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Inquieto, Loial vio a Nynaeve alejarse por el corredor alumbrado con lámparas en una dirección y a Verin en la contraria. Ninguna de las dos le llegaba más arriba de la cintura, pero eran Aes Sedai. Ese hecho bastó para atarle la lengua y, cuando hizo acopio de valor para pedirle a una de ellas que lo acompañara, las dos se habían perdido de vista al girar en sendas esquinas del pasillo. La casa solariega era una construcción laberíntica con sucesivos agregados a lo largo de los años que se habían realizado sin un verdadero plan global, que Loial alcanzara a discernir, y con frecuencia los pasillos se cruzaban en ángulos extraños. Deseó fervientemente haber tenido a una Aes Sedai de compañía cuando estuviera cara a cara con su madre. Incluso Cadsuane, aunque ésta lo ponía muy nervioso por la forma en la que pinchaba constantemente a Rand. Antes o después, Rand acabaría explotando. No era el mismo hombre que había conocido en Caemlyn, ni siquiera el hombre que había dejado en Cairhien. El ambiente a su alrededor era oscuro y pétreo ahora, un denso pradal de pie de león y debajo un traicionero suelo. Toda la casa daba esa sensación encontrándose Rand en ella.

Una criada delgada, de cabello canoso, que llevaba un cesto con toallas dobladas dio un respingo, después sacudió la cabeza y masculló algo entre dientes antes de hacerle una ligera reverencia y seguir su camino. Se desvió ligeramente un paso hacia un lado, como si estuviera rodeando algo. O a alguien. Loial miró fijamente ese punto y se rascó detrás de la oreja. A lo mejor es que él sólo podía ver Ogier muertos. Tampoco es que tuviera ganas de verlos, desde luego. Bastante triste era saber que los humanos muertos ya no descansaban. Si se confirmaba que a los Ogier muertos les ocurría lo mismo se le rompería el corazón. De todos modos, lo más probable era que si aparecían lo hicieran dentro de los steddings. Sin embargo, le encantaría ver desaparecer una ciudad. No una real, sino una ciudad muerta como esos espíritus que los humanos afirmaban ver. A lo mejor se podía caminar por sus calles antes de que se desvaneciera y ver cómo era la gente antes de la Guerra de los Cien Años o incluso la Guerra de los Trollocs. Eso decía Verin, y parecía saber muchísimo sobre el asunto. Sería algo digno de mención en su libro, desde luego. Rascándose la perilla con dos dedos —¡cómo le picaba!— suspiró. Habría sido un buen libro.

Con seguir plantado en el corredor sólo conseguiría retrasar lo inevitable. Si uno aplazaba el desbrozo siempre encontraba enredadera estranguladora entre los arbustos, como rezaba el viejo dicho. Sólo que él se sentía como si la estranguladora estuviera enroscada prietamente a su alrededor, en lugar de un árbol. Jadeante, siguió a la criada todo el camino hasta la ancha escalera que subía hacia los dormitorios Ogier. La escalera tenía dos sólidos balaustres que le llegaban a la mujer canosa al hombro, y lo bastante recios para proporcionar un asidero decente. A menudo temía rozar las barandillas hechas para humanos por miedo a romperlas. Uno de los balaustres se extendía por el centro; los escalones que subían pegados a la pared estaban hechos a la medida del pie humano, y los del lado exterior, para pies Ogier.

La mujer era mayor para el promedio de vida de los humanos, pero sin embargo subió más deprisa que él y ya se alejaba prestamente corredor adelante para cuando quiso llegar a lo alto de la escalera. Sin duda llevaba las toallas a los dormitorios de su madre, del Mayor Haman y de Erith. Seguramente preferirían secarse antes de hablar. Se lo sugeriría. Así ganaría tiempo para pensar. Porque tenía las ideas tan pesadas y lentas como los pies, que parecían ruedas de molino.

Había seis dormitorios construidos para Ogier a lo largo del corredor, que a su vez tenía el tamaño apropiado para ellos —con los brazos extendidos hacia arriba, las manos le quedarían a un paso de tocar las vigas del techo—, así como un cuarto de almacén, un cuarto de baño con una gran bañera de cobre, y la sala de estar. Ésa era la parte de la casa más antigua, que databa de casi quinientos años atrás. Toda una vida para un Ogier muy viejo, pero muchas vidas para los humanos. Su ciclo vital era tan breve, excepto en las Aes Sedai… Ésa debía de ser la razón de que anduvieran revoloteando de aquí para allí como colibríes. Pero hasta las Aes Sedai podían ser tan atolondradas como los demás. Eso sí que era desconcertante.

La sala de estar estaba creada con un Gran Árbol, no obra de Ogier, pero sí delicadamente detallada y de inmediato identificable. Se detuvo, se estiró la chaqueta y se peinó el cabello con los dedos mientras deseaba para sus adentros haber dispuesto de tiempo para dar betún a las botas. Tenía una mancha de tinta en un puño. Tampoco había tiempo para remediar eso. Cadsuane tenía razón. Su madre no era una mujer a la que se pudiera hacer esperar. Qué curioso que Cadsuane supiera quién era. Quizás incluso la conocía, por la forma en la que había hablado. Covril, hija de Ela, nieta de Soong, era una Oradora renombrada, pero lo que no se le había ocurrido pensar era que la conocieran también en el Exterior. Luz, casi jadeaba por la ansiedad.

Procurando controlar la agitada respiración, entró. Incluso allí los goznes chirriaron. Los criados se habían quedado pasmados cuando les había pedido un poco de aceite para engrasarlos —ésa era una tarea suya; él era un invitado— pero hasta el momento no lo habían hecho.

