada de hablar del asunto. Los hechos están bastante claros. Te he explicado lo que siento, incluyendo la nueva realidad de mi embarazo. Lo que no sé es cómo te sientes tú, y quiero saber si te interesa y eres capaz de abandonar ese papel tuyo de víctima ofendida. Si eso es lo que deseas decirme, ¡perfecto! ¡Dímelo! Estoy harta y cansada de darle vueltas una y otra vez. Estoy harta y cansada de esperar a que te decidas.
– Me parece que está claro que este no es el momento ni el lugar -dijo Jack con irritación equivalente y poniéndose en pie-. Creo que esperaré a un momento más oportuno.
– Eso. Hazlo -le espetó Laurie.
– Ya nos llamaremos -dijo Jack antes de salir.
Laurie se volvió hacia su mesa y hundió la cabeza entre las manos con un suspiro. Por un segundo consideró la posibilidad de correr tras Jack, pero aunque lo hubiera hecho, no habría sabido qué decirle. Estaba claro que él no iba a responderle lo que ella deseaba oír. Pero, al mismo tiempo, se preguntaba si no se estaría mostrando demasiado exigente y agresiva, especialmente si tenía en cuenta que no le había hablado de sus nuevos síntomas ni del miedo que ni siquiera quería reconocer para sí misma: el temor de abortar, lo cual cambiaría de nuevo todo el panorama.
Eran poco más de las cuatro de la tarde cuando David Rosenkrantz metió el coche en el aparcamiento del pequeño edificio comercial donde Robert Hawthorne tenía sus oficinas. En el pasado, el edificio había sido un simple almacén, pero al igual que con la renovación del centro de la ciudad de St. Louis, había sido reformado. En esos momentos, albergaba un caro restaurante en la planta baja y tiendas de moda y oficinas en la primera. Cuando Robert Hawthorne -o el «señor Bob», como era conocido entre su gente- había llegado a la ciudad, primero para fundar una compañía llamada Adverse Outcomes, * y a continuación montar la Operación Aventar, el lugar le había parecido de lo más conveniente, en especial porque estaba cerca del bufete de Davidson & Faber. David desconocía qué relación había con la firma de abogados y sabía que no debía preguntar. Lo que sí sabía era que era convocado allí con regularidad.
David no estaba a menudo en la ciudad porque su trabajo consistía principalmente en viajar de un lado a otro siguiendo las distintas operaciones de campo y negociando en ellas cuando resultaba necesario. Considerando el excéntrico carácter de los sujetos que tenían contratados como colaboradores independientes, no resultaba tarea fácil. Al principio, David solo se había ocupado de apagar fuegos; pero, después de cinco años trabajando para Robert, también había recibido el encargo de ocuparse del reclutamiento, que resultaba mucho más entretenido e interesante. Robert solía entregarle una lista de nombres que normalmente conseguía de un antiguo colega que todavía trabajaba en el Pentágono. Se trataba principalmente de gente que había trabajado en uno u otro servicio médico del ejército y que había sido licenciado de manera poco honorable. David no había estado en el ejército, pero entendía perfectamente que esa experiencia podía afectar a los que intentaban reincorporarse a la vida civil, especialmente a los que habían conocido una u otra forma de combate. Con el asunto de Irak coleando todavía, había un montón de candidatos potenciales. Naturalmente, también buscaban gente que hubiera sido despedida de hospitales civiles. La mayoría de las informaciones provenían de gente que ya estaba en el ajo.
La puerta de las oficinas carecía de rótulo. David llamó con los nudillos por si Yvonne, la secretaria que al mismo tiempo era la amiguita de Robert, se hallaba en los despachos de atrás. No se trataba de una gran organización. Robert, Yvonne y él mismo eran los únicos empleados. Durante bastantes años solo habían estado Robert y su novia.
Se oyó el fuerte chasquido de la cerradura, y la pechugona Yvonne abrió la puerta. Con su almibarado acento sureño invitó coquetamente a David a que entrara. Su vocabulario estaba lleno de «cielo» y «cariño», pero David no se dejaba engañar.
A pesar de su rubia cabellera y sus aires de putilla, con tacones de aguja y minifaldas, él sabía que Ivonne se entrenaba regularmente con Robert y que era experta en taekwondo. David sentía lástima de los infelices que tras unas copas pudieran pensar en aprovecharse de aquella coqueta conducta.
