Capítulo 22

Sábado, 2 de diciembre, 19:25 horas

Mia estaba buscando a los Young por internet cuando Reed apoyó la cadera en su mesa, a una distancia poco prudencial. Mantendría la profesionalidad.

– La reunión ha ido bien.

– Sí. Nos estamos acercando. Pronto será nuestro.

– Vete a casa con Beth. Yo aún tengo que trabajar un rato.

– Hoy no has salido a buscar apartamento. -La voz del teniente era un murmullo suave.

Mia apretó los dientes contra el escalofrío que le erizó la piel.

– No, pero tengo mis cosas en el maletero. Dormiré en casa de Dana. Percy tiene comida de sobra. Lo recogeré mañana.

– Quédate en casa de Lauren otra noche, Mia. No te molestaré, te lo prometo.

Con el rabillo del ojo Mia vio a Murphy en su mesa, observando la escena con su estilo sosegado y perspicaz. Se volvió de nuevo hacia Reed. Seguía pensando que lo tenía superado, pero cada vez que miraba su cara notaba una punzada de dolor. Seguía pensando que podía mirar su torso sin preguntarse si todavía llevaba el anillo colgado de la cadena. Sin que una pequeña parte de ella abrigara la esperanza de que se lo quitara, de que ella fuera suficiente para que deseara quitárselo.

Lo cual era patético, además de estúpido.

– Reed, basta. No es justo.

Reed dejó caer los hombros.

– Llámame cuando llegues a casa de Dana. Así sabré que estás bien.

Mia aguardó a que volviera a su lado de la mesa para hablar de nuevo.

– Cuando llegues a casa, asegúrate de hablar con Beth.

Reed frunció el entrecejo.

– ¿Por qué?

Mia titubeó.

– Simplemente dile que la quieres, ¿de acuerdo?

El teniente asintió con gesto vacilante.

– De acuerdo. -Reed recogió sus cosas y se marchó.

– ¿Estás segura de que no quieres que le haga una cara nueva? -preguntó Murphy.

– Lo estoy. -Mia se volvió hacia el ordenador-. Localizaré a los Young y luego telefonearé al Departamento de Policía local para alertarlos. No puedo hacer más por el momento.

– ¿Sabes una cosa, Mia? Hoy has estado muy bien con el pequeño Jeremy.

«También Reed -pensó ella-. Formamos un buen equipo».

– Gracias. Es un gran chico.

– Apuesto a que en estos momentos está asustado. Apuesto a que podrías averiguar adónde se lo han llevado.

Mia pensó en Jeremy, asustado y solo.

– Ya lo he averiguado, por si terminaba temprano.

Murphy se acercó y le apagó el ordenador.

– Ya has terminado. Yo buscaré a los Young. Ve a ver a Jeremy y luego ve a casa de Dana. Te llamaré en cuanto descubra algo.

– Gracias, Murphy. -Su mirada compasiva le formó un nudo en la garganta-. Hasta luego.

Cuando llegó al pie de la escalera ya había recuperado el control. Afortunadamente. Porque una mujer con una trenza rubia la esperaba fuera.

– ¿Quieres algo más, Carmichael? -preguntó Mia mordazmente-. ¿Mi riñón, quizá?

– Sé donde vive Getts.

Mia se detuvo en seco.

– ¿Dónde? -«¿Y desde cuándo lo sabes?»

Carmichael le tendió un trozo de papel donde había anotado la dirección.

– No fue mi intención que tu dirección saliera en el periódico. Lo siento.

Mia casi la creyó, tan bien se le daba mentir. Así y todo, agarró el papel.

– Mantente alejada de mí, Carmichael, y ruega a Dios que nunca necesites un poli.

Carmichael entornó los ojos.

– Hablo en serio. No lo sabía. Mitchell, tú eres para mí lo más cercano a un vale de comida. Tengo tantas ganas de que te maten como de que te despidan.

Ahora fue Mia quien entornó los ojos.

– ¿Despedirme? ¿De qué estás hablando?

– Estuve allí la noche del incendio de Adler y vi a Solliday salir de tu casa. Sería un cotilleo de lo más interesante, pero si te despiden ya puedo olvidarme de mi vale de comida. Es cierto que no puse tu dirección en ese artículo. Fue mi jefe. Pensó que eso lo haría más jugoso. Lo siento.

Mia estaba demasiado cansada para seguir preocupándose.

– Vale. -Cuando llegó a su coche, llamó a Spinnelli para darle la información-. Pídeles a Brooks y Howard que le echen el guante.

– ¿No quieres hacerlo tú?

Una semana atrás no le había importado otra cosa. Ahora…

– Creo que necesito unas vacaciones.

– Tienes días. Cuando esto termine, tómatelos. Vete a la playa, ponte morena.

Mia rio a su pesar.

