33 Nueve de cada diez

Las Amigas Siniestras no habían corrido ningún riesgo con Elayne. Aparte de escudarla, Temaile parecía haber encontrado un malévolo placer en sujetarla en un prieto nudo, con la cabeza entre las rodillas. Los músculos se le empezaban a acalambrar ya por la postura forzada. La mordaza, un trozo de trapo sucio con un repulsivo gusto a aceite, la tenía atada tan fuerte que se le hundía en las comisuras de los labios, y su propósito había sido impedir que gritara pidiendo socorro en las puertas de la ciudad. Elayne tampoco lo habría hecho, de haber podido; habría sido tanto como condenar a muerte a los hombres que estuvieran de guardia. Había notado que las seis hermanas Negras mantenían abrazado el saidar hasta que hubieron cruzado las puertas. Sin embargo, la venda en los ojos había sido un detalle innecesario. Creía que la intención era incrementar la sensación de desamparo, pero ella se había negado a sentirse desvalida. Después de todo, se encontraba completamente a salvo hasta que sus bebés nacieran, al igual que los bebés. Min lo había dicho.

Sabía que se encontraba en una carreta o carro, por el ruido de arneses y el tacto de madera tosca debajo de ella. No se habían molestado en extender una manta sobre las tablas del entarimado. Creía que era una carreta. Tenía la impresión de que más de un caballo tiraba del vehículo. La caja de la carreta tenía un olor tan penetrante a paja pasada que le daban ganas de estornudar. Parecía hallarse en una situación desesperada, pero Birgitte no le fallaría.

Notó que Birgitte saltaba de algún punto ubicado millas a su espalda a otro situado más o menos una milla más adelante, y sintió ganas de reír. El vínculo le transmitía que Birgitte estaba apuntando a su objetivo, y Birgitte Arco de Plata jamás erraba. Cuando se empezó a encauzar a ambos lados de la carreta, se le quitaron las ganas de reír. La determinación se mantenía firme como una roca en el vínculo, pero había algo más ahora, un intenso desagrado y una creciente… No era cólera, pero le andaba cerca. Ahí fuera estarían muriendo hombres. En lugar de reír Elayne habría querido llorar por ellos. Merecían que alguien los llorara, y estaban muriendo por ella. Igual que habían muerto Vandene y Sareitha. La tristeza volvió a inundarla, pero no se sintió culpable. Lo único que habría evitado sus muertes habría sido dejar que Falion y Marillin anduvieran a su albedrío, y ninguna de ellas habría aprobado tal cosa. Había sido imposible prever la llegada de las otras ni que Asne tuviera en su poder aquella arma extraña.

Un impacto estruendoso sonó muy cerca y su vehículo se sacudió con tal violencia que Elayne rebotó por las tablas del entarimado. Iba a tener moretones en las rodillas y las espinillas a costa de eso. Estornudó debido al polvo que se había levantado con el zarandeo; volvió a estornudar. Notó que los cabellos que la venda o la mordaza no sujetaban se le ponían de punta en el aire, que tenía un olor peculiar. Como cuando se descargaba un rayo. Confiaba en que Birgitte hubiese conseguido implicar a las Detectoras de Vientos, por difícil que tal cosa pudiera parecer. Llegaría el día en el que las Allegadas tendrían que utilizar el Poder como arma —nadie podía quedarse fuera del Tarmon Gai’don— pero, mientras, que conservaran un poco más la inocencia. Al cabo de unos instantes el escudo que la envolvía desapareció.

Sin ver no podía encauzar con un propósito real, pero percibía tejidos cerca de ella, algunos de Energía, algunos de Aire. Como no podía ver los tejidos era incapaz de saber qué eran, aunque sí hacer suposiciones razonables. Sus captoras habían pasado a estar cautivas ahora, además de escudadas y atadas. Y lo único que podía hacer ella era esperar con impaciencia. Birgitte se acercaba deprisa, pero ahora estaba ansiosa por librarse de esa puñetera maraña de cuerdas.

La caja de la carreta crujió y alguien se subió a ella. Birgitte. El vínculo transmitió un estallido de alegría. En cuestión de segundos las cuerdas cayeron y las manos de Birgitte fueron al nudo de la mordaza. Con movimientos un tanto envarados, la propia Elayne se desató la venda de los ojos. Luz, iba a dolerle a rabiar hasta que pudiera pedir la Curación. Eso le recordó que tendría que pedírselo a las Detectoras de Vientos, y la tristeza por Vandene y Sareitha la abrumó de nuevo.

