Hester Latterly descendió del coche de caballos, un vehículo de dos plazas que se contrataba por trayectos. Era un invento reciente y sumamente práctico que permitía viajar a un precio mucho más módico que alquilando un carruaje para todo un día. Hurgó en el bolso de malla hasta encontrar las monedas adecuadas y pagó al cochero. Acto seguido se volvió y caminó con paso decidido por Brunswick Place en dirección a Regent's Park, donde los narcisos en flor formaban bandas doradas que contrastaban con la oscuridad de la tierra. No podía esperarse otra cosa en esa época del año, pues era 21 de abril, en plena primavera del año 1857.
Miró hacia delante para ver si distinguía la silueta alta y considerablemente desmañada de Edith Sobell, con quien se había citado, pero no la divisó entre las parejas que paseaban, las mujeres con los amplios miriñaques que casi rozaban la gravilla de los senderos; los hombres elegantes y con un porte un tanto altanero. Más allá una banda interpretaba una pieza rápida de aire militar y la suave brisa primaveral transportaba las notas de los instrumentos de metal.
Esperaba que Edith no llegara tarde. Era ella quien había querido concertar la cita y había argüido que un paseo resultaría mucho más placentero que reunirse en un salón de té, un museo o una galería, donde corría el riesgo de encontrarse con personas conocidas y verse obligada a interrumpir la conversación a fin de intercambiar palabras corteses pero triviales.
Edith disponía de toda la jornada para hacer más o menos lo que le placiera; de hecho le había confesado que le sobraba el tiempo. Hester, en cambio, debía ganarse un sueldo. Por aquel entonces trabajaba de enfermera para un militar retirado que se había roto el fémur a causa de una caída. Después de que la despidieran del hospital al que se había incorporado a su regreso de la guerra de Crimea por asumir responsabilidades que no le concernían y tratar a un paciente en ausencia del médico, había tenido la fortuna de que la contrataran en un domicilio privado, gracias a su experiencia en Scutari, adquirida junto a Florence Nightingale, hacía apenas un año.
El caballero, el comandante Tiplady, que se recuperaba a buen ritmo, no había puesto objeciones a que se tomara la tarde libre, pero a Hester no le apetecía pasarla aguardando en Regent's Park a una amiga que se retrasaba, ni siquiera en un día tan apacible. Hester había sido testigo de tanta incompetencia y confusión durante la guerra, de tantas muertes que podrían haberse evitado si el orgullo y la ineficacia se hubieran dejado a un lado, que se mostraba intolerante con aquellos que adolecían de tales defectos; además, no tenía reparos en decirlo abiertamente. Poseía una mente ágil, unos gustos que se consideraban impropiamente intelectuales para una mujer y expresaba sus opiniones, ya fueran correctas o equivocadas, con excesiva convicción; cualidades que no la convertían en objeto de admiración. Edith necesitaría una buena razón para conseguir que aceptase sus disculpas por la demora.
Durante quince minutos recorrió una y otra vez el sendero que discurría junto a los narcisos mientras su irritación y enfado iban en aumento. Aquel comportamiento resultaba inadmisible, y más teniendo en cuenta que habían acordado reunirse en ese lugar porque a Edith le convenía, pues vivía en Clarence Gardens, a apenas ochocientos metros de distancia. Tal vez el agravio que Hester sentía fuera exagerado, y ella misma era consciente de ello a medida que su furia se acrecentaba. Sin embargo, no podía evitar apretar las manos enguantadas y andar con un paso cada vez más rápido.
Estaba a punto de marcharse cuando por fin vislumbró la silueta desgarbada pero agradable de Edith. Todavía vestía de negro, pues guardaba luto por su esposo, aunque había fallecido hacía casi dos años. Se acercaba corriendo por el sendero, los faldones del vestido se balanceaban de forma exagerada y llevaba el sombrero tan inclinado hacia atrás que parecía a punto de caérsele.
Hester se dispuso a ir a su encuentro. Aunque se había calmado al ver que por fin llegaba, ya preparaba un reproche adecuado por el tiempo perdido y la falta de consideración. Al aproximarse observó el semblante de Edith y sospechó que había ocurrido algo.
– ¿Qué ha sucedido? -preguntó en cuanto estuvieron juntas. Edith, mujer de rostro inteligente y poco común, labios finos y nariz aguileña y un tanto torcida, estaba pálida. El cabello rubio se escapaba descuidadamente del sombrero a causa de la brisa y la carrera-. ¿De qué se trata? -inquirió Hester con impaciencia-. ¿Estás enferma?
– No… -Edith, que estaba jadeando, la tomó de pronto del brazo y echó a andar tirando de su amiga-. Creo que me encuentro bastante bien aunque estoy muy nerviosa y soy incapaz de poner en orden mis pensamientos.
Hester se detuvo.
– ¿Por qué? Cuéntame que te ocurre. -Su irritación se había desvanecido-¿Puedo ayudarte en algo?
Una sonrisa atribulada recomo los labios de Edith para desaparecer acto seguido.
– No… bueno, dándome tu amistad.
– Ya sabes que la tienes -aseguró Hester-. ¿Qué ha sucedido?
– Mi hermano Thaddeus, el general Carlyon, sufrió un accidente anoche, en una cena celebrada en casa de los Furnival.
– Oh, cielos, cuánto lo siento. Espero que no sea nada serio. ¿Resultó herido de gravedad?
La expresión de Edith denotaba una mezcla de incredulidad y confusión. Su rostro era excepcional, poco acorde con los cánones de belleza tradicionales: los ojos, de color avellana, despedían un brillo especial, tenía los labios sensuales y la falta de simetría de su cara quedaba compensada con creces por su espontánea inteligencia.
– Ha muerto -afirmó como si esas palabras la sorprendieran incluso a ella.
Hester, que estaba a punto de reanudar la marcha, quedó paralizada.
– ¡Oh, Dios mío! Qué horror. No sabes cuánto lo siento. ¿Cómo sucedió?
Edith frunció el entrecejo.
– Se cayó por las escaleras -respondió despacio-. Bueno, mejor dicho, cayó por encima del pasamanos del piso superior, fue a parar encima de una armadura decorativa y creo que la alabarda que sostenía le atravesó el pecho…
Hester no podía hacer otra cosa que reiterarle su pesar. Edith la tomó del brazo, dieron media vuelta y enfilaron el sendero que se abría paso entre los parterres.
– Dicen que murió en el acto -prosiguió-. Fue una terrible casualidad que cayera justo encima de la lanza. -Meneó la cabeza-. Seguro que cabría la posibilidad de caer cien veces sobre la armadura y acabar amoratado o tal vez con algún hueso roto, pero no la de ser atravesado por la alabarda.
Un caballero con uniforme militar, casaca roja, galón y botones dorados que relucían bajo la luz del sol, les hizo una reverencia al pasar por su lado, y ellas sonrieron de forma instintiva.
– Claro está que yo no conozco la casa de los Furnival -añadió Edith-, de modo que ignoro la altura de la galería que hay sobre el vestíbulo. Supongo que estará a unos cinco o seis metros.
– Hay personas que sufren accidentes terribles en las escaleras -afirmó Hester con la esperanza de que su comentario resultase de cierta ayuda y no sonara sentencioso-, en algunos casos mortales. ¿Estabais muy unidos? -Pensó en sus dos hermanos: James, el pequeño, el más lleno de vida, había fallecido en la guerra de Crimea, y Charles, que ya era padre de familia, un hombre serio, tranquilo y un tanto presuntuoso.
– No mucho -contestó Edith con el entrecejo fruncido-. Era quince años mayor que yo, de manera que se marchó de casa para servir en el ejército como cadete subalterno antes de que yo naciera. Cuando se casó, yo tenía ocho años. Damaris lo conocía mejor.
– ¿Tu hermana mayor?
– Sí… él sólo le lleva seis años. -Se interrumpió-. Le llevaba -corrigió.
Hester calculó con rapidez que Thaddeus Carlyon contaba cuarenta y ocho años, una edad alejada en cierto modo de la vejez pero que sobrepasaba con creces la esperanza media de vida.
Agarró con más fuerza el brazo de Edith.
– Ha sido todo un detalle por tu parte venir esta tarde. Si hubieras enviado a un lacayo con un mensaje, lo habría entendido.
– Prefería decírtelo en persona -replicó Edith al tiempo que se encogía de hombros-. Apenas soy de gran ayuda y reconozco que me ha alegrado tener una excusa para ausentarme de casa. Como es natural, mamá está profundamente afectada pero no exterioriza sus sentimientos. A veces pienso que hubiera sido mejor soldado que papá o Thaddeus. -Sonrió para indicar que ese comentario no era del todo cierto y luego hizo una mueca para dar a entender que no sabía cómo expresarse-. Es una mujer de gran fortaleza. A los demás no nos queda otra opción que intuir las emociones que esconde tras su solemnidad y autocontrol.
– ¿Y tu padre? -inquirió Hester-. Supongo que su compañía será un consuelo para ella.
El sol brillaba y caldeaba el ambiente. Una brisa apenas perceptible acariciaba las resplandecientes flores. Un perro pequeño pasó ladrando con alegría entre las dos mujeres, echó a correr por el sendero y mordió el bastón de un caballero, lo que le fastidió sobremanera. Edith tomó aire.
– No demasiado, diría yo -afirmó con aflicción-. Está enfadado porque ese accidente no está exento de cierta ridiculez. No es exactamente como caer en el campo de batalla. -Esbozó una tímida sonrisa de tristeza-. No es un acto heroico.
Hester no lo había pensado. Conocía bien la realidad de la muerte, de la pérdida de un ser querido, porque ya había vivido la experiencia de la muerte súbita y en circunstancias trágicas de su hermano pequeño y sus padres en el período de un año. En aquel momento imaginó el accidente del general Carlyon y comprendió lo que Edith quería decir. Caer por encima del pasamanos durante una fiesta y morir atravesado por la alabarda de una armadura vacía no era precisamente un final glorioso. Era muy difícil que un hombre como el coronel Carlyon no sintiera cierto resentimiento y que el orgullo de la familia no hubiera sufrido un agravio. Se abstuvo de comentar que quizás el general no estuviera sobrio en el momento del accidente.
