Capítulo 7

Martes, 28 de noviembre, 7:35 horas

Lo primero que Reed pensó al detenerse en la puerta del área de Homicidios con un par de botas de bombero en una mano y en la otra una caja de cartón con dos vasos de café fue que Mitchell parecía cansada. La detective estaba repantigada en su sillón, con las gastadas botas apoyadas en el escritorio y la atención centrada en el grueso expediente que apoyaba en sus muslos.

Mitchell levantó la mirada cuando el teniente dejó caer sobre su escritorio las pesadas botas. Las observó, lo contempló y esbozó una sonrisa.

– Todavía no es Navidad. Solliday, estoy emocionada.

Reed estiró la mano y vio que el agradecimiento sincero iluminaba el rostro de Mia.

– ¡Así se habla! -dijo Solliday. La detective dejó el expediente sobre el escritorio y cogió uno de los vasos de plástico-. Es café de verdad, no tiene nada que ver con el aguachirle que bebéis aquí.

– Puede ser, pero la concentración de cafeína de nuestro aguachirle nos mantiene despiertos durante días. -Mia lo miró con cautela y cogió la crema de leche-. ¿Quieres que te ponga o volvemos a insultarnos?

Reed rio entre dientes.

– El café me gusta solo -repuso y miró el expediente que la detective había dejado sobre el escritorio-. ¿Son los casos en los que Roger Burnette ha participado?

– No son los de nuestros archivos. Ayer los solicité, pero la administrativa todavía no los ha traído. Son las notas que el propio Burnette tomó. Esta mañana, cuando he llegado, me estaba esperando. Contienen los nombres, las direcciones y las fechas de todos aquellos a los que, a lo largo de los últimos años, les ha pisado los callos. Creo que le ha alegrado sentir que colaboraba.

– ¿Alguna pista?

Mia hizo una mueca.

– Todos los que figuran en las notas tenían deseos de venganza.

– De modo que has vuelto a tu hipótesis de que Caitlin se convirtió en instrumento de la venganza contra su padre.

Mia añadió crema de leche al café.

– No lo sé. Lo que sí sé es que Penny Hill era trabajadora social. Es probable que, con el paso de los años, se llevase a un montón de menores de muchos hogares. Desde cierta perspectiva, esa mujer desbarató unas cuantas vidas. Me parece interesante cruzar datos entre los casos de Roger Burnette y los de Penny Hill para comprobar si alguien odiaba a ambos.

– ¿Roger Burnette conoció a Penny Hill?

– No. Esperaba que así fuera, pero jamás había oído su nombre. -La detective apoyó los pies en el suelo-. Es la hora de la reunión matinal. Les he pedido a Jack y al forense que asistan. -Cogió el expediente y su café-. También he solicitado la asistencia de nuestro psicólogo. Se llama Miles Westphalen. Lo he puesto al día. He trabajado anteriormente con Miles y es muy competente.

Sin dar tiempo a Reed a responder, Mia se dirigió a un pasillo lateral y le hizo señas de que la siguiera. «¡Un loquero! ¡Qué alegría!», fue lo único que a Solliday se le ocurrió pensar.

Una mesa de dimensiones considerables ocupaba el centro de la sala de reuniones de Spinnelli, que estaba sentado en un extremo, flanqueado por Jack Unger de la CSU y por el forense Sam Barrington. Junto a Jack se encontraba un hombre mayor que, seguramente, era el loquero.

Spinnelli paseó la mirada por los rostros de los presentes e hizo una mueca.

– Vosotros dos, ¿habéis dormido?

– No mucho -repuso Mitchell y le sonrió cariñosamente al psicólogo-. Hola, Miles. Te agradezco que hayas venido. Te presento al teniente Reed Solliday, de la OFI. Reed, el doctor Miles Westphalen.

Reed estrechó la mano del hombre mayor y se mostró impasible. Detestaba a la mayoría de los loqueros, detestaba la forma en la que intentaban adivinarte el pensamiento, en la que convertían todo en una pregunta y, concretamente, en la que achacaban a la educación la propensión hacia el mal. Estaba seguro de que, antes de que terminase la reunión, Westphalen convertiría al pirómano en cuestión en un pobre desgraciado sin padre y con una madre maltratadora.

Ligeramente divertido, Westphalen se acomodó en su asiento.

– Encantado de conocerlo, teniente Solliday. Quédese tranquilo, no le adivinaré el pensamiento… al menos antes de la primera taza de café.

Reed apretó las mandíbulas al tiempo que Mitchell se sentaba junto a Westphalen.

– Miles, déjalo en paz -le regañó la detective-. La noche ha sido interminable. Por favor, Solliday, toma asiento. -Miró a Barrington y preguntó-: ¿Ha tenido ocasión de examinar a la víctima?

– Solo superficialmente -repuso Barrington mientras Reed se sentaba junto a Mitchell-. De todos modos, apuntaría a que en el cadáver encontraré algo más que gasolina. Las quemaduras son mucho más profundas. El fuego ardió más tiempo, al menos sobre la víctima.

