Victorino Pérez

A Dios gracias la casa de vecindad donde Mamá vive todavía (Mamá no ha dejado un día de amasar arepas) no queda lejos del Hotel Lucania, Victorino se siente en condiciones de llegar hasta allá cojeando y maldiciendo, pegado a la pared como los perros sarnosos, empapados los pantalones negros con la sangre de Blanquita, manchada la franela en cuyos grises el rojo resalta delator, no son sino doscientos metros escasos, Victorino conoce de memoria la trayectoria propicia para evitar encuentros a esta hora de la mañana, al doblar la esquina se desliza a lo largo de la tapia anodina (casi una cuadra entera sin una sola puerta) de un depósito de materiales y máquinas, luego atraviesa la calle, deja atrás un recodo comercial que aún no ha despertado de un todo, desfila cabizbajo ante tres ventanas inevitables de gente conocida, finalmente se escurre en el pasadizo de la casa de vecindad, la gorda del número 1 está durmiendo, no ha tropezado a nadie que se fijara en él, aparta con un hombro la cortina de cretona, entra en la pieza de Mamá como si volviera otra vez de la escuela, ella está cocinando tal como la dejó hace tres años, desvía la cabeza del humo y ve al hijo plantado en el centro del cuarto, se acerca enmudecida y lo besa en la frente, él dice con voz aniñada (solamente la ha usado en su vida cuando se dirige a ella) Quiero cambiarme de ropa, Mamá no hace preguntas, se limita a sobar las manchas de sangre para indagar si hay heridas debajo de la humedad, se sosiega al comprobar que la sangre no es de Victorino, entonces se lava las manos en el fregadero, abre el baúl oscuro que persiste inalterable junto a su cama, comienza a remover prendas de hombre, Victorino se quita la franela gris y los pantalones negros, hace de esos trapos un bulto y lo tira debajo de la mesa, espera en calzoncillos que Mamá encuentre lo que busca, ella le tiende unos pantalones de kaki que lo quedan un poco anchos y una camisa moradoarzobispo a la cual también le sobra tela, Victorino ignora a qué hombre perteneció esa ropa, tampoco siente la curiosidad de preguntarlo, Mamá llora sin aspavientos, él simula no advertir sus lágrimas, ella desmonta de una repisa la lata de Quaker donde guarda sus monedas, se las entrega íntegras a Victorino, quince bolívares, ambos comprenden que él no puede quedarse bajo este techo sino el tiempo preciso, será el primer lugar allanado por la raya, ya estuvieron aquí varias veces cuando mató (tuvo que matarlo) al italiano, él se pone la holgada ropa ajena, guarda los quince bolívares en uno de sus nuevos bolsillos, Mamá lo sigue hasta la cortina de cretona para despedirlo, Jesús te ampare, y son las únicas palabras que ella pronuncia durante.