Una vez que pudo escupir la mordaza, quiso pedir un poco de agua para quitarse el asqueroso sabor a aceite de la boca.

—¿Por qué has tardado tanto? —preguntó, sin embargo. La risa que le entró ante la repentina expresión consternada de la otra mujer se la cortó de golpe otro estornudo—. Salgamos de aquí, Birgitte. ¿Fueron las Allegadas?

—Las Detectoras de Vientos —contestó Birgitte mientras alzaba el faldón de la lona de la parte trasera de la carreta—. Chanelle decidió que prefería no tener que informarle a Zaida sobre la pérdida del trato.

Elayne aspiró aire por la nariz con desdén, un error por su parte. Se puso a estornudar una y otra vez y bajó de la carreta lo antes posible. Tenía las piernas tan agarrotadas como los brazos. Maldición, qué ganas de darse un baño. Y de cepillarse el pelo. La chaqueta roja con cuello blanco de Birgitte estaba un tanto arrugada, pero sabía que a su lado la otra mujer parecería que acababa de salir del vestidor.

Cuando puso los pies en el suelo, guardias montados en un prieto anillo alrededor de la carreta lanzaron un sonoro vítor al tiempo que agitaban las lanzas en el aire. Las guardias también lanzaron gritos de alegría; al parecer se encontraban todas allí. Dos de los hombres portaban el León Blanco de Andor y su Lirio Dorado. Eso la hizo sonreír. La Guardia de la Reina estaba comprometida por juramento a defender Andor, a la reina y a la heredera, pero la decisión de portar su emblema personal tenía que haber partido de Charlz Guybon. A lomos de un alto zaino, con el yelmo apoyado en el arzón de la silla, le hizo una reverencia con una ancha sonrisa. Era un gusto mirar a ese hombre. A lo mejor servía como tercer Guardián. Más allá de los guardias se alzaban emblemas de casas, de compañías de mercenarios, banderas y más banderas. Luz, ¿cuántos hombres había llevado Birgitte? Sin embargo esa respuesta podía esperar hasta más tarde. Lo primero que quería era ver a las prisioneras.

Asne yacía despatarrada en la calzada, con los ojos mirando sin ver el cielo; a ella no hacía falta escudarla. Las otras yacían igual de inmóviles, atadas con flujos de Aire que les mantenían los brazos pegados a los costados y ceñida la falda pantalón contra las piernas. Una postura mucho más cómoda que la que había tenido ella. La mayoría se mostraban tremendamente serenas, considerando su situación, aunque Temaile la miraba ceñuda y Falion parecía a punto de vomitar. La cara manchada de barro de Shiaine no tenía nada que envidiar a la de cualquier Aes Sedai. El estado de los tres hombres atados con Aire era cualquier cosa menos sosegado. Se retorcían y forcejeaban, echaban miradas feroces a los jinetes que los rodeaban como si sólo desearan lanzarse a luchar contra todos ellos. Eso bastó para identificarlos como Guardianes de Asne, aunque no por ello tenían que ser necesariamente Amigos Siniestros. Lo fueran o no, tendrían que ser encarcelados para proteger a otros de la rabia letal que los embargaba por la muerte de Asne. Harían cualquier cosa con tal de matar a quienquiera que consideraran responsable.

—¿Cómo nos encontraron? —demandó Chesmal. De no estar tendida en la calzada y con la cara sucia de polvo nadie habría pensado que estaba prisionera.

—Mi Guardián —dijo Elayne mientras le sonreía a Birgitte—. Uno de ellos.

—¿Una mujer Guardián? —inquirió Chesmal, despectiva.

Marillin se sacudió en las ataduras con una risa silenciosa.

—Algo había oído sobre eso —dijo cuando cesó la risa—, pero me parecía demasiado increíble para que fuera verdad.

—¿Que habías oído algo sobre eso y no has dicho nada? —preguntó Temaile mientras se giraba para transferir la mirada ceñuda a Marillin—. ¡Eres una necia redomada!

—Te estás propasando —espetó Marillin, y al instante se habían enzarzado en una discusión sobre si Temaile le debía deferencia o no. A decir verdad, Temaile tendría que hacerlo; Elayne percibía la fuerza de ambas en el Poder, pero aquél no era un tema para discutir en ese momento.

