Capítulo 5

Oliver Rathbone esperó con impaciencia la llegada de Monk, a pesar de que el sentido común le indicaba que resultaba harto improbable que hubiese encontrado alguna prueba concluyente que demostrase que Alexandra Carlyon no había asesinado a su esposo. Compartía el desprecio que Monk sentía hacia Runcorn, aunque respetaba sobremanera a la policía y había descubierto que, cuando llevaban un caso a juicio, rara vez se equivocaban. Sin embargo, esperaba que Monk hubiese encontrado un móvil más poderoso y comprensible que los celos. En el fondo, abrigaba la vaga esperanza de que el asesino fuese otra persona; no sabía si era mejor o peor que Sabella hubiese cometido el crimen. En todo caso ésta no era su cliente.

Además de a Monk, había invitado a Hester Latterly, no sin antes dudar, pues no participaba de forma oficial en el caso ni había colaborado en ningún otro caso. Sin embargo había observado a la familia Carlyon en unas circunstancias en que ni Monk ni él lo habían hecho. Por otro lado, había sido ella quien en un principio había reclamado su ayuda. Poseía información que serviría para la conclusión, si es que había una conclusión. Monk le había enviado un mensaje para comunicarle que contaba con pruebas irrefutables, por lo que se trataba de una cuestión a todas luces decisiva. Además, deseaba hacerla partícipe del caso aunque no quiso plantearse por qué.

Así pues, a las ocho menos diez de la noche del 14 de mayo, Rathbone esperaba su llegada con un nerviosismo inusual. Estaba seguro de que lograría disimularlo, por más que lo notaba en su interior, en el malestar que sentía en el estómago, en la garganta atenazada y en su indeterminación acerca de lo que pensaba decir. Había decidido recibirlos en su hogar en lugar de en el bufete, porque en la oficina el tiempo era oro y se sentiría obligado a escuchar únicamente un resumen de lo que Monk había averiguado, sin preguntarle nada ni analizar lo que había descubierto. En casa dispondrían de toda la noche y no tendrían esa sensación de que el tiempo vuela.

Además, como probablemente se trataría de una narración de carácter triste, debía a Monk algo más que unas palabras de agradecimiento y sus honorarios. Por otra parte, si había contado a Hester lo que había averiguado, a ésta le resultaría mucho más fácil comprender que Rathbone rechazase el caso, si ésa era la única elección razonable que le quedaba. Sería una actitud lógica, y sin embargo se lo repetía una y otra vez, como si necesitase una justificación.

Aunque los esperaba, su llegada lo pilló por sorpresa. No los había oído acercarse. Con toda probabilidad habían acudido en un coche de caballos, ya que ninguno poseía carruaje propio. Se sobresaltó cuando James, el mayordomo, le anunció la presencia de Hester y Monk. Ambos entraron enseguida en la habitación, Monk tan elegante como de costumbre. El traje debía de haber costado tanto como el de Rathbone; sin duda se lo habría comprado cuando trabajaba en la policía y podía permitirse semejantes lujos. El chaleco era, tal como dictaba la moda, corto, y lucía una camisa con el cuello levantado y acabado en punta y una elegante pajarita. Hester vestía con mayor recato. Llevaba un traje de un azul verdoso con dobles mangas acampanadas y adornadas cada una con un vuelillo blanco bordado. Si bien no era demasiado elegante, Rathbone lo encontró de muy buen gusto. Era sencillo y discreto, su color resaltaba el leve rubor de sus mejillas.

Se saludaron formalmente, casi con frialdad, y los invitó a sentarse. Observó que Hester echaba discretamente un vistazo a la estancia y de súbito, la encontró menos interesante de lo que le había parecido hasta el momento. Carecía de toques femeninos. La casa era suya, no la había heredado, y ninguna mujer había vivido allí desde que se instaló once años atrás; el ama de llaves y la cocinera no contaban, ya que cuidaban de la casa pero no habían introducido ningún ornamento.

Observó que Hester contemplaba la alfombra, el tapizado de color verde, las paredes blancas y desnudas, la Carpintería de caoba. La decoración no seguía la moda actual, que se inclinaba por el roble, las esculturas recargadas, la porcelana decorativa y los adornos. Rathbone estaba a punto de decirle algo, pero todo cuanto se le ocurría parecía buscar un cumplido, por lo que permaneció en silencio.

– ¿Quiere saber lo que he averiguado antes o después de la cena? -preguntó Monk-. Si le interesa lo que he descubierto, creo que preferirá que se lo explique luego.

– Supongo que no serán buenas noticias -repuso Rathbone con una mueca-, por lo que será mejor que no estropeemos la cena.

– Sabia decisión -admitió Monk.

James regresó con una licorera de jerez, copas largas y una bandeja llena de dulces. Los degustaron y departieron sobre los acontecimientos políticos y la posible guerra en la India hasta que el criado les informó de que la cena estaba lista.

El comedor, en el que también predominaba el verde, era mucho más pequeño que el de los Furnival. Resultaba evidente que Rathbone rara vez invitaba a más de seis personas a la vez. La vajilla de porcelana, que procedía de Francia, era tan delicada como austera. El único elemento llamativo era un magnífico jarrón de Sévres lleno de rosas y otras flores de color rojo, rosado, amarillo y verde. Rathbone observó que Hester lo miraba de tanto en tanto, pero se abstuvo de preguntarle su opinión. Si lo elogiaba, Rathbone pensaría que lo hacía por educación; si el comentario no resultaba positivo, Rathbone se sentiría dolido, porque aunque sospechaba que resultaba ostentoso, le gustaba.

Durante la cena, la conversación giró en torno a asuntos de carácter político y social, algo que jamás hubiera imaginado que haría delante de una mujer. Rathbone conocía bien los usos y costumbres de la alta sociedad, pero Hester era distinta. A diferencia de las demás, no desconocía el mundo que se encontraba más allá del hogar ni necesitaba que la protegiesen.

Tras el postre, regresaron a la sala de estar y ya no hubo motivo para posponer el caso Carlyon.

Rathbone miró a Monk con los ojos bien abiertos.

– Un crimen consta de tres elementos -comenzó Monk, que se arrellanó en la silla al tiempo que esbozaba una sonrisa irónica. Estaba convencido de que Rathbone ya lo sabía y probablemente Hester también, pero pensaba hacerlo a su manera.

Rathbone empezó a irritarse. Respetaba a Monk y, en parte, simpatizaba con él, pero tenía algo que le exasperaba sobremanera e intuía que en cualquier momento esgrimiría argumentos imprevisibles y desagradables, en lugar de optar por los planteamientos más tradicionales y conformistas.

– Los medios estaban al alcance de todos -prosiguió Monk-. Es decir, todos podían coger la alabarda de la armadura y todos sabían dónde estaba porque era lo primero que se veía al entrar en la casa. Ésa era su función principal, impresionar.

– Ya sabemos que pudo hacerlo cualquiera -lo interrumpió Rathbone, incapaz de disimular su enfado-. No hay que ser muy fuerte para empujar a un hombre por el pasamanos si éste se encuentra junto a él y el empellón lo pilla desprevenido. Además, según el informe médico cualquier persona de complexión normal pudo clavarle la alabarda, aunque para atravesar el cuerpo hasta llegar al suelo debió de necesitarse una fuerza considerable. -Hizo una mueca de dolor y sintió un escalofrío-. Había por lo menos cuatro personas en la planta superior o, en cualquier caso, no se encontraban en la sala de estar desde que el general subió hasta que Maxim Furnival regresó para anunciar que se había producido un accidente.

– Una cuestión de oportunidad -aseveró Monk-. Me temo que esos datos no son del todo ciertos. Ésa es la parte más difícil de aceptar. Al parecer, la policía interrogó, además de a los invitados y a los señores Furnival, a la servidumbre, pero sólo para corroborar lo que aquéllos habían declarado.

– ¿Acaso algún criado tuvo algo que ver? -preguntó Hester. Su expresión era de desesperanza, ya que Monk había advertido que las noticias distaban de ser buenas-. Ya me había preguntado si alguno había servido en el ejército o conocía a alguien que lo hubiese hecho. El móvil, entonces, sería bastante diferente, algo relacionado con su vida militar, no con la privada. -Observó a Monk.

El detective vaciló, y Rathbone adivinó que no había contemplado esa posibilidad. ¿Por qué? ¿Por ineficacia o porque ya había llegado a una conclusión irrefutable?

– No. -Monk lo miró y enseguida desvió la vista-. La policía no investigó lo suficiente los movimientos de los criados aquella noche. El mayordomo declaró que habían cumplido con sus obligaciones y no habían visto nada anormal; puesto que realizan sus labores en ¡a cocina y en las dependencias de la servidumbre, no resulta sorprendente que no oyeran el estrépito de la armadura al caer. Sin embargo, cuando le planteé preguntas más concretas, admitió que un lacayo arregló el comedor, aunque no durante el período de tiempo que nos atañe. Luego le ordenaron que llenase los cubos de carbón del resto de las habitaciones, incluidas la salita de la mañana y la biblioteca, a las que se accede desde el vestíbulo principal.