La sala de techo alto era bastante espaciosa, forrada con paneles oscuros y pulidos, sillas y pequeñas mesas con tallas de parras y lámparas de pie de hierro forjado del tamaño adecuado, con las titilantes llamas reflejadas en los espejos por encima de su cabeza. A excepción de un anaquel de libros, todos los cuales había leído con anterioridad y que eran lo bastante antiguos para que la encuadernación de cuero presentara descamaciones, sólo un pequeño cuenco de madera cantada era de manufactura Ogier. Una bonita pieza; ojalá supiera quién la había cantado, pero era tan antigua que cantarla ni siquiera había conseguido levantar un eco. No obstante, todo estaba hecho por alguien que al menos había visitado un stedding. Los muebles habrían podido encajar en una vivienda Ogier. Ni que decir tiene que la estancia no guardaba parecido alguno con las que había en un stedding, pero el antepasado de lord Algarin había realizado un esfuerzo para que sus visitantes Ogier se sintieran cómodos.

Su madre se encontraba de pie delante de uno de los hogares de ladrillo; de rasgos firmes, sostenía extendida la falda bordada con motivos de parras para que se secara. Loial soltó un suspiro de alivio al ver que no estaba tan mojada como había imaginado, aunque eso ponía fin a la sugerencia de que fuera a secarse antes de hablar. Las capas de lluvia debían de haberse calado por algunos sitios. Les ocurría eso al cabo del tiempo, a medida que se desgastaba la capa de aceite de semillas de badiana. Tal vez tampoco estaba de tan mal humor como había imaginado. El Mayor Haman, de cabello blanco, con la casaca oscurecida por varios rodales grandes de humedad, examinaba una de las hachas que había en la pared y sacudía la cabeza. La longitud del mango igualaba su altura. Fabricadas durante la Guerra de los Trollocs y tal vez antes, había dos de ésas, con incrustaciones de oro y plata en la larga cabeza del hacha, así como un par de ornamentados cuchillos puntiagudos de mango largo. Por supuesto, los cuchillos de podar, afilados por un lado y dentados por el otro, siempre tenían los mangos largos, pero las incrustaciones y las largas y rojas borlas indicaban que también se habían fabricado para usarlos como armas. No era una elección acertada para colgar en una sala dedicada a la lectura o a la conversación o a la serena contemplación de la quietud.

Pero los ojos de Loial pasaron rápidamente sobre su madre y el Mayor Haman hacia la otra chimenea, donde Erith, pequeña y casi de aspecto frágil, se secaba la falda. La boca era recta; la nariz, corta y bien redondeada; los ojos, del mismo color que la drupa madura del alesia. En resumen ¡era preciosa! Y las orejas, asomando entre el lustroso cabello negro que le caía por la espalda… Curvadas y regordetas, coronadas con finos mechones de aspecto tan suave como vilanos de diente de león, eran las orejas más preciosas que había visto en su vida. Claro que no era tan zafio como para decírselo. Ella le sonrió de un modo… misterioso, y sus propias orejas temblaron de vergüenza. Era imposible que supiera lo que había estado pensando. ¿O sí? Rand decía que las mujeres lo hacían a veces, pero se refería a las humanas.

—Vaya, aquí estás —dijo su madre mientras se ponía en jarras. Nada de sonrisas por su parte. Las cejas le caían sobre las mejillas y un gesto firme le marcaba la mandíbula. Si eso era estar de mejor humor, entonces tanto habría dado que se hubiera empapado con la lluvia—. He de admitir que me has hecho dar más vueltas persiguiéndote que en un tiovivo, pero ahora te he pillado y no tengo intención de dejarte escapar… ¿Qué es eso que tienes sobre el labio? ¡Y en la barbilla! Bueno, pues ya te estás afeitando eso ahora mismo. No me hagas esas muecas, hijo Loial.

Toqueteándose la pelusilla crecida en el labio superior con inquietud, intentó relajar la expresión —cuando su madre lo llamaba «hijo Loial» era que no estaba para bromas— pero no era tarea fácil. Él quería llevar bigote y barba. Puede que a algunos les pareciera pretencioso siendo como era joven, pero le daba igual…

—Sí, menudo tiovivo —intervino secamente el Mayor Haman, que colgó el hacha en los enganches. Él sí llevaba un largo bigote que le colgaba más abajo de la barbilla y una estrecha barba que le llegaba al pecho. Cierto, tenía más de trescientos años, pero a Loial seguía pareciéndole injusto—. Todo un carrusel. Primero fuimos hasta Cairhien al llegarnos noticias de que estabas allí, todo para descubrir que te habías marchado. Tras hacer un alto en el stedding Tsofu, fuimos a Caemlyn, donde el joven al’Thor nos informó que te encontrabas en Dos Ríos y nos llevó allí. Pero también te habías marchado ya. ¡A Caemlyn, por lo visto! —Las cejas se le arquearon hasta casi llegar a la raíz del pelo—. Empezaba a pensar que jugábamos a «corre que te pillo».

—La gente de Campo de Emond nos contó lo valiente que fuiste —dijo Erith; la voz aguda sonaba como música. Aferrada la falda con las dos manos y las orejas agitándose por el entusiasmo, parecía a punto de ponerse a brincar—. Nos contaron todo sobre tu lucha contra trollocs y Myrddraal, y que saliste solo entre esa horda para llegar hasta el Atajo de Manetheren y sellarlo para que ninguno más pudiera salir.

—No estaba solo —protestó Loial al tiempo que agitaba las manos. Creyó que las orejas le saldrían volando de la cabeza por la forma en que se agitaban a causa de la vergüenza—. Gaul venía conmigo. Lo hicimos juntos. Nunca habría llegado al Atajo sin Gaul.

Ella encogió la delicada nariz como desestimando la participación de Gaul. Su madre resopló. Tenía las orejas enhiestas a causa del desagrado.

—Disparates. Combatir en batallas. Ponerte en peligro. Jugar. Todo eso. Puros disparates que han de llegar a su fin.

El Mayor Haman carraspeó desaprobadoramente mientras las orejas se agitaban con irritación, y enlazó las manos a la espalda.

—Así que regresamos a Caemlyn para encontrarnos con que te habías ido, y de nuevo a Cairhien, con el mismo resultado.

—Y en Cairhien volviste a ponerte en peligro —intervino su madre, que sacudió el índice delante de su nariz—. ¿Es que no tienes sentido común?

—Los Aiel nos dijeron que fuiste muy aguerrido en los pozos de Dumai —murmuró Erith, que entornó los ojos y lo miró a través de las largas pestañas.