– Hablemos de la víctima -intervino Spinnelli-. ¿Quién es?

– Penelope Hill, de cuarenta y siete años -repuso Mitchell-. Durante veinticinco años trabajó en Servicios Sociales. -Se sopló el flequillo, que salió volando-. Anoche celebraron la fiesta de su jubilación. Esta mañana he hablado con una de mis viejas amistades en Servicios Sociales. Hill era muy respetada y muy querida. En el periódico la mencionaron varias veces por los servicios prestados a la comunidad.

– «Muy querida» es una expresión relativa -terció Westphalen-. Tal vez fue muy querida por sus compañeros de trabajo.

– ¿Y por los padres a los que les quitó los hijos? -preguntó Mitchell, siguiendo la cadena de pensamiento de Westphalen-. Probablemente no la describirían como «muy querida». Miles, ya lo había pensado.

– La hija de un policía y una trabajadora social -musitó Spinnelli-. ¿Existe alguna relación entre ambas?

Mia negó con la cabeza.

– Burnette no la conoce. Necesitamos una orden judicial para solicitar los expedientes de Hill y cotejar los casos de ambos. Por otro lado, los incendios propiamente dichos fueron semejantes en muchos aspectos.

Spinnelli enarcó las cejas.

– Reed, te escucho.

Todas las miradas recayeron en él.

– Ambos incendios se iniciaron en la cocina. Ambos emplearon gas natural como combustible principal. En ambos casos hubo una tira de catalizador sólido en la pared como extensión química de la mecha. El laboratorio ha presentado el análisis del catalizador sólido empleado en casa de los Dougherty. Se trata de nitrato amónico mezclado con queroseno y con goma de guar. Es altamente inflamable. Al cabo del día tendré el análisis sobre la mezcla utilizada en casa de Hill, aunque supongo que será la misma.

Spinnelli se atusó el bigote.

– ¿Hemos topado con un incendiario profesional?

– En un sentido estricto, no. Habitualmente los incendios para obtener beneficios son obra de dueños de propiedades que quieren cobrar el seguro o de pirómanos que prestan… que prestan un servicio. No da la impresión de que lo hayan hecho por dinero. Se trata de una cuestión personal. Lo que quiero decir es que el autor no solo prendió fuego, sino que voló las casas. Todavía no hemos averiguado cómo conoció a las víctimas, pero el empleo de la explosión dice a gritos: «Miradme, fijaos en lo que soy capaz de hacer».

– Y también «Miradlas, fijaos cómo murieron» -masculló Mitchell-. Es como una flecha de neón intermitente. -Se dirigió a Westphalen-: ¿Tal vez una llamada de auxilio?

Westphalen enarcó las cejas canas y enmarañadas.

– Más bien parece un grito de cólera.

Reed se sorprendió. Esperaba que el loquero se lanzase a soltar el mantra de «la llamada de auxilio». Era otra de las cosas que odiaba de los psicólogos. Nadie tenía la culpa de nada. Si alguien cometía un crimen, solo lanzaba una llamada de auxilio. ¡Vaya chorrada! Los criminales delinquían porque obtenían algo a cambio… y no se hable más. Si necesitaban ayuda, podían pedirla amablemente en lugar de correr el riesgo de volar un maldito barrio.

Spinnelli se apartó de la mesa y caminó hasta la pizarra.

– Bien, ¿qué tenemos? -preguntó; se puso a escribir y creó dos columnas con los epígrafes Dougherty/Burnette y Hill-. ¿Hora del delito?

– Ambos se produjeron hacia la medianoche -respondió Reed-. En los dos casos se trata de estructuras residenciales en barrios de clase media. En ambos emplearon dispositivos incendiarios con mecha.

– No te olvides de la papelera -aportó Mitchell.

– En ambos tuvo lugar otro incendio que se originó en una papelera con hojas de periódico y un cigarrillo sin filtro -explicó Reed-. Al no tener filtro, el cigarrillo arde hasta el final y enciende el papel de periódico. Se trata de un dispositivo de retardo muy sencillo y eficaz.

Spinnelli tomó nota, se volvió y comentó:

– Eso suena a un acto de novato.

– Significa algo -aseguró Mitchell en tono bajo-. Es… es simbólico.

– Probablemente tienes razón. ¿Qué más? -quiso saber Spinnelli-. Sam, te escucho.

– Ambos cuerpos quedaron carbonizados, lo que imposibilita el reconocimiento visual -contestó Barrington-. Como ya he dicho, el grado de daños parece mucho mayor en la segunda víctima.

– En la señora Hill -murmuró Mitchell-. Se llama Penny Hill.

La expresión de la detective estrujó el corazón de Reed, pero Barrington se limitó a enarcar las cejas rubias.

– El asesino usó otra sustancia con la segunda víctima, empleó algo que no ardió tan rápido.

– Hay que comprobar la composición del nitrato -concluyó Reed-. Pediré al laboratorio que le envíe la fórmula por fax.

