Capítulo 2

En cuanto Hester regresó, el comandante Tiplady, cuya única ocupación había sido mirar por la ventana, dedujo por la expresión de su rostro que había sucedido algo grave. Como el asunto sería de dominio público debido a los periódicos, a Hester no le pareció que traicionara la confianza de nadie si le contaba lo que había ocurrido. El hombre era consciente de que ella había sido testigo de algo extraordinario, y mantenerlo en secreto no le haría ningún bien. Además, en ese caso le costaría buscar excusas para ausentarse con mayor frecuencia de la casa.

– Oh, Dios mío -exclamó en cuanto se hubo enterado. Permaneció bien erguido en el diván-. ¡Qué horror! ¿Cree que esa pobre mujer se ha trastornado por alguna razón?

– ¿Qué mujer? -Colocó en la mesita auxiliar la bandeja del té, que la sirvienta aún no había recogido-. ¿La viuda o la hija?

– Pues… -Entonces se percató de lo acertado de la pregunta-. No lo sé. Una de las dos, supongo, o incluso ambas. Pobres criaturas. -La miró con semblante de preocupación -. ¿Qué propone hacer? A mí no se me ocurre nada, pero parece que usted ya tiene algo en la mente.

Ella le dedicó una fugaz sonrisa dubitativa.

– No estoy segura. -Cerró el libro que el comandante había estado leyendo y lo depositó en la mesa cercana a él-. Lo único que puedo hacer es intentar conseguirle el mejor abogado, porque ella se lo podrá costear. -Colocó los zapatos del militar bajo el asiento.

– De todos modos, ¿no lo hará su familia? -inquirió-. ¡Oh, por el amor de Dios, Hester, siéntese! ¿Cómo voy a concentrarme si no deja de moverse un solo instante?

Ella se detuvo al instante y se lo quedó mirando. Él la observó con el entrecejo fruncido y una perspicacia inusitada.

– No es necesario que no pare ni un momento para justificar que está trabajando. Es suficiente con que me entretenga, de modo que le ruego que se esté quieta y responda con sensatez.

– A su familia le gustaría recluirla con la mayor discreción posible -contestó. Seguía de pie delante de él, con las manos juntas-. De esa forma se evitaría el escándalo que provoca todo asesinato.

– Supongo que habrían culpado a otra persona si hubieran podido -afirmó con aire reflexivo-, pero ella ha desbaratado tal posibilidad al confesar. Sin embargo, no sé qué puede hacer usted en este caso.

– Conozco a un abogado capaz de obrar milagros con causas que parecen perdidas.

– ¿Ah, sí? -replicó sin disimular sus reservas al respecto. Se había enderezado en su asiento y parecía un tanto incómodo-. ¿Y usted cree que se ocuparía de este caso?

– No lo sé, pero se lo preguntaré e intentaré convencerlo -contestó un tanto ruborizada-. Es decir… si usted me deja el tiempo libre necesario para visitarlo.

– Desde luego que sí, pero… -Se interrumpió y pareció reflexionar-. Le agradecería que me mantuviera informado.

Ella lo miró con el rostro resplandeciente. -Claro está. Abordaremos este asunto juntos.

– Por supuesto -repuso con tono de sorpresa y satisfacción creciente-. Por supuesto que sí.


* * *

Por consiguiente, no tuvo ningún problema para ausentarse de la casa una vez más el lunes siguiente. Se dirigió en un coche de caballos al despacho del señor Oliver Rathbone, a quien había conocido al término del caso Grey y con quien había vuelto a coincidir durante el caso Moidore unos meses después. Había enviado una carta manuscrita (o para ser más precisos, el comandante Tiplady la había enviado, ya que sufragó los gastos del mensajero), para solicitar al señor Rathbone una cita con el fin de tratar un asunto de máxima urgencia. Él le respondió a través del mensajero que se encontraría en su despacho a las once en punto de la mañana siguiente y que la atendería a esa hora si así lo deseaba. A las once menos cuarto estaba en el interior del coche de caballos con el corazón acelerado y soltaba un grito ahogado con cada bache del camino, mientras intentaba controlar el nerviosismo que se apoderaba de ella. De hecho, lo que estaba haciendo era un atrevimiento considerable por su parte, no sólo con respecto a Alexandra Carlyon, a quien no conocía y quien con toda seguridad nunca había oído hablar de ella, sino también en lo tocante a Oliver Rathbone. Su relación era poco convencional, profesional, porque en dos ocasiones ella había testificado en casos que él había defendido. William Monk había investigado el segundo después de que la policía lo cerrara oficialmente, y en ambos Oliver Rathbone se había visto obligado a retirarse antes de la conclusión.

A veces el entendimiento existente entre Rathbone v ella parecía muy profundo, como cuando colaboraban en una causa en la que ambos creían. En otras ocasiones había sido más difícil; eran un hombre y una mujer comprometidos en actividades que quedaban fuera de las normas de comportamiento establecidas por la sociedad, no eran un abogado y su cliente, ni un jefe y su empleada, ni amigos de la misma clase social y, con toda certeza, no se trataba de un caballero que cortejaba a una dama.

Sin embargo, su amistad era más profunda que la que había entablado con otros hombres, incluidos los médicos del ejército con quienes había compartido noches interminables en Scutari, con excepción, quizá, de Monk entre pelea y pelea. Además, se habían entrelazado en un beso extraordinario, sorprendente y dulce, que todavía recordaba con un estremecimiento fruto del placer y la soledad.

El vehículo se detuvo en High Holborn debido al intenso tráfico formado por coches de caballos, narrias y todo tipo de carros.

Deseaba fervientemente que Rathbone comprendiera que se trataba de una visita de trabajo. Le resultaría insoportable que creyera que lo perseguía, que intentaba entablar una relación, que imaginara algo que ambos sabían que él no deseaba. Se sonrojó al pensar en la posible humillación. Debía comportarse de manera impersonal y tratar de no ejercer siquiera la más mínima influencia indebida, y mucho menos parecer que estaba coqueteando. En realidad eso no le resultaría difícil, pues no sabría coquetear aunque le fuera la vida en ello. Su cuñada se lo había dicho en cientos de ocasiones. Ojalá pudiera ser como Imogen y solicitar ayuda con una encantadora indefensión, sencillamente con su actitud, de forma que los hombres desearan ayudarla. Ser eficiente era un mérito, pero a veces se convertía en una desventaja. No era una cualidad que le otorgara atractivo, ni ante los hombres ni ante las mujeres; a los primeros les parecía indecoroso, y las segundas lo encontraban un tanto insultante.

Sus pensamientos quedaron interrumpidos cuando el coche de caballos llegó al bufete de Oliver Rathbone y se vio obligada a descender del vehículo y pagar al cochero. Como sólo faltaban cinco minutos para la hora convenida, subió por las escaleras y se presentó ante el secretario.

Poco después se abrió la puerta interior y apareció Rathbone. Estaba exactamente como lo recordaba, y ella misma se sorprendió de la intensidad del recuerdo.

De estatura un tanto superior a la media, tenía el cabello rubio, un poco canoso en las sienes, y los ojos oscuros, que se percataban de todo cuanto ocurría alrededor pero pasaban sin previo aviso a transmitir enfado o compasión.

– Qué alegría verla de nuevo, señorita Latterly -le dijo sonriente-. Tenga la amabilidad de entrar en mi despacho, donde podrá explicarme el motivo de su visita.

Se hizo a un lado para permitirle la entrada, luego la siguió y cerró la puerta. La invitó a tomar asiento en una silla amplia y cómoda. El despacho estaba igual que la última una vez: a pesar del exceso de libros, no provocaba una sensación oprimente y era amplio y muy luminoso gracias a las ventanas, como si se tratara de un lugar desde el que observar el mundo sin esconderse de él.

– Gracias -dijo mientras se sentaba y se alisaba la falda. No quería dar la impresión de que se trataba de una visita de cortesía.

Él se acomodó tras la mesa de escritorio y la observo con interés.

– ¿Otro grave caso de injusticia? -preguntó con un brillo en los ojos.

Hester se puso al instante a la defensiva y tuvo que controlarse para permitirle que dominara la conversación. De inmediato recordó que aquélla era su profesión: interrogar a la gente de forma que se delataran en sus respuestas.

– Sería insensato por mi parte emitir un juicio prematuro, señor Rathbone -contestó con una sonrisa encantadora-. Si estuviera enfermo, yo me molestaría si usted me consultara y luego se prescribiera su propio tratamiento.

En ese momento era evidente que el abogado estaba divirtiéndose.