– Supongo que su esposa estará conmocionada -le dijo-. ¿Tenían hijos?
– Oh, sí, dos hijas y un hijo. Las hijas ya son mayores y están casadas, y la menor se encontraba en la cena, lo que no hace más que empeorar la situación.
Edith tomó aire con brusquedad, y Hester no consiguió discernir si se trataba de una señal de dolor o ira, o si se debía sólo al viento, decididamente más frío ahora que ya no estaban resguardadas por los árboles.
– Según Peverell, el esposo de Damaris -continuó Edith-, se habían peleado. Aseguró que había sido una fiesta de lo más espantoso. Todos parecían malhumorados y dispuestos a arremeter contra los demás ante la más mínima provocación. Tanto Alexandra, la esposa de Thaddeus, como Sabella, su hija, discutieron con él antes y durante la cena, además de con Louisa Furnival, la anfitriona.
– Es terrible -comentó Hester-, pero a veces las desavenencias familiares parecen mucho más graves de lo que son y, por eso mismo, el dolor que se siente con posterioridad puede ser mucho más intenso, porque como es natural se le añade un componente de culpa. No obstante, estoy convencida de que los difuntos saben que muchas de las cosas que decimos no son del todo ciertas y que, bajo la superficie, palpita un amor mucho más profundo que cualquier furia momentánea.
Edith le estrechó el brazo en señal de gratitud.
– Entiendo lo que intentas decirme, querida, y no sabes cuánto lo valoro. Un día de éstos te presentaré a Alexandra. Creo que congeniaríais. Se casó joven y enseguida tuvo hijos, por lo que nunca ha vivido sola ni ha tenido grandes aventuras como tú. Aun así posee un espíritu tan independiente como le permiten las circunstancias, además de, por supuesto, una buena dosis de coraje e imaginación.
– Será un placer conocerla, -declaró Hester, aunque a decir verdad no le apetecía demasiado pasar parte de su precioso tiempo libre en compañía de una mujer que había enviudado recientemente, por muy valiente que fuera. Debido a su profesión había presenciado dolor y aflicción en dosis más que suficientes. Sin embargo, decir aquello en esos momentos hubiera resultado cruel; además, apreciaba de verdad a Edith y habría hecho cualquier cosa por complacerla.
– Gracias. -Edith la miró de soslayo-. ¿Me considerarías insensible si hablara de otro tema?
– ¡Por supuesto que no! ¿De qué se trata?
– La razón por la que concerté una cita contigo en un sitio en el que pudiéramos charlar sin interrupciones, en lugar de invitarte a mi casa -explicó Edith-, es que eres la única persona que considero puede entenderme y quizás ayudarme. Claro está que en las circunstancias actuales mi familia me necesitará, pero luego…
– ¿Sí?
– Hester, hace ya casi dos años que Oswald murió. No tengo hijos. -El dolor se reflejó en su rostro, lo que puso de manifiesto su vulnerabilidad bajo la intensa luz primaveral e hizo que aparentara menos de los treinta y tres años que tenía. Esa expresión desapareció y su semblante recuperó su determinación característica-. Me aburro mortalmente -reconoció con voz firme.
De forma inconsciente aceleró el paso cuando llegaron al sendero que conducía a un pequeño puente erigido sobre un estanque y que seguía hasta el Jardín Botánico de la Royal Society. Una niña daba de comer pan a los patos.
– Además, tengo muy poco dinero -continuó Edith-. Oswald no me dejó lo suficiente para vivir de la forma a la que estoy acostumbrada y dependo económicamente de mis padres. Ésa es la única razón que me impulsa a quedarme en Carlyon House.
– Supongo que no estarás pensando en contraer matrimonio de nuevo, ¿verdad?
Edith le dedicó una mirada sarcástica, acompañada de cierta expresión de burla.
– Me parece bastante improbable -aseguró con franqueza-. El mercado matrimonial está lleno de muchachas mucho más jóvenes y hermosas que yo, y con dotes considerables. A mis padres les complace que resida con ellos, que haga compañía a mi madre. Ellos cumplieron con su obligación hacia mí al encontrarme un marido; el hecho de que muriera en la guerra de Crimea ha sido mi desgracia y a ellos no les corresponde buscarme otro, de lo que no los culpo en absoluto. Considero que sería una ardua tarea y, con toda probabilidad, ingrata. No me casaré de nuevo a menos que sienta un gran afecto por alguien.
Estaban en el puente. El agua parecía fría y presentaba una tonalidad verde turbio.
– ¿Te refieres a enamorarte? -insinuó Hester.
Edith se echó a reír.
– ¡Eres una romántica empedernida! Nunca lo hubiera dicho.
Hester pasó por alto el comentario.
– Qué alivio. Por un momento he pensado que ibas a pedirme que te presentara a alguien.
– ¡Ni por asomo! ¡Imagino que si conocieras a alguien que pudieras recomendarme sin dudar un momento, te casarías con él!
– ¿Acaso tú no? -preguntó Hester al instante.
Edith sonrió.
– ¿Por qué no? Si fuera lo bastante bueno para mí, ¿no lo sería también para ti?
Hester se relajó al percatarse de que su amiga bromeaba.
– Si encuentro a dos caballeros que nos convengan, te informaré de inmediato -afirmó en un alarde de generosidad.
– Será un placer.
– Entonces ¿qué puedo hacer por ti?
Se dispusieron a subir por la pequeña pendiente de la orilla más alejada.
– Me gustaría encontrar un trabajo interesante que me proporcionara unos pequeños ingresos a fin de conseguir mi independencia económica. Soy consciente -se apresuró a añadir Edith- de que tal vez no gane lo suficiente para sufragar todos mis gastos, pero si consiguiera aumentar mi asignación actual, disfrutaría de mayor libertad. De todos modos, no soporto pasarme el día en casa cosiendo bordados que nadie necesita, pintando cuadros que no tengo dónde colgar ni ganas de hacerlo y entablando interminables conversaciones triviales con las visitas de mamá. Tengo la sensación de que estoy desperdiciando mi vida.
Hester guardó silencio. Entendía perfectamente la situación y los sentimientos de su amiga, pues había ido a la guerra de Crimea porque deseaba contribuir al esfuerzo bélico y mitigar las condiciones infrahumanas de los hombres que pasaban frío, hambre y morían a causa de las heridas y las enfermedades en Sebastopol. Había regresado de forma apresurada al recibir la noticia de la muerte de sus padres en circunstancias trágicas. Al cabo de muy poco tiempo, descubrió que no heredaría ninguna suma considerable y, aunque aceptó la hospitalidad de su hermano y la esposa de éste durante un corto período de tiempo, no estaba dispuesta a vivir el resto de sus días de aquel modo. A ellos no les hubiera importado, pero a Hester le habría resultado intolerable. Debía labrarse su propio futuro y no suponer una carga más para la economía de su hermano, ya de por sí precaria. Había vuelto a Inglaterra con la intención de revolucionar la enfermería en su país, al igual que la señorita Nightingale había hecho en Crimea. De hecho la mayoría de las mujeres que había trabajado con ella había abrazado la misma causa, y con un fervor similar.
No obstante, su primer y único empleo en un hospital había acabado en despido. El establishment médico no estaba dispuesto a aceptar reformas, y menos si procedían de jóvenes con las ideas muy claras o, en cualquier caso, de mujeres. Además, puesto que ninguna mujer había cursado estudios de medicina, pues se consideraba inadmisible, todo aquello no era de extrañar. La mayoría de las enfermeras carecía de cualificación, se dedicaba a poner vendajes, traía y llevaba instrumentos, quitaba el polvo, barría, echaba leña al fuego, vaciaba orinales, daba ánimos y poseía una categoría moral sin fisuras.
– ¿Qué me dices? -preguntó Edith-. Supongo que no será imposible. -Había cierto desenfado en su voz, pero la expresión de sus ojos era seria; transmitían una mezcla de esperanza y temor. Hester advirtió que la cuestión le preocupaba de verdad.
– Por supuesto que no -repuso-, pero no es fácil. Muchas de las ocupaciones que se permite ejercer a las mujeres son de una naturaleza tal que te verías sujeta a un tipo de disciplina y condescendencia que te resultarían intolerables.
– Tú lo has soportado -puntualizó Edith. -No indefinidamente -la corrigió Hester-. Además, como tu subsistencia no depende de ello, no pondrás freno a tu lengua como hago yo. -Entonces ¿qué puedo hacer? Se encontraban en el sendero de gravilla que discurría entre las flores. Había un niño con un aro a unos diez metros a la izquierda y dos niñas vestidas de blanco a la derecha.
– No estoy segura, pero haré cuanto esté en mi mano para ayudarte -prometió Hester. Se detuvo y volvió la cabeza hacia el semblante pálido e inquieto de Edith-. Algo habrá. Eres habilidosa con las manos y me dijiste que sabes francés. Sí, lo recuerdo. Averiguaré lo que pueda y te pondré al corriente dentro de una semana, más o menos. No, mejor un poco más tarde; me gustaría recabar toda la información que me sea posible.
– ¿El sábado de la próxima semana? -le sugirió Edith-. Será el 2 de mayo. Ven a tomar el té a casa.
– ¿Estás segura?
– Sí, por supuesto. No recibimos a nadie, pero puedes venir en calidad de amiga. Eso está aceptado.
– Entonces iré. Gracias.
Edith abrió mucho los ojos por unos instantes, lo que otorgó luminosidad a su cara. Acto seguido estrechó con fuerza la mano de Hester, dio media vuelta y echó a andar con buen paso por el sendero que serpenteaba entre los narcisos en dirección a la casa del guarda.
Hester caminó durante media hora más con el fin de gozar del aire primaveral antes de regresar a la calle y requerir los servicios de otro coche de caballos que la llevara a casa del comandante Tiplady para reanudar sus obligaciones.
