Capítulo 7

Monk había llegado a la conclusión, tal como Rathbone le había advertido, de que el caso Carlyon resultaba muy ingrato, pero había dado su palabra de que haría cuanto estuviera en su mano. Todavía faltaban más de dos semanas para el juicio, y hasta el momento no había descubierto nada que pudiera atenuar los cargos contra Alexandra y mucho menos explicar su actitud. Si no había desistido, era sobre todo por orgullo y curiosidad. No le gustaba que lo derrotaran. No había perdido ningún caso importante desde el accidente y en muy pocas ocasiones antes de éste.

Por otro lado, Rathbone todavía le pagaba y no tenía ningún otro trabajo en perspectiva.

Por la tarde decidió visitar de nuevo a Charles Hargrave. Puesto que había sido el médico de la familia durante muchos años, si alguien sabía la verdad, o conocía indicios a partir de los cuales se podía deducir la verdad, ése era Hargrave.

Lo recibieron con cortesía y, una vez que hubo explicado el motivo de visita, lo condujeron hasta la agradable sala de estar en la que habían conversado durante el encuentro anterior. Hargrave ordenó a los criados que no los interrumpiesen salvo en caso de emergencia, luego ofreció asiento a Monk y se dispuso a contestar las preguntas pertinentes.

– Como comprenderá, no puedo revelarle los asuntos personales que conozco sobre la señora Carlyon -declaró con una sonrisa de disculpa-. Todavía es mi paciente y, aunque parezca ridículo, he de suponer que es inocente hasta que la justicia demuestre lo contrario. Sin embargo, le aseguro que si dispusiese de alguna información que pudiese serle útil, no la mantendría en secreto -añadió al tiempo que alzaba los hombros-, pero no sé nada. Ha sufrido los achaques que tiene la mayoría de las mujeres. Los partos concluyeron sin problemas, sus hijos nacieron y crecieron bien. Se recuperó y volvió a la normalidad tal como le ocurre a la mayoría de las mujeres. Siento no poder ayudarlo.

– No como Sabella.

– Sí, me temo que Sabella sufrió de verdad. Nadie sabe por qué sucede, pero algunas mujeres tienen partos difíciles o lo pasan mal después. Sabella se encontró en perfecto estado hasta una semana antes de dar a luz. El alumbramiento fue largo y sumamente doloroso. De hecho llegué a temer por su vida.

– Supongo que su madre estaría afligida.

– Desde luego. Ha de saber que muchas mujeres mueren durante el parto, señor Monk. Es un riesgo del que son conscientes, y lo asumen.

– ¿Era ésa la razón por la que Sabella no deseaba contraer matrimonio?

Hargrave se sorprendió.

– No que yo sepa. Creo que deseaba dedicar su vida a la Iglesia. -Se encogió de hombros-. Es algo común entre las muchachas de cierta edad. Normalmente terminan por olvidarlo. Es como un romance, una vía de escape para una imaginación desatada. Algunas se enamoran de un hombre ideal, un personaje literario o algo parecido, y otras del hombre ideal por excelencia… el hijo de Dios. Al fin y al cabo -añadió con una sonrisa, como si el pensamiento le divirtiera-, se trata del único amor que nunca nos defrauda ni nos desilusiona, ya que Se basa precisamente en la ilusión. -Suspiró-. No, perdóneme; eso no es del todo cierto. Quería decir que es místico y que su culminación no se produce con otro ser humano, sino en la imaginación del que ama.

– ¿Qué ocurrió tras el parto? -preguntó Monk.

– Oh… creo que atravesó un período de melancolía, que a veces se da en estos casos. Se trastornó bastante, se negaba a ver a su hijo, rechazaba cualquier consuelo, ayuda o amistad; de hecho, sólo aceptaba la compañía de su madre. -Abrió las manos en un gesto expresivo-. Por fortuna al final lo superó. Estas cosas son así. En ocasiones se necesitan varios años, aunque por lo general es cuestión de un par de meses o, como mucho, cuatro o cinco.

– ¿No existía motivo alguno para internarla por locura?

– ¡No! -Hargrave estaba perplejo-. En absoluto. Su esposo era muy paciente y contrataron a una nodriza. ¿Por qué lo pregunta?

Monk suspiró.

– Era una posibilidad.

– ¿Para ayudar a Alexandra? No veo cómo. ¿Qué intenta averiguar, señor Monk? ¿Qué desea descubrir? Si me lo revela, podría ahorrarle mucho tiempo y decirle si es cierto o no.

– Ni yo mismo lo sé -admitió Monk, que no quería confiar en Hargrave ni en nadie, ya que la hipótesis que barajaba implicaba a una persona que suponía una amenaza para Alexandra y ¿quién mejor que su propio médico, que debería de conocer tantos detalles personales?-. ¿Qué me puede decir del general? -preguntó-. Está muerto y no le puede importar que lo investiguen. Su historial médico podría ayudar a dilucidar por qué lo asesinaron.

Hargrave frunció el entrecejo.

– No se me ocurre el qué -dijo-. Tiene un historial médico muy normal. Es evidente que no le atendí mientras servía en el ejército. -Sonrió-. De hecho, creo que la única vez que recurrió a mí fue por un corte que se hizo en el muslo; un accidente bastante tonto.

– ¿De veras? Si le pidió que le atendiese, debía de tratarse de una herida seria.

– Sí, era una herida muy profunda. Tuve que limpiársela, detener la hemorragia con compresas y darle puntos de sutura. Regresé varias veces para asegurarme de que cicatrizaba bien, sin que se produjeran infecciones.

– ¿Cómo se lo hizo? -A Monk se le había ocurrido que Alexandra tal vez lo hubiera atacado con anterioridad y que el general se había defendido, con lo que la agresión sólo le había provocado una herida en el muslo.

Una expresión de desconcierto cruzó el rostro de Hargrave.

– El general dijo que estaba limpiando un arma decorativa, una daga que había comprado en la India para regalársela al joven Valentine Furnival. La daga se había enganchado en la funda y, al tirar con fuerza, salió despedida y se le clavó en el muslo. El general quería limpiarla o algo por el estilo.

– ¿Valentine Furnival? ¿Valentine estaba de visita?

– No… no, el incidente ocurrió en casa de los Furnival. Me pidieron que fuera allí.

– ¿Vio usted el arma?

– No; ni siquiera me molesté en hacerlo -dijo Hargrave-. El general me aseguró que la hoja estaba limpia y que, puesto que era tan peligrosa, se había deshecho de ella. No tenía ningún motivo para indagar al respecto, ya que en el supuesto caso de que la herida no se la hubiera hecho el general sino que hubiese sido producto de una disputa familiar, no era de mi incumbencia y él tampoco me pidió que interviniera. De hecho, no volvió a mencionar el incidente en mi presencia. -Esbozó una sonrisa-. Si cree usted que fue Alexandra, debo decirle que, en mi opinión, se equivoca, pero aunque hubiera sido así el general la perdonó. Nunca volvió a ocurrir nada parecido.

– ¿Alexandra se encontraba en casa de los Furnival?

– No lo sé. No la vi.

– Entiendo. Gracias, doctor Hargrave.

Monk permaneció otros cuarenta y cinco minutos en casa del doctor Hargrave, pero no averiguó nada más. De hecho, no descubrió motivo alguno que le indicase el móvil por el que Alexandra había asesinado a su esposo, y menos aún la razón por la cual se negaba a contarlo.

