Capítulo 3

Monk aceptó el caso de Alexandra Carlyon en un principio porque era Rathbone quien se lo había propuesto y nunca permitiría que éste pensara que la dificultad de una investigación lo desalentaba tanto como para rechazarla. Rathbone no le disgustaba; de hecho admiraba muchas de sus virtudes. Su agudeza siempre le había agradado, por cortante que fuera o independientemente de la persona a la que la dirigiese, y sabía que Rathbone no era cruel. Asimismo admiraba su inteligencia. Monk también poseía una mente ágil y clara y había gozado del suficiente éxito en la vida como para no envidiar la brillantez de otros ni temerla, como le ocurría a Runcorn.

Antes del accidente consideraba que no era inferior a nadie y sí superior a la mayoría de los hombres. A juzgar por los testimonios que había recabado desde entonces, tanto referentes a sus logros como a la actitud de los otros hacia él, su opinión no era mera arrogancia sino un juicio bien fundado.

Una noche de lluvia torrencial, hacía menos de un año, el coche de caballos en el que viajaba volcó, a consecuencia de lo cual el cochero murió y Monk quedó inconsciente. Cuando despertó en un hospital no recordaba nada, ni siquiera su nombre. Durante los meses siguientes se familiarizó poco a poco con su carácter, a menudo con desgana, contemplándose desde el exterior, sin entender sus razones, sólo sus actos. La imagen que se le presentaba de él era la de un hombre implacable, ambicioso, dedicado a la consecución de la justicia más allá de los dictados de la ley, sin lazos familiares ni amigos. Al parecer sólo había escrito a su única hermana en escasas ocasiones y no la había visitado durante años, a pesar de las tiernas cartas que ella le había enviado con regularidad.

Sus subordinados lo admiraban y temían a la vez. Sus superiores lo envidiaban, y se sentían intranquilos al oír sus pisadas tras sus talones, sobre todo Runcorn. Él no acertaba más que a adivinar el daño que podía haberles infligido.

También conservaba un recuerdo fugaz de cierta ternura, pero no lograba asignarle rostro alguno, ni mucho menos un nombre. La cuñada de Hester Latterly, Imogen, le había inspirado un cariño tan abrumador que le había sustraído del presente y le había tentado con un bienestar y una esperanza indefinibles. Sin embargo, antes de que hubiera conseguido aclarar sus sentimientos esa sensación desapareció.

Asimismo guardaba recuerdos de un hombre mayor, que había sido una especie de maestro para él y al que asociaba con una sensación de pérdida, de fracaso al no haber logrado ofrecerle la protección en el momento en que más la necesitaba. No obstante esta imagen también era incompleta. Sólo guardaba en su memoria fragmentos, un rostro poco definido, una mujer mayor sentada a una mesa de comedor con una expresión de pena profunda, capaz de llorar sin que se distorsionaran sus rasgos. Sabía que había significado mucho para él.

Luego había dejado el cuerpo de policía enfurecido por el caso Moidore, sin plantearse cómo podría subsistir. Había sido una época dura. Apenas había trabajo para los detectives privados. Hacía sólo dos meses que había empezado, y gracias al apoyo de lady Callandra Daviot no lo habían desahuciado por impago del alquiler. Lo único que esta mujer excepcional había exigido a cambio de prestarle ayuda económica para su nueva empresa era que la mantuviera al corriente de toda historia interesante. Él no había planteado la más mínima objeción a esas condiciones, aunque hasta el momento sólo se había ocupado del caso de tres personas desaparecidas, a dos de las cuales había encontrado sin dificultad; media docena de hurtos menores, y el cobro de deudas, encargos que no habría aceptado de no saber que el moroso estaba en condiciones de pagar. En opinión de Monk, los morosos pobres tenían todo el derecho a no saldar sus deudas. No iba a ser quien se dedicara a perseguirlos.

Ahora se alegraba de la posibilidad de realizar un trabajo bien remunerado para el bufete de un abogado. Además, el caso despertaría el interés de Callandra Daviot, ya que era más apasionante y precisaba de un esfuerzo mayor por su parte que los que le habían encargado hasta ese momento.

Era demasiado tarde para hacer nada de provecho; comenzaba a oscurecer y el tráfico de última hora llenaba las calles. A la mañana siguiente se encaminó temprano hacia la casa de Maxim y Louisa Furnival, en Albany Street, donde se había cometido el homicidio. Vería el escenario del crimen y escucharía su versión de lo ocurrido. Tal como Rathbone había afirmado, todo apuntaba a que era un caso ingrato, ya que Alexandra Carlyon había confesado; sin embargo tal vez su cuñada tuviera razón y lo había hecho con la única intención de proteger a su hija. Lo que ocurriera una vez que se hubiera revelado la verdad dependía de Alexandra Carlyon, o de Rathbone, pero antes debía descubrirla. De hecho no confiaba en que Runcorn la hubiera descubierto.

Albany Street no estaba demasiado lejos de Grafton Way, y como era una mañana soleada y fresca decidió ir andando. Así dio tiempo a su mente para decidir qué buscaba, qué preguntas debía formular. Giró por Whitfield Street, recorrió Warren Street y tomó Euston Road, muy bulliciosa debido a la gran cantidad de carretillas y coches de caballos que circulaban. El carro de un cervecero pasó junto a él. Unos hermosos caballos de tiro brillaban bajo el sol, engalanados con arneses relucientes y con las crines trenzadas. Detrás de ellos transitaban berlinas, landós y, por supuesto, los omnipresentes coches de alquiler tirados por caballos.

Cruzó la calle delante de Trinity Church, dobló a la derecha para internarse en Albany Street, que discurría paralela al parque, y recorrió la distancia que lo separaba de la residencia de los Furnival enfrascado en sus pensamientos, sin reparar en los demás transeúntes: damas que coqueteaban o chismorreaban; caballeros que tomaban el fresco y hablaban de deportes o negocios; criados vestidos de uniforme que hacían recados; algún vendedor, y repartidores de periódicos. Los carros de caballos pasaban a toda velocidad en ambos sentidos.

Parecía todo un caballero y tenía la intención de comportarse como tal. Cuando llegó al final de Albany Street llamó a la puerta principal de la residencia de los Furnival y preguntó a la criada que le atendió si podía ver a la señora Louisa Furnival. Le entregó su tarjeta, en la que sólo figuraban su nombre y dirección, no su profesión.

– Vengo para tratar de un asunto legal en el que se precisa de la ayuda de la señora Furnival -le informó. No se sorprendió al advertir que la doncella vacilaba, pues no había llamado para concertar una cita y lo más probable era que su señora no lo conociera. Sin embargo, era un hombre sumamente presentable…

– Sí, señor. Si es tan amable de acompañarme, iré a ver si la señora Furnival se encuentra en casa.

– Gracias -repuso él sin poner en duda el eufemismo-. ¿Espero aquí? -preguntó cuando estuvieron en el vestíbulo.

– Sí, señor, será mejor que espere. -No pareció tener objeción alguna al respecto y, en cuanto se fue, Monk aprovechó para observar lo que le rodeaba. La escalinata era hermosa, describía una curva hacia la derecha, donde estaba él. Calculó que la galería del primer piso, que se extendía a lo largo de todo el rellano, mediría unos diez metros de longitud y tendría una altura de al menos seis metros. Sería una caída desagradable, pero de ningún modo mortal. De hecho existían muchas posibilidades de perder el equilibrio sobre el pasamanos y desplomarse en el vestíbulo sin sufrir heridas de consideración.

La armadura seguía bajo la esquina en que la balaustrada se curvaba para iniciar el descenso. Era un ejemplar de bella factura, aunque quizás un tanto ostentoso paira una vivienda londinense. Resultaría más adecuada en la residencia de un noble, un edificio de piedra con grandes chimeneas, pero aquí era sumamente decorativa. Sin duda constituía un excelente tema de conversación y hacía que la casa se recordara siempre; con toda probabilidad ésa era su función. Se trataba de una armadura de la baja Edad Media, completa, y el guantelete derecho estaba levantado en gesto de agarrar una lanza o pica, aunque no sostenía nada. Dedujo que la policía se había llevado la alabarda para presentarla como prueba en el juicio de Alexandra Carlyon.

Observó la disposición del resto de los salones de recepción. Había una puerta a su derecha, al pie de las escaleras. Si aquélla era la sala de estar, cualquier persona que estuviera en su interior habría oído que la armadura caía al suelo, aun cuando el vestíbulo estaba recubierto de alfombras de Bujara o una buena imitación de las mismas. Las piezas metálicas habrían chocado entre sí aunque aterrizaran en una superficie blanda.