El comandante estaba sentado en un diván, lo que hacía a regañadientes, ya que lo consideraba una pieza de mobiliario afeminada. Sin embargo, le gustaba contemplar a los transeúntes por la ventana y le convenía tener levantada la pierna herida.
– Buenas -saludó en cuanto Hester entró-. ¿Ha disfrutado del paseo? ¿Qué tal está su amiga?
Hester alisó con un gesto automático la manta que lo cubría.
– ¡No me toque! -exclamó con aspereza-. No ha respondido. ¿Cómo está su amiga? Ha salido para reunirse con una amiga, ¿no?
– Sí, eso es. -Dio un golpecito al cojín para ahuecarlo, a pesar de que él le había llamado la atención. Era una de las bromas que se gastaban el uno al otro y con las que ambos disfrutaban. Provocarla se había convertido en el mejor pasatiempo del comandante desde que estaba recluido en una silla o en la cama y había llegado a apreciar sinceramente a la joven. Por lo general se mostraba un tanto nervioso en presencia de las mujeres, ya que había pasado la mayor parte de su vida en compañía de hombres y le habían enseñado que el bello sexo era distinto en todos los aspectos, pues requería que lo trataran de manera incomprensible para la mayoría de los varones, a excepción de los más sensibles. Le agradaba sobremanera la inteligencia de Hester, que además no era propensa a desmayarse ni a sentirse ofendida sin motivo, no deseaba alabanzas a cada momento, nunca reía por estupideces y, mejor aún, manifestaba un interés considerable por las tácticas militares, lo que para él constituía una especie de bendición difícil de creer.
– ¿Y qué tal está su amiga? -inquirió mientras la observaba. Tenía los ojos de color azul claro y un poblado bigote cano.
– Conmocionada -contestó Hester-. ¿Le apetece un té?
– ¿Porqué?
– Porque es la hora del té. ¿Y panecillos tostados?
– Sí. ¿Por qué estaba conmocionada? ¿Qué le ha dicho usted?
– Le he dado el pésame. -Hester sonrió tras dar media vuelta para llamar al servicio con la campanilla. Por suerte, cocinar no entraba dentro de sus obligaciones, ya que no se le daba demasiado bien.
– ¡No recurra a evasivas conmigo! -exclamó con vehemencia.
Hester agitó la campanilla, se volvió hacia él y adoptó una expresión de seriedad.
– Su hermano falleció anoche en un accidente -explicó-. Se cayó por un pasamanos y murió en el acto.
– ¡Cielo santo! ¿Está segura? -Su rostro, de aspecto pulcro e inocente y piel sonrosada, se tornó grave.
– Me temo que sí.
– ¿Era un hombre dado a la bebida?
– No creo. Por lo menos no hasta ese extremo.
La sirvienta acudió a la llamada y Hester pidió té y panecillos tostados con mantequilla. En cuanto la muchacha se hubo retirado siguió relatando la historia.
– Cayó sobre una armadura y tuvo la desgracia de que le atravesara la alabarda.
Tiplady la miró de hito en hito sin saber con certeza si era víctima de un extraño sentido del humor femenino. No tardó en darse cuenta de que la seriedad de su rostro no era fingida.
– Oh, querida. Cuánto lo siento. -Frunció el entrecejo-. De todos modos no puede culparme de que no acabara de creerla. ¡Qué accidente tan ridículo! -Se incorporó un poco en el diván-. ¿Tiene idea de lo difícil que resulta que una alabarda atraviese a un hombre? Debió de caer con una fuerza tremenda. ¿Era un hombre robusto?
– No lo sé. -No había pensado en ello, pero ahora que él lo había mencionado consideró tal posibilidad. Desplomarse con tanta fuerza y tal precisión justo encima de la alabarda que sostenía una armadura inanimada, de tal forma que le atravesara la ropa, le penetrara en la piel y se le clavase entre las costillas era un accidente de lo más inusual. La lanza tenía que haber estado muy bien sujeta al guantelete, el ángulo debió de ser absolutamente preciso y, tal como había sugerido el comandante Tiplady, la fuerza de la caída debió de ser tremenda-. Tal vez sí. No lo conocía, pero su hermana es alta, aunque muy delgada. Quizás él fuese de complexión más robusta. Era militar.
El comandante Tiplady enarcó las cejas.
– No me diga… -Sí, creo que general.
El rostro del comandante se contrajo en una mueca burlona que le resultó difícil reprimir, aunque era consciente de lo inapropiado de su reacción. En los últimos tiempos mostraba un sentido del absurdo que le preocupaba. Lo atribuía a que pasaba demasiado tiempo ocioso, salvo cuando leía, y en compañía de una mujer. -Qué mala suerte -comentó alzando la vista al techo-. Espero que en su epitafio no escriban que murió atravesado por una lanza sostenida por una armadura vacía. Es como el anticlímax de una carrera militar ejemplar, un accidente rayano en lo ridículo. ¡Además era general!
– A mí no me parece tan impropio de un general -repuso Hester con aspereza al recordar algunos fracasos de la guerra de Crimea, como la batalla del Alma, en la que primero se ordenó a los hombres que fueran en una dirección y luego en la otra, hasta que al final quedaron atrapados en el río, lo que provocó cientos de bajas; o el caso de Balaclava, donde la Brigada Ligera, el orgullo de la caballería inglesa, cargó contra los fusiles rusos y fue segada como el césped. Aquello fue un baño de sangre que nunca olvidaría, y tampoco los días y las noches subsiguientes de trabajo ininterrumpido, impotencia y dolor.
De repente la muerte de Thaddeus Carlyon le pareció más triste, más real y, al mismo tiempo, mucho menos importante.
Se volvió hacia el comandante Tiplady y empezó a alisar la manta que le cubría las piernas. Él estuvo a punto de protestar, pero se abstuvo al percatarse del cambio que había sufrido la expresión de Hester. La joven agradable y eficiente que tanto le gustaba se había convertido de pronto en la enfermera del ejército que había sido hasta hacía poco, que veía la cara de la muerte cada día y se horrorizaba por su magnitud e inutilidad.
– Dice que era general. -La observó con el entrecejo fruncido-. ¿Cómo se llamaba?
– Carlyon -respondió ella al tiempo que remetía bien la manta-. Thaddeus Carlyon.
– ¿Del ejército de la India? -preguntó. Acto seguido, sin darle tiempo a contestar, añadió-: He oído hablar de un Carlyon que sirvió allí, un tipo intransigente pero muy admirado por sus hombres, con excelente reputación; nunca se amilanó ante el enemigo. No es que sienta una especial predilección por los generales, pero es una lástima que muriera de ese modo.
– Fue rápido -indicó con una mueca. A continuación se entretuvo unos minutos con tareas innecesarias en su mayor parte, moviéndose como una autómata, como si permanecer quieta hubiera supuesto un encarcelamiento.
Por fin llegaron el té y los panecillos. Mientras mordisqueaba la masa crujiente y caliente e intentaba evitar que la mantequilla le resbalara por la mandíbula, se relajó y volvió al presente. Sonrió.
– ¿Le apetece jugar una partida de ajedrez? -propuso. Era lo bastante buena para poner en aprietos al comandante sin llegar a ganarle.
– Oh, sí -respondió Tiplady con alegría-. Será un placer.
Durante los días siguientes Hester dedicó su tiempo libre a buscar posibles empleos para Edith Sobell, tal como había prometido. Opinaba que ejercer de enfermera no le resultaría satisfactorio, y ni siquiera asequible. Se consideraba un oficio más que una profesión, y la mayoría de los hombres y mujeres empleados en el ramo pertenecía a una clase social baja y tenía una formación, o carecía por completo de ella, que hacía que se la tratara con escaso respeto y se la pagara en consecuencia. Quienes habían trabajado con la señorita Nightingale, convertida ahora en heroína nacional y objeto casi de la misma admiración que la reina, recibían un trato distinto, pero era demasiado tarde para que Edith pudiera distinguirse de ese modo. Además, aunque Hester sí había gozado de esa oportunidad, le costaba encontrar empleo y sus opiniones apenas se valoraban.
Sin embargo, existían otras posibilidades, sobre todo para personas como Edith, que era inteligente e instruida, con amplios conocimientos tanto de literatura inglesa como de francesa. Quizás hubiera algún caballero que necesitara una escribiente o ayudante que investigara sobre cualquier tema que fuera de su interés. Siempre había gente que redactaba tratados o monografías, y muchas personas requerían los servicios de un colaborador que se dedicara a plasmar sus ideas sobre el papel.
La mayoría de las damas que buscaban una señorita de compañía eran bastante intratables y, en realidad, sólo querían una sirvienta a quien poder mandar y que, además, no se mostrara en desacuerdo con ellas. Sin embargo, había excepciones, como las personas a quienes agradaba viajar pero no les apetecía hacerlo en solitario. Algunas de estas mujeres temibles serían patronas excelentes, amén de interesantes y con mucha personalidad.
Asimismo, existía la posibilidad de dedicarse a la enseñanza: si los alumnos eran lo bastante inteligentes y entusiastas, la docencia resultaba muy gratificante.
Hester estudió todas esas posibilidades, por lo menos para poder decir algo concreto a Edith cuando acudiera a Carlyon House, el 2 de mayo, para tomar el té de la tarde.
La vivienda del comandante Tiplady estaba situada en el extremo sur de Great Titchfield Street y, por consiguiente, a cierta distancia de Clarence Gardens, donde se encontraba Carlyon House. Aunque podía haber ido hasta allí andando, habría tardado casi media hora y habría llegado cansada, acalorada y desaliñada. Aparte, debía reconocer con ironía que la perspectiva de tomar el té en compañía de la anciana señora Carlyon la ponía algo más que nerviosa. Se hubiera preocupado menos si Edith no fuera su amiga, pues entonces habría podido agradarla o desagradarla sin causar daños emocionales. Dadas las circunstancias, hubiera preferido pasar una noche en un campamento militar cerca de Sebastopol a acudir a esa cita.
