Capítulo 8

Hacia el 15 de junio, cuando apenas faltaba una semana para que comenzase el juicio, los periódicos comenzaron a publicar de nuevo noticias sobre el caso Carlyon.

Se ofrecían conjeturas sobre lo que se revelaría durante el proceso, los testigos sorpresa que aportaría la defensa, los argumentos de la acusación y los detalles personales de las personas que declararían. Thaddeus Carlyon había sido un héroe, y su asesinato, así como las circunstancias en que se había producido, había conmocionado profundamente a la sociedad. Debía de existir una explicación que desentrañase el enigma y restableciese el equilibrio de la opinión pública.

Hester cenó de nuevo en casa de los Carlyon, no tanto porque la considerasen una amiga íntima de la familia como porque había sido ella quien había recomendado a Oliver Rathbone, y todos deseaban saber más cosas sobre él, así como los procedimientos que emplearía para defender a Alexandra.

Fue una velada tensa. Hester había aceptado la invitación aunque no podía contarles nada sobre Rathbone, excepto mencionar su integridad y sus éxitos, lo que a buen seguro Peverell conocía. Sin embargo no había perdido la esperanza y pretendía enterarse de cualquier hecho, por nimio que pareciese, que ayudase a descubrir el verdadero móvil del asesinato. Dudaba de si valdría la pena indagar sobre la personalidad del general.

– Ojalá conociera mejor a Rathbone -exclamó Randolf de mal talante al tiempo que recorría con la mirada toda la mesa pero sin fijarse en nadie en particular-. ¿Quién es? ¿De dónde ha salido?

– ¿Qué demonios importa eso, papá? -le replicó Edith-. Es el mejor. Si hay alguien que pueda ayudar a Alexandra, ése es Rathbone.

– ¡Ayudar a Alexandra! -Randolf la miró con ceño enfadado-. Querida, Alexandra asesinó a tu hermano porque estaba convencida de que tenía un romance con otra mujer. Si hubiera sido cierto, debería haberlo aceptado como una señora y mantenerlo en silencio pero, como todos sabemos, el general no mantenía relaciones con otra mujer -añadió con tono afligido-. Lo peor que puede ocurrirle a una dama es que sienta celos. Esa maldición ha caído sobre otras personas más que respetables. De todos modos, el hecho de que Alexandra asesinase por celos a uno de los hombres más admirados de su generación supone una verdadera tragedia.

– Lo que necesitamos saber -intervino Felicia con tranquilidad- son los argumentos que utilizará para defenderla. -Se volvió hacia Hester-. Usted conoce bien a Rathbone, señorita Latterly. -Se percató de que Damaris la miraba-. Lo siento -agregó con frialdad-. No me he expresado correctamente. No pretendía decir eso. -Parpadeó y observó a Hester-. Lo conoce lo suficiente para recomendárnoslo. ¿Cree que es una persona moralmente decente? ¿Puede asegurarnos que no intentará calumniar a nuestro hijo para así justificar el que su esposa lo asesinase?

Hester se sorprendió. No se lo esperaba, pero tras reflexionar unos segundos comprendió la actitud de los Carlyon. No era una pregunta que estuviese fuera de lugar.

– No puedo responder de su conducta, señora Carlyon -contestó con suma seriedad-. No trabaja para nosotros, sino para Alexandra. -Era consciente del dolor de Felicia. Él hecho de que no le gustase no implicaba que no comprendiera la realidad y el dolor que sentía-. Sin embargo, dudo que acuse al general de algo que no pueda demostrar -prosiguió-. Me temo que eso pondría al jurado en su contra. Aun así, si el general hubiera sido el más malvado, desconsiderado, desagradable y vil de los hombres, pero no hubiera puesto en peligro la vida de Alexandra o la de su hijo, sería absurdo censurar su comportamiento, porque no justificaría en absoluto que Alexandra lo asesinase.

Felicia se reclinó en el asiento más tranquila.

– Me alegro y supongo que, dadas las circunstancias, es lo que todos deseamos. Si Rathbone actúa con sentido común, alegará que Alexandra ha perdido el juicio y confiará en que el jurado se apiade de ella. -Tragó saliva y levantó el mentón-. Thaddeus era muy respetuoso con los demás, un auténtico caballero. -Felicia estaba visiblemente emocionada-. Nunca la maltrató, ni siquiera cuando ella lo provocaba, y me consta que lo provocaba. Alexandra era frívola, desconsiderada y se negaba a comprender que Thaddeus tenía que partir al extranjero para servir a la reina y al país.

– Debería usted leer alguna de las cartas de pésame que hemos recibido -dijo Randolf, dejó escapar un suspiro-. Esta misma mañana, llegó una de un sargento que estaba en el ejército de la India y lo conoció. Acababa de enterarse de la noticia, pobre. Estaba destrozado. En la carta afirma que Thaddeus era el mejor oficial que jamás había conocido. Menciona el valor que infundía a sus hombres. -Parpadeó e inclinó la cabeza. Su voz adquirió un tono grave, y Hester no supo si era a causa del dolor o una mezcla de pena y autocompasión-. Explica que logró que sus soldados no perdieran la esperanza cuando un grupo de salvajes, que aullaban como demonios, los rodeó. -Tenía la mirada perdida, como si no viese el aparador con la porcelana de Coalport que tenía delante, sino una árida llanura bajo el sol de la India-. Apenas les quedaban municiones y estaban convencidos de que morirían, pero Thaddeus hizo que se sintieran orgullosos de ser británicos y de entregar sus vidas por la reina. -Suspiró de nuevo.

Peverell sonrió con tristeza. Edith hizo una mueca que reflejaba dolor y vergüenza a la vez.

– Supongo que eso le servirá de consuelo -repuso Hester, que acto seguido se percató de que sus palabras sonaban falsas-. Quiero decir que el hecho de saber que lo admiraban le servirá de consuelo.

– Ya lo sabíamos -replicó Felicia sin mirarla-. Todos admiraban a Thaddeus. Tenía carisma de líder. Sus oficiales creían que era un héroe y sus soldados le habrían seguido a cualquier lugar. Tenía el don del mando, ¿comprende? -Observó a Hester con los ojos bien abiertos-. Inspiraba lealtad porque siempre había sido justo. Castigaba la cobardía y la falta de honradez y elogiaba el valor, el honor y el deber. Nunca denegó a nadie sus derechos y tampoco acusó a nadie sin estar seguro de su culpabilidad. Imponía una rígida disciplina, pero sus hombres lo amaban precisamente por eso.

– En el ejército es necesaria-afirmó Randolf mientras miraba a Hester-. ¿Sabe usted lo que ocurre cuando falta la disciplina, jovencita? El ejército se viene abajo durante las contiendas. Cada soldado toma sus propias decisiones, y eso atenta contra el espíritu británico. ¡Es espantoso! Un soldado debe obedecer siempre a su superior… sin vacilar.

– Sí, lo sé -dijo Hester sin pensar, pero de manera sentida-. A veces esa actitud propicia un final glorioso, pero otras conduce a un desastre absoluto.

A Randolf se le ensombreció el semblante.

– ¿A qué demonios se refiere, jovencita? ¿Acaso sabe lo que dice? ¡Menuda impertinencia! Le diré que combatí en la guerra de la independencia española y en la batalla de Waterloo contra el emperador de Francia, y también le ganamos.

– Sí, coronel Carlyon. -Hester lo miró sin pestañear. Se compadeció de él; era anciano, había perdido a un ser querido y se estaba convirtiendo en un sensiblero. Sin embargo no dio su brazo a torcer-. En nuestra historia no ha habido campañas más brillantes, pero los tiempos han cambiado, y algunos de nuestros oficiales parecen no haberse percatado. Lucharon en la guerra de Crimea con las mismas tácticas, pero no fueron suficientes. La obediencia ciega de un soldado sólo es buena cuando su superior está a la altura de las circunstancias y sabe desenvolverse en la contienda.

– Thaddeus fue un general ejemplar -afirmó Felicia con frialdad-. Nunca sufrió una derrota importante y ningún soldado murió por culpa de su incompetencia.

– En efecto -añadió Randolf, que se encogió en la silla.

