Capítulo 9

La mujer moderna actual, en su búsqueda de la satisfacción íntima, sin duda encontrará a un caballero que sea capaz de excitarla y de debilitarle las rodillas con una simple mirada. Si bien es siempre maravilloso dar con un hombre así, ella deberá mantenerse en guardia en todo momento pues él, haciendo uso de la atracción que suscita en ella, ejercerá un gran poder.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Nathan la miró fijamente, perplejo, durante varios segundos al tiempo que una sucesión de jadeos entrecortados escapaba de sus labios. Luego meneó la cabeza y rió.

– Demonios. Eso es exactamente lo que debería haber estado haciendo. Por desgracia, no se me había ocurrido.

Victoria le lanzó una mirada fulminante.

– No esperará que crea algo así de un experto espía.

– Después de tres años sin utilizar mis habilidades como espía, me temo que las tengo un poco oxidadas. Y subestima usted el poder de sus encantos. En ningún momento he pensado en la carta -dijo, pero pensó que de todos modos no habría podido pensar en ella. Maldición, incluso si Victoria le hubiera pedido que le dijera su nombre, habría tenido serios problemas para recordarlo. Inspiró hondo y se mesó los cabellos con manos todavía no demasiado firmes-. Sin embargo, y ya que lo menciona, desearía que me devolviera mi nota. -Se dio un pequeño impulso para separarse de la pared y se acercó a ella.

Victoria abrió expresivamente los ojos, aunque al instante siguiente irguió los hombros, alzó el mentón y se mantuvo firme. Cuando apenas les separaba medio metro, Nathan alargó el brazo y acarició con suavidad la mejilla encendida de la joven con el anverso de los dedos.

– Por favor, Victoria… -El nombre de ella se deslizó por su lengua, y Nathan supo entonces que después de lo que acababan de compartir, jamás desearía dirigirse a ella formalmente-. Dame la nota. Después de todo lo que te he contado hoy, sin duda te das cuenta de que para mí es importante.

Victoria parpadeó y entrecerró los ojos.

– Doctor Oliver…

– Nathan. Creo que deberíamos dejar a un lado tanta formalidad, ¿no te parece?

– Nathan… no sabría decir si estás siendo sincero o simplemente te burlas de mí. Bien es sabido que los espías sois muy habilidosos.

– No negaré que puedo ser muy hábil cuando la ocasión lo requiere. Pero en este caso soy sincero.

Victoria le observó durante varios segundos.

– Quiero darte la nota -dijo-, pero insisto en hacerlo según mis condiciones. Quiero ayudar en la búsqueda de las joyas. -Apartándose de él, se paseó hasta los estrechos confines de la cueva y se detuvo a mirarle. Sus rasgos siguieron revelándose resolutos, pero sus ojos… esos enormes ojos azules que a Nathan le recordaban al mar… le suplicaron-. Nathan, a pesar de haber sido mimada y consentida toda mi vida, últimamente se me trata como si no fuera más que un objeto decorativo. Soy a la vez admirada e ignorada. Los hombres me oyen cuando hablo, pero no me escuchan. ¿Tienes idea de lo frustrante que eso puede llegar a ser? Y aunque casi siempre me las he ingeniado para reprimir estos sentimientos, últimamente…

Dejó escapar un largo suspiro y su actitud bravucona pareció menguar visiblemente.

– Últimamente he experimentado una inquietante y desconocida sensación de descontento que me obliga a dejar de aceptar aquello que no es de mi agrado. Las cosas que no me parecen justas. Y estos sentimientos han llegado a un punto crítico con el descubrimiento de la ocupación secreta de mi padre. Durante años él ha llevado una vida de aventura mientras a mí se me mentía y se me relegaba a una existencia tan excitante como ver secarse una gota de pintura. -Bajó la barbilla y miró al suelo-. Hasta que me has traído a esta cueva, el momento más excitante de mi vida fue el día en que me besaste en la galería.

Esa admisión, apenas susurrada, se estampó contra Nathan con la fuerza de un puñetazo en el pecho. Tensó los dedos que seguían bajo el mentón de Victoria, apremiándola a levantarlo suavemente hasta que las miradas de ambos se encontraron. Para su alarma y desconsuelo, los ojos de ella brillaban, llorosos.

– No irás a llorar, ¿verdad?

– Por supuesto que no. No soy ninguna llorona.