—Que alguien amordace a estas mujeres —ordenó Elayne. Caseille desmontó, le tendió las riendas de su caballo a otra guardia y se acercó a zancadas a ellas. Empezó a cortar una tira de la falda de Temaile con la daga—. Subidlas a la carreta y cortad los arreos del caballo muerto. Quiero volver dentro de las murallas antes de que la gente de Arymilla que hay tras esa elevación se sienta tentada. —Sólo le faltaba tener que afrontar una batalla campal. Fuera cual fuera el resultado, Arymilla podía permitirse perder más hombres que ella—. ¿Dónde están las Detectoras de Vientos, Birgitte?

—Siguen en el repecho. Me parece que creen que pueden negar haber tomado parte si no se acercan mucho a la matanza. Pero no tienes que preocuparte por que nos ataquen aquí. Los campamentos que hay al otro lado de la elevación se encuentran vacíos.

Caseille se cargó a Temaile al hombro y avanzó tambaleándose para echarla dentro de la carreta como si fuera un saco de grano. Las guardias también cargaban con las otras mujeres, aunque tenían que emplearse dos para transportar a una. Un par de guardias altos estaban desatando los arreos del caballo muerto.

—Lo único que vi eran seguidores de campamento, mozos y gente por el estilo —intervino Charlz.

—Creo que todos los campamentos estarán vacíos —continuó Birgitte—. Ha lanzado grandes ataques contra la muralla norte esta mañana para atraer allí a tantos de nuestros hombres como fuera posible, y tiene veinte mil o más en la Baja Caemlyn, ante la puerta de Far Madding. Algunos de los mercenarios han cambiado de chaqueta y están atacando desde dentro, pero envié a Dyelin con toda la gente de la que podía prescindir. Tan pronto como estés a salvo dentro de las murallas, llevaré al resto allí para ayudarla. Y, siguiendo con las buenas noticias, Luan y los demás cabalgan hacia el norte. Podrían llegar aquí esta tarde.

Elayne se quedó sin respiración. Habría que ocuparse de Luan y los otros cuando aparecieran, pero ¡las otras noticias…!

—¿Recuerdas lo que informó la señora Harfor, Birgitte? Arymilla y todos los demás intentaban ser el primer grupo que entrara a caballo en Caemlyn. Deben de estar también ante la puerta de Far Madding. ¿Cuántos hombres tienes aquí?

—¿A cuánto asciende la cuenta del carnicero, Guybon? —preguntó Birgitte, que miró cautamente a Elayne. El vínculo transmitía también cautela. Mucha cautela.

—Todavía no se han contado todas las bajas, milady. Algunos cuerpos… —Charlz torció el gesto—. Sin embargo, calculo que entre quinientos y seiscientos muertos, tal vez algunos más. El doble de heridos, sea de un modo u otro. Ha durado sólo unos pocos minutos, pero han sido los minutos más penosos y peligrosos que he vivido nunca.

—Entonces calcula unos diez mil, Elayne —contestó Birgitte; la gruesa coleta se meció cuando la mujer sacudió la cabeza. Metió los pulgares en el cinturón y la determinación desbordó el vínculo—. Arymilla debe de tener, como poco, el doble de efectivos en la puerta de Far Madding, puede que el triple si realmente ha dejado vacíos los campamentos. Si te estás planteando lo que creo que te estás planteando… Le dije a Dyelin que retomara la puerta si caía, pero lo más probable es que esté combatiendo contra Arymilla en el interior de la ciudad. Si, por algún milagro, la puerta resiste todavía, estaríamos hablando de más de dos a uno en contra.

—Si han cruzado la puerta no es probable que la hayan cerrado tras ellos —insistió obstinadamente Elayne—. Los sorprenderemos por detrás. —No todo era obstinación. Completamente no. No se había entrenado con armas, pero había recibido todas las otras lecciones que Gawyn había recibido de Gareth Bryne. Una reina tenía que entender los planes de batalla que sus generales le presentaban en lugar de limitarse a aceptarlos por las buenas—. Si la puerta resiste, los tendríamos atrapados entre nosotros y la muralla. El número no cuenta tanto en la Baja Caemlyn. Arymilla no podrá formar líneas de más hombres que nosotros de lado a lado de las calles. Vamos a hacerlo, Birgitte. Que alguien me traiga un caballo.

Durante unos instantes creyó que la otra mujer se iba a negar, lo que consiguió que su obstinación se acrecentara, pero Birgitte sólo soltó un sonoro suspiro.

—Tzigan, trae aquí esa yegua gris para lady Elayne.