Victorino toma un carro libre, transmite al chofer la dirección que le dio Camachito en la cárcel, ya en Pro Patria ha madurado la mañana, el sol tiñe vetas de naranjas sobre los árboles estériles de la plazoleta, una niña pálida y vestida de amarillo juega a hablar sola sentada en un quicio, las señas de Camachito corresponden a una vergonzante (son de madera hermética y no de cristal exhibidor las coberturas de las vitrinas) quincalla o sastrería, detrás del mostrador de aquel negocio indefinido está agazapado un sujeto de edad no menos indefinida, unos anteojos de anticuario le bailan sobre las narices agresivas, escucha la algazara de un aparato de radio que al nivel de su cabeza ruge noticias, Victorino Pérez, enemigo público número uno de la sociedad, se fugó aparatosamente, hoy en la madrugada, del retén de la Planta, gane plata fácilmente con la Lotería de Oriente, poco más o menos lo había previsto Victorino, la radio seguirá dando gritos hasta el mediodía, después le tocará escandalizar en letras descomunales a los periódicos de la tarde, y a los de mañana por la mañana con su retrato prestigiando la última página, Victorino se acerca al encogido comerciante, le dice que viene de parte de Camachito, el otro adivina en el acto la identidad del visitante, se le paralizan las ideas, la radio vuelve a hablar con ensañamiento, el temible hampón fugitivo anda armado, la vida sabe mejor con pepsi, el hombrecito se acurruca aún más pequeño detrás del mostrador, a duras penas recupera la voz para llamar con acento andino o bogotano a un dependiente que trajina en la trastienda, ¡Judas Tadeo!, atiende o debería atender al nombre de Judas Tadeo, ¡Judas Tadeo!, el patrón se pone un sombrero de fieltro negro que lo enviuda, dice (en forma impersonal, no se sabe si a Victorino o a Judas Tadeo que acudió arrastrando los pies al sexto requerimiento) Regresaré dentro de diez minutos, y escapa acelerado de la tienda, Victorino no se intranquiliza, el que se fue no puede denunciarlo sin arriesgarse a una investigación de sus propios asuntos, ¿Dónde conoció usted a Camachito?, la radio ha vuelto a chismorrear la noticia de su fuga, la repetirá cuarenta veces antes del almuerzo, Judas Tadeo es un indio medio memo, jamás escucha lo que dicen las voces fantasmales de la radio, se consagra a despachurrar parejas de moscas eróticas sobre las tablas del mostrador, Victorino se sienta en una silla que nadie le ha ofrecido, Judas Tadeo lo mira de soslayo y sonríe, sonríe como si estuviera en el secreto, no está en el secreto pero manifiesta la aparente complicidad de los idiotas, nadie entra a comprar en aquella tienda desprovista de mercancías visibles, por la acera se aleja un vendedor de lotería ofreciendo a gritos un insulso número sin sietes, ha transcurrido más de media hora, el hombre de los anteojos anacrónicos reaparece tan atribulado como partió, no se quita el sombrero, le dice nerviosamente a Victorino ¡Vamos!, vuelve a tomar la calle, Victorino lo acompaña cojeando y maldiciendo. El atribulado guía lo conduce a una casa del mismo barrio, entreabre la puerta una mujer con frontispicio y peana de prostituta, no se levantan del sofá los dos hombres que están en la salita, los muebles son insolentemente verdes, dos cuadros equilibran las paredes: un negro boxeador en guardia y un rubio Corazón de Jesús desprevenido, huele a café con leche y a mentolatum, Victorino se deja caer en una de las butacas superverdes, los dos hombres lo miran con escudriñadora simpatía, uno tiene el párpado derecho hinchado y rígido como un huevo de gallina, al otro le faltan más dientes de los que conserva, Victorino inicia la amistad diciendo que le duele mucho el tobillo dislocado, el desdentado le pide que, Quítate el zapato y la media para darte un masaje, la Prostituta aporta solícita un cajón que servirá de apoyo clínico al Pie descalzo, el masaje consiste en un restregón inhumano que le hace ver las estrellas (Aldebarán, Casiopea, el cinto de Orion, Arturo del Boyero, aunque Victorino no conozca los nombres), Victorino suple el llanto inaccesible con carajos reventones, el desdentado masajista vuélvese mueca de pierrot indigente que lo compadece de rodillas, el tipo de sombrero negro no se ha separado de la puerta por donde entraron, Victorino sudoroso y dolorido lo llama con un gesto, Vaya a buscarme a Crisanto Guánchez, le dice, lo encontrará en tal sitio y a tal hora, le dice el sitio y la hora, al aguantador se le anima el semblante por primera vez, ha vislumbrado la perspectiva de consignar al indeseable en otras manos, desaparece a saltitos y sin despedirse, los cuatro restantes se sienten reconfortados por su ausencia, la mujer trae el café con leche que aromaba a lo lejos y un puñado de galletas, el desdentado muestra las encías en una parodia de sonrisa, el del párpado ovoide bulle por expresarle él también al perseguido su profesional admiración, va hasta el cuarto vecino, regresa con un tierno e imprevisible almohadón, sobre esa blandura coloca Victorino el talón de su pie lujado, el desdentado desenfunda dos pitos de marihuana, le ofrece uno al amigo reciente, ¿Quieres?, Victorino sí quiere.

He aquí el primer arrebato de Victorino Pérez descrito por un novelista que llama cannabis sativa a la hierba (en vez de llamarla en orden alfabético: chicharra, chucho, gamelote, grifa, grita, Juanita, macolla, machiche, mafafa, malanga, maloja, manteca, marabunta, maraña, maría, maría giovanni, maría la o, mariangia, marihuana, marillón, mary warner, material, matraca, mierda, monte, morisqueta, mota, pelpa, peppa, pichicato, pitraca, rosalía, rosamaría, rosario, shora, tabaco, todo, trabuco, tronadora, vaina, vano, vareta o yerba), el novelista la llama cannabis sativa, o kif, hachish, pura literatura, y apenas conoce de sus efectos lo que leyó en un folleto de toxicología:

Extraer un cohete de nombre Victorino de una piedra de nombre Victorino fue un proceso que jamás terminó de cumplirse porque siempre quedaba un fragmento de Victorino sentado en la poltrona verde reverde, en tanto el resto de Victorino se alcanforaba por los remolinos verticales del sueño. Por ejemplo, el antebrazo derecho, unido maritalmente a la antebraza derecha de la poltrona, ese trozo de Victorino no llegó a participar jamás de la aventura etérea sino se mantuvo en todo instante baldado en la salita ruin, ni siquiera se dio por enterado cuando Victorino regresó de su astronaucia y se incorporó al cubito y al radio que había abandonado durante tan descomedido tiempo. En cambio el cráneo (que es, según el reverendo padre benedictino Francisco Rabelais, la parte más importante del cuerpo humano después del viejo y noble pene) de Victorino se dedicó a crecer desmesuradamente, al par que estallaban las proporciones del cuartucho y el espacio imaginario se expandía como una madre superiora insuflada por una bomba de bicicleta. El cráneo Alicia de Victorino emprendió un viaje portentoso por el país de las, un país sin homo sapiens ni paisajes, sin expresiones ni onirismos, habitado irreductiblemente por colores, geometría, espacio, tiempo, materia, movimiento, recreación, multiplicación, difusión, cinetismo palante, compadre Soto. En cuanto al Corazón de Jesús, que infundadamente había sido entronizado en las paredes de aquel ambiente nefando, aprovechó el entrevero para difuminarse en ondas taumaturgas, diluirse en las intimidades cristalinas de la atmósfera, subir a los cielos, sentarse a la diestra de Dios Padre Todopoderoso, etcétera. Victorino no es ningún negrito escapado de lajusticia ordinaria sino una máquina de inmensas extremidades voladoras (salvo el antebrazo derecho que dejó en tierra como constancia de su lealtad al género humano) y motorizada frente librepensadora y libremiradora. Bermellones azafranados glaucos ígneos opalinos cárdenos lacres alazanos carmelitas perlinos (jamás en su puta vida ha oído Victorino esas palabras, pero las está mirando) colores le dan la bienvenida, espirales parábolas elipses circunferencias lemniscatas (¿cómo puede saber Victorino, que nunca fue a la escuela, el nombre de las curvas que recorre?) determinan su trayectoria hasta lanzarlo a los cuatro vientos vuelto generatriz de un prisma mansurrón y cabeceante. ¿A quién carajo era que le dolía el tobillo? Nunca a Victorino Pérez, ése está disfrutando la más epicúrea de las anestesias que reside en la sabrosura de saberse anestesiado, sentir el corazón de mermelada y una cancioncita sin sentido patinando al compás de la sangre:

"como sé que te gusta el arroz con leche en la puerta 'e tu casa te pongo un baile",

sin embargo le duele el tobillo. La prostituta anfitriona a quien apodan la Venadita, y no por la ligereza de sus cascos sino por los deslices subsidiaros, se ha desnudado exclusivamente para Victorino, se culipandea enmarcada por el dintel que se abre al sol del patio, los brazos en alto para mostrar las axilas y diagramar con sus tres nidos negros un incitante triángulo de pelos nocturnales, el sostén rosa pálido que le oculta los senos malgasta su inocencia sobre la piel aceitunada, también se quita el sostén, a Victorino se le engrifa el libido, está dispuesto a echársela al pico sin pedir licencia a los dos amigos que fuman sentados en el suelo, la aparición doliente de Blanquita le arruina la intención. Blanquita surge a los primeros compases del ballet del quirófano, un encamisado le lava la herida con suero fisiológico, otro le liga los vasos rotos con hilachas sacadas de tripas de animales, un tercero le sutura la piel con fibras de algodón, el último le hunde en los blandos una inyección antitetánica, al final se marchan en indolente pas de quatre, la dejan reposando boca abajo, adhesivos le cuadriculan las nalgas, una bolsa de hielo es la montera del culo, ¡ole! A más de dos kilómetros de distancia las cosas suceden tal cual Victorino las está mirando en su refugio de Pro Patria, tan sospechosa telepatía lo impulsa a regresar prudentemente a sus terrenales limitaciones, brujerías ni de vaina, Victorino. El prisma se funde en generatriz, la generatriz se desplaza hasta hacerse tangente de, la tangente se ovilla en lemniscata, la lemniscata se parte en dos círculos, uno de los círculos se achata en elipse, la elipse se despliega en parábola, la parábola se retuerce en espiral, la espiral desciende vaporosa al cerebro que la engendró, el cubito y el radio de Victorino recuperan el cuerpo cabal de Victorino, el Corazón de Jesús se reintegra resignado a su pared, la Venadita le guiña un ojo (a Victorino) desde la puerta que se abre al sol del patio, no era cierto que se había quitado la ropa, ¿no hay más yerba?


Segundo arrebato de Victorino Pérez:


El malandro del párpado hinchado saca del bolsillo una cajita de fósforos, es mafafa lo que tiene adentro, lía un tabaquito, él mismo se lo enciende a Victorino, es una madre para él. En este segundo viaje Victorino se somete al asalto (acuden por su propia voluntad, no las llama como perritos) de cosas pasadas que vuelven a suceder sin cambiarse una coma, idénticas, las vive por otra y mismísima vez. Tal es el caso de la muerte del italiano (tuvo que matarlo), Victorino había conseguido tejer un petate de olvido sobre ese trago amargo, al menos sobre sus detalles más jeringosos, qué vaina, hoy resucita el episodio completo sobre la cal de la pared, como si un proyector estuviera denunciando sus movimientos a cámara lenta, ahí está la calle.