Se despidió bien entrada la tarde, decepcionado y desconcertado.


* * *

Monk tenía que pedirle a Rathbone que concertara otra visita con Alexandra. Entretanto, se entrevistaría de nuevo con su hija, Sabella Pole. La explicación de por qué Alexandra había asesinado al general debía de guardar relación con su carácter o con las circunstancias que la rodeaban. La única posibilidad que le quedaba era descubrir más detalles sobre su personalidad.

Así pues, a las once de la mañana acudió a la residencia de Fenton Pole, en Gower Street. Llamó a la puerta, solicitó ver a la señora Pole y entregó su tarjeta a la doncella.

Monk había elegido la hora más apropiada para sus fines. Fenton Pole se encontraba ausente por cuestiones de negocios y, tal como había supuesto, Sabella lo recibió con entusiasmo. Tan pronto como entró en la salita de la mañana, Sabella se levantó del sofá verde y se acercó a él con una expresión esperanzada en el rostro, rodeado de rizos rubios. Llevaba faldones anchos y, al ponerse en pie, el miriñaque recuperó su forma rígida mientras que el tafetán producía un rumor suave.

De repente Monk recordó algo que le hizo olvidar el lugar en el que se encontraba y le trasladó hasta una habitación iluminada con luz de gas y repleta de espejos que reflejaban una lámpara de araña y a una mujer que hablaba. Antes de que pudiera concentrarse en la imagen, ésta desapareció, lo que le sumió en la confusión y le produjo la sensación de que se hallaba en dos sitios diferentes a la vez; experimentó la imperiosa necesidad de rescatar el recuerdo en su totalidad.

– Señor Monk -dijo Sabella-, no sabe cuánto me alegro de volver a verlo. Suponía que, tras el desagradable comportamiento de mi esposo, no regresaría. ¿Cómo se encuentra mamá? ¿La ha visto? ¿Puede ayudarnos? Nadie quiere decirme nada, y me temo lo peor.

Los rayos del sol que iluminaban la habitación parecían irreales, como si Monk estuviese en otro lugar y la luz fuera más un reflejo que una realidad. Su imaginación vagaba por una estancia con luz de gas, rincones oscuros y haces luminosos reflejados en los espejos.

Sabella estaba delante de él, y en su hermoso rostro había una expresión inquisitiva. Monk tenía que hacer un esfuerzo para dedicar toda su atención al presente. Así lo exigían las normas de conducta. ¿Qué le había dicho Sabella? Tenía que concentrarse.

– He solicitado volver a verla tan pronto como sea posible, señora Pole -repuso-. Me temo que aún no sé hasta qué punto podré ayudarles. Por el momento he recogido poca información útil.

Sabella cerró los ojos, como si el dolor fuera físico, y retrocedió algunos pasos.

– Necesito averiguar más detalles sobre Alexandra -prosiguió tras conseguir apartar los recuerdos-. Se lo ruego, señora Pole, ayúdeme si está en su mano hacerlo. No quiere revelar nada, excepto que asesinó al general. También se niega a explicar el verdadero móvil del crimen. He investigado con la esperanza de encontrar otros motivos, pero ha sido en vano. Debe de tratarse de algo relacionado con su carácter o con el del general. O tal vez el motivo sea algún acontecimiento que desconocemos. Por favor…, dígame lo que sepa.

Sabella abrió los ojos y lo observó; poco a poco su rostro recobró el color.

– ¿Qué desea saber, señor Monk? Le diré todo lo que sé. Pregúnteme… ¡déme instrucciones! -Sabella se sentó e indicó a Monk que tomara asiento.

El agradeció la invitación y la butaca le pareció más cómoda de lo que había imaginado.

– Puede ser desagradable y doloroso -le advirtió Monk-. Si le molesta, dígamelo, por favor. No deseo incomodarla. -Se mostró más amable de lo normal. Tal vez se debiera a que Sabella estaba demasiado preocupada por su madre para temer a Monk. El miedo acentuó su deseo de averiguar la verdad, a la vez que le hizo enfadarse, porque creía que aquí era injustificado. Monk admiraba el valor.

– Señor Monk, la vida de mi madre corre peligro -declaró mientras lo miraba fijamente-. Creo que podré soportar unos instantes de dolor.

Monk sonrió por primera vez desde su llegada.

– Gracias. ¿Vio a sus padres reñir en los, digamos, dos o tres últimos años?

Sabella esbozó un atisbo de sonrisa, que desapareció de inmediato.

– He tratado de recordar -respondió con suma gravedad-, pero me temo que la respuesta es negativa. A papá no le gustaba discutir o pelear. Ya sabe que era general, y los generales no discuten. -Hizo una mueca-. Supongo que eso ocurre porque la única persona que se atrevería a discutir con un general sería alguien de su misma graduación y es muy raro encontrar a dos generales en el mismo lugar. Entre un general y otro media un ejército completo. -Sabella observaba a Monk-. Excepto durante la guerra de Crimea, por lo que he oído decir. Allí sí que se enfrentaron… y los resultados fueron catastróficos. Al menos eso es lo que asegura Maxim Furnival, aunque todos los demás lo niegan y aseguran que nuestros hombres fueron sumamente valientes y los generales muy sagaces. No obstante, creo que Maxim…

– Yo también -admitió Monk-. Creo que algunos fueron inteligentes, muchos lucharon con valentía pero hubo demasiados que pecaron de una ignorancia y necedad imperdonables.

– Oh, ¿de veras lo cree? -Sabella esbozó otra breve sonrisa-. Supongo que pocas personas se atreverían a decir que los generales son estúpidos, sobre todo después de una guerra, pero mi padre era general y, por tanto, me consta que algunos son estúpidos. Saben muchas cosas, pero desconocen las que atañen a las personas normales. ¿Sabe que la mitad de la población se compone de mujeres? -inquirió como si el hecho le sorprendiera a ella misma.

Monk se percató de que Sabella comenzaba a gustarle.

– ¿Era su padre así? -preguntó, no sólo porque era importante para el caso sino por curiosidad personal.

– Sin duda. -Sabella levantó la cabeza y se apartó del rostro un mechón de pelo. El gesto resultó familiar a Monk, y le recordó, no una imagen o un sonido, sino una sensación de ternura a la que no estaba acostumbrado y un deseo de protegerla, como si se tratase de una niña indefensa, por más que tenía la certeza de que ese deseo no se lo inspiraría una niña, sino una mujer.

Pero ¿qué mujer? ¿Qué había ocurrido entre ellos? ¿Por qué no recordaba su identidad? ¿Estaba muerta? ¿Acaso no había logrado protegerla como le había sucedido con los Walbrook? ¿Habían discutido por algo? Se había precipitado Monk? ¿Amaba ella a otra persona?

Si Monk se conociese mejor a sí mismo, sabría las Respuestas. Por lo que había averiguado hasta el momento, nunca había sido un verdadero caballero y tampoco había tenido en cuenta los sentimientos de los demás. Jamás había reprimido sus deseos, necesidades u opiniones, por lo que en ocasiones había llegado a herir con las palabras. Muchos de sus subordinados habían tenido que acostumbrarse a su forma de ser. Recordó con cierta incomodidad la cautela con que le habían saludado a su regreso del hospital. Era cierto que lo admiraban y respetaban su profesionalidad, honestidad, preparación, entrega y valentía, pero además le temían, y no sólo cuando trabajaban con desgana o mentían, sino también cuando tenían razón, lo que significaba que más de una vez había sido injusto y había dirigido su sarcasmo tanto contra los débiles como contra los fuertes. No eran recuerdos agradables.

