Capítulo 1

Chicago, sábado, 25 de noviembre, 23:45 horas

Una rama golpeó la ventana y Caitlin Burnette apretó los dientes. «No es más que el viento -masculló-. Tengo que dejar de actuar como una cría». De todas maneras, el silencio de la noche era inquietante y estar sola en la vieja y crujiente casa de los Dougherty la inquietaba. Clavó nuevamente la mirada en el libro de estadística que la obligaba a pasar sola la noche del sábado. La fiesta estudiantil habría sido mucho más divertida… y ruidosa. Por eso ella estaba allí, estudiando la asignatura más tediosa en el silencio de una casa vieja y aburrida en lugar de hacerlo en su habitación en la universidad mientras a su alrededor celebraban una fiesta.

El profesor de estadística había programado el examen para el lunes por la mañana. Si le iba mal, suspendería el semestre. Si suspendía otra asignatura, su padre le quitaría el coche, lo vendería y usaría el dinero para llevar a su madre a las Bahamas.

Caitlin hizo rechinar los dientes. Le demostraría de lo que era capaz. Aprobaría el condenado examen aunque en ello le fuese la vida. Si suspendía, ya tenía ahorrado el dinero para comprar ese mismo coche u otro mejor. Lo que los Dougherty le pagaban por cuidar del gato era poco, aunque suficiente para apañarse y…

Otro ruido la obligó a levantar la cabeza y entrecerró los ojos. «¿Qué ha sido eso?» Procedía de la planta baja. Parecía… parecía el ruido de las patas de una silla al arrastrarla por el suelo de madera.

Se dijo que debía llamar a la policía. Acercó la mano al teléfono, pero respiró hondo y se obligó a tranquilizarse. «Probablemente es el gato». Consideró ridículo llamar a la policía por un gato persa demasiado mimado y obeso. Además, no tenía permiso para estar allí. La señora Dougherty había sido muy clara: no podía «quedarse», no podía «hacer una fiesta», no podía «usar el teléfono». Lo único que tenía que hacer era dar de comer al gato y cambiarle la arena.

Cabía la posibilidad de que, si se enteraban de que estaba allí, los Dougherty se enfadaran y no quisieran pagarle. Caitlin suspiró. Por si eso fuera poco, su padre también se enteraría y se lo pasaría en grande. Tanto lío por un gato estúpido y peludo que se llamaba ni más ni menos que Percy.

No estaba de más ser cuidadosa. Caitlin salió sigilosamente del cuarto de huéspedes que los Dougherty usaban como despacho y se dirigió al dormitorio principal; sacó la pistola del cajón de la mesilla de noche de la señora Dougherty y le quitó el seguro. La había descubierto en una ocasión en la que buscaba un bolígrafo. Era del calibre 22, igual que la que había disparado infinidad de veces cuando su padre la llevaba al campo de tiro. Bajó la escalera con el arma apoyada en el muslo. Estaba oscuro como boca de lobo, pero tuvo miedo de encender la luz. «Caitlin, déjalo estar y llama a la policía». Siguió bajando, sin hacer ruido, hasta que a dos peldaños enmoquetados del final la madera crujió. Se detuvo con el pulso acelerado y aguzó el oído.

Oyó un siseo. En la casa había alguien que siseaba.

El chirrido de algo pesado que arrastraban tapó el siseo. Fue entonces cuando olió a gas.

«Sal y pide ayuda». Se echó hacia delante y trastabilló al golpear el suelo de madera dura de la base de la escalera. Cayó de rodillas, el arma escapó de su mano y se deslizó ruidosamente por el suelo.

El siseo se interrumpió. Desesperada, Caitlin intentó recobrar el arma, la buscó a tientas en la penumbra y palpó frenética el suelo frío. Por fin dio con la pistola y se incorporó. «¡Sal, sal, sal!»

Había dado dos pasos en dirección a la puerta cuando recibió un golpe por detrás y cayó. Intentó gritar, pero no pudo respirar. Se deslizaron unos metros hasta que el hombre la puso boca arriba y se tumbó sobre ella. Era enorme. «¡Por favor, Dios mío!». Forcejeó, pero el individuo era muy fornido y en un segundo le arrebató la pistola. El aliento ardiente del desconocido resonó en el oído de Caitlin. La respiración del hombre se volvió entrecortada y la muchacha notó que tenía una erección. «Dios, por favor, eso sí que no».