No obstante, no era el momento de lamentarse, por lo que se enfundó su mejor vestido de muselina. No era nada especial, pero tenía un buen corte, con la cintura entallada y un canesú ligeramente plisado. Estaba un tanto anticuado, pero sólo una mujer interesada por la moda hubiera reparado en ello; el problema eran los ribetes. El oficio de enfermera no le permitía lujos. Cuando se despidió del comandante Tiplady, éste la había observado con cara de aprobación. Era ajeno a los dictados de la moda y las mujeres hermosas lo intimidaban. Los rasgos marcados de la cara de Hester le parecían sumamente atractivos y su figura, tal vez demasiado alta y delgada, no le resultaba en absoluto desagradable. Ella no lo amenazaba con una femineidad agresiva, y su intelecto se asemejaba al de un hombre, lo que le complacía. Nunca había imaginado que una mujer pudiera convertirse en una amiga, pero la experiencia no le disgustaba.
– Va usted muy… arreglada-comentó con un ligero rubor en las mejillas.
El mismo comentario en boca de otra persona la habría enfurecido. No quería parecer arreglada, pues así era como iban las criadas o las jovencitas. Incluso estaba permitido que las doncellas fueran hermosas; de hecho se les exigía que lo fueran. Sin embargo sabía que él lo decía con sinceridad y habría resultado de una crueldad gratuita ofenderse por el comentario, aunque habría preferido que la calificara de «distinguida» o «atractiva». «Hermosa» era esperar demasiado. Su cuñada, Imogen, sí era hermosa y atractiva. Hester se había dado cuenta a la fuerza cuando ese desastroso policía, Monk, se había obsesionado por ella el año anterior durante el caso de Mecklenburgh Square, pero éste no guardaba ninguna relación con las circunstancias de aquella tarde.
– Gracias, comandante Tiplady -dijo con la mayor cortesía posible-. Tenga cuidado mientras estoy fuera, por favor. Si desea algo, tiene la campanilla al alcance de la mano. No intente ponerse en pie sin llamar a Molly para que lo ayude. Si lo hace -añadió con semblante severo- y vuelve a caerse, tendrá que pasar otras seis semanas en cama. -La amenaza era mucho más temible que el dolor de otra herida, y ella lo sabía. Él hizo una mueca de dolor.
– Por supuesto que no -repuso en tono ofendido. -Así me gusta. -Tras estas palabras se marchó, convencida de que el comandante no se movería.
Subió a un coche de caballos, que recorrió Great Titchfield Street, dobló la esquina de Bolsover Street y circuló por Osnaburgh Street hasta llegar a Clarence Gardens, una distancia de casi dos kilómetros. Se apeó del vehículo poco antes de las cuatro en punto. Curiosamente, se sentía como si se dispusiera a participar por primera vez en una batalla. Era ridículo. Debía intentar tranquilizarse. Lo peor que podía sucederle era sentirse turbada. Tenía que superar esa sensación. Al fin y al cabo no se trataba más que de un profundo desasosiego mental. Era infinitamente mejor que un sentimiento de culpa o de pesar.
Respiró hondo, se irguió y subió por las escaleras delanteras. Accionó el tirador de la campanilla con excesiva fuerza y retrocedió un paso para no estar en el umbral cuando abrieran la puerta.
Una sirvienta vestida con elegancia acudió a su llamada casi de inmediato y la miró con expresión inquisitiva, sin que su bello rostro demostrara otra clase de emoción, tal como era de esperar en una persona de su condición.
– ¿Qué desea, señora?
– Soy la señorita Hester Latterly. Vengo a ver a la señora Sobell -respondió Hester-. Creo que me espera.
– Sí, por supuesto, señorita Latterly. Tenga la amabilidad de pasar. -La puerta se abrió de par en par y la sirvienta se apartó hacia un lado para franquearle la entrada. Tomó el sombrero y la capa de Hester.
El vestíbulo era tan impresionante como había imaginado, revestido con paneles de roble hasta una altura de casi dos metros y medio, de donde colgaban cuadros oscuros con marcos dorados y decorados con hojas de acanto y arabescos. Resplandecía con el brillo de la araña, que ya estaba encendida porque la madera oscurecía la estancia a pesar de la luz natural procedente del exterior.
– Acompáñeme, por favor -indicó la sirvienta, que se adelantó a ella-. La señorita Edith se encuentra en el tocador. El té se servirá dentro de treinta minutos. -A continuación la condujo por las escaleras hasta el primer rellano, donde se hallaba el salón de la primera planta, de uso exclusivo para las señoras de la casa y, por consiguiente, denominado «tocador». Abrió la puerta e informó de la llegada de Hester.
Edith, que miraba por la ventana que daba a la plaza, se volvió con expresión complacida en cuanto supo de la presencia de Hester. Lucía un vestido de color ciruela con ribetes negros. El miriñaque era tan pequeño que casi pasaba inadvertido, y Hester pensó al instante que resultaba muy favorecedor, aparte de que era mucho más práctico que tener que mover tanta tela y tantos aros rígidos. No tuvo demasiado tiempo para observar la estancia; sólo se percató de que predominaban los tonos rosas y dorados y que había un hermoso escritorio de palisandro contra la pared del fondo.
– ¡Cuánto me alegra que hayas venido! -exclamó Edith-. Aparte de las noticias que puedas traerme, necesito desesperadamente hablar de asuntos mundanos con alguien que no pertenezca a la familia.
– ¿Por qué? ¿Qué ha ocurrido? -Hester adivinó que algo había sucedido, pues notó a su amiga aún más tensa que en su cita anterior. Tenía el cuerpo rígido y se movía con una torpeza inusual incluso teniendo en cuenta que era una mujer grácil. No obstante, lo más revelador eran la fatiga y la ausencia total de su característica alegría.
Edith cerró los ojos y luego los abrió sobremanera.
– La muerte de Thaddeus es infinitamente peor de lo que habíamos supuesto en un principio -informó con voz queda.
– ¿Ah, sí? -Hester estaba perpleja. ¿Qué podía haber peor que la muerte?
– No lo entiendes. -Edith permanecía inmóvil-. Por supuesto que no. No me he explicado lo suficiente, tomo aire-. Ahora dicen que no fue un accidente.
– ¿Dicen? -Hester estaba atónita-. ¿Quiénes?
– La policía, claro está. -Edith parpadeó; estaba pálida-. ¡Dicen que Thaddeus fue asesinado!
Hester se sintió un poco aturdida por unos segundos, como si la confortable sala se hubiera alejado de pronto y ella la contemplara desde la distancia. La cara de Edith se le aparecía bien definida en el centro e indeleble en su mente.
– ¡Oh, querida! ¡Qué horror! ¿Tienen idea de quién fue?
– Eso es lo peor -contestó Edith, que por fin se movió para sentarse en un mullido sofá de color rosa.
Hester se acomodó frente a ella en un sillón.
– Había muy pocos invitados en la cena y no entró nadie del exterior-explicó Edith-, de modo que tuvo que ser uno de ellos. Aparte del señor y la señora Furnival, los anfitriones, los únicos que no pertenecían a mi familia eran el doctor Hargrave y su esposa. -Tragó saliva e intentó sonreír-. Fue espantoso. Sólo estaban Thaddeus y Alexandra; su hija Sabella y su esposo, Fenton Pole, y mi hermana, Damaris, con mi cuñado, Peverell Erskine. No había nadie más.
– ¿Y el servicio? -inquirió Hester con nerviosismo-. Supongo que no cabe la posibilidad de que fuera uno de ellos.
– ¿Con qué objetivo? ¿Por qué iba a matar a Thaddeus uno de los sirvientes?
Los pensamientos se agolpaban a la vez en la mente de Hester.
– ¿Y si sorprendió a alguien robando?
– ¿En el rellano del primer piso? Recuerda que cayó por encima del pasamanos del primer rellano. A esas horas de la noche los sirvientes debían de estar en la planta baja, a excepción quizá de una doncella.
– ¿Joyas?
– ¿Cómo iba él a saber que estaban robando? Si el ladrón hubiera estado en un dormitorio, él no se habría enterado y, en caso de que lo hubiera visto salir, habría supuesto que estaba cumpliendo con sus obligaciones.
La explicación sonaba perfectamente lógica. Hester carecía de otros argumentos. Buscó en su mente, pero no sabía qué decir para confortarla.
– ¿Y el médico? -tanteó.
Edith esbozó una tímida sonrisa para demostrarle que apreciaba sus esfuerzos.
– ¿El doctor Hargrave? No lo creo posible. Damaris me contó lo que ocurrió aquella noche pero no se explicó con demasiada claridad. De hecho estaba deshecha de dolor y no se expresaba de forma congruente.
– Bueno, ¿dónde estaban? -Hester ya había vivido dos asesinatos de cerca, el primero debido a la muerte de sus progenitores, y el segundo a raíz de su amistad con el agente William Monk, que en aquellos momentos trabajaba de detective para quienes desearan localizar a familiares, resolver robos con discreción y asuntos de esa índole en privado, para los casos en los que se prefería no recurrir a las fuerzas del orden o cuando no se había producido delito alguno. Seguro que si empleaba su inteligencia y un poco de lógica podría resultar de alguna ayuda a su amiga.
– Si en un principio supusieron que se trataba de un accidente -agregó- es porque debía de encontrarse solo. ¿Dónde estaban los demás? En una cena los invitados no suelen pasearse solos por la casa.
– Ahí está el problema -repuso Edith con creciente tristeza-. Damaris no sabía lo que decía. Nunca la he visto tan… tan completamente fuera de control. Ni siquiera Peverell consiguió tranquilizarla o consolarla; ella casi no le dirigió la palabra.
– Tal vez tuvieran una… -Hester buscó la manera más cortés de expresarlo-. ¿Una discusión? ¿Un malentendido?
La boca de Edith se contrajo en una mueca burlona.