– Hábleme sobre él. -Monk observó a Sabella-. Hábleme de su personalidad, de sus intereses, de lo que más y de lo que menos le gustaba de él.

– ¿Lo que más me gustaba de él? -Sabella reflexionó sobre ello por un instante-. Creo que me gustaba…

Monk no la escuchaba. La mujer a la que había amado, sí, «amar» era la palabra. ¿Por qué no se había casado con ella? ¿Acaso lo había rechazado? Si tanto le atraía, ¿por qué no conseguía siquiera recordar su rostro, su nombre o cualquier cosa que no fueran esas evocaciones confusas?

¿O es que, al fin y al cabo, era culpable de algún crimen? ¿Era ésa la razón por la que trataba de borrarla de su memoria? ¿Regresaba a su mente sólo porque él había olvidado las circunstancias, la culpa y el terrible fin del romance? ¿Acaso la había juzgado mal? No, en absoluto. Su trabajo consistía en discernir la verdad de las mentiras… ¡no podía haber sido tan tonto!

– …Y me gustaba su manera de hablar, siempre tan cortés -decía Sabella-. No recuerdo haberle oído gritar una sola vez o utilizar términos procaces. Poseía una voz hermosa. -Sabella tenía la vista clavada en el techo, y el enfado, que debía de haber endurecido su rostro mientras contaba las facetas de la personalidad del general que no eran de su agrado, había desaparecido-. Solía leernos la Biblia… en especial el Libro de Isaías -prosiguió-. No recuerdo el contenido, pero me encantaba oírlo porque su voz nos envolvía y hacía que todo pareciese importante y bueno.

– ¿Qué era lo que menos le gustaba de su personalidad? -preguntó Monk, con la esperanza de que no lo hubiese explicado mientras no la escuchaba.

– Creo que su tendencia a abstraerse y no percatarse de mi presencia… a veces incluso durante días -respondió Sabella sin vacilar. Luego una expresión de dolor se adueñó de su mirada-. Nunca se reía conmigo, como si…, como si no le gustase mi compañía. -Frunció el entrecejo-. ¿Sabe a lo que me refiero? -Desvió la mirada-. Lo siento, es una pregunta tonta y absurda. Me temo que no le estoy ayudando en absoluto, y ojalá pudiese hacerlo.

Pronunció las últimas palabras con tanto sentimiento que Monk deseó tender la mano para acariciar su delgada muñeca y asegurarle, con algo más cálido que las palabras, que sí la comprendía. No obstante sabía que si lo hacía, Sabella podría interpretar su gesto de manera errónea. Pensó que lo único que podía hacer era continuar el interrogatorio con la esperanza de averiguar algo que resultase útil. Pocas veces se había sentido tan incómodo como en ese momento.

– Según tengo entendido, el general era amigo de los Furnival desde hacía muchos años.

Sabella alzó la vista. Se concentró en lo que le decía Monk y ahuyentó los recuerdos dolorosos.

– Sí… se conocieron hace unos dieciséis o diecisiete años -respondió-, aunque intimaron más durante los últimos siete u ocho. Creo que, cuando estaba en casa, solía visitarlos un par de veces por semana. -Sabella lo miró con el entrecejo un tanto fruncido-. Como ya sabrá, era amigo de los dos. No resultaría difícil pensar que tuvo un romance con Louisa… Quiero decir que no resultaría difícil pensarlo con relación a su muerte, pero dudo que existiera. Maxim apreciaba mucho a mamá, ¿lo sabía? A veces sopesaba… pero ésa es otra historia, y de nada nos serviría ahora.

«Maxim se dedica al negocio de la alimentación, y papá colaboró con él con varios contratos militares. Un regimiento de caballería llega a consumir una gran cantidad de cereales, heno, avena y productos similares. Creo que también trabajaba de agente para los guarnicioneros y cosas por el estilo. Desconozco los detalles, pero me consta que Maxim obtuvo muchos beneficios y que se ha convertido en una figura respetada en el gremio. Creo que le va muy bien.

– Sin duda. -Monk reflexionó al respecto. La información era interesante, pero no sabía cómo relacionarla con el caso. No parecía un asunto de corrupción; un general puede sugerir a su oficial de intendencia que compre sus provisiones a un comerciante en lugar de a otro si los precios son justos. Sin embargo, en el caso de que no lo fueran, ¿por qué debería Alexandra enojarse o sentirse herida? ¿Acaso era razón suficiente para cometer el asesinato?

Monk recordó en ese instante otro incidente relacionado con los Furnival.

– ¿Recuerda el día en que a su padre le clavaron una daga decorativa? Ocurrió en casa de los Furnival. Era una herida muy profunda.

– No se la clavaron -corrigió con una sonrisa-. Se le resbaló y se la hincó él mismo. Estaba limpiándola, según tengo entendido. No sé por qué; nunca la habían usado.

– Entonces ¿lo recuerda?

– Sí, por supuesto. El pobre Valentine estaba muy afectado. Creo que lo vio todo. Sólo tenía once o doce años, pobre criatura.

– ¿Se encontraba su madre allí?

– ¿En casa de los Furnival? Sí, creo que sí, aunque no me acuerdo. Louisa sí estaba. Avisó al doctor Har-grave de inmediato porque la herida no cesaba de sangrar. Tuvieron que cubrirla con varias vendas y compresas, y el ayuda de cámara de Maxim hubo de echarle una mano para que se pusiera los pantalones. Cuando bajó por las escaleras, apoyado en el ayuda de cámara y un lacayo, vi los bultos bajo la tela. Estaba muy pálido y se dirigió sin mayor demora a su domicilio en un coche de caballos.

Monk analizó la información. Un accidente bastante tonto, pero ¿era importante? ¿Podía interpretarse como un anterior intento de asesinato? Parecía poco probable… y menos aún en casa de los Furnival. Además hacía tanto tiempo… Sin embargo, ¿por qué no en casa de los Furnival? Al fin y al cabo, lo había asesinado allí. ¿Por qué no podía ser un intento anterior de asesinato?

Sabella acababa de comentar que había visto el bulto de las vendas bajo los pantalones, ¡no el jirón manchado de sangre que había hecho la daga! ¿Había encontrado Alexandra al general y a Louisa en la cama y le había atacado en un arrebato de cólera y celos? ¿Habían decidido ocultarlo para evitar un escándalo? Carecía de sentido preguntárselo a Sabella, pues lo negaría para así proteger a su madre.

Monk se quedó otra media hora, durante la cual Sabella le contó más detalles sobre la vida de sus padres, pero no averiguó nada que no hubiera mencionado el servicio de Alexandra. El matrimonio había tenido una relación bastante satisfactoria, fría aunque no insoportable. El general jamás la maltrató, se mostró generoso, sereno y carecía de vicios. Era un hombre poco sentimental que prefería su propia compañía a la de los demás. Sin duda, ésa era la situación de muchas mujeres casadas, situación que no solía provocar quejas y, mucho menos, violencia.

Monk le dio las gracias, le prometió una vez más que haría cuanto pudiese para ayudar a su madre y se despidió con la triste sensación de que su visita no le serviría de consuelo a Sabella.