Hester lo observaba con atención. Rathbone se enderezó.

Monk prosiguió con una leve sonrisa en los labios.

– Las declaraciones del lacayo con relación a la armadura, y habría tenido que reparar en ella si hubiese estado en el suelo junto al cuerpo del general, al igual que en la alabarda clavada en su pecho como el asta de una bandera…

– Nos damos por enterados -interrumpió Rathbone con aspereza-. Eso reduce las oportunidades de los sospechosos. Supongo que era eso lo se disponía a explicarnos, ¿me equivoco?

Monk se mostró un tanto molesto y, a continuación, satisfecho, no tanto por el resultado como por su capacidad para demostrarlo.

– No, aunque también deseaba mencionar el carácter romántico de la criada de la planta superior y la vagancia del lacayo, que subió los cubos de carbón por las escaleras principales, no por las traseras, para llevarlos a la habitación de la señora Furnival, lo que demuestra que la única que tuvo ocasión de asesinar al general fue Alexandra. Lo siento.

– ¿No pudo hacerlo Sabella? -preguntó Hester frunciendo el ceño a la vez que se inclinaba hacia delante.

– No. -Monk la miró con una expresión más agradable-. La doncella de la planta superior aguardaba al lacayo en lo alto de las escaleras y, al percatarse de que había llegado demasiado tarde y oír que alguien se acercaba se apresuró a entrar en la habitación donde Sabella descansaba, con la excusa de que ésta la había llamado. Cuando salió quienquiera que fuese ya se había alejado, por lo que se dirigió hacia las escaleras traseras, las del servicio, y luego a su dormitorio. Las personas que habían pasado eran Alexandra y el general, ya que cuando el lacayo hubo terminado su tarea, descendió por las escaleras traseras y le comunicaron que el general Carlyon había sufrido un accidente. Entonces el mayordomo recibió la orden de despejar el vestíbulo y avisar a la policía.

Rathbone suspiró. No preguntó a Monk si estaba Seguro de sus averiguaciones, pues sabía que no habría contado nada si hubiese albergado dudas al respecto.

Monk se mordió el labio, miró a Hester, que estaba abatida, y luego a Rathbone.

– El tercer elemento es el móvil -añadió. Rathbone tuvo la impresión de que no todas las esperanzas se habían desvanecido. De lo contrario, ¿por qué se habría molestado Monk en mencionarlo? Lo maldijo por su teatralidad. Era demasiado tarde para fingir que no le interesaba, ya que Monk se había percatado de que había cambiado de expresión. Resultaría ridículo adoptar una actitud indiferente.

– Supongo que su descubrimiento nos será de alguna utilidad -murmuró.

– No lo sé -admitió-. Es posible aventurar toda clase de móviles; en principio, cabría pensar que Alexandra lo asesinó por celos; sin embargo, ésa no fue la razón. Rathbone y Hester lo miraban de hito en hito. En la sala sólo se oía el sonido de una hoja que, movida por la brisa primaveral, golpeaba la ventana.

El semblante de Monk reflejaba cierto recelo.

– No resultaba fácil de creer -dijo-, a pesar de que un par de personas lo aceptaban, si bien con renuencia. Yo mismo lo creí durante un tiempo. -Monk observó que Rathbone y Hester se mostraban interesados por sus palabras y continuó-. Nadie negará que Louisa Furnival es una mujer capaz de provocar incertidumbre, duda y finalmente celos en otra mujer y, con toda probabilidad, ya lo haya hecho en varias ocasiones. También existe la posibilidad de que Alexandra la odiara no tanto porque estuviese enamorada del general, sino porque no soportaba que la dejara en ridículo en público y la relegara a una posición inferior a los ojos de los demás en la lucha que más merma la autoestima de una persona, en especial de una mujer.

– Pero… -Hester no logró contenerse- ¿Porqué no lo cree ahora?

– Porque Louisa no mantenía relaciones con el general, y Alexandra debía de saberlo.

– ¿Está seguro? -Rathbone se inclinó, sumamente interesado en lo que oía-. ¿Cómo lo sabe?

– Maxim tiene dinero, algo que Louisa sabe valorar -contestó Monk al tiempo que observaba con detenimiento a Rathbone y Hester-. Sin embargo, aún aprecia más su seguridad y su reputación. Al parecer, hace ya algún tiempo, Maxim estuvo enamorado de Alexandra. -Levantó la vista mientras Hester se inclinaba hacia delante a la vez que asentía con la cabeza-. ¿Usted también lo sabía?

– Sí, sí, Edith me lo contó -respondió ella-. No obstante, Maxim no pensaba hacer nada al respecto, pues posee un elevado sentido moral y cree profundamente en los votos matrimoniales, a pesar de las emociones que pueda sentir.

– Exacto -concedió Monk-. Alexandra debía de saberlo ya, que ésa era una de sus mayores preocupaciones. Louisa jamás renunciaría al dinero, el honor, el hogar o la aceptación social por el amor de un hombre, sobre todo de uno que sabía que nunca se casaría con ella. Asimismo, el general tampoco estaba dispuesto a perder su reputación, por no mencionar al hijo que tanto quería. Alexandra conocía bien a Louisa y su situación. Si se hubiese descubierto que ésta tenía una aventura con el general, Maxim le habría hecho la vida imposible. Al fin y al cabo, se había sacrificado para salvar su matrimonio, de modo que es lógico que esperara lo mismo de ella. Y Alexandra sabía todo esto… -Monk se interrumpió y los observó con expresión sombría.

Rathbone se reclinó. Estaba un tanto perplejo y tenía la sensación de que faltaba algo. Podían haber ocurrido tantas cosas que ni siquiera habían imaginado. Contaban con varias piezas del rompecabezas, pero no la más importante de todas.

– Carece de sentido -afirmó con cautela. Miró a Hester preguntándose qué pensaría y se sintió aliviado al percibir una expresión de incredulidad en su rostro. Es más, se percató de que sus ojos reflejaban un enorme interés por lo que Monk explicaba. No le había desanimado que las pesquisas del detective no hubiesen aportado solución alguna y, además, señalasen a la culpable con claridad-. ¿No tiene idea de cuál fue el móvil? -preguntó a Monk al tiempo que lo observaba con la esperanza de que ofreciese otra sorpresa, la pieza final guardada hasta el momento para producir un último efecto dramático. Sin embargo el rostro de Monk no delataba nada, sólo honestidad.

– He intentado averiguarlo -reconoció-, pero no hay indicios de que el general la maltratase y nadie ha mencionado nada al respecto. -Miró a Hester.

Rathbone se volvió hacia Hester.

– Si usted estuviese en el lugar de Alexandra, ¿qué la llevaría a asesinar a su esposo? -le preguntó.

– Varios motivos -admitió ella con una sonrisa. De inmediato se mordió el labio al percatarse de lo que pensarían a tenor de su respuesta.

Rathbone sonrió.

– ¿Por ejemplo? -inquirió.

– Lo primero que se me ocurre es que lo haría si yo amase a otra persona.

– ¿Y lo segundo?

– Si él amase a otra mujer. -Hester enarcó las cejas-. Si he de ser sincera, preferiría que se fuese. Por lo que nos han contado era tan… tan limitado. Sin embargo, si me viera incapaz de soportar la presión social, los chismorreos de mis amigos o enemigos, las risas a mis espaldas y, sobre todo, la pena que me embargaría y la victoria de mi rival…

– Le recuerdo que el general no mantenía relaciones con Louisa -señaló Monk-. Oh, ¿se refiere a otra mujer? ¿Alguien en quien no hayamos pensado? Entonces, ¿por qué esa noche?

Hester se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Quizás el general la provocase. Quizás él se lo contó todo esa noche. Me temo que nunca sabremos qué se dijeron.

– ¿Qué otros motivos…?

El mayordomo entró con discreción y preguntó si necesitaban algo más. Tras consultar a sus invitados, Rathbone le dio las gracias y luego las buenas noches. Hester suspiró.

– ¿Dinero? -aventuró mientras se cerraba la puerta-. Tal vez gastase más de la cuenta o jugase y el general se negase a pagar sus deudas. Tal vez temiera que sus acreedores la pusieran en evidencia. Lo único… -Hester frunció el entrecejo y observó a los dos hombres. Un perro ladró en el exterior. Comenzaba a anochecer-. ¿Por qué declaró que lo había asesinado porque tenía celos de Louisa? Los celos son terribles, pero jamás una excusa para un asesinato, ¿no es cierto? -Se volvió hacia Rathbone-. ¿Lo tendrá en cuenta el jurado?

– No -respondió él con determinación-. Si la declaran culpable, la condenarán a la horca y, dadas las circunstancias, no les quedará otra elección.