– Encantado. Detective, consígame la historia dental de la segunda víctima. En cuanto pueda llevaré a cabo la identificación en firme.

– De acuerdo -aceptó Mitchell en tono neutro-. Lo haré hoy mismo.

Barrington se puso en pie.

– Si no hay nada más, tengo mucho trabajo.

– Llámanos cuando sepas algo -solicitó Spinnelli.

El forense se fue. Durante unos segundos, Mitchell miró la puerta que Barrington acababa de cerrar y lentamente abrió el puño y estiró los dedos de la mano sobre el muslo. Tomó la palabra en tono bajo:

– Marc, el cuerpo de Caitlin Burnette fue incinerado con gasolina y el de Penny Hill con… con algo más caliente.

– Probablemente no fue con algo más caliente, sino con una sustancia que no arde tan rápido -puntualizó Reed.

Molesta, la detective se encogió de hombros.

– Lo que sea. Solo pretendo demostrar que hay diferencias. El asesino cambió, tal vez mejoró su modus operandi.

Spinnelli movió el bigote mientras pensaba.

– Parece un supuesto razonable. ¿Cuáles son esas diferencias?

– En la primera casa dejó dos dispositivos incendiarios -respondió Reed-: uno en la cocina y el otro en el dormitorio. En la segunda vivienda no dejó nada en el dormitorio.

Westphalen se mostró interesado y comentó:

– Tal vez tenía algo concreto contra los Dougherty. Al fin y al cabo, lo depositó en su cama.

– Quizá decidió que con un dispositivo había logrado la explosión que buscaba y que no tenía sentido colocar otro -planteó Reed-. Un error habitual de los pirómanos novatos consiste en poner demasiados dispositivos incendiarios. Suponen que uno es bueno y cinco todavía mejor. Si uno de esos cinco no se activa se convierte en una prueba. La simplificación podría formar parte de la curva de aprendizaje del autor. De todos modos, les preguntaremos a los Dougherty si tienen enemigos. -Dirigió una mirada a Mitchell-. Han llamado para pedirme que, a partir de las nueve, nos reunamos con ellos en su casa.

– Me parece bien -dijo Mia, pero frunció el ceño-. Miles, estaría de acuerdo en el caso de que los Dougherty fueran el blanco pero, si Caitlin fue la víctima, ¿por qué lo colocó en el dormitorio? Lo que quiero decir es que Caitlin estudiaba en el cuarto de huéspedes. ¿De qué le serviría quemar una cama que Caitlin jamás tocó?

– Es una buena pregunta -reconoció Westphalen-. Hay que hablar con los Dougherty.

– ¿Hay más diferencias? -quiso saber Spinnelli.

– Dejó el coche de Caitlin en el garaje y en cambio utilizó el de Penny Hill para escapar -repuso Reed.

– No da la sensación de que haya perfeccionado el método -comentó Westphalen.

Spinnelli siguió apuntando en la pizarra.

– Jack, te escucho.

– Encontramos salpicaduras de sangre en la moqueta que retiramos de casa de los Dougherty. Ben Trammell también halló lo que podría haber sido un botón metálico de los tejanos de la chica. Estaba en el vestíbulo, en una grieta contigua a la escalera. En el vestíbulo no hallamos restos de los tejanos, por lo que es posible que hayan ardido. En ese caso, encontraremos trazas en la ceniza.

– ¿Qué hay de la gasolina? -inquirió Mitchell.

– En la moqueta, ni una gota. Solo la hallamos en la cocina, alrededor de la zona en la que encontramos el cadáver.

– Por lo tanto, la violó, le disparó en el vestíbulo, la arrastró hasta la cocina y la roció con gasolina. -Mitchell apretó los dientes-. ¡Qué cabrón!

– ¿Se ha informado a la familia de Penny Hill? -preguntó Spinnelli.

– Todavía no -repuso Mia-. He llamado a todos los Mark Hill de Cincinnati, pero ninguno está emparentado con Penny. Dentro de media hora, el personal de recursos humanos de los Servicios Sociales empezará a trabajar. Pediré que me digan cómo contactar con sus familiares.

Spinnelli tomó asiento.

– Miles, ¿puedes hacer un perfil del asesino o, como mínimo, ofrecer un punto de partida?

Westphalen lanzó una mirada cautelosa a Reed y replicó:

– Probablemente el teniente Solliday entiende mejor que yo a los pirómanos.

Interesado por lo que el loquero pudiera decir, Reed le indicó que continuase y musitó:

– Prosiga.

Westphalen se quitó las gafas y limpió los cristales con el pañuelo.

– Veamos, aproximadamente el veinticinco por ciento de los incendiarios son menores de catorce años y prenden fuegos por divertirse o debido a la compulsión. No creo que estemos ante un caso de esas características. Otro veinticinco por ciento tiene entre quince y dieciocho años. -Se encogió de hombros-. Prefiero pensar que no es obra de un adolescente, pero todos sabemos de lo que son capaces. Los pirómanos casi nunca superan los treinta años. En el caso de que sean mayores, se trata de personas que lo hacen estrictamente para obtener beneficios, como ya ha dicho el teniente. Los incendiarios adultos que no lo hacen a cambio de beneficios casi siempre buscan venganza. La inmensa mayoría son blancos y casi todos hombres. Me atrevería a afirmar que este pirómano tiene antecedentes.