– Todos sabemos que fue un gran militar, papá -intervino Edith-. Me alegro de que los hombres que sirvieron con él hayan escrito para expresar el dolor que les causa su muerte. Es maravilloso que lo admiraran tanto.

– Era algo más que admiración -matizó Felicia-. También lo apreciaban.

– Las necrológicas han sido todas laudatorias -señaló Peverell-. Pocas personas han recibido al morir tantas muestras de respeto.

– Es terrible que se haya permitido que la tragedia llegase tan lejos -declaró Felicia al tiempo que parpadeaba como si tratase de contener las lágrimas.

– No sé a qué te refieres -Damaris la miró con perplejidad-. ¿Llegase adonde?

– Al juicio, naturalmente. -Felicia frunció el entrecejo-. Habría que haber evitado que llegase tan lejos. -Se volvió hacia Peverell-. Y te culpo a ti. Esperaba que encontraras la manera de impedir que el recuerdo de Thaddeus estuviese sujeto a conjeturas vulgares y que la locura de Alexandra y, debo decirlo, su maldad, se hiciesen públicas, para que los demás no se regocijasen. Como abogado, deberías haber sido capaz de evitarlo y, como miembro de esta familia, pensaba que nos demostrarías tu lealtad y cumplirías con tus obligaciones.

– Eso no es justo -replicó Damaris con evidente enojo-. El hecho de que sea abogado no implica que pueda hacer lo que quiera con la ley; más bien al contrario. Peverell cree en la justicia, y para él es una obligación ¡No sé qué esperabas que hiciera!

– Esperaba que demostrara que Alexandra ha perdido la cordura y no está en condiciones de acudir a un juicio -espetó Felicia-, en lugar de animarla a contratar a un abogado que hará públicas nuestras vidas y revelará nuestros sentimientos más íntimos a un grupo de personas normales para que así decidan lo que ya sabemos… que Alexandra asesinó a Thaddeus. ¡Por el amor de Dios, ni siquiera lo niega!

Cassian estaba pálido y miraba a su abuela.

– ¿Por qué? -preguntó.

Hester y Felicia respondieron a la vez.

– No lo sabemos -contestó Hester.

– Porque está enferma -aseguró Felicia, que se volvió hacia Cassian-. Hay enfermedades que afectan al cuerpo y otras a la mente. Tu madre está enferma del cerebro y por eso ha hecho algo terrible. Será mejor que nunca más vuelvas a pensar en eso. -Felicia tendió la mano con gesto vacilante para acariciarlo, pero luego cambió de idea-. Sé que será difícil, pero eres un Carlyon y un muchacho valiente. Piensa en tu padre; era un gran hombre y se sentía muy orgulloso de ti. Tienes que crecer y ser como él. -Estaba a punto de llorar, pero hizo un esfuerzo terrible y visiblemente doloroso-. Puedes hacerlo. Te ayudaremos…, tu abuelo y yo, y tus tíos.

Cassian dirigió una mirada a su abuelo con expresión sombría, luego esbozó una sonrisa tímida e indecisa y los ojos se le llenaron de lágrimas. Tragó saliva y los demás desviaron la vista para no incomodarlo más.

– ¿Lo llamarán a declarar? -preguntó Damaris con inquietud.

– Desde luego que no. -Felicia rechazó de plano la idea-. ¿Qué demonios podría decir?

Damaris se volvió hacia Peverell con expresión inquisitiva.

– No lo sé -respondió-, aunque lo dudo.

Felicia lo miró.

– ¡Por el amor de Dios, haz algo útil! ¡Impídelo! ¡Sólo tiene ocho años!

– No puedo impedirlo, suegra -replicó con paciencia-. Si la acusación o la defensa desean que comparezca, será el juez quien decida si Cassian está capacitado para declarar. Si opina que puede hacerlo, Cassian tendrá que presentarse.

– No deberías haber permitido que se celebrase el juicio. Alexandra se ha declarado culpable. ¿De qué servirá que el maldito caso vaya a los tribunales? La ahorcarán de todos modos. -Paseó la vista por la mesa-. ¡No me mires de esa manera, Damaris! La pobre criatura tendrá que saberlo algún día. Quizá sería mejor si no le mintiésemos y se lo dijéramos ahora. Si Peverell se hubiera encargado de que la internaran en Bedlam, ahora no tendríamos que afrontar este problema.

– ¿Acaso podía hacerlo? -preguntó Damaris-. No es médico.

– De todos modos, no creo que esté loca -intervino Edith.

– Cállate -ordenó Felicia que brusquedad-. Nadie te ha pedido la opinión. De haber estado cuerda, ¿por qué habría asesinado a tu hermano?

– No lo sé -admitió Edith-. No obstante, tiene derecho a que la defiendan. Y Peverell, o cualquier otra persona, debería desear…

– Tu hermano debería ser tu primera preocupación -dijo Felicia con determinación-. Y la segunda, el honor de la familia. Eras muy pequeña cuando las obligaciones del ejército lo alejaron de aquí por primera vez, pero ya entonces sabías que era un hombre valiente y honrado. -Le tembló la voz-. ¿Acaso esos recuerdos no son para ti más que un simple ejercicio intelectual? ¿Dónde están tus sentimientos, jovencita?

Edith se ruborizó con expresión afligida.

– Ya no puedo ayudar a Thaddeus, mamá.

– Y tampoco a Alexandra -señaló Felicia.

– A todos nos consta que Thaddeus era una gran persona -terció Damaris con tono conciliador-. A Edith también, pero no lo conoció como yo. Todos le elogiaban porque era amable y comprensivo y, aunque imponía a sus soldados una férrea disciplina y los trataba con severidad, con los demás se comportaba de otra manera. Era… -Se interrumpió de repente, esbozó una sonrisa, suspiró y se mordió el labio. Su rostro traslucía dolor. Evitó la mirada de Peverell.

– Somos conscientes de que apreciabas a tu hermano, Damaris -susurró Felicia-, pero creo que ya has dicho bastante. Será mejor que no volvamos a hablar de ese episodio en particular… supongo que estarás de acuerdo.

Randolf parecía confuso. Comenzó a hablar y enseguida se interrumpió. De todos modos nadie le prestaba atención.

Edith observó a Damaris y luego a Felicia. Peverell daba la impresión de querer decir algo a su esposa, pero ésta miraba a todos los comensales menos a él.

Damaris clavó la vista en su madre, como si acabara, de descubrir algo que le resultaba increíble. Pestañeó y arrugó la frente.

Felicia esbozó una sonrisa sarcástica. Poco a poco el asombro disminuyó y otra emoción aún más profunda se reflejó en el rostro turbado de Damaris. Hester intuyó que se trataba de miedo.

– ¿Ris? -dijo Edith con tono vacilante. No sabía por qué, pero tenía la certeza de que su hermana estaba sufriendo, y quería ayudarla.

– Por supuesto-Damaris habló, sin apartar la mirada de su madre-. No pensaba mencionar el incidente. -Tragó saliva-: Estaba recordando que Thaddeus podía llegar a ser… muy amable. Parecía… parecía el momento más apropiado… para pensar en eso.

– Habría sido mejor -señaló Felicia- que te hubieses limitado a pensarlo, pero puesto que ya has aludido a él, yo en tu lugar daría el asunto por zanjado. Apreciamos lo que has dicho sobre las virtudes de tu hermano.

– No sé de qué habláis -dijo Randolf enfurruñado-. De amabilidad -explicó su esposa con paciencia y tono cansino-. Damaris acaba de decir que Thaddeus se mostraba en ocasiones sumamente amable. Solemos olvidar ese aspecto de su personalidad cuando hablamos del valiente soldado que era. -Se emocionó de nuevo-. Deberían recordarse todas las virtudes de un gran hombre, no sólo las públicas -concluyó con la voz quebrada.

– Desde luego. -Su esposo la miró con el entrecejo fruncido al percatarse de que se había distraído, aunque no sabía cómo ni por qué-. Nadie dice lo contrario.

Felicia consideró que ya se había hablado bastante del tema. Si Randolf no lo comprendía, no estaba dispuesta a explicárselo. Se volvió hacia Hester.

