Capítulo 9

El juicio a Alexandra Carlyon se inició el lunes 22 de junio por la mañana. El comandante Tiplady tenía intención de asistir, no por mera curiosidad, ya que normalmente evitaba tales eventos como si de un accidente se tratara, pues lo consideraba una vulgar intrusión en la desgracia y vergüenza ajenas. No obstante, en este caso sentía un interés profundo y personal por el desarrollo del proceso. Además deseaba mostrar su apoyo a Alexandra y a la familia Carlyon o, mejor dicho, a Edith, aunque jamás lo hubiera reconocido ante nadie, ni siquiera a sí mismo.

Cuando puso el pie en el suelo advirtió que era capaz de sostenerse. Todo apuntaba a que la pierna se le había curado por completo. Sin embargo, al intentar doblarla para salvar el escalón de un coche de caballos descubrió para su pesar, que no aguantaba su peso. Lo peor era que sabía que bajar por el otro lado resultaría aún más doloroso. Se sentía avergonzado y furioso, pero no podía hacer nada al respecto. Estaba claro que necesitaba por lo menos otra semana de reposo, e intentar forzar la pierna sólo contribuiría a retrasar la curación.

Así pues, encomendó a Hester que lo informara sobre el desarrollo del juicio, ya que seguía trabajando para él y debía facilitar su bienestar. Insistió en que aquel asunto era de vital importancia para él. Hester tenía la obligación de mantenerlo al corriente de lo sucedido, no sólo de las declaraciones de todos los testigos sino también de su actitud y comportamiento y de si, en su opinión, decían la verdad o no. Asimismo le encargó que se fijara en la actitud de todos aquellos que formaban parte de la acusación y de la defensa, y en especial de los miembros del jurado. Por supuesto, también tenía que prestar atención a cualquier otro familiar que viera. Para llevar a cabo su cometido debía proveerse de un buen cuaderno y varios lápices afilados.

– Sí, comandante -repuso obedientemente, con la esperanza de estar a la altura de tan exigente misión. Le había pedido mucho, pero su seriedad y preocupación eran tan genuinas que ni siquiera se atrevió a mencionar las dificultades que todo aquello entrañaba.

– Deseo conocer su opinión así como los hechos -repitió por enésima vez-. Es una cuestión de sentimientos. La gente no siempre es racional, sobre todo en casos como éste.

– Sí, lo sé -concedió con paciencia-. Observaré las expresiones y me fijaré en el tono de las voces, se lo prometo.

– Bien. -Se ruborizó un poco-. Le estaré muy agradecido. -Bajó la mirada-. Soy consciente de que una tarea como ésta no suele formar parte del trabajo de una enfermera…

Hester a duras penas consiguió disimular una sonrisa.

– Y no va a resultar agradable -añadió.

– No es más que un cambio de papeles -apuntó Hester, que ahora sonreía abiertamente.

– ¿Qué? -El comandante no entendía sus palabras. Advirtió que se divertía pero ignoraba el motivo.

– Si usted hubiera podido ir, yo habría tenido que pedirle que me lo repitiera todo, pero carezco de autoridad para ello, por lo que esto es mucho más práctico.

– Oh, comprendo. -Sus ojos reflejaron también regocijo-. Sí, sí, será mejor que se vaya o llegará tarde y no encontrará un buen sitio.

– Sí, comandante. Volveré cuando esté segura de haberlo observado todo. Molly le ha preparado el almuerzo y…

– No se preocupe. -Movió las manos con impaciencia-. Váyase, mujer.

– Sí, comandante.


* * *

Llegó pronto, como había previsto, pero la muchedumbre estaba impaciente y sólo consiguió un buen asiento porque Monk se lo había reservado.

La sala del tribunal era más pequeña de lo que imaginaba. Tenía el techo muy alto y recordaba un teatro, con la galería para el público muy por encima del banquillo de los acusados, que se elevaba cuatro o cinco metros del suelo y formaba un ángulo recto respecto a los asientos forrados de piel de los abogados y empleados del juzgado.

El jurado se sentaría en dos escaños paralelos, a la izquierda de la galería, a los que se accedía por varios escalones y detrás de los cuales había una hilera de ventanas. En el extremo opuesto de esa misma pared declararían los testigos, en un estrado curioso al que conducían varios peldaños, de forma que quedaba muy por encima del público.

Al fondo, al otro lado de la galería y del banquillo de los acusados, se hallaba el sillón tapizado en rojo del juez. A su derecha había otra tribuna para espectadores y periodistas.

Las paredes que rodeaban el banco de los acusados, el de los testigos y el del jurado estaban revestidas de pa neles de madera. El escenario se le antojó impresionante, ya que no guardaba ninguna semejanza con un salón convencional. En aquel momento la sala estaba tan atestada que resultaba casi imposible moverse.

– ¿Dónde se había metido? -preguntó Monk con cierta irritación-. Se ha retrasado.

Hester dudó entre contestarle con un exabrupto o agradecerle que hubiera pensado en ella. La primera opción resultaría gratuita y no haría más que desencadenar una pelea en el momento menos oportuno, por lo que se decidió por la segunda, que a él le sorprendió y divirtió. El auto de procesamiento ya se había presentado al gran jurado con anterioridad, y la acusación se había considerado fundada, por lo que Alexandra había sido inculpada.

– ¿Qué me dice del jurado? -preguntó Hester-. ¿Han elegido a los miembros?

– El viernes-respondió-. Pobre gente.

– ¿Porqué «pobre»?

– Porque no me gustaría tener que decidir en un caso así -contestó Monk-. Me temo que no tendría oportunidad de emitir el veredicto que me gustaría.

– No-convino ella, más para sí que para él-. ¿Cómo son?

– ¿Los miembros del jurado? Personas normales y corrientes, preocupadas, que se creen muy importantes -respondió con la vista fija en el asiento del juez y en las mesas de los abogados situadas debajo.

– Supongo que son todos de mediana edad… y todos hombres, claro está.

– No son todos de mediana edad. Uno o dos son jóvenes, y uno muy mayor. Se exige tener entre veintiuno y sesenta años y disponer de unos ingresos fijos procedentes de alquileres o tierras, o vivir en una casa que cuente con quince ventanas, como mínimo…

– ¿Qué?

– Por lo menos quince ventanas -repitió con una sonrisa sarcástica mientras la miraba de soslayo-. Huelga decir que todos son hombres. Esa pregunta es impropia de usted. Por el amor de Dios, se considera que las mujeres no están capacitadas para tomar esa clase de decisiones; de hecho, no pueden tomar ninguna decisión de carácter legal. Les está prohibido tener propiedades. No pretenderá que se les permita determinar el destino de un hombre, ¿verdad?

– Si una persona tiene derecho a que la juzgue un jurado de iguales, no me parece tan descabellado que yo pueda decidir sobre el destino de una mujer -replicó Hester-. Es más, si alguna vez me juzgan me gustaría que hubiera alguna mujer entre los miembros del jurado. ¿Cómo si no iba a considerar que he sido juzgada de forma justa?

– No creo que corriera mejor suerte con mujeres -afirmó con una expresión de amargura al tiempo que observaba a la mujer rolliza que se había sentado delante de ellos-. Me parece que eso no cambiaría las cosas.

Hester sabía que la conversación carecía de relevancia. Debían enfrentarse al caso con el jurado compuesto tal como estaba. Se volvió para mirar al resto de los espectadores. Había toda clase de gente, de todas las edades y condición social, y casi tantas mujeres como hombres. Lo único que tenían en común era su impaciencia, los murmullos; los que estaban de pie cambiaban el peso de su cuerpo de una pierna a otra, los que se hallaban sentados se inclinaban y todos miraban en torno a sí para no perderse nada.

– Claro que no debería haber venido -comentó una mujer que se encontraba detrás de Hester-. Esto no va a irme nada bien para los nervios. Qué maldad, y eso que se trata de una dama. Cabe esperar más de ellos, deberían saber cómo comportarse.

– Desde luego -convino su acompañante-. Si los nobles se matan entre sí, ¿qué se puede esperar de las clases bajas?

– ¿Qué aspecto tendrá? No me extrañaría que fuese una mujer vulgar. Seguro que la cuelgan.

– Claro, no seas boba. ¿Qué otra cosa iban a hacer?

– Hay que reconocer que se lo merece.

– Por supuesto. Mi marido no siempre se controla, pero nunca se me ocurriría matarlo.

– Claro que no. Nadie hace una cosa así. ¿Adonde iríamos a parar si actuáramos así?

– Increíble. Por cierto, dicen que hay revueltas en la India. La gente se mata y muere en todo el mundo. Ya digo yo que vivimos en una época terrible. Sólo Dios sabe qué nos espera.

– Cuánta razón tienes -concedió su amiga mientras asentía con la cabeza.

Hester deseaba decirles que no fueran tan estúpidas, que las virtudes y las tragedias, al igual que las risas, los descubrimientos y la esperanza, siempre habían existido, pero el alguacil llamó al orden. Se oyeron murmullos cuando el abogado de la acusación entró en la sala ataviado con la peluca y toga negra características, seguido de su ayudante. Wilberforce Lovat-Smith no era corpulento, pero sus andares transmitían seguridad, cierta arrogancia incluso, e irradiaba vitalidad, por lo que su presencia nunca pasaba inadvertida. Era bastante moreno y su cabello negro resultaba claramente visible bajo la peluca de crin blanca. A Hester le sorprendió apreciar, a pesar de la distancia, que tenía los ojos de azul grisáceo. No era apuesto pero sus rasgos resultaban atractivos: nariz afilada, boca graciosa y pestañas pobladas que le otorgaban cierta sensualidad. Su rostro era el de un hombre que había triunfado en el pasado y esperaba hacerlo de nuevo.

Apenas había ocupado su asiento cuando se produjo otro murmullo de admiración al aparecer Rathbone, ataviado también con la peluca y la toga, y seguido de su ayudante. A Hester le pareció extraño verlo tan atildado, ya que últimamente se había habituado a verlo vestido de calle y en un ambiente más distendido. En aquel momento resultaba evidente que sólo pensaba en la contienda que le aguardaba, de la que dependía no sólo la vida de Alexandra, sino también el futuro de Cassian. Hester y Monk habían hecho todo cuanto estaba en sus manos, ahora había llegado la hora de la verdad para Rathbone. Era un gladiador solitario en la arena, y la multitud estaba sedienta de sangre. Cuando se volvió, Hester observó su perfil, la nariz larga y los labios finos, capaces de pasar de la compasión al enfado y de nuevo a la ironía y al humor más agudo.