– Entonces ¿qué podemos hacer? -El rostro de Hester reflejaba angustia. Miró a Rathbone, que se preguntó a qué obedecía su pesadumbre. Era la única de los tres que no había conocido a la señora Carlyon. Rathbone comprendía su propia tristeza porque había hablado con ella. Alexandra era un ser humano, tan real como él mismo. Rathbone había percibido su impotencia y su miedo. Su muerte sería el fin de alguien que él conocía. Para Monk sería una experiencia similar y, a pesar de su implacabilidad, sabía que experimentaría tanta pena como él.

En cambio para Hester, Alexandra era un producto de su imaginación, un nombre y un conjunto de circunstancias, nada más.

– ¿Qué haremos? -repitió Hester.

– No lo sé -respondió Rathbone-. Si ella se niega a contar la verdad, no sé qué podemos hacer.

– Entonces, pregúntele -propuso Hester-. Vaya, explíquele lo que sabe y pídale que diga la verdad. Sería lo mejor. Podría ofrecer algún… algún atenuante -añadió sin convicción.

– Nada de lo que diga servirá de atenuante -repuso Monk-. La ahorcarán de todas formas.

– ¿Qué quiere hacer? ¿Rendirse? -le espetó Hester con brusquedad.

– Lo que yo quiera hacer es irrelevante -repuso Monk-. No puedo permitirme el lujo de entremeterme en la vida de los demás por pura diversión.

– Iré a verla -anunció Rathbone-. Al menos se lo preguntaré.

Alexandra levantó la vista cuando Rathbone entró en la celda. Por unos instantes se sintió esperanzada, pero enseguida el discernimiento se impuso y el miedo regresó a su rostro.

– ¿Señor Rathbone? -Tragó con dificultad, como si tuviese un nudo en la garganta-. ¿Qué ocurre?

La puerta se cerró tras Rathbone, ambos oyeron el cerrojo y luego se hizo el silencio. El abogado deseaba ayudarla y mostrarse amable, pero carecía de tiempo.

– No debería haber dudado de usted, señora Carlyon. Pensé que quizá se había declarado culpable para proteger a su hija, pero Monk ha demostrado que fue usted quien asesinó a su esposo. Sin embargo, no lo hizo porque mantuviese relaciones con Louisa Furnival. El general no tenía una aventura con ella, y usted lo sabe.

Alexandra palideció, y Rathbone tuvo la sensación de que sus palabras la habían afectado, por más que ella no se estremeció. Era una mujer extraordinaria, y Rathbone sintió que debía averiguar la verdad que se escondía detrás de los hechos más superficiales. ¿Por qué demonios había recurrido a la violencia? ¿Acaso había pensado que lograría salir indemne?

– ¿Por qué lo asesinó, señora Carlyon? -dijo mientras se inclinaba hacia ella. Llovía en el exterior, por lo que la celda estaba sombría y el aire era húmedo.

Alexandra no apartó la vista, pero cerró los ojos para no ver a Rathbone.

– Ya se lo he explicado. ¡Estaba celosa de Louisa!

– ¡Eso no es cierto!

– Sí lo es -replicó sin levantar los párpados.

– La ahorcarán -vaticinó Rathbone con toda intención. Advirtió que se asustaba, pero no abrió los ojos- Si no encontramos una razón que explique su decisión, la colgarán, señora Carlyon. ¡Por el amor de Dios, dígame por qué lo hizo! -exclamó con voz estridente. ¿Cómo lograría romper ese escudo protector?

¿Qué tenía que decir para que Alexandra comprendiese lo que le ocurriría? Deseaba tocarla, cogerla de los delgados brazos y hacerla entrar en razón, pero eso constituiría una grave transgresión de las normas de conducta social y, en ese momento, se convertiría en algo más importante que la explicación que podría salvar su vida-. ¿Por qué lo asesinó? -repitió con desesperación-. Diga lo que diga, no va a empeorar su situación.

– Lo asesiné porque tenía un romance con Louisa -aseguró con tono monocorde-. Al menos eso creía yo.

Rathbone se sentía derrotado cuando se despidió muy a su pesar. Alexandra permaneció sentada en el catre, inmóvil y pálida.

En la calle diluviaba, las alcantarillas se desbordaban y los transeúntes corrían con los cuellos de los abrigos levantados. Pasó junto a un vendedor de periódicos que vociferaba las últimas noticias, algo relacionado con un escándalo económico. El muchacho pronunciaba las palabras con placer mientras observaba los rostros de los peatones que se volvían.

– ¡Escándalo, escándalo en la ciudad! ¡Financiero se fuga con una fortuna! ¡Nido de amor secreto! ¡Escándalo en la ciudad!

Rathbone apretó el paso para alejarse del lugar. Habían olvidado temporalmente a Alexandra y el asesinato del general Carlyon, pero tan pronto como comenzase el juicio aparecerían de nuevo en las portadas de todos los periódicos, y los vendedores anunciarían a gritos las declaraciones de cada día deleitándose con los detalles, imaginando y condenando.

No cabía duda de que la condenarían. Estaba seguro de que no se apiadarían de ella. La sociedad debía protegerse de amenazas y trastornos. Cerrarían filas, y los pocos que la compadecieran no se atreverían a admitirlo. Cualquier mujer que se encontrase en la misma situación, o que lo imaginase, se mostraría aún menos misericorde; si ella misma tenía que soportarlo, ¿por qué habría de librarse Alexandra? Ningún hombre que hubiese cometido un desliz, o pensase que tal vez lo cometiera en el futuro, aceptaría que una esposa se tomara tan terrible venganza por un breve y relativamente inofensivo placer, propio de sus apetitos más naturales. La falta o el flirteo de Carlyon (ni siquiera se había demostrado que fuese adulterio) era una minucia en comparación con el delito de asesinato.

¿Había algo que él pudiese hacer para ayudarla? Alexandra le había desprovisto de todas las posibles argucias que como abogado habría utilizado. Lo único que le quedaba era tiempo, pero ¿para hacer qué?

Pasó junto a un conocido, pero estaba tan ensimismado que sólo lo reconoció cuando se encontraba a unos veinte metros de distancia; demasiado tarde como para volver sobre sus pasos y disculparse por no haberle devuelto el saludo.

El aguacero amainó y se convirtió en una débil llovizna primaveral. Los rayos del sol brillaban sobre el pavimento mojado.

Si se presentaba en el tribunal con lo que tenía en aquel momento, perdería. No cabía duda al respecto. No le costó imaginar la impotencia que le embargaría mientras la acusación echaba por tierra sus argumentos sin esfuerzo alguno; la burla de los asistentes así como la tranquilidad del juez al descubrir que no había una buena defensa; la multitud que abarrotaría la galería, ansiosa por conocer los detalles y, sobre todo, por presenciar el drama que desencadenaría el fallo del jurado; el birrete, y la condena a muerte. Peor aún, se figuró al jurado, compuesto de hombres serios, intimidado por la situación y conmocionados por la historia y su inevitable final; también veía a Alexandra con la misma expresión de desesperanza que tenía en la celda.

Después sus colegas le preguntarían por qué demonios había ofrecido una imagen tan lastimosa y qué le había incitado a aceptar un caso tan fatídico. ¿Acaso había olvidado sus habilidades? Su reputación se vería considerablemente mermada. Sus subalternos se reirían y murmurarían a sus espaldas.

Detuvo un coche de caballos y durante el trayecto hasta la oficina permaneció serio; juzgaba que lo más apropiado era abandonar el caso y decir a Alexandra Carlyon que, si no le contaba la verdad, sería incapaz de ayudarla.

Cuando llegó, descendió del vehículo, pagó al cochero y entró en el bufete. El empleado le saludó y le informó de que la señorita Latterly lo esperaba.

Bien. Le explicaría que había visitado a Alexandra y que no había logrado que contase otra historia que la que todos sabían era falsa. Quizá Peverell Erskine lograra convencerla de que hablara, pero si su intento resultaba fallido entonces daría el caso por perdido.

Hester se puso en pie con evidente nerviosismo en cuanto lo vio entrar.

Rathbone se sintió un tanto inseguro. Había perdido la certeza que había tenido momentos antes, cuando había decidido abandonar el caso. La inquietud de Hester lo había desconcertado.

– ¿La ha visto? -Hester no se disculpó por haberse presentado en el bufete. El asunto era demasiado importante.

– Sí, vengo de la prisión…

– Oh. -Hester dedujo por su aspecto cansino que no había logrado su propósito-. No le ha revelado la verdad. -Por unos instantes se sintió sorprendida y decepcionada. Luego respiró hondo-. Tal vez el móvil signifique mucho para ella, algo que no desvelará ni aunque corra el peligro de acabar en la horca. -Se encogió de hombros y el pesar se reflejó en su rostro-. Debió de ser algo terrible, y no puedo dejar de pensar que tiene que ver con otra persona.

– Entonces, siéntese -le indicó Rathbone mientras se dirigía hacia la silla que se encontraba detrás del escritorio.

Hester tomó asiento frente a él. Se movía con gracilidad. Rathbone se concentró de nuevo en el caso.