Cerró los ojos con fuerza mientras el desconocido agitaba las caderas con evidente intención.

– Por favor, déjeme ir. No debería estar aquí. Le prometo que no se lo diré a nadie.

– No deberías estar aquí -repitió-. Has tenido mala suerte.

La voz del hombre sonó falsamente ronca, como una pésima imitación de Darth Vader. Empeñada en recordar hasta el último detalle para contárselo a la policía en cuanto escapase, Caitlin se centró en la situación y musitó:

– Por favor, no me haga daño.

El desconocido titubeó. Caitlin notó que el hombre aspiraba y contenía la respiración mientras el tiempo parecía detenerse. Al final exhaló y rio.


Domingo, 26 de noviembre, 1:10 horas

Reed Solliday se movió entre los congregados y prestó atención a cuanto ocurría. Observó sus rostros mientras la casa ardía. Era un barrio con solera, de clase media, y las personas que aguantaban el frío parecían conocerse. Estaban conmocionadas e incrédulas y temían que el viento impulsase las llamas hasta sus hogares. A un lado se encontraban tres señoras mayores, con caras de preocupación iluminadas por los restos del incendio cuyo control había requerido dos dotaciones de bomberos. Ese incendio era demasiado intenso, alto y había empezado en demasiados puntos del interior de la casa como para ser accidental.

A pesar de la conmoción, era el mejor momento para interrogar a los curiosos, ya que todavía no habían tenido tiempo de compartir historias. Aunque se tratara de grupos que no tenían nada que ocultar, las historias compartidas se convertían en relatos homogeneizados en los que podías pasar por alto detalles significativos.

Los incendiarios podían quedar en libertad y el trabajo de Reed consistía en impedir que ocurriese.

– Señoras… -Se acercó a las tres mujeres y les mostró la placa-. Soy el teniente Solliday.

Las tres le pegaron un buen repaso.

– ¿Es policía? -preguntó la del medio.

La mujer parecía rondar los setenta años y era tan escuálida que Reed se sorprendió de que el viento no la hubiera arrastrado. Llevaba los cabellos blancos recogidos con rulos y el camisón de franela sobresalía por debajo del abrigo de lana y se arrastraba por el suelo helado.

– Soy investigador jefe de incendios -respondió Reed-. Tengan la amabilidad de darme sus nombres.

– Me llamo Emily Richter y ellas son Janice Kimbrough y Darlene Desmond.

– ¿Conocen bien el barrio?

Richter se sorbió la nariz.

– Hace casi cincuenta años que vivo aquí.

– Señora, ¿quién ocupa esa casa?

– Joe y Laura Dougherty vivían aquí, pero Laura falleció y cuando Joe se jubiló se trasladó a Florida. Ahora la ocupan el hijo y la nuera. Joe se la vendió por un precio irrisorio, con lo que devaluó las propiedades del barrio.

– Ahora no están -intervino Janice Kimbrough-. Se han ido a Florida a pasar el día de Acción de Gracias con Joe.

– ¿De modo que en la casa no había nadie?

Era lo mismo que les habían dicho a los bomberos cuando llegaron.

– No hay nadie, a menos que hayan adelantado el regreso -apostilló Janice.

– Pues no han vuelto -aseguró Richter con firmeza-. La furgoneta es demasiado alta y no entra en el garaje, de modo que aparcan en la calzada de acceso. Como no está, es evidente que aún no han regresado.

– ¿Han visto por aquí a alguien que no sea del barrio?

– Ayer vi entrar y salir a una chica -repuso Richter-. El hijo de Joe contó que habían contratado a alguien para dar de comer al gato. -Volvió a sorber por la nariz-. En el pasado, Joe nos habría dado la llave y un paquete de comida para gatos, pero su hijo ha cambiado las cerraduras y ha contratado a una chica.

A Reed se le erizó el vello de la nuca. Llamémoslo intuición o lo que sea, pero la cosa no pintaba nada bien.