Por lo visto todos los que estaban alrededor de las dos, a excepción de las Amigas Siniestras, habían pensado que iban a ver una demostración del legendario genio de Elayne Trakand, porque soltaron un suspiro. Darse cuenta de ello casi provocó uno de esos estallidos. ¡Malditos cambios de humor!

—Pero cabalgarás rodeada de tu guardia personal —le susurró Birgitte, que se había acercado a ella para hablar en voz baja—. Esto no es uno de esos absurdos relatos sobre una reina que entra en batalla enarbolando su bandera y al frente de sus tropas. Sé que una de tus antepasadas lo hizo, pero no eres ella y no tienes un ejército desperdigado al que reagrupar bajo tu estandarte.

—Vaya, pues justamente ése era mi plan —repuso dulcemente Elayne—. ¿Cómo pudiste adivinarlo?

Birgitte resopló con guasa y masculló entre dientes «puñetera mujer», aunque no lo bastante bajo para que no se oyera. Aún así el vínculo rebosaba cariño.

Ni que decir tiene que la cosa no era tan sencilla. Hubo que prescindir de hombres para que ayudaran a los heridos. Algunos podrían caminar, pero muchos otros no. Había demasiados con torniquetes alrededor del muñón sanguinolento de un brazo o una pierna. Charlz y los nobles se reagruparon alrededor de Elayne y de Birgitte para oír el plan de ataque, que era sencillo por fuerza, pero entonces Chanelle se negó a cambiar el acceso hasta que Elayne afirmó solemnemente que esta vez sólo tenían que facilitar el traslado y sellaron el acuerdo besándose las puntas de los dedos, que luego pusieron sobre los labios de la otra. Sólo entonces el acceso menguó a una plateada línea vertical y volvió a ensancharse a una vista de Caemlyn desde el sur, de cien pasos de anchura.

No había gente en los puestos de ladrillo de la amplia calzada que se extendía hacia el norte desde el acceso hasta la puerta de Far Madding, pero una enorme masa de hombres, montados y a pie, se apelotonaba en la calzada, justo fuera del alcance de los disparos de arcos desde las murallas. Los más próximos estaban a sólo unos pocos cientos de pasos del acceso. Por lo visto también se habían desperdigado por las calles adyacentes. Los hombres a caballo se encontraban al frente, con una maraña de banderas; pero, ya fueran de caballería o de infantería, todos miraban hacia las puertas de Caemlyn. A las puertas cerradas. Elayne habría querido gritar de alegría.

Cruzó el acceso la primera, pero Birgitte no estaba dispuesta a correr riesgos. Su guardia personal se agrupó a su alrededor y la desvió hacia un lado. Birgitte se encontraba justo a su lado, pero de algún modo conseguía no dar la impresión de que la conducía como si fuera ganado. Por suerte nadie intentó oponerse a que Elayne adelantara a la yegua gris abriéndose paso entre las guardias hasta que sólo hubo una línea de mujeres montadas entre ella y la calzada. Con todo, esa línea era como si tuviese delante un muro de piedra. Sin embargo, la yegua tenía una buena alzada, de modo que veía sin necesidad de erguirse sobre los estribos. Tendría que haberlos alargado; le quedaban un poco cortos. Lo cual señalaba que era la montura de Chesmal, la única que era más o menos de su estatura. Un caballo no quedaba contaminado por su jinete —sólo porque Chesmal fuera del Ajah Negro no convertía en maligno al animal— pero se sentía incómoda encima de la yegua por otras razones aparte de la longitud de los estribos. La gris se vendería, al igual que los otros animales que hubiesen montado las Amigas Siniestras, y el dinero se destinaría a los necesitados.

Caballería e infantería salieron por el acceso detrás de Charlz, de forma que lo ocuparon de lado a lado. Seguido por el León Blanco y el Lirio Dorado, el capitán se dirigió calzada adelante al trote con quinientos guardias reales, que se desplegaron a fin de abarcar la anchura de la calzada. Otros grupos de tamaño similar se separaron y desaparecieron por las calles de la Baja Caemlyn. Cuando los últimos hombres salieron del acceso éste titiló y se disipó. Ahora ya no había una huida rápida si algo iba mal. Ahora tenían que vencer o Arymilla tendría prácticamente el trono, tanto si tenía Caemlyn como si no.

—Hoy necesitamos la jodida buena suerte de Mat Cauthon —masculló Birgitte.