La oficina era sencilla: había dos escritorios, uno delante del otro, y otro más en el despacho de Robert; dos ordenadores, un par de mesas pequeñas, unas sillas, unos cuantos archivadores y dos sofás. Todo de alquiler.
– El jefe feo y malo está en su despacho, cariño -susurró Ivonne-. Ahora no vayas a entrar ahí y ponerlo de malhumor, ¿vale?
David no tenía la menor intención de molestar a Robert. Tan pronto como este lo había llamado, había sabido que algo ocurría. David había llegado de la costa Oeste la noche antes y se suponía que iba a poder disfrutar de un poco de tiempo libre.
– Siéntate -ordenó Robert cuando David entró.
Se hallaba sentado tras su escritorio con las piernas cruzadas, los pies en lo alto de la mesa y las manos detrás de la cabeza. Su americana de Brioni estaba doblada sobre el respaldo del sofá.
– ¿Quieres café, cielo? -preguntó Yvonne. Sobre la mesa del vestíbulo había una máquina de café exprés.
David sonrió, le dio las gracias y declinó el ofrecimiento. Luego, miró a Robert, que tenía los labios fruncidos en expresión de enfado.
– Hace un rato he recibido malas noticias -dijo-. Según parece, nuestra pequeña húngara de la Gran Manzana no puede tener el dedo quieto.
– ¿Otro tiroteo?
– Eso me temo -dijo Robert-. Esta vez ha sido uno de los médicos de Administración. ¡Esa mujer es una amenaza! Es buena en su trabajo, pero acabará poniendo en peligro toda la maldita operación.
– ¿Está seguro de que fue ella quien lo hizo?
– ¿Cien por cien seguro?, no. ¿Noventa y nueve por ciento?, sí. Los tiroteos la siguen allá donde va como las moscas a la mierda. Está claro que esto no puede continuar, así que me temo que vas a tener que interrumpir tus pequeñas vacaciones. Ivonne te ha hecho una reserva en un vuelo que sale a las diez y media.
– Eso no me da mucho margen. ¿Y el arma?
– Yvonne también se ha ocupado de eso. Solo tendrás que dar un pequeño rodeo camino de la ciudad.
– No sé si recuerdo su dirección.
– Yvonne se ha hecho cargo. No te preocupes, hemos pensado en todo.
David se puso en pie.
– No te importa, ¿verdad? -le preguntó Roger.
– No. No me preocupa. Sabía que, tarde o temprano, iba a suceder.
– Sí. Supongo que yo también.
Más allá de la sucia ventana del despacho de Laurie, el día gris se había convertido en una noche gris mientras ella seguía estudiando los historiales con la esperanza de hallar la más pequeña brizna de crucial información. Tal como había ocurrido durante sus anteriores lecturas, no había visto nada. Tenía sus post-it que le recordaban que debía mostrar el ECG a un cardiólogo y que alguno de los investigadores le aclarase el significado de la prueba MFUPN. Aparte de eso, no sabía qué más hacer.
También había repasado la lista de sospechosos de Roger y los había ordenado según su potencial relevancia. Seguía pensando que Najah era el sospechoso más misterioso y probable, pero los otros siete individuos que trabajaban en el turno de noche en los distintos departamentos del General y que habían llegado del St. Francis en el momento crítico resultaban igualmente interesantes, especialmente porque todos ellos tenían fácil acceso a las plantas de los pacientes. La siguiente lista recogía los ocho médicos cuyos privilegios de acceso habían sido revocados durante el período de seis meses precedentes. A Laurie le habría gustado saber qué habían hecho para merecer una sanción disciplinaria.
Mientras estudiaba las listas de Roger y repasaba por última vez los historiales, Laurie había pensado en llamar a Jack. Aunque entendía que su reacción frente a él resultaba comprensible dadas las circunstancias, también la lamentaba. Se había precipitado y pecado de áspera, y como mínimo tendría que haberle dado la oportunidad de explicarse por mucho que sospechara que no iba a decir lo que ella deseaba oír. Sin embargo, lo que ella le había dicho no dejaba de ser igualmente cierto: estaba cansada de las indecisiones de Jack, y esa era la razón de que hubiera vuelto a su apartamento. Al final, había optado por no llamarlo porque habría sido como añadir sal a la herida. Esperaría al día siguiente y lo llamaría por la mañana, suponiendo que él no lo hiciera durante la noche.