– Es evidente que estás pensando en la piel de otra persona. Llámame si atrapan a Getts. -Tenía algo importante que hacer.

Veinte minutos después llamaba a la puerta del hogar de acogida donde Servicios Sociales había colocado temporalmente a Jeremy. Lo encontró sentado en el sofá, viendo la tele.

– No se ha movido de ahí en todo el día -dijo la madre de acogida-. Pobre chiquillo.

Mia se sentó a su lado.

– Hola, chaval.

Jeremy levantó la vista.

– ¿Lo han cogido?

– Todavía no.

– Entonces, ¿qué hace aquí?

Hablaba exactamente como Roger Burnette.

– He venido a verte. ¿Estás bien?

El pequeño asintió con su cabeza pelirroja y una expresión grave en el rostro pecoso. Luego negó con la cabeza.

– No.

– Me temo que ha sido una pregunta estúpida. Empezaré de nuevo. ¿De qué va el programa?

– De la historia de la aviación.

Mia le pasó un brazo por los hombros.

– Bien.

Tras unos minutos de rigidez, Jeremy apoyó la cabeza en su hombro. Y permaneció así hasta que terminó el programa.


Sábado, 2 de diciembre, 21:20 horas

Mia aparcó frente a la casa de Dana más tarde de lo que tenía previsto. Había pasado más tiempo con Jeremy del que había planeado. Pero después de la semana que había tenido, le había sentado bien pasar un rato con un niño que había necesitado que estuviera allí tanto como ella.

Tenía la mano en el pomo de la puerta de la calle cuando Dana y Ethan aparecieron en la ventana. Dana estaba riendo y Ethan tenía una mano en su barriga. Luego se inclinó y habló hacia la cintura de Dana. Y así, sin necesidad de más, Mia comprendió.

Para su consternación, no sintió una oleada de alegría, solo una enorme tristeza. Y vergüenza. Su mejor amiga estaba embarazada y había estado demasiado preocupada por el estado emocional de Mia para mostrar su dicha. «¿Cuán egoísta puedo ser?» Esa noche, mucho. Como una cobarde, retrocedió y casi había llegado al coche cuando la puerta de la calle se abrió.

– Mia. -Dana se detuvo en el porche, tiritando-. Entra, por lo que más quieras.

Mia negó con la cabeza. Apretó los labios. Respiró hondo y se obligó a sonreír.

– Acabo de darme cuenta de que llego tarde. He prometido… -Pero ninguna mentira brotó de sus labios y Dana la miró apenada.

– Lo siento. Quería decírtelo.

– Lo sé. -Mia tragó saliva-. Vendré a verte mañana para que me cuentes todos los detalles.

Dana asintió con tristeza.

– ¿Dónde piensas pasar la noche?

– En casa de Lauren. -«Cuando haya vida en Marte»-. Por cierto, ¿tienes sitio para otro niño?

– Pues ahora que lo dices, sí. Servicios Sociales entregó al niño que tenía que volver con nosotros a su madre.

– Tengo un niño que necesita una buena casa. Anoche asesinaron a su madre.

Los ojos de Dana se humedecieron.

– Hormonas -musitó-. ¿Cómo se llama?

– Jeremy Lukowitch. Es un gran chico. -Que merecía una vida mejor que la que tenía. «Aunque, ¿no la merecemos todos?»-. Ahora debo irme. Descansa. -Mia sonrió torpemente-. Pon agua a hervir.


Se había visto obligado a estacionar lejos, en una calle secundaria, para no ser visto. Pero había valido la pena. Por los prismáticos vio a Mitchell hablar con la pelirroja, subir al coche y largarse. La siguió.

Ni siquiera había tenido que esperar demasiado. Había hecho una parada en el camino para pertrecharse. En el registro público había encontrado la dirección de su madre. Y, llevado por un antojo, también buscó la de Solliday. Tarde o temprano, Mitchell tendría que aparecer en uno de esos lugares. Y si se desesperaba, había planeado esperarla frente a la comisaría. Pero la suerte había querido que ninguna de esas medidas fuera necesaria. Había localizado a Mitchell. La seguiría, y cuando bajara la guardia, iría tras ella. Tarde o temprano tendría que dormir.

De repente, al llegar a la autopista, Mitchell aceleró y se deslizó delante de un camión de grandes dimensiones. Con el corazón en la garganta, pisó a fondo el acelerador, pero ya no podía verla. Se le había escapado.

«La he perdido». Su ira era fría como el hielo. Vale, tendría que hacer que ella viniera a él.


Sábado, 2 de diciembre, 22:00 horas

Decían que la tristeza busca compañía, y debía de ser cierto, porque después de deshacerse de la pesada y embustera Carmichael, Mia se descubrió estacionada delante del Retén de Bomberos 172 con la esperanza de encontrar a David Hunter de guardia. Estaba en la cocina preparando chile con carne.