– Señorita Latterly, puesto que, como ha dicho mi marido, los celos constituyen uno de los pecados capitales y convierten a la mujer en un ser inferior al hombre, le importaría comentarnos qué argumentos empleará el señor Rathbone para defender a Alexandra? -Felicia observó a Hester con la misma frialdad y valentía con la que hubiera mirado al propio juez-. Supongo que no se mostrará imprudente ni tratará de culpar a otra persona para probar la inocencia de Alexandra.

– Eso sería absurdo -afirmó Hester, consciente de que Cassian la observaba con cierta hostilidad-. Alexandra se ha declarado culpable y existen pruebas irrefutables de su culpabilidad. La defensa analizará las circunstancias con el propósito de descubrir el móvil.

– Entiendo. -Felicia arqueó las cejas-. ¿Y qué motivo cree el señor Rathbone que podría justificar semejante acto? ¿Cómo se propone demostrarlo?

– No lo sé -Hester la miró aparentando una seguridad que no sentía en absoluto-. No tengo por qué saberlo, señora Carlyon. Mi única relación con esta tragedia es mi amistad con Edith, y espero que la suya. Sugerí el nombre del señor Rathbone antes de que se supiera con certeza que Alexandra era culpable. De todos modos lo habría recomendado porque Alexandra necesita a un abogado que la defienda, sea cual sea su situación.

– No le conviene que la convenzan de que luche por una causa perdida -dijo Felicia con tono cortante- ni que le hagan creer que puede evitar su destino. Eso constituiría una crueldad gratuita, señorita Latterly; atormentaría a la pobre criatura y retrasaría su muerte para entretener a la multitud.

Hester se sonrojó; se sentía demasiado culpable para replicar a Felicia.

Fue Peverell quien la ayudó.

– ¿Ejecutaría usted con rapidez a los acusados,, para así evitarles el tormento y los esfuerzos por Conseguir la absolución? Dudo mucho de que ellos compartan su opinión.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Felicia-. Tal vez Alexandra lo habría preferido, pero le habéis privado de esa posibilidad.

– Le hemos ofrecido los servicios de un abogado -replicó Peverell, que no pensaba dar el brazo a torcer-, pero no le hemos dicho cómo tiene que declararse.

– Pues tendríais que haberlo hecho. Si Alexandra se hubiese declarado culpable desde un principio, quizás este triste asunto hubiera acabado hace tiempo. Ahora tendremos que acudir a los tribunales y comportarnos con la mayor dignidad posible. Supongo que, puesto que te encontrabas presente en aquella fatídica velada, deberás testificar.

– Así es, no tengo otra elección.

– ¿Para la acusación? -preguntó Felicia.

– Si declaras, es probable que Damaris no haya de comparecer. ¡Gracias a Dios! Aunque no sé si lo que les contarás servirá de algo -añadió con tono interrogante, y Hester dedujo por su expresión que preguntaba a Peverell qué pensaba decir en el juicio y, a la vez, le advertía que la lealtad, la confianza y los lazos familiares estaban por encima de todo.

– Yo tampoco lo sé, suegra -admitió Peverell-. Probablemente sólo tendré que explicar dónde estaba cada uno en un momento dado. Tal vez deba declarar que Alex y Thaddeus parecían haber discutido, que Louisa Furnival fue con Thaddeus a la planta superior y que Alex no le gustó en absoluto que subieran solos.

– ¿Contarás eso? -inquirió Edith aterrada.

– Si me lo preguntan, no tendré más remedio -dijo a modo de disculpa-. Eso fue lo que vi.

– Pero Pev…

Él se inclinó.

– Querida, ya lo saben todos. Maxim y Louisa declararán lo mismo, al igual que Fenton Pole, Charles y Sarah Hargrave…

Damaris había palidecido. Edith se cubrió el rostro con las manos.

– Será terrible.

– Por supuesto que lo será -afirmó Felicia con la voz quebrada-. Por eso hemos de meditar con suma cautela qué vamos a decir; tenemos que limitarnos a contar la verdad y evitar comentarios maliciosos e indecorosos, sintamos lo que sintamos. Responderemos sólo a lo que nos pregunten, con precisión y exactitud, y en todo momento recordaremos quiénes somos.

Damaris tragó saliva. Cassian la observó boquiabierto. Randolf se irguió.

– No debemos expresar nuestra opinión -prosiguió Felicia-. Recordad que los periodistas escribirán todo cuanto contemos y a buen seguro lo tergiversarán; no hay modo de impedirlo. Hemos de cuidar las formas, el vocabulario, y evitar las mentiras, las evasivas, las risas, los desmayos y las lágrimas, pues de lo contrario haremos el ridículo. Alexandra es la acusada, pero se someterá a juicio a toda la familia.

– Gracias, querida. -Randolf la miró con una mezcla de gratitud y sobrecogimiento que por unos instantes a Hester le pareció miedo-. Como siempre, has obrado de la forma más adecuada.

Felicia guardó silencio. Una expresión de dolor ensombreció su rostro, pero desapareció de inmediato, pues no debía consentir que aflorasen sus emociones. No podía permitírselo.

– Sí, mamá -dijo Damaris con tono sumiso-. Procuremos comportarnos con dignidad y honradez.

– Tú no tendrás que declarar -afirmó Felicia sin demasiada convicción. Ambas se miraron con fijeza-. Si decides asistir al juicio, no cabe duda de que algún entremetido te reconocerá como miembro de la familia Carlyon.

– ¿Yo tendré que ir, abuela? -preguntó Cassian con preocupación.

– No, querido. Te quedarás aquí, con la señorita Buchan.

– ¿Mamá no quiere que vaya? -No, desea que te quedes aquí, estarás mejor. Te contaremos todo lo que tengas que saber. -Se volvió de nuevo hacia Peverell y comenzó a hablar sobre el testamento del general, un documento bastante simple, que Apenas necesitaba explicación, pero Felicia probablemente consideró oportuno cambiar de tema.

Todos continuaron con la cena, que hasta el momento habían comido de manera mecánica. De hecho Hester no se había percatado de lo que había ingerido ni cuántos platos habían servido.

Hester pensó en Damaris, en el sentimiento intenso, casi apasionado, que había reflejado su rostro, que había pasado con rapidez del dolor al asombro, luego al miedo y de nuevo al dolor.

Monk le había informado de que varias personas habían declarado que Damaris se había comportado de manera sumamente emotiva, rayando en la histeria, durante la velada en la que el general había sido asesinado y que su actitud hacia Maxim Furnival había sido más que insultante.

¿Por qué? Peverell parecía desconocer el motivo y tampoco había logrado consolarla o ayudarla.

¿Cabía la posibilidad de que supiera lo que iba a Ocurrir? ¿Acaso lo había visto? No, nadie lo había visto, y Damaris se había mostrado preocupada mucho antes de que Alexandra siguiera a Thaddeus a la planta superior. ¿Y por qué estaba enfadada con Maxim?

¿Acaso sabía Damaris que el móvil del crimen no eran los celos? De ser así, tal vez hubiera previsto lo que ocurrió.

¿Por qué no había dicho nada? ¿Por qué creía que Peverell y ella no podían haberlo impedido? Resultaba evidente que Peverell ignoraba qué inquietaba a Damaris; la expresión de su mirada cuando la contemplaba era una prueba elocuente de su desconocimiento.

¿Se trataba de la misma fuerza o miedo que había impulsado a Alexandra a no desvelar la verdad aun a sabiendas de que la ahorcarían?

Hester se retiró y se dirigió junto con Edith hacia su sala de estar. Damaris y Peverell ocupaban un ala de la casa, donde solían quedarse en lugar de compartir con el resto de la familia las habitaciones principales. Hester pensó que Peverell se había resignado a alojarse en la residencia de los Carlyon porque no podía brindar a Damaris tantas comodidades. No obstante, no parecía muy propio del carácter de ésta que prefiriese el lujo que le ofrecían sus padres a la independencia e intimidad de una vivienda más modesta. En todo caso, Hester no estaba acostumbrada a la magnificencia, por lo que ignoraba cuan difícil resultaba abandonarla.

Nada más cerrar la puerta de la sala de estar, Edith se arrojo sobre el sofá más largo, dobló las piernas y se sentó sobre ellas a pesar de lo poco elegante de la postura y de que se le arrugaría la falda. Miró a Hester con expresión consternada.

– Hester… ¡será terrible!