Había otra puerta a la derecha, bajo el punto más alto de las escaleras, por lo que supuso que se trataría de la biblioteca o un salón de billar, ya que no era habitual que la entrada a una sala de recepción estuviera tan escondida. Vio una hermosa puerta doble a la izquierda. Se acercó a ella y la abrió despacio. Como la sirvienta se había dirigido hacia la parte posterior de la casa, confió en que no hubiera nadie allí en ese momento.

Se asomó al interior. Era un comedor de gran tamaño decorado de forma esplendorosa y dominado por una mesa de roble con capacidad para más de doce personas. Se apresuró a cerrar la puerta y se alejó. Era harto improbable que estuvieran cenando cuando Thaddeus Carlyon cayó sobre la armadura; en todo caso, desde el comedor también lo habrían oído.

Regresó al centro del vestíbulo unos segundos antes de que reapareciera la criada.

– La señora Furnival lo atenderá, señor. Tenga la amabilidad de seguirme -informó con seriedad.

Lo condujo hacia un amplio pasillo en la parte posterior de la casa. Cruzaron otra entrada en dirección a la sala de estar, que tenía salida al jardín, hasta situarse en el punto más alejado del vestíbulo.

No tenía tiempo para contemplar la decoración, sólo le dio la impresión de que era muy recargada. Los sofás y las sillas estaban tapizados en rojo y rosado intensos, los cortinajes eran recios, de la pared colgaban algunos cuadros un tanto mediocres y había por lo menos dos espejos con marco dorado.

La mujer en la que centró su atención era de complexión menuda, pero poseía una personalidad tan acusada que dominaba la estancia. Era voluptuosa a pesar de su delgadez. Llevaba el cabello, de color castaño, mucho más ahuecado alrededor del rostro de lo que dictaba la moda del momento, lo que le favorecía; tenía los pómulos anchos y pronunciados, los ojos rasgados, tan alargados que al principio no consiguió distinguir si eran verdes o marrones. Aunque por ninguno de sus rasaos recordaba a un gato, poseía una gracilidad y un distanciamiento felinos, por lo que Monk pensó enseguida en los pequeños animales salvajes y fieros.

Hubiera sido hermosa, con un derroche de sensualidad y una belleza particular, de no ser por la malicia que transmitían sus labios y que le hizo sentir un hormigueo por todo el cuerpo, como si de una advertencia se tratara.

– Buenas tardes, señor Monk. -Tenía una voz excelente, fuerte y desapasionada, mucho más directa y franca de lo que él había supuesto. Dado su aspecto, esperaba una voz con una afectación infantil y artificialmente melosa. Así pues, lo consideró una sorpresa de lo más agradable-. ¿En qué asunto legal puedo ayudarlo? Supongo que guardará relación con el difunto general Carlyon.

Con sus palabras la mujer puso de manifiesto su inteligencia y franqueza. Inmediatamente cambió lo que pensaba decirle. Había imaginado a una mujer más superficial, dada al coqueteo. Estaba equivocado. Louisa Furnival despedía una fuerza interior mucho más acusada de lo que había sospechado, por lo que resultaba más fácil entender a Alexandra Carlyon. Era una rival que temer, no un mero pasatiempo para una velada que podía haber resultado aburrida si la anfitriona no hubiera actuado con frivolidad.

– Sí -reconoció él con la misma sinceridad-. El señor Oliver Rathbone, el abogado de la señora Carlyon, ha contratado mis servicios para asegurarnos de que sabemos todo cuanto ocurrió aquella noche.

Ella esbozó una sonrisa divertida. Sus ojos despedían un brillo intenso.

– Agradezco su franqueza, señor Monk. No me molestan las mentiras interesantes, pero las aburridas me sacan de quicio. ¿Qué desea saber?

Él sonrió. No estaba coqueteando con ella

– Jamás se le habría pasado por la cabeza-, pero vio la chispa de interés en su rostro y decidió aprovecharlo de forma instintiva.

– Todo lo que recuerde sobre lo que sucedió aquella noche, señora Furnival -contestó-, y todo lo que sepa, y esté dispuesta a contarme, del general y la señora Carlyon y de su relación.

Louisa bajó la mirada.

– Qué concienzudo, señor Monk. Me temo que la meticulosidad será lo único que pueda ofrecerle, pobre criatura. No obstante, entiendo que hay que seguir todos los pasos. ¿Por dónde empiezo? ¿Por el momento en que llegaron?

– Si es tan amable.

– Entonces tome asiento, señor Monk. -Señaló el mullido sofá rosa, y él obedeció.

Louisa Furnival se dirigió, con más arrogancia y sensualidad que gracilidad, a la ventana, donde la luz le daba de pleno, y se volvió para mirarlo a la cara. En aquel momento Monk advirtió que era consciente de su poder y disfrutaba de él.

El se reclinó en el asiento, a la espera de que empezara.

Louisa lucía un vestido rosa con miriñaque y un escote bastante pronunciado. Junto a las suntuosas cortinas rosas era digna de ver, y sonrió al iniciar su versión de los hechos.

– No recuerdo en qué orden llegaron, pero sí el estado de ánimo de cada uno. -Louisa no apartó la mirada del detective, que ni siquiera con la luz que entraba por la ventana consiguió discernir de qué color eran sus ojos-. De todos modos, supongo que las horas no importan mucho. -Enarcó las delineadas cejas.

– Por supuesto que no, señora Furnival.

– Los Erskine estaban como siempre -prosiguió ella-. Supongo que sabe quiénes son. Sí, claro que sí. -Se alisó la falda casi de forma inconsciente-. Fenton Pole también estaba como de costumbre, pero Sabella parecía bastante furiosa y, en cuanto cruzó la puerta, trató con suma descortesía a su padre, ¡oh! Eso significa que para entonces él ya estaba aquí, ¿no? -Se encogió de hombros-. Creo que los últimos en llegar fueron el doctor y la señora Hargrave. ¿Ha hablado con él?

– No, usted es la primera persona a la que visito.

Ella pareció a punto de hacer un comentario al respecto, pero cambió de parecer. Apartó la vista y quedó absorta, como si estuviera recordando la escena.

– Thaddeus, es decir, el general, se comportó como de costumbre. -Esbozó una tímida sonrisa, llena de significado e ironía. Él la percibió y pensó que revelaba más información de ella que del general o de la relación de ambos-. Era un hombre muy masculino, leal y disciplinado. Había tenido experiencias bélicas muy interesantes. -Miró a Monk con las cejas arqueadas y una expresión cargada de vitalidad-. A veces me contaba sus aventuras. Eramos amigos, ¿sabe? Sí, supongo que ya lo sabe. Alexandra estaba celosa, pero no tenía motivos. Quiero decir que nuestra amistad no tenía nada de indecoroso. -Vaciló por un instante. Era demasiado distinguida para esperar un halago en esas circunstancias, y él no se lo dedicó aunque sí que lo pensó. Si el general Carlyon no había albergado pensamientos indecorosos acerca de Louisa Furnival, debía de ser un hombre muy poco apasionado.

»Lo cierto es que Alexandra parecía muy enfadada cuando llegó -añadió-. No sonreía más de lo necesario según las normas de cortesía y evitaba dirigirle la palabra a Thaddeus. Si quiere que le sea sincera, señor Monk, como anfitriona tuve que esforzarme al máximo para evitar que los demás invitados se sintieran incómodos por la situación. Presenciar una pelea familiar resulta muy violento. Sospecho que la que mantuvieron debió de ser muy amarga, porque el enojo de Alexandra era evidente a los ojos de cualquier persona un poco observadora.

– Según usted, sólo era ella…

– ¿Cómo dice?

– Sólo ella -repitió Monk-. Deduzco de sus palabras que el general no estaba furioso con la señora Carlyon; que él se conducía con normalidad.

– Sí, es cierto -reconoció Louisa con cierta sorpresa-. Tal vez le había prohibido algo o había tomado una decisión que a ella le había disgustado y estaba todavía resentida. Sin embargo, eso no es motivo para matar a nadie.

– ¿Cuál sería una razón para matar, señora Furnival?

La mujer respiró hondo y luego sonrió.

– ¡Qué cosas tiene, señor Monk! No se me ocurre ninguna. Nunca me he planteado matar a nadie. No libro mis batallas así.

La miró sin pestañear.

– ¿Cómo las libra, señora Furnival?

Esta vez la sonrisa de Louisa fue todavía más espléndida.

– Con discreción, señor Monk, y sin previo aviso.

– ¿Y sale vencedora?