– Si le consulto en alguna ocasión, lo tendré bien en cuenta, señorita Latterly, aunque dudo de que sea tan impetuoso como para pensar en adelantarme a su juicio. Le aseguro que cuando estoy enfermo me convierto en un hombre bastante lastimero.

– Las personas se asustan y resultan vulnerables, incluso lastimeras, cuando se las acusa de un crimen y se enfrentan a la justicia sin que nadie las defienda o, como mínimo, sin contar con la ayuda de una persona adecuada para la ocasión.

– ¿Y usted considera que soy la persona adecuada para este caso en concreto? -quiso saber-. Me siento halagado, aunque no exactamente adulado.

– Pues lo estaría si supiera de qué se trata -repuso Hester con un tono algo cortante.

El abogado esbozó una sonrisa desprovista de malicia que dejó al descubierto su perfecta dentadura.

– Bravo, señorita Latterly. Veo que no ha cambiado. Por favor, cuénteme de qué se trata.

– ¿Se ha enterado de la reciente muerte del general Thaddeus Carlyon? -preguntó para evitar explicarle algo que quizás ya sabía.

– Leí la necrológica. Creo que sufrió un accidente. Se cayó cuando estaba invitado en casa de alguien. ¿No fue un accidente? -inquirió con curiosidad.

– No. Parece improbable que cayera de ese modo, y mucho más que a resultas falleciera en el acto.

– En la necrológica no se describían las heridas.

Recordó entonces las palabras que Damaris había pronunciado en un tono amargo e irónico. «Resulta un tanto ridículo. Se cayó por el pasamanos desde el primer rellano y fue a parar sobre una armadura.»

– ¿Se desnucó?

– No. Por favor, no me interrumpa, señor Rathbone, no es algo fácil de adivinar. -Pasó por alto la mirada de sorpresa del abogado ante su osadía-. Es demasiado ridículo. Cayó sobre una armadura y al parecer la alabarda que ésta sostenía le atravesó. La policía sospecha que no fue un accidente, sino que le clavaron la lanza mientras yacía inconsciente en el suelo.

– Comprendo. -Se mostró contrito-. Así pues, fue un homicidio; supongo que puedo llegar a esa deducción.

– Desde luego. La policía investigó el asunto durante varios días, dos semanas de hecho. Todo ocurrió la noche del 20 de abril. Ahora la viuda, Alexandra Carlyon, ha confesado ser la autora del crimen.

– Eso es bastante fácil de adivinar, señorita Latterly. Por desgracia no es una circunstancia inusual, y en absoluto absurda, ya que todas las relaciones humanas poseen un elemento humorístico o ridículo. -No se entretuvo en preguntar por qué razón había acudido a el. Permaneció sentado muy erguido en la silla, dedicándole una atención absoluta.

Ella se esforzó por no sonreír, aunque la situación la divertía, aun sin olvidar la tragedia que la había llevado hasta allí.

– Tal vez sea culpable -declaró ella-, pero Edith Sobell, la hermana del general Carlyon, está convencida de que no lo es. Tiene la certeza de que Alexandra ha confesado para proteger a su hija, Sabella Pole, una mujer un tanto desequilibrada, que, además, odiaba a su padre.

– ¿Se encontraba presente ese trágico día?

– Sí… Y por lo que Damaris Erskine, la otra hermana del general, que también asistió a la cena de la noche fatídica, me ha contado del asunto, varias personas tuvieron la oportunidad de empujarlo por el pasamanos.

– No puedo interceder por la señora Carlyon a menos que me autorice -puntualizó-. Sin duda la familia Carlyon contará con algún asesor legal.

– Peverell Erskine, el esposo de Damaris, es su asesor, y Edith me ha asegurado que él no tendría inconveniente en contratar al mejor abogado.

– Gracias por el halago -dijo Rathbone con una sonrisa.

Ella no dio mayor importancia al comentario porque no sabía qué decir.

– ¿Será tan amable de visitar a Alexandra Carlyon y, como mínimo, considerar la posibilidad de aceptar el caso? -le preguntó con suma seriedad, consciente de la gravedad del asunto-. Me temo que, de lo contrario, la internarán en una institución mental penitenciaria para preservar el buen nombre de la familia y pasará ahí el resto de sus días. -Se inclinó hacia él-. Esos lugares son lo más parecido al infierno en la tierra, y para alguien que está en su sano juicio, que sólo intenta proteger a su hija, sería sin duda peor que la muerte.

Todo rastro de alegría y luminosidad desapareció del rostro del abogado. Sus ojos reflejaron un intenso abatimiento, y no había un solo atisbo de vacilación en su semblante.

– Estoy dispuesto a ocuparme del asunto -anunció-. Si pide al señor Erskine que me dé instrucciones y contrate mis servicios, le prometo que hablaré con la señora Carlyon, aunque, por supuesto, no depende de mí que ella diga la verdad.

– Tal vez podría persuadir al señor Monk de que se encargue de las investigaciones… -Se interrumpió.

– Lo tendré en cuenta. No me ha explicado qué motivo tenía para matar a su esposo. ¿Ha dado alguno?

La pregunta la pilló desprevenida. No se la había planteado.

– Lo ignoro -respondió con los ojos bien abiertos, sorprendida ante ese gran descuido por su parte.

– Es improbable que actuara en defensa propia -conjeturó él con una mueca-, y es muy difícil que se trate de un crimen pasional, lo que de todos modos no se consideraría un atenuante, sobre todo en el caso de una mujer, pues a un jurado le parecería de lo más… indecoroso -añadió con cierto humor negro, como si fuera consciente de la ironía del asunto. Se trataba de una cualidad difícil de encontrar en un hombre, y era una de las muchas razones por las que a Hester le agradaba.

– Creo que la velada fue un auténtico desastre -explicó ella mientras lo observaba-. Al parecer Alexandra estaba muy enfadada cuando llegó, como si hubiera discutido con el general. Es más, por lo que me contó Damaris, la señora Furnival, la anfitriona, coqueteó con él de forma evidente. Sin embargo, por lo que he observado se trata de un comportamiento habitual, y muy pocas personas serían lo bastante insensatas para ofenderse por ello. Es una de esas actitudes que estamos obligadas a soportar. -Reparó en la expresión divertida de Rathbone, pero hizo caso omiso de ella.

– Será mejor que espere a que el señor Erskine se ponga en contacto conmigo -afirmó con la gravedad que requería la ocasión-. Entonces hablaré con la señora Carlyon, se lo prometo.

– Gracias. No sabe cuánto se lo agradezco. -Se puso en pie, y él la imitó al instante. De repente Hester cayó en la cuenta de que debía pagarle por la visita, que se había prolongado durante casi media hora. Sin embargo, hasta entonces no había pensado en ello. Sus honorarios serían demasiado elevados para sus escasos recursos económicos. Había cometido un error estúpido que la avergonzaba.

– Le enviaré la factura en cuanto el asunto esté cerrado -anunció él sin dar muestras de haber percibido su turbación-. Supongo que entiende que si la señora Carlyon me contrata, y acepto el caso, todo cuanto me cuente será confidencial, pero por supuesto le informaré de si puedo defenderla.- Rodeó la mesa de escritorio y se dirigió hacia la puerta.

– Por supuesto -repuso Hester con cierta frialdad. Se sentía aliviada porque Rathbone le había ahorrado el mal trago de que pareciera una ingenua-. Me complacería que pudiera ayudar. Ahora iré a hablar del asunto con la señora Sobell y, claro está, con el señor Erskine. -No mencionó en ningún momento que, por lo que sabía, Peverell Erskine no estaba al corriente de sus gestiones-. Que pase usted un buen día, señor Rathbone, y gracias.

– Ha sido un placer volver a verla, señorita Latterly. -Le abrió la puerta y la sostuvo mientras ella cruzaba el umbral. La observó hasta que desapareció de su vista.


* * *

Hester se dirigió de inmediato a Carlyon House y preguntó a la doncella que abrió la puerta si la señora Sobell se encontraba en la casa.

– Sí, señorita Latterly -respondió la muchacha enseguida. Hester dedujo por su expresión que Edith la había advertido de su visita-. Si tiene la amabilidad de pasar al salón de la señora Sobell… -dijo la doncella al tiempo que echaba una ojeada al vestíbulo. Acto seguido, levantó el mentón en actitud desafiante, echó a andar y subió por las escaleras confiando en que Hester la seguía.

En el ala este del primer rellano abrió una puerta que conducía a una pequeña sala luminosa, con sillones y un sofá tapizados con motivos florales y con acuarelas colgadas de las paredes.