– Sin duda -admitió Hester-. Sea cual fuere el veredicto, el juicio será una experiencia desagradable. Ha habido un asesinato, y eso es una tragedia, no importa quién lo haya cometido o por qué.

– Porque… -Edith se rodeó las rodillas con los brazos y clavó la mirada en el suelo-. Ni siquiera lo sabemos, ¿verdad?

– No, no lo sabemos -dijo Hester al tiempo que observaba a su amiga-. ¿Crees que Damaris podría saberlo?

Edith dio un respingo.

– ¿Damaris? ¿Por qué? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué lo dices?

– Aquella noche sabía algo. Estaba muy alterada casi histérica, según nos han contado.

– ¿Quién ha explicado eso? Pev no nos dijo nada. -Al parecer Peverell ignoraba el motivo. El caso es que, de acuerdo con las averiguaciones de Monk, desde primera hora de la tarde, mucho antes de que asesinaran al general, Damaris estaba tan nerviosa que apenas lograba controlarse. No sé por qué no había pensado antes en esa posibilidad, pero tal vez conociese la razón por la que Alexandra asesinó al general. Quizá temiese, antes del asesinato, que Alexandra lo matara.

– Sin embargo, si lo sabía… -dijo Edith con expresión angustiada-. No… lo habría impedido. ¿Insinúas que… que Damaris participó en el asesinato?

– No, desde luego que no -se apresuró a responder Hester-. Tan sólo planteaba la posibilidad de que temiera que ocurriese, que su inquietud obedeciera a que sabía el motivo por el que Alexandra pensaba cometer un acto tan terrible. De ser así, y se trata de algo tan Secreto que Alexandra prefiere morir en la horca a revelarlo, creo que Damaris respetaría sus sentimientos y tampoco lo revelaría.

– Sí -admitió Edith, que había palidecido-. Sí, no lo haría. Sería una forma de mantener intacta la reputación. Sin embargo, no acierto a adivinar de qué se trata. No logro imaginar nada tan… tan terrible, tan inquietante… -Se interrumpió al no encontrar las palabras que expresasen sus pensamientos.

– Yo tampoco. Aún así existe un motivo… o debería existir… ¿Acaso es ésa la razón por la que Alexandra se niega a explicar por qué asesinó al general?

– No lo sé -Edith apoyó la cabeza, sobre las rodillas.

Alguien llamó a la puerta con fuerza.

Edith alzó la mirada, sorprendida. Los criados no llamaban así a las puertas.

– ¿Sí? -Bajó los pies del sofá y se sentó-. Entre.

La puerta se abrió y entró Cassian, que estaba pálido y asustado.

– ¡Tía Edith, la señorita Buchan y la cocinera están riñendo de nuevo! -exclamó con voz entrecortada y aguda-. ¡La cocinera tiene un cuchillo de trinchar!

– Oh… -Edith murmuró una palabra impropia de una dama y se levantó. Cassian se acercó a ella, que lo rodeó con un brazo-. No te preocupes, yo me ocuparé de todo. Quédate aquí. Hester… -Ésta ya se había puesto en pie-. Ven conmigo, por favor-pidió Edith-. Si es tan serio como dice Cassian, tendremos que ir las dos. ¡Quédate aquí, Cas! ¡Te prometo que no pasará nada! -Acto seguido salió de la sala de estar y se dirigió hacia el rellano trasero. Antes de que hubieran llegado a las escaleras del servicio, comprobaron que Cassian estaba en lo cierto.

– ¡No deberías estar aquí, maldita vieja! ¡Tendrían que haberte sacado a pastar como la vieja yegua que eres!

– ¡Y a ti deberían haberte dejado en la pocilga, cerda gorda!

– Conque gorda, ¿eh? ¿Y qué hombre te miraría, viejo saco de huesos? ¡No me extraña que te hayas pasado la vida cuidando los niños de otras personas! ¡Nadie querría tener uno contigo!

– ¿Y dónde están los tuyos? Tienes uno al año… No me extrañaría que estuvieran correteando por el establo como gorrinos.

– ¡Te sacaré las tripas, vieja amargada! ¡Ah!

Se oyó un grito, seguido de risas.

– ¡Maldita sea! -exclamó Edith con exasperación-. |Parece peor de lo normal!

– ¡Has fallado! -El tono delataba regocijo-. ¡Borracha! ¡No podrías golpear la puerta del granero ni aunque la tuvieras delante… Cerda bizca!

– ¡Ah!

A continuación chillaron la pinche de cocina y el lacayo.


* * *

Edith bajó a toda prisa el último tramo de las escaleras, seguida de Hester. Instantes después vieron a la señorita Buchan, que caminaba hacia ellas de lado y mirando hacia atrás; unos metros más allá estaba la cocinera, que tenía el rostro encendido y blandía un cuchillo de trinchar.

– ¡Cerda borracha! -gritó con furia la cocinera al tiempo que movía el cuchillo sin importarle herir al lacayo que intentaba acercarse para detenerla.

– ¡Gorda beoda! -replicó la señorita Buchan al tiempo que se inclinaba.

– ¡Basta! -ordenó Edith con tono autoritario-. ¡Basta ya!

– Mejor que se deshaga de ella. -La cocinera miró a Edith mientras señalaba a la señorita Buchan con el cuchillo-. No es una buena influencia para el niño. ¡Pobre criatura!

La pinche se lamentó de nuevo y se introdujo las juntas del delantal en la boca.

– ¡No sabes lo que dices, gorda estúpida! -espetó la señorita Buchan con expresión furibunda-. Sólo sabes atiborrarte de pasteles… como si eso sirviera de algo.

– Cállense-ordenó Edith-. ¡Cállense de una vez!

– ¡Y tú no haces más que seguirlo a todos lados, ¡vieja bruja! -La cocinera continuó vociferando sin prestar atención a Edith-. Nunca dejas tranquila a la pobre criatura. No sé qué te pasa.

– ¡No lo sabes! -replicó la señorita Buchan-, claro que no, estúpida glotona. No sabes nada, y nunca lo has sabido.

– ¡Tú tampoco, vieja inútil! -La cocinera blandió el cuchillo de nuevo. El lacayo se apresuró a retroceder y perdió el equilibrio-. Te pasas el día ahí arriba, tramando ideas diabólicas -prosiguió sin percatarse de los criados que acudían al pasillo-, y luego bajas aquí, con las personas decentes, y crees que lo sabes todo. -Actuaba como si Edith no estuviera presente-. Tenías que haber nacido hace cien años… Entonces te habrían quemado. Te lo habrías merecido. Pobre criatura. No deberían permitir que te acercaras a él.

– Tú eres una ignorante -bramó la señorita Buchan-, tan ignorante como los cerdos a los que te pareces… Te pasas el día comiendo y bebiendo. Lo único que te importa es tener la barriga bien llena. No sabes nada. Crees que si un niño tiene comida en el plato ya no necesita nada más, y que si se la come es que está sano. ¡Ja! -Miró alrededor en busca de algún objeto para lanzárselo y, puesto que estaba en las escaleras, no vio nada-. ¡Crees que lo sabes todo y no sabes nada de nada!

– ¡Buckie, cállese! -ordenó Edith a voz en cuello.

– Eso es, señorita Edith -la animó la cocinera-. ¡Dígale que cierre esa boca malvada! ¡Debería deshacerse de ella! ¡Despídala! Es una tonta. Tantos años cuidando los niños de otras personas han hecho que se vuelva tonta. No hace ningún bien al pobre niño. La pobre criatura ha perdido a sus padres y ahora tiene que soportar a esta vieja bruja. Lo volverá loco. ¿Sabe lo que le ha estado diciendo? ¿Lo sabe?

– No, ni quiero saberlo -respondió Edith con aspereza-. ¡Cállese!

– ¡Pues debería saberlo! -Le brillaban los ojos y se le había soltado casi todo el pelo de las horquillas que lo sujetaban-. ¡Si nadie piensa decírselo, lo haré yo! Ha confundido tanto al niño que el pobre no sabe qué penar. Su abuela le dice que su padre ha muerto, que tiene que olvidar a su madre porque se ha vuelto loca y ha asesinado a su padre, que la ahorcarán por eso y, gracias a Dios, todos sabemos que ésa es la verdad.