Son las seis de la tarde de un miércoles de ceniza, Victorino estuvo anoche bailando y bebiendo con Blanquita en el Palacio de los Deportes, ella tenía medio antifaz sobre los ojos y un lunar pintado en la barbilla, una botella de Caballo Blanco servida con hielo y soda los dejó sin lana, ciento veinte bolívares le cobraron esos ladrones, esta mañana amanecieron vaciados los bolsillos de Victorino, nublada su pensadora, decidió tirar un atraco para resarcirse de los vejámenes, Crisanto Guánchez se negó a acompañarlo, no le gusta trabajar a la luz del día, mucho menos con los nervios destemplados por la pea de la noche antes, Crisanto Guánchez sabe lo que hace.

Victorino ha escogido la sastrería del italiano porque está situada en la barriada de Caracas donde él aprendió (en la escuela no aprendía un sebo) a jugar pelota cuando desertaba de la escuela, es un baqueano en las complicaciones de este arrabal, a los veinte metros de fuga doblará la esquina, el estacionamiento de carros limita al fondo con una quebrada que ha explorado trescientas veces, un trecho más allá volverá a subir a la superficie, habrá desembocado en un bloque de apartamentos, ese laberinto de paredes y escaleras es también pan comido para él, ni Dick Tracy le seguirá las huellas después de la operación atraco, ni ese detective de la televisión, el de la cuerda floja.

Sin embargo, cuando se para a contemplar los casimires ingleses (de Maracay) que cuelgan en la vidriera, el roce de una mano invisible y fría (bajo cero) en las mochilas le indica que el asunto va a salir torcido, siempre le ha costado caro a Victorino no hacerle caso a los presentimientos. Son cobardía disfrazada, dice, los hace huir a sus cuevas como cucarachas, ahí está su error, el italiano de la sastrería se lo queda mirando desconfiado y sargento, es la hora del cierre, Victorino no tiene aspecto de cliente que viene a tomarse las medidas.

¿Qué desea? pregunta malencarado.

Victorino está a punto de responderle Nada, a punto de dejar el achaque para otro día, pero se le encorajina el Victorino que nunca se echa para atrás, ¿Te chorreaste, negro? Y en vez de escurrir el bulto debajo de un pretexto (¿Me puede prestar el teléfono un minuto, señor?) cualquiera, saca de un manotazo el revólver, se lo enfrenta a la altura de la corbata, le grita en ráfaga las consignas de rigor, ¡No te muevas que es un atraco!, ¡Levanta las manos o te meto un tiro!, ¡Suelta el reloj y lo que tengas encima!

Pietro Lo Monaco, que así se llamaba el sastre según los periódicos de mañana, levanta las manos pero se obstina en clavarle unos ojos desafiantes de camisa negra. ¿Cómo puede imaginarse Victorino (también lo sabrá por los periódicos de mañana) que este no es un sastre común y corriente, ni un campesino siciliano metido a sastre, sino un ex combatiente, o ex criminal de guerra, ex futbolista de los que juegan con uniforme y réferi, ex ciclista de los que corren numerados, profesor de trucos y zancadillas para derrengar al prójimo? Victorino engatilla el revólver, ¡Pon tus cosas sobre el mostrador!, el hombre comienza por el reloj y el anillo de matrimonio, no deja de mirar a Victorino con vitriolo de enemigo mortal, ¡Pon también la cartera!, y él no le obedece, amaga un tic raro de kárate, a Victorino no le queda más camino que zamparle un tiro en una pierna para quitarle los brinquitos japoneses.

La verdad es que ya el atraco falló, como falla todo atraco desde el momento en que suena un disparo, el único interés de Victorino es la huida, ya el atraco falló, Pietro Lo Monaco ha saltado cojeando a tapiarle la salida a la calle, ¡Estúpido, voy a tener que matarte si no me dejas pasar, bestia!, el italiano no lo oye, no quiere oírlo, se arma de unas tijeras enormes, se atraviesa ante la puerta con su metro noventa de altura y su pechóte de Mussolini, Victorino tira al suelo las prendas que el otro había colocado sobre el mostrador, le ofrece una paz honorable, ¡Ahí te dejo tus vainas!, ¡No me obligues a matarte!, ¡Déjame salir!, no quiere oírlo, el peligro avanza hacia él con sus tijeras asesinas, Victorino no se explica cómo este cretino logró salvar el pellejo en la guerra, ¡El destino me lo tenía reservado a mí, cono!, piensa, apunta filosóficamente al centro del pecho, le mete un balazo que lo tiende patas arriba. Antes de salir disparado, y para justificarse ante la historia, Victorino intenta arrancarle la cartera del bolsillo trasero del pantalón, Pietro Lo Monaco agonizante defiende sus liras que todavía son bolívares, las defiende con furioso apego a los bienes de este mundo que abandona.