– No hay huellas -reconoció Unger-. Por ahora no hemos encontrado ni una sola huella, de modo que no tenemos datos que nos conduzcan a su identificación o a sus antecedentes.

Westphalen frunció el ceño.

– Estoy seguro de que, en cuanto deje algo, podréis vincularlo con alguien que se encuentre en algún punto del sistema. Que lo hayan visto alejarse en coche de la casa de la señora Hill segundos antes de la explosión demuestra que calculó mal la hora o que lo planificó bien y necesita un alto nivel de riesgo.

– Es un buscador de sensaciones fuertes -apostilló Mitchell.

Westphalen asintió.

– Tal vez. Por regla general, los pirómanos han vivido una infancia inestable, con padres ausentes y trastornos emocionales por parte de las madres.

Solliday apretó los dientes. Volvíamos a las andadas. Ya sabía que era imposible que un psicólogo no responsabilizase de todos los males a la educación. Las miradas del teniente y el psicólogo se cruzaron y Reed notó que el loquero captaba su irritación.

Por su parte, el hombre mayor reanudó tranquilamente su discurso:

– En muchos casos el incendio provocado sirve de trampolín a delitos sexuales. He atendido a diversos depredadores sexuales que, en sus comienzos, provocaron incendios como modo de gratificación sexual. Llega un momento en el que el fuego no es suficiente y pasan a violar.

– Por lo tanto, no te sorprende que este tío viole y queme -apuntó Mitchell.

Westphalen volvió a ponerse las gafas.

– Pues no, no me sorprende. Lo que me llama la atención es que no se quedara a ver arder la casa. Planifica un incendio descomunal y no se queda a contemplar el espectáculo.

– Yo había pensado lo mismo -reconoció Reed y arrinconó su irritación-. Anoche observé a los congregados. En ambos episodios no vi a nadie que no viviera en el barrio y anoche tampoco detecté la presencia de alguien que hubiera estado en el incendio de los Dougherty.

– ¿Cuál es el próximo paso? -inquirió Spinnelli.

– Analizaré las muestras que anoche tomamos en casa de Hill -respondió Unger-. No creo que encontremos mucho en la cocina, aunque abarcamos la parte delantera de la casa, que sufrió menos daños. Hoy mismo volveré con un equipo para comprobar la situación a la luz del día. Si dejó un pelo y no se quemó, lo encontraremos. Reed, ¿puedo contar con Ben Trammell? Ayer fue de gran ayuda.

– Por supuesto.

– Nosotros hablaremos con los Dougherty -anunció Mitchell y miró a Reed-. También me gustaría volver a casa de Penny Hill.

– Tendríamos que realizar otra visita a la universidad. Debemos averiguar si alguien más sabía dónde estaba Caitlin o si en el campus había alguien que no tenía que estar allí.

– Y después iremos al salón recreativo para comprobar la coartada de Joel Rebinowitz. Anoche pasé tras dejar la casa de Penny Hill, pero estaba cerrado. Abrirán a mediodía. -Mitchell miró a Spinnelli-. Necesitamos una orden judicial para solicitar los archivos de Penny y quiero los expedientes de los casos de Burnette. ¿Le pedirás a Stacy que los traiga?

Spinnelli tomó nota en su libreta.

– Me ocuparé personalmente de la orden judicial. ¿Qué período quieres que abarque Stacy?

Mia miró a Westphalen y preguntó:

– Miles, ¿qué te parece? ¿Bastará con un año?

El hombre mayor se encogió de hombros.

– Me parece bien para empezar. Mia, francamente no lo sé.

– Yo tampoco -reconoció la detective con gran seriedad-. Durante el regreso podemos pasar por Servicios Sociales y acceder a los expedientes de Hill. Luego los cotejaremos hasta que surja una coincidencia.

– Reed, ¿disponéis de una base de datos en la que buscar incendios de las mismas características? -preguntó Spinnelli.

– Sí. El domingo por la mañana y hoy, antes de venir, he consultado la base de datos del BATS, es decir, el sistema de rastreo de incendios provocados por bombas que mantiene el cuerpo de bomberos -aclaró ante la mirada de desconcierto de Mitchell-. Obtuve muchos resultados sobre catalizadores sólidos, aunque la mayoría hace referencia a sus propiedades comerciales. Cuando añadí los asesinatos no hubo resultados. Consulté los incendios de papeleras y me topé con miles de resultados. He solicitado que el sistema se revise automáticamente varias veces al día por si nuestro hombre hace algo parecido en otra parte. Ya veremos.

Spinnelli adoptó una expresión de contrariedad.

– Está claro que, en este momento, lo mejor que podemos hacer es encontrar un vínculo entre los casos. Mia, ponme al tanto de la situación antes de irte a casa. Buena suerte.