– La señorita Latterly, señora -anunció la doncella antes de retirarse.

Edith se puso en pie con evidente impaciencia.

– ¡Hester! ¿Lo has visto? ¿Qué te ha dicho? ¿Ha aceptado?

Hester esbozó una sonrisa, aunque las nuevas que traía no eran motivo de alegría.

– Sí, lo he visto pero, claro está, no aceptará el caso hasta que el asesor legal de la persona en cuestión se lo solicite. ¿Estás segura de que Peverell consentirá en que el señor Rathbone defienda a Alexandra?

– Oh, sí… pero no será fácil convencerlo, al menos eso me temo. Quizá Peverell sea el único que desee luchar por Alexandra. En todo caso, si Peverell se lo pide al señor Rathbone, ¿accederá a ocuparse de la defensa? Le has dicho que ha confesado, ¿verdad?

– Por supuesto que sí.

– Gracias a Dios, Hester. Quiero que sepas que te estoy profundamente agradecida por este gesto. Ven, siéntate. -Se dirigió hacia las sillas, se arrellanó en una y señaló otra, en la que Hester tomó asiento antes de arreglarse la falda para estar lo más cómoda posible-. ¿Y ahora qué pasará? Visitará a Alex, supongo, pero ¿y si ella sigue declarándose culpable del homicidio?

– Él contratará a un detective para que investigue el caso -contestó Hester intentando transmitir una seguridad que no sentía.

– ¿Qué hará si ella se niega a contarle la verdad?

– Lo desconozco, pero emplea unas tácticas más eficaces que las de la policía. ¿Por qué lo hizo, Edith? Me refiero a ¿qué explicación da ella?

Edith se mordió el labio.

– Eso es lo peor. Al parecer ella asegura que actuó movida por los celos que le provocaban Thaddeus y Louisa.

– Oh… Yo… -Hester quedó desconcertada.

– Lo sé. -Edith se mostró muy compungida-. Es sórdido, ¿no?, para quien conoce a Alex resulta increíble, pues es lo bastante poco convencional para que se le ocurra algo tan alocado y estúpido. Además no creo que amara a Thaddeus con tanta intensidad y estoy casi convencida de que últimamente todavía menos. -Pareció avergonzarse de su franqueza, pero enseguida adoptó la actitud apremiante y dramática que requería la situación-. Hester, por favor, no permitas que tu repugnancia natural hacia un comportamiento tal te impida hacer lo posible por ayudarla. No creo que lo matara. Considero mucho más probable que lo hiciera Sabella, que Dios la perdone, o quizá debería decir que Dios la ayude. Sinceramente me temo que tal vez haya perdido el juicio. -Su rostro reflejó tristeza-. No le servirá de nada que Alex asuma la culpa. Colgarán a una persona inocente, y Sabella sufrirá aún más en sus momentos de lucidez, ¿no te das cuenta?

– Por supuesto que sí-convino Hester, aunque en realidad no juzgaba tan improbable que Alexandra Carlyon hubiera acabado con la vida de su esposo tal como había confesado. Sin embargo, reconocerlo sería una crueldad y del todo inútil, ya que Edith estaba convencida de la inocencia de Alexandra o, como mínimo, deseaba con todas sus fuerzas que fuera inocente-. ¿Sabes si Alexandra tenía motivos para estar celosa del general y la señora Furnival?

En los ojos de Edith apareció un brillo de burla y dolor a la vez.

– Si conocieras a Louisa Furnival, no plantearías esa pregunta. Es la clase de mujer de la que cualquiera estaría celosa. -Su expresivo rostro irradiaba antipatía, sorna y algo que casi podría considerarse un atisbo de admiración-. Su forma de hablar, su porte, su sonrisa te hacen pensar que posee algo de lo que tú careces. Aunque no hubiera hecho nada en absoluto, y a tu esposo no le atrajera lo más mínimo, sería fácil imaginar que ha habido algo, sólo por su actitud.

– No parece muy esperanzador -Sin embargo me extrañaría que Thaddeus le hubiera dedicado algo más que una mirada rápida. Él no solía coquetear, ni siquiera con Louisa. Era… -Se encogió de hombros en un gesto de impotencia-. Tenía muy asumido su papel de militar, se sentía más cómodo entre varones. Por supuesto trataba con cortesía a las mujeres, pero dudo de que disfrutara de nuestra compañía. No sabía de qué hablar. Desde luego había aprendido a mantener una conversación, como cualquier otro hombre de su posición, pero era algo artificial, no sé si me explico. -Miró a Hester con expresión inquisitiva-. Era un hombre de acción, valiente, resuelto y casi siempre acertaba en sus juicios; además sabía cómo comunicarse con sus soldados y con los jóvenes interesados por el ejército. Cuando hablaba con ellos se le iluminaba el rostro; en varias ocasiones me di cuenta de lo mucho que esos momentos significaban para él. -Exhaló un suspiro.

»Daba por sentado que a las mujeres no nos gustan esos temas, lo que no es cierto. A mí me interesan, pero ahora poco importa, supongo. Lo que intento decir es que, si un hombre pretende flirtear, no conversa sobre estrategia militar y la superioridad de un cañón en comparación con otro, y mucho menos con alguien como Louisa. Por otro lado, en el caso de que lo hubiera hecho, nadie mata a alguien por algo así, es…- Frunció el entrecejo y, por un momento, Hester se preguntó con repentina pesadumbre cómo había sido Oswald Sobell y por qué sufrimientos había pasado Edith durante su breve matrimonio, qué heridas le habían infligido los celos. Reconoció el apremio del presente y volvió al tema de Alexandra.

– Supongo que es mejor descubrir la verdad, sea cual sea -afirmó-. Además, cabe la posibilidad de que el homicida no sea ni Alexandra ni Sabella, sino otra persona. Si a Louisa Furnival le encanta coquetear y se había fijado en Thaddeus, tal vez su esposo imaginó que había algo entre ellos y fue víctima de los celos.

Edith se cubrió el rostro con las manos e inclinó la cabeza hacia las rodillas.

– ¡No soporto esta situación! -exclamó con ira-. Todos los sospechosos pertenecen a la familia o a nuestro círculo de amistades; tiene que haber sido uno de ellos.

– Es una desgracia -corroboró Hester-. De los otros crímenes cuya investigación he seguido de cerca he aprendido que acabas conociendo a las personas, sus sueños y sus aflicciones, sus padecimientos, y todo ello te afecta. Es imposible aislarse y mantenerse al margen.

Edith apartó las manos de su rostro con una expresión de sorpresa y levantó la mirada. Poco a poco ese momento de emoción se apagó y reconoció que Hester había expresado a la perfección sus propios pensamientos.

– ¡Qué duro! -Dejó escapar un suspiro-. En cierto modo siempre había dado por supuesto que existía una barrera entre mi persona y la gente que realiza esa clase de actos, normalmente quiero decir. Yo excluía el dolor de toda una clase de gente…

– No sin cierta falta de honradez. -Hester se puso en pie y se dirigió hacia la ventana de guillotina desde la que se dominaba el jardín. Estaba abierta por la parte superior e inferior, de modo que penetraba la fragancia de los alhelíes que crecían al sol-. La última vez que nos vimos, con todas las noticias de la tragedia, olvidé decirte que recabé información sobre qué clase de ocupación podrías encontrar y he llegado a la conclusión de que lo más interesante y agradable sería que te dedicaras a labores de escribiente. -Observó aun jardinero que cruzaba el césped llevando una bandeja con brotes de plantas-. O realizar tareas de investigación para alguien que desee escribir un tratado, una monografía o algo similar. Te proporcionaría unos pequeños ingresos insuficientes para tu manutención, pero te mantendría fuera de Carlyon House durante el día.

– ¿No puedo dedicarme a la enfermería? -preguntó Edith con timidez. Su voz destilaba desilusión, a pesar de sus esfuerzos por ocultarlo Hester se sintió incómoda al percatarse de que Edith la admiraba y en realidad deseaba hacer lo mismo que ella, pero que no se había atrevido a decirlo.

Con un leve rubor en el rostro buscó una respuesta que resultara sincera. No sería de recibo utilizar evasivas.

– No. Es muy difícil encontrar un empleo con un particular, aun cuando se haya recibido la formación necesaria. Es mucho mejor que aproveches tus habilidades. -Hablaba sin mirarla a la cara, ya que no deseaba que Edith descubriera lo que había comprendido de forma repentina-. Hay personas muy interesantes que necesitan escribientes o ayudantes, o alguien que les pase a limpio los trabajos. Es posible que encuentres a alguien que escriba sobre un tema que acabe interesándote.