– Qué típico -dijo, y David se dio la vuelta, sorprendido.

El bombero encogió los hombros.

– Y encima está bueno. ¿Quieres?

– Claro. -Mia se sentó a la mesa-. Huele bien.

– Cocino bien. -Le colocó un cuenco delante-. ¿Lo has cogido?

– Todavía no.

– Entonces, ¿qué haces aquí?

Mia puso los ojos en blanco.

– Juro que a la próxima persona que me pregunte eso la tumbo. Venía a ver cómo estás. El incendio en casa de Brooke Adler fue… devastador.

David se sentó con ella a la mesa.

– Lo superaré. Estoy convencido de que tú ves cosas peores regularmente.

Mia pensó en Brooke Adler, en las quemaduras y el dolor atroz de la mujer.

– No creo. Aquello fue tremendo, David. No te sientas mal si necesitas hablar con alguien.

David no respondió, dejándole contemplar su cara de modelo y compararla con la de Reed. Debía de estar chiflada, porque Reed salía vencedor. Mia suspiró.

– Ojalá te deseara a ti, David.

Tras su pasmo inicial, David sonrió con ironía.

– Lo mismo digo.

– ¿También tú?

El bombero rio con pesar.

– A veces me pregunto por qué una persona te va y otra no. Lo siento, Mia, pero tú no eres mi tipo. Aunque sé de unos cinco tíos de este retén que matarían por estar contigo. Metafóricamente hablando, claro.

– Claro. -Cuando hubiera superado lo de Reed, le pediría a David que le presentara a alguno de esos chicos-. No la has olvidado, ¿verdad? -Dana, a quien David había amado durante años y que no tenía ni la más remota idea del daño que le había hecho.

Él cerró sus ojos grises.

– Come chile, Mia.

– Vale. Oye, la otra noche mi coche sufrió una emboscada. El departamento me arreglará los cristales, pero una de las balas golpeó el capó. ¿Le echarás un vistazo en tu taller?

David enarcó sus negras cejas.

– ¿Han tiroteado tu coche? ¿Tu pequeño Alfa?

– Ajá. -Mia sonrió-. Fue emocionante.

David echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada, y por un momento Mia se preguntó si ella y Dana eran unas memas sin ojos en la cara.

– Apuesto a que lo fue. -Recuperó la seriedad-. ¿Por qué has venido, Mia?

Debería contarle lo de Dana y el bebé, porque si para ella había sido duro, más lo sería para él. Mejor otro día.

– Esta noche no tenía plan.

La mirada de David se nubló.

– Está bien. Arriba tenemos una mesa de billar.

– ¿Podré bajar por la barra?

David sonrió, iluminando la lúgubre atmósfera.

– Claro.

– En ese caso, que se preparen.


Sábado, 2 de diciembre, 22:50 horas

Lauren tenía una cita y Beth estaba de morros. Eran las once de un sábado y estaba solo. Cerró los ojos y se permitió reconocer que no quería estar solo. Quería a Mia allí, con él. Quería su boca descarada, sus bruscos modales, sus suaves curvas. Dios, qué suaves eran sus curvas. Recordó la sensación de sumergirse en ella, de empujar contra ella, de llenarse las manos de ella. Había estado…

Perfecta. Abrió los ojos y contempló la pared, preguntándose si se había vuelto ciego y estúpido. Perfecta. Mia no era elegante y el hogar que creara estaría lleno de cajas de comida precocinada y sábanas que no hacían juego. Pero sería un hogar. Ella le hacía…

Feliz. Se tocó la cadena que llevaba en el cuello. Le había hecho daño. A Mia.

Pero no era demasiado tarde. No podía serlo. Se levantó y empezó a pasearse de un lado a otro. No permitiría que lo fuera.

El ordenador pitó. O tenía un correo nuevo o una entrada nueva en la búsqueda que había programado tres veces al día. Se sentó delante de la pantalla y dejó de respirar. Era una entrada nueva en la búsqueda del catalizador sólido. Las primeras cuatro entradas eran suyas, pero la quinta había sido registrada esa misma tarde. Por un tal Tom Tennant de Indianápolis.

Reed encontró el número del Cuerpo de Bomberos de Indianápolis. Diez minutos y tres transferencias más tarde, lo tuvo al otro lado de la línea.

– Tennant. -Era un gruñido amodorrado.

– ¿Tom Tennant? Me llamo Reed Solliday, de la OFI de Chicago. Esta tarde ha registrado en la base de datos un incendio por gas natural donde se había utilizado un catalizador sólido.

– Así es. Un infierno. El fuego devoró prácticamente media manzana. -Reed podía oír el martilleo de un teclado. Tennant estaba comprobando sus datos.