Loial tragó saliva con esfuerzo; esa mirada le constreñía la garganta. Sabía que debería apartar los ojos, pero ¿cómo ser recatado si ella lo miraba?

—En Cairhien tu madre decidió que ya no podía seguir más tiempo alejada del Gran Tocón, aunque no sé por qué, ya que no parece probable que tomen alguna decisión hasta dentro de uno o dos años, así que emprendimos la marcha de vuelta al stedding Shangtai con la esperanza de encontrarte más adelante. —El Mayor Haman dijo todo eso muy deprisa mientras lanzaba ojeada furibundas a las dos mujeres, como si pensara que iban a interrumpirlo otra vez. Daba la impresión de que tenía erizados el bigote y la barba.

La madre de Loial soltó otro resoplido, éste más contundente.

—Espero llegar a una decisión enseguida, dentro de uno o dos meses, o en caso contrario no habría renunciado a buscar a Loial ni siquiera de forma temporal. Ahora que lo he encontrado, podemos terminar con esto y ponernos en camino sin más demora. —Reparó en que el Mayor Haman estaba ceñudo y con las orejas echadas hacia atrás, y cambió de tono. Después de todo, era un Mayor—. Perdonadme, Mayor Haman. Quería decir que, si os parece bien, ¿podéis celebrar la ceremonia?

—Claro que me parece bien, Covril —contestó suavemente. Demasiado suavemente. Cuando Loial oía ese tono en su maestro, y si además tenía las orejas echadas hacia atrás, siempre había sabido que había metido el cuezo hasta el fondo. Se sabía que el Mayor Haman había lanzado una tiza a un alumno cuando tenía ese tono—. Ya que he abandonado a mis alumnos, amén de renunciar a hablar en el Gran Tocón, para seguirte en esta persecución descabellada por esa misma razón, ya lo creo que me parece muy bien. Erith, eres muy joven.

—Ya ha cumplido los ochenta, edad suficiente para casarse —dijo la madre de Loial en tono cortante mientras se cruzaba de brazos. Las orejas no dejaban de sacudirse por la impaciencia—. Su madre y yo llegamos a un acuerdo. Vos mismo fuisteis testigo de nuestra firma del compromiso de matrimonio y de la dote de Loial.

Las orejas del Mayor Haman se inclinaron un poco más hacia atrás y los hombros se le encorvaron como si estuviera apretando las manos a la espalda con mucha fuerza. No apartó los ojos de Erith ni un instante.

—Sé que quieres casarte con Loial, pero ¿seguro que estás preparada? Tomar esposo es una gran responsabilidad.

Loial habría querido que alguien le hiciera esa pregunta a él, pero no era así la costumbre. Su madre y la de Erith habían hecho un acuerdo y ahora únicamente Erith podía impedirlo. Si es que quería. ¿Quería él que lo hiciera? No podía dejar de pensar en su libro. No podía dejar de pensar en Erith. La expresión de ella era muy seria.

—Mis tejidos se venden bien y estoy a punto de comprar otro telar y a contratar a una aprendiza. Pero creo que no es a eso a lo que os referís. Estoy preparada para cuidar a un esposo. —De repente sonrió, un gesto encantador que dividió en dos su cara—. Sobre todo a uno con unas preciosas cejas tan largas.

Las orejas de Loial se estremecieron, al igual que las del Mayor Haman, aunque no tanto. Las mujeres eran muy abiertas a la hora de hablar entre ellas, o eso había oído decir, pero normalmente intentaban que sus palabras no azoraran a los hombres. Normalmente. ¡De hecho, las orejas de su madre temblaron con regocijo! El Mayor carraspeó.

—Esto es muy serio, Erith. Vamos, si estás segura, toma sus manos.

Sin vacilación, se acercó a Loial y se detuvo frente a él, sonriéndole mientras le asía las manos. Las de ella, pequeñas, tenían un tacto cálido. Las suyas estaban entumecidas, frías. Tragó saliva. Realmente iba a pasar.

—Erith, hija de Iva, nieta de Alar —dijo el Mayor Haman poniendo una mano sobre la cabeza de uno y otra sobre el otro—, ¿quieres tomar a Loial, hijo de Arent, nieto de Halan, como esposo y juras por la Luz y por el Árbol protegerlo, respetarlo y amarlo mientras viva, cuidarlo y atenderlo, y guiar sus pies por el camino que deberían seguir?

—Por la Luz y por el Árbol, lo juro. —La voz de Erith sonaba firme y clara, y su sonrisa era tan ancha que parecía salírsele de la cara.

—Loial, hijo de Arent, nieto de Halan, ¿aceptas a Erith, hija de Iva, nieta de Alar, como esposa y juras por la Luz y por el Árbol protegerla, respetarla y amarla mientras viva, cuidarla y hacer caso de su guía?

Loial respiró hondo. Las orejas le temblaban. Quería casarse con ella. Lo quería. Pero aún no.

—Por la Luz y por el Árbol, lo juro —dijo con voz enronquecida.

—Entonces, por la Luz y por el Árbol, os declaro desposados. Que las bendiciones de la Luz y del Árbol sean siempre con vosotros.

Loial bajó los ojos hacia su esposa. Su esposa. Ella alzó una mano y pasó los delicados dedos sobre el bigote. O el asomo de bigote, en cualquier caso.

—Eres muy guapo, y creo que el bigote te sentará muy bien. Y la barba también.

—Tonterías —dijo su madre. Sorprendentemente, se enjugaba los ojos con un pequeño pañuelo de puntillas. Nunca se había mostrado sentimental—. Es demasiado joven para ese tipo de cosas.

Por un momento, a Loial le pareció que las orejas de Erith se doblaban hacia atrás. Tenían que ser imaginaciones suyas. Había mantenido largas charlas con ella —era una conversadora fantástica; aunque, bien pensado, lo que más hacía era escuchar, pero lo poco que decía siempre era muy convincente— y estaba seguro de que no tenía ni asomo de genio vivo. En cualquier caso, no tuvo tiempo de pensarlo. Apoyando las manos sobre sus brazos, Erith se puso de puntillas y empezó a frotar la nariz contra la de él. A decir verdad, se frotaron la nariz más tiempo del que habrían debido encontrándose delante del Mayor Haman y de su madre, pero los demás se borraron de sus pensamientos mientras inhalaba el aroma de su esposa y ella el suyo. ¡Y qué sensación era el roce de esa nariz con la suya! Al cabo de un tiempo, mucho al parecer, los interrumpieron unas voces.