Monk caminaba sobre el pavimento caliente y, al oler la fragancia de las lilas en flor, se detuvo de manera tan repentina que un mensajero que andaba por el bordillo estuvo a punto de caer sobre él. El aroma, la intensidad de la luz y el calor de los adoquines le provocaron un sentimiento de absoluta soledad, como si acabara de perder algo o se hubiera percatado de que estaba fuera de su alcance cuando creía poseerlo, por lo que el corazón comenzó a latirle deprisa y notó que le faltaba el aire.

¿Por qué? ¿Qué amistad o amor había perdido? ¿Cómo? ¿Le habían traicionado… o los había traicionado? ¡Experimentaba la abrumadora sensación de que él era quien los había traicionado!

Monk ya conocía una de las respuestas… Se trataba de la mujer, acusada de asesinar a su esposo, a la que había intentado defender. La mujer de cabellos claros y ojos de color ámbar oscuro. De eso estaba seguro, pero sólo de eso… de nada más.

¡Tenía que averiguarlo! Si había realizado la investigación del caso, debía de constar en los archivos policiales; nombres, fechas, lugares… conclusiones. Descubriría la identidad de la mujer, qué le había ocurrido y, si era posible, qué habían sentido el uno por el otro y por qué había acabado su relación.

Continuó caminando con paso enérgico. Ahora tenía un propósito. Al final de Gower Street, giró hacia Euston Road y a los pocos minutos llamó a un coche de caballos. Sólo le quedaba una opción. Localizaría a Evan y le pediría que rebuscase en los archivos para encontrar el informe en cuestión.


* * *

Sin embargo no resultó tan fácil. No logró ponerse en contacto con Evan hasta primera hora de la tarde. Éste se sentía cansado y desesperanzado tras haber perseguido infructuosamente a un hombre que había cometido un desfalco y había cruzado el canal de la Mancha con el botín; ahora tendría que solicitar la colaboración de la policía francesa.

Cuando Monk llegó a la comisaría, Evan se disponía a regresar a su casa. El agente se alegró al verlo, aunque no consiguió disimular su agotamiento y desánimo. Por una vez Monk dejó de lado sus preocupaciones y se limitó a escuchar los pormenores que le contaba mientras lo acompañaba hasta que Evan, que lo conocía bien, le preguntó cuál era el motivo de su visita.

Monk hizo una mueca.

– He venido para pedirle ayuda -admitió mientras esquivaba a una anciana que estaba regateando con un vendedor ambulante.

– ¿Para el caso Carlyon?

– No, se trata de otro asunto. ¿Ha comido?

– No. ¿Da por perdido el caso Carlyon? No debe de faltar mucho para que se celebre el juicio.

– ¿Le importaría cenar conmigo? Hay un buen restaurante aquí cerca.

Evan sonrió y se le iluminó el rostro.

– Me encantaría. ¿Qué quiere entonces, si no se trata de los Carlyon?

– Aún no me he dado por vencido, todavía estoy investigando, pero ahora también me interesa un caso del pasado, uno en el que trabajé antes del accidente.

Evan lo miraba con perplejidad.

– ¿Se acuerda?

– No… Oh, en realidad recuerdo más que antes; fragmentos que van y vienen. Sin embargo recuerdo a una mujer acusada de asesinar a su esposo; yo trataba de resolver el caso o, para ser más exactos, trataba de conseguir su absolución.

Se encaminaron hacia Goodge Street y, al poco, llegaron al restaurante, que estaba abarrotado de oficinistas, comerciantes y hombres que se dedicaban a profesiones de escasa categoría. Hablaban y comían a la vez, provocando un gran ruido con los cuchillos, los tenedores y los platos. En el establecimiento flotaba el agradable vapor de la comida caliente.

Monk y Evan se sentaron y pidieron platos que no figuraban en el menú. Por unos instantes Monk experimentó una sensación de bienestar. Era como revivir lo mejor del pasado, y comprendió que, aunque librarse de Runcorn le había producido una enorme satisfacción, se sentía muy solo sin la compañía de Evan. Asimismo pensó que pasar de un caso a otro con tanta rapidez le provocaba una gran inquietud; además, dentro de un par de semanas acabaría el trabajo que llevaba entre manos.

– ¿De qué se trata? -preguntó Evan con interés-. ¿Necesita encontrar el caso para ayudar a la señora Carlyon?

– No. -Monk no quería mentir, pero le avergonzaba tener que expresar sus sentimientos-. Recuerdo algunas cosas con tanta intensidad que sé que me obsesionaban. Lo hago por mí; necesito saber quién era ella y qué le ocurrió.

Monk observó a Evan esperando ver una expresión de pena.

– ¿Ella? -inquirió Evan.

– La mujer. -Monk clavó la mirada en el mantel blanco-. Su recuerdo me asalta con frecuencia, pero no logro saber qué ocurrió. Sólo quiero recuperar mi pasado, parte de mi vida. Tengo que encontrar el caso.

– Naturalmente. -Si Evan había sentido compasión, la había ocultado, lo que Monk le agradecía.

Les sirvieron y comenzaron a comer, Monk con indiferencia, Evan con evidente apetito.

– De acuerdo -dijo Evan una vez que hubo saciado su hambre-. ¿Qué desea que haga?

Monk ya había reflexionado al respecto. No quería pedirle demasiado ni crearle problemas.

– Lea los archivos de mis casos en busca de los que más se ajusten a lo que le he contado. Luego tendría que proporcionarme la información que haya obtenido. Encuentre todas las pruebas que estén disponibles y averiguaré quién es esa mujer.

Evan masticaba con expresión meditabunda. Se abstuvo de mencionar que lo que le pedía no estaba permitido, qué diría Runcorn si lo descubría, y que tendría que engañar a más de un compañero para acceder a esos archivos. Ambos lo sabían. Monk le pedía un favor muy importante. Hubiera sido una señal de poca educación expresar sus pensamientos y, aunque Evan era un hombre muy cortés, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Monk la vio y comprendió.

Evan tragó saliva.

– ¿Qué sabe de ella? -preguntó mientras levantaba el vaso de sidra.

– Era joven. -Monk advirtió que a Evan le parecía divertido y prosiguió como si no se hubiera percatado-. Cabellos claros, ojos marrones. La acusaron de asesinar a su esposo y yo llevaba el caso. Eso es todo. Debí de investigarlo durante bastante tiempo, porque llegué a conocerla muy bien… y a apreciarla.

Evan ya no se reía; su rostro había adoptado una expresión de suma seriedad que Monk sospechó pretendía ocultar la lástima que sentía. Era ridículo y, a la vez, sensible y admirable. Si se hubiese tratado de otra persona, Monk la habría odiado.

– Encontraré todos los casos que respondan a esas características -prometió Evan-. No puedo sacar los archivos, pero copiaré los detalles más importantes y le haré un resumen.

– Le estoy muy agradecido -dijo Monk con un tono un tanto sarcástico, le resultaba más fácil sentir gratitud que expresarla.


* * *

– Ésta es la primera -anunció Evan el lunes siguiente por la tarde mientras entregaba a Monk un trozo de papel doblado. Estaban sentados en el bullicioso restaurante, rodeados de camareros, clientes y comida humeante-. Margery Worth, acusada de envenenar a su esposo para fugarse con un hombre más joven. -Evan hizo una mueca-. Me temo que desconozco el resultado del juicio. El informe se ajusta a lo que recordaba, pero no aclara gran cosa. Lo siento.

– Ha dicho que era la primera. -Monk tomó el papel-. ¿Hay más?