– ¿Ha dicho una chica?

– Una universitaria -precisó Darlene Desmond-. La nuera de Joe me dijo que no se instalaría en la casa, que solo iría un par de veces al día para darle de comer al gato.

– Señoras, ¿los Dougherty tienen más coches? -quiso saber Reed.

Janice Kimbrough frunció el entrecejo.

– La esposa de Joe hijo conduce un utilitario… me parece que un Ford.

Richter negó con la cabeza y puntualizó:

– Es un Buick.

– ¿La furgoneta y el Buick son los únicos vehículos que tienen? -Reed había visto en el garaje los restos retorcidos de dos vehículos, por lo que se le cerró la boca del estómago. Las tres señoras asintieron y cruzaron miradas de desconcierto-. Es todo. Muchas gracias, señoras, han sido de gran ayuda.

Cruzó la calle a la carrera hasta donde se encontraba el capitán Larry Fletcher, junto al equipo y con la radio en la mano.

– Hola, Larry.

– Hola, Reed. -Larry continuó mirando la casa con el ceño fruncido-. Se trata de un incendio provocado.

– Comparto tu opinión. Larry, es posible que dentro haya alguien.

El capitán meneó negativamente la cabeza.

– Las ancianas afirman que los dueños no están.

– Los dueños le encargaron a una universitaria que cuidase al gato.

Larry giro la cabeza bruscamente.

– Dijeron que en la casa no había nadie.

– Habían acordado que la muchacha no dormiría allí, pero en el garaje hay dos coches, ¿no? Los dueños de la casa solo dejaron un utilitario. El otro vehículo de que disponen es la furgoneta en la que viajaron. Larry, debemos comprobar si la chica está dentro.

Larry asintió y se acercó la radio a la boca:

– Mahoney, posible víctima en el interior.

La radio emitió interferencias.

– Entendido, intentaré volver a entrar.

– Sal si se vuelve demasiado peligroso -ordenó Larry y se volvió hacia Reed con mirada inescrutable-. Si la chica está dentro…

Reed asintió torvamente.

– Lo más probable es que esté muerta. Lo sé. Seguiré sondeando a los congregados. Autorízame a entrar en cuanto sea posible.


Domingo, 26 de noviembre, 2:20 horas

Su corazón aún latía con fuerza y rapidez. Todo había salido tal como lo había planificado.

Bueno, no exactamente como lo había planificado. La señorita Caitlin Burnette era una sorpresa que no esperaba. Sacó el permiso de conducir del bolso que le había arrebatado. Era un pequeño recuerdo de la velada. La chica había dicho que no debía estar en la casa y le suplicó que la dejase marchar. Prometió que no se lo contaría a nadie, pero estaba claro que mentía. Las mujeres no decían más que mentiras. Lo sabía perfectamente.

Apartó deprisa la tierra que tapaba el escondite y destapó el cubo de plástico. Baratijas brillantes y llaves llamaron su atención. Las había enterrado el primer día que estuvo allí y desde entonces no había vuelto a verlas. No tuvo motivos para hacerlo. No fue necesario guardar nada, pero esa noche las había desenterrado. Echó el bolso de Caitlin sobre el resto de las baratijas, tapó el cubo y lo cubrió de tierra. Ya estaba. Ahora podía dormir.

Se relamió los labios mientras se alejaba. Todavía saboreaba a la chica, su perfume dulce y sus curvas sinuosas. Prácticamente le había caído del cielo, como un regalo navideño anticipado. Se había resistido. Rio suavemente. La chica se resistió, lloró, suplicó e intentó negarse, lo que lo excitó todavía más. Intentó arañarle la cara. No tuvo dificultades para sujetarla. Se estremeció, pues el recuerdo era muy reciente. Casi había olvidado lo agradable que resultaba cuando se negaban. Le bastó pensarlo para excitarse. Se figuraban que siempre podían resistirse y negarse.

Claro que él era más grande y más fuerte y que nadie volvería a decirle que no.


El niño lo vio desde una ventana del primer piso y se le aceleró el pulso. Tenía que contárselo a alguien. ¿A quién podía decírselo? Si hablaba, el hombre se enteraría. Se enfurecería y el crío ya sabía lo que ocurría cuando se enfurecía. Aterrado, el pequeño volvió a la cama, se tapó la cabeza y lloró.