El episodio concluye cuando Victorino se abre paso por entre los curiosos y sus miedos, dos mil moscas acudieron a la rica miel de los disparos, ¡Me dejan pasar o los mato a todos!, ladra Victorino, el grupo se abre en dos tajadas como el Mar Rojo, un minuto después se arrepentirán de su prudencia, saldrán en bandada a perseguirlo, ¡qué esperanza!, ya Victorino es un microbio perdido en los recovecos de la quebrada, me agarraron el sábado, tres días después, Blanquita, en la querencia tuya.

Después de aquella nítida reconstrucción del asesinato (tuvo que matarlo, ya lo vieron) del italiano, la cámara visual de Victorino se sepulta en una bruma montañosa. Su vida pasada presente adquiere una velocidad histérica, un alma que lleva el diablo de film que se devuelve se enrolla tintineante en las bobinas del proyector, los días se convierten en pelusas de segundos, las millas en virutas de milímetros, Victorino no logra redimir un recuerdo redondo de aquel torbellino de espacios y tiempos trastocados, su adolescencia arisca se fusiona gratuitamente con su infancia contemplativa, el asalto al supermercado concluye en una partida de perinola en la casa de vecindad, el cuerpo amortajado de Blanquita lo llevan a enterrar las hormigas, el escalamiento de una quinta en La Florida remata en el espinazo de un puente donde aparece Crisanto Guánchez por primera vez, recién escapado de la isla de Tacarigua. La pantalla se aquieta ante la evocación de Crisanto Guánchez, un domingo de ramos se reproduce en las paredes, tan fatal como el miércoles de ceniza en que falleció sin sacramentos el sastre italiano Pietro Lo Monaco.

La noche anterior habían asaltado una venta de tostadas en su momento estelar de público, la colecta les produjo tres mil doscientas muñas en efectivo, once pulsos, catorce leras repletas de papeles de identidad y fotografías sentimentales, y una fuca de uno de los clientes que era sapo pero le faltaron los indispensables para sacarla. Victorino y Crisanto Guánchez están sentados frente a frente en la pieza de este último, ya se han repartido honestamente el botín, un religioso cincuenta por ciento para cada uno, el revólver ha sido catalogado como común e indivisible instrumento de trabajo. Victorino aprovecha el mutismo de comprensión que los allega, se decide a exponerle al socio un plan que ha venido callando pensando retorciendo masticando digiriendo sangrando desde hace tiempo. Se relaciona con un oscuro suceso sobre el cual no han cambiado en tres años una palabra.

Llegó la hora de vengarnos dice Victorino, su léxico sufre la perniciosa influencia de los dramas televisados. Yo les he seguido como un perro los pasos a esos cuatro cabrones, al Cubano se lo cargó a tiros la raya en un asalto por el Cementerio, a Buey Pelúo se lo tragó la tierra hace un año, anda por Colombia, algún día vuelve el coñoemadre, ya verás.

Crisanto Guánchez, bronco perfil de pedernal, no lo interrumpe.

Pero Caifas y Perro Loco están jodidos en La Leona, pagando una condena de dos años, es muy sencillo, pana, dejamos caritativamente que la jara nos eche el guante, se pondrá muy contenta, nos anda buscando, estamos en lista también para El Dorado, somos una fija, tú lo sabes, para allá nos mandan en cuanto nos tengan encallados, de bola a bola, pana.

Crisanto Guánchez, ensimismado bronce de cadáver, no lo interrumpe.

Ahora no somos choritos de quince años, ni estamos desarmados, ni serán dos contra uno, yo despacho a Caifas mientras tú le das bollo a Perro Loco, todo bien combinado, pana, la misma noche allá en La Leona, a puñalada limpia, a chuzo limpio, ¿qué te parece, pana?

Crisanto Guánchez se levanta del taburete donde está sentado, se endereza como un juramento, habla con una voz ulcerada que Victorino no le conocía.

No te acepto que menciones lo que pasó esa noche, no se lo acepto a nadie, no pasó nada esa noche, ¿sabes?, ¡no pasó nada, carajo!

Y regresa a su resentimiento de pedernal, Victorino comprende que el más pequeño comentario suyo agravaría la situación, no quiere agravarla, Crisanto Guánchez lo mira con un odio que nunca le ha tenido, le nace en este momento el odio y le durará las dos horas que faltan para. El domingo de ramos se corta porque Victorino regresa dando tumbos de sus nubes grifas, lo acompañan unas ganas alegres de pelearse a puños con alguien, lo acompaña más adentro un hambre sobrenatural, un hambre de cien náufra

gos, el tobillo le duele igual que antes, un silbido de la Venadita florece entre los ruidos prometedores de la cocina, qué hambre tan arrecha tiene.

Tocan la puerta. El pierrot desdentado salta despavorido y acezante desde su rincón, dijo que se llamaba Guillermo, salta como rana. Victorino lo tranquiliza:

Abre sin miedo, es mi amigo Crisanto Guánchez.

Pero aquel Santo Tomás sin dientes no confía en adivinaciones metafísicas, se acerca sigiloso a la puerta, comprueba la realidad por un agujero, es Crisanto Guánchez por supuesto.