El lacayo, que había recuperado el equilibrio, se aproximó a ella de nuevo. La cocinera le dio un manotazo de forma casi inconsciente.

– Entonces llega este arrugado saco de huesos -prosiguió como si no hubiera sucedido nada-, y le dice que su madre lo quiere mucho, que no es una mujer malvada. ¿Qué va a pensar el pequeño? -Cada vez alzaba más la voz-. Ya no sabe si se va o se queda, quién es bueno y quién es malo, tampoco la verdad. -Sacó del bolsillo del delantal un trapo de cocina y se lo lanzó a la señorita Buchan.

La golpeó en el pecho antes de caer al suelo. La anciana, que estaba pálida y tenía los ojos brillantes, no se inmutó. Había cerrado sus manos huesudas.

– Vieja entremetida -espetó de pronto-, no sabes nada de nada. Deberías ocuparte de las ollas y las cacerolas. Tu obligación es limpiar a fondo las ollas, restregar las cacerolas, cortar las verduras, ¡comida, comida, comida! Ocúpate de darles de comer… y yo me ocuparé de lo que piensan.

– Buckie, ¿qué ha dicho al señorito Cassian? -le preguntó Edith.

La señorita Buchan se puso muy lívida.

– Sólo le he dicho que su madre no es una mujer malvada, señorita Edith. Nadie debería decir a un niño que su madre es muy mala y no le quiere.

– ¡Asesinó a su padre, vieja estúpida! -intervino la cocinera-. ¡La ahorcarán por eso! ¿Cómo quieres que entienda si no le decimos que es mala, pobre criatura?

– Ya lo veremos. Ha contratado al mejor abogado de Londres -repuso la señorita Buchan-. Aún no está todo dicho.

– Por supuesto que está todo dicho -repuso la cocinera-. La ahorcarán, como tienen que hacer. ¿En qué se convertiría la ciudad si las mujeres matasen a sus maridos cada vez que se volviesen locas… y no les pasara nada?

– Existen cosas peores que el asesinato -afirmó la señorita Buchan con expresión sombría-. No sabes nada de nada.

– ¡Ya está bien! -Edith se interpuso entre las dos-. Cocinera, regrese a la cocina y haga su trabajo. ¿me oye?

– Debería deshacerse de ella -repitió la cocinera mientras miraba a la señorita Buchan por encima del hombro de Edith-. Escúcheme, señorita Edith, ella es una…

– ¡Basta! -Edith la tomó por los brazos, la obligó a volverse y la empujó hacia las escaleras.

– Señorita Buchan -intervino Hester-, creo que deberíamos dejarla tranquila. Si la cocinera tiene que preparar la cena, debería regresar a la cocina para comenzar los preparativos. -Al ver que la señorita Buchan la miraba en silencio, prosiguió-: De todos modos, no creo que valga la pena seguir discutiendo. La cocinera no la escucha y, si quiere que le diga la verdad, creo que, aunque la escuchara, no entendería nada.

La señorita Buchan vaciló, la observó con detenimiento, luego miró a la cocinera, a quien Edith sujetaba, y de nuevo a Hester.

– Dígame -continuó Hester-, ¿cuánto hace que conoce a la cocinera? ¿Alguna vez la ha escuchado o ha comprendido lo que usted le decía?

La anciana suspiró y, más calmada ya, dio media vuelta para subir por las escaleras con Hester.

– Nunca -le respondió con cansancio-. Idiota -murmuró.

Se dirigieron a la planta donde se encontraban la sala de estudio y la sala de estar de la señorita Buchan. Hester entró después de ella y cerró la puerta. La señorita Buchan se acercó a la ventana y contempló las hojas de los árboles que el viento mecía en el exterior.

Hester no sabía muy bien cómo comenzar. Tenía que actuar con tacto y sutileza para evitar ciertas palabras, pero tal vez, sólo tal vez, la verdad estaba a su alcance.

– Me alegro de que dijera a Cassian que su madre no es malvada -declaró con tono desenfadado. Advirtió que la mujer se enderezaba y tensaba la espalda. No debía precipitarse. Ni aun estando encolerizada, la señorita Buchan había revelado nada, y parecía poco probable que lo hiciera ante una desconocida-. A un niño no se le pueden decir esas cosas.

– Por supuesto que no -admitió la señorita Buchan sin apartar la vista de la ventana.

– Sin embargo, según tengo entendido, Cassian apreciaba a su padre.

La señorita Buchan no dijo nada.

– Es usted muy considerada al hablarle bien de la señora Carlyon -prosiguió Hester, que confiaba en no equivocarse ni cometer ningún error-. Debía de sentir usted un gran afecto por el general… al fin y al cabo supongo que lo conoció cuando era niño. -Deseaba que su conjetura fuese cierta. ¿Acaso no había sido la señorita Buchan su institutriz?

– Así es -susurró la anciana-. Era igual que el señorito Cassian.

– ¿De veras? -Hester se sentó como si pensara quedarse un buen rato. La señorita Buchan permaneció inmóvil junto a la ventana-. ¿Se acuerda bien del general? ¿Era de tez blanca, como Cassian? -Un pensamiento impreciso se formó en la mente de Hester-. A veces las personas se parecen aunque la piel o los rasgos sean diferentes. Es una cuestión de gestos, el tono de la voz…

– Sí. -La señorita Buchan se volvió hacia Hester con una sonrisa-. Thaddeus te miraba de la misma manera que Cassian, como si tratase de adivinar lo que pensabas.

– ¿Apreciaba también a su padre? -Hester intentó imaginarse a Randolf joven, orgulloso de su único hijo, pasando el tiempo con él, contándole todos los detalles de las grandes campañas en que había participado; y al niño disfrutando de su compañía y admirando su valor.

– De igual modo -contestó la señorita Buchan con una fugaz y extraña expresión de enojo que Hester apenas percibió.

– ¿Y a su madre? -inquirió Hester, sin saber qué preguntaría a continuación.

La señorita Buchan la miró y luego volvió a contemplar el paisaje a través de la ventana; su semblante reflejaba dolor.

– La señora Felicia era distinta de la señora Alexandra -respondió a puntó de llorar-. Pobre criatura. Que Dios la perdone.

– Aun así, ¿siente pena por ella? -dijo Hester con dulzura y respeto.

– Por supuesto -contestó la señorita Buchan con una sonrisa de tristeza-. Uno sabe lo que le han enseñado, lo que le han contado. Está completamente solo. ¿A quién se puede consultar? Uno hace lo que piensa… y sopesa lo que más valora. Unidad: un único rostro a la vista de los demás. Se pueden perder demasiadas cosas. Ella carecía del valor para…

Hester no comprendía lo que le explicaba. Había logrado entender algunas partes, pero en cuanto añadía algo más tenía la sensación de que todo dejaba de tener sentido. ¿Qué podía preguntar sin correr el riesgo de que la señorita Buchan se negase a continuar hablando?

Una palabra indiscreta o el más mínimo indicio de curiosidad, y la conversación llegaría a su fin.

– Parece que llevaba las de perder, pobre mujer-le aventuró.

– No ahora -replicó la señorita Buchan con repentino rencor-. Ya es demasiado tarde. Se ha acabado… el daño está hecho.

– Usted cree que el juicio no cambiará nada -dijo Hester sin demasiada esperanza.

La señorita Buchan permaneció en silencio. En el exterior, un jardinero dejó caer un rastrillo, y el sonido penetró en la habitación a través de la ventana abierta.

– Tal vez ayude a la señora Alexandra -afirmó por fin-. Quiera Dios que así sea, aunque no sé cómo. Sin embargo, ¿de qué le servirá al niño? Sabe Dios que el pasado no se puede cambiar. Lo hecho, hecho está.

Hester sentía algo extraño, como una especie de hormigueo en el cerebro. De repente todo pareció cobrar sentido.

– Ése es el motivo por el que no nos lo quiere decir -susurró-. Para proteger al niño, ¿no es cierto?

– ¿Decirles qué? -La anciana la miró con desconcierto.

– Decirnos el motivo por el que asesinó al general.

– No… claro que no. ¿Cómo iba a revelarlo? ¿Cómo se ha enterado usted? Nadie se lo ha dicho.