– ¿Como qué? -inquirió Edith con seriedad.

– Cualquier tema. -Hester se volvió para mirarla y trató de animarla-. Arqueología, historia, viajes de exploración. -Se interrumpió al advertir una chispa de entusiasmo en la mirada de su amiga. Sonrió aliviada e invadida por una felicidad irracional-. ¿Por qué no? Las mujeres empiezan a plantearse la posibilidad de viajar a los lugares más maravillosos: Egipto, el Magreb, incluso África.

– ¡África! Sí… -afirmó entre dientes Edith, que había recuperado la confianza en sí misma. La herida abierta unos minutos antes se había cerrado gracias a las alentadoras perspectivas-. Sí. Cuando pase todo esto, buscaré algo. Gracias, Hester, muchísimas gracias.

No dijo nada más porque la puerta del salón se abrió para dar paso a Damaris, que ese día presentaba un aspecto distinto. Ya no poseía el aire indiscutiblemente femenino aunque contradictorio que había sorprendido a Hester en su visita anterior. En esta ocasión llevaba un traje de amazona que le otorgaba una apariencia vigorosa y masculina, como un apuesto joven de origen latino. Hester se percató enseguida de que el efecto era deliberado y que a Damaris le agradaba.

Hester sonrió. En realidad ella había osado adentrarse mucho más que Damaris en territorios masculinos prohibidos, había presenciado violencia, guerras y también conductas caballerosas, la amistad sincera cuando no existen barreras entre hombres y mujeres, donde la conversación no se rige por las normas sociales sino por los sentimientos y pensamientos auténticos, donde las personas trabajan hombro con hombro por una causa común, y en los que sólo importaban la valentía y la capacidad de cada uno. Así pues, esa «rebelión social» poco podía sorprenderla y mucho menos ofenderla.

– Buenas noches, Damaris -saludó-. Me alegra ver que tienes tan buen aspecto dadas las circunstancias.

Damaris esbozó una sonrisa burlona, cerró la puerta tras de sí y se apoyó en el pomo.

– Edith me ha dicho que ibas a ver a un amigo tuyo que es un abogado de renombre, ¿no es así?

La pregunta pilló a Hester desprevenida, pues ignoraba que estuviera al corriente de la petición de Edith.

– Ah… sí. -No había ninguna necesidad de negarlo-. ¿Crees que al señor Erskine le importará?

– Oh, no, en absoluto, pero no puedo responder por mamá. Será mejor que cenes con nosotros y nos lo cuentes todo.

Hester miró a Edith con inquietud, con la esperanza de que la salvara de tener que acudir a tan magno acontecimiento. Había pensado que sólo debía referir su conversación con Rathbone a Edith, quien informaría a Peverell Erskine, para que luego el resto de la familia se enterara a través de él. Ahora parecía que tendría que enfrentarse a todos ellos a la hora de la cena.

Sin embargo Edith pareció no reparar en sus sentimientos. Se levantó y se dirigió hacia la puerta.

– Sí, por supuesto. ¿Está Pev en casa?

– Sí, ahora es el momento adecuado. -Damaris se volvió y abrió la puerta-. Debemos actuar con prontitud. -Dedicó una amplia sonrisa a Hester-. Es muy amable por tu parte.

La decoración del comedor era muy recargada. La vajilla era de color turquesa, que tan en boga estaba, con numerosos adornos y bordes dorados. Felicia ya se había sentado, y Randolf ocupaba su sitio en la cabecera de la mesa. Parecía más imponente que cuando lo había visto arrellanado en un sillón a la hora del té. Su expresión de pesadumbre transmitía una inmovilidad severa y cansina. Hester intentó imaginarlo de joven y qué se sentiría el estar enamorada de él. ¿Le sentaría bien el uniforme?¿Habría habido entonces indicios de sentido del humor o agudeza en su rostro? Los años cambian a las personas; se producen desengaños, los sueños se desmoronan. Además lo había conocido en uno de los peores momentos de su vida; su único hijo acababa de ser asesinado y, casi con certeza, por un miembro de su propia familia.

– Buenas noches, señora Carlyon, coronel Carlyon saludó. Tragó saliva e intentó, al menos por el momento, no pensar en la confrontación que podía producirse cuando mencionara el nombre de Oliver Rathbone.

– Buenas tardes, señorita Latterly -dijo Felicia con las cejas arqueadas, la máxima expresión de sorpresa que permitían las normas de sociedad-. Reciba nuestra más calurosa bienvenida. ¿A qué debemos el placer de una segunda visita en tan poco tiempo?

Randolf musitó algo inaudible. Parecía haber olvidado el nombre de su invitada, y no tenía nada que decir aparte de apreciar su presencia.

Peverell, que se mostraba tan bondadoso y agradable como la vez anterior, le sonrió.

Era evidente que Felicia esperaba que Hester hablara. No había sido una pregunta retórica, exigía una respuesta.

Damaris se dirigió al lugar que solía ocupar en la mesa y se sentó con cierta arrogancia, sin prestar atención a la mueca que había ensombrecido el rostro de su madre.

– Ha venido para ver a Peverell -explicó con una sonrisa.

La irritación de Felicia fue en aumento.

– ¿A la hora de cenar? -Su voz transmitía una fría incredulidad-. Si deseaba ver a Peverell, habría sido más adecuado concertar una cita en su despacho, como cualquier otra persona. No creo que desee tratar de sus asuntos personales en nuestra compañía, y a la hora de la cena. Debes de estar equivocada, Damaris. ¿O es otra muestra de tu sentido del humor? Si es así, está fuera de lugar y he de pedirte que te disculpes y no vuelvas a obrar de este modo.

– No es ninguna broma, mamá -replicó con repentina seriedad-. Es para ayudar a Alex, por lo que resulta de lo más conveniente que el tema se aborde aquí, ante todos nosotros. Al fin y al cabo en cierto modo concierne a toda la familia.

– ¿De veras? -Felicia seguía mirando fijamente a su hija-. ¿Y qué puede hacer la señorita Latterly para ayudar a Alexandra? Es una tragedia para nosotros que Alexandra haya perdido la razón. -Tensó la piel de los pómulos como si esperara un golpe-. Ni siquiera los mejores médicos poseen un remedio para estos males, y ni el mismo Dios puede reparar lo ocurrido.

– El caso es que no sabemos qué ha ocurrido, mamá -puntualizó Damaris.

– Sabemos que Alexandra ha confesado que mató a Thaddeus -repuso Felicia con severidad, ocultando el enorme dolor que se escondía detrás de aquellas palabras-. No tenías que haber pedido ayuda a la señorita Latterly; ni ella ni nadie puede hacer nada. Ya nos encargaremos nosotros de buscar a los mejores médicos para que se ocupen de su trastorno mental y la internen en el lugar adecuado, por su bien y el de la sociedad. -Por voz primera desde que se había empezado a hablar del tema se volvió hacia Hester-. ¿Le apetece tomar un poco de sopa, señorita Latterly?

– Gracias. -No se le ocurrió nada más que decir, Carecía de excusas o explicaciones que dar. La situación se presentaba mucho peor de lo que había sospechado. Debería haber declinado la invitación. Podía haberse limitado a contar a Edith todo cuanto necesitaba saber y dejar el resto para Peverell. Sin embargo ya era demasiado tarde.

Felicia hizo un gesto a la sirvienta, que se acercó con la sopera y procedió a servir la comida en silencio.

Tras tomar algunas cucharadas, Randolf se dirigió a Hester.

– Bueno, si no va a recomendarnos a un médico, señorita Latterly, tal vez debamos saber de qué se trata.

Felicia lo miró con severidad, pero él no se dejó intimidar.

A Hester le habría gustado decir que se trataba de un asunto entre ella y Peverell, pero no se atrevió. No se le ocurría ninguna palabra que resultara adecuada. Notaba la torva mirada de la anfitriona clavada en ella y se sentía muy incómoda.

En la mesa reinaba un silencio absoluto. Nadie acudía en su auxilio; parecía que el coraje había abandonado a todos de repente.

– Yo… -Respiró hondo-. Conozco a un abogado ilustre que ha defendido y ganado casos parecidos y en apariencia imposibles. Pensé… pensé que el señor Erskine quizá desearía contemplar la posibilidad de contratar sus servicios para la señora Carlyon.

Felicia resopló con enojo y una expresión de ira apareció en su rostro.