– Bien. Porque no soy la clase de hombre que se deje persuadir por las lágrimas femeninas. -Su conciencia le sacudió en pleno trasero al ser testigo de semejante mentira. Maldición, si Victoria le hubiera reñido, exigiendo salirse con la suya, él podría haberse enfrentado a ella, pero esa muestra de vulnerabilidad lo dejó desarmado. Por supuesto, antes muerto que permitir que ella lo notara.

Una chispa de rabia destelló en los ojos de Victoria, que se J apartó de él.

– Y yo no soy la clase de mujer que recurra a las falsas lágrimas y a engatusar con ellas a un hombre para que me dé lo que quiero.

– No. Ya veo que eres más de las que prefieren apalear a un hombre con tus exigencias.

– Simplemente estoy harta de que se me trate como a una bobalicona cabeza hueca por ser mujer.

– No me pareces una bobalicona cabeza hueca. Es más, estoy convencido de que eres incluso demasiado lista.

Victoria pareció recuperarse.

– Ejem… gracias. Demasiado lista para darte la nota sin que accedas a respetar mis condiciones.

– De acuerdo.

– No pienso transigir en esto.

– Muy bien.

– Y no pienses ni por un momento en que seré víctima de… -Le miró con los ojos entornados-. ¿Cómo dices?

– Que acepto tus condiciones.

– ¿Que ayudaré en la búsqueda de las joyas?

– A cambio de mi carta. Sí. Sin embargo, también yo tengo mis condiciones.

– ¿Que son…?

– Puesto que tengo experiencia en estos asuntos y tú no la tienes, espero que sigas mi consejo.

– Siempre que accedas a no desestimar mis ideas terminantemente, me parece aceptable. ¿Algo más?

– Sí. Existe la posibilidad de que haya algún peligro implícito en todo este asunto. Tu padre te ha enviado aquí por razones de seguridad y es mi deber ocuparme de que nada te ocurra. Insisto en que me des tu palabra de que no correrás ningún riesgo ni te aventurarás sola en ningún momento.

Victoria asintió.

– No tengo el menor deseo de correr ningún peligro. Tienes mi palabra. Entonces… ¿hemos llegado a un acuerdo?

– Sí. Bueno, salvo por el último detalle.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Victoria con un tono preñado de recelo.

– Debemos sellar nuestro acuerdo como lo hacen todos los espías.

– Ah, muy bien. -Le tendió la mano.

– Con un beso.

Ella retiró bruscamente la mano y entrecerró los ojos sin dejar de mirarle.

– ¿Qué bobada es esta?

– Los espías sellan sus acuerdos con un beso. -Cuando Nathan dio un paso hacia ella y Victoria retrocedió apresuradamente, él chasqueó la lengua-. Henos aquí, apenas unos segundos después de nuestro acuerdo, y ya lo estás incumpliendo, Victoria. Hemos acordado que, como el experto en cuestiones relacionadas con el espionaje soy yo, seguirías mi consejo. -Dio otro paso hacia ella, al que Victoria respondió con otro paso atrás.

– Y yo estaré encantada de seguir tu consejo cuando dejes de soltarme semejantes bobadas. ¿Un beso para sellar un acuerdo, dices? Y ahora supongo que esperarás que crea que sellaste acuerdos con mi padre, tu hermano y con lord Alwyck con un beso.

Otro paso adelante por parte de Nathan, otro paso atrás por parte de ella.

– Por supuesto que no. Los hombres espías se estrechan la mano empleando un código secreto. Solo los acuerdos entre los y las espías se sellan con besos. Está todo escrito en el Manual Oficial del Espía.

– ¿El Manual Oficial del Espía? -Victoria soltó un bufido de incredulidad-. Estás de broma.

– Hablo totalmente en serio. Como sabrás, el espionaje cuenta con reglas muy precisas, y tienen que estar escritas en alguna parte. De ahí la existencia del manual.

– ¿Y tienes un ejemplar?

– Por supuesto.

– ¿Me lo enseñarás?

Nathan sonrió y dio otro paso hacia ella.

– Mi querida Victoria, estaría encantado de enseñarte cualquier cosa que desees ver.

Victoria tragó saliva, retrocedió un paso más y su espalda fue a dar contra la refulgente pared. Alzó el mentón.