– Sí. -Ella quiso rectificar, pero era demasiado tarde-. Bueno, por lo general, sí -se corrigió-. Por supuesto, si no ganara, no… -Se interrumpió al comprender que tratar de justificarse constituía una torpeza. Al fin y al cabo no la había acusado, de hecho ni siquiera había insinuado la idea, sino que había sido ella quien la había sacado a colación. Clavó la vista en la pared del fondo y reanudó su relato-. Cuando estuvieron todos nos dispusimos a cenar. Sabella siguió haciendo comentarios desagradables de vez en cuando, Damaris Erskine trató fatal al pobre Maxim, y Alex habló con todos menos con Thaddeus, y conmigo muy poco. Por lo visto pensaba que yo estaba del lado de su esposo, lo que era una tontería. No estaba de parte de ninguno, sólo me limitaba a cumplir con mi obligación de anfitriona.

– ¿Y después de la cena?

– Oh, como de costumbre, los hombres permanecieron en el comedor para tomar una copa de oporto y nosotras nos dirigimos a la sala de estar. -Levantó los hombros en un gesto que denotaba aburrimiento y diversión a la vez-. Sabella se retiró a la planta superior porque, si mal no recuerdo, le dolía la cabeza. Aún no se ha recuperado del todo del nacimiento de su hijo.

– ¿Conversaron sobre algo en concreto?

– La verdad es que no me acuerdo. La situación era bastante tensa, como le he dicho. Damaris Erskine se comportó como una tonta a lo largo de toda la velada. No sé por qué. Normalmente es una mujer muy sensata, pero esa noche parecía estar al borde de la histeria incluso antes de cenar. Ignoro si se había peleado con su esposo. Están muy unidos, y ella parecía evitarlo durante la velada, lo que no era normal. Más de una vez me pregunté si habría bebido demasiado vino antes de venir. No sé qué otro motivo podría explicar su conducta ni por qué eligió al pobre Maxim como víctima. Es un tanto excéntrica, pero aquello era excesivo.

– Investigaré al respecto -comentó él-. Entonces ¿qué ocurrió? En algún momento el general debió de salir del comedor.

– Sí. Lo acompañé arriba para que viera a mi hijo, Valentine, que estaba en casa porque acababa de pasar el sarampión, pobre muchacho. Se llevaban muy bien. Thaddeus siempre se había interesado por él, y Valentine, como cualquier muchacho que se acerca a la edad adulta, sentía una gran admiración por todo lo militar, los exploradores y los viajes al extranjero. -Louisa lo miró fijamente-. Le encantaban las historias que Thaddeus le contaba sobre la India y el Lejano Oriente. Me temo que a mi esposo no le atrae en absoluto esa clase de cosas.

– Dice que acompañó al general Carlyon arriba para ver a su hijo. ¿Permaneció usted con él?

– No. Mi esposo fue a buscarme porque había que poner un poco de orden en la fiesta. Como le he comentado, varias personas se comportaban de forma extraña. Fenton Pole y la señora Hargrave se esforzaban por mantener una conversación civilizada. Por lo menos eso me explicó Maxim.

– Entonces ¿dejó al general con Valentine?

– Sí, eso es. -Louisa apretó los labios-. Esa es la última vez que lo vi con vida.

– ¿Y su esposo?

Ella modificó un poco su postura, sin apartarse de la suntuosa cortina.

– Se quedó arriba. Tan pronto como hube bajado, Alexandra subió. Parecía furiosa, estaba pálida y tan irritada que pensé que se enzarzarían en una violenta pelea y ninguno de nosotros podría hacer nada para evitarla. No sabía el motivo de su actitud y sigo sin saberlo.

Monk la miraba con extrema seriedad y fijeza.

– La señora Carlyon afirmó que lo había matado porque tenía un romance con usted, y que todos lo sabían.

Ella abrió los ojos como platos y lo miró con incredulidad como si acabara de decir algo absurdo, tan ridículo que era más motivo de risa que de ofensa.

– ¿De veras? ¡Menuda sandez! ¡Es imposible que pensara una cosa así! No es que no sea cierto, es que no es ni remotamente creíble. Éramos buenos amigos, eso es todo. Además a nadie se le pasaba por la cabeza que hubiera algo más entre nosotros; le aseguro que nadie pensaba tal cosa. ¡Pregúnteles! Soy una mujer divertida y amena, al menos eso espero, y siempre dispuesta a ofrecer amistad, pero no soy irresponsable.

Monk sonrió y, en lugar de pronunciar el halago que ella esperaba se limitó a expresarlo con la mirada.

– ¿Se le ocurre alguna razón por la que la señora Carlyon albergaba tales sospechas?

– No, ninguna. Ninguna que tenga el más mínimo sentido. -Louisa sonrió con ojos vivarachos, y Monk descubrió por fin que eran de color avellana-. Sinceramente, creo que debe de haber otro motivo, alguna pelea de la que nada sabemos. Por otro lado, me pregunto qué importancia tiene eso ahora. Si lo mató, ¿qué más da por qué lo hizo?

– Al juez sí le interesará saberlo cuando llegue el momento de dictar sentencia, si es que al final la condenan -repuso él al tiempo que observaba su rostro para ver si delataba compasión, ira o pesar. Lo único que percibió fue su fría sagacidad.

– Desconozco el mundo de las leyes. -Sonrió-. Creía que la condenarían a la horca de todas maneras.

– Es muy probable -reconoció-. Ha interrumpido la historia en el momento en que su esposo y el general se encontraban arriba y la señora Carlyon se disponía a subir. ¿Qué ocurrió entonces?

– Maxim bajó y, al cabo de un rato, tal vez diez minutos, también regresó Alexandra, que estaba muy alterada. Poco después Maxim salió al vestíbulo delantero (todos habíamos subido por las escaleras traseras porque se llega antes a la habitación de Valentine) y casi de inmediato volvió para informarnos de que Thaddeus había sufrido un accidente y estaba gravemente herido. Charles, es decir, el doctor Hargrave, fue a ver si podía ayudar. Enseguida se reunió con nosotros para decirnos que Thaddeus estaba muerto y debíamos llamar a la policía.

– ¿Lo hicieron?

– Por supuesto. Vino un tal sargento Evan y nos interrogaron. Fue la peor noche de mi vida.

– Por tanto, existe la posibilidad de que la señora Carlyon, su esposo, Sabella o usted misma lo mataran; es decir, tuvieron la oportunidad de hacerlo…

Louisa se mostró sorprendida.

– Sí… supongo que sí, pero ¿por qué íbamos a hacerlo?

– Todavía no lo sé, señora Furnival. ¿Cuándo bajó Sabella Pole?

– Después de que Charles anunciara que Thaddeus había muerto -contestó ella tras reflexionar unos segundos-. No recuerdo quién fue a buscarla. Su madre, supongo. Comprendo que le han contratado para que ayude a Alexandra, pero me temo que no es posible. Ni mi esposo ni yo tuvimos nada que ver con la muerte de Thaddeus. Me consta que Sabella es muy impulsiva, pero dudo que asesinara a su padre, y ninguna otra persona pudo hacerlo, aparte de que no teníamos ningún motivo para ello.

– ¿Su hijo sigue en la casa, señora Furnival?

– Sí.

– ¿Puedo hablar con él?

– ¿Por qué? -inquirió Louisa, mirándolo con recelo, lo que Monk consideró de lo más natural dadas las circunstancias.

– Quizá viera o escuchara algo que provocase la pelea que desembocó en la muerte del general.

– No. Yo ya se lo pregunté.

– De todos modos me gustaría oír su versión, si no hay inconveniente. Al fin y al cabo, si la señora Carlyon mató al general pocos minutos después de que éste visitara a su hijo, debió de producirse algún altercado. Si es un muchacho inteligente, quizá notara algo.

Ella vaciló por un instante. Monk pensó que reflexionaba sobre la posible angustia que causaría a su hijo, la excusa para negarle la entrevista, y si serviría para aclarar sus propios motivos y la culpabilidad de Alexandra Carlyon.

– Estoy convencido de que desea que este asunto se clarifique lo antes posible -afirmó con cautela-. No creo que le resulte demasiado agradable que siga sin resolverse.

Ella lo miraba de hito en hito.

– Ya está resuelto, señor Monk -dijo-. Alexandra ha confesado ser la autora del crimen.

– No obstante, ahí no acaba todo -arguyó-. No es más que el fin de la primera etapa. ¿Me permite ver a su hijo?

– Si lo juzga necesario, lo acompañaré a su habitación.

Salieron de la sala de estar y, mientras caminaba detrás de ella, Monk observó su andar un tanto arrogante, el contorno delicado y femenino de sus hombros y la seguridad con que se movía a pesar de los aros rígidos de la falda. Lo condujo por el pasillo y, en lugar de subir por la escalera principal, giró hacia la derecha y ascendió por la secundaria, que comunicaba con el ala norte. Las dependencias de Valentine estaban separadas de los dormitorios principales por una habitación de invitados, que no se utilizaba en esos momentos.