– Gracias, señorita Latterly, pero como creo que ya he explicado, no necesitamos a ningún abogado. Mi nuera ya ha confesado ser la autora del crimen; no hay ningún caso que defender. Todo se reduce a conseguir que la internen de la forma más discreta posible en el lugar más adecuado para ella dado su estado.

– Quizá no sea culpable, mamá -intervino Edith con tono vacilante, sin vigor ni entusiasmo en la voz.

– Entonces ¿por qué confesó, Edith? -preguntó Felicia sin molestarse en mirarla.

Edith se puso tensa.

– Para proteger a Sabella. Alex no está loca, todos lo sabemos. En cambio Sabella sí podría estar…

– ¡Menuda sandez! -exclamó Felicia, tajante-. Estuvo un tanto perturbada tras el nacimiento de su hijo. Eso sucede a veces, pero es pasajero. -Partió con gesto vigoroso un panecillo de pan de salvado en el platillo situado a su izquierda-. Se conocen algunos casos de mujeres que en esos ataques de melancolía matan a sus hijos, pero no a sus padres. No deberías opinar sobre temas que desconoces.

– ¡Odiaba a Thaddeus! -insistió Edith con las mejillas encendidas.

De repente Hester cayó en la cuenta de que el comentario sobre el desconocimiento de Edith acerca de la maternidad había sido una crueldad deliberada.

– ¡No seas ridícula! -espetó Felicia-. Es rebelde y muy obstinada. Alexandra debería haber sido mucho más estricta con ella, pero de ahí a tener instintos homicidas hay mucha diferencia.

Peverell esbozó una sonrisa encantadora.

– Lo cierto es que no importa, suegra, porque Alexandra me dará las instrucciones que considere oportunas y yo me veré obligado a actuar en consecuencia. Cuando haya meditado y comprenda que el asunto no se reduce a que la encierren en alguna plácida institución psiquiátrica, sino que cabe la posibilidad de que la cuelguen… -Hizo caso omiso del suspiro de Felicia y la mueca de desagrado ante la ordinariez de sus palabras-. Entonces quizá cambie su declaración y desee que la defiendan. -Tomó una cucharada de sopa-. Como es lógico, tendré que plantearle todas las alternativas posibles.

El rostro de Felicia se ensombreció.

– Por el amor de Dios, Peverell, ¿no eres capaz de conseguir que el caso se trate con decencia y un poco de discreción? -preguntó con un desdén lleno de indignación-. La pobre Alexandra no sabe lo que hace. Ha perdido el juicio y se dejó llevar por unos celos sin fundamento en un momento de enloquecida rabia. Exponerla al ridículo y odio públicos no resultará positivo para nadie. Es un crimen de lo más absurdo. ¿Qué sucedería si todas las mujeres que imaginan que su esposo presta más atención de lo debido a otra, lo que debe de ocurrirle a la mitad de la población femenina de Londres, recurrieran al homicidio? La sociedad se desmoronaría, con todo lo que de ella depende. -Respiró hondo antes de seguir hablando, esta vez con mayor delicadeza, como si explicara algo a un niño-. ¿Por qué no tratas de convencerla, cuando la veas, de que, aunque ya no le importe su persona, ni nosotros, debe pensar en su familia, sobre todo en su hijo, que es todavía un niño? ¡Piensa en las consecuencias que un escándalo tendría para él! Si habla de sus celos, y todos sabemos que eran infundados, fruto de su mente perturbada, desbaratará el futuro de Cassian, y esa actitud sería cuando menos motivo de bochorno para sus hijas.

Peverell se mostró impasible, salvo por la aparente compasión que le inspiraba Felicia.

– Le informaré de todas las vías posibles, suegra, así como de las consecuencias que en mi opinión tendrán las acciones que decida emprender. -Se limpió los labios con tal serenidad que podía haber estado hablando del traspaso de unas hectáreas de tierra de cultivo, sin mostrarse apenas afectado por las pasiones y tragedias de que le estaban hablando.

Damaris lo observaba con los ojos bien abiertos. Edith permanecía en silencio. Randolf continuaba tomando la sopa.

Felicia estaba tan enojada que le costaba conservar la calma. Sujetaba con fuerza la servilleta en el borde de la mesa. Sin embargo jamás permitiría que se diera cuenta de que la había derrotado.

Randolf dejó la cuchara sobre la mesa.

– Supongo que sabes lo que estás haciendo -dijo con el entrecejo fruncido-, pero a mí me parece muy poco adecuado.

– Bueno, el ejército es bastante diferente del mundo de la justicia. -El rostro de Peverell reflejaba interés y una paciencia inquebrantable-. Se parece a la guerra, eso sí, por los conflictos y los sistemas acusatorios, pero se lucha con armas distintas y hay que respetar ciertas reglas. Todo está en la mente. -Sonrió como si se sintiera satisfecho por algo que los demás no comprendían; no como un placer secreto sino privado-. También nos dedicamos a la vida y a la muerte, y a la ocupación de propiedades y tierras, pero utilizamos las palabras como arma y el cerebro como campo de batalla.

Randolf murmuró algo inaudible, con expresión de profundo disgusto.

– A veces hablas como si fueras muy importante, Peverell -apuntó Felicia con tono mordaz.

– Sí. -Sin inmutarse, Peverell sonrió al tiempo que miraba hacia el techo-. Damaris me tacha de pedante. -Se volvió hacia Hester-. ¿Quién es el abogado, señorita Latterly?

– Oliver Rathbone. Su bufete está al lado de Lincoln's Inn Fields -se apresuró a responder Hester.

– ¿De veras? -Peverell abrió los ojos con sorpresa-. Es un profesional prominente. Lo recuerdo por el caso Grey. ¡Qué veredicto tan extraordinario! ¿De verdad cree que accedería a ocuparse del caso de Alexandra?

– Si ella no tiene inconveniente… -Hester se sintió cohibida de pronto, lo que le sorprendió. No se atrevía a mirar a nadie a la cara, ni siquiera a Peverell, no porque fuera crítico con ella sino por su extraordinaria perspicacia.

– Qué buena noticia-dijo él con voz queda-. Qué suerte la nuestra. Le estoy sumamente agradecido, señorita Latterly. Conozco la buena reputación del señor Rathbone. Informaré a la señora Carlyon.

– Espero que no la hagas albergar ideas falsas sobre sus posibilidades en el asunto -intervino Felicia con tono grave-. Por muy prominente que sea ese señor Rathbone -añadió con una mueca de desprecio, como si fuera una cualidad que debiera contemplarse con desdén-, no osará tergiversar ni desacatar la ley, y tampoco sería deseable que lo hiciera. -Respiró hondo y exhaló un suspiro, con la boca tensa por el dolor-. Thaddeus está muerto y la justicia exige que alguien pague por ello.

– Todo el mundo tiene derecho a defenderse de la forma que considere más apropiada, suegra -afirmó Peverell.

– Es probable, pero la sociedad se rige por unas normas, ¡no hay otra opción! -Ella lo observó con expresión desafiante-. Alexandra no impondrá su opinión. No lo permitiré. -Se dirigió a Hester-. Tal vez ahora pueda contarnos algo de sus experiencias junto a la señorita Nightingale, señorita Latterly. Resultaría de lo más aleccionador. Es una mujer realmente extraordinaria.

Hester quedó muda de sorpresa por unos instantes, y luego sintió, aun a su pesar, cierta admiración por la orden de Felicia.

– Sí, claro, por supuesto… -Y empezó a relatar las historias que consideró más aceptables y menos susceptibles de causar discordia: las largas noches en el hospital de Scutari, la fatiga, la paciencia, las interminables labores de limpieza, la valentía. Se abstuvo de mencionar la suciedad, las ratas, la increíble incompetencia, el espeluznante número de bajas que podrían haberse evitado gracias a una mayor previsión, así como con unos suministros, un transporte y unas condiciones higiénicas adecuadas.


* * *

Ese mismo día Peverell visitó primero a Alexandra Carlyon y luego a Oliver Rathbone. Al día siguiente, el 5 de mayo, Rathbone se presentó en las puertas de la prisión y solicitó, en calidad de abogado de la señora Carlyon, permiso para hablar con ella. Sabía que no se lo negarían.

Aunque era ridículo imaginar cómo sería un cliente, su aspecto o incluso su personalidad, mientras seguía a la carcelera por los corredores sombríos, ya se había hecho una idea de la apariencia de Alexandra Carlyon. Se la figuraba morena, de cuerpo exuberante y con un temperamento emotivo y propenso a las exageraciones. Al fin y al cabo, todo apuntaba a que había matado a su marido en un ataque de celos o, si Edith Sobell estaba en lo cierto, había confesado falsamente para proteger a su hija.