Domingo, 26 de noviembre, 2:15 horas

Mientras deambulaba por la estructura en ruinas, Reed pensó que la casa había sido bonita. Parecía que, en un lado, los daños no eran tan graves como en el otro. Pronto amanecería y vería mejor la situación. Encendió la linterna de gran potencia, iluminó las paredes y buscó las marcas de quemaduras que lo conducirían hasta el foco de origen del incendio.

Se detuvo y se volvió hacia el bombero que había dirigido los trabajos en el interior:

– ¿Qué ardía cuando entrasteis?

Brian Mahoney meneó la cabeza.

– Vimos llamas en la cocina, el garaje, el dormitorio de la planta alta y la sala. Habíamos llegado a la sala cuando el techo empezó a desplomarse y saqué a mi gente. No pude ser más oportuno. El techo de la cocina se hundió. A partir de ese momento nos dedicamos a impedir que el incendio se extendiese a otras casas.

Reed miró a través de lo que habían sido la planta baja, el primer piso, el desván y el techo y contempló el cielo estrellado. Tal vez existían múltiples puntos de origen. Algún cabrón quería cerciorarse de que la casa se quemaba.

– ¿Hay heridos?

Brian se encogió de hombros.

– El novato ha sufrido quemaduras de poca importancia, pero se recuperará. Uno de los chicos aspiró humo. El capitán los ha enviado a urgencias para que les echen un vistazo. Oye, Reed, entré a buscar a la chica, pero aún había demasiado humo. En el caso de que estuviera aquí…

– Lo sé -lo interrumpió Reed con gran seriedad y volvió a ponerse en movimiento-. Ya lo sé.

– ¡Reed! -gritó Larry Fletcher, que se encontraba de pie en la cocina, junto a la pared más distante.

Reed reparó en el acto en que habían apartado el horno de la pared y preguntó:

– ¿Lo habéis quitado vosotros?

– Nosotros no hemos hecho nada -respondió Brian-. ¿Crees que utilizó gas para iniciar el incendio?

– Explicaría la primera explosión.

Larry siguió mirándose los pies.

– La chica está aquí.

Reed se mordió los labios y se detuvo junto a Larry. Temeroso de lo que vería, dirigió la luz de la linterna hacia el suelo y contuvo el aliento.

– ¡Maldito sea!

De tan carbonizado, el cuerpo estaba irreconocible.

– ¡Maldito sea! -repitió Brian, furioso hasta lo indecible-. ¿Sabes quién es?

Reed recorrió el cuerpo con el haz de luz de la linterna y se obligó a guardar mentalmente las distancias y a no pensar en la forma en la que la chica había muerto.

– Todavía no. Las señoras que están enfrente me dieron el número del antiguo propietario de la casa. Se trata de Joe Dougherty padre. Su hijo Joe ocupa ahora la casa. Joe padre dice que Joe hijo y su esposa han alquilado un barco de pesca y están a veinte millas de la costa de Florida, donde pasarán el fin de semana. Supone que regresarán el lunes por la mañana. Dice que su nuera trabaja en un bufete del centro. Le parece que la chica que contrataron para cuidar del gato es hija de una compañera de despacho de la nuera. Se trata de una universitaria. Intentaré localizar a los padres. -Suspiró al percatarse de que Larry seguía con la mirada clavada en el cuerpo-. Larry, no podías saber que la chica estaba aquí.

– Mi hija también es universitaria -murmuró Larry con tono ronco.

«Y a la mía le queda poco para entrar en la universidad», pensó Reed y rechazó la idea, ya que esa clase de pensamientos enloquecía a cualquiera.

– Le pediré al forense que venga. También se presentará mi equipo. Larry, tienes un aspecto lamentable. Los dos estáis fatal. Salgamos. Interrogaré a vuestros hombres y luego regresaréis al parque y descansaréis.

Larry asintió desesperanzado.

– Has olvidado llamarme «señor». -Fue una frivolidad que resultó miserablemente inútil-. En los años que trabajamos juntos nunca me llamaste «señor».