– Va a empezar -susurró alguien detrás de ella-. Ése es el abogado defensor, Rathbone. Me pregunto qué va a decir.

– No tiene nada que hacer -comentó un hombre situado a su izquierda-. No sé para qué se molesta. Deberían condenarla a la horca, ahorrar ese dinero al gobierno.

– Ahorrárnoslo nosotros, mejor dicho.

– ¡Chist!

– Cállate tú.

Monk se volvió y habló con irritación.

– Si no le interesa el juicio, abandone su asiento para que otra persona lo ocupe. Si lo que quiere es sangre, en Londres hay infinidad de mataderos.

Se oyó un resoplido airado.

– ¿Cómo se atreve a hablar así a mi mujer? -preguntó un hombre.

– Me dirigía a usted, caballero -espetó Monk-. Espero que sea usted responsable de sus propias opiniones.

– Cállense la boca -intervino alguien con furia-, o nos echarán a todos. Ha llegado el juez.

En efecto, el juez había hecho acto de presencia. Presentaba un aspecto espléndido con una toga escarlata y la peluca blanca un tanto más abultada que la de los abogados. Era un hombre de elevada estatura, la frente ancha y nariz pronunciada, mandíbula corta y boca generosa. Era mucho más joven de lo que Hester había supuesto y, sin saber por qué, se le encogió el corazón. En cierto modo sospechaba que un hombre paternal tal vez se mostrara más compasivo, y un anciano, todavía más. En aquel momento se dio cuenta de que estaba sentada en el borde del duro banco, con los puños cerrados y los hombros tensos.

El alboroto se acentuó unos momentos y luego, cuando la prisionera entró en la sala, se hizo el silencio. Los asistentes se inclinaron, y quienes se encontraban en los asientos situados detrás de los abogados volvieron la cabeza; todos con excepción de una mujer vestida de riguroso negro y con la cabeza cubierta por un velo. Condujeron a la prisionera al banquillo de los acusados.

Incluso los miembros del jurado, aparentemente en contra de su voluntad, dirigieron la mirada hacia ella.

Hester maldijo la disposición de la sala, que impedía ver el banquillo de los acusados desde la galería.

– Deberíamos haber conseguido asientos ahí abajo -susurró a Monk al tiempo que señalaba con la cabeza los pocos bancos situados detrás de los letrados.

– ¿Deberíamos? -dijo Monk con mordacidad-. Si no hubiera sido por mí, estaría fuera, de pie.

– Lo sé y le estoy agradecida. De todos modos, deberíamos intentar encontrar un sitio ahí abajo.

– Pues venga antes la próxima vez.

– Lo haré, pero eso ahora no nos sirve de nada.

– ¿Qué quiere hacer? -masculló con sarcasmo-. ¿Perder este sitio para tratar de conseguir otro abajo?

– Sí. Claro que sí, ¡vamos!

– No sea ridícula. Acabará de pie.

– Haga lo que le plazca; yo me voy. La mujer que tenían delante se volvió.

– Cállense -ordenó con irritación.

– Métase en sus asuntos, señora -espetó Monk sin inmutarse.

Acto seguido cogió a Hester del brazo y echaron a andar ante la hilera de espectadores, que protestaron. Recorrieron el pasillo y, una vez en el vestíbulo, bajaron por las escaleras. Cuando llegaron a la puerta de la sala inferior, la soltó.

– Bueno -dijo con una mirada mordaz-, ¿qué propone ahora?

Hester tragó saliva, lo miró, dio media vuelta y se dirigió hacia las puertas.

Entonces apareció un alguacil que le impidió el paso.

– Lo siento. No puede entrar, señorita. Está lleno. Tenía que haber venido antes. Tendrá que leer el periódico para enterarse de lo que pasa.

– ¡No puede ser! -exclamó con gran dignidad-. Estamos implicados en el caso, contratados por el señor Rathbone, el abogado defensor. Éste es el señor Monk. Trabaja con el señor Rathbone y quizá necesite consultarle durante el juicio. Yo soy su ayudante.

El alguacil miró a Monk por encima de la cabeza de Hester.

– ¿Es eso cierto, caballero?

– Por supuesto que sí -afirmó Monk sin parpadear al tiempo que se sacaba una tarjeta del bolsillo del chaleco.

– En ese caso será mejor que entren -dijo el alguacil con prudencia-, pero la próxima vez lleguen un poco antes, ¿entendido?

– Descuide, no volverá a ocurrir -se disculpó Monk con mucha diplomacia-. Había mucho trabajo en la oficina, ¿sabe usted?

Sin más preámbulos, empujó a Hester al interior, y el alguacil cerró las puertas tras ellos.

La sala presentaba un aspecto muy distinto desde ese nivel, el asiento del juez parecía más alto e imponente, el banco de los testigos, ligeramente más vulnerable y el banquillo de los acusados, muy aislado, como una jaula espaciosa con paredes de madera muy altas.

– Siéntese -ordenó Monk de pronto.

Hester obedeció y tomó asiento en el extremo del escaño más cercano, por lo que obligó a los ocupantes a apretarse y estar más incómodos. A Monk no le quedó más remedio que permanecer de pie, hasta que alguien tuvo el detalle de cambiarse a la fila siguiente y cederle su sitio.

Por primera vez, no sin cierto sobresalto, Hester vislumbró el rostro demacrado de Alexandra Carlyon, a quien se permitió sentarse porque el juicio iba a durar varios días. No era como la había imaginado: tenía una expresión directa y particular, a pesar de la palidez y el aspecto cansado que presentaba. Se intuía en ella una gran inteligencia y entereza; era consciente de que los presentes se interesarían más por la agonía y los deseos de una sola persona que por un conjunto de circunstancias trágicas.

Hester apartó la vista por temor a que los demás consideraran que demostraba una curiosidad excesiva. De hecho, ya conocía más de su sufrimiento íntimo del que cualquier persona tuviera derecho a saber.

La vista empezó casi de inmediato. Ya se habían formulado los cargos y las alegaciones de la defensa. Los discursos inaugurales fueron breves. Lovat-Smith declaró que los hechos eran evidentes y que demostraría paso por paso cómo la acusada había asesinado deliberadamente a su esposo, el general Thaddeus Carlyon, a causa de unos celos infundados y luego había intentado que el crimen pareciese un accidente.

Rathbone se limitó a anunciar que aportaría una revelación que cambiaría de forma considerable la perspectiva de todo lo que se sabía y les obligaría a hurgar en sus corazones y conciencias antes de emitir un veredicto.

Lovat-Smith llamó a su primer testigo, Louisa May Furnival. Se elevó un murmullo general y, cuando apareció en la sala, se oyeron resuellos y el frufrú de los tejidos a medida que los asistentes se inclinaban para verla. Lo cierto era que su presencia merecía la expectación que despertó. Lucía un traje de un púrpura intenso con majestuosos toques violetas, y un corte muy moderno y vistoso: la cintura ajustada y unas mangas maravillosas. Llevaba el sombrero ladeado con tanta gracia sobre el cabello oscuro recién cepillado que le otorgaba una elegancia inusitada. En teoría debía aparecer recatada, como una mujer distinguida que lamenta la trágica muerte de un amigo, pero había tanta vitalidad en ella, tanta conciencia de su propia belleza y magnetismo que nadie pensó que mostraba tal emoción más allá de los minutos iniciales.

Pasó por delante de los abogados y subió por la escalera que conducía al estrado, manejando los faldones por el estrecho pasillo con una habilidad considerable. Acto seguido se volvió para mirar de frente a Lovat-Smith.

Juró decir la verdad y nada más que la verdad con voz baja y ronca mientras miraba al abogado de la acusación con ojos brillantes.

– Señora Furnival -dijo él al tiempo que se acercaba a la testigo con las manos en los bolsillos bajo la toga-, ¿podría contar a la sala lo que recuerde de lo ocurrido la fatídica noche en la que el general Carlyon encontró la muerte? Tenga la amabilidad de empezar con la llegada de los invitados.

Louisa se mostraba serena. Si la situación la intimidaba, ni su rostro ni su comportamiento lo delataban.

Tenía las manos relajadas sobre la pequeña barandilla del banco de los testigos.

– Los primeros en llegar fueron los señores Erskine. Luego acudieron el general Carlyon y Alexandra -explicó sin mirar al banquillo de los acusados. Por su forma de actuar, era como si Alexandra no se hallara presente.

– En aquel momento, señora Furnival, ¿cómo se indujeron el general y la señora Carlyon? ¿Reparó en algo extraño?

– El general estaba como siempre -repuso Louisa-. Observé que Alexandra parecía muy tensa y pensé que la situación podía empeorar durante la velada. -Permitió que un atisbo de sonrisa se dibujara en sus labios-. Como anfitriona que era, deseaba que la fiesta fuera agradable.

Se oyeron risitas que se apagaron casi de inmediato.

Hester miró a Alexandra, pero su rostro no reflejaba emoción alguna.

– ¿Quién llegó a continuación? -preguntó Lovat-Smith.

– Sabella Pole y su esposo, Fenton Pole -contestó Louisa-. Ella trató con suma descortesía a su padre, el general. -Su semblante se ensombreció un tanto, pero se abstuvo de transmitir algo más que un atisbo de reprobación. Sabía que no debía emitir juicios personales-. Claro que en los últimos tiempos no se encuentra muy bien -añadió-, por lo que le perdonamos su proceder. Era una situación un tanto embarazosa, nada más.

– ¿Temió en algún momento que su conducta se debiera a una animadversión peligrosa? -inquirió Lovat-Smith con aparente preocupación.

– En ningún momento. -Louisa desechó la idea con un gesto.

– ¿Qué otros invitados asistieron a la fiesta?

– El doctor Charles Hargrave y su esposa; fueron los últimos en llegar.

– ¿No acudió nadie más?

– Nadie más.

– ¿Puede contarnos cómo se desarrollaron los acontecimientos, señora Furnival?

Louisa se encogió de hombros con delicadeza y esbozó una sonrisa.

Hester observó que los miembros del jurado escuchaban con embeleso a la testigo y no dudó de que ella era consciente de esto.