—Todavía llueve, Covril. No puedes sugerir en serio que nos pongamos en camino otra vez, cuando tenemos un buen techo sobre nuestras cabezas y unas camas adecuadas en las que dormir, para variar. Digo que no. ¡No! No dormiré en el suelo esta noche, ni en un granero ni, lo que es peor, en una casa donde me cuelgan los pies y las rodillas por el borde de la cama más grande que hay. Ha habido veces en las que he pensado seriamente rehusar la hospitalidad ¡y a la Fosa de la Perdición con la descortesía!

—Si insistes —accedió su madre a regañadientes—, pero quiero que nos pongamos en marcha a primera hora de la mañana. Me niego a perder una hora más de lo que sea estrictamente necesario. El Libro de Traslación ha de abrirse cuanto antes.

Loial se irguió bruscamente, estupefacto.

—¿Eso es lo que se discute en el Gran Tocón? ¡No pueden hacer eso, ahora no!

—Hemos de abandonar este mundo a la larga, de modo que podemos llegar a ello cuando la Rueda gire —dijo su madre, que se acercó a la chimenea más próxima para extender la falda de nuevo—. Está escrito. Ahora es exactamente el momento, y cuanto antes, mejor.

—¿Eso es lo que pensáis vos, Mayor Haman? —preguntó, preocupado. Loial.

—No, muchacho, en absoluto. Antes de marcharnos de allí di un discurso de tres horas que creo que cambió unas cuantas mentes en la dirección correcta. —El Mayor tomó una jarra alta de color amarillo y llenó una copa azul, pero en lugar de beber se quedó mirando el té con el entrecejo fruncido—. Tu madre ha hecho cambiar a más, me temo. Es posible que consiga su decisión en unos meses, como ha dicho.

Erith llenó otra copa para su madre y dos más; una de éstas se la tendió a él. De nuevo las orejas le temblaron por la vergüenza. Eso tendría que haberlo hecho él. Tenía mucho que aprender sobre ser un esposo, pero al menos sabía eso.

—Ojalá pudiera hablar al Tocón —dijo amargamente.

—En tu voz hay ansiedad, esposo. —Esposo. Eso significaba que Erith estaba seria. Era casi tan malo como que ser llamado «hijo Loial»—. ¿Qué dirías al Tocón?

—No quiero que se sienta avergonzado, Erith —intervino su madre antes de que él pudiera abrir la boca—. Loial escribe bien, y el Mayor Haman afirma que posee las maneras de un erudito, pero tiene dificultad para hablar en público, incluso ante un centenar de personas. Además, sólo es un muchacho.

¿Que el Mayor Haman había dicho eso?, fue la pregunta que se hizo Loial cuando las orejas le dejaron de temblar.

—Cualquier hombre casado puede dirigirse al Tocón —adujo firmemente Erith. Esta vez no había lugar a dudas: tenía las orejas echadas hacia atrás—. ¿Te importa que me ocupe de mi propio esposo, madre Covril? —La boca de su madre se abrió y se cerró sin emitir sonido alguno al tiempo que las cejas le trepaban a mitad de camino de la raíz del pelo. Loial no creía haberla visto tan desconcertada nunca, aunque ella debería haber previsto que ocurriría. Una esposa siempre tenía prioridad con el marido por encima de su madre—. Bien, esposo, ¿qué sería lo que dirías?

Loial no estaba ansioso, estaba desesperado. Dio un buen sorbo del té fragante de especias, pero después siguió sintiendo la boca igual de seca. Su madre tenía razón; cuanta más gente había escuchando, más tendía a olvidar lo que iba a decir y se iba por las ramas. En realidad, tenía que admitir que a veces divagaba un poco si tenía sólo unos pocos oyentes. Sólo un poco. De vez en cuando. Conocía los procedimientos —hasta un chico de cincuenta años los conocía— pero era incapaz de pronunciar las palabras. La reducida audiencia que lo oía ahora no era gente cualquiera. Su madre era una renombrada Oradora, el Mayor Haman, un notable Orador, sin contar que era un Mayor. Y estaba Erith. Un hombre deseaba ofrecer una buena imagen ante su esposa.

Les dio la espalda y caminó hacia la ventana más próxima, y allí empezó a dar vueltas a la taza de té entre sus manos. La ventana tenía unas medidas decentes, aunque los cristales incrustados en el armazón tallado eran del mismo tamaño que los de las otras habitaciones. La lluvia había menguado hasta hacerse llovizna que caía mansa desde el cielo gris, y a despecho de las burbujas alcanzaba a distinguir los árboles que se erguían más allá de los campos: pinos, tupelos y alguno que otro roble, todos rebosantes de Pimpollos. La gente de Algarin cuidaba bien de sus bosques, limpiando las ramas secas caídas y la maleza para evitar que se iniciara un fuego incontrolado. El fuego había que usarlo con precaución.

Las palabras acudieron a él más fácilmente ahora que no veía a los demás observándolo. ¿Debería empezar con la Añoranza? ¿Correrían el riesgo de marcharse si había la posibilidad de que empezaran a morir en un puñado de años? No, ésa era una pregunta que habría salido a la palestra en primer lugar y ya se habrían hallado respuestas adecuadas, o de otro modo el Tocón habría finalizado antes del año. Luz, si se dirigía al Tocón… Por un instante vio las multitudes de pie a su alrededor, centenares y centenares de hombres y mujeres esperando a oír sus palabras, puede que hubiera varios miles. La lengua pareció quedársele pegada al paladar. Parpadeó y ante él sólo quedó el cristal con burbujas y los árboles. Tenía que hacerlo. No era particularmente valiente, pensara lo que pensara Erith, pero había aprendido sobre valentía observando a los humanos, viendo cómo resistían por fuerte que soplaran los vientos en contra, luchando cuando no quedaba esperanza, luchando y venciendo porque lo hacían con desesperado coraje. De repente supo lo que tenía que decir.