Spinnelli y Unger abandonaron la sala. Westphalen se quedó y jugueteó con su corbata sin propósito fijo.

– Usted no cree en la influencia de la vida hogareña en los delincuentes -comentó Westphalen, en tono todavía moderado.

Reed detestaba el tono «moderado» de los loqueros, que era como arañar la pizarra con las uñas.

– Me parece que es la panacea de la sociedad -replicó en tono ni remotamente tan moderado-. Doctor, todo el mundo tiene problemas. Cuando se baraja, algunas personas reciben peores cartas, lo que es una pena. Las buenas personas lo resuelven y se convierten en ciudadanos productivos. Las malas personas no lo superan. Es así de simple.

Mitchell lo contempló con gran curiosidad, pero siguió en silencio.

Westphalen se puso el abrigo y exclamó:

– ¡Cuánta convicción!

– Sí -contestó Reed con el convencimiento de que era una respuesta escueta, pero le importó un bledo.

Los loqueros empleaban estratagemas como esa para averiguar cosas que la mayoría de las personas equilibradas preferían mantener en privado.

– Un día hablaremos extensamente -concluyó Westphalen en un tono divertido, se volvió hacia Mitchell y esbozó una cálida sonrisa-. Mia, me alegro de que hayas vuelto. Este sitio no era el mismo sin ti. No permitas que te hieran otra vez, ¿de acuerdo?

La detective también sonrió y su afecto por el hombre mayor resultó patente.

– Miles, haré cuanto esté en mi mano. Saluda a tu esposa de mi parte. -En cuanto Westphalen se retiró, Mia levantó la cabeza. Reed supuso que le pediría cuentas sobre los motivos por los cuales se había mostrado tan seco con el psicólogo, pero no fue así, ya que la mujer se limitó a recoger las notas-. Solliday, ¿nos ponemos a trabajar? Cuanto antes hablemos con los Dougherty y examinemos la casa de Penny Hill, más rápido nos ocuparemos de los expedientes que son, con mucho, mi faceta preferida del trabajo. -La ironía del comentario demostró que era lo que menos le apetecía.

– Pensé que lo que preferías era amenazar a jóvenes beligerantes con raperos matones.

Mitchell sonrió inesperadamente y Solliday se animó, porque desapareció el mal humor provocado por el psicólogo.

– Solliday, no está mal. Has incorporado un puñado de palabras poéticas. No está nada mal. De camino a casa de los Dougherty pararemos en una tienda de comida preparada. Estoy famélica.


Martes, 28 de noviembre, 8:45 horas

Parpadeó al ver la primera página del periódico. ¡Caray, qué rápido se movían los periodistas! Supuso que el artículo no aparecería hasta el día siguiente, pero allí estaba, en la primera plana del Bulletin: Sigue libre el pirómano/asesino en serie.

«No soy todo eso», pensó, y sonrió divertido.

Desde el primer momento mencionaron a Penny Hill. No emplearon esa tontería de «no comunicaremos el nombre de la víctima hasta que la familia sea notificada». Siguió leyendo y frunció el entrecejo. Alguien lo había visto alejarse en coche. Bueno, por mucho que lo hubiesen visto no podrían identificarlo porque llevaba el pasamontañas. Le daba lo mismo que hubieran anotado la matrícula, ya que era la del coche perteneciente a Penny Hill.

«La víctima es Penny Hill, de cuarenta y siete años». Humm… Estaba bastante bien para tener esa edad. Mejor dicho, lo había estado. El pirómano volvió a reír entre dientes. Ahora la señora Hill parecía una castaña requemada.

Mejor dicho, imaginaba que tenía ese aspecto. Lo que realmente deseaba era ver el cadáver, la casa, la destrucción que había causado, pero no era prudente mientras las autoridades investigaran el caso. ¿Quién lo perseguía? Hojeó el artículo. Lo buscaba el teniente Reed Solliday, de la OFI. Un teniente… le habían encomendado a un superior que lo buscase, no se andaban con chiquitas. «Qué bien», pensó. El tal Solliday había recibido condecoraciones y tenía experiencia. Sería un adversario digno, lo que significaba que le tocaba mantener limpia su zona de trabajo. No dejaría nada que resultase de utilidad para el buen teniente y su compañero. Adelante, ¿quién era su compañero?

Se le escapó una sonrisa. Vaya, ni más ni menos que una mujer, la detective Mia Mitchell. ¿De verdad que habían escogido a una mujer para intentar encontrarlo?

«No me pillarán ni en un millón de años». El exceso de confianza no sería su perdición. Planificaría y actuaría como si lo persiguieran dos hombres cualificados, pero dormiría a pierna suelta.

Recortó el artículo del periódico y le echó un último vistazo. Mencionaban a Caitlin. En la primera lectura se le había escapado por lo ansioso que estaba de ver en letras de molde el nombre de Penny Hill. «La víctima del primer incendio es Caitlin Burnette, de diecinueve años, hija del sargento Roger Burnette, que desde hace veinte años trabaja en el Departamento de Policía de Chicago…» Su corazón estuvo a punto de pararse.

