26 Como si el mundo fuera de niebla

Juguete marcaba un paso vivo a través del bosque, pero Tuon cabalgaba cerca de él —con Selucia a su lado, por supuesto— para así poder oír la conversación que sostenía con Talmanes. No obstante, sus propios pensamientos interferían en su escucha a hurtadillas. De modo que había crecido junto al Dragón Renacido. ¡El Dragón Renacido! Y había negado saber nada sobre ese hombre. Aquélla era una mentira que no le había pillado, y eso que era buena pillando embustes. En Seandar la mentira no detectada podía ser la que te matara o te mandara a la subasta de venta como propiedad. De haber sabido sus evasivas y sus embustes seguramente lo habría abofeteado en lugar de permitirle que la besara. Y vaya que eso había sido impresionante, un impacto del que no estaba segura de haberse recobrado aún. Selucia le había descrito lo que era ser besada por un hombre, pero la realidad hacía palidecer la descripción de la otra mujer. No, tenía que oír lo que hablaban.

—¿Que dejaste a Estean al mando? —estalló Juguete en voz tan alta que una bandada de palomas grises salió volando de su escondrijo en el ralo sotobosque con un lúgubre aleteo—. ¡Ese hombre es un idiota!

—No tan idiota como para no hacer caso a Daerid —contestó Talmanes sosegadamente. No parecía ser un hombre que se alterara demasiado. Mantenía una atenta vigilancia y giraba constantemente la cabeza a uno y otro lado. De vez en cuanto también escudriñaba el cielo a través del espeso ramaje de las copas de los árboles. Sólo había oído hablar de los raken, pero aun así estaba pendiente por si aparecían. Su modo de hablar era aún más tajante y rápido que el de Juguete, y le costaba seguirlo. ¡Qué deprisa hablaba esta gente!

»Carlomin y Reimon no son idiotas, Mat, o al menos Reimon sólo lo es a veces, pero ninguno de los dos hará caso a un plebeyo aunque sepa del arte de la guerra mucho más que ellos. Edorion sí se lo haría, pero quería que viniera conmigo.

Ese símbolo de la Mano Roja que llevaba Talmanes resultaba intrigante. Más que intrigante. Mucho más. Pertenecía a una antigua y distinguida casa; ¿sería él? Pero no, era Juguete. Él recordaba el rostro de Hawkwing, algo que parecía totalmente imposible, pero su negativa al respecto había sido una mentira evidente, tan evidente como las manchas de un leopardo. ¿Sería la Mano Roja la insignia de Juguete? Mas, de ser así, ¿qué pasaba con su anillo? Tuon casi se había desmayado cuando lo había visto por primera vez. Bueno, era lo más cerca que había estado de desmayarse desde la infancia.

—Pues eso va a cambiar, Talmanes —gruñó Juguete—. Lo he dejado pasar demasiado tiempo. Si Reimon y los otros tienen estandartes a sus órdenes ahora, eso los convierte en oficiales generales. Y a ti en un teniente general. Daerid dirige cinco estandartes, lo que también lo convierte en teniente general. Reimon y los demás obedecerán sus órdenes o de lo contrario pueden volverse a casa. Llegado el Tarmon Gai’don no voy a consentir que me partan el cráneo porque esos imbéciles se niegan a hacer caso a alguien que no posee unas jodidas heredades.

Talmanes desvió a su caballo para evitar un rodal de brezos y todos lo siguieron. La maraña de sarmentosos tallos mostraba unas espinas larguísimas y en forma de gancho, por si fuera poco.

—No les va a gustar, Mat, pero tampoco se irán a casa. Lo sabes. ¿Se te ha ocurrido ya alguna idea de cómo salir de Altara?

—Lo estoy pensando —masculló Juguete—. Lo estoy pensando. Esos ballesteros… —Suspiró con fuerza—. Eso no fue muy juicioso, Talmanes. Para empezar, están acostumbrados a marchar a pie. La mitad de ellos tendrán que emplearse a fondo para sostenerse en la silla si tenemos que movernos deprisa, y no nos va a quedar más remedio que hacerlo. Pueden ser útiles en bosques como éste o en cualquier parte donde haya cobertura en abundancia, pero si nos encontramos en campo abierto, sin picas, los arrollarán antes de que hayan tenido tiempo de hacer un segundo disparo.

A lo lejos se oyó rugir a un puma. A lo lejos, pero bastó para que los caballos relincharan con inquietud y caracolearan unos pasos. Juguete se agachó sobre el cuello de su castrado y pareció que susurraba algo al oído del animal. El castrado se tranquilizó inmediatamente. De modo que ésa no había sido otra de sus historietas fantasiosas, después de todo. Extraordinario.

—Elegí hombres que sabían montar, Mat —contestó Talmanes una vez que su zaino dejó los caracoleos—. Y todos tienen ballestas con el nuevo torno. —Un dejo de excitación asomó a su voz en esta ocasión. Incluso los hombres comedidos tendían a entusiasmarse cuando se trataba de armas—. Tres vueltas a la cigüeña —añadió mientras giraba la mano en círculos para hacer una demostración—, y la cuerda queda tensada y sujeta en la nuez. Con un poco de entrenamiento, un hombre puede disparar siete u ocho virotes en un minuto. Con una ballesta pesada.

Selucia hizo un pequeño sonido gutural. Tenía razón para haberse sobresaltado. Si Talmanes decía la verdad, y Tuon no veía qué razones podía tener para mentir, entonces debía conseguir una de esas maravillosas ballestas de torno de algún modo. Con una como modelo, los artesanos podrían fabricar más. Los arqueros dispararían más deprisa que los ballesteros, pero también su entrenamiento era más largo. Siempre había más ballesteros que arqueros.

—¿Siete? —exclamó Juguete con incredulidad—. Eso sería fantástico, pero nunca había oído hablar de algo así. Nunca. —Masculló eso último como si tuviera un significado especial y después sacudió la cabeza—. ¿Cómo lo conseguiste?

—Siete u ocho —repitió Talmanes—. Había un mecánico en Murandy que quería llevar a Caemlyn una carreta repleta de cosas que había inventado. Allí hay una escuela de algún tipo para estudiosos e inventores. Necesitaba dinero para el viaje y se mostró dispuesto a enseñar a los armeros de la Compañía a construir esas cosas. Contén al enemigo con flechas cada vez que tengas ocasión. Siempre es mejor matar a tus enemigos de lejos que a corta distancia.

Selucia alzó las manos de forma que Tuon podía verlas y los esbeltos dedos se movieron rápidamente. «¿Qué es esa Compañía de la que hablan?» Utilizó la forma debida, de inferior a superior, pero aun así su impaciencia casi se palpaba. Impaciencia con todo lo que estaba pasando. Tuon casi no tenía secretos para ella, pero en la actualidad parecía aconsejable tener algunos. No le extrañaría que Selucia la hiciera volver a Ebou Dar a la fuerza, de modo que así no faltaría a su palabra. Los deberes de una sombra eran muchos, y a veces requerían hacer el último sacrificio. No quería tener que ordenar la ejecución de Selucia.

Respondió de la forma imperativa. «El ejército personal de Juguete, obviamente. Escucha y quizá nos enteraremos de algo más».

Resultaba muy extraño pensar en Juguete comandando un ejército. A veces era encantador, incluso ingenioso y divertido, pero con frecuencia era un bufón; y un bribón en todo momento. Parecía haberse encontrado en su elemento como el favorito de Tylin. Pero también había parecido estar en su elemento entre los artistas del espectáculo y con las marath’damane y las dos damane fugadas y en el garito de Maderin. Qué desilusión había sido aquello. ¡Ni una pelea! Los sucesos posteriores no habían bastado para compensar la decepción. Verse envueltos en la reyerta callejera no tenía punto de comparación con asistir a una lucha en un garito. A decir verdad había sido mucho más aburrido que lo que le habían hecho creer los rumores oídos en Ebou Dar. Juguete había sacado a relucir una inesperada faceta de sí mismo en aquella reyerta callejera. Un hombre formidable, aunque con una peculiar debilidad. Por alguna razón eso le resultaba extrañamente cautivador.

—Buen consejo —dijo él con aire absorto mientras se tironeaba del pañuelo negro que llevaba atado al cuello.

Tuon pensó en la cicatriz que tanto empeño ponía en ocultar. Que lo hiciera le parecía comprensible. Mas ¿por qué lo habían colgado y cómo había sobrevivido? No podía preguntarle. No le importaba hacerle bajar la vista un poco —de hecho, disfrutaba atormentándolo y viendo cómo se retorcía; costaba muy poco esfuerzo conseguirlo— pero no quería desprestigiarlo hasta el punto de destruirlo. Al menos de momento.

—¿No lo reconoces? —inquirió Talmanes—. Es de tu libro. El rey Roedran tiene dos copias en su biblioteca. Se lo ha aprendido de memoria. Cree que lo convertirá en un gran capitán. Estaba tan complacido por cómo había funcionado nuestro trato que mandó imprimir y encuadernar una copia para mí.

—¿Mi libro? —Juguete le dirigió una mirada desconcertada.

—Del que nos hablaste, Mat. Niebla y acero, de Madoc Comadrin.

—Ah, ese libro. —Juguete se encogió de hombros—. Lo leí hace mucho tiempo.

Tuon apretó los dientes. «¿Cuándo dejarán de hablar de libros y volverán a las cosas interesantes?», transmitieron velozmente los dedos.

«Quizás si escuchamos nos enteraremos de algo más», respondió Selucia. Tuon le asestó una mirada fulminante, pero la otra mujer tenía una expresión tan inocente plasmada en el semblante que no pudo seguir con el ceño. Se rió —quedamente, para que Juguete no se diera cuenta de que estaba tan cerca— y Selucia se sumó a su risa. Quedamente.