– Cuántos eufemismos. ¿Te refieres a una pelea? Lo dudo. Peverell no es de esa clase de personas. Es encantador y la quiere mucho. -Tragó saliva y esbozó una sonrisa apenada, como si acabara de recordar otros eventos o tal vez a otras personas-. No es débil ni mucho menos -prosiguió-. Yo creía que sí, pero tiene una forma especial de tratarla y por lo general termina convenciéndola. Lo cierto es que resulta mucho más eficaz que dar órdenes. Reconozco que no es un hombre que guste nada más verlo, pero me agrada. De hecho, cuanto más lo conozco más le aprecio. Y estoy segura de que ella comparte mi opinión. -Meneó la cabeza con suavidad-. No, recuerdo muy bien en qué estado llegó mi hermana a casa aquella noche. No creo que Peverell tuviera nada que ver.
– ¿Dónde dijo ella que estaban los invitados? Thaddeus, perdón, el general Carlyon, se cayó o fue empujado por el pasamanos desde el primer rellano. ¿Dónde estaban los demás en ese momento?
– No he conseguido sacar nada en claro al respecto -respondió Edith con desesperanza-. Tal vez tú lo logres. He pedido a Damaris que se reúna con nosotras, si es que se acuerda, pues no está muy centrada desde aquella noche.
Hester no conocía a la hermana de Edith, pero había oído hablar de ella con frecuencia, por lo que sabía que era voluble y un tanto indisciplinada, a menos que la hubieran juzgado de forma equivocada.
En aquel preciso momento, como para dejarla en evidencia, se abrió la puerta y Hester vio bajo el dintel a una de las mujeres más atractivas con que se había topado jamás. En aquel instante le pareció increíblemente hermosa, alta, incluso más que ella y Edith, y muy esbelta. Tenía el cabello oscuro y con rizos naturales, a diferencia del estilo rígido en boga, que consistía en llevar la melena recogida hacia atrás y con tirabuzones que caían sobre las orejas, y parecía no preocuparse por los dictados de la moda. De hecho la falda que vestía era de lo más funcional, estaba hecha para trabajar, sin los aros del miriñaque, aunque la blusa tenía unos bordados muy elaborados y unos lazos blancos. Presentaba un aspecto un tanto masculino, no era coqueta ni recatada, sencillamente natural. Tenía la cara alargada y tan expresiva que reflejaba todos sus pensamientos.
Entró y, tras cerrar la puerta, se apoyó contra ella unos momentos, con las manos a la espalda, mientras observaba a Hester con claro interés.
– ¿Eres Hester Latterly? Edith me ha dicho que ibas a venir. Estoy encantada. Tenía ganas de conocerte desde que me contó que estuviste en la guerra de Crimea con la señorita Nightingale. Has de volver otro día, cuando estemos más tranquilas, para explicarnos tus experiencias. -Desplegó una sonrisa radiante-. O más bien para explicármelas, porque dudo de que a papá le pareciera bien, y estoy convencida de que a mamá tampoco, ya que ambos creen que cuando las mujeres no saben dónde está su sitio, que, por supuesto, es en casa, para mantener nuestra civilización a salvo, tiemblan los cimientos de la sociedad.
Se acercó a un canapé neorrococó y se arrellanó en él.
– Se preocupan de que nos acostumbremos a cepillarnos los dientes cada día -prosiguió-, comamos el arroz con leche, hablemos con corrección, pronunciemos todas las letras, llevemos guantes en el momento adecuado, guardemos la compostura ante cualquier vicisitud y, en general, seamos un buen ejemplo para las clases trabajadoras, que confían en que cumplamos tal función. -Estaba sentada de lado, lo que habría resultado extraño en cualquier otra persona, pero ella poseía una gracia especial porque actuaba con espontaneidad. No le importaba demasiado lo que los demás opinaran de ella. Sin embargo, a pesar de esa actitud tan despreocupada, había una tensión mal contenida en su interior, y Hester percibió la angustia desmesurada que Edith había mencionado.
El rostro de Damaris se ensombreció un poco al mirar a Hester.
– Supongo que Edith te ha hablado de nuestra tragedia, la muerte de Thaddeus, y que ahora dicen que fue un asesinato -añadió con el entrecejo fruncido-, aunque no alcanzo a imaginar por qué alguien quería matar a Thaddeus.-Se volvió hacia Edith-. ¿A ti se te ocurre algún motivo? A veces era aburrido, pero es algo normal en los hombres, que siempre conceden importancia a cosas insignificantes. ¡Oh, lo siento, me refiero a muchos hombres, no a todos! -De repente se percató de que tal vez había ofendido a su invitada y mostró un arrepentimiento sincero.
– Tienes razón. -Hester sonrió-. Estoy de acuerdo contigo, me atrevería a decir que ellos piensan lo mismo de nosotras.
Damaris hizo una mueca.
– Touché. ¿Te lo ha contado Edith?
– ¿Lo de la cena? No, me ha dicho que sería mejor que lo hicieras tú, ya que estabas presente. -Esperaba que sus palabras transmitieran un interés auténtico y no parecieran excesivamente inquisidoras.
Damaris cerró los ojos y se arrellanó un poco más en su poco ortodoxo asiento.
– Fue espantoso, un desastre casi desde el comienzo. -Abrió de nuevo los párpados y observó a Hester-. ¿De veras quieres saber qué sucedió?
– Si no te resulta demasiado doloroso… -No era cierto. Quería saberlo a toda costa, pero el decoro y la compasión le impidieron presionarla.
Damaris se encogió de hombros y evitó mirar a Hester.
– No me importa hablar del tema. De todas formas todo me da vueltas en la cabeza, se me repite una y otra vez. Algunas partes de lo ocurrido ya ni siquiera me parecen reales.
– Empieza por el principio -le instó Edith al tiempo que se sentaba sobre los pies-. Tal vez consigamos entender lo sucedido. Al parecer alguien mató a Thaddeus, y hasta que se descubra al autor, todo esto va a resultar de lo más desagradable.
Damaris se estremeció y le lanzó una mirada severa. Acto seguido se dirigió a Hester.
– Peverell y yo fuimos los primeros en llegar. Estoy segura de que cuando lo conozcas te parecerá una persona agradable -comentó con naturalidad, sin intención de impresionar-. Estábamos de buen humor y con muchas ganas de pasarlo bien en la fiesta. -Levantó la vista al cielo-. ¿Te lo imaginas? ¿Conoces a Maxim y a Louisa Furnival? No; supongo que no. Edith dice que no pierdes el tiempo con actos sociales.
Hester sonrió y clavó la vista en sus manos, que tenía sobre el regazo, para evitar la mirada de Edith. Era una forma eufemística y muy delicada de expresar la realidad. Ya no era una joven casadera, pues había superado con creces los veinticinco, e incluso a esta edad ya resultaba muy optimista esperar contraer matrimonio. Además, como su padre había perdido su fortuna antes de morir, carecía de dote y, por tanto, de valor social para que alguien decidiera cortejarla. Por otro lado, su carácter era excesivamente directo y tenía opiniones propias que no se abstenía de expresar.
– No tengo tiempo que perder -afirmó.
– Y a mí me sobra -comentó Edith. Hester volvió al tema de conversación inicial.
– Por favor, cuéntame algo de los Furnival. -El rostro de Damaris perdió su tranquilidad.
– Lo cierto es que Maxim es muy agradable, aunque un tanto inquietante y sorprendente. Es de una amabilidad extrema y consigue serlo sin resultar cargante. A menudo he pensado que si lo conociera mejor, lo encontraría bastante interesante. Imaginaba que podría enamorarme locamente de él, sólo para saber qué se esconde bajo esa apariencia, si no hubiera conocido a Peverell. Sin embargo, ignoro si podría convertirse en un buen amigo. -Lanzó una mirada a Hester para asegurarse de que la entendía y luego prosiguió con la vista alzada hacia el techo, pintado y con molduras-. Louisa es distinta. Es muy hermosa, tiene una belleza poco común, como un felino salvaje, indómito. No se deja domesticar por nadie. Yo solía envidiarla. -Sonrió con tristeza-. Es muy bajita y femenina. Tiene que levantar la vista para mirar a los hombres, mientras que yo tengo que bajarla para mirar a más de los que me gustaría. Además, está bien dotada en los sitios más favorecedores, no como yo. Tiene unos pómulos muy marcados y anchos, pero cuando dejé de envidiarla y la observé con un poco más de atención me di cuenta de que no me gustaba su boca.
– No has dicho nada sobre su forma de ser, Ris -intervino Edith.
– Es como un gato -afirmó Damaris-. Sensual, rapaz, cuida mucho de su aspecto y sabe cómo resultar encantadora cuando quiere.
Edith lanzó una mirada a Hester.
– Todo apunta a que Damaris no le profesa gran afecto, o que la envidia más de lo que parece.
– No me interrumpas -dijo Damaris con frialdad-. Los siguientes en llegar fueron Thaddeus y Alexandra. Él se comportó como siempre, cortés, pomposo y bastante abstraído, pero Alex estaba pálida y no tanto ensimismada como trastornada. Entonces pensé que debían de haber discutido y, por supuesto, Thaddeus se había salido con la suya.
Hester estuvo tentada de preguntar por qué «por supuesto» pero se percató enseguida de que era una cuestión fútil. Una esposa siempre tenía las de perder, sobre todo en público.
– Acto seguido llegaron Sabella y Fenton-prosiguió Damaris-, es decir, la hija menor de Thaddeus y su esposo -explicó a Hester-. Sabella se mostró descortés con Thaddeus. Todos fingimos no darnos cuenta, que es la actitud más sensata cuando te ves obligado a presenciar una pelea familiar. Resultó bastante embarazoso, y Alex parecía muy… -Buscó la palabra adecuada-. Parecía muy crispada, como si estuviera a punto de perder los estribos si la provocaban un poco más. -La expresión de su rostro cambió de inmediato y pareció ensombrecerse-. Los últimos en llegar fueron el doctor Hargrave y esposa. -Modificó su postura en la silla, de forma que dejó de estar frente a Hester-. Fue todo muy correcto y trivial, y totalmente artificial.