—En la Guerra de la Sombra, no nos acurrucamos en nuestros steddings con la esperanza de que trollocs y Myrddraal no se vieran obligados a entrar en ellos. No abrimos el Libro de Traslación y huimos. Marchamos junto a los humanos y combatimos a la Sombra. En la Guerra de los Trollocs, tampoco nos escondimos en los steddings ni abrimos el Libro de Traslación. Marchamos con los humanos, combatimos a la Sombra. En los tiempos más aciagos, cuando la esperanza parecía haber muerto, combatimos a la Sombra.

—Y con la Guerra de los Cien Años aprendimos a no enredarnos con asuntos de los humanos —intervino su madre.

Estaba permitido hacer eso. La Disertación podía convertirse en debate a no ser que la pura belleza de tus palabras atrapara a los oyentes. En una ocasión ella había estado hablando desde la salida del sol hasta su puesta a favor de una posición muy impopular sin que hubiera una sola interrupción, y al día siguiente nadie se levantó a Disertar contra ella. Él no era capaz de crear frases hermosas. Sólo podía expresar sus convicciones. No se volvió de la ventana.

—La Guerra de los Cien Años era un asunto humano que no nos concernía en absoluto. La Sombra sí es asunto nuestro. Cuando es a la Sombra a quien hay que combatir, a nuestras hachas siempre les han crecido largos mangos. Puede que dentro de un año o de cinco o de diez abramos el Libro de Traslación, pero si lo hacemos ahora no escaparemos teniendo una esperanza fundada de hallar seguridad en otro lugar. Se aproxima el Tarmon Gai’don, y de eso depende el destino no sólo de este mundo, sino de cualquier mundo al que huyamos. Cuando el fuego amenaza a los árboles no salimos corriendo y confiamos en que las llamas no nos sigan. Lo combatimos. Ahora la Sombra se aproxima como un fuego incontrolado y más vale que no intentemos escapar de él. —Algo se movía entre los árboles a todo lo largo de la línea de la fronda que alcanzaba a ver. ¿Un hato de ganado? En ese caso, era uno muy grande.

—Eso no está mal —dijo su madre—. Expuesto de un modo demasiado sencillo para que tenga peso alguno en el Tocón de un stedding, cuanto menos el Gran Tocón, claro, pero no está mal. Continúa.

—Trollocs —exclamó. Porque eso era lo que veía, miles de trollocs con cotas negras y llenas de pinchos que salían en tromba de los árboles, a la carrera, enarboladas las espadas curvadas como guadañas, agitando las lanzas barbadas, algunos con antorchas. Miles no. Decenas de miles.

Erith llegó junto a él y se hizo hueco en la ventana.

—¡Cuántos! —exclamó estupefacta—. ¿Vamos a morir, Loial? —No hablaba como si estuviera asustada, hablaba… ¡excitada!

—Si logro advertir a Rand y a los demás, no —contestó mientras se encaminaba hacia la puerta. Ahora sólo las Aes Sedai y los Asha’man podían salvarlos.

—Toma, muchacho, creo que vamos a necesitarlas.

Loial se paró sólo el tiempo justo para atrapar el hacha de mango largo que el Mayor Haman le lanzó por el aire. Las orejas del otro hombre estaban aplastadas hacia atrás por completo, pegadas al cráneo, y entonces se dio cuenta de que él las tenía igual.

—Toma, Erith —dijo sosegadamente su madre mientras descolgaba uno de los cuchillos de podar—. Si consiguen entrar, trataremos de frenarlos en la escalera.

—Eres mi héroe, esposo —dijo Erith mientras asía el mango del cuchillo—, pero si haces que te maten, me enfadaré mucho contigo. —Lo dijo como si hablara en serio.

Y entonces el mayor Haman y él corrieron pasillo adelante juntos, bajaron la escalera con mucho ruido y gritando a pleno pulmón una advertencia y un grito de batalla que no se había oído hacía más de dos mil años.

—¡Llegan trollocs! ¡Hachas en alto y despejad el campo! ¡Llegan trollocs!


—… así que me ocuparé de Tear, Logain, mientras tú… —De repente Rand arrugó la nariz. No era que de pronto hubiera olido un montón de basura podrida, pero la sensación era la misma, y se iba haciendo más y más intensa.

—Engendros de la Sombra —dijo suavemente Cadsuane mientras soltaba el bordado y se ponía de pie.

A Rand le cosquilleó la piel cuando la mujer abrazó la Fuente. O tal vez fuera Alivia, que se acercaba prestamente hacia los ventanales, en pos de la hermana Verde. Min se puso de pie al tiempo que sacaba un par de cuchillos arrojadizos de las mangas de la chaqueta.

En ese mismo momento, a través de las gruesas paredes, oyó, apagados, los gritos de los Ogier. No había error posible en aquellas voces profundas, semejantes al sonido de un tambor.

—¡Llegan trollocs! ¡Hachas en alto y despejad el campo!

Con un juramento, se levantó de un brinco y corrió hacia un ventanal. Trollocs a millares se aproximaban a todo correr bajo la llovizna a través de los campos recién plantados, trollocs altos como Ogier y más, trollocs con cuernos de carnero y cuernos de machos cabríos, trollocs con picos de águila y penachos de plumas, la tierra embarrada salpicando lodo bajo botas, pezuñas y garras. Corrían silenciosos como la muerte. Myrddraal de negro galopaban tras ellos, las capas colgando como si estuvieran parados. Alcanzaba a ver treinta o cuarenta. ¿Cuántos más por los otros costados de la casa?