Sin embargo, cuando la carcelera, una mujer robusta de pelo grisáceo recogido en un moño, abrió la puerta de la celda, se encontró con una mujer de estatura media, muy esbelta, demasiado según los cánones del momento, de cabello rubio y rizado. Tenía un rostro muy particular, que reflejaba ingenio e imaginación, los pómulos marcados, la nariz pequeña y aguileña, la boca bonita pero excesivamente grande, que delataba pasión y alegría a la vez. No era hermosa en el sentido tradicional pero poseía un extraordinario atractivo, incluso agotada y asustada como estaba, y ataviada con un sencillo vestido gris y blanco.

Lo miró sin interés porque no albergaba ninguna esperanza. Se sentía impotente, y el abogado lo adivinó aun antes de hablar con ella.

– ¿Cómo está, señora Carlyon? -preguntó con cortesía-. Soy Oliver Rathbone. Creo que su cuñado, el señor Erskine, le ha dicho que deseo representarla si usted no tiene inconveniente.

Ella esbozó una leve sonrisa, un esfuerzo por intentar mostrarse educada más que para demostrar un sentimiento verdadero.

– Encantada de conocerlo, señor Rathbone. Sí, Peverell me lo ha dicho, pero me temo que ha desperdiciado su tiempo. No puede hacer nada para ayudarme.

Rathbone miró a la carcelera.

– Gracias, puede dejarnos. La llamaré cuando desee salir.

– Muy bien -dijo la mujer antes de retirarse. Cerró la puerta tras de sí y se oyó un sonoro clic cuando la palanca se colocó en su sitio.

Alexandra permaneció sentada en el catre y Rathbone tomó asiento en el extremo opuesto, pues de haber seguido de pie habría dado la impresión de que estaba a punto de marcharse, y no estaba dispuesto a darse por vencido tan pronto.

– Tal vez no, señora Carlyon, pero le ruego que me permita intentarlo. No la prejuzgaré. -Sonrió consciente de su encanto, que formaba parte de su oficio-. Y le pido que tampoco me prejuzgue a mí.

Esta vez la sonrisa de la mujer sólo se intuyó en su mirada, combinada con una expresión de tristeza y cierta burla.

– Por supuesto que le escucharé, señor Rathbone; por complacer a Peverell y por deferencia hacia usted, pero lo cierto es que no puede ayudarme. -Su vacilación era tan mínima que apenas resultaba perceptible-. Maté a mi esposo. La justicia exigirá que pague por ello.

Al observar que no había empleado el término «ahorcar» el abogado comprendió que esa posibilidad todavía la asustaba demasiado para expresarla. Tal vez ni siquiera había pronunciado la palabra en su interior. Sintió compasión, pero enseguida alejó ese sentimiento, ya que no era la base adecuada para defender un caso. Lo que necesitaba era su mente.

– Cuénteme qué sucedió, señora Carlyon; todo cuanto considere relevante acerca de la muerte de su esposo, y comience por donde quiera.

Ella apartó la mirada y empezó a hablar con voz monótona.

– Hay poco que contar. Mi esposo prestaba demasiada atención a Louisa Furnival desde hacía algún tiempo. Es una mujer hermosa y se comporta de una manera que agrada mucho a los hombres. Coqueteó con él, creo que lo hace con la mayoría de los hombres. Estaba celosa, eso es todo…

– Su marido coqueteó con la señora Furnival en una cena, usted salió de la sala, lo siguió escaleras arriba y lo empujó por el pasamanos -dijo con rostro inexpresivo-. Cuando cayó, usted bajó por las escaleras y, mientras yacía inconsciente en el suelo, cogió la alabarda y le atravesó el pecho, ¿no es cierto? Supongo que era la primera vez en sus veintitrés años de matrimonio que el la ofendía de ese modo.

Alexandra se volvió y lo miró con ira. Expresado así, sin más contexto, sonaba ridículo. Era la primera chispa de emoción verdadera que Rathbone veía en ella y, por tanto, el primer atisbo de esperanza.

– No, por supuesto que no -repuso ella con frialdad-. No se trataba sólo de que coqueteara con ella. Habían tenido un romance y ni siquiera disimulaban delante de mí, mi hija y su esposo. Cualquier mujer se habría enfurecido.

Él observó su rostro con atención, la falta de sueño, el horror y el temor que reflejaba. También traicionaba ira, pero sólo en la superficie, un destello de furia, efímero, sin calor, como la llama de una cerilla, nada que ver con el fuego abrasador de un horno. ¿Se debía tal vez a que mentía sobre el flirteo, sobre el romance, o porque estaba demasiado agotada, demasiado exhausta, para sentir rabia? El motivo de su cólera estaba muerto, y ella se encontraba con la soga al cuello.

– Aun así muchas mujeres deben de soportar situaciones parecidas -repuso él sin dejar de mirarla.

Ella se encogió de hombros y Rathbone reparó de nuevo en su extrema delgadez. Con la blusa blanca y la falda gris sin aro recordaba casi una vagabunda, salvo por la fuerza que transmitía su rostro. No era en absoluto una mujer débil; la frente ancha y la mandíbula redondeada denotaban demasiada obstinación para considerarla recatada, a menos que así lo pretendiera, lo que, acabaría resultando un engaño fugaz.

– Cuénteme cómo ocurrió, señora Carlyon. Empiece por el principio. Según sus palabras, la relación con la señora Furnival se había iniciado hacía algún tiempo. Por cierto, ¿cuándo se dio usted cuenta de que estaban enamorados?

– No lo recuerdo. -Seguía sin mirarlo. Resultaba bastante evidente que no le importaba si la creía o no. Su cara no revelaba ninguna emoción. Se encogió de hombros-. Unas semanas antes, supongo. Uno no se entera de lo que no quiere saber. -De repente mostró verdadera rabia, una rabia fuerte y dolorosa. Algo la había herido en lo más hondo de su ser y casi podía palparse en la diminuta estancia.

Rathbone estaba perplejo. En ciertos momentos embargaba a la señora Carlyon una emoción tan profunda que casi sentía los latidos de su corazón pero, acto seguido, parecía insensible, como si hablara de trivialidades que no importaban a nadie.

– ¿El día de esa velada se produjo algo que confirmará sus sospechas? -preguntó con tacto.

– Sí… -respondió ella con voz ronca, agradable pero poco habitual en una mujer. Era apenas un susurro.

– Debe contarme qué sucedió, paso por paso, tal como lo recuerda, señora Carlyon, si quiere que… la entienda. -Se abstuvo de decir «ayude» al recordar la desesperación de su rostro y su comportamiento y comprenda que estaba convencida de que nadie podría ayudarla. Esa promesa carecería de sentido para ella, y lo rechazaría por utilizar de nuevo ese término.

Mientras tanto ella continuaba mirando hacia otro lado. Cuando habló, tenía la voz tensa por la emoción

– Entenderme no servirá para nada, señor Rathbone. Yo lo maté. Eso es lo único que la justicia sabrá o se preocupará por saber, y es indiscutible.

Él esbozó una sonrisa irónica.

– No hay nada indiscutible en el mundo de la justicia, señora Carlyon. Así es como me gano la vida y, créame, se me da bien. No siempre salgo victorioso, pero sí en la mayor parte de las ocasiones.

Alexandra lo miró por fin, y por primera vez él apreció cierto sentido del humor en su rostro, que de pronto se iluminó. Percibió un atisbo de la encantadora mujer que habría sido en otras circunstancias.

– Un comentario típico de un abogado -susurró-, pero me temo que yo me encontraría dentro del grupo de las derrotas.

– Oh, vamos. ¡No me dé por derrotado antes de empezar! -exclamó con cierto desenfado-. Prefiero que me venzan a rendirme.

– No es su batalla, señor Rathbone, sino la mía. -Me gustaría hacerla mía. Además, necesita a un abogado que defienda su caso. No puede hacerlo usted sola.

– Lo único que puede hacer usted es repetir mi confesión.

– Señora Carlyon, aborrezco cualquier forma de crueldad, sobre todo cuando es innecesaria, pero debo decirle la verdad. Si la declaran culpable, sin circunstancias atenuantes, morirá en la horca.

Ella cerró los ojos y respiró hondo al tiempo que palidecía. Como él había supuesto, la idea ya le había rondado por la cabeza, pero algún mecanismo de defensa, un atisbo de esperanza, la había mantenido alejada de la parte consciente de su mente. Ahora que se había materializado en sus palabras, ya no podía fingir mas. Se sentía despiadado, pero haber permitido que se aferrara a una falsa ilusión habría sido aún más cruel y peligroso.