—Ya has dicho algo parecido anteriormente. ¿A qué te refieres? —quiso saber Elayne.

Birgitte le dirigió una mirada peculiar. El vínculo transmitía… ¡regocijo!

—¿Le has visto alguna vez jugar a los dados?

—No suelo pasar mucho tiempo en sitios donde se juega a los dados, Birgitte.

—Digamos simplemente que tiene más suerte que cualquier otro hombre que haya visto nunca.

Sacudiendo la cabeza, Elayne apartó a Mat Cauthon de su mente. Los hombres de Charlz le estaban tapando la vista a medida que avanzaban. Aún no cargaban e intentaban hacer sólo el ruido imprescindible. Con un poco de suerte, sus tropas tendrían rodeadas a las de Arymilla antes de que se dieran cuenta de lo que pasaba. Y caerían sobre ellos desde todas las direcciones. ¿Que Mat era el hombre con más suerte que Birgitte conocía? En tal caso, realmente tenía que ser muy afortunado.

De repente, los guardias de Charlz avanzaron más deprisa, con las lanzas de acero en ristre. Se alzaron gritos, voces de alarma y un clamor estruendoso que se repitió a lo largo de las filas:

—¡Por Elayne y Andor!

También sonaron otros gritos. «¡Por las Lunas!» y «¡Por el Zorro!». «¡Por la Triple Llave!» y «¡Por el Martillo!» y «¡Por las Águilas!» y más por las casas menores. Pero desde su posición sólo sonaba uno, repetido una y otra vez: «¡Por Elayne y Andor!».

De repente se dio cuenta de que se sacudía, en parte por la risa y en parte por el llanto. Quisiera la Luz que no estuviera mandando a esos hombres a la muerte por nada.

Ese clamor quedó ahogado bajo el fragor del choque de acero contra acero, por chillidos y gritos de hombres que mataban y que morían. De repente Elayne advirtió que las puertas se abrían hacia afuera. ¡Y no alcanzaba a ver nada! Soltando los pies de los estribos a patadas, se encaramó erguida sobre la silla de arzón alto. La yegua rebulló con nerviosismo por la falta de costumbre de servir de taburete escalonado, aunque no tanto como para hacerle perder el equilibrio. Birgitte farfulló una blasfemia particularmente acerba, pero un instante después se encaramaba también a la silla. Cientos de ballesteros y arqueros salían en tropel por la puerta de Far Madding, pero ¿eran sus hombres o los mercenarios renegados?

Como para responder a su pregunta, los arqueros empezaron a disparar contra la apelotonada caballería de Arymilla tan rápido como eran capaces de tensar la cuerda y soltar la flecha. Las primeras ballestas se alzaron y soltaron una andanada. Inmediatamente, esos hombres empezaron a girar las manivelas para tensar de nuevo las cuerdas, pero otros los sobrepasaron y soltaron una segunda andanada de virotes que derribaron hombres y caballos como guadañas segando cebada. Más arqueros salían por las puertas y disparaban tan deprisa como podían. Una tercera línea de ballesteros se adelantó a las otras para disparar, seguida de una cuarta y una quinta, y a continuación aparecieron hombres enarbolando alabardas que apartaban a los ballesteros que seguían saliendo por las puertas. Una alabarda era un arma temible en la que se combinaba la moharra de una lanza y la cabeza de un hacha, junto con un gancho con el que se desmontaba a los jinetes de la silla. Los soldados de caballería, sin espacio para manejar sus lanzas y con el alcance de una espada superado por el largo astil de la alabarda, empezaron a caer. Hombres con chaquetas rojas y petos bruñidos salían ahora a galope por las puertas, guardias reales que se desviaron a izquierda y a derecha para encontrar otro camino por el que llegar a las filas de las tropas de Arymilla. El tropel de jinetes seguía saliendo incesantemente. Por la Luz bendita, ¿cómo tenía tantos guardias Dyelin? A no ser… Maldita mujer. ¡Debía de haber echado mano de los hombres a medio entrenar! Bien, pues, estuvieran o no a medio entrenar, ese día se ungirían con sangre.

De repente, tres figuras con yelmos y petos dorados salieron a galope por las puertas, espada en mano. Dos eran muy pequeñas. Los gritos que se alzaron cuando aparecieron sonaron apagados en la distancia, pero aun así fueron audibles por encima del fragor de la batalla.

—¡Por las Águilas Negras!

—¡Por el Yunque!

—¡Por los Leopardos Rojos!