No obstante, Juguete se había quedado callado y Talmanes pareció satisfecho de dejarlo así. Cabalgaron en silencio a excepción de los sonidos del bosque, entre ellos los cantos de pájaros y el chachareo de unas extrañas ardillas de cola negra sobre las ramas. Tuon estaba ojo avizor por si surgían augurios, pero nada atrajo su mirada. Aves de plumaje colorido volaban veloces entre los árboles. En cierto momento se toparon con un hato de unos cincuenta animales vacunos, altos, delgados y de largos cuernos que sobresalían casi rectos a ambos lados. Los animales los habían oído llegar y estaban adoptando una actitud defensiva, haciéndoles frente. Un toro sacudió la cabeza y pateó el suelo. Juguete y Talmanes condujeron al grupo cautelosamente, dando un rodeo al hato y guardando las distancias. Tuon miró hacia atrás. Los Brazos Rojos —¿por qué se llamarían así?; tendría que preguntarle a Juguete— conducían a los animales de carga, pero Gorderan había alzado la ballesta y los otros tenían encajadas flechas en los arcos. Así que ese tipo de ganado era peligroso. Había pocos augurios respecto al ganado y sintió alivio cuando el número de animales del hato menguó a su espalda. No había llegado hasta tan lejos para que la matara una vaca. O ver que una mataba a Juguete.

Al cabo de un tiempo, Thom y Aludra se adelantaron para cabalgar a su lado. La mujer la miró una vez y después mantuvo la vista fija al frente. La cara de la tarabonesa, enmarcada por aquellas trencillas rematadas con cuentas de colores, se ponía rígida cuando la miraba a ella o a Selucia, de modo que obviamente era una de las que se negaban a aceptar el Retorno. Observaba a Juguete y parecía… satisfecha. Como si hubiera visto confirmado algo, tal vez. ¿Por qué la había incluido Juguete en el grupo? A buen seguro que no era por los fuegos de artificio. Eran bastante bonitos, pero no tenían punto de comparación con las Luminarias del Cielo que realizaba hasta una damane a medio entrenar.

Thom Merrilin resultaba mucho más interesante. Evidentemente, el viejo de pelo blanco era un espía experto. ¿Quién lo había enviado a Ebou Dar? La Torre Blanca parecía la candidata más obvia. El hombre pasaba poco tiempo cerca de las tres que se llamaban a sí mismas Aes Sedai, pero un buen espía no se descubriría de esa forma. Su presencia la inquietaba. Hasta que todas las Aes Sedai, hasta la última, estuvieran atadas a la correa, debía tener cuidado con la Torre Blanca. A despecho de todo, todavía la asaltaban ideas perturbadoras de que, de algún modo, Juguete era parte de una maquinación de la Torre Blanca. Era imposible a menos que alguna de las Aes Sedai fuese omnisciente, pero aun así la idea se le venía a la cabeza de vez en cuando.

—Extraña coincidencia, ¿no os parece, maese Merrilin? —dijo—. Encontrar a parte del ejército de Juguete en mitad de un bosque altaranés.

El hombre se atusó el largo bigote con un nudillo y fracasó si su propósito era ocultar una sonrisa.

—Es ta’veren, milady, y nunca se sabe qué va a pasar habiendo cerca un ta’veren. Siempre es… interesante, cuando se viaja con uno de ellos. Mat tiene propensión a encontrar lo que necesita cuando lo necesita. A veces incluso antes de que sepa que lo necesita.

Tuon lo miró fijamente, pero el hombre parecía hablar en serio.

—¿Está atado al Entramado? —Ésa sería una forma de traducir la palabra—. ¿Y qué se supone que significa tal cosa?

Los azules ojos del hombre se abrieron mucho por la sorpresa.

—¿No lo sabéis? Pero si se dice que Artur Hawkwing fue uno de los ta’veren más fuertes habidos jamás, puede que tanto como Rand al’Thor. Había supuesto que los seanchan, mejor que nadie, sabríais… Bueno, si no lo sabéis, no hay que darle más vueltas. Los ta’veren son personas en torno a las cuales se teje el Entramado, gentes que el propio Entramado entresaca de la urdimbre para mantener el curso debido, quizá para corregir defectos que se estaban introduciendo lenta e imperceptiblemente. Una de las Aes Sedai sabría explicarlo mejor que yo.

Como si ella estuviera dispuesta a mantener una conversación con cualquier marath’damane o, lo que era peor, con una damane fugada.

—Gracias —contestó con educación—. Creo que eso es suficiente. —Ta’veren. Ridículo. ¡Estas gentes y sus incontables supersticiones! Un pajarillo marrón, seguramente un pinzón, alzó el vuelo de un alto roble y dio tres vueltas en dirección contraria a las manillas de un reloj por encima de la cabeza de Juguete antes de reanudar el vuelo. Había encontrado su augurio. Quedarse cerca de Juguete. Tampoco es que tuviera intención de hacer lo contrario. Había dado su palabra, jugaba la partida como debía jugarse; además, nunca había faltado a su palabra.

Hacía poco más de una hora que se habían puesto en camino cuando, a la par que un pájaro trinaba un poco más adelante, Selucia señaló al primer centinela, un hombre armado con ballesta y subido a las gruesas ramas de un anchuroso roble; tenía una mano en forma de bocina sobre la boca. Entonces no había sido un pájaro. Más trinos de pájaros anunciaron su llegada y a no tardar cabalgaban a través de un ordenado campamento. No había tiendas, pero las lanzas estaban apiladas cuidadosamente, los caballos estacados en hileras dispersas entre los árboles, cerca de las mantas de los hombres que los cabalgarían, con una silla o unas albardas delante de la cabeza de cada animal. No les llevaría mucho tiempo levantar el campamento y ponerse en marcha. Las lumbres eran pequeñas y apenas soltaban humo.

Mientras se internaban en él, hombres con peto color verde apagado, la mano roja en una manga de la chaqueta y pañuelo rojo atado en el brazo izquierdo, se iban poniendo de pie. Tuon vio rostros maduros con cicatrices y rostros jóvenes sin marcas, todos con los ojos puestos en Juguete y expresiones que sólo podría calificar de anhelantes. Un creciente murmullo se inició y susurró entre los árboles como una brisa.

—Es lord Mat.

—Lord Mat ha vuelto.

—Lord Mat nos ha encontrado.

—Lord Mat.

Tuon intercambió una mirada con Selucia. El afecto que denotaban aquellas voces no era fingido. Eso era raro y a menudo iba de la mano de un comandante que no imponía disciplina. Claro que Tuon había esperado que cualquier ejército de Juguete fuera una cuadrilla de desastrados, hombres que se pasaban el día bebiendo y jugando. Sólo que esos hombres no parecían más desaliñados que cualquier regimiento que hubiera cruzado una montaña y hubiera cabalgado varios cientos de millas. Nadie parecía inestable por la bebida.

—Generalmente acampamos de día y avanzamos de noche para evitar que los seanchan nos vean —le dijo Talmanes a Juguete—. Sólo porque no hayamos avistado a ninguna de esas bestias voladoras no significa que no puedan estar cerca. La mayoría de los seanchan parecen encontrarse más al norte o más al sur, pero por lo visto tienen un campamento a menos de treinta millas al norte de aquí, y según los rumores tienen una de esas criaturas allí.

—Pareces estar muy bien informado —dijo Juguete mientras observaba a los soldados a medida que pasaba delante de ellos. Asintió de repente, como si hubiese tomado una decisión. Parecía sombrío y… ¿resignado, quizá?

—Lo estoy, Mat. Me traje a la mitad de los exploradores y también alisté algunos altaraneses que luchaban contra los seanchan. Bueno, la mayoría parece que se hayan estado dedicando a robarles caballos más que otra cosa, pero algunos se mostraron dispuestos a renunciar a eso con tal de tener ocasión de combatirlos. Creo que sé dónde está la mayor parte de los campamentos seanchan desde el sur de la Hoz de Malvide hasta aquí.

De repente un hombre empezó a cantar con voz profunda y otros se le sumaron, de manera que la canción se propagó rápidamente.

Para mí es un placer tomar cerveza y vino

y disfruto con las chicas de tobillo fino,

pero mi mayor deleite es, y siempre ha sido,

bailar con la Dama de las Sombras a capricho.

Ahora cantaban todos los hombres del campamento, millares de voces entonando a voz en cuello la canción.

Tiraremos los dados y que caigan como caigan,

achucharemos a las chicas ya sean bajas o altas,

y luego seguiremos al joven Mat, vaya donde vaya,

a bailar con la Dama de las Sombras que nos aguarda.

Acabaron lanzando gritos, riendo y dándose palmadas en el hombro unos a otros. ¿Quién diablos era la Dama de las Sombras?

Sofrenando su montura, Juguete alzó la mano con la que sostenía la extraña lanza. No hizo nada más, pero aun así el silencio se adueñó de los soldados. De modo que no era blando en cuanto a la disciplina. Había unas cuantas razones más para que los soldados apreciaran a sus oficiales, pero las más corrientes no parecían aplicables a Juguete, precisamente.

—No les descubramos que estamos aquí hasta que queramos que lo sepan —dijo Juguete en voz alta. No estaba soltando una perorata, sólo asegurándose de que se lo oyera. Y los hombres escuchaban y luego volvían la cabeza para repetir sus palabras y que pasaran a aquellos hombres a los que no les llegaba su voz—. Estamos lejos del hogar, pero mi intención es que volvamos a él. De modo que estad preparados para moveros, y moveos rápido. La Compañía de la Mano Roja puede moverse más deprisa que nadie y vamos a tener que demostrarlo. —No hubo vítores, sino muchísimos cabeceos de asentimiento. Juguete se volvió hacia Talmanes—. ¿Tienes mapas?

—Los mejores que se podían encontrar —contestó Talmanes—. La Compañía tiene su propio cartógrafo ahora. Maese Roidelle ya tenía buenos mapas de todo lo que se abarca desde el Océano Aricio hasta la Columna Vertebral del Mundo, y como cruzamos las Damona, él y sus ayudantes han estado haciendo mapas nuevos del territorio por el que pasamos. Incluso han creado un mapa del este de Altara con lo que hemos descubierto sobre los seanchan. La mayoría de esos campamentos son temporales, sin embargo. Los soldados se dirigían a alguna otra parte.