Debía calcular con precisión las proporciones intangibles de temor y fortaleza, honestidad y amor u odio que proporcionaban equilibrio emocional a la señora Carlyon para guiarla a través de la ciénaga que sólo el era capaz de intuir. La opinión pública no se apiadaría de compartirla con él y no le preguntó nada para evitar que lo rechazara.

– Entonces ¿por qué lo mató, señora Carlyon? No sufría unos celos insoportables. Él no la había amenazado. ¿Por qué lo hizo?

– Mantenía un romance con Louisa Furnival, en público, delante de mis amigos y mi familia -aseguró con voz cansina.

Estaban como al principio, y él no la creía; por lo menos no creía que eso fuera todo. Ella ocultaba algo amargo y oscuro. Todo aquello no era más que una fachada de mentiras y evasivas.

– ¿Y qué me dice de su hija? -preguntó.

Ella se volvió hacia él con el entrecejo fruncido.

– ¿Mi hija? -preguntó.

– Su hija, Sabella. ¿Mantenía buenas relaciones con su padre?

Otro atisbo de sonrisa asomó a sus labios.

– Le han contado que discutieron. Sí, es cierto, y de forma harto desagradable. No se llevaban bien. Sabella quería ingresar en un convento, y él no lo juzgó conveniente. Entonces concertó su matrimonio con Fenton Pole, un hombre muy amable que la ha tratado bien.

– ¿Todavía no ha perdonado a su padre, a pesar del tiempo que ha transcurrido?

– No.

– ¿Por qué no? Tanto rencor me parece excesivo.

– Ella… estaba muy enferma -aseguró en actitud defensiva-. Quedó muy trastornada tras el nacimiento de su hijo. A veces ocurren estas cosas. -Lo observó con la cabeza alta-. En aquel período estaba muy irritable, pero ya hace tiempo de eso.

– Señora Carlyon, ¿acaso fue su hija, no usted, quien mató a su esposo?

Ella lo miró con los ojos bien abiertos. Lo cierto es que tenía una cara poco común. Ahora irradiaba ira y temor, como si estuviera dispuesta a atacar en cualquier momento.

– No. ¡Sabella no tuvo nada que ver! Le repito, señor Rathbone, que fui yo quien lo mató. Le prohíbo terminantemente que la involucre en esto, ¿me ha entendido? Ella es inocente. Tendré que echarlo de aquí si vuelve a insinuar una cosa así.

Eso fue todo cuanto consiguió de ella. No estaba dispuesta a decir nada más. Rathbone se puso en pie.

– Volveré a visitarla de nuevo, señora Carlyon. No hable de este asunto con nadie sin mi autorización. ¿Lo ha entendido? -No sabía por qué se molestaba en decir aquello.

Su intuición le indicaba que no debía ocuparse del caso. Poco podía hacer para ayudar a una mujer que había matado deliberadamente a su esposo sin ningún motivo aceptable, porque coquetear durante una cena no lo era en absoluto. Haberlo encontrado en la cama con una amante podría haber sido una circunstancia atenuante, sobre todo en su propia casa y con una amiga íntima, pero ni siquiera esto servía de mucho. Muchas mujeres habían descubierto a su marido en la cama con una sirvienta y se habían visto obligadas a resignarse e incluso sin perder la sonrisa. Era más probable que la sociedad la criticara a ella por tener la torpeza de haberlos sorprendido, cuando con un poco de discreción podía haberlo evitado, y hacerle pasar a él por semejante situación.

– Si así lo desea -replicó ella con desinterés-. Gracias por venir, señor Rathbone. -Ni siquiera preguntó quién lo había enviado.

– Buenos días, señora Carlyon. Qué despedida tan absurda. ¿Cómo iba a tener un buen día en sus circunstancias?

Rathbone salió de la prisión totalmente desconcertado. Cualquier persona en su sano juicio se negaría a aceptar el caso. Sin embargo, cuando paró un coche de caballos, indicó al cochero que lo llevara a Grafton Way, donde se encontraba el despacho de William Monk, en lugar de a High Holborn, al despacho de Peverell Erskine, a quien podría comunicarle con suma cortesía que se sentía incapaz de ayudar a Alexandra Carlyon.

Durante el trayecto buscó razones para abandonar el caso y los motivos más extraordinarios para aceptarlo. Cualquier abogado competente realizaría las formalidades necesarias, y por la mitad de dinero. En realidad no había nada que decir. Quizá resultara más misericordioso no ofrecerle esperanzas, o alargar el juicio, lo cual sólo prolongaría la agonía de la espera de lo que, al fin y al cabo, era inevitable.

No obstante, no tendió la mano ni dio un golpecito a la ventana para cambiar de destino. Ni siquiera se movió de su asiento hasta que el vehículo se detuvo en Grafton Way, se apeó y pagó al cochero. Incluso lo observó mientras se alejaba en dirección a Tottenham Court Road y doblaba la esquina, sin llamarlo de nuevo.

Un charlatán se acercó corriendo por la acera. Era un hombre alto y delgado de cabello rubio que le caía sobre la frente; recitaba con voz cantarina rimas fáciles sobre dramas domésticos que acababan en traiciones y muertes. Se detuvo a pocos metros de Rathbone, y de inmediato un par de transeúntes ociosos dudaron si quedarse para escuchar el resto de la historia. Uno le lanzó una moneda de tres peniques.

Un vendedor ambulante que anunciaba sus productos se colocó en medio de la calle con su carrito, y un tullido con una bandeja de cerillas apareció cojeando desde Whitfield Street.

No tenía ningún sentido permanecer en la acera. Rathbone subió por la escalera y llamó a la puerta. Era una casa de inquilinato, muy respetable y espaciosa, perfectamente adecuada para un hombre soltero con un negocio o una profesión de poca importancia. A Monk no le hacía falta una casa. Por lo que recordaba de él, y tenía su imagen viva en la memoria, Monk prefería gastarse el dinero en trajes caros y elegantes. Al parecer, había sido un hombre presumido y ambicioso tanto desde el punto de vista profesional como social antes del accidente que lo había despojado de su memoria de forma tan aguda al comienzo que incluso su rostro y su nombre le resultaban desconocidos. Tuvo que reconstruir su v ida poco a poco, a partir de fragmentos de pruebas, cartas, informes de los casos policiales en que había trabajado cuando era uno de los agentes más brillantes de Scotland Yard, así como a partir de las reacciones de los demás y de sus emociones con respecto a él.

Más adelante había presentado su dimisión a raíz del caso Moidore, sumamente enfurecido porque no aceptaba recibir órdenes que contravinieran sus ideales y principios. En la actualidad intentaba ganarse la vida como detective privado. Sus clientes eran personas que, por la razón que fuera, consideraban que la policía no servía a sus propósitos o no estaba dispuesta a ayudarlas. La rolliza casera abrió la puerta y, al ver la buena planta de Rathbone, puso cara de sorpresa. Algún instinto oculto la hacía diferenciar el aspecto de un comerciante importante, o un ciudadano de clase media, de este distinguido abogado que llevaba un bastón con el mango de plata y un abrigo gris un tanto más discreto que el que habrían lucido aquéllos.

– ¿En qué puedo ayudarlo, caballero? -preguntó.

– ¿Se encuentra el señor Monk en la casa?

– Sí, señor. ¿Puedo saber quién quiere verlo?

– Oliver Rathbone.

– Sí, señor Rathbone. Adelante, por favor. Iré a buscarlo.

– Gracias. -La siguió hasta la fría salita de la mañana, decorada con muebles de tonos oscuros, limpios antimacasares y un centro de flores secas, presumiblemente cortadas para ocupar ese lugar.

Al cabo de pocos minutos la puerta se abrió de nuevo para dar paso a Monk. En cuanto lo vio, Rathbone se sintió embargado por las mismas sensaciones que solía provocarle: una mezcla instintiva de agrado y desagrado; la convicción de que un hombre con esa cara era implacable, impredecible, inteligente, sumamente emotivo, sincero hasta el punto de herir con su franqueza los sentimientos de otras personas, incluido él mismo, y capaz de conmoverse por la más sorprendente de las penas. Su rostro no era atractivo; tenía los huesos muy marcados y bien proporcionados, la nariz aquilina pero ancha, los ojos vivos, la boca demasiado grande y los labios delgados, con una cicatriz en el superior.

– Buenos días, Monk-saludó Rathbone con aspereza-. Tengo un caso ingrato que precisa de alguna investigación.

Monk enarcó las cejas de forma exagerada.