Crisanto Guánchez se secreteó con Victorino más de media hora. Volveré a las siete de la noche, dijo al despedirse, y volvió tal como había prometido, a las siete en punto, esta segunda vez el desdentado, se llama Guillermo, se adelantó a abrirle la puerta sin desconfianza. Ya no siento el dolor del tobillo, pensaba Victorino, se había tragado no sé cuántas aspirinas, dormitó veinte minutos derrumbado sobre el mullido instrumento de trabajo de la Venadita, el afectuoso desdentado lo ayuda a levantarse y a caminar hasta la puerta, Victorino sale de la casa apoyándose en el hombro de Crisanto Guánchez, la Venadita le dice adiós con una sonrisa que es el postrer testimonio de su ducal (de Guermantes) hospitalidad, pegado a la acera trepida levemente un Oldsmobile azul recién capturado en La Rinconada, su ex propietario es un hípico empecinado, sobre el piso del carro se mezclan en desorden revistas de carreras y fotografías de caballos en el recinto de vencedores, Victorino conoce de vista al individuo que está al volante, lo ha oído mentar elogiosamente por Crisanto Guánchez, tiene un apellido inglés o trinitario que en este instante Victorino no recuerda, Robinson o algo así o Matison, al lado del conductor está sentado Careniño que lo saluda con un silbido de arrendajo, Victorino se desliza a lo largo de los asientos posteriores, su rodilla choca con la de otro tipo cuyos rasgos se pierden en la oscuridad, Victorino reconoce la voz en cuanto le habla, es el Curita, lo llaman el Curita porque se persigna antes de cada atraco, en El Edén estuvo a punto de pelearse a cuchillo con él, la discusión fue acerca del poderío de cada uno con una puta debajo del esqueleto, el Curita se cree muy macho, Siete polvos seguidos, gritó, mejor es olvidarse esta noche de aquel inconveniente, fueron vaina de tragos, Crisanto Guánchez evitó, la pelea, se metió por el medio cuando ya los fierros estaban afuera, Crisanto Guánchez los reconcilió un mes después, ahora el Curita va sentado a su lado, el Curita le facilita amistosamente el trueno que le hace falta, es un cañón largo reglamentario de policía, Victorino comprueba al tacto las, Crisanto Guánchez disimula una ametralladora corta entre las piernas. ¿Y tú Careniño? Careniño lleva en el bolsillo una pistola belga último modelo, ¿Y tú Curita?, el revólver del Curita es un Colt 38 sin estrenar, Vamos en góndola, el inventario lo realiza a viva voz Crisanto Guánchez mientras el Oldsmobile abandona las calles pobretonas de Pro Patria, trepa una loma árida para caer en San Martín, atraviesa las avenidas frondosas de El Paraíso, trastabilla dentro del tráfico en Puente Hierro, los faros de los otros carros y el neón de los comercios le caen encima como llovizna, por fortuna este Oldsmobile es una máquina insospechable, patente de pasajeros sin tacha, a Dios gracias todos (menos Victorino con su camisa moradaarzobispo) se han vestido como para apadrinar un matrimonio, lo mejorcito que tenían en el closet, Victorino se disminuye discretamente entre Crisanto y el Curita, toman sin inmutarse la ruta del Este, con el arsenal que llevamos, Blanquita, me sale que vamos a un achaque en grande, no me molesto en preguntar un carajo, Blanquita, estoy resteado.