Selucia rebulló en la silla y Tuon le transmitió con los dedos «paciencia» en la forma imperativa, una orden. Mantuvo el semblante sereno, pero por dentro estaba furiosa. Saber dónde se encontraban los soldados daba pistas respecto a dónde se dirigían. Tenía que haber algún modo de quemar ese mapa. Eso sería tan importante como echar mano a una de las ballestas de torno.

—Quiero hablar también con maese Roidelle —dijo Juguete.

Acudieron soldados para ocuparse de los caballos, y durante un momento todo pareció desconcierto y deambular de aquí para allí. Un tipo mellado tomó las riendas de Akein y Tuon le dio instrucciones explícitas sobre los cuidados que debía recibir la yegua. Él le dedicó una mirada avinagrada además de hacerle una reverencia. Los plebeyos de estas tierras parecían creerse iguales a cualquiera. Selucia dio el mismo tipo de instrucciones a un joven larguirucho que se ocupó de Pimpollo. Le había parecido muy apropiado ese nombre para la montura de una ayudante de guardarropa. El joven se quedó mirando el busto de Selucia hasta que ésta le atizó un bofetón. Fuerte. Él se limitó a sonreír y condujo al rucio por la rienda mientras se frotaba la mejilla. Tuon suspiró. Eso había estado bien por parte de Selucia, pero para ella abofetear a un plebeyo significaría bajar los ojos durante meses.

Enseguida, sin embargo, se encontraba acomodada en una banqueta plegable, con Selucia a su espalda, mientras el grueso Lopin les ofrecía unas tazas de estaño llenas de oscuro té, y le hizo una reverencia adecuada a Selucia, al igual que a ella. No lo bastante pronunciada, pero el hombre calvo lo intentaba. El té estaba endulzado con miel, en la cantidad perfecta, claro que le había servido las veces suficientes para que supiera cómo le gustaba. A su alrededor había mucha actividad. Talmanes sostuvo una breve reunión con el canoso Nerim, que al parecer le había servido anteriormente y estaba feliz de reunirse con él. Al menos, el hombre delgado, que normalmente tenía un aire fúnebre, de hecho esbozó una fugaz sonrisa. Ese tipo de cosas deberían hacerse en privado. Leilwin y Domon dejaron que maese Charin se llevara a Olver para explorar el campamento, con Juilin y Thera —Thom y Aludra los acompañaron también para estirar las piernas— y después, pausadamente, ocuparon unas banquetas, no muy lejos. Leilwin llegó incluso a mirar fijamente a Tuon a la cara durante unos segundos, sin parpadear. Selucia emitió un quedo sonido muy semejante a un gruñido, pero Tuon hizo caso omiso de la provocación e hizo un gesto a la señora Anan para que acercara su banqueta junto a la suya. Con el tiempo los traidores serían castigados, así como la ladrona; la propiedad se devolvería a sus legítimos dueños y las marath’damane serían atadas a la correa, pero esas cosas tendrían que esperar para dar prioridad a lo que era más importante.

Aparecieron otros tres oficiales, jóvenes nobles con esa mano roja sobre las oscuras chaquetas de seda, y tuvieron una reunión con Juguete, con muchas risas y mucho darse puñetazos en el hombro unos a otros, cosa que al parecer era una señal de afecto. Tuon no tardó en identificarlos. Edorion era el hombre delgado de tez oscura y expresión seria salvo cuando sonreía; Reimon, el tipo de hombros anchos que sonreía mucho; y Carlomin el que era alto y esbelto. Edorion iba completamente afeitado, mientras que Reimon y Carlomin lucían sendas barbas oscuras, recortadas en punta y untadas con aceites. Los tres hicieron muchos aspavientos con las Aes Sedai, a las que dedicaron profundas reverencias. ¡Incluso saludaron con reverencias a Bethamin y a Seta! Tuon sacudió la cabeza.

—Os he dicho muy a menudo que es un mundo diferente de aquel al que estáis acostumbrada —murmuró la señora Anan—, pero todavía no os lo acabáis de creer, ¿verdad?

—Sólo porque una cosa sea de cierta manera no significa que haya de ser así —repuso Tuon—, aun cuando lo haya sido durante mucho tiempo.

—Lo mismo podría decirse de vuestro pueblo, milady.

—Puede que algunos lo dijeran.

Tuon lo dejó así, aunque por lo general disfrutaba de las conversaciones con la mujer. La señora Anan estaba en contra de atar con correa a las marath’damane, como era de esperar, e incluso en contra de tener da’covale, nada menos, pero aun así las conversaciones eran más eso que discusiones, y Tuon había tenido que darle la razón en algunas cosas. Albergaba la esperanza de atraer a su lado a la mujer con el tiempo. Pero no ese día, sin embargo. Quería tener enfocada la atención en Juguete.

Maese Roidelle apareció; era un hombre canoso, carirredondo, cuyo corpachón dejaba tirante la oscura chaqueta. Lo seguían seis hombres más jóvenes de buena apariencia, cada cual cargado con un estuche alargado y cilíndrico.

—He traído todos los mapas que he hecho de Altara, milord —le dijo a Talmanes con un acento musical mientras inclinaba la cabeza. ¿Es que en estas tierras todo el mundo tenía que hablar como si tuviera prisa en soltar las palabras?—. Algunos cubren todo el país y otros sólo unas cien millas cuadradas. Los mejores son los míos, claro, los que he hecho a lo largo de las últimas semanas.

—Lord Mat te dirá lo que desea ver —indicó Talmanes—. ¿Quieres que te dejemos para que lo mires?

Pero Juguete ya le decía al cartógrafo lo que quería: el mapa que señalaba los campamentos seanchan. En breve lo sacaron de entre el resto guardados en uno de los estuches y se extendió sobre el suelo; Juguete se puso en cuclillas junto al mapa. Maese Roidelle mandó a uno de sus ayudantes a buscarle rápidamente una banqueta. Habrían saltado los botones de la chaqueta si hubiese querido imitar a Juguete, además de que se habrían arrancado de la prenda. Tuon miró el mapa con avidez. ¿Cómo hacerse con él?

Intercambiando miradas y riendo como si hacer un desaire fuera lo más divertido del mundo, Talmanes y los otros tres hombres se acercaron hacia Tuon. Las Aes Sedai se agruparon alrededor del mapa extendido en el suelo hasta que Juguete les dijo que dejaran de fisgar por encima de su hombro. Se apartaron un poco, seguidas por Bethamin y Seta a cierta distancia, y empezaron a cuchichear entre ellas y a echar miradas en dirección a Juguete de vez en cuando. Si Juguete hubiera prestado atención a sus expresiones, sobre todo a la de Joline, seguramente se habría preocupado a despecho del increíble ter’angreal que según la señora Anan llevaba.

—Estamos más o menos aquí ¿verdad? —preguntó Juguete al tiempo que señalaba un punto con el dedo. Maese Roidelle asintió con un murmullo—. De modo que éste es el campamento donde se supone que tienen el raken, ¿no? Me refiero a la bestia voladora. —Otro murmullo de asentimiento—. Bien. ¿Qué tipo de campamento es? ¿Cuántos hombres hay?

—Según los informes se trata de un campamento de abastecimiento, milord. Para reabastecer patrullas. —El joven regresó con otra banqueta plegable, y el hombre grueso se acomodó en ella con un gruñido—. Supuestamente hay unos cien soldados, en su mayoría altaraneses, y alrededor de unos doscientos trabajadores, pero me han dicho que en ocasiones el número de soldados podría aumentar en quinientos más. —Un hombre prudente, maese Roidelle.

Talmanes hizo una de esas reverencias en las que se adelantaba un pie, y los otros tres hombres lo imitaron.

—Milady —dijo Talmanes—, Vanin me habló de vuestras circunstancias y de las promesas hechas por lord Mat. Sólo quería deciros que es un hombre de palabra.

—Lo es, milady —abundó Edorion—. Siempre.

Tuon le hizo un gesto para que se apartara a un lado y así poder seguir observando a Juguete, y Edorion lo hizo no sin antes lanzar una mirada sorprendida a Juguete y otra a ella. Tuon le respondió con otra mirada severa. Sólo le faltaba que esos hombres empezaran a imaginarse cosas. No todo había resultado como debería; aún. Todavía cabía la posibilidad de que se torcieran las cosas.

—Es un lord, ¿verdad? —demandó.

—Perdón, pero ¿podríais repetir eso? —dijo Talmanes—. Mis disculpas, pero debo de tener tierra en las orejas.

Tuon repitió cuidadosamente lo que había dicho, pero aún así les costó un minuto dilucidar lo que les preguntaba.

—Así se me abrase el alma, no —contestó finalmente Reimon con una risa. Se atusó la barba—. Salvo para nosotros, que es un lord más que de sobra.

—La mayoría de los nobles no le gustan —abundó Carlomin—. Considero un honor contarme entre los pocos que no le caen mal.

—Un honor, sí —convino Reimon. Edorion se contentó con inclinar la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Soldados, maese Roidelle —dijo firmemente Juguete—. Mostradme dónde están los soldados. Y más que unos pocos centenares.

—¿Qué hace? —se interesó Tuon, fruncido el entrecejo—. No pretenderá sacar a hurtadillas a tantos hombres de Altara, aun cuando supiera dónde está hasta el último soldado. Siempre hay patrullas y barridos de raken sobrevolando el terreno. —De nuevo tardaron lo suyo en contestar. A lo mejor debería tratar de hablar muy deprisa.

—No hemos visto patrullas en más de trescientas millas y ningún… ¿raken? Eso, ningún raken —respondió Edorion en tono quedo. La estaba estudiando. Demasiado tarde para poner freno a lo que estuvieran imaginando esos hombres.

—O no conozco a Mat —comentó Reimon— o nos está preparando una batalla. La Compañía de la Mano Roja cabalga de nuevo a la batalla. Hacía ya mucho, si queréis saber mi opinión.

Selucia aspiró sonoramente el aire por la nariz, al igual que la señora Anan. Tuon estaba de acuerdo con ellas.