– Pasamos un rato en la sala de estar -explicó Louisa-. Charlamos de diversos temas intrascendentes, lo habitual en esas ocasiones. No recuerdo qué dijimos, sólo que la señora Carlyon actuó como si quisiera discutir con el general, algo que él intentaba evitar a toda costa, aunque ella parecía estar decidida a enzarzarse en una riña.

– ¿Sabe cuál era el motivo de su discrepancia?

– No. Parecía algo… impreciso, un resentimiento que venía de lejos. Por supuesto, no lo oí todo… -Añadió, para no descartar la posibilidad de unos celos virulentos.

– Durante la cena, señora Furnival, ¿todavía se palpaba la tensión entre el general y la señora Carlyon?

– Sí, me temo que sí. Claro está que entonces yo no tenía ni idea de que se trataba de algo grave… -Por un instante Louisa se mostró contrita, avergonzada de su propia ceguera. Se oyó un murmullo de solidaridad en la sala. Los asistentes dirigieron la mirada hacia el banquillo de los acusados, y un miembro del jurado asintió con la cabeza.

– Después de la cena ¿qué ocurrió? -inquirió Lovat-Smith.

– Las señoras nos retiramos y los caballeros se quedaron en el comedor para beber oporto y fumar. En la sala de estar hablamos de nuevo de trivialidades; algunos cotilleos, unos pocos comentarios sobre moda y cosas por el estilo. Cuando los hombres se unieron a nosotras, acompañé al general Carlyon arriba para que visitara a mi hijo, que le profesaba una gran admiración y le consideraba un buen amigo. -Una mueca de dolor contrajo sus inmaculados rasgos, y de nuevo se oyó un murmullo de apoyo e ira en la sala.

Hester miró a Alexandra y advirtió la congoja y el desconcierto en su rostro.

El juez alzó la vista hacia el público y el alboroto cesó.

– Continúe, señor Lovat-Smith -indicó.

El abogado se volvió hacia Louisa.

– ¿Produjo este hecho alguna reacción digna de mención, señora Furnival?

Louisa bajó la mirada, como si le avergonzara reconocerlo.

– Sí, me temo que la señora Carlyon estaba muy enfadada. En aquel momento pensé que no lo hacía más que por despecho. Sin embargo ahora me doy cuenta de que se trataba de algo muchísimo más serio.

Oliver Rathbone se puso en pie.

– Protesto, Su Señoría. La testigo…

– Se acepta la protesta -lo interrumpió el juez-. Señora Furnival, deseamos saber qué observó aquel día, no sus conclusiones, correctas o incorrectas, acerca de posteriores acontecimientos. No es usted sino el jurado quien debe interpretar los hechos. En aquel momento pensó que se comportaba así por despecho, eso es todo.

Louisa contrajo el rostro en una mueca de fastidio, pero no podía permitirse el lujo de llevarle la contraria.

Lovat-Smith admitió la rectificación y se volvió hacia Louisa.

– Señora Furnival -dijo-, acompañó al general Carlyon al piso de arriba para visitar a su hijo, de trece años, ¿es eso cierto? Bien. ¿Cuándo regresó a la sala de estar?

– Cuando mi marido subió para informarme de que Alexandra, la señora Carlyon, estaba sumamente trastornada, que se respiraba mucha tensión en el ambiente y que la fiesta comenzaba a tomar un cariz un tanto desagradable. Me pidió que bajara para intentar apaciguar los ánimos, y por supuesto así lo hice.

– ¿Dejó al general Carlyon arriba, en compañía de su hijo?

– Sí.

– ¿Qué sucedió a continuación?

– La señora Carlyon subió.

– ¿Qué actitud tenía ella, señora Furnival, desde su punto de vista? -Lovat-Smith miró al juez, que no hizo comentario alguno.

– Estaba pálida -contestó Louisa, que seguía sin mirar a Alexandra, como si el banquillo de los acusados estuviera vacío y hablara de una persona ausente-. Nunca la había visto tan enfadada. No podía hacer nada para detenerla. De todos modos, aún pensaba que se trataba de un asunto privado y que ya lo solventarían cuando regresaran a su casa.

Lovat-Smith sonrió.

– Suponemos que jamás sospechó que desembocaría en un acto violento, señora Furnival -dijo-, porque de lo contrario habría tomado las medidas pertinentes para evitarlo. ¿Tampoco entonces averiguó el motivo del enojo? ¿No pensó, por ejemplo, que tal vez sintiera celos porque imaginaba que el general y usted mantenían una relación?

Louisa esbozó una fugaz sonrisa con expresión enigmática. Por primera vez posó la vista en Alexandra, pero la desvió tan deprisa que sus miradas apenas se encontraron.

– Vagamente, quizá -le respondió con solemnidad-, pero no le concedí mayor importancia. Nuestra relación era amistosa… Algo platónico…, como había sido durante años. Pensé que ella lo sabía, como todos los demás. -Asintió con una sonrisa-. Si hubiera habido algo más, mi esposo no habría entablado una amistad tan profunda con el general. Nunca sospeché que… estuviera obsesionada con eso. Un poco envidiosa, tal vez; la amistad se valora mucho, sobre todo sí tienes la impresión de que te falta.

– Cierto. -Lovat-Smith sonrió-. ¿Y luego? -le preguntó al tiempo que se desplazaba hacia un lado y hundía aún más las manos en los bolsillos.

– Entonces la señora Carlyon bajó, sola.

– ¿Le había cambiado el semblante?

– No reparé en ello… -Louisa parecía esperar que el abogado formulara otra pregunta, pero al ver que permanecía callado prosiguió con su versión de los hechos-. Luego mi marido salió al vestíbulo. -Hizo una pausa para conseguir un efecto dramático-. Me refiero al vestíbulo delantero, no al posterior, que habíamos utilizado para subir a la habitación de mi hijo. Enseguida regresó profundamente trastornado para comunicarnos que el general Carlyon había sufrido un accidente y estaba herido de gravedad.

– Herido de gravedad -repitió Lovat-Smith-. ¿No dijo que estuviese muerto?

– Creo que estaba demasiado horrorizado para examinarlo de cerca -respondió Louise-. Supongo que deseaba que Charles acudiera lo antes posible. Es lo que yo hubiera hecho.

– Por supuesto. Entonces ¿examinó el doctor Hargrave al general?

– Sí. Al cabo de unos minutos regresó para informarnos de que Thaddeus estaba muerto y debíamos avisar a la policía, porque se trataba de un accidente que requería una explicación, no porque sospecháramos que había sido un asesinato.

– Claro -convino Lovat-Smith-. Gracias, señora Furnival. Tenga la amabilidad de permanecer aquí por si mi distinguido colega desea hacerle alguna pregunta. -Tras una discreta reverencia se volvió hacia Rathbone.

Éste se puso en pie, dedicó una inclinación de la cabeza al abogado de la acusación y avanzó hacia el banco de los testigos. Su actitud era la apropiada, aunque no deferente, y miró a Louisa a la cara.

– Gracias por su clara descripción de los eventos ocurridos en esa trágica velada, señora Furnival -declaró con voz serena y bien modulada. En cuanto ella sonrió, agregó con solemnidad-: Sin embargo, quizás haya omitido dos o tres detalles que podrían resultar relevantes. No debemos pasar nada por alto, ¿verdad? -Le dirigió una sonrisa fugaz y carente de humor-. ¿Visitó alguien más a su hijo Valentine?

– Yo… -Louisa vaciló.

– La señora Erskine, por ejemplo.

Lovat-Smith se removió en su asiento, hizo ademán de levantarse para protestar, pero cambió de idea.

– Creo que sí -reconoció Louisa al tiempo que adoptaba una expresión que ponía de manifiesto que consideraba el dato irrelevante.

– ¿Cómo se comportó cuando bajó? -preguntó Rathbone con voz queda.

Louisa titubeó antes de contestar:

– Parecía… disgustada.

– ¿Sólo disgustada? -inquirió Rathbone en tono de sorpresa-. ¿No la notó trastornada, incapaz de mantener una conversación?

– Bueno, sí. -Louisa levantó un hombro-. Su estado de ánimo era muy extraño. Pensé que no se encontraba bien.

– ¿Dio alguna explicación de su repentino cambio de actitud y de su trastorno, de su conducta ofensiva, casi delirante?

Lovat-Smith se puso en pie.

– ¡Protesto, Su Señoría! La testigo no ha dicho que la señora Erskine se comportara de forma ofensiva o casi delirante. Sólo ha reconocido que estaba disgustada y que le costaba centrarse en la conversación.

El juez miró a Rathbone.

– El señor Lovat-Smith está en lo cierto. ¿Adonde quiere llegar, señor Rathbone? Confieso que no entiendo qué se propone.

– Ya se verá más adelante, Su Señoría -afirmó Rathbone. Hester tuvo la certeza de que el abogado pretendía que, cuando Damaris compareciera, todos supieran ya qué había descubierto ésta. Sin duda debía de ser algo relacionado con el general.

– Muy bien. Continúe -ordenó el juez.

– ¿Descubrió la razón del trastorno de la señora Erskine, señora Furnival? -preguntó Rathbone.

– No.

– ¿Y tampoco del malestar de la señora Carlyon? ¿La posibilidad de que se debiera a su relación con el general es una mera conjetura?

Louisa frunció el entrecejo.

– ¿No es así, señora Furnival? -añadió Rathbone-. ¿Le dijo la señora Carlyon en algún momento, u oyó usted algo que sugiriera que estaba afligida porque sentía celos de usted y de su amistad con su esposo? Por favor, sea lo más concreta posible.

Louisa respiró hondo, con el semblante sombrío. Seguía sin mirar hacia el banquillo de los acusados ni a la mujer impertérrita que en él se sentaba.

– No.

Rathbone esbozó una sonrisa.

– Señora Furnival -dijo-, usted ha declarado que no tenía ningún motivo para estar celosa. Su amistad con el general era correcta, y cualquier mujer sensata quizás hubiera envidiado esa relación, pero es improbable que produjera tal angustia y mucho menos unos celos o un odio tan profundos. Además no estaban fundados, ¿verdad?

– No.

No era una descripción halagadora ni sofisticada de la imagen que Hester había visto proyectar a Louisa. Hester rió para sus adentros y miró a Monk, que observaba con expresión absorta a los miembros del jurado.