El hombre de la nariz ganchuda se disponía a cerrar la puerta de la joyería, un dependiente lo acompañaba con sumisión de sacristán, Victorino y Crisanto Guánchez saltaron desde la sombra, ¡Espere un momento!, Victorino ya no cojeaba ni volvería a cojear en su vida, su mano derecha agarró al dueño de la joyería por la raíz del cuello, lo empujó rabiosamente contra el escaparate de los relojes, los ríñones del dependiente latieron bajo la presión de la ametralladora de Crisanto Guánchez, el Curita se lanzó en picada sobre la caja registradora, Careniño rompió el vidrio de una vitrina con la cacha de su pistola, las manos de Careniño se afanaron rastreando collares y sortijas a través del boquete, el revólver de Victorino fue timoneando los pasos del dueño hacia el trasfondo del local, ¿Dónde guardas los papeles?, Crisanto Guánchez abandonó al dependiente y se sumó a la pesquisa, ¡Habla o te jodemos!, el hombre callaba, ¿Dónde están los papeles, cabrón?, Victorino lo golpeó en la cabeza con el mazo del revólver, un gusanito de sangre le coloreó el marfil de la calva, Crisanto Guánchez le entrompó la metra en las costillas, entonces el hombre de la nariz ganchuda usó los ojos despavoridos para señalar la escalera que conducía a los altos, que trepaba a una disimulada buhardilla, subieron detrás de él, la ametralladora de Crisanto Guánchez le apuntalaba las nalgas mosaicas, el dinero de las ventas mayores estaba atesorado en una caja de cuero negro, la caja de cuero encerrada en la gaveta de un escritorio, el escritorio lo está abriendo el joyero abrumado por la congoja de quien se desgarra voluntariamente las entrañas, Crisanto Guánchez deja la ametralladora en tierra para recibir el dinero, Crisanto Guánchez consagra dos minutos a amarrar al tipo con nudos indescifrables de bulto postal, después lo amordaza, sus ojos de Habacuc quedan relampagueando profecías entre las patas del escritorio, "El Señor Dios es mi fortaleza y El me da pies ligeros", Crisanto Guánchez lleva las armas cuando descienden la escalera, Victorino acuna en sus brazos la caja de cuero, abajo está el dependiente en quietud irreparable de faraón embalsamado, ha sido un trabajo primoroso del Curita, mecate de cien vueltas en los tobillos, las muñecas de ecce homo cruzadas sobre el vientre, un trapo enmudecedor bajo la nariz, Careniño ha atiborrado de joyas su maletín, Victorino sale en primer término, luego Careniño, de tercero el Curita, Crisanto Guánchez cubre la retaguardia, pegado a la acera el Odsmobile trepida suavemente, Madison se endereza de su fingido sueño y se aferra al volante con ambas manos, la calle se despliega solitaria y provinciana, apenas una obesa pareja matrimonial contempla una vidriera en la acera de enfrente, ha sido un lindo golpe, ¿verdad Curita?, la macolla debe pasar de los treinta mil, ¿verdad Victorino?, Me voy a gastar toda mi parte en putas, dice Careniño acariciando las redondeces del maletín, Yo le compraré un rancho a la vieja, dice el Curita hipócritamente, Todo en Etiqueta Negra y putas, insiste Careniño, los demás no hablan de sus proyectos, yo me voy a Colombia por un tiempo, Blanquita, si estos cabrones de la Judicial me ponen la mano, Blanquita, me van a desgraciar a palos, yo los conozco, me largo a Colombia, lástima que tú estés herida en un hospital, te llevaría conmigo a bailar cumbia, qué gozadera, Blanquita, en Santa Marta.

Victorino arrebata de un manotón la ametralladora que yace muda junto a la cadera de Crisanto Guánchez, del cadáver de Crisanto Guánchez para ser más exactos. El tiro fue en la nuca, un balazo de esos que no conceden indulgencias de Ay mi madre, traen la muerte escriturada desde que los vomita el fusil. Victorino hace trizas la ventanilla posterior del carro con la culata de la metra, se pone a disparar por entre el tragaluz de vidrios rotos.

Un atraco tan limpio, una faena tan concienzuda como fue la de la joyería, quién iba a imaginarse este desenlace, acorralados por cinco, más bien cincuenta patrullas, por un hormiguero de policías que tiran a sacarte las tripas, pataleando como ratas en la trampa de una calle ciega, no hay salida para ninguno, salvo para Careniño que ha huido por los tejados con el maletín de joyas y la caja de cuero, tampoco hay salida para Careniño, será un milagro de la Providencia si llega.

Habían dejado muy lejos la joyería, y los guiños publicitarios de Sabana Grande, y el vivac circular de la Plaza Venezuela, y los estadios ululantes de la Avenida Roosevelt, ya el Oldsmobile enfilaba hacia las murallas del Cementerio, hacia el sitio donde se dispersarían para encontrarse de nuevo al clarear la madrugada. En la Roca Tarpeya, en el rancho de la Negra Clotilde, repartimos el botín, nos bebemos un par de botellas, tú, Curita, te quedas a tirar con ella como siempre, dijo Crisanto Guánchez. La Negra Clotilde los esperaba contando los minutos, embullada por sus tres pecados capitales favoritos: la avaricia, la lujuria y las ganas de beber ron.

Victorino dispara sin esperanzas, con el entrecejo arrugado de los violentos y los labios crispados de los temerarios, el David del Bernini con una ametralladora entre las manos. La tartamuda es una bicha francesa, una Hotckiss que chisporrotea alegremente su mensaje. Victorino se ve obligado a apartar de un codazo el cadáver de Crisanto Guánchez que se le viene encima, le estorba los movimientos con su hemorragia pegajosa y su petrificada pesantez. El Curita dispara el revólver de vez en cuando desde la portezuela izquierda. Ni hablar de Madison, herido desde la primera ráfaga, se queja broncamente, esgarra doblado sobre el aro del volante.

La culpa fue de Madison, quién iba a sospecharlo. Madison tan veterano, tan verraco, tan sangre fría, no existe en el hampa criolla otro chofer que lo iguale en el trance de conducir una huida. Madison esta noche perdió la serenidad como un principiante, parece increíble. Se toparon con una radiopatrulla que venía de Los Rosales, una inofensiva patrulla en recorrido de vigilancia rutinaria, jamás se habría fijado en ellos si Madison no se desgobierna, aceleró sin necesidad, dobló atolondrado a la derecha en la primera esquina, no hizo caso de la luz roja, se metió contra la flecha.