– Sí, otras dos. Sólo tuve tiempo de copiar la ficha de una, y apenas es un resumen. Se llama Phyllis Dexter, acusada de asesinar a su esposo con un cuchillo de trinchar. -Se encogió de hombros-. Alegó en defensa propia. Por sus notas resulta imposible determinar si era cierto ni qué pensaba usted al respecto. En todo caso salta a la vista que estaba de su lado y creía que el esposo se lo tenía más que merecido. No obstante, eso no significa que ella dijera la verdad.

– ¿Hay alguna anotación sobre cuál fue el veredicto?… -Monk intentó disimular su entusiasmo. Parecía que era el caso que tanto le había obsesionado. Lo que Evan le explicaba así parecía indicarlo-. ¿Qué le ocurrió? ¿Cuándo sucedió?

– Ignoro qué fue de ella -respondió Evan con expresión compungida-. En sus notas no aparece nada al respecto, y no me atreví a preguntar a nadie porque no quería que averiguasen qué estaba haciendo; no hubiese podido explicar el motivo de mis pesquisas.

– Entiendo. ¿Cuándo ocurrió? Tenía que figurar la fecha.

– En 1853.

– ¿Y el caso de la otra mujer, Margery Worth?

– En 1854. -Evan le entregó otro papel-. Ahí tiene todo lo que conseguí copiar; los lugares y las personas a las que interrogó.

– Gracias -dijo Monk con franqueza, aunque no sabía cómo expresar su agradecimiento sin parecer torpe y sin que Evan se sintiese molesto-. Yo…

– Perfecto -le interrumpió Evan con una sonrisa.-. ¿Otro vaso de sidra?


* * *

A la mañana siguiente, Monk se dirigió en tren hacia Suffolk y el pueblo de Yoxford con una extraña sensación de entusiasmo y miedo. Era un día soleado, algunas nubes blancas surcaban el cielo, los prados estaban verdes y los setos repletos de espinos en flor. Deseaba caminar por esos campos y dejarse invadir por los aromas dulces y silvestres en lugar de viajar, durante la mañana de un día de primavera, en un humeante y ruidoso monstruo.

Estaba obsesionado, y el único pueblo de viviendas con cubierta de paja situado en las lomas u oculto por los árboles que despertara su interés le ayudaría a desvelar su pasado… y a la mujer cuyo recuerdo le atormentaba.

Había leído las notas de Evan en cuanto hubo llegado a su casa la noche anterior. Había decidido que iría a ese pueblo porque era el que estaba más cerca de los dos. El otro se encontraba en Shrewsbury y se necesitaba un día para llegar. Además, como Shrewsbury era una población bastante más grande, sería más difícil encontrar indicios después de transcurridos tres años.

Las anotaciones sobre Margery Worth sugerían una historia sencilla. Era una mujer hermosa, casada durante ocho años con un hombre que le doblaba la edad. Una mañana de octubre, informó al médico de la localidad de que su marido había fallecido la noche anterior y que ignoraba la causa de la muerte. Su esposo no se había quejado en ningún momento, ella tenía el sueño profundo y había dormido en la habitación contigua porque estaba resfriada y no quería despertarlo con los estornudos.

El médico acudió a su hogar, le ofreció sus condolencias y anunció que no cabía duda de que Jack Worth estaba muerto, aunque no acertaba a determinar la causa. Trasladaron el cadáver y se solicitó un segundo examen forense. Un doctor que vivía en Saxmundham, a poco más de siete kilómetros de distancia, apuntó que Jack no había muerto de forma natural, sino que había sido envenenado. Sin embargo, no estaba seguro del todo, no sabía de qué veneno se trataba y tampoco logró precisar cuándo se lo habían administrado y, mucho menos, quién se lo había dado.

Se reclamó la ayuda de los policías locales, que se mostraron desconcertados. Margery era la segunda esposa de Jack Worth; los dos hijos del difunto, fruto de su primer matrimonio, heredarían su vasta y productiva granja. Margery se quedaría con la casa aunque se volviera a casar y percibiría unos ingresos que le permitirían sobrevivir.

Se solicitó la ayuda de Scotland Yard. Monk había llegado al lugar el 1 de noviembre de 1854. Se dirigió de inmediato a la comisaría del pueblo, luego interrogó a Margery, a los dos médicos y a los hijos del finado, así como a varios vecinos y tenderos. Evan no había podido copiar las preguntas ni las respuestas, sólo los nombres, pero a Monk le bastarían para volver sobre sus pasos. A buen seguro los habitantes del pueblo recordarían con claridad los acontecimientos relacionados con el célebre asesinato, que había tenido lugar hacía tres años. Tardó más de dos horas en llegar, se apeó en la pequeña estación y recorrió el kilómetro que la separaba de la población. En la calle principal, que se extendía hacia el oeste, había muchas tiendas y un pub y, por lo que vio, sólo la cruzaba otra vía. Aún era temprano para cenar, pero no para entrar en el pub y pedir un vaso de sidra.

Lo recibieron con miradas inquisitivas y pasaron diez minutos antes de que el encargado le dirigiera la palabra.

– Buenas tardes, señor Monk. ¿Cómo es que ha regresado? No ha habido más asesinatos.

– Me alegro. Estoy seguro de que uno es más que suficiente.

– Desde luego.

Permanecieron varios minutos en silencio. Entraron otros dos hombres, cansados y sedientos, con los brazos desnudos y bronceados por el sol, que parpadearon por el contraste entre la luminosidad del exterior y la oscuridad del local. Nadie salió de éste.

– Entonces ¿por qué ha vuelto? -preguntó por fin el encargado.

– Para arreglar algunos asuntos-contestó Monk con tono informal.

– ¿Qué asuntos? -preguntó al tiempo que lo miraba con recelo-. Colgaron a la pobre Margery. ¿Qué más se puede hacer?

Eso era lo último que Monk deseaba oír. Sintió un escalofrío, como si se le hubiese escapado algo de las manos. Aun así, el nombre no significaba nada para él.

Apenas recordaba la calle, ¿y de qué le servía? Tenía la certeza de haber estado allí, pero ¿era Margery Worth la mujer a la que había llegado a apreciar? ¿Cómo lograría averiguarlo? Sólo le habrían ayudado su rostro o su cuerpo, pero había muerto en la horca.

– Tengo que hacer algunas preguntas -dijo de la manera más evasiva posible. Sentía un nudo en la garganta, el corazón le latía deprisa y tenía frío. ¿Era ésa la razón por la que no lograba recordar…, por un terrible y amargo fracaso? ¿Acaso lo había olvidado por orgullo, junto con la mujer que había muerto?

– Me gustaría volver sobre mis pasos y asegurarme de que lo recuerdo correctamente. -Su voz era ronca, y la excusa le pareció poco convincente nada más decirla.

– ¿Quién lo quiere saber? -El encargado recelaba.

– Sus Señorías de Londres -mintió Monk-. Eso es cuanto puedo decir. Ahora, si me disculpa, quisiera visitar al doctor, si es que aún vive aquí.

– Aún vive aquí. -El hombre asintió con la cabeza-. El viejo Sillitoe, el médico de Saxmundham, ha muerto. Cayó del caballo y se abrió la cabeza.

– Lo lamento. -Monk salió y se encaminó hacia la casa del médico, confiando en que la memoria y la buena suerte lo llevasen hasta ella. Todos conocían su domicilio.