Aquellos años habían sido muy buenos y Larry era uno de los mejores capitanes a cuyas órdenes había estado.

– Sí, señor -se corrigió Reed sin levantar la voz. Cogió a Larry del brazo y alejó a su viejo amigo de la crueldad carbonizada que hasta hacía poco había albergado el alma de una joven-. En marcha.


Domingo, 26 de noviembre, 2:55 horas

– Reed, ya he montado los focos.

Sentado en el habitáculo de su todoterreno, Reed dejó de repasar las notas que había tomado. Ben Trammell se encontraba a pocos metros y su mirada era de preocupación. Ben era la última incorporación al equipo y, como la mayoría de los integrantes, había sido bombero varios años antes de incorporarse a la oficina de investigaciones de incendios. De todos modos, esa era la primera muerte de Ben en su condición de investigador y la tensión resultaba perceptible en su mirada.

– ¿Estás bien? -quiso saber Reed y Ben movió afirmativamente la cabeza-. Me alegro.

Reed le hizo señas al fotógrafo, que se protegía del frío en el interior de su coche. Foster se apeó con la cámara en las manos y la videocámara colgada del cuello.

– En marcha -añadió Reed con brío y subió por la calzada de acceso, entre los escombros abandonados por los bomberos. Cuando amaneciese se ocuparían de analizar lo que estaba al aire libre-. Ahora no tocaremos nada. Examinaremos el escenario y me encargaré de realizar unas mediciones. Entonces veremos qué tenemos.

– ¿Has pedido autorización? -inquirió Foster.

– Todavía no. Quiero que, cuando la solicite, la autorización incluya todo lo necesario. -Tenía una sensación muy negativa con relación al cadáver que yacía en la cocina de casa de los Dougherty y, como era meticuloso, se preparó mentalmente para abarcar todos los aspectos legales-. Entraremos a investigar origen y causas. Si hay algo más pediré una orden judicial, sobre todo porque los dueños no están y no pueden autorizar nuestra entrada.

Reed los condujo a través del vestíbulo; pasaron junto a la escalera y entraron en la cocina, donde los focos brillaban con la misma intensidad que si fuese pleno día. No quedaba nada en pie. Los cristales de las ventanas se habían hecho trizas y en una parte el techo se había desplomado, por lo que resultó difícil atravesar la estancia sin pasar por encima de las vigas desparramadas por el suelo. Una gruesa capa de ceniza cubría las baldosas. Lo que más llamaba la atención era la víctima, que yacía, donde Larry Fletcher la había encontrado.

Los tres hombres se detuvieron unos instantes, estudiaron a la víctima y se obligaron a asimilar mentalmente lo que con luz resultaba más espantoso que casi a oscuras. Reed respiró hondo, entró en acción, se puso los guantes de látex y sacó del bolsillo una minigrabadora.

– Foster, graba con la videocámara. Tomaremos fotos después del primer recorrido. -Se acercó la grabadora a la boca al tiempo que Foster empezaba a rodar-. «Soy el teniente Reed Solliday y estoy en compañía de Ben Trammell y Foster Richards. Estamos en casa de los Dougherty, es veintiséis de noviembre y son las tres de la madrugada. Condiciones externas: seis grados bajo cero y viento del nordeste a veinticinco kilómetros por hora. -Aspiró una bocanada de aire-. En la cocina ha aparecido una víctima. La piel está carbonizada, y las facciones, destruidas. A simple vista, no se distingue si es hombre o mujer. La escasa estatura apunta a una mujer, hecho coherente con la declaración de los testigos».

Reed se agachó junto al cadáver y de la bolsa que llevaba colgada del hombro sacó el detector de sustancias químicas. Pasó cuidadosamente el instrumento por encima del cuerpo y en el acto el tono se convirtió en un silbido agudo. No se sorprendió. Miró a Ben y pensó que, como mínimo, podía convertirlo en un ejercicio pedagógico.

– Ben, ¿qué opinas?

– Que hay elevadas concentraciones de hidrocarburos, lo que apunta a la presencia de catalizadores -repuso Ben con tono tenso.

– Muy bien. ¿Qué significa?