– Tengo la sensación de que eso de «sellar el acuerdo con un beso» no es más que una treta para volver a deslizar tu mano en el interior de mi corpiño.

– Aunque reconozco que la idea no deja de resultar tentadora, te demostraré mi sinceridad. -Nathan volvió a dar un paso adelante, deteniéndose cuando apenas les separaban unos centímetros. Alargó entonces los brazos, y, despacio, posó las manos en la pared de piedra a ambos lados de la cabeza de Victoria-. ¿Lo ves? Ni siquiera te tocaré. Mis manos seguirán exactamente donde están. Y ahora, ¿podemos sellar nuestro acuerdo?

Victoria siguió con la espalda pegada a la tosca pared de piedra, e intentó desesperadamente reunir la indignación que debería estar sintiendo contra él por haber vuelto a engañarla así una segunda vez. Sin embargo, en vez de indignación, un profundo anhelo y un estremecimiento puramente femeninos la sacudieron. ¿Había pasado menos de una hora desde que se había preguntado cómo serían los ojos de Nathan colmados de deseo? Bien, pues ya lo sabía. Brillaban con una combinación de avidez y de excitación ante la que sintió como si sus faldas hubieran prendido fuego. A pesar de que él no la tocaba, podía sentir el calor que manaba de todo su ser. Oler su cálida piel, la sutil fragancia del sándalo, del algodón almidonado, todo ello mezclado con la fresca y húmeda brisa marina. Todavía tenía que recuperarse del último beso devastador de Nathan. Lo cierto es que no estaba del todo segura de que las piernas la sostuvieran con un segundo beso. Pero sin duda la mujer moderna actual desearía descubrirlo…

La cabeza morena de Nathan descendió sobre la de ella. Los ojos de Victoria se cerraron y pegó sus puños cerrados contra la pared, preparándose para la frenética embestida.

Embestida que nunca llegó. En vez de eso, Nathan depositó unos besos ligeros y aéreos, tan suaves como alas de mariposa, en su frente. En la sien y en los labios. En los párpados cerrados, en la línea del mentón, en las comisuras de la boca. El cálido aliento de Nathan, perfumado con algo especiado que a Victoria le recordó a la canela, le acarició la piel con el mismo toque suave que sus labios. Cuando la boca de él rozó con suavidad la suya, el corazón de Victoria palpitaba ya con tanta fuerza que pudo incluso sentir el frenético latir por lodo el cuerpo… En las sienes. En la base del cuello. Entre las piernas.

Ansiosa de pura impaciencia, Victoria se preparó para la exigente embestida del beso de Nathan, pero él volvió a sorprenderla apenas rozándole los labios. Fue un contacto lento y suave, seguido de un pausado roce de su lengua a lo largo de su labio inferior. Los labios de Victoria se abrieron y Nathan la besó lenta y suavemente, con una total falta de prisa que la derritió y la enloqueció a la vez. El cuerpo de ella anhelaba sentirse uno con el de Nathan. Sentir sus manos deslizándose sobre ella y pasar a su vez las suyas sobre él. El calor la inundó, concentrándose en el vientre. Juntó las temblorosas piernas en un esfuerzo por aliviar la hormigueante presión que se abría paso entre sus muslos, aunque la fricción no hizo sino frustrarla aún más. Deseaba, necesitaba más. Sin embargo, en cuanto deslizó la mano alrededor de la cintura de Nathan para atraerlo hacia ella, él dio un paso atrás. Un gemido de protesta surgió de labios de Victoria y sus manos cayeron inertes a sus costados. Agradeció la sólida pared que protegía su espalda y que le impidió deslizarse a la arena del suelo convertida en un ser jadeante y gelatinoso.

Victoria abrió con sumo esfuerzo los ojos y reparó, presa de un arrebato de despecho, que Nathan no estaba en absoluto alterado, cuando ella se sentía totalmente fuera de sí. Mientras seguía apoyada contra la pared, intentando recobrar el aliento y calmar su pulso enloquecido, Nathan recogió del suelo su fular. Sin pedirle permiso, le colocó el delicado pañuelo de encaje de blonda al cuello, fijándoselo con dedos ágiles a la parte superior del vestido. Después le ajustó el corpiño con un diestro tirón, dando muestra de una facilidad sin duda fruto de la práctica que indicaba que estaba muy familiarizado con los entresijos del vestuario de las damas. Una oleada de calor la recorrió por entero, y Victoria se preguntó si Nathan se mostraría tan experto a la hora de desnudar a una mujer.