Dio un ligero golpecito a la puerta y la abrió sin esperar respuesta. La estancia, espaciosa y aireada, estaba decorada como un aula, con pupitres, una gran pizarra, varias estanterías y una mesa para el profesor. Desde las ventanas se veían tejados y las ramas verdes de un gran árbol. Cerca de una, sentado en una banqueta, se encontraba un muchacho de unos trece o catorce años. Era delgado y moreno, de rasgos armónicos, nariz larga, pestañas espesas y ojos azul claro. Se levantó en cuanto vio a Monk. Era mucho más alto de lo que éste suponía, medía casi un metro ochenta, y los hombros, que ya empezaban a ensancharse, anunciaban la clase de hombre en que se convertiría. Superaba en altura a su madre. Maxim Furnival debía de ser un hombre de considerable estatura.

– Valentine, te presento al señor Monk. Trabaja para el abogado de la señora Carlyon. Quiere hacerte algunas preguntas sobre la noche en que murió el general. -Louisa fue tan directa como Monk había sospechado. No había intentado disfrazar el motivo de la visita, no pretendía protegerlo de la realidad.

El muchacho se mostró un tanto nervioso. Monk intuyó la tensión de su cuerpo, la angustia que le hacía entrecerrar los ojos, aunque en ningún momento apartó la mirada.

– ¿Qué desea saber, señor? -inquirió con voz queda-. No vi nada, o se lo habría dicho a la policía. Ya me interrogaron.

– No lo dudo. -Monk se esforzó por actuar con mayor delicadeza de la que habría empleado con un adulto. El chiquillo estaba pálido y daba muestras de cansancio. Si apreciaba al general y lo admiraba hasta el punto de considerarlo un héroe, lo ocurrido debía de haberle causado una conmoción y un dolor profundos-. ¿Tu madre acompañó al general cuando vino a verte?

Valentine se puso rígido y adoptó un semblante sombrío, como si le hubieran asestado un golpe en el interior, de forma que el dolor permaneciera oculto y sólo lo traicionaron la tensión de sus músculos y la pérdida de brillo de sus ojos.

– Sí.

– ¿Erais amigos?

– Sí-respondió con cautela.

– Entonces no era extraño que te visitara

– No, lo… lo conocía prácticamente desde siempre.

Monk deseó expresar su condolencia, pero no supo qué palabras emplear. La relación que se establece entre un muchacho y su héroe es delicada y, en ocasiones, muy personal, pues se compone en parte de sueños.

– Su muerte debe de haber supuesto un duro golpe para ti. Lo siento. -Se sentía torpe, algo poco habitual en él-. ¿Estaban tu padre o tu madre con vosotros?

– No. Yo… el general estuvo aquí solo. Estuvimos charlando… -Lanzó a su madre una mirada tan rápida, que Monk apenas la advirtió.

– ¿Sobre qué? -preguntó.

– Pues… -Valentine se encogió de hombros-. No lo recuerdo. Sobre el ejército, la vida en el ejército.

– ¿Viste a la señora Carlyon? Valentine estaba cada vez más pálido.

– Sí, sí, entró aquí.

– ¿Entró en tu habitación?

– Sí. -Tragó saliva-. Sí, así es.

A Monk no le sorprendió su palidez. Había visto a una asesina y a su víctima pocos minutos antes del crimen. Casi con toda seguridad había sido la última persona que había visto con vida al general Carlyon, con la excepción de Alexandra. Sólo pensarlo era suficiente para estremecer a cualquiera.

– ¿Cómo se comportó ella? -preguntó con voz queda-. Cuéntame lo que recuerdes y, por favor, intenta que lo que ocurrió después no afecte a las impresiones que guardas de ese momento.

– Sí, señor. -Valentine lo miró con fijeza y los ojos bien abiertos-. La señora Carlyon parecía muy enfadada. De hecho estaba temblando y le costaba hablar. Una vez vi a una persona borracha, y ella actuaba igual; daba la impresión de que la lengua y los labios no obedecían sus órdenes.

– ¿Recuerdas lo que dijo?

Valentine se encogió de hombros.

– No con exactitud. Más o menos le dijo que debía bajar, y que tenía que hablar con él, o que ya había hablado, no lo recuerdo bien. Pensé que se habían peleado por algo y ella quería empezar de nuevo. Señor -añadió al tiempo que rehuía a propósito la mirada de su madre-, ¿puede hacer algo para ayudar a la señora Carlyon?

Monk quedó asombrado, pues había esperado justo lo contrario.

– Todavía no lo sé. Acabo de empezar. -Deseaba preguntarle por qué deseaba que la ayudaran, pero comprendía que, si planteaba la cuestión delante de Louisa, Valentine se sentiría incómodo.

Valentine se volvió hacia la ventana.

– Claro. Lo siento.

– Descuida. Es un detalle por tu parte que te intereses por ella.

El muchacho lo miró un instante, tiempo suficiente para que Monk advirtiera su expresión de gratitud, y desvió la vista.

– ¿El general parecía enfadado? -preguntó.

– No, no mucho.

– Entonces ¿crees que desconocía por qué estaba tan furiosa su esposa?

– No; no lo creo. Bueno, si lo hubiera sabido, no le habría vuelto la espalda, ¿no? Es mucho más fornido que ella, y tendría que haberlo cogido por sorpresa…

– Tienes toda la razón. Es una buena observación.

Valentine sonrió con tristeza. Louisa interrumpió la conversación por primera vez.

– Creo que ya le ha dicho todo lo que sabe, señor Monk.

– Sí, gracias. -Se dirigió a Valentine-. Te agradezco tu paciencia.

– De nada, señor.

Descendieron al vestíbulo y, cuando Monk se disponía a despedirse, llegó Maxim Furnival, que entregó el sombrero y el bastón a la criada. Era un hombre alto y delgado, sin apenas canas y con los ojos marrones y hundidos. Habría resultado más apuesto de no ser por que tenía el labio inferior demasiado grueso y los dientes delanteros un poco separados. Su rostro denotaba un carácter temperamental, emotivo y carente de crueldad, amén de inteligencia.

Louisa se apresuró a explicarle el motivo de la presencia de Monk.

– El señor Monk trabaja para el abogado de Alexandra Carlyon.

– Buenas tardes, señor Furnival. -Monk inclinó la cabeza. Necesitaba la ayuda de ese hombre.

El rostro de Maxim se ensombreció al instante, más a causa de la lástima que de la ira.

– Ojalá pudiéramos hacer algo, pero me temo que es demasiado tarde. -Hablaba con un hilo de voz, como si su aflicción fuera muy profunda y estuviera cargada de rabia-. Debíamos haber actuado hace semanas. -Se dirigió hacia el pasillo que conducía a la sala de estar-. ¿Con qué contamos ahora, señor Monk?

– Sólo con información. ¿Recuerda algo de esa velada que pudiera explicar mejor lo acontecido?

En la cara de Maxim se reflejó un atisbo de ironía y algo parecido a un sentimiento de culpa.

– Créame, señor Monk, me he esforzado por encontrar una explicación, y no sé nada ahora que no supiera entonces. Sigue siendo un misterio para mí. Por supuesto, sé que Alex y Thaddeus reñían con frecuencia. Si quiere que le sea sincero, me consta que no se llevaban demasiado bien, pero eso les pasa a muchas parejas, si no a todas, en un momento u otro. Eso no sirve de excusa para incumplir los votos matrimoniales ni, por descontado, para matar al otro.

– La señora Carlyon ha declarado que lo hizo porque tenía celos de la atención que su esposo dedicaba a la señora Furnival…

Maxim no disimuló su sorpresa.

– ¡Eso es ridículo! Hace años que son amigos, de hecho desde… desde antes de que naciera Valentine. No ha ocurrido nada recientemente que pudiera hacerla sentir celosa, nada ha cambiado.

Su perplejidad parecía verdadera. Si estaba fingiendo, era un actor excelente. Monk se había planteado la posibilidad de que hubiera sido él el cónyuge despechado, no Alexandra, e incluso había considerado la descabellada idea de que el general fuera el padre de Valentine. Sin embargo, de ser así, no entendía por qué iba Alexandra a confesar para proteger a Maxim, a menos que fueran amantes, en cuyo caso tenía pocos motivos para sentir celos de Louisa; de hecho, le interesaría que continuara su relación.

– ¿Estaba alterada la señora Carlyon aquella noche? -preguntó.