– Hace unos minutos nos dijiste que fue espantoso. -Edith enarcó las cejas-.No dirás ahora que fue una velada civilizada. Me contaste que Thaddeus y Sabella se pelearon y que ella se comportó de una forma horrible; que Alex estaba blanca como la nieve, de lo que Thaddeus ni siquiera se percató o, por lo menos, fingió no percatarse, que Maxim coqueteó con Alex, lo que, como es obvio, a Louisa no le gustó nada.
Damaris torció el gesto y tensó los hombros.
– Eso pensé. Sin embargo es posible que Maxim, al ser el anfitrión, se considerara responsable e intentara mostrarse amable con Alex para que se sintiera mejor, y Louisa lo interpretase mal. -Dirigió una mirada a Hester-. Le encanta ser el centro de atención y le incomoda que alguien se preocupe en exceso por otra persona. Trató con demasiada dureza a Alex durante toda la velada.
– ¿Os dirigisteis todos juntos al comedor para cenar? -preguntó Hester, quien seguía interesada por los detalles objetivos del crimen, si es que la policía estaba en lo cierto y se trataba de un asesinato.
– ¿Qué? -Damaris frunció el entrecejo al tiempo que miraba por la ventana-. Oh, sí, todos tomados del brazo, como nos habían indicado, de acuerdo con las normas de etiqueta. Ni siquiera recuerdo de qué se compuso la cena. -Se encogió de hombros bajo la preciosa blusa-. Lo que probé parecía un budín de pan. Después del postre nos dirigimos a la sala de estar y hablamos de tonterías mientras los hombres bebían oporto o lo que fuera en el comedor, como suelen hacer cuando no están en presencia de las mujeres. A menudo me he preguntado si dicen algo que valga la pena oír. -Levantó la mirada hacia Hester-. ¿Nunca has tenido esa curiosidad?
Hester sonrió con timidez.
– Sí, pero creo que se trata de uno de esos casos en los que la verdad resultaría decepcionante. El misterio resulta mucho más atractivo. ¿Los hombres se reunieron con vosotras?
Damaris esbozó una media sonrisa, compungida e irónica a la vez.
– ¿Te refieres a si entonces Thaddeus seguía con vida? Pues sí. Sabella subió al piso superior para estar sola, o más bien para que se le pasase el enfado, pero no recuerdo cuándo. Fue antes de que entraran los hombres porque pensé que lo hacía para evitar a Thaddeus.
– ¿Así que estabais todas en la sala de estar a excepción de Sabella?
– Sí. La conversación era muy artificial, quiero decir más de lo normal, pues siempre son bastante triviales. Louisa criticaba a Alex con disimulo, sin perder su habitual sonrisa, claro está. Luego se levantó e invitó a Thaddeus a subir para ver a Valentine… -Emitió un grito ahogado, como si se hubiera atragantado, que enseguida se transformó en tos-. Alex estaba furiosa. Recuerdo la expresión de su rostro como si la viera ahora mismo.
Hester era consciente de que Damaris hablaba de un tema que le afectaba profundamente, pero ignoraba por qué o qué clase de emoción le provocaba. Sin embargo, carecía de sentido continuar con la conversación si Damaris no refería lo que había ocurrido durante la velada.
– ¿Quién es Valentine?
– Es el hijo de los Furnival -respondió Damaris con voz ronca-. Tiene trece años, pronto cumplirá catorce.
– ¿Y Thaddeus le tenía cariño? -inquirió Hester.
– Sí… sí le tenía cariño -afirmó con tono tajante y semblante tan sombrío que Hester no preguntó nada más. Edith le había contado que Damaris no tenía hijos, y poseía la delicadeza suficiente para figurarse los sentimientos que tal vez se ocultaran tras aquellas palabras. Decidió cambiar de tema y pasar a cuestiones más directas.
– ¿Durante cuánto tiempo se ausentó? Damaris sonrió con expresión extraña, casi ofendida.
– Para siempre.
– Oh. -Hester quedó desconcertada y por un momento fue incapaz de articular palabra.
– Lo siento -se apresuró a disculparse Damaris al tiempo que la miraba a los ojos-. La verdad es que no lo sé. Estaba absorta en mis pensamientos. La gente entraba y salía. -Sonrió como si aquel pensamiento le torturara-. Maxim salió a buscar algo y Louisa regresó sola. Alex también se marchó, supongo que después de Thaddeus, y luego volvió. Entonces Maxim se ausentó de nuevo, esta vez para ir al vestíbulo delantero… Debería haber explicado que subieron por la escalera posterior hacia el ala donde se encuentra el dormitorio de Valentine, en el tercer piso. Se llega antes por ahí. -¿Has estado en él? Damaris apartó la mirada. -Sí.
– ¿Maxim fue al vestíbulo delantero? -inquirió Hester.
– Oh, sí, y regresó conmocionado. Dijo que había ocurrido un accidente. Thaddeus se había caído por el pasamanos y había resultado gravemente herido y estaba inconsciente. Por supuesto ahora sabemos que entonces ya estaba muerto. -Apartó la mirada de Hester-. Charles Hargrave se puso en pie de inmediato y fue a ver qué había sucedido. Nosotras permanecimos sentadas en silencio. Alex estaba blanca como un fantasma, pero se había pasado así la mayor parte de la velada. Louisa estaba muy callada; poco después salió, según dijo para buscar a Sabella y comunicarle que su padre había sufrido un accidente. La verdad es que no recuerdo qué más ocurrió hasta que Charles, el doctor Hargrave, regresó para anunciar que Thaddeus estaba muerto, que por supuesto debíamos informar del accidente y que nadie debía tocar nada.
– ¿Os pidió que lo dejarais ahí? -exclamó Edith con indignación-. ¿Tendido en e! suelo del vestíbulo, enredado en la armadura?
– Sí…
– Es lo que suele hacerse en esos casos. -Hester miró a las dos hermanas-. Y si estaba muerto, eso no iba a producirle angustia alguna. Sólo que para nosotros…
Edith hizo una mueca y dobló más las piernas en el sofá.
– Es un tanto ridículo, ¿no? -susurró Damaris-. Que un general de caballería que luchó en todo el mundo acabe cayendo encima de una alabarda sostenida por una armadura vacía. Pobre Thaddeus, nunca tuvo sentido del humor. Dudo que hubiera apreciado el lado gracioso del asunto.
– Seguro que no. -A Edith se le quebró la voz, y respiró hondo-. Y papá tampoco. Yo en tu lugar no volvería a mencionar una cosa así.
– ¡Por Dios! -exclamó Damaris-. No soy tan tonta. Claro que no lo diré, pero creo que si no me río un poco no podré parar de llorar. La muerte suele presentarse de forma absurda. Las personas son absurdas. ¡Yo misma lo soy! -Se sentó correctamente y se volvió hacia Hester-. Alguien mató a Thaddeus y tuvo que ser alguno de los presentes en la cena. Eso es lo grave del caso. La policía dice que es imposible que cayera sobre la punta de la alabarda de ese modo. De haber sido un accidente, no le habría atravesado el cuerpo, sólo lo habría rozado. Podría haberse desnucado o haberse roto la columna y morir, pero no fue eso lo que ocurrió. No se fracturó ningún hueso en la caída. Se golpeó la cabeza y con toda seguridad sufrió una conmoción, pero lo que acabó con su vida fue la alabarda, que le atravesó el pecho, y eso sucedió cuando ya estaba tendido en el suelo. -Se estremeció-. Lo cual resulta terrible y no tiene nada de gracioso. ¿No es estúpido que tengamos el deseo, un tanto ofensivo, de reír ante los peores y más tráficos acontecimientos? La policía nos ha formulado toda clase de preguntas. Fue horrible, algo irreal, como encontrarse en el interior de una linterna mágica, sólo que ahí no hay historias como ésta.
– ¿Y no han llegado a ninguna conclusión? -Hester reanudó el interrogatorio, pues ¿de qué otro modo podía resultarles de ayuda? No necesitaban compasión; cualquiera podía ofrecérsela.
– No -contestó Damaris con una expresión sombría-. Al parecer varios de nosotros podríamos ser los autores del asesinato, y era evidente que tanto Sabella como Alex se habían peleado con él ese mismo día. Quizá también otras personas. No lo sé. -Se levantó de forma súbita y forzó una sonrisa-. Vamos a tomar el té. Mamá se enfadará si llegamos tarde, y eso lo estropearía todo.
Hester obedeció encantada. Aparte de que consideraba que habían agotado el tema de la cena, al menos por el momento, le interesaba más conocer a los padres de Edith. Además, también le apetecía tomar un té.
Edith se levantó, se alisó la falda y las siguió escaleras abajo y a través del gran vestíbulo hasta llegar a la sala de estar principal. Era una estancia magnífica. Hester sólo dispuso de un momento para admirarla, ya que su interés, así como su educación, exigía que centrara su atención en sus ocupantes. Vio las paredes recubiertas de brocados con cuadros de marco dorado, el techo ornamentado, unas cortinas de terciopelo granate con bandas doradas exquisitamente colgadas y una alfombra de tonos más oscuros. Reparó en dos estatuillas altas de bronce de estilo renacentista muy elaborado, y le pareció distinguir adornos de terracota cerca de la repisa de la chimenea.
El coronel Randolf Carlyon estaba sentado de forma relajada, casi como si durmiera, en uno de los majestuosos sillones. Era un hombre corpulento, que se había descuidado un poco con los años, su rostro, de piel sonrosada, quedaba parcialmente cubierto por un bigote y unas patillas canos, y sus ojos azul claro denotaban tristeza. Hizo ademán de incorporarse cuando ellas entraron, pero no llegó a ponerse en pie; bastaba con media reverencia para mostrarse correcto.