– O algo tan desagradable que sólo empeoraría su situación -agregó, y de inmediato se arrepintió-. Lo siento, pero hemos de ser sinceros, Hester.

A Hester no le molestó que la llamara por su nombre de pila. De hecho, lo prefería.

– No puedo hacer nada por ella. Debo decírselo a Erskine. Le engañaría si afirmara que puedo prestarle más ayuda que un abogado inexperto.

Si Hester sospechaba que Rathbone temía por su reputación, su rostro no lo delató, y él se avergonzó por haberlo pensado.

– ¡Tenemos que averiguar la verdad! -exclamó Hester como si tratara no sólo de convencer a Rathbone, sino también a sí misma-. Todavía disponemos de tiempo, ¿no es así?

– ¿Hasta que se celebre el juicio? Sí, faltan algunas semanas. Sin embargo, ¿de qué nos servirá? ¿Por dónde empezamos?

– No lo sé, pero algo se le ocurrirá a Monk. -Hester, que miraba a Rathbone con fijeza, se percató de que la mención del nombre del detective no le había gustado, y deseó haber hablado con más delicadeza-. No debemos rendirnos ahora-prosiguió, pues no tenía tiempo para disculparse-. Debemos descubrir si protege a otra persona. Oh, sé que todo apunta a que lo hizo ella, pero ¿por qué? ¿Qué le indujo a asesinarlo, declararse culpable y por último resignarse a morir en la horca? Tiene que haber algo que la atormente, algo tan terrible que, en comparación, el juicio y la horca son mejores.

– No necesariamente, querida. A veces las personas cometen el peor de los crímenes por motivos insignificantes. Hay hombres que asesinan por unos pocos chelines o por un insulto ridículo…

– Ése no es el caso de Alexandra Carlyon -replicó Hester al tiempo que se inclinaba hacia el escritorio-. Usted la conoce, ¿no es cierto? ¿Cree que sacrificó todo cuanto poseía, su esposo, su familia, su hogar, su posición e incluso su vida por un motivo insignificante? -Hester negó con la cabeza-. ¿Y qué insulto puede molestar a una mujer? Los hombres se retan a duelos, pero las mujeres no. Estamos acostumbradas a que nos insulten, por lo que solemos fingir que no nos hemos dado cuenta de lo que nos han dicho para no vernos obligadas a replicar. De todos modos, dado que tenía a una suegra como Felicia Carlyon, supongo que estaba habituada a que la ofendieran. Alexandra no es idiota, ¿no es cierto?

– No; no lo es.

– ¿Y tampoco una alcohólica? -No.

– Entonces tenemos que averiguar por qué actuó así. Aunque imaginemos lo peor de lo peor, ¿qué tiene Alexandra que perder? ¿Qué mejor manera de emplear su dinero que en intentar salvarla de la horca?

– Dudo que consiga… -Rathbone se interrumpió al ver la expresión de Hester y recordar el rostro de Alexandra, sus hermosos ojos, las facciones marcadas y la boca sensual. Tenía que descubrir la verdad, pues de lo contrario se atormentaría-. Lo intentaré -añadió, y se sintió complacido al ver que Hester sonreía y se calmaba.

– Gracias.

– No obstante, tal vez no sirva de nada -le advirtió, por más que le desagradaba verse obligado a mermar sus esperanzas y temía que lo interpretara mal.

– Por supuesto. Lo comprendo, pero lo menos que podemos hacer es intentarlo. -Tal vez nos sirva de algo… -¿Se lo dirá a Monk?

– Sí, sí. Le ordenaré que reanude la investigación. A Hester se le iluminó el rostro con una sonrisa. -Gracias, muchas gracias.


* * *

A Monk le sorprendió que Rathbone le pidiese que continuase con el caso. Para satisfacer su curiosidad personal, le habría gustado saber por qué motivo Alexandra Carlyon había asesinado a su esposo, pero no disponía ni del tiempo ni del dinero necesarios para encontrar la respuesta, que además apenas afectaría el resultado del juicio y, por otro lado, constituía una tarea agotadora.

Rathbone le había indicado que, si Erskine deseaba que fuese su abogado y velara por sus intereses, ésa era probablemente la mejor manera de emplear su dinero. No había duda de que tenía razón. Además cabía presumir que sus descendientes y los del general no tendrían de qué preocuparse.

Quizás ése fuese el punto de partida, el dinero. Monk no estaba seguro de ello, pero al menos debía investigar esa posibilidad. Tal vez se viera gratamente sorprendido.

No resultaba muy difícil averiguar cuáles eran los bienes del general, ya que el testamento había pasado a ser un documento oficial. En el momento de su muerte, Thaddeus George Randolf Carlyon poseía un patrimonio considerable. Su familia había invertido en el pasado con gran fortuna. Aunque su padre aún vivía, Thaddeus siempre había recibido una asignación más que generosa, que había gastado con moderación e invertido de manera inteligente, sobre todo en distintas partes del imperio: la India, Sudáfrica y la zona anglo-egipcia de Sudán, lugares en los que había realizado negocios de exportación que le habían reportado pingües beneficios. Thaddeus había vivido rodeado de comodidades, pero nunca más allá de sus posibilidades.

Mientras consultaba la información relativa a la situación financiera del general, cayó en la cuenta de que aún no había visto la casa de los Carlyon, error que debía subsanar. Se descubren muchas cosas sobre las personas a través de los libros que leen, los muebles, los cuadros y los pequeños detalles en los que se gastan o no el dinero.

Monk se concentró en la forma en que el general había decidido repartir sus bienes. La residencia pasaría a manos de Alexandra hasta que falleciera y luego la heredaría su único hijo varón, Cassian. Alexandra también dispondría de una razonable fuente de ingresos para el mantenimiento de la casa así como para llevar un estilo de vida medio, nunca disoluto; además, no podría permitirse el lujo de efectuar ningún gasto extraordinario. No podría comprarse carruajes nuevos sin que se viera afectado su presupuesto, y tampoco podría permanecer largas temporadas en países como la Italia, Grecia o cualquier otro de clima soleado.

Las hijas recibirían una pequeña parte del legado, y sus dos hermanas, Maxim y Louisa Furnival, Valentine Furnival y el doctor Charles Hargrave, algunos efectos personales. Dejaba a Cassian la mayor parte de su patrimonio, que durante la minoría de edad administraría una firma de abogados. Alexandra no tenía voz al respecto y en ningún momento se estipulaba que había que consultarla a tales efectos.

La conclusión más evidente era que Alexandra había disfrutado de una posición más desahogada mientras Thaddeus vivía. ¿Se había percatado Alexandra de ese hecho antes de su muerte o acaso pensaba que se convertiría en una mujer rica?

¿Valía la pena preguntar a los abogados quién había redactado el testamento y quiénes administrarían los bienes? Se lo dirían por el bien de la justicia. No podían ocultarle esa información.

Una hora después, Monk se dirigió hacia las oficinas de los señores Goodbody, Pemberton y Lightfoot. Este último, el único que quedaba del grupo original, le explicó lo que sabía con relación a la muerte del general… un caso verdaderamente triste, sólo Dios sabía en qué acabaría el mundo cuando mujeres tan respetables como la señora Carlyon cometían tan terribles atrocidades… Lightfoot no se lo podía creer en un principio. Cuando la llamó para informarle de su situación y ofrecerle sus servicios, Alexandra no se mostró sorprendida ni afectada por las noticias. De hecho, apenas parecía interesada. Lightfoot atribuyó su reacción a la conmoción y al dolor que le había provocado la muerte de su esposo. Negó con la cabeza y se preguntó de nuevo queje había ocurrido a la sociedad para que se produjeran semejantes barbaridades.

Monk estaba a punto de decirle que Alexandra aún no había sido juzgada, ni tan siquiera acusada, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Alexandra se había declarado culpable, y para el señor Lightfoot eso era más que suficiente. Tal vez estaba en lo cierto. Monk no tenía argumentos de peso que esgrimir.

Recorrió con buen paso Threadneedle Street, dejó atrás el Banco de Inglaterra, giró hacia la izquierda para enfilar Bartholomew Street y, súbitamente, se percató de que no sabía adonde iba. Se detuvo con perplejidad. Había doblado la esquina con gran decisión y ahora ignoraba dónde se encontraba. Miró alrededor. El lugar le resultaba familiar. Vio una oficina enfrente; la entrada de piedra con una placa de latón provocó en él una sensación de inquietud y fracaso.

¿Por qué? ¿Cuándo había estado allí? ¿Para visitar a quién? ¿Guardaba relación con la mujer cuyo recuerdo le había atormentado cuando estaba en la celda con Alexandra Carlyon? Intentó rescatar de la memoria algo que pudiera asociar con ella: la cárcel, la sala de los tribunales, la comisaría, una casa, una calle, pero no lo logró.

Un anciano caballero pasó junto a él con paso enérgico y un bastón con la empuñadura de plata. Por unos instantes Monk creyó conocerlo, pero enseguida la impresión se desvaneció y cayó en la cuenta de que lo único que le resultaba familiar era el bastón con la empuñadura de plata.