– Oh, sí. -Maxim hundió las manos en los bolsillos y frunció el entrecejo-. Mucho, pero ignoro por qué. Era evidente que Thaddeus no le hacía el menor caso, pero no creo que ése sea motivo para actuar de manera violenta. De todos modos, todos parecían un tanto nerviosos esa noche. Damaris Erskine estaba al borde de la histeria -añadió sin mencionar que ésta se había mostrado especialmente beligerante con él-, y tampoco tengo ni idea de por qué. Por la cara de Peverell, deduzco que él tampoco. Sabella estaba muy alterada, pero últimamente es normal en ella. -Estaba compungido y bastante turbado-. Lo cierto es que fue una velada sumamente desagradable.

– ¿No ocurrió nada que le hiciera pensar que acabaría en un homicidio?

– ¡Por todos los santos, no! No fue más que… -Se interrumpió, pues no encontraba las palabras adecuadas para expresar sus sentimientos.

– Gracias, señor Furnival. -A Monk no se le ocurrió nada más que preguntar en aquellos momentos.

Dio las gracias a Louisa y se despidió. Salió a los rayos de sol intermitentes de Albany Street con la mente invadida por pensamientos e impresiones: el andar arrogante de Louisa y su rostro seguro y atractivo con un elemento de frialdad, cuando estaba callada; el dolor oculto de Valentine, y la inocencia de Maxim.


* * *

A continuación Monk visitó a la hija pequeña de Alexandra Carlyon, Sabella. La mayor residía en Bath y no se había visto involucrada en la tragedia, aparte de haberse quedado huérfana de padre y, si no cambiaba el curso de los acontecimientos, también de madre. Sabella, en cambio, era una persona de vital importancia para el caso, ya que tal vez fuera el verdadero motivo del crimen cometido por Alexandra o incluso la homicida.

El hogar de los Pole se encontraba en Gower Street, a poca distancia de allí, al otro lado de Hampstead Road. Caminó diez minutos hasta llegar a la escalera de entrada. Cuando la doncella abrió la puerta, le explicó que lo habían contratado para ayudar a la señora Carlyon y que deseaba hablar con el señor o la señora Pole con ese propósito.

Lo condujo a la salita de la mañana, una estancia pequeña y fría a causa de los vientos racheados de mayo y de la repentina sucesión de chubascos que azotaban las ventanas bien provistas de cortinajes.

No fue Sabella quien lo recibió, sino Fenton Pole, un joven agradable de cabello rubio rojizo, rasgos armoniosos y ojos azules. Vestía a la última moda; chaleco, camisa de un blanco inmaculado y traje oscuro. Cerró la puerta tras de sí y observó a Monk con recelo.

– Siento molestarle en un momento tan doloroso para la familia -se disculpó Monk-, pero la ayuda que necesita la señora Carlyon no puede esperar.

Fenton Pole frunció el entrecejo y se dirigió hacia Monk con expresión de franqueza, como si se dispusiera a confiarle algo, pero se detuvo a poco más de metro y medio.

– Me temo que nadie puede ayudarla -afirmó con inquietud-, y mucho menos mi esposa o yo. Nos encontrábamos en la casa aquella noche, y lo que vi y oí no haría más que empeorar su situación. Opino, señor Monk, que lo mejor que podemos hacer es hablar lo justo y necesario y dejar que este caso se resuelva de la mejor manera posible. -Bajó la mirada hacia sus zapatos y luego la posó en Monk con expresión ceñuda-. Mi esposa no se encuentra bien, y me niego a que se angustie más aún. Ha perdido a su padre y a su madre en circunstancias de lo más espantosas. Estoy seguro de que comprende mi actitud.

– Naturalmente, señor Pole -reconoció Monk-. Sería difícil imaginar algo peor que lo que, al parecer, ha ocurrido. Sin embargo, por el momento sólo contamos con una suposición. La señora Carlyon merece, así como nosotros mismos, que se busquen otras explicaciones o circunstancias atenuantes. Estoy convencido de que su esposa, por el amor que profesa a su madre, desea que se haga justicia.

– Mi mujer no se encuentra bien… -repitió Pole con cierta dureza.

– No sabe usted cuánto lo lamento -le interrumpió Monk-, pero los acontecimientos no permiten excepciones, ni por enfermedad ni por aflicción. -Cuando Pole se disponía a protestar, añadió-: Sin embargo, si es tan amable de contarme lo que recuerda de aquella velada, apenas molestaré a su esposa; sólo lo haría en el caso de que pudiera aportar alguna información que usted desconozca.

– No creo que eso sirva de nada. -El semblante de Pole era severo, y sus ojos azules despedían un brillo de rebeldía.

– Yo tampoco hasta que escuche su versión de los hechos. -Monk comenzaba a enfurecerse y le costaba disimular su enojo. No soportaba la insensatez, los prejuicios ni la autocomplacencia sin elegancia, y este hombre presentaba al menos dos de esos tres defectos-. Mi trabajo consiste en recabar datos, y el abogado de la señora Carlyon me ha contratado para descubrir lo que pueda.

Pole lo observó en silencio. Monk se sentó en una de las sillas más altas para demostrar que tenía la intención de pasar algún tiempo allí.

– La cena, señor Pole -insistió-. Tengo entendido que su esposa discutió con su padre tan pronto como llegó a la casa de los Furnival. ¿Conoce la causa de esa pelea?

Pole estaba desconcertado.

– No veo qué relación tiene con la muerte del general pero, ya que lo pregunta, le diré que desconozco el motivo de la disputa. Supongo que se trataría de un antiguo malentendido, nada nuevo ni importante. Monk lo miró con educada incredulidad. -Supongo que dirían algo, ¿no? Es imposible reñir con alguien sin mencionar la razón; por lo menos se nombra, aunque no se trate del motivo real.

Pole enarcó las cejas, hundió aún más las manos en los bolsillos con expresión malhumorada y apartó la mirada.

– Si es eso lo que quiere… Pensaba que deseaba conocer la causa real, aunque importe poco en estos momentos.

Monk estaba cada vez más irritado y tenso.

– ¿Qué se dijeron, señor Pole? -preguntó con severidad.

Pole tomó asiento, y cruzó las piernas y le lanzó una mirada fría.

– El general hizo algún comentario sobre el ejército de la India y Sabella explicó que había oído que la situación era muy delicada en ese país. El general aseguró que no era nada importante. De hecho se mostró bastante desdeñoso con sus opiniones, lo que la enfureció, pues consideró que la trataba con condescendencia, y así lo manifestó. Sabella cree que sabe cosas de la India, y me temo que quizás yo la haya alentado en ese sentido. Entonces intervino Maxim Furnival con la intención de cambiar de tema, pero no lo consiguió. No fue nada excepcional, señor Monk, y es evidente que no guarda relación con la pelea que el general mantuvo con la señora Carlyon.

– ¿Por qué se pelearon?

– ¡No tengo ni idea! -exclamó-. Me limito a suponer que riñeron, porque no es lógico que lo matara si no se produjo alguna desavenencia de lo más insalvable. En todo caso ninguno de los presentes se percató de nada, ya que de lo contrario hubiéramos tratado de evitarlo, como es natural. -Se mostraba molesto, como si le costara creer que Monk se comportara de forma tan estúpida a propósito.

Antes de que Monk tuviera tiempo de continuar con el interrogatorio, la puerta se abrió y apareció una encantadora joven de aspecto desaliñado. La melena rubia le caía sobre los hombros, y se cubría con un chal que se sujetaba con fuerza al cuello con una mano pálida y delgada. Miró a Monk sin prestar atención a Pole.

– ¿Quién es usted? Polly me ha dicho que intenta ayudar a mamá. ¿Cómo piensa hacerlo?

Monk se puso en pie.

– Soy William Monk, señora Pole. Me ha contratado el abogado de su madre, el señor Rathbone, para que intente averiguar algo que pueda considerarse una circunstancia atenuante.

Ella lo miró de hito en hito, con los ojos muy abiertos. Tenía las mejillas encendidas.

Pole, que se había levantado al entrar ella, se acercó y le habló con delicadeza.

– Sabella, querida, no tienes por qué preocuparte-. Creo que deberías seguir descansando Ella lo apartó enfadada y se encaminó hacia Monk. Pole le puso la mano en el brazo y Sabella la retiró con brusquedad.

– Señor Monk, ¿puede hacer algo para ayudar a mi madre? Ha hablado de «atenuantes». ¿Significa eso que la justicia tal vez tome en consideración la clase de hombre que el era ¿Cómo nos intimidaba, cómo nos obligaba a obedecerlo sin tener en cuenta nuestros deseos?

– Sabella… -terció Pole con tono apremiante. Lanzo una mirada a Monk-. Sinceramente, señor Monk, esto resulta irrelevante y yo…

– ¡No es irrelevante! -exclamó Sabella con ira-. ¿Tendrá la delicadeza de contestarme, señor Monk?