– Lo he supuesto.

– La señora Alexandra nunca lo revelará. Que Dios la ayude, cree que eso es todo… sólo uno. -Los ojos se le llenaron de lágrimas de congoja e impotencia, y se volvió de nuevo-. En cambio yo sé que hay otros. Lo veo en la cara del señorito Cassian, en sus sonrisas, en las mentiras que cuenta y en cómo llora por las noches. -Su voz, muy queda, destilaba dolor-. Está asustado y nervioso; es un adulto y un niño a la vez, y se siente solo, como le ocurrió a su padre, ¡Dios lo maldiga! -La señorita Buchan respiró hondo-. ¿Puede salvarla, señorita Latterly?

– No lo sé -Hester no se sentía capaz de mentir. No era el momento más adecuado-. En todo caso haré cuanto pueda… se lo juro.

Sin añadir nada más, se puso en pie, salió de la sala y procedió a mirar en el resto de las pequeñas habitaciones que se encontraban en esa ala. Buscaba a Cassian.

Lo encontró en el pasillo, junto a la puerta de su dormitorio. Estaba pálido y la miró de hito en hito.

– Has hecho bien en avisar a Edith para que interviniese -dijo Hester-. ¿Te gusta la señorita Buchan?

Cassian continuaba observándola en silencio, con expresión atenta y vacilante.

– ¿Quieres que entremos en la habitación? -sugirió ella. No sabía muy bien cómo plantear las preguntas, pero no estaba dispuesta a darse por vencida en ese momento; estaba a punto de averiguar la verdad, al menos en parte.

Sin despegar los labios, el niño se volvió y abrió la puerta. Hester entró en la habitación. De repente se encolerizó al pensar en que la terrible carga de la tragedia, la culpa y la muerte afectara de manera tan directa a una criatura tan frágil.

Cassian se encaminó hacia la ventana; la luz reveló que las lágrimas se habían deslizado por su suave e impoluta piel. Todavía no había crecido del todo. La nariz comenzaba a perder los rasgos infantiles y las cejas adquirían una tonalidad más oscura.

– Cassian -susurró.

– ¿Sí, señora? -Volvió la cabeza despacio hacia ella.

– La señorita Buchan tenía razón. Tu madre no es una persona malvada y te quiere mucho.

– Entonces ¿por qué mató a mi papá? -Le temblaban los labios y parecía a punto de llorar.

– ¿Querías mucho a tu padre?

Asintió con la cabeza y se llevó la mano a la boca.

Hester tembló de rabia.

– Tenías secretos especiales con papá, ¿verdad?

Levantó los hombros y, por unos instantes, esbozó una sonrisa. Luego su rostro volvió a reflejar miedo y recelo.

– No te los voy a preguntar -aseguró Hester con delicadeza-; no si te pidió que no se lo contaras a nadie. ¿Te pidió que le prometieras eso?

Cassian asintió de nuevo.

– Supongo que te habrá costado mucho cumplir tu palabra -añadió Hester.

– Sí.

– ¿Por qué no se lo podías contar a mamá?

Cassian retrocedió un paso. Parecía asustado.

– ¿Era importante que no se lo dijeras a mamá? -preguntó Hester. Al ver que Cassian asentía sin abrir la boca, agregó-: Al principio, ¿querías explicárselo?

Cassian permaneció inmóvil.

Hester esperó. Del exterior llegaban los débiles murmullos de las ruedas de los carruajes y de los cascos de los caballos. El viento mecía las hojas de los árboles, que formaban dibujos luminosos en el cristal de la ventana.

El niño asintió con lentitud.

– ¿Te dolió? -inquirió Hester.

Cassian titubeó antes de asentir una vez más.

– Aun así te comportaste como un adulto que sabe lo que significa el honor, y no se lo contaste a nadie, ¿verdad? -preguntó Hester, y ante el gesto de asentimiento de Cassian, dijo-: Entiendo.

– ¿Se lo va a decir a mamá? Papá me dijo que si ella se enteraba me odiaría… dejaría de quererme, no comprendería nada y me apartaría de su lado. ¿Es eso lo que ha pasado? -Cassian tenía los ojos bien abiertos y una expresión de miedo y derrota, como si en el fondo de su corazón hubiera aceptado que era cierto.

– No. -Hester tragó saliva-. Se fue porque vinieron a buscarla, no por tu culpa, y no voy a decírselo, aunque creo que quizás ya lo sepa… y no te odia. Nunca te odiará.

– ¡Sí me odiará! ¡Papá me lo dijo! -replicó alzando la voz y retrocedió unos pasos.

– No; jamás te odiará. Te quiere mucho. Te quiere tanto que haría cualquier cosa por ti.

– Entonces ¿por qué se ha ido? La abuela me dijo que mató a papá… y el abuelo también me lo dijo. También me explicó que se la llevarían y nunca volvería. ¡La abuela me dijo que debía olvidarla y no pensar más en ella! ¡No regresará nunca!

– ¿Eso quieres hacer… olvidarla?

Se produjo un largo silencio.

Cassian se llevó la mano a la boca de nuevo.

– No lo sé -respondió.

– Claro que no lo sabes -dijo Hester-, lo siento. No debía preguntártelo. ¿Estás contento de que ya no te hagan… lo que papá te hacía?

Cassian bajó la vista de nuevo y dejó caer los hombros.

Hester sintió náuseas.

– ¿Alguien te lo hace? -inquirió-. ¿Quién?

Cassian tragó saliva y no respondió.

– Alguien te lo hace -añadió ella-. No tienes que decirme quién es… si se trata de un secreto.

Cassian la miró.

– ¿Alguien te lo hace? -repitió Hester.

El niño asintió.

– ¿Sólo una persona? -insistió ella.

Cassian clavó la vista en el suelo. Estaba asustado.

– De acuerdo… es un secreto -dijo Hester-. Si necesitas ayuda o te apetece hablar con alguien, acude a la señorita Buchan. Sabe guardar los secretos y entenderá todo lo que le cuentes. ¿Me estás escuchando?

Cassian asintió.

– Y recuerda que mamá te quiere mucho -añadió ella-. Haré todo lo que pueda para que vuelva. Te lo prometo.

Cassian la miró y rompió a llorar.

– Te lo prometo -repitió Hester-. Pienso empezar ahora mismo. Recuerda que si necesitas hablar con alguien, la señorita Buchan te escuchará y ayudará. Está aquí todo el día y sabe guardar los secretos… ¿Me das tu palabra?

Cassian asintió de nuevo y apartó la vista sin dejar de llorar.

Hester deseó abrazarlo para brindarle consuelo, pero si lo hacía, Cassian tal vez no consiguiera recuperar la calma, la dignidad y la seguridad que necesitaría para sobrevivir durante los próximos días o semanas.

Hester se volvió y muy a su pesar salió de la habitación, cuya puerta cerró con suavidad.


* * *

Hester se apresuró a marcharse sin dar explicación alguna a Edith. Una vez fuera, se encaminó con paso ligero hacia William Street. Detuvo al primer coche de caballos que vio y pidió al conductor que la llevara a Veré Street, una calle de Lincoln's Inn Fields. Se sentó e intentó tranquilizarse antes de llegar al bufete de Rathbone.

Ya en su destino, descendió del vehículo, pagó al cochero y entró en el despacho. El empleado la saludó con cortesía y cierta sorpresa.

– No tengo cita, pero necesito ver al señor Rathbone lo antes posible. He descubierto el móvil del caso Carlyon y, como comprenderá, no tenemos tiempo que perder.

El hombre se levantó de su asiento, dejó la pluma y cerró el libro mayor.

– Desde luego, señorita. Informaré al señor Rathbone de su llegada. En estos momentos se encuentra con un cliente, pero estoy seguro de que si espera hasta que esté libre se lo agradecerá enormemente.

– Descuide. -Hester se sentó y observó las manecillas del reloj hasta que, veinticinco minutos después, se abrió la puerta y salió un hombre alto que llevaba la cadena del reloj de oro a lo largo de la prominente barriga. La miró sin saludarla siquiera, deseó buenos días al empleado y se marchó.

El empleado entró de inmediato en el despacho de Rathbone y segundos después comunicó a Hester:

– El señor Rathbone la espera, señorita Latterly.