– Significa que la víctima fue rociada con gasolina antes de que le prendieran fuego.

– Con gasolina u otra sustancia. -Reed se concentró en lo que tenía entre manos e impidió que el hedor embotase sus sentidos y que la imagen de la muchacha muerta le desgarrara el corazón. Lo primero fue casi imposible y lo segundo, totalmente inviable… pero tenía que hacer su trabajo-. El forense nos dirá exactamente con qué la rociaron. Bien, Ben.

Ben carraspeó y preguntó:

– ¿Quieres que pida el perro?

– Ya lo he hecho. Esta noche Larramie está de guardia. Buddy llegará en veinte minutos. -Reed se incorporó-. Foster, por favor, graba a la víctima desde el otro lado.

– De acuerdo. -Foster tomó imágenes del escenario desde diversos ángulos-. ¿Qué más quieres que haga?

Reed se había acercado a la pared.

– Graba toda la pared y haz primeros planos de esas marcas. -Se acercó para estudiarlas y frunció el ceño-. ¿Qué diablos es esto?

– Una uve cerrada -respondió Ben con firmeza-. El incendio se inició en el zócalo y subió rápidamente por la pared. -Miró a Reed-. Ascendió a una velocidad pasmosa. ¿Tal vez con ayuda de una mecha?

Reed movió afirmativamente la cabeza.

– Así es. -Pasó el detector de sustancias químicas por la pared y volvieron a oír el silbido agudo-. En la pared hay catalizador. Emplearon una mecha química. -Desasosegado, Reed estudió la superficie-. Creo que es la primera vez que veo algo de estas características.

– Quien lo hizo utilizó el gas del horno -comentó Foster y enfocó la videocámara hacia lo que quedaba de los electrodomésticos. Se acercó y grabó la zona entre la pared y el horno-. Está desatornillado, lo que significa que el fuego fue deliberado.

– Lo sospechaba -murmuró Reed y se acercó la grabadora a la boca-. «El gas fluyó por la estancia y subió hasta el techo. El fuego se encendió junto al suelo y ascendió por la línea de catalizador. Tomaremos muestras». ¿Qué es esto?

Reed retrocedió unos pasos y estudió las marcas que cubrían la pared de lado a lado.

– Algo estalló -apuntó Ben.

– Tienes razón. -Reed pasó el detector de sustancias químicas por la pared y oyeron pitidos cortos y chirriantes en lugar del silbido prolongado-. Por la forma en la que se adhiere a la pared parece napalm.

– ¡Mirad! -Ben se había agachado cerca de la puerta que conectaba la cocina con el lavadero-. Hay restos de plástico de color azul. -Levantó la cabeza, desconcertado.

Reed se agachó y estudió los restos, que ciertamente eran azules. Captó con rapidez varias piezas más, dispersas por el suelo, y en su mente se formó una imagen. Era la foto de un libro, de un manual de investigación de incendios provocados que tenía, como mínimo, quince años.

– Son huevos de plástico.

Ben parpadeó.

– ¿Has dicho huevos?

– Ya lo había visto. Estoy seguro de que si reunimos los fragmentos imprescindibles, el laboratorio logrará formar un huevo de plástico como el que los niños buscan en Pascua. El pirómano lo llena de catalizador, ya sea sólido o de un líquido viscoso como el poliuretano, hace un orificio en un extremo e introduce la mecha. A continuación la enciende, la presión de la explosión destroza el huevo y el catalizador se dispersa por todas partes.

Ben estaba impresionado.

– Así se explican las quemaduras.

– Exactamente. También demuestra que, si realizas este trabajo durante bastante tiempo, aprendes a verlo todo. Foster, graba los fragmentos y su emplazamiento y haz primeros planos de todo lo que hay aquí. Solicitaré una autorización para cubrirnos las espaldas en lo referente al origen y las fuentes. No quiero que un abogado diga que podemos usar las muestras para el incendio provocado y no para la agresión contra esa pobre chica.

– Siempre hay que defenderse de los malditos picapleitos -masculló Foster.

– Recogeremos los trozos de plástico en cuanto Larramie y el perro terminen. Tal vez aparezca un fragmento lo bastante grande como para obtener una huella.