Los gritos de los Ogier los habían oído otros también o quizá sólo habían mirado por una ventana. Empezaron a precipitarse rayos sobre los trollocs a la carga, descargas que caían con fragor y lanzaban en todas direcciones cuerpos grandes. En otras partes, el suelo estallaba en llamas y arrojaba surtidores de tierra y trozos de trolloc, cabezas, brazos, patas, girando en el aire. Bolas de fuego los golpeaban y estallaban, y cada una mataba a docenas. Pero seguían corriendo tan deprisa como caballos, si no más. Rand no veía los tejidos que creaban algunos de los rayos. Ahora que los habían descubierto, los trollocs empezaron a gritar, a emitir inarticulados bramidos de rabia. En las dependencias con tejados de bálago, grandes y resistentes graneros y establos, algunos saldaeninos de Bashere asomaron la cabeza y rápidamente la metieron de nuevo para atrancar las puertas.

—¿Les dijiste a tus Aes Sedai que podían encauzar para defenderse? —preguntó sosegadamente Rand.

—¿Acaso parezco tan necio para no haberlo hecho? —gruñó Logain. En otro ventanal el hombre ya asía el saidin, casi tanto como Rand era capaz de absorber. Tejía tan rápidamente como podía—. ¿Tenéis intención de ayudar o sólo vais a mirar, milord Dragón?

En aquello había excesivo sarcasmo, pero no era el momento de sacarlo a colación. Rand respiró hondo, se aferró con fuerza el marco del ventanal a ambos lados en prevención del mareo que podría sobrevenirle —las doradas melenas de los Dragones en el envés de cada mano parecieron retorcerse— y buscó el contacto con el Poder. La cabeza le dio vueltas mientras el saidin fluía en él, llamas gélidas y montañas desmoronándose, un caos que intentaba arrastrarlo y aplastarlo. Pero bienaventuradamente limpio. Todavía se maravillaba con esa sensación. La cabeza le daba vueltas y el estómago amenazó con vaciarse, la extraña indisposición que debería haber desaparecido con la mácula, pero en realidad no fue por eso por lo que se agarró al marco con más fuerza. El Poder Único lo llenaba… pero en ese momento de vértigo Lews Therin le había arrebatado el control y lo manejaba él. Entumecido por el horror, contempló fijamente a los trollocs y a los Myrddraal que corrían hacia las dependencias. Con el Poder dentro de él era capaz de distinguir los broches prendidos en los macizos hombros protegidos por cota de malla: el torbellino del clan Ahf’frait; el tridente sanguinolento del Ko’bal; el rayo en zigzag del Ghraem’lan; el hacha ganchuda del Al’ghol; el puño de hierro del Dhai’mon; el puño rojo ensangrentado del Kno’mon. Y había cráneos: la calavera cornuda del clan Dha’vol; las calaveras humanas apiladas del Ghar’ghael; la calavera hendida por espada curvilínea del Dhjin’nen; y la calavera atravesada por una daga del Bhansheen. A los trollocs les gustaban las calaveras si es que podía decirse que les gustaba algo. Por lo visto participaban los doce clanes principales en su totalidad, así como algunos de los secundarios. Vio emblemas que no conocía, por ejemplo lo que parecía un ojo que miraba fijamente, y una mano atravesada por una daga, y la figura de un hombre envuelta en llamas. Se hallaban cerca de las dependencias, en las que las espadas habían empezado a atravesar el bálago a cuchilladas conforme los saldaeninos intentaban abrirse paso hacia los tejados. El bálago era duro. Tendrían que hacer un desesperado esfuerzo. Extrañas, las ideas que venían a la cabeza cuando un demente que deseaba morir podía matarte al instante siguiente.

Flujos de Aire impelieron las vidrieras del ventanal que tenía ante sí y las hicieron saltar hacia el exterior en una lluvia de añicos de cristal y fragmentos de madera.

«Mis manos —jadeó Lews Therin—. ¿Por qué no puedo mover las manos? ¡He de levantar las manos!» Tierra, Aire y Fuego se urdieron en un tejido que Rand desconocía, seis al mismo tiempo. Tan pronto como vio la trama, lo reconoció: Flor de Fuego. Seis rayos de luz roja, verticales, de diez pies de altura y más estrechos que el antebrazo de Rand, aparecieron entre los trollocs. Los trollocs que se encontraban más cerca estarían oyendo su zumbido estridente; pero, a menos que los recuerdos se hubieran transmitido desde la Guerra de la Sombra, no se darían cuenta de que lo que oían era la muerte. Lews Therin urdió el último hilo de Aire, y el fuego germinó. Con un fragor que sacudió la casa solariega, cada rayo rojo se expandió instantáneamente en un disco de llamas de treinta pies de diámetro. Cabezas de cuernos y cabezas hocicudas volaron por el aire, así como brazos girando en molinete, patas calzadas con botas y patas que terminaban en zarpas o en pezuñas. Trollocs situados a doscientos pasos o más de las explosiones fueron derribados y sólo unos cuantos se levantaron. Mientras hilaba esos tejidos, Lews Therin urdió otros seis, Energía con un toque de Fuego, el tejido de un acceso, pero luego añadió un toque de Tierra, y así sucesivamente. Las conocidas bandas verticales plateadas aparecieron, espaciadas y a no mucha distancia de la casona, terreno que Rand conocía bien, y rotaron para dar paso a… No a aberturas, sino al brumoso reverso de un acceso, de cuatro pasos por cuatro. En lugar de permanecer abiertos, rotaban y volvían a cerrarse constantemente. Y en lugar de permanecer inmóviles se desplazaron velozmente hacia los trollocs. Eran accesos, pero no lo eran. Puertas de la Muerte. Tan pronto como las Puertas de la Muerte empezaron a moverse, Lews Therin ató los tejidos con un nudo flojo que aguantaría sólo unos minutos antes de dejar que el tejido se disipara, y se puso de nuevo a urdir. Más Puertas de la Muerte, más Flores de Fuego, que sacudían los muros de la casona, despedazaban trollocs y los derribaban. La primera de las Puertas de la Muerte en movimiento alcanzó a los trollocs y pasó a través de ellos, cortante. No era sólo el afilado borde del constante abrir y cerrar de los accesos. Allí por donde una Puerta de la Muerte pasaba, simplemente no quedaban trollocs. «¡Mis manos! —aulló el hombre demente—. ¡Mis manos!»