Ordenó los historiales en dos montones. Al lado dejó la libreta con sus anotaciones sobre el parecido entre unos casos y otros y dejó el CD con los archivos digitales encima. Miró el reloj. Eran las siete menos cuarto, una hora más que adecuada para regresar a casa. Se prepararía una cena ligera y se acostaría. Si podría conciliar el sueño o no, sería harina de otro costal. No había querido volver antes a casa por miedo a deprimirse, de modo que había creído mejor mantenerse ocupada toda la tarde para evitar pensar en la muerte de Roger, en la desagradable actitud de Jack y en los problemas que la acosaban.
Apartándose de la mesa, se dispuso a levantarse cuando su mirada se posó en el CD. De repente, se le ocurrió una idea: comprobar si había alguna diferencia entre el archivo digital y la copia de historial sacada del banco de datos, especialmente en lo referente al análisis de sangre. Quizá pudiera encontrar el resultado y de ese modo averiguar qué era esa prueba.
Se acercó de nuevo al escritorio, cargó el ordenador, insertó el CD y recorrió sus páginas hasta que se encontró por azar con los resultados de laboratorio de Stephen Lewis. El tipo impreso era muy pequeño, y tuvo que recorrer la columna con el dedo en el lado izquierdo de la página. Cerca del final, halló el MFUPN y vio el resultado: «Positivo de MEF2A».
Laurie se rascó la cabeza mientras lo contemplaba. No había más explicaciones, y MEF2A no le decía más que MFUPN. Era como buscar la definición de una palabra desconocida y hallar un sinónimo igualmente indescifrable. Cogió otro post-it y anotó el resultado con signos de interrogación. Para juntarlo con los demás, que ya tenía enganchados en la pared de detrás, empujó la silla de ruedas y se medio incorporó extendiendo el brazo.
Un ahogado grito de dolor le brotó de los labios, y, en lugar de pegar el post-it, tuvo que apoyarse con ambas manos en la mesa para no caer. Un fuerte y repentino calambre le había atravesado la parte baja del abdomen, y durante unos segundos mantuvo la postura mientras contenía la respiración. Por suerte, el dolor empezó a remitir, y Laurie pudo dejarse caer lentamente en su asiento, aunque se mantuvo quieta para no agravar lo que estuviera ocurriendo en su interior.
Tras efectuar la autopsia al cuerpo del detenido le había quedado una sensación de molestia en la zona que había ido remitiendo hasta cierto punto pero que no había desaparecido del todo. Hasta que había intentado pegar el post-it con los demás, había sido más una leve presión que un dolor.
Cuando por fin el dolor remitió lo bastante para permitirle respirar con normalidad, Laurie se colocó mejor en la silla sentándose más erguida. Por suerte, lo que había quedado reducido a una clara molestia permanecía en un nivel tolerable. El sudor le perlaba la frente, y se lo enjugó con el dorso de la mano. Sabía que estaba angustiada, pero le sorprendía estarlo hasta el punto de sudar de aquella manera. Se preguntó si tendría fiebre, pero le pareció poco probable. Rápidamente, se palpó el abdomen con un solo dedo. A diferencia de ocasiones anteriores, notó una zona claramente sensible que le dio mala espina. Tal como había apreciado antes, se hallaba en el mismo sitio donde se manifestaba el dolor en caso de apendicitis.
Se puso en pie cautelosamente. Lo que le había provocado el ataque había sido incorporarse bruscamente, y no deseaba que se repitiera. Por suerte, el dolor no se volvió a presentar. Su sudoración era otra historia, porque había empeorado.
Muy despacio, Laurie salió del despacho al pasillo apoyándose en la pared con una mano. El dolor seguía siendo soportable. Con algo más de confianza, caminó lentamente por el corredor hasta el aseo de señoras. Una vez dentro, cogió un poco de papel higiénico y se limpió. Manchaba de nuevo, y más que antes. Comprendió que no sufría una apendicitis.
Con creciente ansiedad, volvió sobre sus pasos y se sentó. Contempló el teléfono. Seguía resistiéndose a llamar a la doctora Riley, pero sabía que no le quedaba elección. La sangre descartaba la apendicitis y, junto con la localización del dolor, sugería un posible embarazo ectópico, * asunto bastante más serio que la posibilidad de un aborto. Al fin, aunque a regañadientes, cogió el teléfono y marcó el número de la consulta de Laura Riley. Cuando la telefonista contestó, Laurie le dio su nombre y un teléfono directo; pensando en que eso aceleraría que la llamara; también añadió su título de doctora en medicina y dijo que tenía que hablar con la doctora Riley y que se trataba de una urgencia.