Este percibió el histerismo creciente de su voz, y saltaba a la vista que estaba a punto de perder los estribos. No era de extrañar. Su familia se había visto azotada por una doble tragedia de lo más atroz. De hecho, había perdido a su padre y a su madre en un escándalo que arruinaría su reputación, desgarraría la vida familiar y la expondría a la ignominia pública. ¿Que podía decirle que no empeorara la situación ni resultara totalmente inútil? Intento disimular la antipatía que le inspiraba.

– No lo sé, señora Pole -respondió con mucho tacto-. Espero que si. Creo que debió de tener alguna razón para actuar como lo hizo… si en realidad fue ella quien lo hizo. Necesito averiguar cuál fue el motivo; podría servir de base para la defensa.

– ¡Por el amor de Dios! -exclamó Pole con el rostro crispado por la ira-. ¿Acaso ignora qué es la consideración? ¿No se ha dado cuenta de que mi esposa está enferma? Lo siento, pero la defensa de la señora Carlyon si es que se la puede defender, es competencia de sus abogados, no de nosotros. Cumpla con su obligación y no implique a mi mujer en esto. Ahora debo pedirle que se retire sin provocar más daño del que ya ha causado. -Se quedó parado en el sitio en lugar de avanzar hacia Monk, pero su amenaza no dejaba lugar a dudas. Estaba furioso, y Monk pensó que también asustado. En cualquier caso su temor tal vez obedecía al estado mental de su esposa, que de hecho parecía a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Monk carecía de autoridad para insistir, a diferencia de cuando era policía. No le quedaba otra opción que marcharse, y con la mayor dignidad posible. El hecho de que le hubieran pedido que se fuera ya resultaba mortificante; que lo echaran a la fuerza supondría una humillación total que no estaba dispuesto a tolerar. Miró a Pole, luego a Sabella y, antes de que pudiera excusarse, ésta habló.

– Siento un profundo afecto por mi madre, señor Monk, y a pesar de lo que dice mi esposo, si hay algo que esté en mis manos… -Permanecía de pie, rígida, con el cuerpo tembloroso, sin prestar la menor atención a Pole-. ¡Lo haré! No tenga reparos en visitarme cuando lo juzgue necesario. Daré instrucciones al servicio para que le permitan la entrada y me informe de su llegada.

– ¡Sabella! -exclamó su marido con tono exasperado-. ¡Te lo prohíbo! No sabes lo que dices…

Antes de que hubiera terminado, la mujer se volvió hacia él con el rostro desencajado y rojo de ira, los ojos brillantes.

– ¿Cómo te atreves a prohibirme que ayude a mi madre? Eres igual que papá: arrogante y tiránico. Me dices qué puedo y no puedo hacer sin pensar en mis sentimientos o en lo que considero correcto. -Hablaba con un tono cada vez más estridente-. A mí no me van a mandar…

– ¡Sabella! ¡Baja la voz! -le ordenó con indignación su esposo-. Recuerda quién eres y con quién estás hablando. Soy tu marido y me debes obediencia, aparte de lealtad.

– ¿Que te debo…? -exclamó-. ¡No te debo nada! ¡Me casé contigo porque mi padre me obligó y no me quedó más remedio!

– ¡Estás histérica! -Pole tenía el rostro encendido de ira y vergüenza-. ¡Ve a tu habitación! ¡Es una orden, Sabella, y no permitiré que me desobedezcas! -Señaló la puerta con el brazo extendido-. Es comprensible que la muerte de tu padre te haya trastornado, pero no consentiré que te comportes así delante de un… un… -No sabía qué palabra utilizar para referirse a Monk.

Como si acabara de recordar su presencia, Sabella se volvió hacia el detective y por fin comprendió lo inapropiado de su conducta. Palideció y salió de la habitación sin articular palabra y dejó la puerta abierta.

Pole miró a Monk con los ojos centelleantes, como si éste tuviera la culpa de haber presenciado tal escena.

– Como habrá observado, señor Monk -declaró con fría formalidad-, mi esposa está profundamente afectada. Supongo que le habrá quedado claro que nada de lo que dice puede ayudar ni a la señora Carlyon ni a nadie. -Habló con expresión severa y tono tajante-. Debo rogarle que no vuelva a visitarnos. A pesar de lo que ella ha dicho, no se le permitirá la entrada en esta casa. Siento no poder ayudarlo, pero debe comprender que no estamos en posición de hacerlo. Que pase un buen día. La sirvienta lo acompañará a la puerta. -Tras estas palabras, dio media vuelta y salió de la sala.

Monk se marchó con la mente llena de imágenes y dudas. Saltaba a la vista que Sabella Pole era una mujer apasionada y lo bastante desequilibrada, como Edith Sobell había apuntado, para empujar a su padre escaleras abajo y luego levantar la alabarda y clavársela. Además, parecía tener un idea un tanto equivocada del decoro o de lo que se esperaba de ella de acuerdo con su posición social, o quizá todo ello se debía a que había perdido el juicio.

Monk se entrevistó con Hester Latterly, previa concertación de la visita, al día siguiente. De hecho, no le apetecía demasiado, pues tenía sentimientos encontrados al respecto, pero era una aliada excelente. Poseía unas agudas dotes de observación y una comprensión de las mujeres que a él le estaba vedada por la simple razón de ser hombre. Asimismo, pertenecía a otra clase social y, por tanto, percibía e interpretaba matices que a él tal vez se le escapaban. Además conocía a Edith Sobell y tenía acceso a la familia Carlyon, lo que podía resultar de enorme valor si existía una posibilidad de defender a la señora Carlyon.

La había conocido a raíz del caso Grey, hacía casi un año. Ella pasaba unos días en Shelburne Court, la casa solariega de los Grey, y habían coincidido durante un paseo por la finca. En un primer momento la consideró una persona un tanto engreída, muy segura de sus opiniones, sumamente autoritaria y carente de atractivo. Luego demostró ser una mujer de recursos, valiente, decidida y su sinceridad había sido en ocasiones una bendición. Con su rudeza y su clara negativa a aceptar una derrota, había evitado que él se diera por vencido.

De hecho en algunos momentos había tenido la impresión de que mantenía con ella una amistad más sincera que la que le unía a cualquier otra persona, incluido John Evan. Hester lo miraba sin el opaco vidrio de la admiración, el interés o el temor a perder su posición. Es siempre reconfortante contar con un amigo que te conoce y acepta en las peores o más amargas circunstancias; que ve sin tapujos tus defectos, no tiene reparos en llamarlos por su nombre y, no obstante, no te da la espalda ni te permite dejar de luchar, que considera que tu vida constituye un bien muy preciado, algo extraordinario y digno de mención.

Así pues, salió a primera hora de la tarde para reunirse con Hester Latterly delante del apartamento del comandante Tiplady, situado en Great Titchfield Street. Luego se dirigirían juntos a Oxford Street, donde encontrarían un lugar agradable para tomar el té o un chocolate caliente. Tal vez su compañía le resultara incluso grata.

Cuando llegó a la casa de Tiplady ella bajaba por las escaleras con la cabeza alta y la espalda recta, como si estuviera en formación. Su imagen le recordó la primera ocasión en que se vieron: tenía una forma muy particular de comportarse. A él le irritaban tanto su seguridad como su determinación, rasgos muy poco femeninos y más propios de un soldado. Aun así su presencia le reconfortaba por la confianza que había depositado en él. Recordó que había sido la única persona dispuesta a luchar por el caso Grey y que no lo había rehuido por pavor o decepción cuando su participación en el crimen presentaba todos los indicios de ser no sólo posible sino inexcusable.

– Buenas tardes, señor Monk -lo saludó ella con cierta frialdad. No hacía concesiones a los cumplidos habituales ni a las nimiedades a las que sucumbía la mayoría de las personas como preámbulo de temas de conversación más importantes-. ¿Ha empezado a trabajar en el caso Carlyon? Me temo que no será fácil. Según lo que Edith Sobell me ha contado, existen pocas posibilidades de que presenciemos un final feliz. De todos modos, encarcelar a un inocente sería aún peor. Supongo que en eso estamos de acuerdo, ¿no? -Le lanzó una mirada perspicaz.

No había necesidad de hacer comentario alguno; los recuerdos eran como una flecha dirigida a ambos que provocaba dolor, pero no había remordimientos, sólo emoción compartida.

– Todavía no he visto a la señora Carlyon. -Echó a andar con paso decidido y ella no tuvo ningún problema en seguirlo-. Mañana me entrevistaré con ella. Rathbone me ha concertado una visita. ¿Usted la conoce?

– No. Sólo conozco a la familia del general, aunque no demasiado.

– ¿Qué opina de todo esto?

– Esa pregunta merece una respuesta muy larga. -Vaciló, sin saber qué juicios podía emitir al respecto.