«¡Joder!» Había matado a la hija de un policía. «¿Qué demonios hacía en esa casa? ¡Joder!» Furioso, introdujo el artículo en su libro, junto al del incendio en casa de los Dougherty, publicado en el Trib del día anterior, y el aparecido el viernes en la Gazette de Springdale acerca del incendio de Acción de Gracias. «¡Joder!» Ahora la policía lo perseguiría como a un perro. Con un movimiento colérico metió todas las cosas en su bolsa. ¡Maldita sea! La había cagado bien cagada.

Se dirigió a la puerta y se le aceleró el corazón a medida que el miedo lo dominaba. «Tengo que dejarlo».

Frenó en seco. «No». Ni podía ni quería dejarlo. Lo hacía por su futuro. «Recuerda, la ira tiene que esfumarse. No puedes dejarlo antes de terminar. De lo contrario, sería como… sería como no acabar el frasco de antibióticos. La próxima vez será peor, más intenso, más poderoso». La próxima vez podría perder la cabeza y dejarse atrapar. Ahora tenía el control pleno de la situación. La víspera no había perdido la cabeza ni la perdería. Era consciente de cada uno de sus actos. Pensaba y trabajaba cada vez de forma más inteligente.

No podía dejarlo, no lo dejaría hasta terminar. Tenía que actuar rápido para que no lo pillasen. Tenía que ser perfecto. De momento, tenía que dirigirse a un lugar y llegar a tiempo.


Martes, 28 de noviembre, 9:05 horas

Mia doblaba el envoltorio del bocadillo del desayuno cuando se detuvieron ante lo que había sido la casa de los Dougherty. Una pareja de edad madura permanecía de pie en la acera y, conmocionada, contemplaba la estructura ennegrecida.

– Diría que son los Dougherty -comentó Mia en tono bajo.

– Diría que tienes razón. -Solliday soltó un suspiro-. Acabemos con esto de una vez.

El señor Dougherty se volvió cuando se acercaron y preguntó:

– ¿Es usted el teniente Solliday?

– El mismo. -Estrechó la mano del hombre y, a continuación, la de su esposa-. Les presento a la detective Mitchell.

La pareja cruzó una mirada de preocupación y el señor Dougherty añadió:

– No entiendo nada.

– Soy de Homicidios -explicó Mia-. Caitlin Burnette murió asesinada antes de que en su casa se iniciase el incendio.

La señora Dougherty dejó escapar un grito ahogado y se tapó la boca con la mano.

– ¡Santo cielo!

La expresión de horror demudó la cara del marido, que le rodeó los hombros con un brazo.

– ¿Lo saben sus padres?

Mia asintió.

– Sí. Ayer les dimos la noticia.

– Sabemos que no es un buen momento, pero tenemos que hacerles algunas preguntas -intervino Solliday.

– Espere un momento. -Dougherty sacudió la cabeza, como si quisiera aclarar sus pensamientos-. Detective, acaba de decir que el incendio se inició. ¿Estamos hablando de un incendio provocado?

Solliday movió afirmativamente la cabeza.

– Hallamos dispositivos incendiarios en la cocina y en su dormitorio.

El señor Dougherty carraspeó.

– Sé que lo que voy a decir parece insensible y quiero que tengan la certeza de que haremos cuanto esté en nuestra mano para ayudar, pero me gustaría saber qué hacemos ahora. ¿Podemos ponernos en contacto con nuestra compañía de seguros? No tenemos dónde vivir.

A su lado, la señora Dougherty tragó saliva de forma compulsiva y preguntó:

– ¿Queda algo?

– No mucho -replicó Solliday-. Pónganse en contacto con la compañía de seguros y prepárense, ya que se llevará a cabo una investigación.

Le tocó al señor Dougherty tragar saliva.

– ¿Nos consideran sospechosos?

– Excluiremos esa posibilidad lo antes posible -replicó Mia con gran serenidad.

El señor Dougherty asintió e inquirió:

– ¿Cuándo podremos entrar y ver si salvamos algo?

– Las fotos de nuestra boda… -A la señora Dougherty se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas-. Lo siento mucho. Ya sé que Caitlin… pero, Joe… Todo ha desaparecido.

Dougherty apoyó la mejilla en la coronilla de su esposa.

– Donna, lo superaremos. Lo haremos de la misma forma que superamos todo lo demás. -El señor Dougherty hizo frente a la mirada de Solliday-. Supongo que ustedes o la compañía de seguros investigarán nuestra situación económica.

– Es lo que suele hacerse -confirmó Solliday-. Señor, si tiene algo que decirnos, este es el mejor momento.

– Hace cinco años nos demandó un cliente que se cayó en nuestra ferretería. -Dougherty apretó los labios-. El jurado falló a favor del demandante. Lo perdimos todo.

– Hemos tardado cinco años en salir del pozo -intervino desalentada la señora Dougherty.