—Una batalla no os ayudará a salir de Altara —repuso secamente.

—Entonces, está planeando una guerra —intervino Talmanes. Los otros tres asintieron con la cabeza para ratificar sus palabras, como si tal cosa fuera lo más natural del mundo. Reimon incluso rió. Parecía creer que todo era divertido.

—¿Tres mil? —dijo Juguete—. ¿Estáis seguro? Bastante seguro, vale, con eso basta. Vanin puede localizarlos si no han llegado muy lejos.

Tuon lo miró, allí en cuclillas delante del mapa mientras movía el dedo sobre la superficie, y de repente lo vio bajo una luz distinta. ¿Un bufón? No. Un puma metido en la cuadra de un caballo a lo mejor parecía cosa de broma, pero un puma en las llanuras altas era una cosa muy diferente. Ahora Juguete andaba suelto por las llanuras altas. Sintió un escalofrío. ¿Con qué clase de hombre se había enredado? Se dio cuenta de que, después de todo ese tiempo, apenas tenía indicios.


Era una noche fría, lo bastante para que Perrin sintiera un escalofrío cada vez que soplaba una racha de aire a pesar de la capa forrada en piel. El halo que rodeaba la hinchada luna creciente anunciaba que habría más lluvia a no mucho tardar. Las nubes que se deslizaban por delante del astro hacían que la pálida luz se amortiguara y se intensificara a intervalos, pero era suficiente para su vista penetrante. Estaba montado en Brioso justo al borde de la línea de árboles y observaba el grupo de cuatro altos molinos de viento de piedra gris situados en un claro en lo alto de la cresta, con las pálidas aspas brillando u oscureciéndose alternativamente a medida que giraban. La maquinaria de los molinos chirriaba con fuerza. No parecía probable que los Shaido supieran siquiera que debían engrasar los mecanismos. El acueducto de piedra era un oscuro trazo que se extendía hacia el este sobre los altos arcos de piedra más allá de granjas abandonadas y de campos vallados —los Shaido habían sembrado, aunque demasiado pronto con tanta lluvia—, hacia lo alto de otro cerro y del lago que había más allá. Malden se encontraba otro cerro más al oeste. Perrin aflojó la traba de seguridad del pesado martillo que llevaba en el cinturón. Malden y Faile. Dentro de pocas horas añadiría el nudo cincuenta y cuatro a la tira de cuero que guardaba en un bolsillo.

Proyectó la mente a distancia. ¿Estáis preparados, Amanecer Nevado? —pensó—. ¿Aún no os encontráis cerca? Los lobos eludían las poblaciones, y, con las partidas de caza Shaido en los bosques circundantes durante el día, se mantenían más apartados de Malden de lo habitual.

«Paciencia, Joven Toro», le llegó la respuesta con un dejo de irritación. Claro que Amanecer Nevado era irascible por naturaleza, un macho lleno de cicatrices y de edad considerable para un lobo que había matado a un leopardo por sí solo. Aquellas viejas heridas lo mantenían despierto a veces mucho tiempo en un descanso. Dos días a partir de ahora, dijiste. Allí estaremos. Ahora déjame que intente dormir. Mañana tendremos que cazar mucho ya que no podremos hacerlo al día siguiente. Eran imágenes y olores más que palabras, naturalmente —«dos días» era el sol cruzando el cielo dos veces, y «cazar» una manada que trotaba con la nariz husmeando el viento y mezclado con el olor a venado— pero la mente de Perrin lo convertía en palabras aun mientras lo veía y sentía en su cabeza.

Paciencia. Sí. Las prisas echaban a perder el trabajo. Pero resultaba duro ahora que se encontraba tan cerca. Muy duro.

Una forma apareció en la oscura puerta situada en la base del molino más próximo y agitó una lanza Aiel sobre la cabeza, atrás y adelante. El chirrido del mecanismo lo había convencido de que los molinos debían de estar desiertos —lo estaban cuando las Doncellas los habían explorado anteriormente, y nadie aguantaría ese ruido más tiempo del estrictamente necesario— pero habían enviado a Gaul y algunas Doncellas para asegurarse, ya fuera en uno u otro sentido.

—Vamos, Mishima —dijo mientras asía las riendas—. Está hecho. —Fuera en uno o en otro sentido.

—¿Cómo podéis distinguir algo? —masculló el seanchan. Evitaba mirar a Perrin, cuyos ojos dorados brillarían en la noche. Eso había hecho que el hombre de la cicatriz diera un brinco la primera vez que lo había visto. Esta noche no olía a jocosidad, sino a tensión. Dio la orden sin alzar la voz, vuelta la cabeza hacia atrás—. Traed los carros, deprisa. Deprisa. ¡Y no hagáis ruido u os cortaré las orejas!

Perrin taconeó a su semental pardo sin esperar a los demás ni a los seis carros de ruedas altas. Los ejes engrasados con profusión hacían que se movieran todo lo silenciosos que podían serlo unos carros. A él todavía le parecían ruidosos, como el chapaleo de los cascos de los caballos de tiro al pisar en el barro o los propios carros chirriando cuando la madera se doblaba y rozaba, pero dudaba que cualquier otra persona lo oyera a cincuenta pasos de distancia y puede que ni siquiera más cerca. En lo alto de la suave pendiente desmontó y soltó las riendas de Brioso. Siendo un caballo de batalla bien entrenado, el semental se quedaría allí como si tuviese trabadas las patas mientras las riendas estuvieran colgando. El mecanismo de los molinos chirrió cuando las ruedas giraron lentamente con un cambio en la brisa. Los brazos de las aspas eran tan largos que Perrin habría podido tocar uno con sólo saltar cuando estaba abajo durante el giro. Miró hacia la última elevación que ocultaba Malden. Allí no crecía nada que fuera más alto que un arbusto. Nada se movía en la oscuridad. Sólo un cerro entre Faile y él. Las Doncellas habían salido para reunirse con Gaul; todos seguían velados.

—No había nadie —informó el Aiel sin bajar la voz. A tan corta distancia, los engranajes del molino habrían tapado cualquier cosa dicha en voz baja.

—El polvo sigue igual que estaba cuando vine la última vez —añadió Sulin.

Perrin se rascó la barba. Menos mal. Si hubiera surgido la necesidad de matar Shaido habrían tenido que llevarse los cadáveres, pero aún así a los muertos los habrían echado de menos y el asunto habría atraído la atención hacia los molinos y el acueducto. Podría haber hecho que alguien empezara a pensar en el agua.

—Ayúdame a retirar las tapas, Gaul. —No era menester que él hiciera eso. Sólo se ahorrarían unos minutos, pero necesitaba estar ocupado en algo. Gaul no dijo nada y se limitó a meter la lanza junto a las otras, en el arnés que sujetaba el estuche del arco, a la espalda.

El acueducto se extendía a lo largo de la cresta del cerro entre los cuatro molinos; le llegaba a Perrin al hombro —a Gaul aún más abajo—, y el Aiel se encaramó sobre la construcción. Justo detrás de los dos últimos molinos, unos tiradores de bronce a ambos lados les permitieron levantar las pesadas tapas de piedra de dos pies de ancho y cinco de largo hasta que dejaron al descubierto un hueco de seis pies. Perrin ignoraba para qué se usaba la abertura. Había otra igual al otro lado. Tal vez para trabajar en las piezas abatibles con las que se aseguraba que el agua discurriera en una única dirección o para acceder al interior y reparar cualquier escape de filtración. Se apreciaban pequeñas ondas de movimiento al fluir en dirección a Malden, y el nivel llegaba más arriba de la mitad del canal de piedra.

Mishima se les unió y desmontó; se quedó mirando con incertidumbre a Sulin y las Doncellas. Probablemente pensaba que la noche ocultaba su expresión. Ahora olía a cautela. Enseguida apareció detrás el primero de los soldados seanchan con chaqueta roja que subían trabajosamente por la ladera embarrada, cada cual cargado con dos sacos de yute de mediano tamaño, aunque no pesados. Cada saco contenía sólo diez libras. Era una mujer nervuda que miró a los Aiel con desconfianza mientras soltaba los sacos y que rajó uno con la daga para abrirlo. Un puñado de finos granos oscuros se desparramó en el embarrado suelo.

—Haced eso encima de la abertura —indicó Perrin—. Aseguraos de que hasta el último grano va a parar al agua.

La mujer nervuda miró a Mishima.

—Haz lo que manda lord Perrin, Arrata —dijo éste en tono firme.

Perrin la observó mientras vaciaba el saco dentro del acueducto, las manos levantadas por encima de la cabeza. Los oscuros granos se alejaron flotando en dirección a Malden. Perrin había echado un pellizco en una taza de agua a pesar de que detestaba la idea de desperdiciar incluso ese poco, y tardaron un buen rato en absorber bastante agua como para hundirse. Tiempo suficiente para que llegaran a la gran cisterna de la ciudad, esperaba. Y si no, se deslizarían por el fondo del acueducto. La cisterna acabaría convirtiéndose en un recipiente de infusión de horcaria. Quisiera la Luz que no se volviera fuerte más deprisa de lo que esperaba. Si esas Sabias empezaban a tambalearse demasiado pronto, quizá comprenderían la causa antes de que él estuviera preparado. Sin embargo, lo único que podía hacer era seguir con el plan como si supiera exactamente cuándo pasaría. Y rezar.