Felicia Carlyon resultaba tan distinta de él como previsible. Era tal vez diez años más joven que su esposo, no aparentaba más de sesenta y cinco, y su rostro transmitía cierta tensión; los labios apretados y las sombras bajo los grandes ojos hundidos; no parecía en absoluto una mujer pasiva o abatida. Se encontraba delante de la mesa de nogal en la que se había servido el té; mantenía el cuerpo esbelto y bien erguido, con un porte que muchas jóvenes habrían envidiado. Como era de suponer, guardaba luto por su hijo, pero vestía un negro bonito, intenso, adornado con una puntilla de cuentas de azabache y ribeteado con terciopelo negro. La cofia de encaje era también moderna.
No se movió cuando entraron, pero de inmediato fijó la vista en Hester, que captó la fuerza de su carácter.
– Buenas tardes, señorita Latterly -saludó Felicia con gélida cortesía. Se reservaba su opinión sobre las personas, pues consideraba que había que ganarse su consideración-. Qué detalle por su parte acompañarnos a la hora del té. Edith nos ha hablado muy bien de usted.
– Buenas tarde, señora Carlyon -repuso Hester con la misma formalidad-. Les agradezco el que sean tan amables de recibirme. Permítanme expresarle mi más sincero pésame.
– Gracias. -La serenidad de Felicia y la brevedad con que había aceptado sus condolencias indicaron a Hester que añadir algo más se interpretaría como una falta de tacto. Era evidente que no deseaba hablar del tema; se trataba de un asunto privado y no iba a compartir sus emociones con nadie-. Es un placer que tome el té con nosotros. Siéntese, por favor.
Hester le dio las gracias de nuevo y se sentó, bastante incómoda, en el sofá color bermellón que se encontraba más alejado de la chimenea. Edith y Damaris se sentaron también y concluyeron las presentaciones. Randolf Carlyon sólo habló lo estrictamente necesario para no resultar descortés.
Conversaron sobre cuestiones triviales hasta que la criada sirvió los últimos refrigerios necesarios para el té: emparedados muy finos de pepino, berro, queso cremoso y huevo rallado. Había también bollos y un pastel de nata y mermelada. Hester observó todos aquellos manjares con gran deleite y deseó encontrarse en unas circunstancias en que resultara aceptable comer con apetito, pero sin duda ése no era el caso.
Una vez servido el té, Felicia la miró antes de abordarla cortésmente.
– Edith me ha contado que ha viajado usted mucho, señorita Latterly. ¿Ha estado en Italia? Es un lugar que me hubiera encantado visitar. Por desgracia, cuando hubiera podido hacerlo, nuestro país estaba en guerra, de modo que resultaba imposible. ¿Le gustó?
Por unos instantes Hester se preguntó con nerviosismo qué demonios le habría explicado Edith, pero no osaba mirarla en aquel momento, y no podía responder a Felicia Carlyon con una evasiva. Además, debía evitar que pareciera que Edith había faltado a la verdad.
– Tal vez no me expresé con la suficiente claridad en mi conversación con Edith. -Esbozó una sonrisa forzada. Tenía la impresión de que debía añadir «señora», como si se dirigiera a una duquesa, lo que resultaba ridículo, ya que aquella mujer no tenía una posición social superior a la suya, o como mínimo a la de sus padres-. Me apena informarle de que realicé el viaje durante la guerra y no tuve ocasión de admirar el arte italiano, aunque el barco hizo una breve parada en Italia.
– ¿De veras? -Felicia enarcó las cejas, pero habría resultado totalmente impropio de ella perder los buenos modales ni siquiera por un instante-. ¿Se vio obligada a abandonar su casa a causa de la guerra, señorita Latterly? Por desgracia parece que en este momento existen problemas en demasiadas partes del imperio. He oído que se han producido disturbios en la India, aunque no sé a ciencia cierta la gravedad que reviste el asunto.
Hester dudó entre el equívoco y la verdad y decidió que, con vistas al futuro, era preferible la segunda. Felicia Carlyon no pasaría por alto una falta de coherencia o la más nimia de las contradicciones.
– No, estaba en la guerra de Crimea, con la señorita Nightingale. -La mera mención de ese nombre mágico bastaba para impresionar a la mayoría de la gente y era la mejor referencia que tenía, tanto con respecto a su carácter como a su valía.
– ¡Cielo santo! -exclamó Felicia antes de tomar un sorbo de té.
– ¡Extraordinario! -comentó Randolf bajo el bigote.
– Me parece fascinante -Edith habló por primera vez desde que había entrado en la sala de estar-. Una experiencia de lo más provechosa.
– Viajar en compañía de la señorita Nightingale no es una ocupación que dure toda la vida, Edith -intervino Felicia con frialdad-. Quizá sea una aventura, pero de corta duración.
– Inspirada por motivos nobles, sin duda -añadió Randolf-. Aun así es algo poco común y no del todo apropiado para… -Se interrumpió.
Hester sabía qué había estado a punto de decir, pues se había enfrentado a esa clase de reacciones en numerosas ocasiones, sobre todo con militares entrados en años. No era apropiado para damas. Las mujeres que seguían al ejército eran lavanderas, sirvientas, además de las esposas de los altos mandos, que todos sabían no era su caso, puesto que no estaba casada.
– La enfermería ha mejorado de forma considerable en los últimos años -afirmó con una sonrisa-. Ahora se ha convertido en una profesión.
– No para mujeres -puntualizó Felicia con rotundidad-. Aunque estoy convencida de que su labor fue muy noble y toda Inglaterra la reconoce. ¿A qué se dedica ahora que ha regresado al país?
Hester notó que Edith respiraba hondo y que Damaris bajaba la mirada hacia el plato.
– Cuido de un militar retirado que se fracturó el fémur -respondió Hester, que optó por tomarse la pregunta con buen humor en lugar de considerarla una ofensa-. Precisa de atención médica más especializada de la que puede ofrecerle una sirvienta.
– Muy loable -replicó Felicia con un breve gesto de asentimiento al tiempo que tomaba otro sorbo de té.
Hester intuyó que se guardaba de añadir que era una actividad excelente sólo para mujeres que se veían obligadas a ganarse el sustento y sobrepasaban la edad razonable para albergar la esperanza de contraer matrimonio. Ella nunca toleraría que sus dos hijas se rebajaran de ese modo mientras tuvieran un techo bajo el que cobijarse y un vestido que ponerse. Hester sonrió aún con más dulzura.
– Gracias, señora Carlyon. Resulta muy gratificante ser útil a alguien y el comandante Tiplady es un caballero de buena familia y reputación.
– Tiplady… -Randolf frunció el entrecejo-. ¿Tiplady? Creo que nunca he oído hablar de él. ¿Dónde sirvió?
– En la India.
– ¡Qué curioso! Thaddeus, mi hijo, ya sabe, sirvió allí durante años. Era un hombre excepcional, era general, ¿sabe? Participó en las guerras contra los sijs, del 45 al 46. También luchó en las guerras del opio en China en el 39. ¡Un hombre magnífico! Todo el mundo está de acuerdo. Y tan magnífico. Un hijo del que todo padre se sentiría orgulloso. Nunca le oí mencionar a nadie llamado Tiplady.
– De hecho creo que el comandante Tiplady estuvo en Afganistán entre el 39 y el 42. A veces me habla de ello, es muy interesante.
Randolf le lanzó una mirada un tanto reprobatoria, como haría con un niño travieso.
– Tonterías, mi querida señorita Latterly. No hay necesidad de fingir interés por las cuestiones militares para resultar cortés. Mi hijo falleció hace poco -agregó con semblante sombrío-, en circunstancias trágicas. Seguro que Edith la ha puesto al corriente. Acostumbramos sobrellevar nuestra pena con fortaleza, de manera que no es necesario que tenga en consideración nuestros sentimientos de ese modo.
Hester respiró hondo y a punto estuvo de decir que su interés no tenía nada que ver con Thaddeus Carlyon, que de hecho había nacido mucho antes de que hubiera oído hablar de él, pero decidió que no la entenderían ni le creerían y, además, lo interpretarían como una ofensa. Resolvió ser diplomática.
– Las historias de coraje y empeño siempre resultan interesantes, coronel Carlyon-afirmó mirándolo con firmeza a los ojos-. Lamento profundamente la muerte de su hijo, pero ni por un instante me he planteado mostrar un interés o un respeto que no fueran sinceros.
El comentario lo dejó desconcertado por unos segundos. Se sonrojó y espiró con brusquedad. Hester miró de soslayo a Felicia y percibió un atisbo de gratitud y una expresión que parecía de abatimiento, fue demasiado breve para que lograra identificarla.
De pronto la puerta se abrió y entró un hombre. A primera vista su actitud parecía casi deferente, pero en realidad no esperaba aprobaciones ni reconocimientos; sencillamente carecía de arrogancia. Era alto, aunque Hester calculó que apenas superaba en unos centímetros a Damaris, de complexión normal, si bien un tanto estrecho de hombros. Tenía un rostro que no llamaba la atención, los ojos oscuros, los labios ocultos bajo el bigote y las facciones simétricas. Su rasgo más destacado era que parecía envuelto por un aura de buen humor, como si careciera de furia interior y el optimismo formara parte de su personalidad.
Damaris lo miró y se le encendió el rostro.
– Hola, Pev. Parece que hace frío. Sírvete un té. El hombre le dio una palmada cariñosa en el hombro al pasar a su lado y se sentó en la silla más próxima a Damaris.
– Gracias -dijo al tiempo que dedicaba una sonrisa a Hester, en espera de que los presentaran.
– Mi esposo -se apresuró a decir Damaris-. Peverell Erskine. Pev, te presento a Hester Latterly, la amiga de Edith, que trabajó de enfermera en la guerra de Crimea con Florence Nightingale.
– Encantado de conocerla, señorita Latterly. -Peverell inclinó la cabeza con expresión interesada-. Espero que no esté harta del gran número de personas que le piden que les cuente sus experiencias. Oírlas sería un gran placer para nosotros.
Felicia le tendió una taza.
– Otro día, tal vez, si la señorita Latterly vuelve a visitarnos. ¿Has pasado un buen día, Peverell?