– Hace dos años mi padre se retiró y nos vendió su casa por un precio módico. -Contempló las ruinas con amargura-. Habíamos empezado de nuevo. Estas han sido nuestras primeras vacaciones en varios años. Y ahora ocurre una desgracia. El seguro de la casa era el mínimo, lo justo para firmar la póliza. No hay incentivos económicos que justifiquen que queríamos quemar nuestra casa.

– Señor Dougherty, ¿dónde trabaja? -quiso saber Solliday.

– En una megatienda de bricolaje. -Volvió a apretar los labios-. Estoy a cargo de la sección de ferretería. Mi jefe es un chico al que le doblo la edad. Mi esposa trabaja de secretaria y hace arreglos de costura para llegar a fin de mes. No somos ricos, pero tampoco cometimos esta atrocidad.

– Señor Dougherty, ¿se le ocurre alguien que, concretamente, tuviera un motivo de resentimiento contra usted y su esposa? -preguntó Mia y el hombre le sostuvo la mirada sin pestañear.

– ¿Además del chalado que nos demandó? -Negó con la cabeza-. No. Lo cierto es que apenas nos relacionamos con la gente.

– Según los vecinos, cambió las cerraduras de todas las puertas de su casa -comentó Solliday.

Mia miró al detective, cuya expresión era indescifrable.

– Tuvo que ser Emily Richter -espetó el señor Dougherty-. Es la peor de las entrometidas. Siempre que se iban, mis padres le pedían que vigilase la casa, pero yo no quería que entrara en mi hogar.

– Habría revisado nuestras cosas -apostilló la señora Dougherty-. Además, le habría hablado a todo el mundo de nuestra situación económica. Se molestó cuando adquirimos la casa a un precio tan ajustado.

Mia sacó la libreta y preguntó:

– ¿Cómo se llama el chalado que los demandó?

El señor Dougherty miró por encima del borde de la libreta de la detective antes de responder:

– Reggie Fagin. ¿Por qué?

Mitchell sonrió.

– Simplemente hago preguntas que tal vez más adelante me permitirán ahorrar tiempo.

– No nos ha dicho en qué momento podemos entrar en casa -apostilló el señor Dougherty.

– Se lo permitiremos lo antes posible -afirmó Mia sin dar una respuesta concreta. Aunque le parecieron sinceros, de todos modos prefirió comprobarlo-. ¿Tienen algo de valor que, provisionalmente, quieran que guardemos?

– El álbum de fotos de la boda -respondió la señora Dougherty-. De momento no se me ocurre nada más.

De repente la expresión del señor Dougherty cambió.

– Hummm… Tenemos un arma guardada en la planta alta, en el cajón de la mesilla de noche. Está registrada -añadió a la defensiva.

Sorprendido, Solliday alzó la cabeza.

– No encontré armas registradas a su nombre.

Mia miró al teniente, ya que no se imaginaba que lo hubiera investigado.

– Está registrada a nombre de Lawrence, mi apellido de soltera -precisó la señora Dougherty-. La compré antes de casarnos. Es del calibre veintidós y no me gustaría que cayese en manos equivocadas.

– Discúlpennos un momento -pidió Mia y le hizo señas a Solliday con la cabeza.

Reed la siguió con la mandíbula rígida.

– No, no encontré arma alguna -murmuró antes de que la detective pudiera plantear la pregunta-. Debo añadir que he mirado en el cajón de la mesilla de noche.

– ¡Mierda! Tal vez el asesino llevó su arma y después encontró la de los dueños de la casa.

– Quizá Caitlin la encontró mientras estudiaba arriba y el pirómano se la arrebató durante el forcejeo. Tal vez se presentó desarmado. Lo de Caitlin también podría haber sido un accidente porque estaba en el lugar y a la hora equivocados.

– Todo se complica -protestó Mia y se volvieron simultáneamente hacia el matrimonio que esperaba-. No hemos encontrado armas. Denunciaremos su desaparición.

El señor y la señora Dougherty se miraron y, asustados, observaron a los investigadores.

– ¿Mataron a Caitlin con nuestra arma? -preguntó el señor Dougherty en tono grave.

– No lo sabemos -replicó Solliday-. ¿Estaba cargada?

Estupefacta, la señora Dougherty asintió.

– La tenía cargada y con el seguro puesto. Nunca he disparado con ella, salvo en el campo de tiro, y fue hace… fue hace años.

– ¿Conocen a una mujer llamada Penny Hill? -inquirió Mia.

Los Dougherty negaron con la cabeza.

– Lo siento, pero ese nombre no me suena -respondió el señor Dougherty-. ¿Por qué lo pregunta?

– Simplemente por preguntarlo. -Mia volvió a sonreír para tranquilizarlos-. Es posible que en un futuro me resulte útil.

– Intentaré encontrar el álbum con las fotos de la boda. ¿Algo más? -inquirió Solliday.