Para cuando el segundo saco empezaba a vaciarse sobre el canal de piedra, los demás empezaron a subir la pendiente en tropel. La primera fue Seonid, una mujer baja que se remangaba la larga falda pantalón para no mancharse de barro. Desviando la atención de las Doncellas hacia ella, Mishima hizo uno de esos mínimos gestos para rechazar al mal. Extraño que creyeran que algo así podía funcionar. Los soldados puestos en fila y cargados con sacos la miraban fijamente, con los ojos muy abiertos en su mayoría, y cambiaban el peso ora en un pie, ora en otro. Los seanchan no se sentían cómodos ante la idea de trabajar con Aes Sedai. Sus Guardianes, Furen y Teryl, le pisaban los talones, ambos con una mano sobre la empuñadura de la espada. Se sentían igual de incómodos respecto a los seanchan. El uno era oscuro de tez y con pinceladas grises en el negro y rizado cabello, mientras que el otro era rubio y joven, con el bigote retorcido, y sin embargo eran semejantes como dos judías, altos, delgados y fuertes. Rovair Kirklin venía un poco más atrás; era un hombre compacto, de oscuro cabello que empezaba a dejar la frente despejada y una expresión tétrica. No le gustaba separarse de Masuri. Los tres hombres llevaban pequeños envoltorios que contenían comida atados a la espalda y odres llenos de agua colgados al hombro. Un hombre larguirucho apoyó el saco al lado de la abertura mientras la mujer nervuda se dirigía cuesta abajo para coger más. Los carros estaban cargados de ellos a tope.

—Recordad —le dijo a Seonid—, el mayor peligro será llegar de la cisterna a la fortaleza. Tendréis que usar el adarve de la muralla y puede que haya Shaido en la ciudad incluso a esta hora. —Alyse Sedai no había estado segura sobre eso. El trueno retumbó con un ruido hueco, a lo lejos, y lo siguió otro—. Quizá tengáis lluvia que os ocultará.

—Gracias —dijo fríamente ella. El rostro bañado con luces y sombras de luna era una máscara Aes Sedai de serenidad, pero desprendía un intenso efluvio de indignación—. No habría caído en nada de eso si no me lo hubieses dicho. —Al cabo de unos segundos su expresión se suavizó y le puso la mano en el brazo—. Sé que estás preocupado por ella. Haremos todo lo que se pueda hacer. —No podía decirse que su tono fuera exactamente cálido (nunca lo era), pero no era tan frío como antes y el olor se había suavizado a un efluvio de compasión.

Teryl la aupó al borde del acueducto —el seanchan que vaciaba horcaria en la abertura, un tipo alto con casi tantas cicatrices como Mishima, casi dejó caer el saco— y la Aes Sedai torció ligeramente el gesto antes de girar las piernas hacia adentro y meterse en el agua a la par que soltaba un respingo. Debía de estar fría. Agachó la cabeza y se perdió de vista en dirección a Malden. Furen trepó y se metió a continuación, seguido por Teryl y, finalmente, Rovair. Los hombres tuvieron que doblarse mucho para caber debajo del techo del acueducto.

Elyas palmeó a Perrin en el hombro antes de auparse él al canal.

—Tendría que haberme recortado la barba como tú para no meterla ahí —dijo mientras miraba el agua. Aquella barba grisácea, agitada por la brisa, se le extendía por el pecho. En realidad, el cabello, recogido en la nuca con un cordón de cuero, le llegaba a la cintura. También cargaba un pequeño fardo de comida y un odre de agua—. Con todo, un baño frío ayuda a un hombre a mantener la mente apartada de sus problemas.

—Creía que era para mantenerla apartada de mujeres —dijo Perrin. No estaba de humor para bromas, pero no podía esperar que todo el mundo estuviera tan hosco como él. Elyas se echó a reír.

—¿Y qué más hay que ocasione problemas a un hombre? —Desapareció en el agua y Tallanvor ocupó su lugar.

Perrin lo agarró por la manga de la oscura chaqueta.

—Ojo, nada de heroísmos. —Su dilema había sido si dejaba que el hombre formara parte del grupo o no.

—Nada de heroísmos, milord —ratificó Tallanvor. Por primera vez en mucho tiempo parecía ansioso. Su efluvio vibraba de ansiedad. Pero también había un toque de cautela. Esa cautela era la única razón por la que no estaba de vuelta en el campamento—. No pondré en peligro a Maighdin. Ni a lady Faile. Sólo quiero verla cuanto antes.

Perrin asintió y lo dejó marchar. Eso lo podía entender. Una parte de él quería subirse también a ese acueducto. Ver a Faile cuanto antes. Pero cada parte del trabajo había de hacerse de manera adecuada, y él tenía otros cometidos. Además, si estuviera dentro de Malden no tenía la seguridad de ser capaz de contenerse sin tratar de encontrarla. No percibía su propio olor, naturalmente, pero dudaba que hubiera algún rastro de cautela en él ahora. Las ruedas de las aspas de los molinos volvieron a girar con fuertes chirridos cuando el viento cambió de nuevo. Al menos allí arriba parecía que no dejaba de soplar nunca. Que el agua se detuviera sería desastroso.

Para entonces lo alto del cerro estaba abarrotado de gente. Veinte seguidores de Faile esperaban su turno para entrar en el acueducto; todos los que quedaban salvo los dos que espiaban a Masema. Las mujeres vestían chaquetas y pantalones de hombre y llevaban el cabello cortado a excepción del mechón en la parte posterior, a semejanza de los Aiel, aunque ningún Aiel habría portado una espada, como hacían ellos. Muchos de los hombres tearianos se habían afeitado la barba porque los Aiel no llevaban. Detrás de ellos, cincuenta hombres de Dos Ríos cargaban alabardas y arcos sin tensar, con la cuerda guardada a buen recaudo en la chaqueta, y cada cual con tres aljabas repletas de flechas atadas a la espalda, junto con el paquete de comida. Todos los hombres del campamento se habían ofrecido voluntarios para esta misión y Perrin había tenido que dejarlos que eligieran grupos. Se había planteado duplicar el número de hombres o más. Seguidores de Faile y los de Dos Ríos tenían los paquetes de comida y los odres. El constante flujo de soldados seanchan continuaba transportando sacos llenos cuesta arriba y sacos vacíos cuesta abajo. Eran disciplinados. Cuando alguien resbalaba en el barro y caía, como ocurrió con regularidad, no había maldiciones, ni siquiera rezongos. Simplemente se levantaban y seguían adelante.

Selande Darengil, con una chaqueta oscura y la pechera cruzada con seis franjas horizontales de color, se paró para ofrecerle la mano a Perrin. Le llegaba al pecho, pero Elyas afirmaba que manejaba de manera increíble la espada que llevaba a la cadera. Perrin ya no pensaba que ella y sus compañeros eran unos necios —bueno, no todo el tiempo— a pesar de sus intentos de imitar las costumbres Aiel. Con diferencias, por supuesto. La cola de caballo de oscuro cabello de Selande, recogida en la nuca, iba atada con un trozo de cinta oscura. En su efluvio no había miedo, sólo determinación.

—Gracias por permitirnos tomar parte en esto, milord —dijo con su meticuloso acento cairhienino—. No os defraudaremos. Ni a lady Faile.

—Sé que no lo haréis —contestó mientras le estrechaba la mano. Había habido un tiempo en el que la mujer le había dejado claro que servían a Faile, no a él. Estrechó las manos de todos ellos antes de que se encaramaran al acueducto y se metieran en él. Todos olían a determinación. Al igual que Ban al’Seen, que iba al mando de los hombres de Dos Ríos que se dirigían a Malden.

—Cuando Faile y las demás aparezcan, atrancad las puertas, Ban. —Perrin ya le había dicho eso mismo antes, pero no pudo evitar repetirlo—. Luego mirad si podéis subirlas acueducto arriba.

Esa fortaleza no había conseguido frenar a los Shaido la otra vez y si algo iba mal dudaba que pudiera frenarlos ahora tampoco. No tenía intención de incumplir el acuerdo con los seanchan —los Shaido iban a pagar por lo que le habían hecho a Faile y, además, no podía dejarlos atrás para que siguieran arrasando las tierras—, pero quería apartarla del peligro cuanto antes.

Ban apoyó el arco y la alabarda contra el acueducto y se aupó para meter una mano dentro. Cuando bajó al suelo se limpió la mano mojada en la chaqueta y después se frotó la prominente nariz.

—Debajo del agua la piedra tiene una capa de algo que parece limo de estanque. No va ser nada fácil bajar por ese desnivel sin resbalar todo el trecho, lord Perrin, cuanto menos intentar remontarlo. Creo que lo mejor será esperar dentro de esa fortaleza hasta que lleguéis.

Perrin suspiró. Había pensado en mandarlos con cuerdas, pero habrían necesitado casi dos millas para salvar ese último desnivel, demasiada cuerda para cargar con ella, y si cualquier Shaido descubría la punta en el extremo del acueducto en Malden, entonces registrarían hasta el último rincón de la ciudad. Quizás fuera un pequeño riesgo, pero las consecuencias que podría traer lo hacían enorme.

—Estaré allí lo antes posible, Ban, te lo prometo.

Estrechó también la mano de todos los hombres de Dos Ríos. Tod al’Caar, con su prominente y afilada mandíbula, y Leof Torfinn, éste con una marca blanca dividiéndole el cabello, allí donde se extendía una cicatriz recibida cuando la batalla contra los trollocs. El joven Kenly Maerin, que otra vez empezaba a dejarse un remedo de barba sin mucha fortuna, y Bili Adarra, que era casi tan ancho como él, aunque un palmo más bajo. Bili era un primo lejano y uno de los familiares más cercanos que le quedaban. Había crecido con muchos de estos hombres, aunque algunos eran unos años mayores que él. También los había unos años más jóvenes. A estas alturas conocía a los hombres desde Deven Ride hasta Colina del Vigía, así como los de los alrededores de Campo de Emond. Tenía más razones aparte de Faile para llegar a la fortaleza lo más rápido posible.

Had al’Lora, un tipo delgado con un frondoso bigote como los taraboneses, era el último de los hombres de Dos Ríos. Mientras se encaramaba al acueducto, apareció Gaul, el rostro todavía velado y con cuatro lanzas asidas en la mano con la que sujetaba la adarga de piel de toro. Puso la otra mano en el borde del acueducto y saltó para sentarse en el remate de piedra.

—¿Vas a ir? —preguntó Perrin, sorprendido.