– ¿Cuánto tiempo hacía que el general y usted cultivaban era amistad, ¿unos trece o catorce años?

– Sí.

– ¿Con un conocimiento y consentimiento plenos por parte de su esposo?

– Por supuesto.

– ¿Y de la señora Carlyon?

– Sí.

– ¿En algún momento le habló ella sobre esa relación, o le dio a entender que le desagradaba?

– No. -Louisa enarcó las cejas-. No me esperaba todo esto.

– ¿A qué se refiere con «todo esto», señora Furnival?

– Pues… al asesinato, por supuesto. -Louisa estaba un tanto desconcertada, pues no acertaba a determinar si Rathbone era muy ingenuo o muy inteligente.

El letrado curvó un poco los labios en una leve sonrisa.

– Entonces ¿en qué se basa para suponer que la causa fueron los celos?

Louisa inspiró despacio y adoptó una expresión más severa.

– Yo… no lo había pensado hasta que ella dijo que ése había sido el motivo. Como ya he provocado celos infundados en otras ocasiones, no me costó creerlo. ¿Por qué iba a mentir al respecto? No es algo que a nadie le agrade reconocer, no resulta demasiado digno.

– Es una cuestión que reviste una gran seriedad, señora Furnival, y responderé a su debido tiempo. Gracias. Esto es todo lo que tengo que preguntarle. Tenga la amabilidad de permanecer ahí por si mi distinguido colega tiene alguna pregunta más que plantearle.

Lovat-Smith se levantó con una sonrisa de satisfacción.

– No, gracias. Creo que basta con ver el aspecto de la señora Furnival para comprender que despierte celos. Louisa se ruborizó, a todas luces a causa del placer que le había proporcionado el comentario del abogado. Lanzó una mirada severa a Rathbone mientras bajaba con cautela por las escaleras manejando los amplios aros de los faldones con una desenvoltura rayana en la arrogancia. Luego recorrió el estrecho pasillo.

Se produjo un pequeño revuelo entre los asistentes y se oyeron varias exclamaciones de admiración y aprobación. Louisa se marchó de la sala con la cabeza bien alta y con una expresión de satisfacción en el rostro.

Hester advirtió que se le tensaban los músculos y que una ira inexplicable se apoderaba de ella. Era sumamente injusto. Louisa ignoraba la verdad y con toda probabilidad consideraba que Alexandra había matado al general en un arrebato de celos, pero este argumento no sirvió para aplacar su rabia.

Levantó la mirada hacia el banquillo de los acusados y observó el rostro pálido de Alexandra; no reflejaba odio o desprecio, sólo cansancio y temor.

A continuación compareció Maxim Furnival, que subió al estrado con cara muy seria y blanca como el papel. Era más corpulento de lo que Hester recordaba, con unos rasgos más graves y enérgicos, que transmitían una emoción sincera. Hester se sintió predispuesta a su favor. Volvió a mirar a Alexandra y advirtió que por un instante perdía el autocontrol y se relajaba, como si ciertos recuerdos, o tal vez cierta dulzura, hubieran emergido. Sin embargo en seguida el presente pareció reafirmarse.

Maxim prestó juramento y Lovat-Smith se levantó para interrogarlo.

– Usted también estaba presente en la fatídica cena, ¿no es así, señor Furnival? -preguntó.

Maxim parecía abatido. Carecía de la desenvoltura y la facilidad de Louisa para hablar en público. Su postura y su mirada daban a entender que aún tenía frescos en la memoria los recuerdos de la tragedia, que aún se sentía apesadumbrado. Había dirigido a Alexandra una mirada de dolor, sin ira ni reproches. Fuera lo que fuese lo que pensara o creyera de ella, no se trataba de nada desagradable.

– Sí-respondió.

– Claro -convino Lovat-Smith-. ¿Tendrá la amabilidad de contarnos lo que recuerde de esa velada, desde que llegaron los invitados?

Con voz queda pero sin vacilaciones Maxim relató los mismos hechos que Louisa, aunque sus palabras estaban marcadas por el peso de lo que había ocurrido con posterioridad. Lovat-Smith no le interrumpió hasta que refirió el momento en que Alexandra regresó sola del piso superior.

– ¿Cómo se comportó, señor Furnival? -inquirió Lovat-Smith-. Usted no ha mencionado nada al respecto, pero su esposa dijo que era digno de destacar. -Lanzó una mirada a Rathbone al prever una protesta, pero éste se limitó a sonreír.

– No observé nada extraño -contestó Maxim.

Era una mentira tan evidente que se elevó un murmullo entre el público y el juez miró al testigo con sorpresa.

– Intente recordar, señor Furnival -insistió Lovat-Smith en tono grave-. Creo que acabará recordándolo. -Dio la espalda a Rathbone a propósito.

Maxim frunció el entrecejo.

– Se había comportado de forma extraña durante toda la velada. -dijo. Miró de hito en hito a Lovat-Smith y añadió-: Estaba preocupado por ella, pero no más que antes de que bajara.

Lovat-Smith se disponía a insistir en la cuestión pero al oír que Rathbone se levantaba de su asiento para protestar, cambió de parecer.

– ¿Qué ocurrió a continuación? -preguntó. -Fui al vestíbulo delantero, no recuerdo para qué, y vi a Thaddeus tendido en el suelo, con la armadura hecha pedazos alrededor de él, y la alabarda clavada en el pecho. -Hizo una pausa en un intento de serenarse, y Lovat-Smith no le apremió-. Era evidente que estaba herido de gravedad, de modo que, como no podía ayudarlo, regresé a la sala de estar para avisar a Charles Hargrave, el médico…

– Sí, es natural. ¿Se encontraba la señora Carlyon en la sala?

– Sí.

– ¿Cómo reaccionó al enterarse de que su esposo había sufrido un accidente muy grave, quizá mortal, señor Furnival?

– Quedó muy trastornada, palideció, y creo que estuvo a punto de desmayarse; ¿cómo iba a reaccionar? Es horrible tener que decir algo así a una mujer.

Lovat-Smith sonrió y bajó la mirada al tiempo que introducía de nuevo las manos en los bolsillos.

Hester miró a los miembros del jurado y, al ver que tenían el entrecejo fruncido y una expresión de recelo en el rostro, dedujo que les asaltaban preguntas importantes y más perspicaces, precisamente porque no se habían formulado. Intuyó entonces la habilidad de su colega como abogado.

– Por descontado -dijo Lovat-Smith por fin-. Es algo horrible, y supongo que usted estaba muy afligido por ello. -Se volvió y alzó la vista hacia Maxim de forma súbita-. Dígame, señor Furnival, ¿sospechó en algún momento que su esposa tenía una aventura con el general Carlyon?

Maxim palideció y se puso rígido, como si la pregunta fuera de mal gusto, aunque no imprevista.

– No; jamás lo sospeché. De nada serviría que dijera que confiaba en mi esposa, pero hacía muchos años que conocía al general Carlyon y sabía que no era un hombre dado a esa clase de juegos. Mi esposa y yo éramos amigos del general desde hacía quince años. Si en algún momento hubiera sospechado que había algo indecoroso entre ellos, no habría permitido que se prolongara. Supongo que eso no es tan difícil de creer.

– Naturalmente, señor Furnival. ¿Sería entonces correcto afirmar que los celos de la señora Carlyon eran infundados, no un sentimiento comprensible originado por un motivo que resultaba evidente a los ojos de los demás?

Maxim parecía acongojado. Mantenía la cabeza inclinada y evitaba mirar a Lovat-Smith.

– Me resulta difícil creer que pensara realmente que tenían un romance -afirmó con un hilo de voz-. No alcanzo a explicármelo.

– Su esposa es una mujer muy hermosa, señor, y los celos no siempre son una emoción racional. Las sospechas irracionales pueden…

Rathbone se había puesto en pie.

– Su Señoría, las conjeturas sobre los celos de mi distinguido colega pueden influir en la opinión del jurado y resultan irrelevantes para este caso, pues a fin de cuentas son suposiciones de la señora Carlyon.

– Se acepta la protesta -dijo el juez sin dudas. Acto seguido se dirigió a Lovat-Smith-. Señor Lovat-Smith, rectifique su postura. Demuestre su argumento, no filosofe.

– Le ruego que me disculpe, Su Señoría. Gracias, señor Furnival, eso es todo.

– ¿Señor Rathbone? -El juez lo invitó a que interrogara al testigo.

Rathbone se puso en pie y se acercó al banco de los testigos.

– Señor Furnival, ¿puedo pedirle que se remonte al momento en que la señora Erskine subió al primer piso para ver a su hijo? ¿Lo recuerda?

– Sí-respondió Maxim con desconcierto.

– ¿Le contó ella, entonces o más tarde, qué ocurrió mientras estaba arriba?

Maxim frunció el entrecejo.

– No.

– ¿Nadie le comentó nada? ¿Su hijo Valentine, por ejemplo?

– No.

– Tanto usted como la señora Furnival han declarado que cuando la señora Erskine bajó a la sala estaba sumamente trastornada, hasta el punto de que no volvió a comportarse con normalidad durante el resto de la velada. ¿Es eso cierto?

– Sí.

Maxim estaba turbado, y Hester supuso que no tanto por él como por Damaris. Constituía una falta de tacto hablar en público de la conducta de otra persona, sobre todo de una mujer amiga. Los caballeros se reservaban tales comentarios.

Rathbone le dedicó una sonrisa fugaz.

– Gracias. Ahora volvamos a la desconcertante cuestión de si la señora Furnival y el general Carlyon mantenían una relación indecorosa en algún sentido. Ha jurado que en ningún momento durante los quince años o más de su amistad tuvo motivo alguno para creer que se tratara de algo indecente, y nada que usted como esposo de la señora Furnival, o la acusada como mujer del general, no habrían aceptado. ¿Le he entendido correctamente, señor?

Varios de los miembros del jurado miraban de soslayo a Alexandra con expresión inquisidora.

– Sí, lo ha entendido a la perfección. Jamás tuve motivo alguno para creer que había algo más que una buena amistad -declaró Maxim, rígido, sin apartar la vista de Rathbone.

Hester observó al jurado y advirtió que un par de sus miembros asentían con la cabeza. Creían al testigo; la sinceridad de éste era evidente, al igual que su desasosiego.