Dos amazonas aparecieron en la puerta y forcejearon hasta que la más alta consiguió hacer volver al caballo de la otra tras la muralla.

—¡Esos puñeteros niños! —barbotó Elayne—. ¡Supongo que Conail tiene edad para esto, pero Branlet y Perival son unos críos! ¡Alguien habría tenido que evitar que pasara esto!

—Dyelin los ha sujetado más que suficiente —contestó sosegadamente Birgitte. El vínculo transmitía una profunda calma—. Más de lo que creí que sería capaz. Y consiguió que Catalyn no entrara en liza. Sea como sea, los chicos tienen varios cientos de hombres entre ellos y la vanguardia de las tropas enemigas y no veo que nadie intente hacerles hueco para que avancen.

Eso era cierto. Los tres blandían la espada con aire de impotencia, como poco a cincuenta pasos de donde los hombres estaban muriendo. Claro que cincuenta pasos era una distancia corta para un arco o una ballesta.

En los tejados empezaron a aparecer hombres, a docenas al principio y luego a centenares; arqueros y ballesteros que se encaramaban a lo más alto de las techumbres trepando por las pizarras como arañas hasta que tenían ángulo para disparar a la turba apelotonada allá abajo. Uno resbaló y cayó; quedó tendido sobre otros cuerpos y se sacudió cuando lo acuchillaron repetidamente. Otro se enderezó bruscamente, con el astil de una flecha sobresaliendo en el costado, y se precipitó abajo. También fue a parar sobre más cuerpos y se retorció al recibir tajos y más tajos.

—Están demasiado apiñados —dijo Birgitte, exaltada—. No tienen espacio para alzar un arco, y menos para dispararlo. Apostaría a que los muertos ni siquiera tienen hueco para desplomarse. Ya no durará mucho.

Pero la matanza continuó su buena media hora antes de que se alzaran los primeros gritos de «¡Cuartel!» Los hombres empezaron a colgar los yelmos de la empuñadura de la espada y a levantar ésta por encima de la cabeza, arriesgando perder la vida con la esperanza de salvarla. Los soldados de a pie se quitaban el yelmo y alzaban las manos vacías. Los jinetes tiraban lanzas, yelmos, espadas y levantaban las manos. Se propagó como una fiebre y el grito retumbó, lanzado por miles de garganta. «¡Cuartel!»

Elayne se sentó en la silla como era debido. Todo había acabado. Ahora habría que saber hasta qué punto se había hecho bien.

La lucha no cesó de inmediato, naturalmente. Algunos intentaron seguir luchando, pero lo hicieron solos y murieron o fueron reducidos por los hombres que tenían a su alrededor y que ya no estaban dispuestos a morir. Finalmente, sin embargo, hasta los más empecinados empezaron a despojarse de armas y armadura, y, si bien no eran todas las voces las que pedían cuartel, el clamor seguía siendo estruendoso. Hombres desarmados, sin yelmo ni peto ni ningún otro tipo de coraza que pudieran haber llevado, comenzaron a avanzar tambaleantes entre la línea de guardias, con las manos sobre la cabeza. Los alabarderos los condujeron como el pastor a las ovejas. Tenían algo del aire aturdido del cordero en el patio del matadero. Otro tanto debía de estar ocurriendo en las docenas de callejas de la Baja Caemlyn y en las puertas, porque los únicos gritos que Elayne oía eran pidiendo cuartel, y éstos empezaban a menguar a medida que los hombres se daban cuenta de que se les había concedido.

Al sol le faltaba sólo una hora para llegar al cenit para cuando los nobles quedaron separados. A los de menor importancia se los conducía al interior de la ciudad, donde se los retendría para pedir rescate. Que se pagaría una vez que el trono quedara asegurado. De los nobles principales, las primeras que llevaron ante Elayne, escoltadas por Charlz y una docena de guardias, fueron Arymilla, Naean y Elenia. Charlz tenía un tajo sanguinolento en la mitad inferior de la manga izquierda, así como una mella en el brillante peto que debía de ser resultado del golpe de un martillo, pero mantenía el gesto sereno tras las barras de la visera del yelmo. Al ver que las tres mujeres estaban vivas Elayne soltó un gran suspiro de alivio. Entre los muertos o entre los cautivos se encontrarían los demás. Había decapitado a su oposición. Al menos hasta que Luan y el resto llegaran. Las mujeres de la guardia que había delante de ella se apartaron para que pudiera encararse con sus prisioneras.