Monk permaneció ese día y el siguiente en Yoxford. Habló con el doctor, con los dos hijos de Jack Worth, que ya administraban la granja, con el policía, que lo saludó con desconcierto y temor, aunque dispuesto a ayudarlo, así como con el dueño de la habitación donde se alojó durante la investigación. Monk descubrió detalles que no figuraban en las notas que Evan había transcrito, pero ninguno le evocó nada extraordinario, excepto una casa que le resultaba familiar, la vista de una calle, un gran árbol y la ondulación del terreno. No eran recuerdos intensos y carecían de carga emocional; sólo le embargaba una especie de paz ante la hermosa visión del lugar, los tranquilos cielos repletos de nubes en forma de torres de nieve desdibujadas, el verdor de los campos, los robles y los olmos apiñados, los amplios setos llenos de rosas silvestres y perifollo. El agradable aroma del lirio de los valles envolvía a Monk. Los castaños en flor elevaban miríadas de puntos luminosos hacia el sol y los cereales ya brotaban fuertes y verdes. Algunas personas del pueblo lo consideraban idílico.

Sin embargo, todo ello le resultaba completamente impersonal. No experimentaba emoción alguna, ningún desgarro interior por la proximidad de una pérdida o la sensación de soledad absoluta.

Mientras averiguaba lo que había sucedido, Monk se percató de que se había mostrado intransigente con el policía y crítico por la incapacidad de obtener pruebas y sacar conclusiones. Lamentó de inmediato su actitud, pero era demasiado tarde para enmendarla. No sabía con certeza qué había dicho, aunque el nerviosismo del agente, las continuas disculpas y su deseo de colaborar le hicieron ver el pasado con claridad. ¿Por qué había sido tan severo? Quizás hubiera tenido razones para ello, pero su comportamiento carecía de justificación y, en lugar de ayudar al policía, le había hecho daño. ¿Qué necesidad tenía de convertirse en un policía ejemplar en un pueblo pequeño, donde los disturbios más importantes eran las peleas de borrachos, la caza furtiva y los robos de poca monta? Con todo, sería absurdo disculparse ahora y no serviría de nada. El mal ya estaba hecho y no había forma de repararlo.

Fue el médico del pueblo, que quedó sorprendido por su visita, quien le habló de la meticulosidad con que había llevado la investigación y le explicó que, gracias a su interés por los detalles, la observación de los gestos y las conjeturas sutiles e intuitivas, había descubierto cuál había sido el veneno empleado así como al amante que había persuadido a Margery de que acabase con su esposo lo que supuso que muriera en la horca.

– Brillante -repitió el médico asintiendo con la cabeza-, su actuación fue brillante, no cabe duda. No estaba acostumbrado a los métodos que se utilizan en Londres, pero usted nos dio más de una lección. -Observó a Monk con interés-. Y pagó un dineral por aquel cuadro en Squire Leadbetter. Se gastaba el dinero como si nunca se le fuese a terminar. La gente todavía lo comenta.

– ¿Compré un cuadro…? -Monk frunció el entrecejo mientras intentaba recordar. No tenía ningún lienzo que le gustase de forma especial. ¿Acaso se lo había Regalado a la mujer?

– ¡Dios santo!, ¿no se acuerda? -El médico enarcó las cejas, de color rubio rojizo, en señal de asombro-. Le aseguro que le costó más de lo que yo gano en un mes. Supongo que el buen curso de las investigaciones incrementó su euforia. Además le diré que realizó su trabajo con gran inteligencia. Todos sabíamos que no podía haberlo hecho otra persona, y la pobre criatura tuvo su merecido, Dios la perdone.

La decepción de Monk no podía ser mayor. Si había derrochado un dineral, que no recordaba en absoluto, para celebrar el éxito de sus pesquisas, la muerte de Margery Worth no debía de haberle afectado. Se trataba de otro caso que el inspector Monk había resuelto con suma maestría, pero no le ayudaba a desvelar la identidad de la mujer cuyo recuerdo le perseguía, le importunaba cuando pensaba en Alexandra Carlyon y le obligaba a revivir la soledad, la esperanza y la necesidad de luchar para salvarla… sin saber si lo había logrado o no, o cómo… o por qué.

Era tarde. Dio las gracias al médico, durmió en el pueblo y la mañana del jueves día 11 tomó el primer tren para Londres. Se sentía cansado, no porque hubiese realizado un esfuerzo físico, sino por la desilusión y los remordimientos, ya que restaban menos de dos semanas para que se iniciase el juicio y había desperdiciado dos días en una búsqueda inútil. Seguía sin saber por qué Alexandra había asesinado al general o qué podría decir a Oliver Rathbone para ayudarlo.


* * *

Rathbone obtuvo una autorización para que Monk visitase a Alexandra Carlyon esa misma tarde. Mientras cruzaba las enormes puertas de la prisión, no se le ocurría qué podría decirle que no hubiera dicho ya Rathbone o él mismo, pero tenía que probar suerte. Era el 11 de junio, y el 22 comenzaría el juicio.

¿Acaso ocurriría otra vez lo mismo…? ¿Sería otro intento infructuoso de descubrir pruebas que pudiesen salvar a la mujer?

Monk la encontró en la misma postura que la vez anterior, sentada sobre el catre con los hombros caídos, observando la pared con expresión abstraída. Monk deseaba saber qué estaba pensando.

– Señora Carlyon…

La puerta se cerró tras él y se quedaron a solas.

Alexandra alzó la mirada, y la sorpresa se reflejó en su rostro cuando vio a Monk. Si esperaba a alguien, seguramente era a Rathbone. Estaba más delgada, llevaba la misma blusa, aunque había encogido y se le marcaban los huesos de los hombros. Estaba muy pálida. No habló.

– Señora Carlyon, no nos queda tiempo para cortesías y evasivas. Lo único que nos ayudará es la verdad.

– La única verdad que existe, señor Monk -dijo con cansancio-, es que asesiné a mi esposo. No querrán oír ninguna otra verdad. Le ruego que no finja que no será así. Es absurdo… y no servirá de nada.

Monk permanecía inmóvil sobre el suelo de piedra, observándola.

– ¡Tal vez les interesase saber por qué lo hizo! -exclamó con severidad-. ¡Si dejase de mentir…! Usted no está loca. Lo asesinó por algún motivo. Quizá discutieron al final de las escaleras, usted se abalanzó sobre él, lo empujó, el general cayó de espaldas y usted, presa de la ira, bajó corriendo, cogió la alabarda de la armadura y acabó con él. -Monk observó su rostro y vio que abría los ojos y hacía una mueca de dolor, pero no desvió la mirada-. O tal vez lo planeó todo de antemano y lo condujo al primer piso con la intención de darle un empellón. Tal vez esperaba que se desnucase tras la caída y bajó por las escaleras para asegurarse de que estaba muerto; al comprobar que seguía con vida, utilizó la alabarda para lograr su propósito.

– Se equivoca -afirmó Alexandra con rotundidad-. No se me había ocurrido hasta que llegamos a lo alto de las escaleras… oh, deseaba encontrar la manera. Quería asesinarlo, pero no se me ocurrió la forma de hacerlo hasta ese preciso instante. Al verlo allí, de espaldas al pasamanos, supe que él nunca… -Alexandra se interrumpió y el brillo que había en sus ojos azules desapareció. Apartó la mirada.