– Encontrará cuatro entradas mías en la base de datos. Cabe la posibilidad de que ese incendio esté relacionado con un asesino pirómano en serie de Chicago. ¿Cómo se llamaba el propietario de la casa?

– Ahora mismo no puedo darle esa información.

Reed dejó escapar un suspiro impaciente.

– ¿Puede decirme al menos si el apellido era Young?

Hubo un leve titubeo.

– Sí. Tyler Young.

«Uno de los hijos. Mierda».

– ¿Ha sobrevivido?

Tennant vaciló.

– Primero debo comprobar su identidad. Dígame su número de placa.

Reed lo recitó de un tirón.

– Dese prisa. Llámeme en cuanto lo haya verificado.

Habían encontrado a uno de los Young. Demasiado tarde, al parecer. Quizá aún estuvieran a tiempo de prevenir a los otros tres. Procedió a marcar el número de Mia pero cambió de parecer. Esperaría a que Tennant telefoneara.

Los aullidos del cachorro rompieron el silencio. Por lo visto Biggles estaba fuera, pero no había oído a Beth bajar para dejarlo salir. Entonces el silbido agudo del detector de humos se sumó al bullicio. Con el corazón en un puño, Reed subió la escalera como una bala mientras marcaba el número de emergencias. ¡Beth estaba arriba! El humo ya inundaba el pasillo.

– Fuego en el 356 de Morgan. Repito, fuego en el 356 de Morgan. Hay gente en la casa.

– Señor, tiene que salir -dijo la operadora.

– ¡Mi hija está dentro!

– Señor…

Reed cerró el teléfono y agarró el extintor de la pared.

– ¡Beth!

Intentó abrir la puerta, pero estaba cerrada por dentro. Beth tenía puestos los auriculares. No podía oírlo. Arremetió contra la puerta y resquebrajó la madera. Durante una fracción de segundo contempló, horrorizado, las llamas que lamían las paredes y el humo que invadía la habitación.

– ¡Beth! -Corrió hasta la cama, tiró de la manta y vació el extintor en la base de las llamas, pero la cama estaba vacía.

Beth no estaba. ¡No estaba! Corrió hasta el pasillo, miró en el cuarto de baño, en la habitación de invitados ¡Nada! Tocó la puerta de su dormitorio y se le abrasó la mano.

Regresó al cuarto de baño. «Moja las toallas. Cúbrete las manos y la cara». Actuando con el piloto automático, abrió de un empujón la puerta de su dormitorio. La ola de calor lo derribó. Su cama aparecía devorada por las llamas. Giró sobre su estómago y trató de entrar a rastras. «¡Mi pequeña!»

– ¡Beth! Estoy aquí. Habla. Hazme saber dónde estás.

Pero apenas podía oír el sonido de su propia voz por encima del fragor y los silbidos. De repente unas manos tiraron de él e intentó soltarse.

– ¡No! Mi hija está aquí. Mi hija sigue aquí.

Fue sacado de la habitación a rastras por bomberos completamente equipados. Máscaras de oxígeno cubrían sus caras. Uno de ellos se la levantó.

– ¿Reed? ¡Por Dios, tío, sal de aquí!

Reed se los quitó de encima.

– Mi hija sigue aquí. -El humo le inundó los pulmones y cayó de rodillas, tosiendo hasta quedarse sin aliento.

– Nosotros la encontraremos. Sal de aquí.

Uno de los hombres lo empujó hasta la calle y se lo entrego a un sanitario de urgencias.

– Es el teniente Solliday. Su hija está dentro. No dejes que vuelva a entrar.

Reed se soltó del sanitario con vehemencia, pero otro ataque de tos lo dejó sin respiración. El sanitario se lo llevó a la ambulancia y le colocó una mascarilla de oxígeno en la cara.

– Respire, teniente. Y ahora siéntese.

– Beth. -El cuerpo no le respondía. Solo podía quedarse ahí, viendo cómo una de las ventanas reventaba.

El sanitario le estaba vendando las manos.

– La encontrarán, señor.

Reed cerró los ojos. «Beth está dentro. Está muerta. No llegarán a tiempo».

«No he podido salvar a mi hija». Entumecido, tomó asiento y esperó.


Sábado, 2 de diciembre, 23:10 horas

Los hombres se habían congregado alrededor de la mesa de billar y Mia calculó que al menos dos de los tipos eran de los que matarían por estar con ella. En el pasado se habría sentido halagada, pero, tal como le había contado a Reed, el problema nunca había sido el sexo, sino la intimidad. Pero el hombre con quien se había mostrado realmente íntima, compartiendo sus secretos más profundos, no la quería.

Por lo menos no como ella quería. No le cabía la menor duda de que Reed Solliday la deseaba sexualmente. Incluso sabía lo mucho que quería desearla emocionalmente. Pero tenía miedo. Como ella. Y mientras ella no superara ese miedo, seguiría llegando cada día a una casa vacía y seguiría siendo la tía Mia de los hijos de los demás.