Las tres iban vestidas como si hubieran tenido la intención de asistir a la coronación de Arymilla ese mismo día. El de ésta, de seda roja, llevaba la pechera cuajada de perlas pequeñas y bordados de leones blancos rampantes en las mangas. Bamboleándose en la silla, tenía la misma mirada aturdida en los ojos castaños que la que tenían sus soldados. Sentada muy derecha, la delgada Naean lucía un vestido azul con la Triple Llave de Arawn a lo largo de las mangas y volutas plateadas sobre la pechera, y el lustroso cabello negro lo llevaba recogido en una redecilla de plata con zafiros engastados; más que aturdida, parecía controlada. De hecho consiguió esbozar una mueca burlona, aunque débil. Elenia, con su cabello dorado, lucía un atuendo verde con complejos bordados en oro y dividía las miradas feroces entre Arymilla y Elayne. El vínculo le transmitía a Elayne triunfo y desagrado a partes iguales. El rechazo de Birgitte hacia esas mujeres era tan personal como el suyo propio.

—Seréis mis invitadas en palacio por ahora —les dijo Elayne—. Confío en que vuestros cofres tengan buen fondo. Vuestros rescates pagarán por esta guerra que habéis provocado.

Aquel comentario era malicioso por su parte, pero de repente se sentía rencorosa. Sus cofres no tenían fondos. Los préstamos pedidos para contratar mercenarios (y sobornarlos) ascendían a montantes muy superiores a lo que podrían rembolsar. Se enfrentaban a la ruina sin contar con pagos de rescate. Con ellos, afrontaban la bancarrota total.

—No creerás que esto va a acabar así —dijo Arymilla con voz enronquecida. Hablaba como si quisiera convencerse a sí misma—. Jarid sigue en la campiña con una fuerza considerable. Jarid y otros. Díselo, Elenia.

—Jarid intentará salvar lo que pueda de Sarand del desastre en el que nos has forzado a tomar parte —gruñó Elenia. Las dos empezaron a gritarse, pero Elayne no les hizo caso. Se preguntó qué les parecería compartir cama con Naean.

El siguiente que llegó escoltado fue Lir Baryn, seguido al cabo de unos segundos por Karind Anshar. Esbelto como una cuchilla de acero e igualmente fuerte, Lir exhibía una expresión pensativa en lugar de desafiante u hosca. La chaqueta verde, bordada con el plateado Martillo Alado de la casa Baryn en el cuello alto, tenía las marcas del peto que ya no llevaba puesto, y el oscuro cabello estaba enmarañado y apelmazado por el sudor. El rostro también le brillaba por la transpiración. No había sudado tanto viendo sólo cómo luchaban otros. Karind iba ataviada tan suntuosamente como las otras mujeres, con un vestido de seda azul adornado profusamente con trencillas de plata, y perlas en el cabello surcado de pinceladas grises. El semblante cuadrado parecía resignado, sobre todo cuando Elayne les habló de los rescates. Ninguno de los dos se había empeñado tanto como las otras tres, que ella supiera, pero aun así el rescate sería una gran carga.

Entonces dos guardias aparecieron con una mujer algo mayor que Elayne, vestida con un vestido azul sin adornos, una mujer a la que creyó reconocer. Un sencillo broche esmaltado, que representaba una estrella roja y una espada plateada sobre brillante fondo negro, parecía ser la única joya que lucía. Pero ¿por qué traían a Sylvase Caeren a su presencia? Bonita, con azules ojos despiertos que la miraron a la cara sin vacilar, era nieta y heredera de lord Nasin, pero no la Cabeza Insigne de Caeren.

—Caeren respalda a Trakand —dijo Sylvase sorprendentemente, tan pronto como hubo frenado su montura. El vínculo reflejó su propia estupefacción. Arymilla miraba boquiabierta a Sylvase como si la joven se hubiese vuelto loca—. Mi abuelo ha sufrido un ataque, Arymilla —dijo con absoluta calma—, y mis primos se han apresurado a declararme Cabeza Insigne. Lo publicaré, Elayne, si lo deseas.

—Eso sería lo mejor —contestó lentamente Elayne. Las publicaciones convertirían su apoyo en irrevocable. Ésta no sería la primera vez que una casa cambiaba de bando, incluso sin que terciara la muerte de una Cabeza Insigne, pero más valía asegurarse—. Trakand da la bienvenida afectuosamente a Caeren, Sylvase. —Y también más valía no mostrarse demasiado distante. Conocía poco a Sylvase Caeren.