—Las Doncellas pueden ocuparse de la exploración necesaria, Perrin Aybara. —El enorme Aiel miró hacia atrás, en dirección a las Doncellas. A Perrin le pareció que fruncía el entrecejo, aunque no era fácil distinguirlo debido al negro velo que le ocultaba todo el rostro a excepción de los ojos—. Las he oído hablar cuando creían que no las escuchaba. A diferencia de tu esposa y de las otras, Chiad es correctamente gai’shain. Bain también, pero ella no me importa. A Chiad todavía le queda el resto de su año y un día de servicio después de que la rescatemos. Cuando un hombre toma a una mujer como gai’shain, o a la inversa, a veces se hace una guirnalda de esponsales tan pronto como el blanco se desecha. No es algo insólito. Pero he oído decir a las Doncellas que llegarían antes hasta Chiad para mantenerla apartada de mí. —A su espalda, los dedos de Sulin se movieron rápidamente en el lenguaje de señas de las Doncellas y una de las otras se cubrió la boca con la mano como para reprimir una risa. De modo que lo habían estado espoleando. Tal vez no se oponían a su cortejo a Chiad tan rotundamente como fingían. O quizás había algo que a Perrin se le escapaba. El humor Aiel podía ser muy rudo.

Gaul se metió en el agua. Casi tuvo que doblarse en paralelo a la superficie para caber dentro del acueducto. Perrin se quedó mirando el hueco abierto. Sería tan fácil seguir a Gaul. Le costó un esfuerzo ímprobo darle la espalda. La fila de soldados seanchan todavía serpenteaba arriba y abajo de la cuesta.

—Mishima, vuelvo a mi campamento. Grady os llevará al vuestro cuando hayáis acabado aquí. Haced lo posible para borrar las huellas antes de marcharos.

—De acuerdo, milord. He mandado a algunos hombres que cojan grasa de los ejes y la unten en el mecanismo de los molinos. Suenan como si fueran a atascarse en cualquier momento. Podemos hacerlo también con los que hay en el último cerro.

Tomando las riendas de Brioso, Perrin alzó la vista hacia las aspas, que giraban lentamente. Lenta, pero constantemente. No estaban pensadas para girar deprisa.

—¿Y si algún Shaido decide venir aquí mañana y se pregunta de dónde ha salido esa grasa reciente?

Mishima lo miró largamente, el rostro medio oculto por las luces y sombras de la luna. Por una vez no pareció incomodado por los relucientes ojos amarillos. Su olor… Olía como si viera algo inesperado.

—La oficial general tenía razón sobre vos —dijo lentamente.

—¿Y qué dijo?

—Se lo tendréis que preguntar a ella, milord.

Perrin cabalgó pendiente abajo, de regreso a los árboles, sin dejar de pensar lo fácil que sería dar media vuelta. Gallenne podría encargarse de las cosas a partir de ahora. Todo estaba organizado. Sólo que el mayeniense creía que cualquier batalla llegaba a su punto culminante con una carga de caballería. Y preferiblemente se iniciaba con una. ¿Durante cuánto tiempo se atendría al plan? Arganda era más sensato, pero estaba tan angustiado por la reina Alliandre que muy bien podría ordenar también una carga. Así que quedaba él. El viento sopló con fuerza y se arrebujó en la capa.

Grady, acodado en las rodillas, se encontraba en un pequeño claro sentado en una piedra tallada a medias. Con rodales de musgo y parcialmente enterrada en el suelo, sin duda la piedra había sobrado de la construcción del acueducto. Otras cuantas semejantes aparecían desperdigadas en derredor. El aire impedía que Perrin captara el olor del hombre, que no alzó la vista hasta que Perrin frenó su caballo delante de él. El acceso que habían usado para llegar allí seguía abierto y al otro lado se veía un claro entre árboles altos, no muy lejos de donde los seanchan se encontraban acampados ahora. Habría sido más sencillo hacer que se instalaran cerca de su campamento, pero quería mantener a las Aes Sedai y a las Sabias lo más lejos posibles de las sul’dam y las damane. No tenía miedo de que los seanchan incumplieran la palabra dada por Tylee, pero sólo pensar en las damane sacaba de quicio prácticamente a las Aes Sedai y a las Sabias. Probablemente las Sabias y Annoura se contuvieran y no hicieran nada de momento. Probablemente. De Masuri ya no estaba tan seguro. En varios sentidos. Lo mejor era poner varias leguas de distancia entre unas y otras hasta que tal cosa fuera posible.

—¿Te encuentras bien, Grady?

El curtido rostro del hombre parecía tener más arrugas. Eso podía deberse al juego de luces y sombras de la luna que creaban los árboles, pero Perrin lo dudaba. Los carros habían pasado por el acceso con facilidad, pero ¿era el hueco un poco más pequeño que el primero que le había visto hacer a Grady?

—Sólo estoy un poco cansado, milord —contestó fatigadamente Grady. Siguió sentado, con los codos en las rodillas—. Todo este Viajar que hemos hecho últimamente… En fin, no habría podido mantener el acceso abierto el tiempo suficiente para que pasaran todos esos soldados que lo cruzaron ayer. Por eso es por lo que me he inclinado a atarlo.

Perrin asintió. Los dos Asha’man estaban cansados. Encauzar consumía la fuerza de un hombre tanto como manejar un martillo todo el día en la forja. O más, a decir verdad. El hombre con el martillo podía continuar mucho más tiempo que cualquier Asha’man. Por eso se había decidido que el acueducto sería la ruta de entrada a Malden y no un acceso, por eso no habría acceso para sacar de allí a Faile y a las otras, por mucho que habría querido que fuera así. Los dos Asha’man podrían hacer ya poco más hasta que pudieran descansar, y ese poco había que emplearlo donde más se necesitaba. Luz, qué idea tan cruel. Sólo que, si Grady o Neald se quedaban cortos en un acceso de los que hacían falta, un montón de hombres iba a morir. Dura decisión.

—Os voy a necesitar a ti y a Neald pasado mañana. —Eso era como decir que necesitaba aire. Sin los Asha’man todo se volvía imposible—. Vais a estar muy ocupados entonces. —Otro grotesco eufemismo.

—Tan ocupados como un manco enluciendo un techo, milord.

—¿Podréis hacerlo?

—Tenemos que hacerlo, ¿no es cierto, milord?

Perrin volvió a asentir con la cabeza. Uno hacía lo que tenía que hacer.

—Mándame de vuelta a nuestro campamento. Después de que devuelvas a Mishima y a su gente al suyo, tú y las Doncellas podéis quedaros a dormir allí si queréis. —Eso lo reservaría un poco para lo que necesitaría dentro de dos días.

—No sé qué pensarán las Doncellas, milord, pero yo prefiero volver a casa esta noche. —Giró la cabeza para mirar el acceso sin levantarse, y éste fue menguando al contrario de como se había abierto; la vista a la que daba pareció rotar a medida que se estrechaba, y acabó con una barra vertical de luz azul plateada que dejó la imagen de una tenue línea púrpura en la retina de Perrin cuando se apagó—. Ese asunto de las damane me da grima. No quieren ser libres.

—¿Cómo sabes eso?

—Hablé con algunas de ellas cuando no había cerca ninguna de esas sul’dam. No bien toqué el tema de que quizá querrían librarse de esas correas, una simple alusión, se pusieron a llamar a gritos a las sul’dam. Las damane chillaban y las sul’dam las mimaban y acariciaban y me lanzaban miradas que eran cuchillos. Es lógico que me dé grima.

Brioso pateó con un casco, impaciente, y Perrin palmeó el cuello del semental. Grady tenía suerte de que esas sul’dam lo dejaran ir con la piel intacta.

—Ocurra lo que ocurra con las damane, Grady, no será esta semana ni la que viene. Y no seremos nosotros quienes lo arreglemos, de modo que deja en paz a las damane. Tenemos un trabajo que hacer que no admite retrasos. —Y que se hacía mediante un pacto con el Oscuro. Apartó ese pensamiento de su mente. De todos modos, cada vez se había ido haciendo más difícil pensar en Tylee Khirgan como alguien que estuviera al servicio del Oscuro. O en Mishima—. ¿Lo has entendido?

—Lo he entendido, milord. Sólo digo que me da grima.

Por fin otra línea azul plateada apareció y se ensanchó en una abertura que daba a un claro entre árboles grandes y distanciados entre sí, y un afloramiento rocoso. Agachándose sobre el cuello de Brioso, Perrin lo cruzó. El acceso desapareció tras él y Perrin cabalgó entre los árboles hasta llegar a un amplio claro donde se encontraba el campamento, cerca de lo que antaño había sido la aldehuela de Brytan, un puñado de casuchas tan plagadas de pulgas que ni la noche más lluviosa sería suficiente para tentar a un hombre a meterse en ellas. Los centinelas subidos a los árboles lo reconocieron y no dieron la alerta, naturalmente.

En aquel momento lo que más deseaba era meterse en sus mantas. Bueno, sin mencionar a Faile, desde luego, pero aparte de ella sólo quería estar solo en la oscuridad. Seguramente no conseguiría dormirse otra vez, pero pasaría la noche como ya lo había hecho tan a menudo antes, pensando en ella, recordándola. Sin embargo, a unos diez pasos de la densa empalizada de afiladas estacas que rodeaba el campamento sofrenó el caballo. Había un raken agachado justo delante de las estacas, con el largo cuello inclinado para que una mujer vestida con una chaqueta marrón con capucha le pudiera rascar el hocico coriáceo. La capucha colgaba a la espalda de la mujer, dejando a la vista el cabello muy corto y un rostro estrecho de expresión dura. Miró a Perrin como si lo conociera, pero continuó rascando a la bestia. La silla sujeta al lomo del raken tenía espacio para dos jinetes. Había llegado un mensajero, al parecer. Giró en uno de los angostos y angulares pasos que había entre las estacas y que se habían dejado para que pudieran pasar los caballos. Pero despacio.