– He ganado -anunció Larry Fletcher y dejó su taco sobre la mesa.

– Has hecho trampa -le corrigió Mia con una sonrisa-. Lo he pasado muy bien, pero ahora debo irme. -Adónde, no estaba segura. Los dos aduladores protestaron, entonces sonó un aviso por radio y todos guardaron silencio Cuando quedó claro que no era para el retén 172, reanudaron la charla, pero Mia escuchó una frase que le heló el corazón.

– Callad.

– No es para nosotros, Mia -dijo David, pero ella ya corría hacia la escalera.

– Es la casa de Reed -dijo por encima del hombro, y reparó en el rostro grave de Larry.

Él también lo había oído.

– Voy contigo -dijo, siguiéndola.


Sábado, 2 de diciembre, 23:25 horas

Mia corrió hasta la ambulancia.

– Dios mío, Reed. -Tenía el semblante inerte, salvo por las lágrimas que le rodaban por las mejillas. Llevaba las manos vendadas y una máscara de oxígeno colgada del cuello. Se arrodilló-. ¿Reed?

– Beth está dentro -dijo con voz inexpresiva. «Muerta»-. No he podido encontrar a mi pequeña.

Mia le tomó la mano vendada.

– ¿Dónde está Lauren?

– Tenía una cita -explicó-. En casa solo estábamos Beth y yo.

– Reed, escúchame, ¿has mirado en la habitación de Beth?

Él asintió mecánicamente.

– No estaba.

«¡Será majadera!», pensó Mia, furiosa con la muchacha por causarle semejante dolor a su padre. Beth había vuelto a escaparse por la ventana.

– Larry, quédate con él. -Se alejó empuñando la radio-. Soy Mitchell, de Homicidios. Necesito un coche patrulla que acuda como una bala dentro de lo prudente, con luces y sirenas, al Rendezvous Café. -Les facilitó la dirección-. Dígales que busquen a «Liz» Solliday y monten una escena. Y si está ahí, que le den un susto de muerte.

– Esto… entendido, detective Mitchell -dijo la operadora con cautela.

– No, no lo entiende. Su casa está ardiendo y el padre cree que la muchacha está dentro.

– Unidad en camino, detective.

Mia aguardó, martilleando el suelo con impaciencia, mientras veía a Reed sufrir innecesariamente. Entonces su indignación flaqueó. ¿Y si estaba equivocada? ¿Y si Beth se encontraba realmente dentro? Podría estar muerta. Kates había actuado allí, en la mismísima casa de Reed.

Después de verlo contemplar su casa en llamas durante lo que le pareció una eternidad, la radio crepitó y escuchó su nombre.

– Mitchell al habla.

– La chica está a salvo y, esto… con un susto de muerte. ¿Quiere que la lleven a casa?

– Sí. Que viaje en el asiento de atrás. Y asegúrese de que todo el mundo los vea. -Mia se acercó a Reed con paso tembloroso-. Reed, Beth está bien. No estaba en casa.

Reed abrió los ojos de par en par.

– ¿Qué?

– Salió por la ventana. Probablemente lleva horas fuera de casa.

La mirada de Reed se nubló.

– ¿Dónde está? -preguntó, pronunciando detenidamente cada palabra.

– En un concurso de poesía en el centro de la ciudad. Un lugar llamado Rendezvous Café. Un coche patrulla la trae de camino con luces y sirenas. -Mia reprimió una sonrisa-. Les he pedido que la asustaran.

Reed se levantó tambaleante.

– ¿Sabías que había ido a ese lugar?

– Esta noche no, pero sí sabía que ayer estuvo allí. -En la mente de Mia empezó a sonar la alarma. Reed no estaba solo enfadado con Beth. «Está enfadado conmigo».

– ¿Sabías que mi hija de catorce años se había escapado por la ventana y no me lo dijiste?

– Me prometió que te lo contaría. Le dije que si ella no lo hacía, lo haría yo.

– Pues es evidente que no lo has hecho -espetó Reed, escupiendo las palabras, y Larry Fletcher frunció el entrecejo.

– Reed, Beth está bien. Mia solo intentaba ayudar.

Reed se inclinó sobre ella y la fulminó con la mirada.

– Yo a eso no lo llamo ayudar.

Mia retrocedió, temblando.

– Lo siento, pensaba que era lo que debía hacer. Por eso no tengo hijos.

Tragó saliva y en ese momento se acordó de Percy. El gato tenía tanta suerte como ella, pero así y todo el corazón se le aceleró. Buscó al jefe del equipo.

– La chica que pensaban que estaba dentro de la casa está en otro lugar. Viene de camino.