No tenía nada que ver con la mujer que aparecía en sus recuerdos. Era el hombre que le había ayudado en su juventud, su mentor, cuya mujer lloraba en silencio, afligida por un dolor que Monk había compartido y no había conseguido evitar.

¿Qué había ocurrido? ¿Quién era…? ¡Walbrook! Con un suspiro de triunfo, supo a quién pertenecía ese nombre. Walbrook…, así se llamaba. Frederick Walbrook… Un banquero. ¿Por qué experimentaba esa terrible sensación de fracaso? ¿Había tenido algo que ver con el desastre que había acaecido? No lo sabía.

Salió de sus cavilaciones y volvió sobre sus pasos hasta Threadneedle Street, luego recorrió Cheapside y se dirigió hacia Newgate.

Tenía que pensar en Alexandra Carlyon. Lo que averiguase tal vez constituiría su única esperanza. Alexandra le había rogado que la ayudase, que la salvase de la horca, que limpiase su nombre. Monk apretó el paso mientras evocaba el rostro angustiado y el terror dibujado en los ojos de Alexandra…

Alexandra le preocupaba en ese momento más que cualquier otro asunto, hasta el punto de que ni siquiera se fijaba en las personas que pasaban junto a él. Los banqueros, los oficinistas, los chicos de los recados, los buhoneros y los vendedores de periódicos lo empujaban sin que apenas lo notara, tan absorto estaba.

De repente recordó con gran claridad unos ojos grandes y del color de la miel…, pero no lograba ver el resto del rostro… ni los labios, ni las mejillas, ni la barbilla, sólo los ojos color miel.

Se detuvo y el hombre que venía detrás chocó contra él. Se disculpó y continuó caminando. Ojos azules. Monk evocó el rostro de Alexandra Carlyon: los labios carnosos y sensuales, la nariz aguileña, los pómulos marcados, los ojos de un azul profundo. Jamás le había rogado que la ayudase, de hecho se había mostrado indiferente, como si intuyese que sus esfuerzos estaban predestinados a fracasar.

Sólo la había visto en una ocasión, y llevaba el caso porque Oliver Rathbone se lo había pedido, no porque se compadeciera de Alexandra, que se encontraba en un grave apuro.

¿A quién pertenecían esos ojos que habían emergido de su memoria para provocarle esa terrible sensación de fracaso?

Debía de ser alguien del pasado, alguien que le obsesionaba y cuyo recuerdo le producía dolor, sin duda anterior al accidente, y no era Imogen Latterly, pues recordaba su rostro sin esfuerzo alguno, y sabía que la relación entre ambos se había basado en la confianza que ella había depositado en él para que limpiara el nombre de su padre… lo que no había conseguido.

¿Había fracasado también en su intento de ayudar a esta otra mujer? ¿Había muerto en la horca por un crimen que no había cometido? ¿O sí lo había cometido?

Aceleró el paso de nuevo. Haría todo cuanto estuviese en su mano para ayudar a Alexandra Carlyon, tanto sí ella colaboraba como si no. Debía de existir una razón muy poderosa para que empujara al general por el pasamanos, bajase por las escaleras, cogiese la alabarda y la clavase en el pecho del hombre, que yacía inconsciente.

Todo apuntaba a que el dinero no era el móvil, porque Alexandra sabía que viviría en peores condiciones tras la muerte del general. Desde el punto de vista social, se convertiría en una viuda, lo que significaba que tendría que llevar luto durante por lo menos un año y luego vestir con colores oscuros, comportarse de manera discreta y mantener pocas relaciones durante varios años más. Además, no podría asistir a muchas fiestas. Las viudas estaban en desventaja, ya que no tenían un esposo que las acompañara, excepto las acaudaladas, pero éste no era el caso de Alexandra.

Tenía que investigar su vida y sus costumbres a través de sus amigos. Para que resultara útil, el interrogatorio debía centrarse en las amistades más imparciales. Quizás Edith Sobell fuese la persona que más incógnitas podría desvelar. Al fin y al cabo, había solicitado la ayuda de Hester al creer en la inocencia de Alexandra.

Edith colaboró de buen grado, y tras el obligatorio descanso dominical, durante los dos días siguientes, Monk habló con varios amigos y conocidos de Alexandra, que más o menos hicieron las mismas observaciones. Alexandra era una buena amiga, agradable, divertida pero sin caer en la vulgaridad, y nunca resultaba molesta. No tener vicios, excepto una ligera tendencia a burlarse de los demás, así como a hacer comentarios mordaces, y un interés por asuntos no demasiado adecuados para las señoras de buena familia; de hecho se interesaba por temas que no debían despertar la curiosidad de las damas. En más de una ocasión la habían visto leer revistas de contenido político, que escondía en cuanto se percataba de la presencia de otras personas. Se mostraba impaciente con la gente torpe y reaccionaba con brusquedad cuando le hacían preguntas indiscretas o la presionaban para que expresara una opinión que prefería guardarse para sí. Le encantaban las fresas y las orquestas, pasear sola… y hablar con desconocidos poco recomendables. Y sí, ¡en una ocasión la habían visto entrar en una iglesia católica! ¡Qué extraño! ¿Sería ésa su religión? ¡Desde luego que no!

¿Era Alexandra una persona despilfarradora?

A veces, con la ropa, pues le gustaba experimentar con nuevos diseños y colores.

¿Gastaba el dinero en alguna otra cosa? ¿Jugaba, le gustaba comprarse carruajes, buenos caballos, mobiliario, plata o joyas ostentosas?

Nadie había dicho nada al respecto. Parecía seguro que no jugaba.

¿Solía coquetear?

Como los demás.

¿Tenía acreedores?

No.

¿Pasaba sola más tiempo de lo normal o acudía a lugares en los que sabía que nadie la molestaría?

Sí. Le gustaba la soledad, sobre todo desde hacía aproximadamente un año.

¿Adonde iba?

Al parque.

¿Sola?

Eso parecía. Nadie la había visto acompañada.

Todas las respuestas sonaban sinceras. Las mujeres se mostraban desconcertadas, tristes y preocupadas, pero francas. La información que había recabado era de escaso valor.

Mientras iba de una casa a otra, los recuerdos, insustanciales como la niebla, vagaban por su cabeza. En cuanto lograba detenerlos, se convertían en nada. Sólo permanecía un cúmulo de sensaciones: dolor, amor, miedo e inquietud, además del temor al fracaso.

¿Había acudido Alexandra a la iglesia católica en busca de consuelo? Probablemente. Aun así carecía de sentido buscar al sacerdote con el que podía haber hablado, porque el secreto de confesión es inviolable. Sin duda debía de haber sido algo muy importante y profundo lo que la había llevado a confesarse con un sacerdote de una religión que no era la suya, un desconocido en el que confiar.

Aún quedaban por investigar dos posibilidades. En primer lugar, que Alexandra no estuviese celosa de Louisa Furnival, sino de otra mujer. Por lo que había averiguado, el general no era un hombre propenso a las aventuras apasionadas ni capaz de enamorase hasta el punto de arrojar por la borda su trayectoria profesional y su reputación al abandonar a su esposa y su hijo, que todavía era un niño. Un mero romance no era razón suficiente, para recurrir al asesinato, al menos para la mayoría de las mujeres. Si Alexandra amaba tanto a su esposo como para preferir que muriera a verlo en los brazos de otra mujer, entonces era una actriz extraordinaria. Se había mostrado lúcida e incluso un tanto indiferente ante la desaparición de su esposo. Estaba conmocionada, pero no destrozada por el dolor. Temía por su futuro, pero aún le asustaba más que se descubriese su secreto. No cabía duda de que una mujer que acababa de asesinar a un hombre al que amaba profundamente mostraría vestigios de ese amor… y del sufrimiento provocado por la pérdida.

¿Por qué lo ocultaba? ¿Por qué fingía que era Louisa quien había desatado sus celos si en realidad no lo era? Carecía de sentido.

Sin embargo, Monk lo investigaría. Tenía que analizar todas las opciones, por absurdas que pudieran parecer.

La segunda posibilidad, la más probable de las dos, era que Alexandra tuviese un amante y, una vez viuda, planease casarse con él cuando hubiese transcurrido un tiempo prudencial. La hipótesis no parecía tan descabellada, pues explicaba su empeño por ocultar la verdad. Si Thaddeus la hubiese engañado, Alexandra sería la perjudicada, y tal vez esperara que la sociedad la perdonara. En cambio, si era ella la infiel y lo hubiese asesinado para librarse de él, nadie la perdonaría.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que era la única solución posible. Era una hipótesis sumamente desagradable… pero debía investigarla para descubrir si era cierta.

Monk decidió comenzar por la casa que el general compartió con Alexandra durante los últimos diez años de su vida, desde que regresó del extranjero. Puesto que en cierto modo trabajaba para la señora Carlyon, y todavía no se la había acusado de crimen alguno, Monk supuso que lo recibirían de manera educada, incluso amistosa.