Casi todo el mundo se había acostado ya. Percibía movimiento en las líneas de caballos atados, en el centro del campamento, seguramente alguno de los mozos o albéitares cairhieninos, pero las tiendas de lona parcheada y los pequeños cobertizos hechos con ramas entretejidas de hoja perenne, amarillentas desde hacía tiempo ya, permanecían silenciosos y oscuros. Nada se movía entre las bajas tiendas Aiel, y sólo unos pocos centinelas caminaban arriba y abajo en el sector más cercano del campamento mayeniense. Los mayenienses y los ghealdanos se fiaban poco de los hombres de Dos Ríos subidos a los árboles. Su tienda, de rayas rojas, estaba alumbrada sin embargo, y las sombras de varias personas se desplazaban sobre las paredes de lona. Cuando desmontó delante de la tienda, Athan Chandin apareció para ocuparse de las riendas y se llevó los nudillos a la frente en un saludo al tiempo que se encorvaba en un remedo de reverencia. Athan era un buen arquero o de otro modo no estaría allí, pero tenía una actitud un tanto servil. Perrin entró mientras soltaba el broche de la capa.

—Oh, ya habéis vuelto —dijo alegremente Berelain. Debía de haberse vestido con precipitación, porque el largo cabello negro tenía aspecto de humedecido y a la espera de un buen cepillado, pero el traje de montar gris de cuello alto tenía toda la apariencia de estar recién planchado. Sus doncellas no le dejaban ponerse nada que no estuviera recién planchado. Alzó una copa de vino plateada para que Breane se la llenara de nuevo de una jarra de cuello largo, cosa que la cairhienina hizo aunque no sin torcer el gesto. La doncella de Faile sentía una intensa aversión por Berelain. No obstante, Berelain no pareció darse cuenta—. Perdonad que haya entrado en vuestra tienda, pero la oficial general deseaba veros y pensé que podría hacerle compañía. Nos ha estado hablando sobre algunos Capas Blancas.

Balwer se encontraba de pie en un rincón para no estorbar —cuando quería, el hombrecillo de ojos de pájaro podía pasar tan inadvertido como una lagartija en una rama— pero su efluvio se agudizó al oír nombrar a los Capas Blancas.

Tylee, cuyos hombros atirantaban una chaqueta igual a la de la voladora, hizo una reverencia sin doblar las piernas y sin quitar ojo a Annoura. Parecía creer que la Aes Sedai podía convertirse en un perro rabioso en cualquier momento. Olía a desasosiego, si bien nada se reflejaba en su rostro.

—Milord, tengo dos noticias que pensé que debería venir a comunicaros de inmediato. ¿Habéis empezado a echar la horcaria en el agua de la ciudad?

—Sí —contestó, preocupado, mientras soltaba la capa sobre uno de los arcones reforzados con latón. Tylee suspiró—. Os dije que lo haría. Lo habría hecho hace dos días si esa estúpida mujer de Almizar no hubiera dado largas al asunto. ¿Qué ha ocurrido?

—Disculpadme, pero me hicieron levantarme de mis mantas y me gustaría volver a ellas —interrumpió Lini—. ¿Alguien quiere algo más de mí esta noche?

Nada de reverencias ni «milord» de la mujer, frágil en apariencia, que llevaba el blanco cabello tejido en una trenza floja para dormir. A diferencia de Berelain, parecía que se había puesto el vestido marrón a toda prisa, algo inusitado en ella. Su efluvio era encrespado, ácido y desaprobador. Era una de los que creían la ridícula historia de que había dormido con Berelain la misma noche después de que a Faile la habían capturado. La mujer se las arregló para no poner la vista sobre él mientras recorría con la mirada la tienda.

—Yo quiero un poco más de vino —manifestó Aram mientras alzaba su copa. Llevaba la chaqueta de rayas rojas, y en el rostro sombrío y demacrado los ojos estaban cada vez más hundidos; intentaba repantigarse en una de las sillas plegables de campamento, pero la espada sujeta a la espalda tropezaba con el respaldo de ribetes dorados y se lo impedía. Breane hizo intención de acercarse a él.

—Ya ha bebido suficiente —espetó Lini, y Breane se dio media vuelta. Lini trataba con mano firme a los criados de Faile.

Aram masculló una maldición y se incorporó bruscamente al tiempo que arrojaba la copa contra la alfombra floreada que hacía las veces de suelo.

—Mejor será que vaya a otro sitio donde no tenga a una vieja dándome la lata cada vez que pido una copa. —Asestó a Perrin una mirada malhumorada antes de salir airadamente de la tienda. Sin duda al campamento de Masema. Había suplicado que lo incluyeran en el grupo enviado a Malden, pero no se podía confiar en él para esa misión por su irascibilidad.

—Puedes retirarte, Lini —dijo Berelain—. Breane podrá atendernos de sobra.

Un resoplido fue la única respuesta de Lini —aunque lo hizo de un modo casi delicado— antes de salir, muy tiesa la espalda y apestando a desaprobación. Y sin dignarse mirar a Perrin.

—Disculpadme, milord, pero da la impresión de que dirigís a vuestro servicio de un modo más… permisivo de lo que estoy acostumbrada a ver.

—Son nuestras costumbres, oficial general —contestó Perrin, que recogió la copa que había tirado Aram. No había razón para ensuciar otra—. Aquí nadie es propiedad. —Si su comentario sonaba tajante, que así fuera. Tylee había acabado por caerle bien en cierta forma, pero esos seanchan tenían costumbres que darían arcadas a una cabra. Asió la jarra que tenía Breane, que de hecho intentó retenerla unos instantes mientras lo miraba ceñuda como si fuera a negarle echar un trago, y se sirvió antes de devolvérsela a la mujer. Ésta se la arrebató de un tirón—. Bien, ¿qué ha ocurrido? ¿Qué pasa con esos Capas Blancas?

—Antes de amanecer envié raken a explorar hasta donde pudieran llegar y de nuevo los mandé nada más anochecer. Uno de los voladores de por la noche regresó antes de lo esperado. Había avistado siete mil Hijos de la Luz en movimiento a menos de cincuenta millas de mi campamento.

—¿Marchan contra vosotros? —Perrin miró su copa, ceñudo, en lugar de beber—. Siete mil parece un número muy redondo para contarlo de noche.

—Parece que esos hombres son desertores —intervino Annoura—. Al menos así lo cree la oficial general. —Con el vestido de seda gris parecía tan impecable como si hubiese pasado una hora arreglándose. La nariz saliente le daba el aspecto de una corneja con trencillas rematadas en cuentas que mirara escrutadoramente a la oficial general como si ésta fuera un interesante trozo de carroña. Sostenía una copa de vino que parecía que no había probado—. He oído rumores de que Pedron Niall murió luchando contra los seanchan, pero al parecer Elmon Valda, que sustituyó a Niall, juró lealtad a la emperatriz seanchan. —Tylee articuló «así viva para siempre» de forma inaudible; excepto para Perrin. Balwer también abrió la boca, pero volvió a cerrarla sin haber dicho nada. Los Capas Blancas eran su obsesión—. Sin embargo, hará un mes y pico más o menos —prosiguió la hermana Gris—, Galad Damodred mató a Valda y encabezó a siete mil Capas Blancas que abandonaron la causa seanchan. Lástima que se enredara con los Capas Blancas, pero tal vez haya resultado algo bueno de ello. Sea como sea, por lo visto existe una orden permanente de que se mate a estos hombres en cuanto se los vea. He hecho un buen resumen, ¿verdad, oficial general?

Las manos de Tylee se crisparon como si la mujer deseara hacer uno de esos signos contra el mal.

—Buen resumen, sí —dijo. Dirigiéndose a Perrin, no a Annoura. A la seanchan parecía costarle trabajo hablar con una Aes Sedai—. Excepto lo de que salga algo bueno de ello. Quebrantar un juramento y desertar nunca se podrán considerar algo bueno.

—Entiendo que no se dirigen contra vosotros o, de otro modo, lo habríais dicho —manifestó Perrin, que dio un timbre inquisitivo a sus palabras a pesar de que en su mente no cabían dudas al respecto.

—Al norte —respondió Tylee—. Se dirigen al norte.

Balwer abrió a medias la boca otra vez, y luego la cerró con un chasquido de dientes.

—Si tienes algún consejo que dar, hazlo —le dijo Perrin—. Pero no me importa cuántos Capas Blancas han desertado de los seanchan. Faile es lo único que me interesa. Y no creo que la oficial general renuncie a atar a la correa a trescientas o cuatrocientas damane para ir en pos de ellos.

Berelain torció el gesto. El semblante de Annoura se mantuvo impasible, pero echó un buen trago de vino. Ninguna de las Aes Sedai estaba muy satisfecha de sí misma respecto a esa parte del plan. Tampoco ninguna de las Sabias.

—No lo haré —repuso firmemente Tylee—. Creo que voy a tomar un poco de vino, después de todo.

Breane respiró hondo antes de acercarse para servirle y Perrin percibió un atisbo de temor en su olor. Al parecer la alta mujer de tez oscura la intimidaba.

—No negaré que me gustaría tener la oportunidad de descargar un golpe a los Capas Blancas —dijo Balwer con aquella voz seca como el polvo—. Pero, a decir verdad, creo que tengo una deuda de gratitud con ese Galad Damodred. —A lo mejor su inquina era contra Valda personalmente—. Sea como sea, no necesitáis de mi consejo en esto. En Malden se han puesto en marcha las cosas, y aunque no fuera así dudo que aguantaseis un solo día más. Tampoco os habría aconsejado que lo hicieseis, milord. Si se me permite la osadía, aprecio mucho a lady Faile.

—Se te permite —dijo Perrin—. Oficial general, hablasteis de dos noticias.

La seanchan tomó la copa que le ofrecía Breane y lo miró con tanta fijeza que era evidente que evitaba dirigir la vista a los otros que había en la tienda.

—¿Podemos hablar en privado? —preguntó en voz baja.

Berelain cruzó con paso suave la alfombra y posó la mano en el brazo de Perrin a la par que le sonreía.

—Ni a Annoura ni a mí nos importa marcharnos —dijo.

Luz, ¿cómo podía pensar nadie que había algo entre ellos dos? Sí, estaba más bella que nunca; pero, aun así, ese efluvio que le había hecho pensar en un felino al acecho había desaparecido de su olor hacía tanto tiempo que apenas si lo recordaba ya. Ahora, la base de su olor la componían la paciencia y la resolución. Había llegado a aceptar que amaba a Faile y sólo a Faile, y parecía tan decidida a verla libre como él mismo.