El pobre Madison tiene un tiro feo de venado en la espalda, vomita sangre de bruces sobre el volante, lo sacude un ronquido sincopado y agónico. Careniño ha huido con el botín, autorizado por todos en un esfuerzo desesperado por salvar algo de aquella tempestad de plomo. Estas fueron las últimas palabras de Crisanto Guánchez: "Tú, Careniño, sal en carrera, llévate el maletín, llévate los billetes, métete por aquella puerta, súbete al techo, corre, después veremos, corre…" y ahí fue que le entró el balazo en la nuca. Careniño obedeció las órdenes del jefe muerto, le sacó cuatro lances a las balas, se perdió en el hueco de la puerta, anda por los tejados, sería un milagro de la Providencia si se salva, el barrio entero está cercado por los matones.

Fue por eso, porque se comió la luz roja, porque se metió contra la flecha, que la patrulla entró en sospechas y se decidió a perseguirlos, al principio como quien no quiere la cosa, luego aumentó la velocidad a medida que Madison aumentaba la suya, ¡No sigas contra la flecha, estúpido!, ¡Cruza a la izquierda, animal!, pero Madison no oía los gritos de Victorino y de Crisanto Guánchez, había dejado de ser Madison. Hasta que la patrulla se quitó la careta, enfiló contra ellos a cien kilómetros, puso a chillar la sirena, les hizo el primer disparo, ¿qué le pasaba a Madison?

Está ahí mal herido, acaso muerto, ha dejado de quejarse, ya no se mueve el pobre Madison, todo por su propia culpa. Se escucha una maldición estrangulada del Curita, ¡Se me acabaron las balas, cono!, un segundo después hace lo que tenía pensado, abre la portezuela, se lanza al descampado. Los faros de un carro militar lo iluminan arrodillado sobre el cemento, chillando, ¡Me rindo!, ¡Me rindo!, ¡No me maten!, ya va a llorar. Victorino ha quedado solo dentro del automóvil, Crisanto Guánchez está muerto, Madison también está muerto, Victorino sigue tableteando su ametralladora, definitivamente solo, definitivamente.

La patrulla pedía refuerzos con la sirena, con el relampagueo de las luces del techo, con los radiotransmisores, sembraba alarma y pedía refuerzos. Era más rápido el Oldsmobile que el automóvil policial, comenzó a tomarle ventaja, se le perdía de vista, la sirena se desgañifaba enfurecida. Madison había recobrado el dominio de sus nervios, pisaba el acelerador como un Fangio, era el mismo Madison de. El Curita disparó dos veces su revólver contra los perseguidores, dos candelazos que les aconsejaban ser más precavidos. La fe en su buena estrella retornó al corazón de Victorino, se iría a Colombia por un tiempo. Careniño volvió a pensar que se gastaría su cuota del botín con las putas.

El Curita sigue arrodillado y gritando ¡Me rindo! pero no le hacen caso. Victorino se ha acostumbrado al silbido fugitivo de las balas, al chasquido de las balas contra los latones del auto, no cesa de apretar el disparador, ya no sabe por qué ni para qué. A Blanquita no le llega el sueño, a la oscuridad su cama de hospital no llega el sueño, tampoco Mamá duerme esta noche, ambas oyen tiros lejanos, gritos de muerte, creen oírlos. Victorino regresa de la quebrada donde conoció a Crisanto Guánchez, debajo de aquel puente se hizo pana suyo para siempre, ¿te acuerdas, Crisanto, mi hermano? El loro de don Ruperto iza sus palabrotas por encima de los disparos, de los insultos de los policías, de la negrura estruendosa de la noche, ¡adiós, hijoeputa!, grita el loro.

Un maleficio del diablo, un ensalmo de brujas pesaba sobre el alma de Madison, no hay otra explicación. Ya las luces de la patrulla no eran sino una llamita borrosa, ya los policías se habían resignado a no alcanzarlos. ¡Se nos fueron esos carajos!, cuando Madison desvió el Oldsmobile a toda velocidad hacia el tragadero de esta calle ciega, taponada, sepulcral. A un tris del escape la fuga se pasmó en frenazo impuesto por una pared conminatoria. La Judicial, la Digepol, la Policía Municipal, la Guardia Nacional, el Ejército, todos los cuerpos armados de la República han acudido a librar aquella batalla desigual e implacable. Crisanto Guánchez está muerto, Madison está muerto, el Curita ha roto a llorar porque no toman en cuenta sus voces de rendición, Victorino se ha vuelto loco, definitivamente loco con una ametralladora sin balas entre las manos, más allá de los tiros burbujea la música obsesiva de una radio, "ese toro enamorado de la luna", quisiera confesarte una cosa, Blanquita.

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