La residencia de Portland Place estaba cerrada y, al parecer, se había prohibido el acceso a ella, ya que las persianas estaban bajadas en señal de luto y en la puerta había una corona. Si mal no recordaba, era la primera vez que se presentaba por la entrada de servicio de una vivienda, como si se tratara de un vendedor ambulante o un pariente de algún criado.

Un limpiabotas de unos doce años, cara redonda y nariz respingona le abrió la puerta y lo miró con recelo. -¿Qué quiere, señor? -preguntó con suspicacia. Monk supuso que el mayordomo le había ordenado que desconfiara de los desconocidos que hicieran preguntas, en especial si eran periodistas. Si Monk hubiese sido mayordomo, le habría impartido instrucciones parecidas. ¿Qué quiere, señor? -repitió el chico al ver que Monk no respondía.


* * *

– Quiero hablar con el mayordomo y, si no puede atenderme, con el ama de llaves -contestó Monk. Deseaba que Alexandra hubiese sido una persona considerada y que su servicio le fuese lo bastante fiel para colaborar con todo aquel que pretendiera ayudarla y comprendiese que su propósito era precisamente ése.

– ¿Para qué? -El muchacho se mostraba terco. Lo miró de arriba abajo, observó la calidad de su traje, la camisa blanca de cuello duro y las botas inmaculadas-. ¿Quién es usted, señor?

– Soy William Monk y trabajo para el letrado de la señora Carlyon.

El chico frunció el entrecejo.

– ¿Qué es un letrado?

– Un abogado… que la defiende en los tribunales.

– Oh, entonces será mejor que entre. Iré a buscar al señor Hagger. -Le franqueó la entrada y lo condujo a la cocina trasera. Monk aguardó mientras el chico informaba de su presencia al mayordomo, que, dada la ausencia del señor y la señora, estaba al cargo de la casa hasta que la señora Carlyon fuese absuelta o los administradores repartiesen los bienes.

Monk miró alrededor. A través de la puerta abierta de la entrada se veía la lavandería, donde estaban el barreño y el batidor para levantar y remover la ropa, así como el rodillo para escurrirla y una larga estantería con tarros repletos de diversas sustancias para lavar los diferentes tejidos: salvado hervido para frotar con una esponja la zaraza; limaduras limpias de los cascos de los caballos para las prendas de lana; aguarrás y pezuñas de oveja o tiza para eliminar el aceite y la grasa; zumo de limón o cebolla contra las manchas de tinta; leche de vaca para acabar con las de vino o vinagre; pan seco para las prendas recamadas en oro, plata o seda y, por supuesto, jabón.

También había tarros con lejía, un gran barreño de bórax para el almidonado difícil y una tabla y un cuchillo con el que se cortaban patatas viejas que, una vez puestas en remojo, servían para aplicar un almidonado más ligero.

Monk reconoció los productos, por la costumbre y porque había realizado investigaciones en el pasado que le habían llevado hasta cocinas y lavanderías. Al parecer, las labores de la casa estaban bien organizadas, como cabía esperar de un servicio eficiente.

De repente, recordó a su madre y los jabones de grasa y cenizas que fabricaba en casa. Para la colada, como las mujeres más pobres, utilizaba lejía, que se obtenía al mezclar con agua las cenizas de la madera que se recogían de los hornos y las hogueras. A veces se añadía orina, estiércol o salvado para que el producto final fuese más eficaz. En 1853 se habían eliminado los impuestos del jabón, pero eso ocurrió mucho después de que Monk abandonase el hogar familiar. Su madre se habría sentido abrumada al ver la cantidad de detergentes que se almacenaban allí.

Monk observó la cocina, pero sólo tuvo tiempo de ver los anaqueles repletos de coles de Bruselas, espárragos, ristras de cebollas y patatas del pasado otoño, ya que entró el mayordomo, vestido de negro y con expresión adusta. Era un hombre entrado en años, de baja estatura, pelo rubio rojizo, bigote, gruesas patillas y una calva incipiente.

– ¿Señor… Monk? ¿En qué podemos servirle? Lo haremos gustosos si así ayudamos a la señora, pero como comprenderá, necesito ver su documentación y saber para qué ha venido. -Chasqueó la lengua-. No pretendo ser maleducado, señor, pero ya se figurará que se han presentado muchos charlatanes que fingían ser quienes no eran y nos engañaban para obtener información.

– Por supuesto. -Monk le mostró su tarjeta de visita, así como sendas cartas escritas por Rathbone y Peverell Erskine-. Muy prudente por su parte, señor Hagger. Una actitud digna de elogio.

Hagger bajó la vista; el rubor de sus mejillas denotaba que había oído el cumplido.

– Bien, señor, ¿en qué podemos ayudarle? -preguntó tras leer las misivas y devolvérselas-. ¿Le importaría entrar en la despensa? Allí nadie nos molestará.

– Gracias, es una buena idea.

Siguió al mayordomo hasta la pequeña habitación y se sentó en el lugar que se le indicó. Hagger tomó asiento frente a él y lo observó con detenimiento.

Según sus principios, Monk le refirió los datos indispensables. Siempre existe la posibilidad de añadir detalles más adelante, pero es imposible negar lo ya dicho.

Debía proceder con paciencia y esperaba obtener la información que deseaba entre otros pormenores.

– Explíqueme cómo se organiza el servicio de la casa, señor Hagger. ¿De cuántos criados dispone? ¿Cuánto tiempo llevan trabajando aquí? Si le place, podría decirme lo que sepa sobre ellos… los lugares donde estuvieron empleados y cosas por el estilo.

– Lo haré si así lo desea. -Hagger parecía inseguro-. Aunque no sé si le servirá de algo.

– Yo tampoco… todavía -admitió Monk-, pero debemos comenzar por ahí.

Hagger le dijo cómo se llamaban los criados, y le explicó cuáles eran sus funciones y lo que sabía de ellos. A petición de Monk, resumió cómo transcurría una semana de trabajo normal.

Monk le interrumpía de vez en cuando para preguntarle sobre las cenas, los invitados, el menú, el comportamiento del general y la señora Carlyon, y a quiénes visitaban cuando salían.

– ¿Solían cenar aquí el señor y la señora Pole? -inquirió con toda naturalidad.

– No, señor, rara vez lo hacían. La señora Pole sólo venía cuando el general se encontraba ausente. -Hagger frunció el entrecejo-. Me temo, señor, que no se llevaban bien a causa de algo que ocurrió en el pasado, antes del matrimonio de la señorita Sabella.

– Sí, estoy al corriente. La señora Carlyon me lo contó. -En parte, era cierto. Alexandra se lo había explicado a Edith Sobell, que se lo había referido a Hester, quien a su vez se lo había comentado a Monk-. ¿La señora Carlyon y su hija estaban muy unidas?

– Oh, sí, señor. -Hagger se mostró más alegre-. La señora Carlyon mantenía unas relaciones excelentes con sus hijos… -Se interrumpió y frunció el entrecejo tan levemente que Monk no supo si lo había imaginado o lo había visto de verdad.

– Pero… -dijo Monk.

Hagger negó con la cabeza.

– Nada, señor. Se llevaban muy bien.

– Iba a añadir algo.

– Pues… pues que la señora Carlyon parecía más unida a sus hijas, pero supongo que es normal en las mujeres. Cassian tenía mucho cariño a su padre, pobre niño. Lo apreciaba de veras, y es lógico, pues el general se ocupaba de él y pasaba mucho tiempo a su lado, algo que no suele hacer la mayoría de los padres, sobre todo los que están tan ocupados como lo estaba él. Ciertamente su actitud era digna de admiración.

– Un buen trato -aceptó Monk-. Un trato que muchos niños envidiarían. Deduzco de sus palabras que, en esas ocasiones, la señora Carlyon no se hallaba presente.

– En efecto, señor. No recuerdo que estuvieran juntos en esos momentos. Supongo que hablaban de asuntos de hombres, poco apropiados para una mujer… el ejército, actos de heroísmo y valentía, aventuras y cosas por el estilo. -Hagger se inclinó-. Después de charlar con su padre, el chico bajaba por las escaleras con una expresión de felicidad y una sonrisa en los labios. -Meneó la cabeza-. No sé cómo se sentirá, supongo que bastante aturdido y desorientado.

Por primera vez desde que había visto a Alexandra Carlyon en la cárcel, Monk se sintió furioso con ella; la compasión se desvaneció y se vio a sí mismo separado de la otra mujer cuyo recuerdo vagaba por su cabeza y a la que había intentado salvar de la horca por todos los medios. No tenía hijos… y era más joven… sí, no cabía duda. Monk ignoraba por qué estaba tan seguro, pero se trataba de una certeza como la que se tiene en los sueños, y que se desconoce de dónde proviene. Monk regresó al presente. Hagger lo observaba con inquietud.

– ¿Dónde está Cassian?