Nathan posó de nuevo en ella una mirada inexcrutable.

– Nuestro acuerdo ha quedado sellado, Victoria. Mi nota, te lo ruego.

Victoria no tuvo más remedio que apretar con firmeza los labios ante la voz áspera y profunda que Nathan empleó para pronunciar su nombre a fin de contenerse y no pedirle que volviera a pronunciarlo.

– Te la daré en cuanto volvamos a la casa.

Una ceja oscura se arqueó bruscamente.

– Si es tu modestia la que intentas proteger, permite que te recuerde que estoy ya familiarizado con lo que oculta tu corpiño.

El fuego abrasó las mejillas de Victoria. Aun así, agradeció las palabras de Nathan, pues vio en ellas un recordatorio más que necesitado de que aquel hombre arrogante era un peligro para su paz interior.

– La nota no está escondida en mi corpiño. Te la daré cuando lleguemos a Creston Manor.

Nathan la observó con atención durante varios segundos, y Victoria respondió a su escrutadora mirada con una frialdad semejante. Por fin, él asintió.

– Muy bien. En ese caso, volvamos.

Nathan cogió el sombrero lleno de conchas de Victoria, se lo acomodó bajo el brazo y le tendió la mano. Sin pronunciar palabra, ella deslizó su mano en la de él y le permitió sacarla de la cueva. En cuando emergieron del estrecho pasadizo oculto entre las rocas, Nathan la soltó y Victoria se deshizo de la absurda sensación de decepción que la invadía. No había motivo para sentirse desilusionada. En realidad, debería estar pletórica. Hacía menos de veinticuatro horas que había llegado a Cornwall y ya había conseguido su objetivo: dar a Nathan un beso que él tardaría en olvidar. No obstante, tenía que hacer frente al hecho indiscutiblemente molesto de que también él le había dado un beso que ella tardaría en olvidar. Diantre, eso no había entrado en sus planes.

Fue entonces consciente de otra molesta consideración. ¿Realmente le había dado un beso que él tardaría en olvidar? A pesar de que no había la menor duda de que él se había mostrado físicamente excitado ante el encuentro, ¿cómo podía estar segura de que no olvidaría aquel beso pasados cinco minutos? Quizá ya lo habría olvidado.

Miró a Nathan con el rabillo del ojo mientras cruzaban la playa y apretó los labios con firmeza en una combinación de desconsuelo y de fastidio. Él caminaba tranquilamente a su lado como si no tuviera ninguna preocupación, con el rostro vuelto hacia el sol y el viento alborotándole los oscuros cabellos. Nathan se agachó y cogió de la arena una concha pequeña de perfecto nácar. Una sonrisa asomó a las comisuras de sus labios. Parecía a la vez imperturbado, despreocupado y sin duda en absoluto dedicado a darle vueltas al rato que habían pasado juntos en la cueva.

Incapaz de reprimir sus deseos por saber, Victoria dijo:

– ¿Puedo preguntarte qué estás pensando?

Nathan se frotó la mano contra el estómago.

– Me preguntaba lo que la cocinera habrá preparado para el almuerzo. Espero que sea abundante. Estoy muerto de hambre.

Comida. El muy puñetero estaba pensando en comida. Apretando la mandíbula para prohibirse así hacerle cualquier otra pregunta cuya respuesta no estuviera dispuesta a oír, Victoria siguió en silencio durante el resto del camino de regreso a la casa. Cuando se acercaban a las cuadras, vio a lord Sutton y a lord Alwyck de pie en la amplia entrada. Ambos la miraban atentamente, y Victoria reparó en el desastre en que debían de haber quedado convertidos sus cabellos a causa de la enérgica brisa. «Y de los largos dedos de las manos de Nathan», añadió su ladina voz interior.

«Bah.» El viento le había deshecho el peinado mucho antes que Nathan la tocara. Lo cierto es que le estaba agradecida al viento racheado pues sin él no habría tenido ninguna otra explicación que justificara su aspecto despeinado.