– Gracias. -Hester apenas lo miró al pasar por su lado.

Oliver Rathbone, que estaba sentado detrás de su escritorio, se puso de pie antes de que Hester hubiera cruzado el umbral. Hester cerró la puerta y se apoyó contra ella.

– ¡Sé por qué Alexandra asesinó al general! -exclamó. Tragó saliva con dificultad-. Dios mío, creo que yo también lo hubiera hecho, y hubiese preferido la horca a revelar el porqué.

– ¿Cuál es el móvil? -preguntó Rathbone en un susurro.

– ¡El general tuvo conocimiento carnal con su hijo!

– ¡Santo Cielo! ¿Está segura? -Rathbone se sentó de pronto, como si se hubiera quedado sin fuerzas-. ¿El general Carlyon… estaba…? ¿Hester…?

– Sí… y no sólo él, sino que probablemente también el viejo coronel… y sabe Dios quién más.

Rathbone cerró los ojos y palideció.

– No me extraña que lo asesinara -declaró con voz queda.

Hester tomó asiento en la silla situada delante del escritorio. No hacía falta entrar en detalles. Ambos sabían la impotencia que sentiría una mujer que deseara abandonar a su marido sin su consentimiento y que, si aun así se marchaba, la ley establecía que los hijos quedaran bajo la custodia del padre; es decir, perdería todo derecho legal sobre ellos.

– ¿Qué otra cosa podía haber hecho? -se preguntó Hester-. No podía acudir a nadie… supongo que nadie la habría creído. Si hubiese dicho algo así de un pilar del ejército como era el general, la habrían encerrado por difamación o locura.

– ¿Y sus padres? -inquirió Rathbone, que de inmediato se echó a reír con amargura-. No creo que lo admitieran ni aunque lo hubiesen visto.

– No lo sé. El viejo coronel también lo hace, de modo que no serviría de ayuda. Tal vez Felicia no lo supiera. Ignoro cómo lo averiguó Alexandra. El niño no se lo contó. Le obligaron a jurar que lo mantendría en secreto y estaba asustado. Le aseguraron que su madre no lo querría, lo odiaría y lo apartaría de sí si llegaba a descubrirlo.

– ¿Cómo se ha enterado?

Hester le contó con todo lujo de detalles lo que había sucedido esa tarde. El empleado llamó a la puerta y anunció que ya había llegado el siguiente cliente. Rathbone le pidió que se retirara.

– Oh, Dios -susurró el abogado cuando hubo oído la historia. Se alejó de la ventana a la que se había acercado mientras Hester le narraba los hechos. Tenía una expresión de pena, enojo y dolor-. Hester…

– Ahora podrá ayudarla, ¿no es cierto? Si no lo hace, la ahorcarán, y Cassian se quedará solo en esa casa… para siempre.

– ¡Lo sé! -Rathbone se volvió hacia la ventana-. Haré lo que pueda. Déjeme pensar. Vuelva mañana con Monk. -Apretó los puños-. No tenemos pruebas.

Hester deseaba gritar que debía de existir alguna, pero sabía que Rathbone no hablaba a la ligera y que eran necesarias pruebas precisas. Se puso en pie y permaneció detrás de Rathbone.

– En otras ocasiones logró lo que parecía imposible -le recordó Hester.

Rathbone se volvió hacia ella con una sonrisa.

– Mi querida Hester…

La expresión de la mujer aún reflejaba determinación.

– Lo intentaré -murmuró el abogado-. Le prometo que lo intentaré.

Hester sonrió y le acarició la mejilla en un acto impulsivo antes de salir del despacho con la cabeza bien alta.


* * *

Al día siguiente, a última hora de la mañana, Rathbone, Monk, y Hester estaban sentados en la oficina de Veré Street con todas las puertas cerradas. Habían decidido posponer los demás asuntos hasta que llegasen a un acuerdo. Era el 16 de junio.

Monk, a quien Hester acababa de contar lo que había averiguado en casa de los Carlyon, estaba pálido, con los labios y los puños apretados. Aunque empañase su reputación, estaba visiblemente conmocionado. No se le había ocurrido que alguien de la clase y celebridad del general Carlyon fuera capaz de semejante atrocidad. Estaba demasiado enfadado para reprocharse no haber considerado tal posibilidad. Le preocupaba lo que se avecinaba, así como el futuro de Alexandra y Cassian.

– ¿Serviría como circunstancia atenuante? -preguntó a Rathbone-. ¿La rechazará el juez?

– No -respondió Rathbone con suma seriedad y aspecto cansado-. He pasado toda la noche leyendo casos y analizando los artículos jurídicos relacionados con el tema y creo que la única posibilidad que tenemos es la de alegar provocación. La ley establece que, si a una persona se la provoca sobremanera, y eso puede ocurrir de muchas formas, el cargo de asesinato puede reducirse al de homicidio sin premeditación.

– Eso no basta -lo interrumpió Monk-. Lo que hizo es justificable. Por el amor de Dios, ¿qué otra cosa podía hacer? Su esposo cometía incesto y sodomizaba a su hijo. Alexandra no sólo estaba en su derecho, sino que tenía la obligación de protegerlo. Era hijo del general según la ley, pero ésta no le otorgaba la libertad para que infligiera tal daño a su hijo.

– Por supuesto que no -admitió Rathbone, que se esforzaba por controlarse-. Sin embargo, las leyes privan a la mujer de todo derecho sobre sus hijos. No podía abandonar a su esposo sin su consentimiento y tampoco llevarse al niño.

– Entonces ¿acaso tenía otra opción que la de asesinarlo? -Monk estaba pálido-. ¿Cómo podemos tolerar unas leyes que no son justas? Y esta injusticia es atroz.

– Las leyes se cambian, no se quebrantan -replicó Rathbone.

Monk profirió toda suerte de improperios.

– Estoy de acuerdo -reconoció Rathbone con una sonrisa-, pero ¿podemos continuar con asuntos más prácticos?

Monk y Hester lo miraron con perplejidad.

– A lo más que podemos aspirar es a alegar homicidio sin premeditación, y eso será muy difícil de demostrar, pero si lo logramos, la condena quedará a discreción del juez. Podría ser de unos meses a diez años.

Hester y Monk se calmaron. Ella sonrió con tristeza.

– Sin embargo, debemos demostrarlo -prosiguió Rathbone-, y no será fácil. El general Carlyon es un héroe. A la gente no le gusta que la reputación de sus héroes sea desprestigiada y, mucho menos, destruida. -Se reclinó en el asiento e introdujo las manos en los bolsillos-. Tenemos la tendencia a calificar a los demás de buenos o malos; es mucho más fácil para el cerebro y los sentimientos, sobre todo para los sentimientos, colocar a las personas en una categoría u otra. Blanco o negro. Resulta muy doloroso admitir que las personas con grandes cualidades a quienes hemos admirado también tienen defectos sumamente desagradables. Rathbone tenía la mirada clavada en la pared-. Entonces hemos de aprender a comprender, proceso duro y doloroso, a menos que decidamos enterrar la admiración y convertirla en odio… proceso también doloroso, amén de erróneo, pero mucho más sencillo. La herida de la desilusión se transforma en ira porque nos han decepcionado. El sentido que tenemos de la traición es más poderoso que todo lo demás. -Con profunda pesadumbre, agregó-: La desilusión es uno de los sentimientos que más cuesta aceptar sin perder el honor y la dignidad. Me temo que la mayoría de las personas no actuarán así. Se negarán a creer algo tan desagradable, y últimamente han ocurrido demasiados hechos desagradables en nuestro apacible y tranquilo mundo… Primero la guerra y las críticas por la falta de eficiencia y las muertes innecesarias, y ahora los rumores de sublevación en la India. Dios sabe lo terrible que podrá llegar a ser. -Se recostó aún más en la silla-. Necesitamos a nuestros héroes. No queremos que se demuestre que son débiles y detestables, que tienen vicios que no nos atrevemos a nombrar… y mucho menos con nuestros propios hijos.

– No me importa lo más mínimo si a la gente le gusta o no -repuso Monk con acritud-. Es la verdad. Tenemos que obligarles a que la vean. ¿Preferirán que ahorquemos a una mujer inocente a aceptar una verdad repugnante?