El jefe aguzó la mirada.

– ¿He arriesgado la vida de mis hombres por una niña fugada?

– Oiga, que no es mi hija. Pero mi gato sí está dentro, en la otra parte del dúplex.

– Hemos contenido el fuego de esa zona, pero entraremos a recoger a su gato cuando nos sea posible.

– Gracias. Ah, también había un cachorro. Un perro peludo de este tamaño. -Mia señaló la altura.

– Está allí. Lo encontramos junto al árbol. Tiene una pata rota, pero por lo demás está bien.

– Gracias. Dígame, ¿cómo ha quedado la casa?

– Casi toda la planta superior está destruida. No ha quedado nada de los dormitorios.

Mia se acordó del cuaderno que Reed había tenido en las manos. «Mi querido Reed». El cuaderno había ardido. Cerró los ojos, presa del arrepentimiento. No podía reprocharle que estuviera enfadado. Se había llevado un susto de muerte. Debería haberle contado lo de Beth. Había tenido un montón de oportunidades durante el día. Pero había confiado tanto en que fuera Beth quien lo hiciera…

Enseguida se puso a trabajar. Aquello era obra de Andrew Kates. Se encontraba cerca. Telefoneó a Jack y a Spinnelli, y entonces reparó en las cuatro llamadas de Murphy, todas hechas en los últimos quince minutos. Con tanto barullo no había oído su móvil.

Lo llamó.

– Murphy, soy Mia. ¿Qué ha pasado?

– Te oigo muy mal, Mia.

– Porque Kates ha incendiado la casa de Reed. Estoy rodeada de camiones de bomberos.

– ¿Hay algún herido?

– No, pero Kates ha dado con nosotros. Esta vez el blanco ha sido Reed. ¿Qué has encontrado?

– A tres de los cuatro Young. El padre y la madre murieron por causas naturales. Tyler Young murió anoche en un incendio en Indianápolis. He enviado la foto de Kates por fax a su Departamento de Policía.

Habían llegado tarde.

– Gracias, Murphy. Se lo diré a Reed. -Mia se acercó a Reed con actitud conciliadora-. Lo siento, Reed, he hecho mal en no contarte lo de Beth. -Reed la miró iracundo y no contestó-. Murphy ha encontrado a tres de los Young. Uno de ellos murió anoche en un incendio.

Su ira amainó ligeramente.

– Lo sé. La OFI de Indianápolis lo colgó en la base de datos que llevo toda la semana rastreando. Iba a llamarte cuando me lo hubieran confirmado, pero ha ocurrido esto.

– Eso significa que tenemos un blanco menos que buscar.

Reed asintió con la cabeza.

– Gracias por contármelo. Lo de los Young.

– Reed, no pretendía interponerme entre tú y Beth. -El coche patrulla se acercó, sumando su sirena al caos-. La hija pródiga ha vuelto.

– Y yo no pienso sacrificar ningún becerro. -Reed echó a andar hacia el coche mientras Beth bajaba con el rostro contraído por el horror. Miró enfurecido a su hija, los puños vendados en las caderas, y la envolvió en un violento abrazo que hizo que a Mia se le saltaran las lágrimas.

Detrás de ella, Larry se aclaró la garganta.

– Mia, hace muchos años que conozco a Reed Solliday. Es un buen hombre. No pretendía hacerte daño. Solo estaba muerto de miedo.

– Lo sé. -Y también sabía que seguiría haciéndole daño hasta que todo aquello hubiera terminado. Cansinamente, rezó para que ese día llegara cuanto antes-. Recogeré a mi gato y me iré a un hotel. Asegúrate de que Reed esté bien, Larry.

Él le clavó una mirada perspicaz que le recordó a Murphy.

– ¿A qué hotel?

Mia rio temblorosamente.

– Creo que al primero que encuentre. Buenas noches, Larry.


– Lo siento, papá, lo siento mucho -sollozó Beth. Él la abrazaba con fuerza, temeroso de soltarla.

– Pensaba que habías muerto -dijo con la voz quebrada-. Beth, no vuelvas a hacerme esto nunca más.

Beth asintió y se volvió hacia la casa.

– Oh, papá, está destruida.

– No toda. Solo la planta de arriba. -Pero tardaría un tiempo en reconstruirla. Se preguntó cuánto tiempo tardarían en recuperar la confianza-. Mia me ha contado que has ido a un concurso de poesía. Beth, ¿por qué no me lo dijiste?

– Pensaba que no entenderías por qué era importante para mí. -Levantó unos hombros infantiles, pero sus palabras eran adultas-. Tal vez quería algo que fuera solo mío.

– Beth, todo lo que tengo es tuyo, ya lo sabes.

La muchacha levantó la vista. Tenía la mirada grave y vidriosa.

– No, papá. Es de ella, de mamá.