Cuando colgó, notó una nueva sensación. Era tan leve que se preguntó si no lo estaría imaginando, pero se sumó a su creciente ansiedad. De ser real, sugería el ominoso desarrollo de una irritación peritoneal. Para comprobarlo, se presionó con cuidado el abdomen con el dedo índice y lo retiró bruscamente con una mueca de dolor. Lo que había notado se llamaba «sensibilidad de rebote» y también sugería una peritonitis. Eso hizo que Laurie se preocupara por partida doble: no solo por la posibilidad de sufrir un embarazo ectópico, sino por que se hubiera producido perforación. Si así era, se trataba de una urgencia médica en la que el factor tiempo resultaba decisivo.
El áspero timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Descolgó y se sintió aliviada cuando la doctora Riley se identificó. Por las conversaciones que se oían al fondo, Laurie comprendió que debía hablar a través de un móvil y desde algún lugar público.
Empezó a disculparse por llamar un sábado por la noche y dijo que había intentado evitarlo porque le parecía una mala forma de empezar una relación profesional, pero que creía que no le quedaba otra opción. Luego, le describió sus síntomas con detalle, incluyendo la «sensibilidad de rebote», admitiendo que ya había tenido las molestias antes de hablar por teléfono e ir a verla a su consulta, pero que entonces se había olvidado de mencionarlo y había pensado que podría esperar a la visita que tenían prevista para el viernes de la semana siguiente.
– Ante todo -dijo la doctora Riley cuando Laurie hubo acabado-, no tienes por qué disculparte. La verdad es que preferiría que me hubieses llamado antes. No deseo alarmarte, pero hasta que lo comprobemos no debemos descartar un embarazo ectópico. Puede que tengas algún tipo de hemorragia interna.
– Eso mismo he pensado yo -reconoció Laurie.
– ¿Sigues sudando?
Laurie se llevó la mano a la frente.
– Sí.
– ¿Cómo es tu pulso, rápido o normal?
Sosteniendo el auricular con el hombro, Laurie se tomó el pulso en la muñeca. Sabía que antes lo tenía rápido y quería asegurarse de que así seguía.
– Es claramente rápido -reconoció. Había albergado esperanzas de que la sudoración y las palpitaciones se debieran a la angustia del momento, pero las palabras de Laura la obligaron a admitir que podía existir otra explicación: que estuviera a punto de caer en estado de shock.
– De acuerdo -respondió Laura Riley en tono profesional y controlado-, quiero verte en Urgencias del Manhattan General.
Laurie notó que un escalofrío le recorría la espalda ante la ocurrencia de convertirse en paciente de ese centro.
– ¿No podría ser en otro hospital? -preguntó.
– Creo que no -contestó la doctora-. Es el único donde tengo privilegios. Además, tienen el equipo necesario en caso de que debamos intervenir. ¿Dónde te encuentras ahora?
– Estoy en mi despacho de Medicina Legal.
– ¿En la Primera con la calle Treinta?
– Sí.
– ¿Y dónde está tu oficina en el edificio?
– En el cuarto piso, ¿por qué lo preguntas?
– Porque voy a enviar una ambulancia.
¡Santo Dios!, pensó Laurie, que no deseaba ninguna ambulancia.
– Puedo coger un taxi -propuso.
– No vas a coger ningún taxi -aseguró Laura, con rotundidad-. Una de las primeras normas cuando se es paciente en una urgencia médica, y es una norma especialmente difícil de aceptar por los colegas de profesión, es que hay que obedecer. Más tarde podemos discutir si era necesario o no, pero en este momento no pienso correr riesgos y te voy a enviar una ambulancia. Nos veremos en Urgencias. ¿Sabes cuál es tu grupo sanguíneo?
– Cero positivo.
– Bien. Nos veremos allí -dijo Laura y cortó la comunicación sin decir más.
Laurie colgó el auricular con mano temblorosa. Se sentía aturdida. Los sobresaltos se estaban convirtiendo en algo normal. En un mismo día se había visto obligada a identificar el cadáver de un buen amigo, y en esos momentos se enfrentaba a la aterradora perspectiva de una urgencia médica con una posible intervención quirúrgica en un hospital donde un asesino múltiple se dedicaba a despachar pacientes con su mismo perfil. El único consuelo residía en que el principal sospechoso había sido arrestado.