– Con sus abuelos, señor, el coronel y la señora Carlyon. Vinieron a buscarlo tan pronto como detuvieron a su madre.

– ¿Conocía usted a la señora Furnival? -La he visto, señor. El señor Furnival y ella cenaron aquí en una ocasión, eso es todo, de modo que no la «conocía». No venía por aquí muy a menudo.

– Creía que el general era un buen amigo de los Furnival.

– Sí, señor, pero él solía visitarlos con más frecuencia.

– ¿Con qué frecuencia?

Hagger parecía abatido y cansado, pero su expresión carecía de culpa y su actitud no era evasiva,- Según me ha explicado Holmes, el ayudante de cámara de los Furnival, el general acudía a su hogar un par de veces por semana, pero si imagina algo impropio, señor, debo decirle que opino que se equivoca. El general tenía negocios con el señor Furnival y lo visitaba para ayudarlo, lo que el señor Furnival le agradecía. Monk planteó la pregunta que más le importaba y cuya respuesta temía.

– ¿Quiénes eran los amigos de la señora Carlyon, aparte de la señora Furnival? Supongo que tendría amistades, personas a las que invitaría a venir y con las que asistiría a fiestas, a bailes o al teatro.

– Oh sí, señor, por supuesto.

– ¿Quiénes son?

Hagger dijo una docena de nombres, la mayoría de parejas casadas.

– ¿El señor Oundel? -inquirió Monk-. ¿No venía con su señora? -Se sintió mal mientras formulaba la pregunta. No quería oír la respuesta.

– No, señor, murió hace algún tiempo. Estaba muy solo, pobre señor Oundel. Venía a menudo.

– Entiendo. ¿La señora Carlyon lo apreciaba?

– Sí, señor, creo que sí. Diría que le inspiraba pena. A veces se presentaba por las tardes, se sentaban en el jardín y charlaban durante horas. El señor Oundel regresaba a su casa más alegre. -Hagger sonrió y miró a Monk con una repentina expresión de tristeza-. La señora Carlyon se portaba muy bien con él.

Monk se sintió un poco aturdido.

– ¿A qué se dedica el señor Oundel? ¿O vive de rentas?

– ¡Santo cielo, señor, está retirado! Tiene más de ochenta años, pobre señor Oundel.

– Oh. -Monk sintió un alivio abrumador que resultaba ridículo. Quería sonreír y hacer un comentario divertido y desenfadado. El mayordomo pensaría que había enloquecido o que, por lo menos, había perdido sus modales-. Sí… sí, comprendo. Muchas gracias. Me ha sido de gran ayuda. ¿Podría hablar con la doncella de la señora Carlyon? ¿Está todavía en la casa?

– Oh sí, señor, no permitiremos que nadie del servicio se marche hasta que… Quiero decir… -Hagger se interrumpió.

– Por supuesto. Lo comprendo. Esperemos que nunca ocurra eso. -Monk se puso en pie.

Hagger hizo lo propio, tensó los músculos de la cara y comenzó a caminar con pasos torpes.

– ¿Hay alguna esperanza de que…?

– No lo sé -respondió Monk con franqueza-. Lo que necesito averiguar, señor Hagger, es la razón por que la señora Carlyon deseaba ver muerto a su esposo. -Oh… ¡No se me ocurre ninguna! Usted podría… quiero decir que espero que…

– No -dijo Monk para que el mayordomo no albergase esperanza alguna-. Me temo que la señora Carlyon es la autora del crimen, no cabe duda al respecto.

Hagger quedó abatido.

– Entiendo. Esperaba que… quiero decir, que otra persona… y que ella pretendía protegerla.

– Una actitud así, ¿sería propia de la señora Carlyon?

– Sí, señor, eso creo… Tenía mucho valor, se enfrentaba a cualquiera con el fin de defender a su… -¿A la señorita Sabella?

– Sí, señor, pero… -Hagger se vio atrapado. Se sonrojó y notó el cuerpo agarrotado.

– No se preocupe. La señorita Sabella no cometió el crimen. Está libre de sospecha. Hagger se relajó.

– No sé cómo ayudar -declaró con tono de aflicción-. No existe razón alguna para que una mujer decente asesine a su esposo… a menos que la haya amenazado de muerte.

– ¿Alguna vez la trató el general de forma violenta?

Hagger quedó conmocionado.

– ¡Oh, no, señor! Le aseguro que no.

– Usted se habría enterado si el general se hubiese comportado así con ella, ¿verdad?

– Creo que sí, señor, pero pregunte a Ginny si lo desea. Es la doncella de la señora Carlyon. Ella lo sabrá con toda certeza.

– Lo haré, señor Hagger, si me permite subir a la planta superior y buscarla.

– Le diré que venga.

– No… sino le molesta, prefiero hablar con ella en el lugar donde suele trabajar, para que se sienta menos nerviosa. -En realidad, ésa no era la razón. Monk quería ver el dormitorio de Alexandra y, si era posible, el vestidor y parte de su guardarropa; le ayudaría a formarse una imagen más completa de Alexandra. La había visto vestida con una falda negra y una blusa sencilla, y suponía que ése no era su atuendo habitual.

– Por supuesto. Sígame, por favor. -El mayordomo lo condujo a través de la concurrida cocina, donde se ultimaban los preparativos de una gran cena. La fregona ya había hervido las verduras, la pinche retiraba las sartenes y cacerolas sucias y la cocinera cortaba rodajas de carne y las colocaba en el molde, junto con la masa.

Había un paquete de gelatina Purcel, que había comenzado a comercializarse a partir de la Exposición Universal de 1851, para preparar el postre al lado de un pastel de manzana frío, nata y queso fresco. Parecía una comida para unas doce personas.

Monk recordó que la familia estaba formada por tres miembros. Calculó que el servicio del jardín y el interior, tanto de la planta superior como de la inferior, se componía de al menos doce personas y los criados continuaban sus tareas a pesar de la muerte del general y el arresto de la señora Carlyon.

Mientras recorrían el pasillo, pasaron junto a la despensa, donde un lacayo limpiaba con caucho los cuchillos sobre una mesa recubierta de ante para tal efecto y sobre la que descansaba una lata de color verde y rojo de pulimento Wellington. Dejaron atrás la sala del ama de llaves, que tenía la puerta cerrada, la del mayordomo y la salita de juegos para acceder a la parte principal de la casa. Por lo general, las labores de limpieza se realizaban antes de que la familia se levantase para desayunar pero, dadas las circunstancias, no era necesario, por lo que las doncellas se quedaban una hora más en la cama y, en ese momento, estaban barriendo, sacudiendo las alfombras, fregando el suelo con aguarrás y cera y lavando las piezas de metal con vinagre hirviendo.

Monk siguió a Hagger escaleras arriba y por el rellano hasta el dormitorio principal, al parecer el del general, pasaron junto a su cuarto de vestir y se dirigieron hasta una habitación soleada y espaciosa, la de la señora Carlyon. A la izquierda se encontraba el vestidor; las puertas de los armarios estaban abiertas, y una doncella cepillaba una capa de color gris azulado que debía de sentarle bien a Alexandra debido a su tez blanquecina. La chica levantó la vista y se sorprendió al ver a Hagger y a Monk. Éste supuso que debía de tener algo más de veinte años. Era delgada, de tez oscura y rostro sumamente agradable.

El mayordomo no perdió el tiempo.

– Ginny, este caballero es el señor Monk. Trabaja para los abogados de la señora e intenta averiguar algo que pueda ayudarla. Quiere hablar contigo, y tú le dirás todo lo que sepas… responde a todas las preguntas, ¿está claro?

– Sí, señor Hagger. -La doncella parecía desconcertada pero dispuesta a colaborar.

– Bien. -Hagger se volvió hacia Monk-. Baje cuando termine y, si necesita algo más, no dude en pedírmelo.

– Lo haré. Gracias, señor Hagger. Es usted muy amable. -En cuanto el mayordomo se hubo marchado, Monk se dirigió a la doncella-. Siga con sus tareas. Estaré aquí un rato.

– Estoy segura de que no podré ayudarlo -afirmó Ginny a la vez que cepillaba la capa-. La señora siempre fue buena conmigo.

– ¿A qué se refiere?

La doncella parecía sorprendida.

– Era… considerada. Me pedía disculpas si tenía demasiada ropa sucia o si debía quedarme más de lo normal. Me regalaba las cosas que ya no quería y siempre se interesaba por mi familia.

– ¿Usted le tenía cariño?

– Mucho, señor…

– Monk.

– Señor Monk, ¿puede ayudarla ahora que se ha declarado culpable? -Frunció el entrecejo con preocupación.

– No lo sé -admitió Monk-. Si encontrara un móvil que la gente comprendiera, entonces podría ayudarla. -¿Qué motivo puede resultar comprensible cuando una mujer asesina a su esposo? -Ginny apartó la capa y sacó un vestido de un morado oscuro poco común. Lo sacudió, y de sus pliegues surgió un perfume que hizo que Monk evocara a una mujer vestida de rosa que sofocaba el llanto de espaldas a él. No recordaba su rostro, salvo que era hermoso, y tampoco lo que había dicho. Experimentó una sensación tan intensa que lo sacudió por completo y le hizo pensar que debía averiguar la verdad y evitarle un terrible peligro, un peligro que acabaría con su vida y reputación.