Rand alzó las manos lentamente y las sacó a través del hueco que antes ocupaban los cristales. De inmediato, Lews Therin tejió Fuego y Tierra en una combinación intrincada, y unos filamentos rojos irradiaron de las puntas de los dedos de Rand, diez de cada una, y se extendieron en un abanico. Este tejido era Flechas de Fuego. Lo conocía. Tan pronto como ésos desaparecieron, surgieron más, tan deprisa que parecía que parpadeaban en lugar de salir disparados. Los trollocs a los que alcanzaban los filamentos sufrían una sacudida cuando carne y sangre, calentadas en una fracción de segundo más allá del punto de ebullición, estallaban, se sacudían y se desplomaban con agujeros abiertos completamente a través de los corpulentos cuerpos. Con frecuencia, dos o tres que se encontraban detrás también caían víctimas antes de que el filamento se disipara. Extendió los dedos y movió las manos lentamente de lado a lado, dispensando muerte a lo ancho de toda la línea. Aparecieron Flores de Fuego que no eran creación suya, ligeramente más pequeñas que las de Lews Therin, así como Flechas de Fuego que debían de ser de Logain. Los otros Asha’man estaban prestando atención, pero eran pocos los que estarían en un sitio desde el que pudieran ver urdir esos dos últimos tejidos.

Los trollocs caían a cientos, a miles, hendidos por descargas de rayos y bolas de fuego, Flores de Fuego y Puertas de la Muerte y Flechas de Fuego, la propia tierra explotaba bajo sus pies, pero aun así seguían corriendo, bramando y agitando las armas, con los Myrddraal cabalgando detrás a corta distancia, la espada de hoja negra en la mano. Cuando llegaron a las dependencias, algunos trollocs las rodearon y aporrearon las puertas con los puños mientras otros hurgaban entre las tablas de las paredes con espadas y lanzas y otros arrojaban antorchas a los tejados de bálago. Los saldaeninos encaramados allí arriba, que disparaban los arcos tan deprisa como podían, tiraron las antorchas a patadas, pero algunas se quedaron enganchadas en el borde y las llamas empezaron a prender en el bálago a pesar de estar mojado.

«¡El fuego! —gritó mentalmente a Lews Therin—. ¡Los saldaeninos perecerán abrasados! ¡Haz algo!»

Lews Therin no respondió nada, sólo tejió muerte tan deprisa como pudo y la arrojó a los trollocs en forma de Puertas de la Muerte y Flechas de Fuego. Un Myrddraal, acribillado por media docena de filamentos rojos, salió lanzado fuera de la silla, y a ése lo siguió otro. Un tercero perdió la cabeza por una Flecha de Fuego en una explosión que hizo hervir sangre y carne, pero ése siguió cabalgado y blandiendo la espada, como si no se hubiera dado cuenta de que estaba muerto. Rand los buscaba. Si todos los Myrddraal morían entonces los trollocs quizá dieran media vuelta y huyeran.

Ahora Lews Therin sólo tejía Puertas de la Muerte y Flechas de Fuego. La masa de trollocs se hallaba demasiado cerca de la casa solariega para las Flores de Fuego. Al parecer algunos de los Asha’man no se dieron cuenta enseguida. La habitación tembló con los ensordecedores estampidos, la casa entera tembló como si la golpearan colosales almádenas, como si fuera a hacerse añicos, y entonces las explosiones cesaron salvo cuando una bola de fuego estallaba o el propio suelo saltaba en fragmentos para lanzar a los trollocs por el aire como si fueran muñecos rotos. Era como si una lluvia de rayos cayera del cielo, y los relámpagos de color azul plateado se descargaban constantemente tan cerca de la casona que Rand tenía el vello de los brazos y del pecho erizado, al igual que el pelo en la cabeza.

Algunos trollocs tuvieron éxito en forzar las puertas de uno de los graneros y empezaron a entrar en avalancha. Cambió la dirección de las manos y acabó con los que todavía estaban fuera por medio de titilantes filamentos rojos que les abrían agujeros de parte a parte. Algunos consiguieron entrar, pero con ésos serían los saldaeninos quienes tendrían que vérselas. En otro granero y en un establo las llamas empezaban a extenderse bálago arriba y los hombres tosían a causa del humo acre a la par que disparaban los arcos.

«¡Escúchame!, Lews Therin. El fuego. ¡Tienes que hacer algo!»

Lews Therin no dijo nada y siguió hilando tejidos para matar trollocs y Myrddraal.

—Logain —gritó Rand—. ¡Los fuegos! ¡Apágalos!

El otro hombre no contestó tampoco, pero Rand vio los tejidos que absorbían el calor de las llamas y las ahogaban. Desaparecieron, simplemente, y dejaron un bálago frío y ennegrecido del que ni siquiera salían hilillos de humo. La muerte caminaba entre los trollocs, pero se hallaban tan cerca que ahora incluso las explosiones de las bolas de fuego retumbaban en la casa.

De repente apareció un Myrddraal a pie junto al ventanal, el rostro pálido, carente de ojos, tan sosegado como el de una Aes Sedai y la negra espada arremetiendo contra él. Dos lanzas Aiel surcaron el aire y se le clavaron en el pecho, y un cuchillo arrojado le atravesó el cuello, pero el ser únicamente trastabilló antes de reanudar la arremetida. Rand arracimó los dedos y, justo un instante antes de que la hoja lo tocara, un centenar de Flechas de Fuego ensartó al Myrddraal y lo arrojó hacia atrás veinte pasos, donde quedó tendido en el suelo, acribillado y derramando sangre negra. Los Myrddraal rara vez morían al instante, pero ése ni siquiera sufrió una sacudida.

Rand buscó más blancos enseguida, pero se dio cuenta de que Lews Therin había dejado de encauzar. Todavía percibía la piel de gallina, lo que le indicaba que Cadsuane y Alivia abrazaban el Poder, todavía notaba el saidin en Logain, pero el otro hombre tampoco urdía tejidos ahora. Fuera, el suelo se encontraba alfombrado de cuerpos y fragmentos de cuerpo desde los campos hasta casi los muros de la casona. A pocos pasos de ellos. Unos pocos caballos, pertenecientes a los Myrddraal, aún seguían de pie, uno de ellos con una pata delantera encogida, como si la tuviera rota. Un Myrddraal descabezado se movía a trompicones de aquí para allí y descargaba violentas estocadas, y aquí y allí un trolloc sufría una sacudida o intentaba incorporarse sin éxito, pero no se movía nada más.