La joven inclinó la cabeza aceptando la bienvenida. Así que al menos tenía cierto grado de inteligencia. Sabía que no se confiaría plenamente en ella hasta que no demostrara su lealtad sacando una proclamación de apoyo.

—Si confías algo en mí, ¿podría hacerme cargo de la custodia de Arymilla, Naean y Elenia? En el Palacio Real, naturalmente, o dondequiera que vayas a albergarme. Creo que mi nuevo secretario, maese Lounalt, será capaz de convencerlas de que te den su apoyo también.

Por alguna razón Naean soltó un grito y se habría caído de la silla si un guardia no la hubiese agarrado por el brazo para sostenerla. Arymilla y Elenia parecían a punto de vomitar.

—Creo que no —dijo Elayne. Ninguna supuesta conversación propuesta con un secretario provocaba tales reacciones. Al parecer Sylvase tenía un rasgo duro en su carácter—. Naean y Elenia han publicado su respaldo a Arymilla. Dudo que se destruyeran voluntariamente al retractarse. —Eso las destruiría sin lugar a dudas. Las casas menores comprometidas con ellas empezarían a desligarse hasta que su propia casa menguara en importancia. Ellas mismas seguramente dejarían de ocupar la posición de Cabezas Insignes a poco de anunciar que ahora apoyaban a Trakand. En cuanto a Arymilla… Elayne no estaba dispuesta a permitir que cambiara de parecer. ¡Rechazaría su respaldo aunque se lo ofreciera!

Algo sombrío asomó a la mirada de Sylvase cuando volvió la vista hacia las tres mujeres.

—Podría hacerlo, con la persuasión adecuada. —Oh, sí, un rasgo muy duro—. Pero se hará como tú digas, Elayne. Ten mucho cuidado con ellas, sin embargo. La traición es parte de su sangre y de sus huesos.

—Baryn apoya a Trakand —anunció inesperadamente Lir—. También yo lo publicaré, Elayne.

—Anshar apoya a Trakand —pronunció Karind en tono firme—. Sacaré la proclamación hoy.

—¡Traidores! —gritó Arymilla—. ¡Os veré muertos por esto! —Se toqueteó el cinturón, del que colgaba la vaina de una daga enjoyada y vacía, como si su intención fuera ocuparse personalmente del asunto. Elenia empezó a reírse, pero era una risa que no sonaba divertida. Más bien sonaba como un llanto.

Elayne respiró hondo. Ahora tenía nueve de las diez casas que necesitaba. No se llamaba a engaño. Fueran cuales fueran las razones de Sylvase, era obvio que Lir y Karind intentaban salvar lo que pudieran desligándose de una causa perdida y arrimándose a otra que de repente parecía en alza. Esperarían que les diera un trato de preferencia por respaldarla antes de que tuviera el trono, y que olvidara que había habido un momento en el que el respaldo se lo habían dado a Arymilla. No haría ni lo uno ni lo otro. Tampoco podía rechazarlos de buenas a primeras.

—Trakand da la bienvenida a Baryn. —Nada de afectuosamente, desde luego. Eso jamás—. Trakand da la bienvenida a Anshar. Capitán Guybon, conducid a los prisioneros a la ciudad en cuanto sea posible. A los mesnaderos de Caeren, de Baryn y de Anshar se les devolverán las armas y las armaduras tan pronto como se hayan llevado a cabo las proclamaciones, si bien se les pueden entregar ya los estandartes.

El capitán la saludó e hizo volver grupas al zaino al tiempo que empezaba a impartir órdenes.

Cuando Elayne giró la yegua gris hacia Dyelin, que llegaba cabalgando por una calle lateral seguida por Catalyn y los tres necios muchachitos con sus doradas armaduras, Sylvase, Lir y Karind se situaron detrás de ella y de Birgitte. No se sentía inquieta por tenerlos a la espalda, sobre todo con un centenar de mujeres de la guardia situadas detrás de ellos. Los tendría estrechamente vigilados hasta que esas proclamaciones se hicieran públicas. Incluida Sylvase. La mente de Elayne ya se proyectaba hacia adelante, a lo que se avecinaba.

—Estás terriblemente callada —dijo Birgitte en voz baja—. Acabas de alzarte con una gran victoria.

—Y dentro de unas pocas horas sabré si tengo que luchar para ganar otra —contestó.

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