– Sé que, después de lo que le ha ocurrido a Caitlin, esto sonará fatal… -La mirada de la señora Dougherty reveló una mezcla de ansiedad y culpa-. Percy, mi gato persa blanco, estaba en casa. ¿Lo han…? -Respiró hondo-. ¿Lo han encontrado?

La compasión iluminó los ojos oscuros de Solliday.

– No, señora, no lo hemos visto. Si aparece le avisaremos. Detective, enseguida vuelvo.

Mia se volvió hacia la pareja y preguntó:

– ¿Dónde se hospedan?

– Por ahora estamos en el Beacon Inn. -La sonrisa fugaz del señor Dougherty no mostró la menor alegría-. Supongo que no podemos salir de la ciudad.

– De momento sería mejor que el teniente o yo podamos contactar con ustedes siempre que los necesitemos -reconoció Mia con tono neutral-. Aquí tienen mi tarjeta. Llamen si se les ocurre algo.

– Detective… -La señora Dougherty se mostró indecisa-. Los Burnette… Ellen es amiga mía. ¿Cómo están?

– Como cabe esperar dadas las circunstancias.

– No puedo ni imaginarlo -murmuró.

Permanecieron en silencio a la espera de Solliday. Transcurrieron varios minutos y Mia frunció el ceño. Pensó que el teniente ya tendría que haber regresado. Reed había insistido en que, tal como estaba, la estructura de la casa era muy peligrosa, pero Mitchell no oyó nada que indicase que el techo le había caído sobre la cabeza. De todas maneras…

– Si me permiten… -dijo Mia. Se detuvo en la mitad de la calzada de acceso y abrió desmesuradamente los ojos cuando Solliday asomó desde el fondo de la casa-. ¿Qué diablos es eso?

Solliday hizo una mueca mientras observaba el bulto mugriento que sostenía con el brazo estirado.

– Bajo esta capa de suciedad hay un persa blanco. Estaba escondido en medio del barro, junto a la puerta trasera de la casa.

Mia sonrió al ver la expresión de asco de Solliday.

– Es todo un gesto por tu parte.

– No. Soy un malvado odioso. Cógelo. Apesta.

– Ni lo sueñes. -Mitchell rio-. Soy alérgica a los gatos sucios.

– Mis zapatos también están sucios -se quejó Reed y Mia volvió a reír.

La detective se dirigió a la señora Dougherty:

– Al parecer, el gato pródigo ha aparecido. ¡Caramba! -exclamó al tiempo que, llena de expectación, la señora Dougherty se acercaba a la carrera-. A partir de ahora, este gato es una prueba.

– ¿Cómo dice? -preguntaron los Dougherty a la vez.

Solliday se limitó a poner cara de pocos amigos y a mantener el gato lo más lejos posible de su gabardina.

Mia recobró la seriedad.

– Quien provocó el incendio dejó salir al gato o Percy escapó cuando el pirómano entró o salió de la casa. Nos lo llevaremos, lo bañaremos y lo examinaremos. Con un poco de suerte encontraremos una prueba material. En caso contrario, se lo devolveremos lo antes posible.

– Probablemente tiene hambre -advirtió la señora Dougherty y se mordió el labio inferior.

– Le daremos de comer, ¿no es verdad, teniente? -preguntó Mia al tiempo que intentaba contener la risa.

Solliday entornó los ojos en una actitud que le prometía un justo castigo a la detective.

– Por supuesto. -Reed sostuvo un álbum acolchado que en el pasado había sido blanco-. Las fotos de la boda están impregnadas de agua, pero es posible que un restaurador consiga salvar al menos algunas.

La señora Dougherty dejó escapar un estremecido suspiro.

– Muchas gracias, teniente.

Solliday suavizó la expresión.

– No hay de qué. Tenemos que encontrar una caja para Percy. No quiero que destroce el todoterreno.


Martes, 28 de noviembre, 9:25 horas

Thad Lewin había vuelto. Brooke se apoyó en el escritorio mientras veía a los alumnos ocupar sus sitios. Mike arrastró su silla hasta el fondo, Jeff remoloneó y Manny guardó silencio. De todas maneras, fue a Thad a quien vigiló. Habitualmente era un chico tímido, pero ese día lo notó distinto: estaba cabizbajo y arrastraba los pies. Tomó asiento con gran cuidado. Brooke parpadeó, pues no le gustó nada la imagen que comenzó a formarse en su mente. Miró de soslayo a Jeff, que hizo una mueca con una actitud de cruel diversión que le heló la sangre.

– Buenos días, profesora -saludó Jeff arrastrando las palabras-. Parece que la pandilla está al completo.

En lugar de bajar la mirada, Brooke lo desafió en silencio hasta que los ojos del chico se clavaron en sus pechos. «Que Dios nos ayude cuando salga». Era una frase corriente que todos los profesores repetían. Recordó lo que Devin había dicho la víspera: Jeff volvería a cometer un delito y estaría nuevamente entre rejas un mes después de dejar el centro.

Brooke no quería ser la víctima de ese delito.

– Abrid los libros -dijo-. Hoy hablaremos del capítulo tres.

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