Él la miró sin disimular su desdén.

– Muestra usted un remilgo inusitado, señorita Latterly. Antes no dudaba ni un segundo en expresar sus puntos de vista. -Sonrió con ironía-. Claro que eso ocurría cuando no se los pedían. El hecho de que yo me muestre interesado por su parecer le ha paralizado la lengua.

– Pensé que quería una opinión meditada -le espetó con brusquedad-, no unas impresiones improvisadas.

– Dado que en el pasado sus opiniones eran improvisadas, tal vez sea más conveniente oír un dictamen meditado -convino con una sonrisa.

Se dispusieron a cruzar la calle, se detuvieron cuando pasó un coche de caballos, con el arnés reluciente, y atravesaron Margaret Street para dirigirse a Market Place. Oxford Street se veía más allá, con un tráfico intenso formado por toda clase de vehículos modernos, comerciales y recreativos, además de peatones, haraganes y vendedores ambulantes.

– La señora de Randolf Carlyon parece ser el miembro más fuerte déla familia -explicó Hester cuando llegaron al otro lado de la calle-. Considero que es una persona de mucho carácter, es diez años más joven que su esposo y tal vez goce de mejor salud que él…

– Es impropio de usted ser tan diplomática -interrumpió Monk-. ¿Se refiere a que el hombre está senil?

– No… no estoy segura.

La observó con sorpresa.

– Me extraña que no diga lo que piensa. Precisamente una de sus características era su excesiva franqueza. ¿Se ha vuelto usted más sutil, Hester?¿A qué se debe?

– No soy sutil. Intento hablar con precisión, lo que no es exactamente lo mismo. -Aligeró un poco el paso-. No tengo la certeza de que esté senil. No he estado con él el tiempo suficiente para juzgar. En todo caso creo que empieza a perder vitalidad y que su esposa siempre ha tenido mucha más personalidad que él.

– Bravo -exclamó Monk con cierto sarcasmo-. ¿Qué me dice de la señora Sobell, que considera que su cuñada es inocente? ¿Es una optimista redomada? Debe de serlo para pensar que todavía puede hacerse algo por la señora Carlyon, aparte de rezar por su alma, dado que se ha declarado culpable.

– No; no lo es -contestó Hester con una mordacidad considerable-. Es una viuda de gran perspicacia y sentido común. Opina que es mucho más probable que Sabella Pole, la hija del general, lo matara.

– No me extraña. He conocido a Sabella y es muy impresionable y me atrevería a decir que está histérica.

– ¿De veras? -preguntó Hester al tiempo que se volvía hacia él. Su interés por el tema hizo que la irritación se disipara-. ¿A qué conclusión ha llegado después de verla? ¿Cree posible que acabara con la vida de su padre? Damaris Erskine, que también acudió a la cena, afirma que tuvo ocasión de hacerlo.

Al doblar la esquina de Market Street para enfilar Oxford Street, Monk la agarró del brazo, más que nada para asegurarse de que permanecían juntos y no los separasen los transeúntes que caminaban deprisa en sentido contrario.

– No tengo la menor idea -respondió él al cabo de unos segundos-. Formo mis opiniones basándome en pruebas factuales, no en la intuición.

– No; no es cierto. No creo que sea tan estúpido, o tan presuntuoso, como para hacer caso omiso de sus juicios intuitivos. A pesar de lo que haya olvidado, recordará lo suficiente de sus experiencias pasadas para adivinar algo de las personas con sólo mirarlas a la cara, observar su forma de comportarse en sociedad o hablar con ellas.

Él sonrió.

– En ese caso, creo que Fenton Pole piensa que su esposa podría haber matado al general, lo que resulta altamente indicativo.

– Entonces tal vez haya un rayo de esperanza. -Hester se enderezó y levantó un poco el mentón de forma inconsciente.

– ¿Esperanza de qué? ¿Es que esa posibilidad le parece mejor?

Hester se detuvo con tal brusquedad que un caballero que venía detrás chocó con ella y masculló algo entre dientes, tropezó con el bastón y la esquivó con escasa elegancia.

– Disculpe, caballero -le interpeló Monk-. No he oído lo que ha dicho. Supongo que ha pedido perdón a la señorita por haberla empujado…

– ¡Por supuesto que sí! -exclamó el hombre antes de dirigir una mirada fulminante a Hester-. Perdone, señora. -Acto seguido giró sobre sus talones y se marchó furioso.

– Qué torpeza -refunfuñó Monk.

– Sólo ha tenido un pequeño tropiezo.

– No me refería a él, sino a usted. -La cogió del brazo y la hizo avanzar-. Mire por dónde va para no provocar otro incidente. No creo que tenga nada de positivo que Sabella Pole sea la culpable, pero si ésa es la verdad debemos hacerla pública. ¿Le apetece tomar un café?

Cuando Monk entró en la prisión le asaltó un recuerdo muy vivo, no de la época anterior a su accidente, aunque sin duda había estado en lugares como aquél en incontables ocasiones, incluso en ese mismo centro penitenciario. La imagen que evocó se remontaba a unos meses atrás, al caso por el que se había visto obligado a dejar el cuerpo de policía, a arrojar por la borda todos los años de aprendizaje y trabajo así como los sacrificios debido a su ambición.

Sintió escalofríos mientras seguía a la carcelera por los lúgubres corredores. Todavía no había decidido qué diría a Alexandra Carlyon, ni se figuraba qué clase de mujer sería; en todo caso la imaginaba parecida a Sabella.

Llegaron a la celda y la carcelera abrió la puerta.

– Avíseme cuando quiera salir -dijo. Sin más preámbulos, dio media vuelta con absoluta indiferencia y, en cuanto Monk hubo entrado, cerró la puerta con llave.

Por todo mobiliario, la celda disponía de un camastro con un colchón de paja y mantas grises, sobre el que se sentaba una mujer delgada, de piel muy blanca y cabello rubio recogido en un moño un tanto desmañado. Cuando se volvió hacia él, Monk observó su rostro. No era en absoluto como la había imaginado; no guardaba ningún parecido con Sabella ni poseía una belleza corriente. Tenía la nariz pequeña y aquilina, los ojos de un azul profundo y la boca demasiado grande, de labios carnosos y sensuales. La mujer lo miraba sin expresión alguna, y en ese instante él comprendió que no albergaba la esperanza de que la indultaran. No se molestó en hacerle cumplidos que eran a todas luces inútiles. Él también había temido por su vida y conocía el amargo sabor de boca de quien ve la muerte próxima.

– Soy William Monk. Supongo que el señor Rathbone le informó de que vendría.

– Sí, pero no puede hacer nada -afirmó con un hilo de voz-. Sus averiguaciones no servirán de nada.

– Las confesiones no constituyen una prueba suficiente, señora Carlyon. -Permaneció de pie en el centro de la celda, observándola. Ella no se molestó en levantarse-. Si por el motivo que fuere desea retractarse, la acusación se verá igualmente obligada a demostrar los hechos. De todos modos debo reconocer que será más difícil defenderla después de que haya declarado que cometió el homicidio, a menos que tuviera una buena razón. -No lo planteó como una pregunta, pues no consideraba que su desesperanza obedeciera a la creencia de que la confesión la condenaba por unos actos que él todavía no acertaba a entender.

Ella esbozó una sonrisa amarga.

– La mejor de las razones, señor Monk, es que soy culpable. Maté a mi marido. -Tenía una voz muy agradable, un tanto grave, y pronunciaba las palabras con una claridad absoluta.

De pronto a Monk le embargó la abrumadora sensación de haberse encontrado antes en esa misma situación. Le invadieron las emociones más extremas: temor, ira, amor. Sin embargo se desvanecieron con la misma rapidez con que habían aparecido, y se quedó sin aliento y desconcertado. Observaba a Alexandra Carlyon como si acabara de verla, los rasgos de su cara se le antojaban marcados y sorprendentes.

– ¿Cómo ha dicho? -Monk no había escuchado sus palabras.

– Maté a mi esposo, señor Monk-repitió ella.

– Sí, sí, eso ya lo he oído. ¿Qué ha dicho después? -Meneó la cabeza para mostrar que no acababa de entender.

– Nada. -Frunció el entrecejo en una expresión de asombro.

Monk realizó un gran esfuerzo para centrar sus pensamientos en el homicidio del general Carlyon.

– He hablado con los señores Furnival.

Alexandra Carlyon esbozó una sonrisa que demostraba una profunda amargura y cierto componente de autoburla.