– ¿Por eso recurre a mí? ¿Debería estarle agradecido? -Una chispa de humor atravesó su rostro para desvanecerse acto seguido-. Supongo que además habrá una buena suma de dinero en juego. Ya sé que no trabaja por amor al arte. -Tenía una pronunciación excelente. Se había esforzado por perder el acento provinciano y cadencioso de su Northumberland natal y lo había sustituido por un inglés monárquico perfectamente modulado.

– No. -Rathbone mantuvo la calma. Monk llegaba a irritarlo en ocasiones, pero estaba perdido si permitía que se hiciera con el control de una conversación o estableciera su tono-. La familia tiene dinero, que como es natural utilizaré en lo que considere más beneficioso para mi cliente. Eso incluye contratar sus servicios, aunque me temo que poco de lo que descubra sea de utilidad.

– Está en lo cierto -convino Monk-. Parece un caso ingrato. Supongo que ha venido para pedirme que me ocupe de las pesquisas. -No era una pregunta, sino una conclusión-. Será mejor que me explique la situación.

No sin cierta dificultad, Rathbone conservó la tranquilidad. No toleraría que Monk lo dejara indefenso. Sonrió.

– ¿Ha leído la noticia de la reciente muerte del general Thaddeus Carlyon?

– Por supuesto.

– Su esposa ha confesado ser la autora del crimen.

Monk adoptó una expresión sarcástica.

– Debe de haber algo más de lo que ella me ha contado -continuó Rathbone, esforzándose por parecer objetivo-. Necesito averiguarlo antes de acudir a los tribunales.

– ¿Por qué lo hizo? -Monk se sentó a horcajadas en una silla de madera, con el respaldo por delante, frente a Rathbone-. ¿Lo acusa de algo que pudiera constituir una provocación?

– De tener una aventura con la anfitriona de la cena durante la cual se cometió el homicidio. -Rathbone sonrió con semblante sombrío.

Monk lo advirtió y se le encendió la mirada.

– Un crimen pasional -observó.

– No lo creo, pero no sé por qué. Manifiesta unos sentimientos muy intensos con respecto a situaciones que no los merecen.

– ¿Es posible que ella tuviera un amante? -preguntó Monk-. El adulterio de una mujer resulta más intolerable que cualquier cosa que él hubiera hecho.

– Sí, es muy probable. -A Rathbone le repugnó tal posibilidad, pero ignoraba por qué-. Debería saberlo.

– ¿Lo mató ella?

Rathbone reflexionó unos segundos antes de responder.

– No lo sé. Al parecer su cuñada cree que fue la hija menor, quien según dicen está desequilibrada y sufre problemas emocionales desde el nacimiento de su hijo. Se peleó con su padre tanto antes de la noche de su muerte como durante la cena a la que acudieron.

– Entonces ¿la madre se confesó autora del crimen para protegerla? -sugirió Monk.

– Eso sospecha la cuñada.

– ¿Y usted qué cree?

– ¿Yo? No lo sé.

Se produjo un silencio durante el cual Monk vaciló.

– Se le pagará por días -comentó Rathbone de pronto, y se sorprendió de su propia generosidad-. El doble del sueldo de un policía, ya que se trata de un trabajo temporal. -No necesitaba añadir que, si los resultados no eran satisfactorios o si exigía que se abonaran más horas de las necesarias, no requeriría más sus servicios.

Monk desplegó una amplia sonrisa sin separar demasiado los labios.

– Entonces será mejor que me informe del resto de los detalles para que pueda empezar. ¿Puedo visitar a la señora Carlyon? Supongo que está en prisión…

– Sí. Le conseguiré un permiso para visitarla en calidad de asociado mío.

– Dice que todo ocurrió durante una cena…

– En la casa de Maxim y Louisa Furnival, en Albany Street, junto a Regent's Park. El resto de los invitados eran Fenton y Sabella Pole, la hija; Peverell y Damaris Erskine, ¡a hermana de la víctima y su marido, y el doctor Charles Hargrave y su esposa, y, por supuesto, el general y la señora Carlyon.

– ¿Y el testimonio pericial médico? ¿Lo ofreció ese tal doctor Hargrave u otra persona?

– Hargrave.

En los ojos de Monk apareció una chispa de amarga diversión.

– ¿Y la policía? ¿Quién lleva el caso Rathbone entendió la pregunta y por una vez comprendió el sentimiento de Monk. Los idiotas presuntuosos que, con tal de preservar su orgullo, estaban dispuestos a permitir que otras personas sufrieran era uno de los tipos de individuos que más le enfurecía en este mundo.

– Supongo que se lo asignarán a Runcorn -respondió intercambiando una mirada de entendimiento con Monk.

– Entonces no hay tiempo que perder -aseveró el detective al tiempo que se enderezaba y se levantaba del asiento-. Esos pobres diablos no tienen ninguna posibilidad sin nosotros. A saber a quién más arrestarán y… ¡ahorcarán! -añadió con amargura.

Rathbone se percató de la rápida acometida de la memoria que había sufrido Monk y sintió la ira y el dolor que lo invadían como si los viviera en su propia carne.

– Voy a hablar con la policía ahora -explicó-. Manténgame al corriente de sus descubrimientos. -Se puso en pie y se despidió.

Al dirigirse a la salida pasó junto a la casera y le agradeció su recibimiento.


* * *

En la comisaría recibieron a Rathbone con cortesía y cierta preocupación. El agente que se encontraba en recepción conocía su fama y recordaba que había colaborado con Monk, nombre que todavía inspiraba respeto y temor no sólo allí, sino en todo el cuerpo de policía.

– Desearía ver al agente encargado del caso Carlyon.

– Es el señor Evan-repuso el agente-. ¿O desea ver al señor Runcorn? -Sus ojos, azules y grandes, transmitían excesiva inocencia.

– No, gracias -contestó Rathbone con aspereza-. A hora no. Sólo quisiera aclarar ciertos detalles.

– Muy bien, señor. Iré a ver si se encuentra en la comisaría. Si no está, ¿volverá en otro momento o prefiere ver al señor Runcorn?

– Supongo que en ese caso será mejor que hable con el señor Runcorn.

– Sí, señor. -El agente subió por las escaleras. Regresó al cabo de tres minutos y le informó de que el señor Runcorn podría dedicarle cinco minutos.

Rathbone se dirigió al piso superior de mala gana. Hubiera preferido entrevistarse con el sargento Evan, cuya imaginación y lealtad hacia Monk habían quedado patentes en el caso Moidore, y antes en el Grey.

Llamó a la puerta y entró en el despacho del comisario Runcorn, que estaba sentado tras su imponente mesa con el tablero recubierto de cuero. Su cara larga y de tez rojiza denotaba expectación y cierto recelo.

– ¿Sí, señor Rathbone? El agente de recepción me ha dicho que desea conocer algunos detalles del caso Carlyon. Qué asunto tan triste. -Meneó la cabeza y apretó los labios-. Muy triste. La pobre mujer perdió el juicio y mató a su marido. Lo ha confesado. -Observó a Rathbone con los ojos entornados.

– Eso he oído -convino Rathbone-, pero supongo que se habrá planteado la posibilidad de que la hija sea la autora del crimen y la señora Carlyon haya confesado para protegerla…

Runcorn tensó los músculos de la cara.

– Por supuesto.

Rathbone pensó que mentía y disimuló el desprecio que Runcorn le inspiraba.

– ¿No puede ser eso cierto?

– Quizá -respondió Runcorn con precaución-, pero nada lo indica. La señora Carlyon ha confesado y nuestros descubrimientos apoyan esa hipótesis. -Se recostó un poco en la silla y añadió con desdén-: Antes de que me lo pregunte, le diré que no existe la más mínima posibilidad de que se tratara de un accidente. Tal vez cayó de forma fortuita, pero es imposible que se clavara la alabarda. Alguien lo siguió hasta abajo o lo encontró allí tendido, cogió la lanza y se la clavó en el pecho. -Movió la cabeza-. No va a defenderla, señor Rathbone, no de la justicia. Sé que es usted muy inteligente, pero este caso no admite discusiones. El jurado está compuesto por hombres sensatos de buena familia que, diga lo que diga, la enviarán a la horca.

– Es posible -convino Rathbone con una sensación de derrota-, pero esto no es más que el comienzo. Aún nos queda mucho camino por recorrer. Gracias, señor Runcorn. ¿Puedo ver el informe médico?

– Si así lo desea…, pero no le servirá de nada.

– Deseo verlo de todos modos.

Runcorn sonrió.

– Como quiera, señor Rathbone.

Загрузка...