Sentado a horcajadas sobre Medianoche, Nathan observaba en qué modo su hermano y Gordon miraban acercarse a Victoria y decidió que no le gustaba lo que veía. Gordon la miraba como si Victoria fuera un deleitable confite y él hubiera adquirido de pronto una gran afición a los dulces. La expresión de Colin era igualmente absorta. Por lo que vio, a Nathan no le cupo duda de que ninguno de los dos hombres manifestaría la menor objeción ante la posibilidad de asumir su obligación de proteger a Victoria. Una sensación decididamente desagradable, que, según se dijo, no era otra cosa que hambre, le atenazó las entrañas.

La mandíbula de Nathan se tensó al ver que Victoria apenas había tenido tiempo de refrenar a Miel cuando Gordon la saludaba ya con una amplia sonrisa.

– Qué atractiva está usted, lady Victoria.

Ella rió.

– Es usted galante en exceso o espantosamente miope, lord Alwyck, pues bien sé que debo de estar horrible. El viento que soplaba en la playa me arrebató el sombrero y me temo que también el peinado.

– Pues yo tengo una visión perfecta -dijo Colin, uniéndose a ellos y sonriendo a Victoria-, y estoy de acuerdo con lord Alwyck. Está usted muy atractiva. ¿Ha disfrutado de su visita a la playa?

– Mucho. El paisaje era impresionante y he llenado mi sombrero con las conchas más preciosas.

– Yo también he disfrutado del paseo -dijo Nathan secamente, acercando a Medianoche a la montura de Victoria.

– Pero ¿dónde está su acompañanta, lady Victoria? -preguntó Gordon, lanzando a Nathan una mirada desaprobatoria.

– ¿Desde cuándo se requiere la presencia de una acompañanta para dar un paseo a caballo a plena luz del día? -interrumpió Nathan, mirando a Gordon con una expresión fría con la que le desafiaba a sugerir que lady Victoria o él podían haber actuado de un modo inadecuado-. El riguroso paseo a caballo y el no menos riguroso paseo por la playa habrían resultado sin duda agotadores para lady Delia.

Gordon y Colin volvieron a depositar toda su atención en Victoria. Gordon la ayudó a desmontar y Nathan reparó, tensándose, en que las manos de su amigo permanecían en la cintura de ella unas décimas de segundo más de lo estrictamente necesario. Y en que un favorecedor rubor teñía, como resultado, las mejillas de Victoria.

Nathan bajó del caballo de un salto. Colin, que sujetaba las riendas de Miel, se las entregó como si fuera un mozo de cuadras. Disgustado como no recordaba haberlo estado hasta entonces, Nathan condujo a los dos caballos a la cuadra, seguido al sombrío interior por el sonido de la risa de Victoria, que en ese momento disfrutaba de las atenciones de sus dos nuevos admiradores. Todo hacía pensar que tendría que arrebatársela a Colin y a Gordon para llevarla de regreso a la casa a buscar su nota. De pronto se le ocurrió que si Colin hubiera acompañado a Victoria a la cueva, con toda probabilidad los talentosos dedos de su hermano podrían a esas alturas haberla liberado de la nota, aunque, maldición, la idea de Colin poniendo las manos encima de Victoria no le sentó nada bien.

– ¿Ha disfrutado del paseo, señor Nathan? -preguntó Hopkins, acercándose a saludarle desde el cuarto de los aperos.

– Ha sido… estimulante. E intrigante, pensó con estremecimiento. Y dolorosamente excitante, añadió para sí.

– Así que estimulante, ¿eh? -Hopkins asintió pensativo-. Un paseo en compañía de una mujer hermosa suele serlo. -Señaló con la cabeza hacia la entrada donde Colin, Gordon y Victoria estaban concentrados en una animada conversación-. Al parecer hay cierta competición por su atención.

Los hombros de Nathan se tensaron.

– Yo no participo en la competición por sus favores.

– Naturalmente que no. Ella solo tiene ojos para usted.

La cabeza de Nathan se volvió bruscamente para mirar a Hopkins.

– ¿A qué se refiere?

Sin duda su voz había sonado más afilada de lo que pretendía, pues Hopkins le miraba entre dolido y sorprendido.

– Disculpe, señor Nathan. No era mi intención faltarle al respeto. Es solo que usted y yo solíamos hablarnos sin rodeos.

Nathan se pasó una mano por el cabello y en silencio maldijo su desconsideración. Hopkins llevaba con la familia desde antes de que él naciera, y él siempre había tenido a aquel hombre bondadoso que adoraba los caballos por un amigo.