– Me gustaría que demostrara que la culpable fue Louisa Furnival, pero eso es imposible-declaró con un deje que bien podría haber sido irónico-. Si Thaddeus la hubiera rechazado, es posible que se hubiera enfadado, e incluso que hubiera adoptado una actitud violenta, pero dudo de que ame tanto a alguien como para preocuparse de si la quieren o no. Creo que sólo mataría a otra mujer, una mujer realmente hermosa, que rivalizara con ella o pusiera en peligro su bienestar. Quizá si Maxim se enamorara hasta el punto de no ser capaz de ocultarlo, y la gente se enterara, tal vez Louisa matara a su rival.

– ¿Y Maxim no se sentía atraído por usted? -preguntó.

Alexandra se ruborizó de forma tan sutil que él sólo lo advirtió porque la luz de la pequeña ventana le daba en la cara.

– Sí, sí, hace tiempo, pero no lo suficiente para plantearse dejar a Louisa. Maxim es un hombre con un elevado sentido de la ética. Además yo estoy viva, Thaddeus es quien está muerto. -Pronunció las últimas palabras sin emoción alguna, sin atisbo de arrepentimiento. Por lo menos no se dedicaba a interpretar un papel, no se comportaba con hipocresía y no pretendía despertar compasión. Por eso le gustaba.

– Vi la galería y el pasamanos por el que cayó.

Alexandra se estremeció.

– Supongo que cayó de espaldas -añadió Monk.

– Sí-susurró ella con voz trémula.

– ¿Sobre la armadura?

– Sí.

– Pues debió de producir un ruido considerable.

– Por supuesto. Esperaba que todos salieran para averiguar qué había ocurrido, pero no fue así.

– La sala de estar se encuentra en la parte posterior de la casa. Usted ya lo sabía.

– Desde luego. Pensé que algún criado lo habría oído.

– ¿Qué hizo después? Bajó por las escaleras y vio que había quedado inconsciente y que nadie había acudido. ¿Fue entonces cuando cogió la alabarda y se la clavó?

Alexandra presentaba una palidez extrema y tenía los ojos hundidos.

– Sí -musitó.

– ¿En el pecho? Estaba boca arriba. ¿Dice que se cayó de espaldas?

– Sí -respondió Alexandra. Tragó saliva-. ¿Son necesarias todas estas preguntas? No creo que sirvan de nada.

– Debía de odiarlo mucho.

– No… -Ella se interrumpió, respiró hondo, inclinó la cabeza y añadió-: Ya se lo conté al señor Rathbone. Tenía un romance con Louisa Furnival. Yo estaba… celosa.

Él no la creyó.

– También he visitado a su hija.

La mujer quedó petrificada.

– Está muy preocupada por usted. -Sabía que actuaba con crueldad, pero no veía otra salida. Tenía que descubrir la verdad. Con mentiras y encubrimientos Rathbone sólo conseguiría empeorar las cosas en el juicio-. Me temo que mi presencia provocó una pelea entre Sabella y su esposo.

La señora Carlyon lo miró con furia. Era la primera vez a lo largo de la entrevista en que demostraba una emoción real y violenta.

– ¡No tenía por qué visitarla! Está enferma… y acaba de perder a su padre. Por mucho daño que me causase, era su padre. Usted… -Se interrumpió al comprender quizá que su postura era ridícula si había sido ella quien había matado al general -Pues no parecía muy apenada por su muerte -comentó Monk con toda deliberación al tiempo que observaba no sólo su rostro sino la tensión de su cuerpo: los hombros encogidos bajo la blusa de algodón y los puños cerrados sobre el regazo-. De hecho no intentó ocultar que había mantenido una pelea con él y aseguró que haría todo lo posible por ayudarla, aunque con ello provocara la ira de su marido.

Alexandra permaneció callada, y él notó su turbación como si de una descarga eléctrica se tratara.

– Tachó al general de arrogante y tiránico y explicó que la había obligado a casarse en contra de su voluntad -añadió Monk.

La mujer se levantó y le dio la espalda.

En aquel momento asaltó a Monk otro recuerdo tan vivido que fue como una bofetada. Había estado allí en otra ocasión, en una celda con un pequeño tragaluz como aquél, y había tenido delante a otra mujer delgada de cabello rubio con rizos en la nuca. También a ella la habían acusado de matar a su esposo, y él se había implicado de forma especial en el caso.

¿Quién era esa mujer?

La imagen desapareció de su mente y sólo consiguió rescatar un haz de luz tenue sobre su cabello, el ángulo de un hombro, un vestido gris con la falda tan larga, que rozaba el suelo. No recordaba nada más, ninguna voz, ni el menor atisbo de unas facciones, nada, ni los ojos, ni los labios, nada en absoluto.

Sin embargo tenía la certeza de que para él había sido un caso muy importante, había dedicado todos sus recursos mentales y físicos a su defensa.

Pero ¿por qué? ¿Quién era ella?

¿Había ganado el caso? ¿O había muerto en la horca?

¿Era inocente o culpable?

Alexandra estaba hablando.

¿Qué?

Ella dio media vuelta y lo miró con severidad. Tenía los ojos brillantes.

– Se presenta aquí para decir crueldades sin mostrar el menor tacto, me interrogaba sin la más mínima delicadeza. -La voz se le quebró, le costaba respirar-. ¡Me habla de mi hija, a la que probablemente no volveré a ver sino entre los bancos de una sala del tribunal y luego no tiene la decencia de escuchar mis respuestas! ¿Qué clase de hombre es usted? ¿Qué quiere de mí?

– Lo siento. -Estaba verdaderamente avergonzado-. Me he sumido en mis pensamientos por unos segundos. Ha sido un recuerdo… un recuerdo doloroso… de una situación muy similar a ésta.

La explicación pareció apaciguar la ira de Alexandra, que se encogió de hombros y se volvió de nuevo.

– No importa. Nada de esto importa.

Monk se esforzó por poner en orden sus ideas.

– Su hija se peleó con su padre aquella noche…

Ella se puso de nuevo a la defensiva. Tenía el cuerpo rígido, la mirada recelosa.

– Tiene mucho genio, señora Carlyon. Temí que sufriera un ataque de histeria. De hecho, noté que su esposo estaba muy preocupado por ella.

– Ya se lo he dicho -replicó ella con firmeza-. No se ha recuperado del nacimiento de su hijo. A veces pasa. Es uno de los peligros que encierra la maternidad. Pregunte a cualquier persona que conozca el tema y…

– Es cierto. A menudo las mujeres padecen trastornos temporales…

– ¡No! Sabella estaba enferma, eso es todo. -Se acercó a Monk, tanto que éste pensó que iba a tomarlo del brazo; en lugar de eso se llevó las manos a las caderas-. Si cree que fue Sabella quien mató a Thaddeus, ¡se equivoca! Confesaré mi crimen en el juicio y acabaré en la horca. -Recalcó la última palabra a propósito, como si hurgara en una herida-. Jamás permitiré que mi hija asuma la culpabilidad de mi acto. ¿Lo entiende, señor Monk?

Él no sintió ninguna punzada de la memoria, nada que le resultara siquiera remotamente familiar. El eco sonaba ahora tan lejano que era como si nunca lo hubiese oído.

– Sí, señora Carlyon. Eso esperaba que dijera.

– Es la verdad. -Acto seguido agregó con cierto tono de desesperación, casi de súplica-. ¡No acuse a Sabella! Si le ha contratado el señor Rathbone, debo recordarle que él es mi abogado y no puede decir algo que yo le haya prohibido.

Era una especie de declaración con la que pretendía tranquilizarse.

– También es un hombre que está al servicio de la justicia, señora Carlyon -dijo él con una delicadeza inusitada-. No puede decir algo que sabe que es a todas luces falso.

Ella lo observó en silencio.

¿Existía la posibilidad de que ese recuerdo guardara relación con aquella mujer mayor que lloraba sin que el rostro se le distorsionara? Era la esposa del hombre que tanto le había enseñado, a quien había tomado como modelo cuando se trasladó al sur procedente de Northumberland. Lo habían desacreditado, engañado en cierto modo, y Monk había intentado salvarlo con todas sus fuerzas, pero había fracasado.

Sin embargo, la imagen que había acudido a su mente hacía unos minutos era de una joven, una mujer como Alexandra, a quien habían acusado de matar a su marido. Y él había ido a aquel lugar para ayudarla.

¿Había fracasado? ¿Era ésa la razón por la que habían perdido el contacto? No había rastro de ella entre sus pertenencias, ni cartas, ni fotografías, ni siquiera un nombre escrito. ¿Por qué? ¿Por qué la había olvidado?

Las posibles respuestas se agolpaban en su mente: debido a su fracaso, ella había perecido en la horca…

– Haré lo que esté en mi mano para ayudarla, señora Carlyon -afirmó Monk con voz queda-, para descubrir la verdad. Luego usted y el señor Rathbone harán con ella lo que juzguen conveniente.

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