– ¿Suponía que la señora Carlyon compartía su opinión?

– ¡Sí! ¡Claro que sí! -El rostro de Maxim se iluminó por primera vez desde que se le interrogaba sobre el tema-. Todavía… me cuesta creer…

– Comprendo -lo interrumpió Rathbone-. ¿En alguna ocasión comentó o hizo algo en su presencia que indicara que albergaba alguna sospecha? Por favor, insisto en que se ciña lo más posible a la pregunta. No le pido que conjeture o interprete los hechos a la luz de lo que ocurrió posteriormente. ¿Alguna vez manifestó irritación o celos por la relación que mantenían la señora Furnival y su esposo?

– No, nunca -contestó Maxim sin titubear. Se había abstenido de mirar a Alexandra por temor a que el jurado interpretara mal sus motivos o dudara de su sinceridad, pero entonces no pudo evitar desviar la vista hacia ella por un instante.

– ¿Está absolutamente seguro? -insistió Rathbone.

– Absolutamente.

El juez frunció el entrecejo mientras observaba a Rathbone. Se inclinó como si quisiera intervenir y luego cambió de opinión.

Lovat-Smith arrugó la frente.

– Gracias, señor Furnival. -Rathbone le dedicó una sonrisa-. Le agradezco su franqueza. Resulta desagradable formular preguntas y conjeturas sobre asuntos que deberían ser privados, pero la fuerza de las circunstancias no nos deja otra opción. Ahora, a menos que el señor Lovat-Smith desee interrogarle de nuevo, puede abandonar el estrado.

– No, gracias. -Lovat-Smith se incorporó a medias-. No tengo ninguna pregunta.

Maxim bajó por las escaleras despacio y salió de la sala. A continuación se llamó al siguiente testigo: Sabella Carlyon Pole. La expectación se respiraba en el ambiente: se oían murmullos de emoción, el frufrú de los tejidos debido al cambio de postura de los asistentes, que se inclinaban en la galería y se empujaban entre sí.

– Es la hija-comentó alguien sentado a la izquierda de Hester-. Dicen que está loca. Odiaba a su padre.

– Yo odio a mi padre, y eso no significa que esté loca -fue la respuesta.

– ¡Chist! -protestó otra persona.

Sabella entró en la sala y se dirigió al banco de los testigos con la cabeza erguida y la espalda recta. Estaba muy pálida, pero tenía una expresión desafiante. Miró con fijeza a su madre y esbozó una sonrisa forzada.

Por primera vez desde el comienzo del juicio Alexandra pareció a punto de perder la calma. Le temblaban los labios, su mirada se dulcificó y parpadeó varias veces. Hester apartó la vista porque no soportaba verla en ese estado. Se sintió entonces como una cobarde, pero de no haber vuelto la cabeza se habría sentido como una intrusa; no sabía qué era peor.

Sabella prestó juramento y especificó los lazos que la unían a la acusada.

– Soy consciente de que esta situación le resulta especialmente dolorosa, señora Pole -afirmó con amabilidad Lovat-Smith-. Ojalá pudiera evitarle esta amarga experiencia, pero me temo que no es posible. No obstante, intentaré ser breve. ¿Recuerda la cena durante la cual su padre encontró la muerte?

– ¡Por supuesto! ¡Veladas como ésa no se olvidan con facilidad!

– Claro. -Lovat-Smith pareció desconcertado por un instante. Había supuesto que se enfrentaría a una mujer con lágrimas en los ojos, incluso temerosa de él o, como mínimo, sobrecogida por la situación-. Tengo entendido que, poco después de llegar, discutió con su padre, ¿es eso cierto?

– Sí.

– ¿Por qué, señora Pole?

– Desestimó mis opiniones sobre los problemas que podrían desatarse en la India -respondió Sabella-. Como se ha visto, yo tenía razón.

Se elevó un murmullo de solidaridad sobre el que se impuso otro de irritación por haber osado contradecir a un héroe militar, a un hombre, a su padre, a alguien que estaba muerto y no podía defenderse. Sin embargo, las espantosas noticias que traían los barcos correo de la India y China le daban la razón a Sabella.

– ¿Eso es todo? -Lovat-Smith arqueó las cejas.

– Sí -contestó ella-. Sólo intercambiamos unas cuantas palabras ásperas, nada más.

– ¿Riñó su madre con él ese día?

Hester miró de soslayo hacia el banquillo de los acusados y observó que Alexandra se mostraba tensa, angustiada; intuyó que era debido a que temía por Sabella, no por ella.

– No lo sé. Al menos en mi presencia no lo hicieron -respondió Sabella.

– ¿Alguna vez vio a sus padres discutir?

– Por supuesto.

– ¿Por qué motivo? Céntrese en los últimos seis meses.

– No se ponían de acuerdo en si debían enviar a mi hermano Cassian a un internado o contratar un tutor para que permaneciera en casa. Tiene ocho años.

– ¿Sus padres discrepaban?

– Sí.

– ¿Acaloradamente? -preguntó Lovat-Smith, que parecía sorprendido.

– Sí-contestó ella con aspereza-. Tenían opiniones contrapuestas al respecto.

– Supongo que su madre deseaba que se quedara en casa, con ella, y su padre prefería que se preparara para la edad adulta.

– Todo lo contrario. Papá era quien lo quería en casa. Mamá insistía en que fuera a un internado.

Varios miembros del jurado demostraron su asombro y más de uno se volvió para mirar a Alexandra.

– ¡Vaya! -Lovat-Smith también quedó sorprendido pero no le interesaba esa clase de detalles, por más que había sido él quien los había sacado a relucir-. ¿Por qué más reñían?

– No lo sé. Yo vivo en mi casa, señor Lovat-Smith. No los visitaba con mucha frecuencia. No me llevaba bien con mi padre, como supongo que ya sabe. Mi madre, en cambio, venía a verme muy a menudo. Mi padre, no.

– Entiendo. ¿Estaba usted al corriente de que las relaciones entre sus padres eran tensas y en la noche de la fatídica cena, aún más?

Sabella vaciló, lo que puso de manifiesto del lado de quién se inclinaba. Hester reparó en que el semblante de los miembros del jurado se endurecía, como si se hubiera cerrado algo en su interior. A partir de ese momento interpretarían sus respuestas de forma distinta. Uno de ellos, incapaz de contener la curiosidad, miró a Alexandra y enseguida desvió la vista, como si lo hubieran sorprendido espiando. Ése era también un gesto revelador.

– ¿Señora Pole?

– Sí, por supuesto que estaba al corriente. Todo el mundo se dio cuenta.

– ¿Y por qué motivo? Puesto que estaban tan unidas, ¿le comentó su madre algo que le permitiera comprender la causa de su enfado?

Rathbone se incorporaba ya para protestar, pero el juez le lanzó una mirada que lo disuadió. Los miembros del jurado se percataron de ello y se mostraron expectantes.

– Cuando las parejas son infelices no es imprescindible que exista un motivo de desacuerdo específico -dijo Sabella con lentitud-. Mi padre era extremadamente autoritario. Que yo sepa, el único tema que los enfrentaba era Cassian y su educación.

– Supongo que no sugerirá usted que su madre mató a su padre porque discrepaban de la educación de su hijo, ¿verdad, señora Pole? -La voz de Lovat-Smith, agradable e inconfundible, transmitía tal incredulidad que resultaba casi ofensiva.

En el banquillo de los acusados, Alexandra se inclinó de forma impulsiva, y la celadora que estaba junto a ella se adelantó también, como si temiera que saltara al otro lado. Aquella reacción no la vio el público de la galería, pero sí los miembros del jurado, que se sobresaltaron.

Sabella guardó silencio. Su rostro ovalado y terso se endureció mientras miraba a Lovat-Smith, sin saber qué decir, temerosa de cometer un error.

– Gracias, señora Pole. Entendemos su actitud. -El abogado sonrió y regresó a su asiento para ceder la palabra a Rathbone.

Sabella observó al letrado de la defensa con cautela.

– Señora Pole -dijo Rathbone con una sonrisa-, hace tiempo que conoce a la señora Furnival, años, ¿no es así?

– Sí.

– ¿Sospechó alguna vez que mantenía un romance con su padre?

Los asistentes sofocaron exclamaciones de asombro.

– No -contestó Sabella con vehemencia. Acto seguido contempló la expresión de Rathbone y repitió la respuesta con más serenidad-. No; nunca lo creí. Jamás vi ni oí nada que me indujera a pensarlo.

– ¿Le comentó su madre en alguna ocasión que ella sí lo pensaba o que la relación que mantenían la angustiara o molestase de alguna manera?

– No; no recuerdo que me mencionara nada por el estilo.

– ¿Nunca? -inquirió Rathbone con cierto azoramiento-. Sin embargo, estaban muy unidas.

Sabella miró por primera vez hacia el banquillo de los acusados.

– Sí, estábamos… muy unidas.

– ¿Y nunca le habló del tema?

– No.

– Gracias. -Se volvió hacia Lovat-Smith con una sonrisa en los labios.

Lovat-Smith se levantó.

– Señora Pole, ¿mató usted a su padre?

El juez alzó la mano para impedir que Sabella respondiera y miró a Rathbone, invitándole a protestar. Era una pregunta inadecuada, ya que no formaba parte del primer interrogatorio de la testigo y ella debía estar al corriente de la posibilidad de incriminarse.

Rathbone se encogió de hombros.

El juez exhaló un suspiro, bajó la mano y observó a Lovat-Smith con expresión ceñuda.

– No tiene por qué responder si no lo desea -informó a Sabella.

– No; yo no lo maté -contestó ella con la voz quebrada.

– Gracias. -Lovat-Smith inclinó la cabeza; era todo lo que quería.

– Puede marcharse, señora Pole -indicó el juez con delicadeza-. No hay más preguntas.

– Oh -susurró, como si se sintiera un tanto perdida y deseara añadir algo más. Bajó de mala gana del banco del estrado, ayudada en los dos últimos escalones por el alguacil, y desapareció entre el público. Antes de salir de la sala, un momento un rayo de luz se posó en su clara cabellera.

Acto seguido la vista se suspendió para el almuerzo. Monk y Hester encontraron a un vendedor ambulante de emparedados, compraron uno cada uno, y dieron cuenta de ellos a toda prisa antes de regresar a sus asientos.