– Optimista, para no perder la costumbre -comentó Foster en voz baja.

– Toma las imágenes. Graba también las puertas y las ventanas de la planta baja, sobre todo los cerrojos. Me gustaría saber cómo entraron.

Foster se apartó de la videocámara los centímetros necesarios para observar atentamente a Reed.

– Ya sabes que si lo de la chica es homicidio te quitarán el caso de las manos.

Reed ya lo había pensado.

– Tengo mis dudas. Habrá que compartirlo, pero este incendio ha sido tan provocado como para que sigamos interviniendo. De momento aquí estamos y la pelota está en nuestro campo, por lo que intentaremos acercarnos a la meta y marcar un gol, ¿de acuerdo?

Como no era fanático de los deportes, Foster puso los ojos en blanco y contestó:

– Sí.

– Ben, en el garaje hay dos coches. Las ancianas dicen que los Dougherty tienen un Buick. Averigua de quién es el otro. Foster, en cuanto amanezca quiero que tomes fotos del terreno. Hay tanto barro que sin duda detectaremos huellas de pisadas.

– ¡Qué optimista! -insistió Foster.


Domingo, 26 de noviembre, 14:55 horas

Tras una noche de reposo había aclarado las ideas y ahora podía analizar con exactitud lo que había conseguido… y lo que no había logrado. Estaba sentado ante el escritorio, con las manos cruzadas y la mirada fija en la ventana, y repasaba los acontecimientos de la víspera. Había llegado la hora de comprobar lo que había salido bien a fin de repetirlo. Por otro lado, necesitaba averiguar qué había salido mal para modificarlo o eliminarlo. Tal vez podría añadir algo nuevo. Lo analizaría punto por punto. Lo ordenaría porque era la mejor manera de aclararlo.

El primer punto se vinculaba con la explosión. Esbozó una sonrisa. Había salido muy bien, era una combinación de arte y ciencia. Su modesta bomba incendiaria había funcionado a la perfección y se trataba de un diseño fácil de llevar a la práctica, ya que no tenía una sola pieza móvil y resultaba elegante por su simplicidad.

El éxito había sido arrollador. Hizo una mueca mientras se tocaba la rodilla dolorida. Recordó la potencia del estallido y pensó que tal vez había sido demasiado eficaz, ya que lo había arrojado al suelo y le había obligado a avanzar a gatas mientras huía por la calzada de acceso de casa de los Dougherty. Dedujo que la mecha era demasiado corta. Necesitaba diez segundos para abandonar la casa y llegar a la calle. Los contó mentalmente y solo habían sido siete, pero necesitaba diez. Esos diez segundos eran muy importantes.

La próxima vez dejaría la mecha más larga.

El primer huevo, colocado en la cocina, había funcionado a la perfección, lo mismo que el prototipo. El segundo, el que depositó en la cama de los Dougherty… Su intención había sido matar al viejo y a su esposa y que luego ardiesen en el lecho. Cuando descubrió que no estaban en casa, la segunda bomba se tornó simbólica aunque, en última instancia, no fuera una parte viable de su plan.

Mientras se disponía a encender la mecha se percató de que, cuando llegara a la planta baja y encendiese la mecha del huevo de la cocina, el del primer piso ya habría estallado. Esa onda podría haber hecho explotar el gas sin darle tiempo a abandonar la casa. Por eso lo dejó donde estaba, con la esperanza de que estallaría en cuanto el incendio se propagase. Quedó convencido de que era lo que había sucedido por el modo en que el fuego subió a través del tejado de la casa. De no ser así, la policía habría encontrado el huevo y averiguado más de lo que quería que supiesen.

Aunque la idea de las dos bombas era atractiva, encenderlas a la vez resultaba impracticable porque el riesgo se volvía excesivo. A partir de ahora se limitaría a una bomba. Los demás aspectos de la explosión se habían convertido en un éxito digno de libro de texto. Todo había salido como estaba previsto. Bueno, no todo había sido así.

Eso lo llevaba al segundo punto: la chica. Su sonrisa se convirtió en una mueca de oreja a oreja, una mueca perversa y… poderosa. Le bastó pensar en ella para ponerse en tensión.