Volvió a coger el teléfono. No había querido llamar a Jack por distintas razones, pero con aquellas novedades, no le quedaba más remedio. Necesitaba su ayuda, lo necesitaba en el hospital como intermediario o como guardián en caso de que ella acabara enfrentándose a una intervención urgente.
El teléfono sonó. Una vez. Dos veces.
– ¡Vamos, Jack! -apremió Laurie-. ¡Contesta ya!
Volvió a sonar, y Laurie comprendió que él no estaba. Tal como esperaba, al siguiente timbrazo saltó el contestador. Mientras esperaba para dejar un mensaje, notó que la invadía el resentimiento. Le parecía increíble que Jack consiguiera irritarla de tan diversas maneras. Sin duda estaba en el vecindario, jugando al baloncesto, fingiendo ser un chaval. Laurie sabía que era poco sensata, pero no lo podía evitar. Lo cierto era que la irritaba que Jack no estuviera. A pesar de que la comparación no resultaba justa, no podía evitar pensar que si Roger no hubiera sido asesinado, habría estado disponible.
– Jack, soy yo -dijo cuando le llegó el momento de hablar-. Se ha presentado un problema importante. Necesito tu ayuda de nuevo. En estos momentos estoy esperando a que llegue la ambulancia que me ha de llevar al Manhattan General. La doctora Riley cree que puedo tener un embarazo ectópico con perforación. El lado bueno de esto es que te quitará presión de encima. El lado malo es que me van a operar de urgencia. Quiero que estés allí. No me apetece convertirme en la siguiente víctima de mi serie. Por favor, ¡ven!
Tras presionar el botón de desconexión, Laurie marcó el móvil de Jack y dejó el mismo mensaje con la esperanza de que cogiera uno u otro. A continuación, se apartó del escritorio con la idea de coger su abrigo antes de dirigirse a la planta sótano, donde esperaba que se presentara la ambulancia. Cuando se levantó, apretó con la mano la zona del abdomen para evitar un nuevo calambre; sin embargo, notó un pitido en los oídos y un vahído.
Lo siguiente que escuchó fueron voces, especialmente la de un hombre hablando por teléfono. Decía algo acerca de que la presión sanguínea era baja pero regular, que el pulso se mantenía en los cien y que el abdomen estaba tenso. Laurie comprendió que tenía los ojos cerrados y los abrió. Se hallaba en el suelo de su despacho, mirando el techo. Tenía una enfermera a su lado ocupada en colocarle una vía intravenosa mientras otro enfermero hablaba por teléfono. Tras él, reconoció a Mike Laster. Al lado de ella había una camilla desplegada y un soporte para una botella de plasma.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.
– Tranquila -le dijo la enfermera, apoyándole la mano en el pecho-. Acaba de sufrir un pequeño desmayo, pero todo va bien. Vamos a sacarla de aquí enseguida.
El enfermero apagó el móvil.
– De acuerdo, vamos -dijo, mientras se situaba tras Laurie y le deslizaba las manos bajo las axilas. La mujer se colocó al otro lado y la cogió por los pies-. A la una, a las dos y a las tres.
Laurie notó que la levantaban y la colocaban en la camilla. Los enfermeros la sujetaron con correas, alzaron la camilla al nivel de la cintura y la empujaron hacia el pasillo.
– ¿Cuánto rato llevo inconsciente? -preguntó Laurie, que nunca se había desmayado y tampoco recordaba haberse golpeado contra el suelo.
– No habrá sido mucho rato -contestó la mujer que la llevaba por los pies mientras el hombre empujaba. Mike caminaba junto a ellos.
– Lamento todo esto -le dijo Laurie.
– No sea tonta -contestó Mike.
Tomaron el ascensor hasta la planta sótano. Cuando pasaron ante el despacho de los técnicos del depósito, vio a Miguel Sánchez de pie en el umbral. Laurie lo saludó tímidamente con un gesto de la mano que él le devolvió.
La camilla traqueteó al pasar sobre el suelo de cemento, pasó ante la garita de seguridad y salió a la plataforma de carga y descarga. La ambulancia estaba aparcada al lado de una de las furgonetas de Medicina Legal, y Laurie pensó con ironía que estaba saliendo por el mismo sitio por donde entraban los cadáveres.