Reed parpadeó.

– No te entiendo.

Ella suspiró.

– Lo sé. -Le cogió las manos y los ojos volvieron a escocerle-. Oh, papá, tus manos. ¿Es grave?

– Quemaduras leves, me pondré bien. -Reed le apartó un mechón de la cara-. Te quiero, Beth.

Su pequeña se le arrojó a los brazos.

– Yo también te quiero. -Y mientras Reed abrazaba a su hija, oyó la voz de Mia. «Simplemente dile que la quieres, ¿de acuerdo?» Y supo que esa mujer comprendía mucho más de lo que él había querido reconocer. Levantó la cabeza, buscándola, pero no estaba. Se irguió bruscamente. Mia no estaba.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Beth, sobresaltada.

– Tengo que encontrar a la detective Mitchell.

– Se ha ido a un hotel -dijo Larry a su espalda.

– ¿A cuál?

– Dijo que al primero que encontrara. -El rostro de su viejo amigo permaneció deliberadamente indiferente.

Reed aguzó la mirada.

– ¿Por qué habéis llegado juntos?

Larry se encogió de hombros.

– Mia estaba jugando al billar conmigo, Hunter y los muchachos.

El teniente sintió un arranque de celos, rápido y afilado. Mia rodeada de hombres, entre ellos David Hunter, el chico de calendario con quien había tenido un pasado. Larry lo miró con una media sonrisa en los labios.

– ¿Quieres que averigüe a qué hotel ha ido?

– Sí, por favor. -Reed se volvió hacia Beth, que lo estaba observando con mirada cómplice-. ¿Qué?

– La detective Mitchell me dijo que te lo contara, que eras un buen padre y que te lo debía. Tenía razón. Lo siento, papá.

– No sé qué hacer con respecto a ella, Beth. No es… como tu madre.

– ¿Y? Papá, la última vez que vi a mi madre, estaba muerta. -Respiró hondo-. Pero tú estás vivo.

En cierto modo, era así de simple.

– Te pareces tanto a tu madre… Ella también escribía poesía. -Que el fuego había destruido, pero se enfrentaría a esa pérdida más tarde.

– ¿En serio? ¿Por qué no me lo contaste?

– Quizá porque yo también quería tener algo de ella que fuera solo mío. -Reed posó las manos en las mejillas de su hija y habló con suavidad-. Estás castigada el resto de tu vida.

Beth lo miró boquiabierta. Hizo ademán de protestar, pero cambió sensatamente de parecer.

– Vale.

– Y ahora, creo que he oído que Biggles precisa atención médica. Está allí. -Reed señaló al cachorro-. Ve a ver qué necesita mientras yo termino con esto.


Domingo, 3 de diciembre, 3:15 horas

La historia de la aviación era mejor esta segunda vez. Mia se encontraba tumbada en la cama del hotel con Percy acurrucado sobre la barriga. El Canal de Historia estaba repitiendo la programación y ya había visto la historia antigua de Grecia y Roma. La comentaría con Jeremy cuando se instalara en casa de Dana. El muchacho estaría bien allí y ella podría ir a verlo siempre que…

El golpe en la puerta la sobresaltó. Agarró su pistola de la mesilla de noche y miró por la mirilla. Relajó los hombros y abrió. Reed.

Estaba recién duchado y afeitado, y ya solo tenía un ligero vendaje en la palma de una mano. En la otra portaba una bolsa de plástico y el recuerdo le aceleró el pulso. Estaba muy guapo. Podía ver los colores de la llave-tarjeta a través del bolsillo de la camisa. Estaba alojado en el hotel. En ese hotel. La proximidad era una tentación poderosa. No obstante, por la abertura de la camisa Mia pudo vislumbrar el brillo de la cadena que llevaba colgada al cuello, y devolvió su henchido corazón a su lugar.

– Reed.

– ¿Puedo entrar?

– Es tarde.

– No dormías. -Arrugó ligeramente las cejas-. Por favor.

Maldiciendo su estupidez, Mia retrocedió y dejó la pistola en la mesa que había junto a la puerta.

– Está bien. -Las palabras se arremolinaban en su cabeza, pero las mantuvo a raya. Por lo que a ella respectaba, Reed estaba casado. Y ella no salía con hombres casados. Ni con policías. Ni con compañeros. Ni con nadie.

Reed cerró la puerta.

– Quería disculparme. Beth me lo ha contado todo. Hiciste absolutamente lo correcto. -Se miró los zapatos y, a renglón seguido, levantó la vista con una sonrisa infantil que a Mia se le clavó en el pecho-. Lo de las sirenas y las luces ha estado bien. Dudo mucho que vuelva a escaparse por la ventana durante una buena temporada.

– Bien. Porque primero es un concurso de poesía y luego… -Suspiró-. ¿Qué necesitas, Reed?