—Podéis quedaros —dijo—. Sea lo que sea lo que tengáis que decir, oficial general, podéis hacerlo delante de todos los que están aquí.

Tylee vaciló y echó un vistazo a Annoura.

—Hay dos grandes grupos de Aiel que se dirigen hacia Malden —dijo finalmente, con renuencia—. Uno al sudeste, y el otro al sudoeste. Los morat’raken calculan que podrían llegar allí dentro de tres días.

De repente todo pareció ondular ante los ojos de Perrin. Se sintió ondular a sí mismo. Breane soltó un chillido y dejó caer la jarra. El mundo onduló de nuevo, y Berelain se aferró a su brazo. La mano de Tylee parecía petrificada en aquel extraño gesto, con el pulgar y el índice formando un arco. Todo onduló por tercera vez y Perrin sintió como si estuviera hecho de niebla, como si el propio mundo fuese niebla mientras un fuerte viento se aproximaba. Berelain se estremeció y él le rodeó los hombros con el brazo en un gesto tranquilizador. La mujer se aferró a él, temblorosa. El silencio y el efluvio a miedo saturaban la tienda. Oyó voces que empezaban a alzarse fuera, y también sonaban asustadas.

—¿Qué ha sido eso? —demandó finalmente Tylee.

—No lo sé. —El semblante de Annoura conservaba la serenidad, pero su voz sonaba temblorosa—. Luz, no tengo ni idea.

—Da igual lo que haya sido —les dijo Perrin, que hizo caso omiso de sus miradas intensas—. Dentro de tres días todo habrá acabado. Eso es lo único que importa. —Faile era lo único que importaba.


El sol se aproximaba al cenit, pero Faile ya se sentía agobiada. El agua para el baño matinal de Sevanna —¡se bañaba dos veces al día ahora!— no había estado bastante caliente y a Faile la habían azotado junto con todos los demás, aunque Alliandre y ella sólo se habían ocupado de frotar la espalda a la mujer. En lo que iba del día, más de veinte gai’shain de las tierras húmedas habían suplicado que les permitiera prestarle el juramento de lealtad. Tres habían sugerido rebelarse puesto que había más gai’shain que Shaido en todas esas tiendas. Parecían haber entrado en razón cuando les señaló que casi todos los Aiel sabían cómo utilizar una lanza, mientras que la mayoría de los habitantes de las tierras húmedas eran granjeros o artesanos. Pocos habían empuñado un arma en su vida, y eran menos aún los que todavía la manejaban. Parecía que hacían caso, pero era el primer día que alguien sugería algo así justo después de prestar juramento. Por lo general pasaban varios días dándole vueltas al tema. La presión aumentaba. Hacia una matanza, a menos que ella pudiera prevenirlo. Y ahora esto…

—Sólo es un juego, Faile Bashere —dijo Rolan, altísimo a su lado mientras caminaban por una de las embarradas calles que serpenteaban entre las tiendas Shaido. Parecía divertido y un atisbo mínimo de sonrisa asomaba a sus labios. Un hombre guapísimo, sin duda.

—Un juego de besos, dices. —Cambió de posición las piezas de tela de felpa a rayas que cargaba sobre los brazos para llamar su atención—. Tengo trabajo y no dispongo de tiempo para juegos. Sobre todo juegos de besos.

Veía unos cuantos Aiel, algunos tambaleándose ebrios a pesar de lo temprano que era, pero la mayoría de los que se movían por la calle eran habitantes de las tierras húmedas con las ropas de gai’shain o niños que chapoteaban alegremente en los charcos de barro que había dejado la intensa lluvia de por la noche. La calle estaba abarrotada de hombres y mujeres de blanco manchado de barro que cargaban cestos o cubos u ollas. De hecho algunos se ocupaban de tareas. Había tantos gai’shain en el campamento que realmente no tenían trabajo suficiente para todos. Eso no era óbice para que un Shaido mandara alguna tarea a cualquiera que, según su punto de vista, estuviese ocioso si esa persona iba de blanco, aunque fueran faenas inútiles. Para no tener que excavar agujeros que no servían para nada en los campos embarrados o restregar ollas que ya estaban limpias, muchos gai’shain habían cogido por costumbre cargar con algo para que diera la impresión de que se ocupaban de algún quehacer. Eso no evitaba el verdadero trabajo a nadie, pero sí ayudaba a eludir tareas absurdas. Faile no tenía que preocuparse de eso con la mayoría de los Shaido, siempre y cuando luciera aquellas gruesas cadenas de oro alrededor de la cintura y del cuello, pero el collar y el cinturón no servían de nada con las Sabias. Había restregado ollas para algunas de ellas. Y a veces había recibido castigos por no estar disponible cuando Sevanna requería sus servicios. De ahí las toallas.

—Podríamos empezar con un juego de besos al que juegan los niños —dijo él—. Aunque las prendas en ése son un tanto embarazosas. En el que juegan los adultos las prendas son divertidas. Perder puede ser tan grato como ganar.

Faile rió sin poder evitarlo. Era realmente persistente ese hombre. De repente vio a Galina, que avanzaba presurosa entre la multitud en su dirección; la mujer se remangaba la túnica de seda blanca para no ensuciarse con el barro en tanto que los ojos buscaban con avidez. Faile había oído que le permitían vestirse otra vez a partir de ese día. Ni que decir tiene que en ningún momento había estado sin el alto collar y el ancho cinturón de oro y gotas de fuego. Una capa de cabello de un par de centímetros le cubría la cabeza y llevaba prendido un gran lazo rojo, nada menos. No parecía probable que eso fuera por elección de la mujer. Sólo el rostro intemporal podía convencer a Faile de que Galina era realmente Aes Sedai. Aparte de eso, no tenía seguridad sobre nada más aparte del peligro que representaba. Galina la avistó y se paró en seco; las manos se abrieron y se cerraron sobre la seda blanca mientras miraba al Aiel con incertidumbre.

—Tengo que pensarlo, Rolan. —No pensaba ahuyentarlo hasta estar segura de Galina—. Necesito tiempo.

—Las mujeres siempre quieren tener tiempo para pensar. Piensa en olvidar tus problemas con el placer de un juego inofensivo.

Le pasó un dedo suavemente por la mejilla antes de marcharse y Faile tuvo un escalofrío. Entre los Aiel, tocar a alguien la mejilla en público era tanto como darle un beso. Lo cierto es que ella lo había sentido como un beso. ¿Inofensivo? Por alguna razón dudaba que cualquier juego que comportara besar a Rolan acabara sólo con besos. Por suerte no tendría que comprobarlo —ni ocultarle nada a Perrin— si Galina cumplía con su parte. Si.

La Aes Sedai corrió hacia ella tan pronto como Rolan se hubo ido.

—¿Dónde está? —demandó mientras la asía del brazo—. ¡Dímelo! Sé que la tienes. ¡Has de tenerla! —Casi parecía que le suplicara. El trato que le daba Therava había hecho añicos la legendaria compostura Aes Sedai. Faile se sacudió la mano del brazo.

—Primero dime otra vez que nos llevarás contigo a mis amigas y a mí cuando te vayas. Dímelo sin tapujos. Y dime cuándo te marchas.

—No te atrevas a hablarme de ese modo —dijo Galina con irritación.

Faile vio motitas negras flotando en el aire antes de darse cuenta de que la había abofeteado. Para su sorpresa, respondió atizándole un bofetón a la otra mujer con tanta fuerza que la hizo tambalearse. Reprimió las ganas de llevarse la mano a la mejilla, que le ardía, pero Galina se frotó la cara, desorbitados los ojos por la impresión. Faile se armó de valor, quizás esperando un golpe con el Poder o algo peor, pero no ocurrió nada. Algunos gai’shain que pasaban junto a ellas las miraron, pero ninguno se paró; ni siquiera aflojaron el paso. Cualquier cosa que pareciera un agrupamiento de gai’shain atraería la atención de los Shaido y resultaría en un castigo para todos los involucrados.

—Dímelo —insistió.

—Os llevaré a ti y a tus amigas conmigo —gruñó prácticamente Galina, que bajó bruscamente la mano—. Me marcho mañana. Si la tienes. ¡Y como no la tengas, Sevanna sabrá quién eres antes de una hora! —Bueno, eso era hablar sin tapujos.

—Está oculta en la ciudad. Iré a buscártela.

Pero cuando se daba media vuelta Galina le asió otra vez el brazo. Los ojos de la Aes Sedai lanzaron rápidas ojeadas a uno y otro lado.

—No. —Había bajado la voz, como si de repente le preocupara que la oyeran. Y parecía asustada—. No. No correré el riesgo de que nadie vea nada. Me la entregarás mañana por la mañana, en la ciudad. Nos encontraremos allí, al sur de la población. Señalaré el edificio con un pañuelo rojo.

Faile parpadeó. La mitad meridional de Malden era un esqueleto consumido por el fuego.

—¿Por qué en esa zona? —inquirió con incredulidad.

—¡Porque nadie va por allí, necia! ¡Porque nadie nos verá! —Los ojos de Galina seguían echando rápidas ojeadas—. Mañana por la mañana, temprano. ¡Si me fallas, lo lamentarás! —Se recogió la falda de seda blanca y se escabulló rápidamente entre la multitud.

Faile siguió a la mujer con la mirada, fruncido el entrecejo. Tendría que haber sentido una alegría desbordante, pero no era así. Galina casi parecía estar fuera de sí, alguien cuyas reacciones eran imprevisibles. Con todo, una Aes Sedai no podía mentir. No había forma de que pudiera zafarse del compromiso. Y, si encontraba algún modo de hacerlo, todavía quedaban sus propios planes para huir, si bien éstos no parecían haber avanzado, aunque sí ser mucho más peligrosos que cuando habían empezado a prepararse. Lo cual dejaba sólo una salida: Rolan. Y sus juegos de besos. Galina tenía que cumplir su parte. Tenía que cumplirla.

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