Una vez en el vehículo, la enfermera le tomó la presión.
– ¿Cómo está? -preguntó Laurie.
– Bien -respondió la joven que, no obstante, abrió el gota a gota un poco más.
Para Laurie, el trayecto hasta el Manhattan General fue sorprendentemente rápido. Se sentía lo bastante desconectada de todo para cerrar los ojos. Oía la sirena, aunque como en la distancia. Lo siguiente que vio fue que las puertas de la ambulancia se abrían y que la empujaban en la camilla hacia una luz brillante.
La sala de urgencias era el caos de costumbre, pero no tuvo que esperar. La llevaron rápidamente al fondo hasta la unidad de cuidados intensivos. Cuando la pasaron a la mesa de exploraciones, Laurie notó que una fuerte mano le sujetaba el antebrazo. Se volvió y se vio mirando el juvenil rostro de una mujer vestida con una bata verde, gorro y mascarilla.
– Soy la doctora Riley. Vamos a ocuparnos de ti. Quiero que te relajes.
– Estoy relajada -contestó Laurie.
– Ya que no te lo he preguntado antes, he de saber si tienes algún problema de tipo médico, si estás tomando alguna medicación o si eres alérgica a algo.
– La respuesta a las tres preguntas es que no. Dios me ha dado buena salud.
– Bien -repuso Laura Riley.
– Espera un momento -dijo Laurie-. Hay algo que me gustaría mencionarte. Hace poco he dado positivo en una prueba para el marcador del gen BRCA-1.
– ¿Has consultado a un oncólogo sobre ese asunto?
– Aún no.
– Bueno, no creo que vaya a influir en lo que tenemos que hacer en esta situación. Deja que te explique cómo vamos a proceder: primero haremos una rápida culdocentesis, que nos confirmará si hay sangre en el útero. Se hace con una aguja a través de la vagina. Suena peor de lo que es en realidad. Notarás un pinchazo, pero eso será todo.
– Lo entiendo -dijo Laurie.
Fiel a su palabra, Laura realizó la prueba con las mínimas molestias para Laurie. El resultado fue positivo.
– Se puede decir que esto ha decidido por nosotros: hay que operar -aseguró Laura-. Mi mayor preocupación es que sigue la hemorragia en la cavidad abdominal. Tenemos que detenerla. También tendremos que hacerte una transfusión de sangre. ¿Entiendes todo lo que te digo?
– Desde luego -repuso Laurie.
– Lamento que hayas tenido que experimentar un problema como este. Te aseguro que no es culpa tuya. Los embarazos ectópicos son más frecuentes de lo que la gente cree.
– Hay algo en mi pasado que puede haber ayudado a provocarlo. En la universidad sufrí una inflamación pélvica provocada por el uso de un dispositivo intrauterino.
– Eso pudo influir o no -dijo Laura-. Entretanto, ¿hay alguien a quien te gustaría que avisáramos?
– Ya he llamado a la persona que me gustaría que me acompañara.
– De acuerdo. Voy a subir a Cirugía para asegurarme de que todo está listo. Nos veremos en unos minutos.
– Te doy las gracias de nuevo. Lamento haberte estropeado un sábado por la noche.
Durante unos minutos, Laurie se quedó sola. Se sentía curiosamente ajena, como si todo aquello afectara a otra persona. Desde las habitaciones vecinas le llegaba el rumor de los dramas que allí se desarrollaban, y vio pasar ante su puerta a numerosas personas ocupadas en sus quehaceres.
Se sentía afortunada por tener como médico a Laura Riley, y estaba en deuda con Sue por habérsela recomendado. Con el tipo de confianza y profesionalidad que Laura proyectaba, la inminente operación no le daba tanto miedo como había imaginado. Con la creciente hinchazón de su abdomen y la debilidad general causada por la pérdida de sangre, sabía que era necesaria. Su única inquietud era caer víctima del SMAR tras la intervención y convertirse en un número más de su serie; sin embargo, apartó de su mente aquella ocurrencia y pensó en Jack, preguntándose si habría recibido el mensaje. Le preocupaba que pudiera estar lo bastante molesto para no acudir. Si eso sucedía, Laurie no tenía idea de lo que podía ocurrir, así que también se lo quitó de la cabeza.