– Aun podemos hablar sin rodeos -dijo Nathan, cerrando la mano sobre el hombro del anciano-. Perdóneme. Es solo que sus palabras me han sorprendido.

Hopkins aceptó las disculpas con un movimiento de cabeza y dijo:

– Soy yo el sorprendido. Normalmente es usted un gran observador. ¿No ha reparado en cómo le mira?

– De hecho, sí. Como si quisiera ensartarme en un espetón y asarme a fuego lento.

– Sí, esa era precisamente la mirada -dijo Hopkins con una risilla-. Está loca por usted, créame. -Miró a Nathan con ojos entrecerrados-. Me pregunto si ella se habrá dado cuenta de cómo la mira usted.

– ¿Como si quisiera meterla en el primer carruaje que salga de Cornwall?

– No. Como si fuera un melocotón maduro que deseara arrancar del árbol. Y darse un banquete con él.

Maldición, ¿cuándo se había vuelto tan condenadamente transparente? Antes de que pudiera articular una negativa, Hopkins se rió entre dientes.

– Y tampoco me parece usted muy feliz al respecto. Y a mí no me lo niegue. Soy capaz de leerle las intenciones desde que era un chiquillo. -Entornó los ojos, volviendo la mirada lucia la salida, ahora vacía-. Una buena potranca esa lady Victoria. Enérgica… eso se ve. Y buena amazona. Aunque no deja de ser una jovencita malcriada de Londres… para nada el tipo de dama que a usted solía gustarle. Y algo me dice que usted tampoco es la clase de hombre en el que ella normalmente se fija.

– ¿Ah, sí? ¿Y qué clase de hombre soy yo?

– Es más la clase de hombre que no es. No es uno de esos engreídos y elegantes londinenses que pasean su nariz fruncida de fiesta en fiesta. Usted es un hombre decente y trabajador. No pretendo ofender a la dama, pero dudo mucho que haya mirado dos veces a alguien de tan baja condición como pueda ser un médico. Comprensible. Aunque lo esté haciendo ahora. -Hopkins observó a Nathan-. Y usted le devuelve la mirada.

– Parece haber adivinado mucho en muy poco tiempo -dijo Nathan.

Hopkins se encogió de hombros.

– Está en mi naturaleza observar a la gente.

Antes de que Nathan pudiera articular otra respuesta se oyó una conmoción que provenía del exterior, seguida de un fuerte grito que sin duda alguna procedía de Victoria.

– ¡Oh! ¿Qué haces? ¡Basta!

Nathan corrió hacia las puertas con Hopkins pegado a sus talones. Al salir, se detuvo de golpe y abarcó con la mirada el espectáculo que tenía ante sus ojos. Gordon y Colin, con aspecto apesadumbrado, estaban arrodillados junto a Victoria, que se había agachado y se agarraba el dobladillo del vestido. Su rostro estaba por completo desprovisto de color. Los tres miraban fijamente a Petunia, que estaba de pie junto a ellos y cuyo barbado mentón se movía de atrás adelante mientras masticaba.

Nathan se adelantó a grandes zancadas y se agachó junto a Victoria, alarmado ante su palidez. La tomó de los brazos.

– ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?

– Esta cabra idiota tuya es lo que ha ocurrido -dijo Gordon, cuyo tono de voz rezumaba enojo-. No solo el animal le ha dado a lady Victoria un susto de muerte, sino que le ha hecho un agujero en su traje de montar. Este animal es una amenaza. Podría haberla mordido.

La mirada de Nathan se desvió hacia Petunia, que movió el rabo y a continuación se alejó tranquilamente hacia el corral. Nathan volvió entonces a concentrar su atención en Victoria y dijo:

– No te has hecho daño, ¿verdad?

Cuando ella respondió negando con la cabeza, él se puso en pie y la ayudó a levantarse.

– Te ruego que aceptes mis disculpas. Petunia es famosa por mordisquear lo que no debe. Me aseguraré de que te arreglen el traje de montar. Y, si no es posible, me encargaré de que te den uno nuevo.

– No es mi traje de montar lo que me preocupa -dijo ella con un hilo de voz. Alzó la mirada hacia él con ojos compungidos-. Es tu nota.

– ¿Qué pasa con mi nota?

– Tu cabra acaba de comérsela.

Загрузка...