¿Quién era esa mujer? ¿Tendría algo que ver con Walbrook? No… Estaba seguro de que no. Cuando Walbrook se arruinó y Monk perdió su empleo en el mundo del comercio, todavía no había pensado en incorporarse al cuerpo de policía. Ése era el motivo que le había llevado a tomar esa decisión… la imposibilidad de ayudar a Walbrook y a su esposa, de vengarlos y dejar a su enemigo sin trabajo.

La mujer vestida de rosa recurrió a Monk porque era policía. Su misión era descubrir la verdad. Sin embargo, no lograba recordar su rostro ni nada relativo al caso, excepto que era sospechosa del asesinato de su esposo… como Alexandra Carlyon.

¿Había conseguido él su propósito? También lo ignoraba, al igual que si ella era inocente o culpable. ¿Por qué le había preocupado tanto ese caso? ¿Cuál era su relación con esa mujer? ¿Lo apreciaba o había acudido a él porque estaba desesperada y aterrada?

– ¿Señor? -Ginny lo observaba-. ¿Se encuentra bien, señor?

– Oh… oh, sí, gracias. ¿Qué estaba diciendo?

– ¿Qué motivo puede resultar comprensible cuando una mujer asesina a su esposo? No se me ocurre ninguno.

– ¿Por qué cree que lo mató? -preguntó Monk sin sutileza alguna-. ¿Estaba celosa de la señora Furnival?

– Oh, no, señor -afirmó Ginny con seguridad-. No me gusta criticar a mis superiores, pero la señora Furnival no era la clase de persona con la que… bueno, señor, no sé cómo explicarlo…

– Hágalo de la manera más sencilla posible. -La mente de Monk dejó de vagar y se concentró en Ginny-. Expréselo con sus palabras. No se preocupe si suena mal… siempre se puede retractar si así lo desea.

– Gracias, señor…

– Me hablaba de la señora Furnival.

– La señora Furnival es lo que mi abuela solía llamar «una buena pieza», señor, le ruego que disculpe la expresión. Se pasa el día sonriendo y asintiendo con la cabeza, y todos la miran, pero nunca se enamora ni se interesa por nadie.

– No obstante supongo que el general sí se interesaba por ella. ¿Sabía el general juzgar a las mujeres?

– Caramba, señor, el general apenas sabía distinguir una clase de mujer de otra… no sé si me entiende. No era un mujeriego.

– ¿No es ésa la clase de hombres a las que las mujeres como la señora Furnival suelen engatusar?

– No, señor, porque el general no le hacía caso. Cuando cenaba aquí, se limitaba a hablar de sus negocios y asuntos triviales con algún amigo, y la señora Carlyon lo sabía, señor. No tenía motivos para sentirse celosa y nunca se imaginó que los tendría, aunque… -Ginny se ruborizó.

– ¿Qué, Ginny?

La doncella vacilaba.

– Ginny, la vida de la señora Carlyon está en juego. Si no encontramos un móvil convincente, la ahorcarán. Supongo que no creerá que lo asesinó sin tener un motivo serio, ¿verdad?

– Oh, no, señor. ¡Jamás!

– Entonces…

– Pues, señor, la señora Carlyon no le tenía un cariño excepcional, porque no le importaba que, de vez en cuando, satisficiera su apetito en otros lugares, ¿sabe a qué me refiero?

– Sí, la entiendo. Es un acuerdo que resulta común entre las parejas que llevan muchos años casadas. La señora Carlyon… ¿tenía otros intereses?

Ginny se ruborizó.

– Hace algún tiempo, señor, creo que se interesó por el señor Ives, pero sólo coqueteaba con él y disfrutaba de su compañía. También sentía inclinación por el señor McLaren, que estaba prendado de ella, pero no creo que a la señora le gustase mucho. Además, apreciaba al señor Furnival, y en una ocasión… -Ginny bajó la vista-. En fin, hace cuatro años de eso. Si me pregunta si ella actuó de manera impropia, le aseguro que no. Al ser su doncella, me entero de casi todo lo que hace, de manera que lo sabría.

– Sí, supongo que lo sabría -concedió Monk, que la creía, a pesar de que no fuese imparcial-. Si el general no le tenía manifiesto cariño a la señora Furnival, ¿es posible que le atrajese otra mujer?

– Si eso ocurrió, señor, logró ocultarlo muy bien -respondió Ginny con vehemencia-. Holmes, que es su ayudante de cámara, no sabía nada al respecto. No, señor, lo siento, no puedo ayudarlo. Estoy convencida de que el general era un hombre ejemplar en ese sentido. Era todo lo fiel que una mujer hubiera deseado.

– ¿Y en otros aspectos? -Monk observó los armarios-. ¿Le preocupaba al general lo que la señora Carlyon gastara?

– Oh, no, señor. No lo creo, nunca se mostró tacaño. La señora tenía todo lo que quería, y más aún.

– Parece un esposo modelo -comentó Monk con desesperanza.

– Pues sí, supongo que sí… para una dama -admitió Ginny al tiempo que observaba a Monk.

– No para usted.

– ¿Para mí? Pues… pues, señor, creo que a mí me gustaría… Quizá le parezca una tontería, pero me gustaría alguien con quien pudiera divertirme, hablar largo y tendido… Un hombre que… -Ginny se sonrojó-. Que me diese su cariño… ¿me comprende, señor?

– Sí, desde luego. -Monk sonrió sin saber muy bien por qué. Recordó algo agradable, la cocina de la casa de su madre en Northumberland, y a ésta junto a la mesa con las mangas recogidas mientras le tiraba de la oreja por portarse mal, aunque era más un gesto cariñoso que punitivo. Monk estaba seguro de que su madre se enorgullecía de él. Acostumbraba escribirle desde Londres con cierta regularidad para contarle lo que hacía y cuáles eran sus aspiraciones. Su madre contestaba, con mala caligrafía, pero con orgullo. Monk le enviaba dinero siempre que podía. Le gustaba ayudarla para compensarla de los sacrificios y dejar patente su éxito.

Después de que Walbrook se arruinase, no pudo enviar más dinero y, por vergüenza, dejó de escribirle. ¡Qué tontería! Como si eso le importase a su madre. Menudo orgullo el suyo. Un orgullo egoísta.

– Por supuesto que la entiendo -repitió Monk-. Quizá la señora Carlyon se sintiese igual, ¿no cree?

– Oh, no sabría decirle, señor. Las damas son diferentes. Los señores no…

– ¿No compartían habitación?

– Oh, no, señor… al menos desde que trabajo aquí. Y Lucy, la anterior doncella, me contó que tampoco antes. De todos modos la alta burguesía es así, ¿no es cierto? Sus casas son mucho más grandes que la de mis padres.

– Y que la mía. ¿Era feliz la señora Carlyon?

Ginny frunció el entrecejo.

– No, señor. No lo creo.

– ¿La notaba cambiada últimamente?

– Se le veía muy preocupada por algo. Además, el general y ella tuvieron una terrible riña hará unos seis meses… pero no se moleste en preguntarme por qué discutieron, porque lo ignoro. La señora cerró las puertas y me pidió que saliera. Sé que se pelearon porque la señora estaba pálida, como si hubiera visto la muerte. Eso ocurrió hace seis meses, creo que luego todo volvió a la normalidad.

– ¿El general le hizo daño alguna vez, Ginny?

– ¡Santo Dios, no! -Negó con la cabeza al tiempo que lo observaba con expresión angustiada-. No puedo ayudarlo, señor. No sé qué le impulsó a asesinarlo. El general era frío y muy aburrido, pero también generoso, fiel, de buenas costumbres, no bebía mucho, no jugaba y tampoco frecuentaba malas compañías. Aunque es cierto que era demasiado intransigente con la señorita Sabella y no le permitió que entrara en un convento, se comportaba como el mejor de los padres con el pequeño Cassian. La pobre criatura le quería mucho. Si no fuera porque sé que no es una mujer malvada, pensaría… pensaría que lo es.

– Sí -afirmó Monk con tristeza-. Sí… me temo que yo también lo pensaría. Gracias por dedicarme su tiempo, Ginny. No es necesario que me acompañe.

Sólo después de interrogar infructuosamente al resto del servicio, que corroboró lo que Hagger y Ginny le habían contado, comer en la sala de los criados y regresar a la calle, Monk se percató de los muchos recuerdos de su vida que le habían asaltado: el aprendizaje en el mundo del comercio, las cartas a su madre, la ruina de Walbrook y el consecuente cambio de suerte… pero no el rostro de la mujer que lo acosaba, ¿quién era? ¿Por qué le obsesionaba tanto? ¿Qué le había ocurrido?

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