El juicio se reanudó con la comparecencia de un nuevo testigo.

– ¡Fenton Pole! -anunció el secretario del juzgado-. ¡Se llama a declarar a Fenton Pole!

Éste subió con resolución por las escaleras que conducían al banco de los testigos; su rostro denotaba su repulsa hacia aquella situación.

Respondió a Lovat-Smith de forma lacónica, sin disimular que consideraba a su suegra culpable y creía que era una demente. En ningún momento volvió la mirada hacia ella. En dos ocasiones Lovat-Smith tuvo que impedirle que se explayara expresando su opinión al respecto, como si pretendiera demostrar que la familia no tenía nada que ver con el trastorno mental de la acusada. Al fin y al cabo, la locura era como una enfermedad, una tragedia que podía afectar a cualquier persona; por consiguiente, los parientes no eran responsables de ello. La irritación que le provocaba aquel asunto quedó patente.

Se oyeron murmullos de comprensión entre el público, incluso una palabra de aliento claramente audible. No obstante, cuando Hester observó a los miembros del jurado, advirtió que una sombra de reprobación recorría el rostro de uno de ellos. Parecía tomarse muy en serio su cometido y probablemente se le había indicado que no juzgara el caso antes de conocer todos los testimonios. Aunque debía mostrarse imparcial, le repugnaba la deslealtad. Lanzó a Fenton Pole una mirada de profunda antipatía. Por unos instantes Hester se sintió aliviada sin razón aparente. Era una sensación absurda, lo sabía, pero le confortaba observar que por lo menos había un hombre que todavía no había condenado a Alexandra a esas alturas del juicio.

Rathbone sólo preguntó a Fenton Pole si poseía alguna prueba precisa e irrefutable de que su suegro tuviera un romance con Louisa Furnival.

El semblante de Pole se ensombreció por el desprecio que le producía tal vulgaridad y la ofensa que representaba sacar ese tema a colación.

– Desde luego que no -contestó con energía-. El general Carlyon no era un hombre inmoral. Suponer que cometió adulterio es un despropósito, una idea descabellada que carece de fundamento.

– Entiendo -convino Rathbone-. ¿Tiene algún motivo, señor Pole, para presumir que su suegra, la señora Carlyon, considerara que él la engañaba y había traicionado sus votos matrimoniales? Pole apretó los labios.

– Creía que nuestra presencia aquí era, por desgracia, una prueba suficiente de ello.

– Oh, no, señor Pole, de ningún modo -repuso Rathbone con aspereza-. Sólo demuestra que el general Carlyon murió de forma violenta y que la policía tiene algún motivo, con razón o sin ella, para interponer una acción judicial contra la señora Carlyon.

Los miembros del jurado se movieron en sus asientos. Uno de ellos se irguió en el banco.

Fenton Pole parecía confuso. No replicó, aunque por su expresión era evidente que discrepaba del abogado.

– No ha respondido a mi pregunta, señor Pole -le insistió Rathbone-. ¿Oyó o vio algo que le demostrara que la señora Carlyon sospechaba que la señora Furnival y el general mantenían una relación indecorosa?

– Eh… pues… dicho así, supongo que no. En realidad, no sé a qué se refiere exactamente.

– A nada, señor Pole. Además, no sería adecuado por mi parte sugerirle algo en concreto, tal como supongo que Su Señoría le habría comunicado en caso de que yo hubiera cometido tal error.

Fenton Pole ni siquiera echó una mirada al juez. Acto seguido, se le indicó que podía retirarse.

Lovat-Smith llamó al lacayo, John Barton. Se sentía intimidado y turbado por la situación. Tartamudeó al pronunciar el juramento y referir su nombre, empleo y lugar de residencia. Lovat-Smith se mostró muy cortés con él y en ningún momento lo trató con condescendencia ni con menor respeto que a Fenton Pole o Maxim Furnival. Entre el silencio incondicional del público y la atención absoluta del jurado, el abogado de la acusación obtuvo de él la explicación exhaustiva de lo sucedido tras la cena; que había subido los cubos de carbón por las escaleras delanteras, que había observado que la armadura seguía en su pedestal, quién se encontraba en la sala de estar, su encuentro con la criada y la inevitable conclusión final de que sólo Sabella o Alexandra habían tenido la posibilidad de acabar con la vida de Thaddeus Carlyon.

Varios de los asistentes dejaron escapar un suspiro, semejante a la primera ráfaga de viento que anuncia una tormenta.

Rathbone se puso en pie en medio de un silencio casi audible. No se movió ni uno solo de los miembros del jurado.

– No tengo ninguna pregunta que formular a este testigo, Su Señoría.

Se elevaron exclamaciones de sorpresa, y los miembros del jurado se miraron entre sí con expresión de incredulidad.

El juez se inclinó.

– ¿Está seguro, señor Rathbone? La declaración de este testigo es de suma importancia para su cliente.

– Estoy seguro, gracias, Su Señoría.

El juez frunció el entrecejo.

– Muy bien -dijo. Se volvió hacia John-. Puede retirarse.

Lovat-Smith llamó a la doncella de la planta superior, a la joven pelirroja, que dejó claro que sólo Alexandra había podido empujar al general por encima del pasamanos, para luego seguirlo hasta abajo y clavarle la alabarda en el pecho.

– No sé por qué continuar con el juicio -comentó un hombre sentado detrás de Monk-. Vaya pérdida de tiempo.

– Y de dinero -añadió su acompañante-. Podían acabar ya y llevarla a la horca. Nadie protestará.

Monk dio media vuelta con el rostro contraído y los ojos centelleantes.

– Resulta que los ingleses no cuelgan a las personas sin darles la oportunidad de explicarse -masculló-. Es una costumbre curiosa, pero todos tenemos derecho a un juicio justo, al margen de lo que piensen los demás. Si no está de acuerdo, será mejor que se vaya a otro país, porque aquí no hay lugar para usted.

– ¡Eh! ¿Me está llamando extranjero? ¡Soy tan inglés como usted! Además, pago mis impuestos, pero no para que gente como ella se ría de la justicia. Yo creo en la justicia, por supuesto que sí. No se debe permitir que las mujeres maten a sus maridos cada vez que les entra un ataque de celos. De ser así, ningún inglés estaría a salvo.

– ¡Usted no cree en la justicia! -lo acusó Monk con vehemencia-. ¡Usted cree en la horca, en la ley de la calle, lo acaba de decir!

– No he dicho tal cosa. ¡Es usted un mentiroso!

– Ha dicho que hay que olvidarse del juicio, prescindir de los tribunales, colgarla ahora mismo, sin esperar un veredicto. -Monk lo observó fijamente-. ¡Quiere eliminar al juez y al jurado y tomarse la justicia por su mano!

– ¡Yo no he dicho tal cosa!

Monk le lanzó una mirada de desprecio antes de volverse hacia Hester en el momento en que se anunciaba la suspensión temporal de la vista. La tomó con cierta brusquedad del brazo y se abrieron paso entre la bulliciosa multitud.

No había nada que decir. Todo discurría como esperaban: una muchedumbre que no sabía otra cosa que lo que los periódicos le habían hecho creer: un juez justo, imparcial e incapaz de ayudar; un abogado de la acusación habilidoso, que no se dejaría engañar ni seducir por nadie. Las pruebas apuntaban a que Alexandra había matado a su esposo, lo que no debía abatirlos ni desalentarlos. Ésa no era la cuestión.

Monk avanzaba a duras penas entre personas que empujaban y charlaban, revoloteaban de un lado a otro como hojas secas en un remolino de viento, y eso le exasperaba porque deseaba salir de allí cuanto antes, como si de ese modo consiguiera escapar de lo que atribulaba su mente.

Caminaron por Old Bailey y, cuando doblaban la esquina de Ludgate Hill, Monk se dignó por fin hablar.

– Espero que Rathbone sepa lo que hace.

– Eso es una estupidez -replicó Hester con indignación-. Hace todo cuanto está en su mano, actúa según acordamos. ¿Acaso hay alternativa? No existe ningún otro plan. Ella lo hizo. Sería absurdo negarlo. No hay nada más que añadir, salvo el motivo que la impulsó a actuar.

– No, es cierto. No, no hay nada más que añadir. Vaya, qué frío hace. En junio no debería hacer tanto frío.

Hester esbozó una sonrisa.

– ¿Ah, no? Pues no me parece que haga menos frío que otros años por estas fechas. Él la miró en silencio.

– El tiempo mejorará- agregó Hester, y se levantó las solapas del abrigo-. Gracias por guardarme un sitio. Hasta mañana.

Se separaron y tomaron distintos caminos entre las fuertes ráfagas de viento. Hester paró un carruaje a pesar de lo caros que resultaban, para dirigirse al domicilio de Callandra Daviot.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ésta poniéndose en pie al ver llegar a Hester con aspecto cansado, la espalda encorvada y el temor reflejado en la mirada-. Siéntese y cuéntemelo todo.

Hester tomó asiento sin rechistar.

– Lo que nos esperábamos, supongo -dijo-. Todos parecen muy racionales y convencidos de sus ideas. Saben que ella lo hizo, Lovat-Smith ya lo ha demostrado. Tengo la impresión de que, digamos lo que digamos, nunca creerán que no fue un hombre admirable, un militar ejemplar y un héroe. ¿Cómo vamos a probar que sodomizaba a su propio hijo? -Empleó a propósito el término más duro que conocía y sintió una irritación malsana al advertir que Callandra ni se inmutaba-. Lo único que conseguiríamos es que la odiaran aún más por acusar de algo así a un hombre como él -añadió con profundo sarcasmo.

La colgarán de lo más alto por atreverse a insultarlo de esta manera.

– Debemos averiguar quiénes son los demás -indicó Callandra. Sus ojos grises reflejaban tristeza y severidad al mismo tiempo-. La otra opción consiste en rendirse. ¿Acaso la prefiere?

– No, por supuesto que no -repuso Hester-. Sin embargo, deberíamos prepararnos para la derrota.

Callandra la miró de hito en hito.

Hester permanecía en silencio con expresión meditabunda.

– El padre del general abusó de él -añadió por fin. Buscaba algo, un hilo del que empezar a tirar-. Supongo que no comenzaría a hacerlo de buenas a primeras, ¿verdad?

– No tengo ni idea -repuso Callandra-, pero creo que no.