– Algunos lo preferirían sin duda. -Rathbone lo miró con una sonrisa-. No obstante no pienso permitirles semejante lujo.

– Si así fuera, nuestra sociedad estaría perdida -murmuró Hester-. Cuando nos sentimos satisfechos al rechazar el mal porque es desagradable y nos causa pesar, no hacemos más que justificarlo y perpetuarlo. Poco a poco nos volvemos tan culpables como los que cometen esos actos… porque con nuestro silencio les hemos dado a entender que son aceptables.

Rathbone la miró con expresión dulce. -Entonces tenemos que demostrarlo-dijo Monk entre dientes-, para que nadie pueda negarlo o eludirlo.

– Lo intentaré. -Rathbone miró a Hester y luego a Monk-. Debemos encontrar más pruebas. Las necesitaré. Será preciso nombrar a los otros miembros del círculo, si es que existe, y por lo que usted dice -añadió volviéndose hacia Hester-, es posible que haya varios. Por supuesto, no osaré acusar a nadie sin pruebas. Cassian sólo tiene ocho años. Podría llamarlo a declarar, eso dependerá del juez, pero su testimonio no será suficiente.

– Sospecho que Damaris sabe algo -dijo Hester con expresión reflexiva-. No estoy segura, pero no me cabe duda de que descubrió algo durante aquella velada que la conmocionó tanto que apenas logró controlarse.

– Varias personas han declarado que estaba muy alterada -confirmó Monk.

– Si lo admite, nos ayudará enormemente -afirmó Rathbone con precaución-, pero dudo que lo haga. Declarará para la acusación.

– ¿Damaris? -Hester estaba sorprendida-. ¿Por qué? Pensaba que estaba de nuestro lado.

Rathbone sonrió con amargura.

– No tiene elección. La acusación la ha llamado y tiene que presentarse, pues lo contrario se consideraría desacato al tribunal. Lo mismo sucede con Peverell Erskine, Fenton y Sabella Pole, Maxim y Louisa Furnival, Charles Hargrave, el sargento Evan y Randolf Carlyon.

– Es decir, todos. -Hester estaba aterrorizada. De nuevo la esperanza se desvanecía-. ¿Y nosotros? No es justo. ¿No pueden testificar también para nosotros?

– No, un testigo sólo puede declarar para una de las partes. No obstante, podré interrogarlos, aunque no será lo mismo que si declararan para mí. De todos modos nos queda Felicia Carlyon… aunque no estoy seguro de si debo hacerla comparecer. No la he citado, pero si está presente podré pedir que testifique en el último momento… cuando ya haya escuchado a los otros testimonios.

– No contará nada -afirmó Hester con enojo-. No lo haría aunque pudiera. No creo que sepa nada, pero si lo supiera ¿acaso supone que admitiría ante el jurado que miembros de su familia han cometido incesto y sodomía? ¡Jamás lo haría, y mucho menos si se trata de su heroico hijo, el general!

– No lo haría por voluntad propia. -La expresión de Rathbone era lúgubre-. Le recuerdo, querida, que mi trabajo consiste en conseguir que las personas admitan lo que no desean ni pensaban admitir.

– Pues tendrá que esforzarse al máximo -dijo Monk, enfadado.

– Lo haré.

Los dos hombres se miraron en silencio durante unos instantes.

– Edith. Puede citar a Edith -propuso Hester-. Nos ayudará en todo lo posible.

– ¿Acaso sabe algo? -Monk se volvió hacia ella-. Sus buenas intenciones no nos servirán de nada si no está enterada.

– La señorita Buchan. Ella sí lo sabe -afirmó Hester con dureza.

– Una criada… -Rathbone se mordió los labios-. Una anciana muy temperamental y leal a la familia… Si declara contra ellos, no se lo perdonarán jamás. La despedirán y se quedará sin casa ni sustento, y ya es demasiado mayor para trabajar. No se encuentra en una posición envidiable.

Hester sintió que la impotencia era más fuerte que la ira. Una terrible derrota se cernía sobre ella.

– Entonces ¿qué podemos hacer?

– Encontrar más pruebas -contestó Rathbone-. Descubrir quiénes han hecho lo mismo que el general.

Monk caviló unos instantes, con los puños apretados sobre el regazo.

– Eso sería posible; o bien fueron a la casa o bien llevaron al niño. Los criados los conocerán. Los lacayos tienen que saber adonde iba el niño. -Una expresión de ira cruzó su rostro-. ¡Pobre criatura! -Se volvió hacia Rathbone-. Si se comprueba que otros hombres abusaron de él, ¿servirá eso para demostrar que su padre también lo había hecho y que Alexandra lo sabía?

– Tráiganme las pruebas -insistió Rathbone-. Todas las que encuentren, aunque parezcan irrelevantes. Sabré cómo utilizarlas.

Monk se puso en pie con evidente irritación.

– Entonces no hay tiempo que perder. Dios sabe que se nos está acabando.

– Visitaré a Alexandra Carlyon e intentaré convencerla de que nos permita revelar la verdad -explicó Rathbone con una sonrisa nerviosa-. Sin su consentimiento no podemos hacer nada.

– Oliver-susurró Hester, que estaba horrorizada.

Rathbone la acarició con suavidad.

– No se preocupe, querida. Su actuación ha sido magnífica. Ha descubierto la verdad. Ahora permítame que haga mi trabajo.

Hester observó sus ojos oscuros y brillantes, respiró hondo y exhaló el aire poco a poco en un intento por calmarse.

– Por supuesto. Lo siento. Visite a Alexandra. Yo informaré a Callandra. Supongo que se quedará tan atónita como nosotros.


* * *

Alexandra Carlyon, que había estado contemplando la ventana de la celda, por la que apenas si entraba luz, se volvió y se sorprendió al ver a Rathbone.

La puerta se cerró con un ruido metálico y se quedaron solos.

– Pierde el tiempo, señor Rathbone -afirmó con voz ronca-. No puedo decirle nada más.

– Ya no tiene que hacerlo, señora Carlyon. Sé por qué asesinó a su esposo… Si hubiera estado en su lugar, podría haber hecho lo mismo.

Alexandra lo miró sin entender nada.

– Para así evitar que su hijo sufriera más abusos… -añadió él.

El poco color que quedaba en el rostro de Alexandra desapareció. Tenía los ojos tan hundidos que parecían negros en la tenue penumbra.

– Lo… sabe… -Se sentó en el catre-. No puede ser. Por favor…

Rathbone también tomó asiento en el catre.

– Querida, comprendo que prefiriera morir ahorcada a que se supiera lo mucho que ha sufrido su hijo. Por desgracia tengo que decirle algo terrible, algo que tal vez la haga cambiar de idea.

Alexandra levantó la cabeza muy lentamente y lo miró.

– Su esposo no era el único que abusaba de su hijo.

Alexandra se quedó sin aliento y Rathbone temió que se desmayara.

– Debe luchar-agregó con suavidad-.Parece probable que su abuelo también lo hiciera… Hay un tercero quizás haya más. Tiene que ser valiente y contar la verdad. Hemos de acabar con ellos para impedir que vuelvan a hacer daño a Cassian u otro niño.

Alexandra negó con la cabeza mientras se esforzaba por respirar.

– ¡Tiene que hacerlo! -Rathbone le cogió las manos. Alexandra las apretó como si se estuviera ahogando y Rathbone pudiera ayudarla-. ¡Tiene que hacerlo! De lo contrario, Cassian vivirá con sus abuelos y la tragedia no tendrá fin. Habrá asesinado a su esposo en vano y usted aceptará morir en la horca… a cambio de nada.

– No puedo -susurró Alexandra.

– ¡Sí puede! No está sola. Hay personas que la ayudarán, personas que están tan aterrorizadas y asustadas como usted pero que saben lo que ha ocurrido y que harán todo lo posible para demostrar la verdad. No debe rendirse ahora, tiene que luchar por el bien de su hijo. Diga la verdad, y yo lucharé para que la crean… y la entiendan.

– ¿Puede hacerlo?

Rathbone respiró hondo y la miró a los ojos.

– Sí.

Alexandra, ya sin fuerzas, clavó la mirada en Rathbone.

– Sí -repitió Rathbone.

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