«Se acabó —pensó—. Se acabó, Lews Therin. Ya puedes soltar el saidin». Harilin y Enaila estaban encaramadas sobre la mesa, veladas y armadas con las lanzas. Min se encontraba a su lado, severo el gesto, con un cuchillo arrojadizo en cada mano. El vínculo rebosaba miedo, aunque Rand sospechaba que no era por sí misma. Le habían salvado la vida, pero ahora se tenía que salvar a sí mismo.

—Qué poco ha faltado —masculló Logain—. Si esto pasa antes de que llegara yo… Qué poco ha faltado. —Se sacudió y soltó la Fuente mientras le daba la espalda a la ventana sin cristales donde había estado—. ¿Pensabais mantener esos nuevos tejidos para vuestros preferidos, como Taim? Esos accesos ¿dónde mandaron a los trollocs? Me limité a copiar vuestro tejido con exactitud.

—No importa dónde hayan ido —respondió Rand con aire ausente. Estaba pendiente de Lews Therin. El loco, la jodida voz dentro de su cabeza, absorbió un poco más de Poder. «Suéltalo ya, hombre».—. Los Engendros de la Sombra no sobreviven el paso a través de un acceso.

«Quiero morir —dijo Lews Therin—. Quiero reunirme con Ilyena».

«Si realmente querías morir, ¿por qué mataste a los trollocs? ¿Por qué mataste a ese Myrddraal?»

—Alguien encontrará grupos de trollocs muertos, y tal vez algún Myrddraal, sin marcas en el cuerpo —dijo en voz alta.

«Creo recordar haber muerto —murmuró Lews Therin—. Recuerdo cómo lo hice». Absorbió un poco más y Rand sintió unos ligeros pinchazos dolorosos en las sienes.

—No demasiados en un mismo sitio, sin embargo. El destino cambia cada vez que una Puerta de la Muerte se abre. —Rand se frotó las sienes. Ese dolor era un aviso. Faltaba poco para llegar al límite de saidin que podía absorber sin morir o sufrir la consunción.

«Todavía no puedes morir —le dijo a Lews Therin—. Tenemos que llegar vivos al Tarmon Gai’don o será el mundo el que perezca».

—Una Puerta de la Muerte —dijo Logain, en cuya voz se advertía un dejo de desagrado—. ¿Por qué seguís aferrando el Poder? —preguntó de repente—. Y tanto. Si estáis tratando de demostrarme que sois más fuerte que yo, ya lo sé. Vi lo grandes que eran vuestras… vuestras Puertas de la Muerte comparadas con las mías. Y diría que estáis absorbiendo hasta la última gota de saidin que podéis absorber sin correr peligro.

Eso sí que atrajo la atención de todos. Min guardó los cuchillos y se bajó de la mesa de un salto; el vínculo rebosaba repentinamente de tal miedo que parecía latir con él. Harilin y Enaila intercambiaron una mirada preocupada y después volvieron a escudriñar atentamente a través de las ventanas. No confiaban en que los trollocs estuvieran muertos hasta que los cadáveres llevaran tres días enterrados. Alivia dio un paso hacia él, fruncido el entrecejo, pero Rand sacudió ligeramente la cabeza y la mujer regresó junto al ventanal, si bien el ceño no se le borró. Cadsuane cruzó la estancia sin descomponer el gesto.

—¿Cómo se encuentra? —le preguntó a Min—. No disimules conmigo, muchacha. Sabes bien el coste de hacerlo. Sé que te vinculó y tú sabes que yo lo sé. ¿Está asustado?

—Él nunca está asustado —repuso Min—. Excepto por mí o por… —Apretó los dientes en un gesto testarudo y se cruzó de brazos mientras clavaba una mirada fulminante en Cadsuane con la que retaba a la hermana Verde a hacer lo peor. Por el revoltijo de emociones que iban del miedo a la vergüenza y que intentaba que no se notaran en el vínculo, aunque sin éxito, tenía cierta idea de lo que podía ser lo peor que podía hacer Cadsuane.

—Estoy ante vuestras narices —dijo Rand—. Si queréis saber cómo me siento, preguntadme a mí. «¡Lews Therin!», llamó mentalmente. No obtuvo respuesta, y el saidin que lo henchía no disminuyó en lo más mínimo. Las sienes empezaban a palpitarle con dolorosas punzadas.

—¿Y bien? —inquirió Cadsuane, impaciente.

—Estoy tan fresco como el agua de un pozo. —«¡Lews Therin!», llamó de nuevo—. Pero tengo una norma para vos, Cadsuane. No volváis a amenazar a Min. De hecho, dejadla en paz del todo.

—Bien, bien. El chico enseña los dientes. —Peces y aves, lunas y estrellas de oro se mecieron cuando la mujer sacudió la cabeza—. Pero no enseñes demasiados, sin embargo. Y podrías preguntar a la joven si quiere que la protejas.

Lo extraño era que Min había desviado la mirada ceñuda hacia él mientras el vínculo palpitaba de irritación. Luz, bastante malo era ya que no quisiera que se preocupara por ella. Ahora, al parecer, quería enfrentarse a Cadsuane sin ayuda, algo que ni él mismo tenía ganas de hacer.

«Podemos morir en el Tarmon Gai’don», dijo Lews Therin y, de repente, se vació el Poder que lo henchía.

—Lo ha soltado —dijo Logain, como si de repente se hubiera puesto de parte de Cadsuane.

—Lo sé —respondió ella.

Logain giró bruscamente la cabeza hacia ella, sorprendido.

—Min puede tratar con vos como guste —dijo Rand mientras se encaminaba hacia la puerta—. Pero no la amenacéis.

«Sí —pensó—. Podemos morir en el Tarmon Gai’don».

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