– Debió de suceder algo -dijo Hester-, pero para averiguarlo tendríamos que saber dónde buscar. Debemos descubrir a los demás, a las otras personas que cometen esas atrocidades, pero ¿cómo? No vale la pena asegurar que el viejo coronel lo hacía, pues nunca podremos demostrarlo. Él lo negará, al igual que todos los demás, y el general está muerto. -Se reclinó lentamente en el asiento-. De todos modos, ¿de qué serviría? Probar que otras personas lo han hecho no demostraría que el general también lo hacía ni que Alexandra lo sabía. No se me ocurre por dónde empezar y nos queda poco tiempo. -Miró a Callandra con profundo abatimiento-. Oliver deberá comenzar la defensa en un par de días a más tardar. Lovat-Smith ha argumentado la acusación sin fisuras. Lo único realmente útil que hemos dicho hasta ahora es que no existen pruebas de que Alexandra estuviera celosa.

– Ignoramos quiénes cometieron los abusos -comentó Callandra con voz queda- y la identidad de las demás víctimas. Debemos buscar en los archivos militares.

– No hay tiempo -repuso Hester, desesperada-. Nos llevaría varios meses, y lo más probable es que no encontráramos nada.

– Si lo hizo mientras servía en el ejército, habrá constancia-dijo Callandra sin vacilar-. Acuda al juicio y yo trataré de encontrar a algún tambor o cadete que haya cometido un desliz y que a causa de ello haya sufrido lo suficiente para atreverse a declarar.

– ¿Cree usted que…? -A Hester le pareció ver un atisbo de esperanza, aunque un tanto ridículo e irracional.

– Tranquilícese, ponga sus ideas en orden -la instó Callandra-. Cuénteme otra vez todo lo que sabemos de este asunto.

Hester hizo lo que le pedía.


* * *

Nada más levantarse la sesión, Lovat-Smith abordó a Oliver Rathbone cuando se disponía a salir; su rostro reflejaba curiosidad. No había forma de evitarlo y Rathbone tampoco estaba del todo convencido de querer hacerlo. Sentía la necesidad de hablar con él, como cuando se tiene una herida y se desea palparla para averiguar cuan profunda o dolorosa es.

– ¿Por qué diablos aceptó este caso? -inquirió Lovat-Smith mientras lo miraba con fijeza. Sus ojos despedían una especie de destello que bien podía reflejar cierta compasión irónica o una docena de sentimientos distintos, todos ellos igualmente inquietantes-. ¿A qué juega? Ni siquiera parece que intente nada serio. En este caso no se producirá un milagro, ya lo sabe. ¡Fue ella!

En cierto modo aquel acoso levantó el ánimo a Rathbone; le brindó algo contra lo que luchar. Miró a Lovat-Smith, un hombre al que respetaba e incluso habría llegado a apreciar si lo hubiese conocido mejor. Tenían mucho en común.

– Sé que lo hizo -afirmó con un atisbo de sonrisa no exenta de mordacidad-. ¿Le tengo preocupado, Wilberforce?

Lovat-Smith sonrió con tirantez y ojos vivarachos.

– Me tiene sorprendido, Oliver, sorprendido. No me gustaría verle perder su buena reputación. El talento que ha demostrado hasta el momento ha hecho las delicias de nuestra profesión. Sería… desconcertante -añadió tras elegir la palabra con sumo cuidado-verlo fracasar de forma estrepitosa. ¿Qué expectativas nos quedarían a los demás?

– Muy amable por su parte -murmuró Rathbone con sarcasmo-, pero las victorias fáciles acaban por aburrir. Si uno gana siempre, tal vez sea porque sólo se atreve con lo que está dentro de sus posibilidades, y eso es una especie de muerte, ¿no cree? Es posible que lo que no se desarrolla comience a mostrar los primeros indicios de atrofia.

Dos abogados que pasaron charlando por su lado se volvieron para mirar a Rathbone con expresión de curiosidad antes de reanudar la conversación.

– Quizás esté en lo cierto -convino Lovat-Smith con una sonrisa-, pero esa teoría filosófica no guarda ninguna relación con el caso Carlyon. ¿Va a intentar demostrar que existen atenuantes? Creo que ya es tarde para eso. El juez no se tomará a bien que no lo mencionara al comienzo. Debería haberla declarado culpable pero demente; yo me habría mostrado dispuesto a llegar a un acuerdo.

– ¿Cree que está loca? -preguntó Rathbone en tono de incredulidad.

– No me lo parecía-respondió Lovat-Smith sacudiendo la cabeza-, pero en vista de su magistral demostración de que nadie, ni siquiera la señora Carlyon, cree que el general y la señora Furnival tuvieran una aventura, ¿qué quiere que piense? ¿No es ahí adonde quiere ir a parar? ¿A que las sospechas de la acusada eran infundadas, producto de la locura?

La sonrisa de Rathbone se convirtió en una mueca burlona.

– Vamos, Wilberforce. ¡No intente sonsacarme! ¡Oirá mi alegato de defensa a su debido tiempo, en la sala!

Lovat-Smith negó con la cabeza. Rathbone se despidió de él con cierta jactancia y se marchó. Lovat-Smith permaneció en la escalinata de la sala del tribunal, absorto en sus pensamientos, ajeno al bullicio que lo rodeaba, al gentío, al parloteo.


* * *

En lugar de irse a su casa, como quizá debería haber hecho, Rathbone paró un carruaje y se dirigió a Primrose Hill para cenar en compañía de su padre. Lo encontró en el jardín, donde contemplaba la pálida luna suspendida en el cielo por encima de los árboles frutales y escuchaba el cantar de los últimos estorninos que revoloteaban, mientras aquí y allí un tordo o un pinzón lanzaban chillidos de advertencia.

Ambos permanecieron un rato en silencio para que la tranquilidad de la incipiente noche suavizara los pequeños percances de la jornada. Los asuntos más serios, los sufrimientos, adoptaron una forma más sólida, menos cargada de ira. La furia perdió fuerza.

– ¿Y bien? -dijo por fin Henry Rathbone al tiempo que se volvía hacia Oliven

– Supongo que ha ido tal como esperábamos -respondió Oliver-. Lovat-Smith considera que me he equivocado al aceptar el caso. Tal vez tenga razón. Bajo la fría luz de la sala del tribunal me parece un cometido fútil. A veces me pregunto si creo en lo que hago. La imagen pública del general Thaddeus Carlyon es impecable y la privada casi igual de intachable. -Recordó con claridad la ira y consternación de su padre al imaginar el dolor causado cuando le habló de los abusos. Ahora no lo miró.

– ¿Quién ha testificado hoy? -preguntó Henry con voz queda.

– Los Furnival. ¡Cómo odio a Louisa Furnival! -exclamó Oliver con repentina vehemencia-. Es la antítesis absoluta de todo lo que me atrae en una mujer. Es taimada, manipuladora, engreída, artificial, materialista y completamente fría, pero no puedo acusarla de nada. -Contrajo el rostro-. Cómo me hubiera gustado hacerlo. ¡Destrozarla me produciría un placer inmenso!

– ¿Qué tal está Hester Latterly?

– ¿Cómo?

– Que qué tal está Hester-repitió Henry.

– ¿A qué viene esa pregunta? -Oliver hizo una mueca.

– Es lo contrario de todo lo que te resulta atractivo en una mujer -respondió Henry con un atisbo de sonrisa.

Oliver se sonrojó, lo cual no le ocurría muy a menudo.

– No la he visto -dijo, y tuvo la impresión de que contestaba de forma evasiva, aunque era la pura verdad.

Henry no insistió, y contra toda lógica Oliver se sintió peor que si hubiese continuado con el tema y le hubiera permitido explicarse.

Al otro lado del muro que circundaba el jardín se levantó otra nube de estorninos, que volaron en círculos y formaron motas oscuras sobre los últimos rayos de sol.

La fragancia de la madreselva en flor era tan intensa que la brisa la transportaba por el césped hasta donde ellos se encontraban. Oliver se emocionó, le acometió el deseo de captar la belleza y conservarla, algo imposible, y se sintió solo porque anhelaba compartirla, al igual que la mezcla de congoja, confusión y esperanza hiriente que le embargaban. Permaneció callado porque el silencio era el único espacio con la envergadura suficiente para preservarlo sin aplastar o dañar su esencia.


* * *

A la mañana siguiente Rathbone se reunió con Alexandra antes de que empezara la vista. No sabía qué decirle, pero dejarla sola sería imperdonable. Alexandra estaba en la celda de los juzgados y, en cuanto oyó sus pasos, se volvió. Estaba muy pálida. Rathbone tuvo la impresión de que el temor de la mujer lo rozaba como algo palpable.

– Me odian -se limitó a decir ella…, a punto de echarse a llorar-. Ya han tomado una decisión. Ni siquiera se molestan en escuchar. Oí que una mujer gritaba «¡Que la cuelguen!». -Se esforzó por mantener la calma, pero a duras penas lo consiguió. Parpadeó-. Si las mujeres piensan así, ¿qué esperanzas puedo depositar en el jurado, compuesto íntegramente por hombres?

– Más esperanzas -contestó él con gentileza. Se sorprendió de la seguridad que transmitía su voz. Sin pensarlo dos veces, cogió entre sus manos las de Alexandra, que al comienzo no opuso resistencia, como si estuviera demasiado enferma para reaccionar-. Más esperanzas -repitió, ahora con mayor seguridad-. La mujer que oyó estaba asustada porque usted pondría en peligro su posición si la dejan en libertad y la sociedad la acepta. Su único valor, según sus creencias, es la certeza de su pureza irrefutable. No tiene nada más que ofrecer, ni talento, ni belleza, ni riqueza ni posición social; lo único que posee es su impecable virtud. Por consiguiente, la virtud debe conservar su valor irrefutable. Ella no interpreta la virtud como algo positivo: generosidad, paciencia, valentía, amabilidad; sólo como la ausencia de manchas. Eso resulta mucho más fácil de asimilar.

Alexandra sonrió sin alegría.

– Usted lo plantea como algo razonable -dijo con voz temblorosa-, pero yo no lo veo así. Yo lo considero una muestra de odio.

– Por supuesto que es odio -convino Rathbone-, porque se basa en el temor, una de las emociones más destructivas que existen. Sin embargo, cuando sepa la verdad, dará un giro como el viento y soplará con la misma fuerza pero desde la dirección opuesta.