»Lo empujé -prosiguió-. Creí que habría muerto después de caer y golpearse con la armadura. Bajé lentamente por las escaleras. Pensé que era el final, que todo había terminado. Esperaba que apareciesen los demás dado el estrépito que había producido la armadura. -Una expresión de sorpresa cruzó su rostro-. Sin embargo, no acudió nadie, ni siquiera el servicio, por lo que supuse que nadie había oído el ruido. Cuando me acerqué a él, observé que estaba inconsciente, pero vivo. Respiraba con normalidad. -Suspiró y apretó la mandíbula-. Así pues, cogí la alabarda y acabé de una vez. Sabía que nunca se me presentaría otra oportunidad. Se equivoca usted si sospecha que lo planeé.

Monk la creyó. Estaba convencido de que había dicho la verdad.

– Pero ¿por qué? -preguntó-. No se trataba de Louisa Furnival ni de otra mujer, ¿verdad?

Alexandra se levantó y observó la pequeña ventana con barrotes que había en la parte superior de la pared.

– No importa.

– ¿Alguna vez ha visto morir a alguien en la horca, señora Carlyon? -Era una pregunta despiadada, pero no le quedaba otra opción si no lograba convencerla de que le dijera la verdad. Monk se despreció por ello. Vio que apretaba los puños y se ponía rígida. ¿Se había comportado Monk así con anterioridad? No lo recordaba. Sólo pensaba en Alexandra Carlyon, el presente, la muerte de Thaddeus Carlyon, en nada más-. Es terrible. No siempre mueren de inmediato. Lo sacan a uno de la celda y lo llevan hasta el patio en el que está el patíbulo… -Monk tragó saliva. El ajusticiamiento era el acto que más detestaba de los que conocía, ya que estaba autorizado por la ley. Los asistentes pensarían que había sido la condena más apropiada. Se reunirían en grupos, se felicitarían tras la ejecución y dirían que habían ayudado a la humanidad.

Alexandra permaneció inmóvil, en una postura tensa y rígida.

– Le colocan la cuerda alrededor del cuello -prosiguió Monk- tras ponerle una capucha para que no pueda verlo… o al menos eso dicen, aunque sospecho que en realidad lo hacen para no tener que ver la cara del ajusticiado. Tal vez sí vieran su expresión, se sentirían incapaces de seguir adelante.

– ¡Basta! -masculló Alexandra-. Sé que me ahorcarán. ¿Tiene que explicarme todos los detalles para que me lo imagine una y otra vez?

Monk deseaba zarandearla, tomarla de los brazos, obligarla a volverse y mirarlo a la cara, pero sería un acto estúpido e inútil y quizá supondría el fin de su esperanza de averiguar la verdad.

– ¿Intentó apuñalarlo con anterioridad? -preguntó de repente.

Alexandra quedó perpleja.

– ¡No! ¿Qué le hace pensar eso?

– La herida de su muslo.

– Oh, se trata de eso. No; se la hizo él mismo mientras intentaba lucirse delante de Valentine Furnival.

– Entiendo.

Alexandra no añadió nada más.

– ¿Acaso se trata de un chantaje? -inquirió Monk con calma-. ¿Alguien la amenaza?

– No.

– ¡Dígame la verdad! Tal vez logremos evitar que la ahorquen. Al menos permítame intentarlo.

– Nadie me está chantajeando. ¿Qué me puede hacer alguien que sea peor que lo que me deparará la justicia?

– A usted no, pero ¿y a alguien a quien usted ame? ¿A Sabella?

– No -contestó con cierta amargura.

Monk no la creyó. ¿Era ése el motivo? Alexandra parecía dispuesta a morir con tal de proteger a Sabella.

Monk observó su rígida espalda y comprendió que jamás se lo diría. Si estaba en su mano, lo averiguaría. Quedaban once días para que comenzase el juicio.

– Continuaré investigando -anunció con amabilidad-. Si puedo evitarlo, no la ahorcarán… tanto si lo desea como si no. Buenas tardes, señora Carlyon.

– Adiós, señor Monk.

Más tarde Monk cenó de nuevo con Evan y le explicó su infructuoso viaje a Suffolk. Evan le proporcionó las notas de otro caso que podía ser el de la mujer a la que su amigo había intentado salvar con tanto ahínco. Sin embargo, esa noche su mayor preocupación era Alexandra y el incomprensible enigma que ella representaba. Al día siguiente se dirigió a Vere Street y comunicó a Oliver Rathbone el resultado de su visita a la prisión así como la nueva hipótesis que barajaba. El abogado se mostró sorprendido y, tras unos instantes de vacilación, más esperanzado que nunca. Al menos se trataba de una conjetura que no parecía descabellada.


* * *

Esa misma noche Monk leyó con atención la segunda serie de notas que Evan le había entregado. Referían el caso de Phyllis Dexter, de Shrewsbury, que había acuchillado a su marido. A la policía de Shrewsbury no le había costado establecer los hechos. Adam Dexter era un hombre corpulento y aficionado a la bebida que de tanto en tanto se enzarzaba en peleas, pero todos sabían que jamás había maltratado a su mujer más de lo normal. De hecho, parecía apreciarla a su manera.

Tras su muerte, la policía se enfrentó al difícil problema de determinar si Phyllis decía la verdad o no. Tras una semana de investigaciones, no habían averiguado nada. Solicitaron la ayuda de Scotland Yard, y Runcorn envió a Monk.

Según las notas, Monk había interrogado a Phyllis, a los vecinos más cercanos que pudiesen haber oído peleas o amenazas, al médico que había examinado el cadáver y, por supuesto, a la policía del lugar.

Al parecer, se había quedado en Shrewsbury tres semanas y había analizado concienzudamente los indicios hasta descubrir algunas inconsistencias, contradicciones, la posibilidad de plantear una interpretación diferente y alguna prueba nueva. Runcorn le había pedido que regresase; todo apuntaba a que Phyllis era culpable y debía ser castigada, pero Monk lo desafió y decidió permanecer en el pueblo.

Finalmente, logró reconstruir una historia basada en pruebas de carácter escabroso según la cual Phyllis había tenido tres abortos espontáneos y dos partos en los que los niños habían nacido muertos y, al final, se había negado a mantener relaciones con su esposo porque ya no soportaba el dolor que le producían. La noche de autos lo rechazó, no tanto a él como al dolor que sentía, y su marido, encolerizado y borracho, intentó forzarla. Tan indignado estaba que la atacó con una botella rota, y Phyllis se defendió con el cuchillo de trinchar. Debido a su torpeza, el hombre fue el que peor parado salió de la breve pelea y, poco después de su ataque, yacía muerto en el suelo, con el cuchillo clavado en el pecho y los pedazos de la botella rota alrededor.

En las notas no figuraba el resultado del caso. Monk no llegó a saber si la policía había aceptado o no su deducción. Tampoco se mencionaba si se había celebrado un juicio.

A Monk no le quedaba otra opción que comprar un billete de tren para Shrewsbury. Estaba convencido de que los habitantes del lugar recordarían los hechos.

La tarde del 13 de junio Monk se apeó en la estación de Shrewsbury y se encaminó hacia la comisaría por estrechas calles flanqueadas de casas con revestimiento de madera de magnífico estilo isabelino.

La cortesía que reflejaba la expresión del cabo de la comisaría se convirtió en recelo; Monk supo de inmediato que lo había reconocido y no se alegraba precisamente de verlo. Monk notó que se endurecía por dentro, pero no podía justificarse porque no recordaba lo que había hecho. Era un desconocido con su rostro quien había estado en ese mismo lugar cuatro años antes.