Como la joven suplicó e intentó forcejear, el notó que algo se quebraba en su interior y se aprovechó de ella. Se aprovechó total y salvajemente hasta que, temblorosa, quedo tendida en el suelo y fue incapaz de pronunciar palabra. «Así deberían ser las cosas. Todo debería funcionar de esa manera y en silencio». Si no ocurría voluntariamente, pues por la fuerza. Se le borró la sonrisa. La había forzado sin condón, lo que era una soberana estupidez. Entonces no lo había pensado porque se dejó llevar por la situación. También en este caso había tenido suerte, ya que el fuego borraría las pruebas. Al menos tuvo la presencia de ánimo suficiente como para rociarla con gasolina antes de echar a correr. La chica estaba destruida, lo mismo que todo lo que había dejado cuando emprendió la huida.

Todo lo cual lo conducía al tercer punto: la salida. No lo habían visto correr hasta el coche. ¡Qué suerte, qué suerte! La próxima vez no podría contar con que tendría la misma fortuna. Tenía que encontrar la manera más adecuada de emprender la retirada. Debía buscar una salida que, por mucho que lo viesen, no le sirviera de nada a la policía. Volvió a sonreír porque supo exactamente lo que haría.

Analizó su plan. Aunque bueno, tuvo que reconocer que fue el sexo lo que remató la velada. No era la primera vez que mataba ni que tenía relaciones sexuales pero, tras haber vivido ambas cosas a la vez, le resultó imposible concebir el asesinato sin el sexo.

En realidad, no era una sorpresa. Supuso que se trataba de su única… bueno, de su única debilidad. Quizá también era su mayor fortaleza. De todas las armas que había esgrimido en su vida, el sexo era la más sutil y la más elemental.

También era la mejor manera de poner a las mujeres en su sitio. Daba igual que fuesen jóvenes o viejas. El disfrute y la liberación estaban en la posesión… y en saber que no pasaría un día sin que recordasen que eran débiles y que él era fuerte.

Su principal problema fue permitir que vivieran. Por eso habían estado a punto de pillarlo. Casi era lo que había dado lugar a un castigo mucho mayor que el experimentado en el risible centro de detención de menores. Como demostraba Caitlin Burnette, también había aprendido de esa experiencia. Si te planteabas violar a una mujer, debías cerciorarte de que no viviría para contarlo.

Tenía que ser del todo sincero. Técnicamente, la velada había superado con creces sus expectativas. En términos realistas, había fracasado. No había dado en la diana. A la luz del día, tanto el incendio como la posesión de Caitlin perdieron intensidad. No se trataba de provocar un incendio, ya que el fuego solo era el instrumento, sino de infligir un castigo, la pena merecida. La vieja Dougherty se había librado de su destino. Había salido de la ciudad por Acción de Gracias. Era lo que la chica había dicho. Pero la vieja regresaría y, cuando volviera, la estaría esperando.

Hasta entonces tenía otras cosas que hacer. La señorita Penny Hill ocupaba el siguiente lugar en su lista mental de ofensoras. Ella y la vieja Dougherty eran uña y carne. Penny Hill se había tragado las mentiras de la vieja Dougherty. «Al principio yo también las creí». Al principio la vieja Dougherty les había ofrecido protección. Se mordió los labios. También generó esperanzas pero, al final, cambió de parecer y los acusó de cosas con las que no tenían nada que ver. Faltó implacablemente a su promesa de protección. Los echó a la calle y Hill se los llevó como si fuesen ganado. «Es por vuestro bien», había dicho Hill mientras los conducía al infierno en la tierra. «Ya lo veréis». Nada había sido por el bien de ellos.

Hill había mentido, como todos. Shane y él se habían sentido desamparados, sin hogar y vulnerables. La vieja Dougherty se había quedado sin hogar. No tardaría en sentirse desamparada y, por último, muerta. Ahora le tocaba a Penny Hill sentirse desamparada y sin hogar… y morir. Simplemente era justo. Por emplear sus propias palabras, era por su propio bien. Ya lo vería.

Consultó la hora. Tenía que ir a un sitio y no quería llegar tarde.

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