Él no se importunó por su desaire, actuó como si no se hubiera percatado. En su lugar Hester se habría sentido tratada con condescendencia y habría replicado, lo que habría sido mucho menos apropiado, como comprendió con cierta sorpresa.
Peverell se sirvió un emparedado de pepino y lo comió con fruición antes de responder.
– Sí, suegra, gracias. He conocido a un hombre de lo más interesante que luchó en las guerras maoríes hace diez años. -Miró a Hester-. Fue en Nueva Zelanda, ¿sabe? Sí, por supuesto que lo sabe. Ahí viven los pájaros más maravillosos. Son únicos y extremadamente hermosos. -Su agradable rostro transmitía un gran entusiasmo-. Me apasionan las aves, señorita Latterly. Parece mentira que haya tanta variedad. Desde un colibrí del tamaño de mi dedo meñique que planea para succionar el néctar de una flor, hasta un albatros que sobrevuela los océanos de la Tierra, con una envergadura el doble de la altura de un hombre. -Se le iluminaba la cara al hablar de las maravillas que imaginaba, y Hester comprendió por qué Damaris seguía enamorada de él.
Aquélla sonrió.
– Podemos hacer un trato, señor Erskine -propuso-. Le contaré todo cuanto sé sobre la guerra de Crimea y la señorita Nightingale si me hace partícipe de todo cuanto sabe de pájaros.
Él soltó una carcajada.
– Me parece una idea excelente, pero le aseguro que no soy más que un aficionado.
– Sus conocimientos superan con creces a los míos. Me gustaría escucharle por el mero placer de hacerlo, no para convertirme en erudita.
– El señor Erskine es abogado, señorita Latterly -intervino Felicia con manifiesta frialdad. Acto seguido, se volvió hacia su yerno-. ¿Has visto a Alexandra?
Su expresión no se alteró en absoluto, y Hester se preguntó por unos instantes si había preferido no decírselo de inmediato porque la mujer se había mostrado muy fría con él. Podría ser una forma discreta pero eficaz de hacerse valer para que Felicia no lo anulara por completo.
– Sí, la he visto. -No se dirigió a nadie en concreto y siguió tomando el té-. La he visto esta mañana. Como es natural, está sumamente consternada, pero sobrelleva su dolor con valentía y dignidad.
– Es lo que se espera de los Carlyon -afirmó Felicia con cierta severidad-. No hace falta que me lo digas. Ruego nos disculpe, señorita Latterly, pero se trata de un asunto familiar que no es de su incumbencia. Quiero saber cómo se encuentra, Peverell. ¿Está todo en orden? ¿Tiene cuanto necesita? Supongo que Thaddeus lo dejó todo bien arreglado…
– Lo suficiente…
Enarcó las cejas.
– ¿Lo suficiente? ¿A qué te refieres?
– Me refiero a que yo me he hecho cargo de los prolegómenos y, por el momento, no hay nada que no pueda resolverse, suegra.
– Quiero saber más de este asunto, a su debido tiempo.
– Entonces tendrá que preguntar a Alexandra, porque yo no le puedo decir más -repuso con una sonrisa distante.
– ¡No seas ridículo! ¡Por supuesto que puedes! -Sus grandes ojos azules denotaban dureza-. Eres su asesor, debes de conocer la situación a la perfección.
– Por supuesto que la conozco. -Peverell dejó la taza sobre la mesa y miró a su suegra de hito en hito-. Pero precisamente por eso no puedo hablar de sus asuntos con terceras personas.
– Era mi hijo, Peverell. ¿Acaso lo has olvidado?
– Todos los hombres son hijos de alguien, suegra -replicó con tacto-. Eso no invalida su derecho a la intimidad ni el de su esposa.
Felicia palideció. Randolf se arrellanó más en el asiento, como si no hubiera oído la conversación. Damaris permaneció inmóvil. Edith los observaba a todos.
Sin embargo, Peverell no se mostró desconcertado. Obviamente, había previsto la pregunta y la respuesta que daría. Así pues, la reacción de su suegra no le sorprendió.
– Estoy convencido de que Alexandra les comentará todo cuanto sea de interés familiar -prosiguió como si no hubiera ocurrido nada.
– ¡Todo es de interés familiar, Peverell! -exclamó Felicia con severidad-. La policía está implicada. Por ridículo que parezca, alguien en esa desdichada casa mató a Thaddeus. Sospecho que fue Maxim Furnival. Nunca me ha gustado. Siempre he pensado que le falta autocontrol, aunque intente disimularlo. Dedicaba excesiva atención a Alexandra, quien no tuvo la sensatez de ponerle freno. En ocasiones pensaba que estaba enamorado de ella, signifique eso lo que signifique para un hombre como él.
– Nunca le he visto actuar de forma indecorosa o imprudente -se apresuró a decir Damaris-. Sólo le tenía cariño.
– Cállate, Damaris -ordenó su madre-. No sabes de qué estás hablando. Me refiero a su naturaleza, no a sus actos…, hasta ahora, claro está.
– No sabemos que haya hecho nada -intervino Edith para apaciguar los ánimos.
– Contrajo matrimonio con esa Warburton; en mi vida he visto una falta de gusto y un desacierto tales- espetó Felicia. Un hombre emocional, falto de control.
– ¿Louisa? -preguntó Edith mirando a Damaris, quien asintió.
– Dime, ¿qué está haciendo la policía? -preguntó Felicia a Peverell-. ¿Cuándo van a arrestarlo?
– Lo ignoro.
La puerta se abrió y el mayordomo entró con expresión grave y sin mostrar incomodidad alguna, con una nota en una bandeja de plata. Se la entregó a Felicia, no a Randolf. Tal vez este último tuviera problemas de vista.
– La ha traído el lacayo de la señorita Alexandra, señora -informó con voz queda.
– Bien. -La cogió sin más y la leyó. El color desapareció de su rostro y se quedó rígida. Tenía una palidez cerúlea-. No habrá respuesta -anunció con voz ronca-. Puede retirarse.
– Sí, señora. -Salió de la estancia, como se le había ordenado, y cerró la puerta tras de sí.
– La policía ha detenido a Alexandra por el asesinato de Thaddeus -anunció Felicia con voz desapasionada y controlada -. Parece ser que ha confesado.
Damaris empezó a hablar pero se interrumpió. De inmediato Peverell la cogió de la mano con fuerza.
Randolf se quedó con la mirada perdida, atónito.
– ¡No! -exclamó Edith-. ¡Eso… eso es imposible! ¡No pudo ser Alex!
Felicia se puso en pie.
– No hay por qué negarlo, Edith. Parece ser que es cierto, pues ella lo ha reconocido. -Enderezó los hombros-.Peverell, te agradeceríamos que te hicieras cargo del caso. Todo apunta a que perdió el juicio y, en un arrebato de locura, se convirtió en una homicida. Tal vez podamos encontrar una solución discreta, ya que no ha expresado sus preferencias al respecto. -Su voz denotó una mayor seguridad cuando añadió-: Podemos recluirla en una institución mental adecuada. Nosotros nos ocuparemos de Cassian, claro está, pobre criatura. Iré a recogerlo yo misma. Supongo que habrá que hacerlo esta misma noche. No puede permanecer en esa casa sin familia. -Tomó la campanilla antes de volverse hacia Hester-. Señorita Latterly, está usted al corriente de la tragedia de nuestra familia. Estoy segura de que entenderá que ya no estamos en condiciones de recibir ni siquiera a los amigos más cercanos ni a los conocidos. Gracias por su visita. Edith la acompañará a la puerta y se despedirá.
Hester se levantó.
– Por supuesto. Lo lamento profundamente.
Felicia agradeció sus palabras con una mirada, nada más. No había nada que añadir. En aquel momento lo único que Hester podía hacer era excusarse ante Randolf, Peverell y Damaris y partir.
En cuanto llegaron al vestíbulo, Edith la agarró del brazo.
– ¡Cielo santo! ¡Esto es terrible! ¡Tenemos que hacer algo!
Hester se detuvo y la miró a la cara.
– ¿Qué? Creo que la sugerencia de tu madre es la más apropiada. Si ha perdido el juicio y recurre a la violencia…
– ¡Bobadas! -exclamó Edith con furia-. Alex no está loca. Si lo mató alguien de la familia, debió de ser su hija, Sabella. Es una persona muy… extraña. Tras la muerte de su hijo amenazó con quitarse la vida. Oh, no tengo tiempo de contártelo todo, pero créeme si te digo que hay mucho que decir acerca de Sabella. -Agarraba con tanta fuerza a Hester que ésta no tenía más remedio que quedarse-. Odiaba a Thaddeus -prosiguió Edith con vehemencia-. No quería casarse, sino hacerse monja, pero Thaddeus no se lo permitió. Lo odiaba por haberla obligado a contraer matrimonio y lo sigue odiando. La pobre Alex habrá confesado para salvarla. Tenemos que hacer algo para ayudarla. ¿Se te ocurre alguna solución?
– Pues… -Los pensamientos se agolpaban en la mente de Hester-. Pues, conozco a una especie de detective privado que trabaja para la gente que… Sin embargo, si ha confesado su crimen, supongo que la juzgarán. Conozco a un muy buen abogado, pero Peverell…
– No -la interrumpió Edith-. Es asesor jurídico y no puede ejercer en los tribunales superiores. Estoy convencida de que no le importará. Querrá lo mejor para Alex. A veces parece hacer todo lo que mamá dice, pero no es así. Se limita a sonreír y actuar como juzga conveniente. Por favor, Hester, si hay algo que esté en tu mano…
– Descuida -prometió Hester dándole un fuerte apretón de manos-. ¡Lo intentaré!
– Gracias. Ahora te ruego que te marches antes de que salga alguien y nos encuentre aquí.
– Por supuesto. No te pongas nerviosa.
– Lo procuraré, y gracias de nuevo.
Hester se volvió para que la sirvienta le pusiera la capa y se dirigió hacia la puerta sin dejar de pensar y con el rostro de Oliver Rathbone en la mente.