La sonrisa de Solliday se apagó.

– Creo que te necesito a ti.

Mia meneó la cabeza.

– No. No me hagas esto. Quiero más de lo que tú puedes darme. -Rio con amargura-. Y aunque me lo dieras, tampoco sabría qué demonios hacer con ello. De modo que dejémoslo aquí. Dijiste que no querías hacerme daño, así que vete.

– No puedo. -Reed le acarició los dos puntos del rasguño junto al ojo izquierdo con el pulgar-. No puedo irme. -Enredó los dedos en su pelo, le levantó el rostro, le envolvió la boca con el beso más dulce que Mia había recibido jamás-. No me obligues a irme, Mia, te lo ruego.

Un escalofrío sacudió el cuerpo de Mia. Nunca había deseado tanto algo. Como si tuvieran vida propia, sus manos se posaron en el torso de Reed antes de abrazarse a su cuello y responder al beso. Al principio con cautela, hasta que estalló en toda su boca. Exigente. Mia se dejó arrastrar, se permitió desear. Con apremio.

«No». Rompió el contacto y retrocedió.

– No seas cruel, Reed.

Reed estaba respirando con fuerza.

– No lo soy. -Solliday tragó saliva mientras dejaba la bolsa de plástico en la mesa. Sacó dos cajitas de terciopelo y las abrió. Estaban vacías-. Pensaba que podríamos hacer esto juntos.

Mia estaba empezando a perder la paciencia.

– ¿Hacer qué?

– Tú te quitas tu cadena y yo me quito la mía.

Lo miró atónita. Reed guardó silencio, expectante, con una mirada angustiosamente insegura.

– ¿Y luego qué?

– No lo sé, ya se verá sobre la marcha. Pero esta vez con compromisos.

El corazón de Mia palpitaba con vehemencia.

– Yo no sé de compromisos, Reed.

Él sonrió.

– Yo sí. -Deslizó un dedo por debajo de la fina camiseta de Mia y sacó la vieja cadena. La sacudió y las placas de identificación tintinearon-. ¿Qué me dices?

Con la boca seca, Mia asintió.

– Vale. -Y se sorprendió cuando le vio relajar los hombros. Reed había temido realmente que ella le dijera que no-. Pero he de conservar la placa sanitaria.

– Ya he pensado en eso. -Reed extrajo de la bolsa una cadena de plata barata-. Bastará por el momento.

Le puso la cadena en la mano. La etiqueta marcaba cinco dólares. En ese instante valía más que todos los diamantes del mundo. Reed le sacó la cadena por la cabeza.

– Cambia la placa sanitaria ahora -le dijo.

Con mano temblorosa, Mia obedeció y, acto seguido, se colgó la nueva cadena.

– Es más ligera -dijo.

– Merece la pena soltar algo de peso de vez en cuando. -Reed respiró hondo y se quitó la cadena-. Hagámoslo, Mitchell.

Y lo hicieron, ella cerrando la cajita con un chasquido gratificante, él acariciando la tapa con el pulgar.

– Guardaré la mía en mi caja fuerte -dijo Reed.

– Yo puede que arroje la mía al lago Michigan -dijo Mia.

Él sonrió. Ella sonrió. Se sentían bien.

– ¿Qué más escondes en la bolsa, Solliday?

Reed sonrió con picardía.

– La caja gigante -dijo el teniente enarcando las cejas-. Surtido variado.

Ella se abrazó a su cuello.

– Estabas muy seguro de ti mismo.

Reed le acarició la espalda y recuperó la seriedad.

– Tenía esperanzas.

A Mia le dio un vuelco el corazón.

– ¿Dónde está Beth?

– En una habitación al fondo del pasillo, con Lauren.

– ¿Y el cachorro?

– En una clínica veterinaria. Escayolado y durmiendo a pierna suelta. Mi familia está a salvo y localizada. -La besó dulcemente-. Ven a la cama conmigo, Mia.

Ella sonrió. De modo que iba a ser así de fácil.

– Vale.


Domingo, 3 de diciembre, 7:15 horas

¿Cómo había conseguido perderla de nuevo? La había tenido ahí. Había venido a su encuentro. La había estado esperando en casa de Solliday y ella había venido. Pero con otro hombre, no sola. Y cuando se marchó, se registró en un hotel con un buen sistema de seguridad.

Y esa mañana, cuando salió, lo hizo con Solliday, que se había registrado en el hotel unas horas después que ella. Solliday le rodeaba los hombros con el brazo, ella le rodeaba la cintura. Recordó la caja de condones en la mesilla de noche y pensó que si hubiera esperado un poco más, tal vez los habría pillado a los dos en la cama de Solliday.

Ahora ya era tarde. Tendría que seguirla. Tarde o temprano, Mitchell tendría que quedarse a solas.

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