– Pues, señor Monk, le aseguro que no lo sé -respondió el cabo a su pregunta-. Ese caso está archivado. Creíamos que ella era culpable, pero usted demostró lo contrario. No debería decirlo, pero una esposa no tiene derecho a asesinar a su marido porque éste no acepte su rechazo. Eso da ideas a las otras mujeres. ¡Acabarían por asesinar a sus esposos!

– Tiene usted toda la razón -dijo Monk. El cabo lo miró con sorpresa y satisfacción-. No debería decirlo -añadió.

El agente se sonrojó y apretó los dientes.

– No sé qué ha venido a buscar. Si fuese tan amable de decírmelo, tal vez podría ayudarlo.

– ¿Sabe dónde vive ahora Phyllis Dexter? -preguntó Monk.

Una expresión de contento cruzó el rostro del cabo.

– Sí, lo sé. Se marchó del pueblo una vez que hubo finalizado el juicio. La absolvieron. Abandonó la sala de los tribunales e hizo las maletas esa misma noche.

– ¿Sabe adonde fue? -Monk apenas lograba disimular su mal humor. Le habría gustado borrar de un golpe la sonrisa de satisfacción del cabo.

Éste observó el rostro de Monk y su entusiasmo desapareció.

– Sí, señor. He oído decir que se fue a Francia. No sé con exactitud adonde, pero supongo que habrá gente en el pueblo que sabrá decírselo. Al menos, qué dirección tomó. Creo que, como es usted tan buen detective, conseguirá averiguar dónde vive ahora.

El cabo ya le había facilitado toda la información que conocía, por lo que Monk le dio las gracias y se fue.

Pasó la tarde en la taberna Bull y, por la mañana, visitó al médico que había actuado de forense en el caso. Monk se sentía un tanto agitado. Al parecer se había granjeado la antipatía de todos los lugareños. El descaro del cabo era el resultado de esas semanas de miedo y, probablemente, humillación. Monk sabía cómo se comportaba en la comisaría de Londres, sus comentarios sarcásticos y su impaciencia con los hombres menos capacitados que él. No se enorgullecía de su pasado.

Se encaminó hacia la calle donde se encontraba la casa del médico y se sintió satisfecho al reconocerla. El diseño de vigas y yeso le resultaba familiar. No necesitaba encontrar el nombre o el número, sabía que ya había estado allí.

Con cierto nerviosismo, llamó a la puerta. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que le abriera Un anciano con una pata de palo. Monk había oído cómo la arrastraba por el suelo. Tenía el cabello cano y ralo, los dientes partidos. Una expresión de placer recorrió su rostro al ver a Monk.

– Vaya, ¡que me aspen si no se trata del señor Monk! -exclamó con voz rota-. ¡Cielos! ¿Qué le trae por aquí? ¡No ha habido más asesinatos! Al menos que yo sepa, ¿no es así?

– No, señor Wraggs, no ha habido más. -Monk se sentía eufórico no sólo por la alegría del anciano, sino porque había conseguido recordar su nombre-. He venido por un asunto personal. Desearía saber si el doctor puede recibirme.

– Vaya, señor-replicó Wraggs con cierta preocupación-. Usted nunca se siente indispuesto, ¿no es cierto, señor? Le ruego que entre y se acomode. ¡Le traeré algo para reconfortarle!

– No, no, señor Wraggs, me encuentro perfectamente, gracias -se apresuró a aclarar Monk-. Deseo verlo por motivos personales, no profesionales.

– Ah, entiendo. -El viejo suspiró-. ¡Estupendo! De todas maneras, le ruego que entre. El médico salió hace unos minutos, pero regresará de un momento a otro. Dígame qué le apetece, señor Monk. Si lo tenemos, se lo ofreceremos.

Habría sido de mala educación no aceptar semejante invitación.

– Tomaré un vaso de sidra y una rebanada de pan con queso, si tiene.

– ¡Por supuesto que tenemos! -afirmó Wraggs encantado. Y lo condujo amablemente hacia el salón.

Ante tan caluroso recibimiento, Monk se preguntó si en el pasado habría tratado con amabilidad al señor Wraggs. Esperaba de corazón que no obedeciera tan sólo al carácter bondadoso y hospitalario del anciano, aunque le alegraba no poder comprobarlo. Se sentaron y charlaron durante algo más de una hora, hasta que el médico regresó. Durante ese período de tiempo, Monk averiguó casi todo lo que necesitaba saber. Phyllis Dexter había sido una mujer muy hermosa de cabellos castaño claro, ojos de color miel, gran inteligencia y buenos modales. Algunos habitantes del pueblo la consideraban inocente, y otros, entre ellos la policía, el alcalde y la mayor parte de la burguesía, culpable. El doctor y el párroco la habían defendido, así como el mesonero, que estaba más que harto del genio de Adam Dexter y de las quejas. Wraggs dejó bien claro que Monk había investigado día y noche, amedrentando, exhortando e interrogando a los testigos, analizando incansablemente las declaraciones y las pruebas durante las madrugadas hasta que los ojos se le enrojecían.

– Sin duda, ella le debe la vida, señor Monk -afirmó Wraggs-. Usted era lo que se dice un luchador nato. Nadie ha contado jamás con un apoyo como el que usted le brindó, lo juro por la Biblia.

– ¿Adonde se fue, señor Wraggs?

– Ah, no se lo dijo a nadie, ¡pobre criatura! -negó Wraggs con la cabeza-. Es lógico, después de todo lo que murmuraron sobre ella.

Monk se sintió abatido. Tras la esperanza, el caluroso recibimiento de Wraggs y la repentina rememoración de una parte más noble de su personalidad, todo había vuelto a desaparecer.

– ¿No lo sabe? -insistió Monk.

– No, señor, no lo sé -Wraggs lo miró con tristeza-. Ella le dio las gracias deshecha en lágrimas y luego preparó las maletas y se marchó. Es curioso, pero yo creía que usted conocía su paradero… intuía que la había ayudado a marchar. Es evidente que me equivoqué.

– Francia… el cabo con el que hablé en la comisaría me comentó que se había ido a Francia.

– No me extrañaría. -Wraggs negó con la cabeza-. Es natural que la pobre quisiera abandonar Inglaterra después de todo lo que dijeron de ella.

– También podría haberse ido hacia el sur; ¿quién habría sabido dónde estaba? -razonó Monk-. Podría haber cambiado de nombre y perderse en la multitud.

– Ah, no, señor; no lo creo. ¡Los periódicos publicaron su fotografía! Además, como era hermosa, la gente la habría reconocido enseguida. No, lo mejor era ir al extranjero. Confío en que haya encontrado un buen lugar donde vivir.

– ¿Fotografías?

– Sí, señor… aparecieron en los diarios. ¿No lo recuerda? Se las mostraré. Las hemos conservado todas. -Se incorporó al instante con dificultad y se dirigió hacia el escritorio situado en un rincón. Revolvió papeles durante varios minutos y luego regresó con una expresión de orgullo y un trozo de papel que entregó a Monk.

Se trataba de una fotografía en buen estado en la que se veía a una mujer sumamente hermosa de unos veinticinco o veintiséis años, con los ojos muy abiertos y un rostro de rasgos delicados. Al observar el retrato Monk la recordó con claridad. De nuevo sintió pena, admiración e ira por el dolor que ella había soportado y la incapacidad de los demás para comprenderlo. También recordó que había luchado sin descanso hasta que la absolvieron, además del alivio y la felicidad que había experimentado al lograr su propósito, pero nada más: no había rastros de amor ni de desesperación… y tampoco recuerdos persistentes y obsesivos.

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