– ¿Usted cree? -Alexandra no daba crédito a sus palabras y sus ojos carecían de brillo.

– Sí -afirmó Rathbone con más convicción de la que en verdad poseía-. Entonces sentirán compasión e indignación, además de temor a que algo así le suceda a sus seres queridos, a sus propios hijos. Los seres humanos somos capaces de enormes barbaridades y estupideces -agregó con dulzura-, pero descubrirá que muchos también son capaces de mostrarse valientes y compasivos. Debemos contarles la verdad para que tengan la posibilidad de demostrarlo.

Alexandra se estremeció y se volvió.

– Sus esfuerzos caerán en saco roto, señor Rathbone. No le creerán, por las mismas razones que acaba de exponer. Thaddeus era un héroe, el tipo de héroe en el que necesitan creer, porque hay cientos en el ejército como él, que velan por nuestra seguridad y construyen nuestro imperio. -Se encorvó un poco más-. Nos protegen«de los ejércitos verdaderos en el exterior y de los ejércitos de dudas que nos acechan en el interior. Si destruye al soldado británico con su, uniforme rojo, al hombre que plantó cara a toda Europa y derrotó a Napoleón, salvó a Inglaterra de los franceses, conquistó África, la India, Canadá, una cuarta parte del mundo, ¿qué queda? Nadie aceptará eso para defender a una mujer que a fin de cuentas es una criminal.

– Lo único que está diciendo es que tenemos muy pocas posibilidades de ganar. -Rathbone habló con mayor dureza a propósito y se esforzó por ocultar la emoción que sentía-. Esos mismos casacas rojas no se habrían alejado de la batalla aunque no estuvieran seguros de vencer. No ha leído su historia si piensa así. Sus victorias más destacadas se produjeron cuando les superaban en número y tenían los pronósticos en contra.

– ¿Como la carga de la Brigada Ligera? -preguntó ella con un sarcasmo repentino-. ¿Sabe cuántos murieron? ¡Y para nada!

– Sí, uno de cada seis hombres y Dios sabe cuántos resultaron heridos.-contestó él con rotundidad al tiempo que se ruborizaba-. Si lo recuerda, formaron columnas de a uno en fondo, repelieron al enemigo y ocuparon su territorio hasta que la carga fracasó.

Ella desplegó una amplia sonrisa, pero tenía los ojos inundados de lágrimas y una expresión de incredulidad en el rostro.

– ¿Es eso lo que pretende hacer? -preguntó.

– Eso mismo -repuso él.

Advirtió que el temor de Alexandra casi se respiraba en el ambiente, pero había perdido el deseo de luchar contra él. Ella se volvió en un gesto de rendición y rechazo. Necesitaba estar un tiempo sola con el fin de prepararse para el temor y la vergüenza, para la indefensión del día.


* * *

El primer testigo fue Charles Hargrave, a quien Lovat-Smith había llamado a declarar para que confirmara los sucesos de la cena que ya se habían expuesto y, sobre todo, para que relatara su descubrimiento del cadáver el general.

– El señor Furnival regresó a la sala e informó de que el general había sufrido un accidente, ¿es eso cierto? -inquirió Lovat-Smith.

Hargrave mostraba el semblante grave, lo cual reflejaba tanto su circunspección profesional como su aflicción personal. El jurado lo escuchó con el respeto reservado a los miembros más distinguidos de ciertas profesiones, como los médicos, los sacerdotes y los abogados que se ocupaban de los legados de los difuntos.

– Cierto -respondió Hargrave con un atisbo de sonrisa en su rostro sonrojado y distinguido-. Supongo que se expresó de ese modo porque no deseaba alarmar a los invitados ni causar más angustia de la necesaria.

– ¿Por qué dice eso, doctor?

– Porque en cuanto salí al vestíbulo y vi el cuerpo me di perfecta cuenta de que estaba muerto. No era necesario ser médico para saberlo.

– ¿Podría describir las heridas, con el mayor lujo de detalles, doctor Hargrave?

Todos los miembros del jurado se rebulleron en el asiento con una mezcla de curiosidad y tristeza en la cara.

El semblante de Hargrave se ensombreció, aunque contaba con la experiencia médica suficiente para no necesitar que le explicaran la necesidad de relatar tal cosa.

– Por supuesto -respondió-. Cuando lo vi yacía boca arriba con el brazo izquierdo extendido más o menos a la altura del hombro, con el codo doblado. El brazo derecho se encontraba algo separado del cuerpo, la mano a unos treinta centímetros de la cadera. Tenía las piernas dobladas, la derecha debajo del cuerpo, de forma extraña, por lo que pensé que se la había roto por la pantorrilla; la izquierda presentaba una torcedura grave. Todas estas suposiciones resultaron ciertas. -En su cara apareció una expresión difícil de concretar; en todo caso no parecía tratarse de autocomplacencia. Ni por un instante desvió la mirada de Lovat-Smith para dirigirla a Alexandra, que se encontraba en el banquillo de los acusados frente a él.

– ¿Las heridas? -insistió Lovat-Smith.

– En aquel momento lo más visible era la contusión de la cabeza, la sangre que cubría el cuero cabelludo en la sien izquierda, donde se había golpeado contra el suelo. Había cierta cantidad de sangre, pero no excesiva.

El público de la galería estiró el cuello para ver a Alexandra. La respiración de todos y sus murmullos resultaban audibles.

– Permítame una aclaración, doctor. -Lovat-Smith levantó la mano, fuerte y de dedos cortos y finos-. ¿Sólo apreció una herida en la cabeza?

– Eso es.

– Como médico, ¿qué conclusión extrae de ello?

Hargrave se encogió ligeramente de hombros.

– Que cayó por encima del pasamanos y se golpeó la cabeza una sola vez.

Lovat-Smith se palpó la sien izquierda.

– ¿Aquí?

– Sí, aproximadamente.

– Sin embargo, ha dicho que lo encontró boca arriba, ¿no?

– Sí-respondió Hargrave con voz queda.

– Doctor Hargrave, el señor Furnival nos ha contado que tenía la alabarda clavada en el pecho. -Lovat-Smith caminó de un lado a otro de la sala y se volvió para mirar a Hargrave con expresión de estar concentrado-. ¿Cómo es posible que un hombre caiga de una galería encima de una lanza que se encuentra en posición vertical, ésta le atraviese el pecho y él aterrice de tal modo que sufra un golpe en la sien?

El juez lanzó una mirada a Rathbone. Éste apretó los labios. No tenía ningún motivo para protestar. No iba a negar que Alexandra había matado al general. Todo aquello era necesario, pero no aportaba ninguna luz sobre el móvil.

Lovat-Smith pareció sorprenderse de que su colega no le interrumpiera. En lugar de facilitarle las cosas, dio la impresión de que perdía el ritmo.

– Doctor Hargrave -añadió al tiempo que trasladaba el peso de su cuerpo de un pie al otro.

Un miembro del jurado se rebulló con inquietud en su asiento, y otro se rascó la nariz y frunció el entrecejo.

– No tengo la menor idea -contestó Hargrave por fin-. A mí me parece que la única explicación es que cayó de espaldas, como sería lo normal, y que de alguna manera dio una vuelta en el aire después… -Se interrumpió.

Lovat-Smith enarcó las cejas en una expresión inquisitiva.

– ¿Cómo dice, doctor? -Extendió los brazos-. ¿Cayó de espaldas, giró en el aire para que la alabarda le atravesara el pecho y luego, no se sabe cómo, volvió a girar para golpearse la sien contra el suelo? ¿Todo eso sin que se rompiera la alabarda o saliera de la herida? ¿Y luego efectuó otro giro para caer boca arriba con una pierna doblada debajo de la otra? Estoy sorprendido.

– Por supuesto que no -contestó Hargrave con gravedad y cara de preocupación.

Rathbone observó a los miembros del jurado y enseguida se percató de que Hargrave les agradaba y la actitud de Lovat-Smith los había irritado. Sabía que se trataba de algo deliberado; Hargrave era el testigo de Lovat-Smith, por lo que éste deseaba no sólo que les gustara sino que creyeran en su testimonio.

– Entonces ¿a qué se refiere exactamente, doctor?

Hargrave estaba muy serio. Tenía la vista fija en Lovat-Smith, como si ambos estuvieran hablando sobre alguna tragedia en su club de caballeros. Se oyeron débiles murmullos de aprobación entre los asistentes.

– A que debió de caer y golpearse la cabeza y luego volverse. La alabarda penetró en su cuerpo cuando se encontraba tendido en el suelo. Tal vez lo movieron, pero no necesariamente. Es posible que se golpeara la cabeza y luego rodara un poco hasta colocarse boca arriba. La cabeza formaba un ángulo extraño, pero no se había roto el cuello. Lo examiné y puedo dar fe de ello.

– ¿Debo entender que no fue un accidente, doctor?

– Eso es -respondió Hargrave, tenso.

– ¿Cuánto tardó en llegar a esa trágica conclusión?

– Pues desde que vi el cuerpo, supongo que un par de minutos. -Hargrave hizo un amago de sonreír-. El tiempo es un concepto extraño en esas circunstancias. Parece que se prolonga indefinidamente, como un camino recto que se extiende ante nosotros, y al mismo tiempo da la impresión de que se cierne sobre uno y resulta imposible de calcular. Un par de minutos no es más que una estimación, realizada a posteriori de forma racional. Fue uno de los momentos más terribles que recuerdo.

– ¿Por qué? ¿Porque sabía que una de las personas que se encontraban en la casa, uno de sus amigos, había asesinado al general Thaddeus Carlyon?

El juez lanzó de nuevo una mirada a Rathbone, que no se movió. El magistrado frunció el entrecejo al advertir que no pensaba protestar.

– Sí -respondió el médico con un hilo de voz-. Lo lamento, pero era inevitable. -Por primera y única vez miró a Alexandra.

– Lo entiendo -convino Lovat-Smith con aire grave-. Por consiguiente ¿informó a la policía?

– Eso es.

– Gracias.

Rathbone miró al jurado una vez más. Ni uno solo de sus miembros desvió la vista hacia el banquillo de los acusados. Alexandra observó a su abogado sin ira, sin sorpresa, sin esperanza.

Él sonrió y se sintió ridículo.

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